DOMINGO X DEL TIEMPO ORDINARIO

EVANGELIO


Ciclo A:
Mt 9, 9-13

HOMILÍA

San Agustín de Hipona, Comentario sobre el salmo 58 (1,7: CCL, 39, 733-734)

He venido a llamar a los pecadores a que se conviertan

Existe otra clase de fuertes que presumen, no de riqueza, ni de fuerza física, ni de haber temporalmente desempeñado algún cargo importante, sino de su justicia. Este tipo de fuertes ha de ser evitado, temido, rehuido, no imitado, precisamente porque presumen —repito— no de tipo, ni de bienes de fortuna, ni de estirpe, ni de honores —¿quién no ve que todos estos títulos son temporales, lábiles, caducos y pasajeros?—, sino que presumen de su propia justicia. Este tipo de fortaleza es el que impidió a los judíos pasar por el ojo de una aguja.

Pues presumiendo de justos y teniéndose por sanos, rehusaron la medicina y mataron al mismo médico. No ha venido a llamar a estos fuertes, a estos sanos, aquel que dijo: No tienen necesidad de médico los sanos, sino los enfermos. No he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores a que se conviertan. Estos eran los fuertes que insultaban a los discípulos de Cristo, porque su maestro entraba en casa de los enfermos y comía con los enfermos.

¿Cómo es que —dicen— vuestro maestro come con publicanos y pecadores? ¡Oh fuertes, que no tenéis necesidad de médico! Esta vuestra fortaleza no es síntoma de salud, sino de insania. ¡Dios nos libre de imitar a estos fuertes! Pues es de temer que a alguien se le ocurra imitarlos.

En cambio, el doctor de humildad, partícipe de nuestra debilidad, que nos hizo partícipes de su divinidad, y que bajó del cielo para esto: para mostrarnos el camino y hacerse él mismo camino, se dignó recomendarnos muy particularmente su propia humildad. Por eso no desdeñó ser bautizado por el siervo, para enseñarnos a confesar nuestros pecados, a aceptar nuestra debilidad para llegar a ser fuertes, prefiriendo hacer nuestras las palabras del Apóstol, que afirma: Cuando soy débil, entonces soy fuerte.

Por el contrario, los que pretendieron ser fuertes, esto es, los que presumieron de su virtud teniéndose por justos, tropezaron con el obstáculo de esa Piedra: confundieron el Cordero con un cabrito, y como lo mataron como cabrito no merecieron ser redimidos por el Cordero. Estos son los mismos fuertes que arremetieron contra Cristo, alardeando de su propia justicia. Escuchad a estos fuertes: Cuando algunos de Jerusalén, enviados por ellos a prender a Cristo, no se atrevieron a ponerle la mano encima, les dijeron: ¿Por qué no lo habéis traído? Respondieron: Jamás ha hablado nadie así. Y aquellos fuertes replicaron: ¿Hay algún jefe o fariseo que haya creído en él? Sólo esa gente que no entiende de la ley.

Se pusieron al frente de una turba enferma que corría tras del médico; por eso, porque eran fuertes y, lo que es más grave, con su fortaleza arrastraron tras de sí también a toda la turba, acabaron por matar al médico universal. Pero él, precisamente por haber muerto, elaboró con su sangre un medicamento para los enfermos.

 

RESPONSORIO                                    Mc 2, 17; Is 55, 8
 
R./ Jesús lo oyó y les dijo: * «No necesitan médico los sanos, sino los enfermos. No he venido a llamar a justos, sino a pecadores».
V./ Porque mis planes no son vuestros planes, vuestros caminos no son mis caminos.
R./ «No necesitan médico los sanos, sino los enfermos. No he venido a llamar a justos, sino a pecadores».
 


Ciclo B: Mc 3, 20-35

HOMILÍA

San Agustín de Hipona, Sermón 71 (1.13.14.19.20: PL 38, 445.451-452.454-456)

La penitencia obtiene el perdón en esta vida,
valedero para la futura

La lectura evangélica que acabamos de oír plantea un arduo problema, que no estamos en situación de resolver con nuestras solas fuerzas: pero nuestra capacidad nos viene de Dios, en la medida en que somos capaces de recibir u obtener su ayuda:

En Marcos hallamos escrito: Creedme, todo se les podrá perdonar a los hombres: los pecados y cualquier blasfemia que digan; pero el que blasfeme contra el Espíritu Santo no tendrá perdón jamás, cargará con su pecado para siempre. Quien blasfemare de cualquier modo contra el Espíritu Santo, no habría motivo para estar indagando de qué tipo de blasfemia se trata, pues se referiría a toda blasfemia, sin excepción. Pero no se puede pensar que a los paganos, a los judíos, a los herejes y a toda esa caterva de hombres que, con sus diversos errores y contradicciones, blasfeman contra el Espíritu Santo, se les quite toda esperanza de perdón si llegaren a enmendarse. No queda más remedio que en el pasaje en que se dice: El que blasfeme contra el Espíritu Santo no tendrá perdón jamás, haya de entenderse no del que de cualquier modo blasfemare contra el Espíritu Santo, sino del que lo hiciere de un modo tal, que su pecado resulte irremisible.

Para disponernos a la vida eterna, que se nos otorgará en el último día, el primer don que Dios nos concede al abrazar la fe es el perdón de los pecados. Pues mientras ellos permanecieren en nosotros, somos en cierto modo enemigos de Dios y estamos alejados de él a causa de nuestra depravación. En efecto, la Escritura no nos miente cuando dice: Son vuestras culpas las que crean separación entre vosotros y vuestro Dios. Por tanto, Dios no deposita en nosotros sus bienes, sin antes retirar nuestros males. Aquéllos crecen en la medida en que decrecen éstos; ni llegarán aquéllos a su plenitud en tanto éstos no hayan totalmente desaparecido. Hemos, pues, de admitir que el primer beneficio que recibimos de la bondad divina es el perdón de los pecados en el Espíritu Santo. Pues en el Espíritu Santo —por el que el pueblo de Dios es congregado en la unidad— es arrojado el espíritu inmundo, que está en guerra civil.

Contra este don gratuito, contra esta gracia de Dios habla el corazón impenitente. Pues bien, esta impenitencia es precisamente la blasfemia contra el Espíritu, que no tendrá perdón ni en esta vida ni en la futura. En efecto, contra el Espíritu Santo, en quien son bautizados los que reciben el perdón de los pecados y al que la Iglesia recibe para que a quien perdonare los pecados le queden perdonados, contra este Espíritu habla, o con el pensamiento o con la lengua, palabras perversas e impías en exceso aquel que, cuando la paciencia de Dios le estimula a penitencia, con la dureza de su corazón impenitente se está almacenando castigos para el día del castigo, cuando se revelará el justo juicio de Dios pagando a cada uno según sus obras.

Esta impenitencia contra la que clamaban al unísono el pregonero y el juez, diciendo: Convertíos, porque está cerca el reino de Dios, esta empedernida impenitencia es la que no tiene perdón ni en esta vida ni en la otra, pues la penitencia obtiene el perdón en esta vida, valedero para la futura.

 

RESPONSORIO                    1 Tes 5, 9-10; Col 1, 13
 
R./ Dios no nos ha destinado al castigo, sino a obtener la salvación por medio de nuestro Señor Jesucristo, que murió por nosotros * para que, despiertos o dormidos, vivamos con él.
V./ Él nos ha sacado del dominio de las tinieblas, y nos ha trasladado al reino del Hijo de su Amor.
R./ Para que, despiertos o dormidos, vivamos con él.
 


Ciclo C: Lc 7, 11-17

HOMILÍA

San Agustín de Hipona, Sermón 98 (1-3: PL 38, 591-592)

La Madre Iglesia se regocija por los hombres
que cada día resucitan espiritualmente

Los milagros de nuestro Señor y Salvador Jesucristo conmueven, es verdad, a todos los creyentes que los escuchan, pero a unos y a otros de muy diversa manera. Pueslos hay que, impresionados por sus milagros corporales, no aciertan a intuir milagros mayores; otros, en cambio, los prodigios que escuchan realizados en los cuerpos, los admiran ahora ampliamente realizados en las almas.

Al cristiano no ha de caberle la menor duda de que también ahora son resucitados los muertos. Pero si bien es verdad que todo hombre tiene unos ojos capaces de ver resucitar muertos, como resucitó el hijo de esta viuda de que hace un momento nos hablaba el evangelio, no lo es menos que no todos tienen ojos para ver resucitar a hombres espiritualmente muertos, a no ser los que previamente resucitaron en el corazón. Es más importante resucitar a quien vivirá para siempre que resucitar al que ha de volver a morir.

De la resurrección de aquel joven se alegró su madre viuda; de los hombres que cada día resucitan espiritualmente se regocija la Madre Iglesia. Aquél estaba muerto en el cuerpo; éstos, en el alma. La muerte visible de aquél visiblemente era llorada; la muerte invisible de éstos ni se la buscaba ni se la notaba.

La buscó el que conocía a los muertos: y conocía a los muertos únicamente el que podía devolverles la vida. Pues de no haber venido el Señor para resucitar a los muertos, no habría dicho el Apóstol: Despierta tú que duermes, levántate de entre los muertos y Cristo será tu luz. Oyes que duerme cuando dice: despierta tú que duermes: pero comprende que está muerto cuando escuchas: Levántate de entre los muertos. Muchas veces se llama durmientes a los visiblemente muertos. Y realmente, para quien es capaz de resucitarlos, todos duermen. Para ti, un muerto es un muerto sin más: por más que lo sacudas, por más que lo pellizques, por más que le pegues no se despierta. Para Cristo, en cambio, dormía aquel muchacho a quien dijo: ¡Levántate!, e inmediatamente resucitó. Nadie despierta tan fácilmente en el lecho, como Cristo en el sepulcro.

Nuestro Señor Jesucristo quería que se entendiera también espiritualmente lo que hacía corporalmente. Pues no acudía al milagro por el milagro, sino para que lo que hacía fuese admirable para los testigos presenciales y verdadero para los hombres intelectuales.

Pasa lo mismo con el que, no sabiendo leer, contempla el texto de un códice maravillosamente escrito: pondera ciertamente la habilidad del copista y admira la delicadeza de los trazos, pero ignora su significado, no capta el sentido de aquellos rasgos: es un ciego mental de buen criterio visual. Otro, en cambio, encomia la obra de arte y capta su sentido: éste no sólo puede ver, lo que es común a todos, sino que, además, puede leer, cosa que no es capaz de hacer quien no aprendió a leer. Así ocurrió con los que vieron los milagros de Cristo sin comprender su significado, sin intuir lo que en cierto modo insinuaban a los espíritus inteligentes: se admiraron simplemente del hecho en sí; otros, por el contrario, admiraron los hechos y comprendieron su significado. Como éstos debemos ser nosotros en la escuela de Cristo.

 

RESPONSORIO                    Jn 11, 25.26; Rom 6, 23
 
R./ «Yo soy la resurrección y la vida: el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá; * y el que está vivo y cree en mí, no morirá para siempre».
V./ La paga del pecado es la muerte, mientras que el don de Dios es la vida eterna en Cristo Jesús, Señor nuestro.
R./ Y el que está vivo y cree en mí, no morirá para siempre».