DOMINGO IX DEL TIEMPO ORDINARIO


EVANGELIO

Ciclo A: Mt 7, 21-27

HOMILÍA

Epifanio el Latino, Comentario a los evangelios (Hom 21: PLS 3, 854-855)

Fundemos en Cristo nuestra fe

Puesto que un árbol sano no puede dar frutos malos, ni un árbol dañado dar frutos buenos, se sigue que por el fruto se conoce al árbol. Si, pues, somos árboles sanos, es decir, hombres justos, piadosos, fieles, misericordiosos, demos frutos de santidad y justicia, ya que si fuéramos árboles dañados, esto es, hombres impíos, dolosos, codiciosos y pecadores seríamos talados, se entiende, por la divina espada de dos filos en el día del juicio, y arrojados al fuego eterno. Allá se hará el discernimiento del bien y el mal, como habéis oído en la presente lectura: El que escucha estas palabras mías y las pone en práctica se parece a aquel hombre prudente que edificó su casa sobre roca. Cayó la lluvia, se salieron los ríos, soplaron los vientos y descargaron contra la casa; pero no se hundió, porque estaba cimentada sobre roca.

Por eso, nuestro Señor que nos quiere inconmovibles hasta el fin y salvos para siempre, no a través del ocio sino a través de la fatiga, después de todas las bienaventuranzas y de los innumerables preceptos, concluyó su discurso con esta parábola, para enseñarnos que será salvo, quien perseverare hasta el fin.

En la casa edificada sobre roca, que ninguna adversa tempestad consiguió abatir, quiso significar nuestra firme fe en Cristo, que ninguna tentación diabólica es capaz de conmover. Sólo luchando contra el diablo con armas espirituales, mereceremos —vencido el enemigo— recibir la corona. La casa es, pues, la santa Iglesia —o nuestra fe—, cimentada sobre el nombre de Cristo, como el mismo Señor dijo al bienaventurado apóstol Pedro: Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y el poder del infierno no la derrotará.

Por tanto, mientras nos está permitido edificar, cimentemos en Cristo nuestra fe y enriquezcámonos interiormente con obras santas, para que, cuando llegue la tempestad –que es el enemigo solapado–, más que destruirnos, sufra él una derrota. Y ahora mismo el enemigo está entre nosotros, se oculta en lo íntimo del corazón, como dice el Apóstol: Vuestro enemigo, el diablo, como león rugiente, ronda buscando a quien devorar. Por lo cual, amados míos, quien en la prosperidad hubiere edificado sabia y sólidamente, en la adversidad es hallado no sólo más fuerte sino también más digno de alabanza, porque, una vez aquilatado, recibirá la corona de la vida, que el Señor ha prometido a los que lo aman.

Por lo tanto, amadísimos, vigilemos, actuemos denodadamente, trabajemos para que, con la ayuda de Cristo, superemos lo adverso y consigamos la prosperidad eterna.

 

RESPONSORIO                    Ef 4, 15; Prov 4, 18
 
R./ Realizando la verdad en el amor, * hagamos crecer todas las cosas hacia él, que es la cabeza: Cristo.
V./ La senda del justo es aurora luminosa, crece su luz hasta hacerse mediodía.
R./ Hagamos crecer todas las cosas hacia él, que es la cabeza: Cristo.
 


Ciclo B: Mc 2, 23—3,6

HOMILÍA

San Agustín de Hipona, Comentario sobre el salmo 91 (1-2: CCL 39, 1278-1280)

Nuestro sábado es el gozo en el sosiego
de nuestra esperanza

Dios no nos enseña otro cántico que el cántico de la fe, de la esperanza y de la caridad, para que nuestra fe se afiance en él mientras todavía no lo vemos; creyendo en aquel a quien no vemos, para que nos gocemos al verlo y, a nuestra fe, le suceda la visión de la luz, cuando ya no se nos dirá: «Cree lo que no ves», sino: «Alégrate, porque ves».

Pues si amamos a quien no vemos, ¡cómo le amaremos cuando lo veamos! Crezca, pues, nuestro deseo. No somos cristianos sino con miras al siglo futuro: que nadie ponga su esperanza en los bienes presentes, que nadie se prometa la felicidad del mundo por el mero hecho de ser cristiano; disfrute, no obstante, de la felicidad presente si puede, como pueda, cuando pueda y cuanto pueda. Cuando la tenga, agradezca el consuelo de Dios; cuando le falte, agradezca la justicia de Dios: Es bueno dar gracias al Señor, y tañer para tu nombre, oh Altísimo.

El título del salmo 91 es éste: Salmo. Cántico. Para el día del sábado. Fijaos que también hoy es sábado. Los judíos lo celebran actualmente con cierto ocio corporal, lánguido y relajado. Hacen fiesta, pero es para entregarse a frivolidades; y habiendo sido Dios quien instituyó el sábado, ellos dedican el sábado a hacer lo que Dios prohíbe. Nuestro ocio consiste en abstenerse de las obras malas. También a nosotros Dios nos impone el sábado. ¿Cuál? Primero considerad dónde radica este sábado: nuestro sábado radica en el interior, en el corazón. Muchos, en efecto, descansan corporalmente, pero su conciencia vive en la agitación. Ningún hombre malo puede disfrutar del sábado, pues su conciencia no le deja un momento de reposo y se ve obligado a vivir en la turbación.

En cambio, quien tiene una buena conciencia, está tranquilo y esa misma tranquilidad es el sábado del corazón. Tiene el alma puesta en el Señor de las promesas, y si por ventura sufre al presente, se distiende con la esperanza puesta en el futuro, y se serena toda nube de tristeza, como dice el Apóstol: Que la esperanza os tenga alegres. Y ese mismo gozo en el sosiego de nuestra esperanza, es nuestro sábado. Esto es lo que se recomienda, esto es lo que se canta en el presente salmo: de qué modo el cristiano ha de vivir el sábado de su corazón, esto es, en el ocio, la tranquilidad y la serenidad de su propia conciencia, que nada sabe de perturbaciones. Por eso este salmo nos dice cuál es el origen de las perturbaciones que suelen afligir al hombre y te enseña a observar el sábado en tu corazón.

 

RESPONSORIO                    Sal 26, 13. 4; Heb 13, 14
 
R./ Espero gozar de la dicha del Señor en el país de la vida. * Una cosa pido al Señor, eso buscaré: habitar en la casa del Señor por los días de mi vida; gozar de la dulzura del Señor, contemplando su templo.
V./ No tenemos ciudad permanente, sino que andamos en busca de la futura.
R./ Una cosa pido al Señor, eso buscaré: habitar en la casa del Señor por los días de mi vida; gozar de la dulzura del Señor, contemplando su templo.
 


Ciclo C: Lc 7, 1-10

HOMILÍA

San Agustín de Hipona, Sermón 62 (1.3-4: PL 38, 414-416)

La humilde fe del centurión

Mientras se nos leía el evangelio, hemos oído el elogio de nuestra fe en base a su humildad. Habiendo prometido el Señor Jesús ir a casa del centurión para curar a su criado, él respondió: No soy yo quién para que entres bajo mi techo. Basta que lo digas de palabra y quedará sano. Confesándose indigno, se hizo digno de que Jesús entrase, no entre las cuatro paredes de su casa, sino en su corazón. Pues no hubiese hablado con tanta fe y humildad, si no albergase ya en su corazón a aquel a quien no se creía digno de recibir en su casa. Menguada habría sido la dicha si el Señor Jesús hubiera entrado dentro de sus cuatro paredes, y no estuviera aposentado en su corazón. Efectivamente, Jesús, maestro de humildad de palabra y con su ejemplo, se recostó asimismo a la mesa en casa de un soberbio fariseo, llamado Simón. Pero aun estando recostado en su casa, el Hijo del hombre no encontraba en su corazón dónde reclinar su cabeza.

Estaba, pues, recostado el Señor en casa del fariseo soberbio. Estaba en su casa, como acabo de decir, pero no estaba en su corazón. En cambio, no entró en la casa de este centurión, pero se posesionó de su corazón. El elogio de su fe tiene como base la humildad. Dijo en efecto: No soy yo quién para que entres bajo mi techo. Y el Señor: Os digo que ni en Israel he encontrado tanta fe: se entiende, en el Israel según la carne.

Porque según el espíritu, este centurión era ya israelita. El Señor había venido al Israel según la carne, es decir, a los judíos, a buscar primero allí las ovejas perdidas. En cuyo pueblo y de cuyo pueblo había también él asumido el cuerpo: Ni en Israel he encontrado tanta fe, afirma Jesús. Nosotros, como hombres, podemos medir la fe del hombre; él que veía el interior del hombre, él a quien nadie podía engañar, dio testimonio al corazón de aquel hombre, oyendo las palabras de humildad y pronunciando una sentencia de curación.

¿Y qué fue lo que le indujo a semejante conclusión? Porque yo —dijo— también vivo bajo disciplina y tengo soldados a mis órdenes, y le digo a uno: «ve», y va; al otro: «ven», y viene; y a mi criado: «haz esto», y lo hace. Soy una autoridad con súbditos a mis órdenes, pero sometido a otra autoridad superior a mí. Por tanto —reflexiona— si yo, un hombre sometido al poder de otro, tengo el poder de mandar, ¿qué no podrás tú de quien depende toda potestad? Y el que esto decía era un pagano, centurión para más señas. Se comportaba allí como un soldado, como un soldado con grado de centurión; sometido a autoridad y constituido en autoridad; obediente como súbdito y dando órdenes a sus subordinados.

Y si bien el Señor estaba incorporado al pueblo judío, anunciaba ya que la Iglesia habría de propagarse por todo el orbe de la tierra, a la que más tarde enviaría a los Apóstoles: él, no visto pero creído por los paganos, visto y muerto por los judíos.

Y así como el Señor, sin entrar físicamente en la casa del centurión —ausente con el cuerpo, presente con su majestad—, sanó no obstante su fe y su misma familia, así también el Señor en persona sólo estuvo corporalmente en el pueblo judío; entre las demás gentes ni nació de una virgen, ni padeció, ni recorrió sus caminos, ni soportó las penalidades humanas, ni obra las maravillas divinas. Nada de esto en los otros pueblos. Y sin embargo, a propósito de Jesús se cumplió lo que se había dicho: Un pueblo extraño fue mi vasallo. ¿Pero cómo, si es un pueblo extraño? Me escuchaban y me obedecían. El mundo entero oyó y creyó.

 

RESPONSORIO                    Heb 11, 6; Is 7, 9
 
R./ Sin fe es imposible complacerle, pues * el que se acerca a Dios debe creer que existe y que recompensa a quienes lo buscan.
V./ Si no creéis, no subsistiréis.
R./ El que se acerca a Dios debe creer que existe y que recompensa a quienes lo buscan.