DOMINGO V DEL TIEMPO ORDINARIO


EVANGELIO

Ciclo A: Mt 5, 13-16

San Juan Crisóstomo, Homilía sobre Romanos 12, 20 (2: PG 51, 174)

La lámpara no luce para sí, sino para los que viven
en tinieblas

¡No podéis imaginaros cómo me escuece el alma al recordar las muchedumbres, que como imponente marea, se congregaban los días de fiesta y ver reducidas ahora a la mínima expresión aquellas multitudes de antaño! ¿Dónde están ahora los que en las solemnidades nos causan tanta tristeza? Es a ellos a quienes busco, ellos por cuya causa lloro al caer en la cuenta de la cantidad de ellos que perecen y que estaban salvos, al considerar los muchos hermanos que pierdo, cuando pienso en el reducido número de los que se salvan, hasta el punto de que la mayor parte del cuerpo de la Iglesia se asemeja a un cuerpo muerto e inerte.

Pero dirá alguno: ¿Y a nosotros qué? Pues bien, os importa muchísimo a vosotros que no os preocupáis por ellos, ni les exhortáis, ni les ayudáis con vuestros consejos; a vosotros que no les hacéis sentir su obligación de venir ni los arrastráis aunque sea a la fuerza, ni les ayudáis a salir de esa supina negligencia. Pues Cristo nos enseñó que no sólo debemos sernos útiles a nosotros, sino a muchos, al llamarnos sal, fermento y luz. Estas cosas, en efecto, son útiles y provechosas para los demás. Pues la lámpara no luce para sí, sino para los que viven en tinieblas: y tú eres lámpara, no para disfrutar en solitario de la luz, sino para reconducir al que yerra.

Porque, ¿de qué sirve la lámpara si no alumbra al que vive en las tinieblas? Y ¿cuál sería la utilidad del cristianismo si no ganase a nadie, si a nadie redujera a la virtud?

Por su parte, tampoco la sal se conserva a sí misma, sino que mantiene a raya a los cuerpos tendentes a la corrupción, impidiendo que se descompongan y perezcan. Lo mismo tú: puesto que Dios te ha convertido en sal espiritual, conserva y mantén en su integridad a los miembros corrompidos, es decir, a los hermanos desidiosos y a los que ejercen artes esclavizantes; y al hermano liberado de la desidia, como de una llaga cancerosa, reincorporándolo a la Iglesia.

Por esta razón te apellidó también fermento. Pues bien, tampoco el fermento actúa como levadura de sí mismo, sino de toda la masa, por grande que sea, pese a su parvedad y escaso tamaño. Pues lo mismo vosotros: aunque numéricamente sois pocos, sed no obstante muchos por la fe y el empeño en el culto de Dios. Y así como la levadura no por desproporcionada deja de ser activísima, sino que por el calor con que la naturaleza la ha dotado y en fuerza a sus propiedades sobrepuja a la masa, así también vosotros, si os lo proponéis, podréis reducir, a una multitud mucho mayor, a un mismo fervor y a un paralelo entusiasmo.

 

RESPONSORIO                    Prov 4, 18; 1 Cor 13, 8
 
R./ La senda del justo es aurora luminosa, * crece su luz hasta hacerse mediodía.
V./ El amor no pasa nunca.
R./ Crece su luz hasta hacerse mediodía.
 


Ciclo B: Mc 1, 29-39

HOMILÍA

San Pedro Crisólogo, Sermón 18 (PL 52, 246-249)

Dios busca a los hombres, no las cosas de los hombres

La lectura evangélica de hoy enseña al oyente atento por qué el Señor del cielo y restaurador del universo entró en los hogares terrenos de sus siervos. Aunque nada tiene de extraño que afablemente se haya mostrado cercano a todos, él que clementemente había venido a socorrer a todos.

Conocéis ya lo que movió a Cristo a entrar en la casa de Pedro: no ciertamente el placer de recostarse a la mesa, sino la enfermedad de la que estaba en la cama; no la necesidad de comer, sino la oportunidad de curar; la obra del poder divino, no la pompa del banquete humano. En casa de Pedro no se escanciaban vinos, sino que se derramaban lágrimas. Por eso entró allí Cristo, no a banquetear, sino a vivificar. Dios busca a los hombres, no las cosas de los hombres; desea dispensar bienes celestiales, no aspira a conseguir los terrenales. En resumen: Cristo vino en busca nuestra, no en busca de nuestras cosas.

Al llegar Jesús a casa de Pedro, encontró a la suegra en cama con fiebre. Entrando Cristo en casa de Pedro, vio lo que venía buscando. No se fijó en la calidad de la casa, ni en la afluencia de gente, ni en los ceremoniosos saludos, ni en la reunión familiar; no paró mientes tampoco en el decoro de los preparativos: se fijó en los gemidos de la enferma, dirigió su atención al ardor de la que estaba bajo la acción de la fiebre. Vio el peligro de la que estaba más allá de toda esperanza, e inmediatamente pone manos a la obra de su deidad: ni Cristo se sentó a tomar el alimento humano, antes de que la mujer que yacía en cama se levantara a las cosas divinas. La cogió de la mano, y se le pasó la fiebre. Veis cómo abandona la fiebre a quien coge la mano de Cristo. La enfermedad no se resiste, donde el autor de la salud asiste; la muerte no tiene acceso alguno, donde entró el dador de la vida.

Al anochecer, le llevaron muchos endemoniados; él con su palabra expulsó los espíritus. El anochecer se produce al acabarse el día del siglo, cuando el mundo bascula hacia la puesta de la luz de los tiempos. Al caer de la tarde viene el restaurador de la luz, para introducirnos en el día sin ocaso, a nosotros que venimos de la noche secular del paganismo.

Al anochecer, es decir, en el último momento, la piadosa y solemne devoción de los apóstoles nos ofrece a Dios Padre, a nosotros procedentes del paganismo: son expulsados de nosotros los demonios, que nos imponían el culto a los ídolos. Desconociendo al único Dios, servíamos a innumerables dioses en nefanda y sacrílega servidumbre.

Como Cristo ya no viene a nosotros en la carne, viene en la palabra: y dondequiera que la fe nace del mensaje, y el mensaje consiste en hablar de Cristo, allí la fe nos libera de la servidumbre del demonio, mientras que los demonios, de impíos tiranos, se han convertido en prisioneros. De aquí que los demonios, sometidos a nuestro poder, son atormentados a nuestra voluntad. Lo único que importa, hermanos, es que la infidelidad no vuelva a reducirnos a su servidumbre: pongámonos más bien, en nuestro ser y en nuestro hacer, en manos de Dios, entreguémonos al Padre, confiémonos a Dios: pues la vida del hombre está en manos de Dios; en consecuencia, como Padre dirige las acciones de sus hijos, y como Señor no deja de preocuparse por su familia.

 

RESPONSORIO                    Is 61,  1.2; Jn 8, 42
 
R./ El Espíritu del Señor, Dios, está sobre mí, porque el Señor me ha ungido. Me ha enviado para dar la buena noticia a los pobres, * para curar los corazones desgarrados, para proclamar la amnistía a los cautivos, y a los prisioneros la libertad; para proclamar un año de gracia del Señor.
V./ Yo salí de Dios, y he venido. Pues no he venido por mi cuenta, sino que él me envió.
R./ Para curar los corazones desgarrados, para proclamar la amnistía a los cautivos, y a los prisioneros la libertad; para proclamar un año de gracia del Señor.
 


Ciclo C: Lc 5, 1-11

HOMILÍA

San Agustín de Hipona, Sermón 43 (5-6: PL 38, 256- 257)

Cristo eligió para apóstoles a unos pescadores

Estando el bienaventurado Pedro con otros dos discípulos de Cristo, el Señor, Santiago y Juan, en la montaña con el mismo Señor, oyó una voz venida del cielo: Éste es mi Hijo, el amado, mi predilecto. Escuchadlo. Recordando este episodio, el mencionado Apóstol escribe en su Carta: Esta voz traída del cielo la oímos nosotros estando con él en la montaña sagrada. Y luego continúa diciendo: Esto nos cerciora la palabra de los profetas. Se oyó aquella voz del cielo, y se cercioró la palabra de los profetas.

Este Pedro, que así habla, fue pescador: y en la actualidad es un inestimable timbre de gloria para un orador, ser capaz de comprender al pescador. Esta es la razón por la que el apóstol Pablo, hablando de los primeros cristianos, les decía: Fijaos, hermanos, en vuestra asamblea; no hay en ella muchos sabios en lo humano, ni muchos poderosos, ni muchos aristócratas; todo lo contrario, lo necio del mundo lo ha escogido Dios para humillar a los sabios; lo débil del mundo lo ha escogido Dios para humillar al fuerte. Aún más, ha escogido la gente baja del mundo, lo despreciable, lo que no cuenta, para anular a lo que cuenta.

Si para dar comienzo a su obra, Cristo hubiera elegido un orador, el orador hubiera dicho: «He sido elegido en consideración a mi elocuencia». Si hubiera escogido a un senador, el senador hubiera dicho: «He sido escogido en atención a mi dignidad». Finalmente, si primeramente hubiera elegido a un emperador, el emperador hubiera dicho: «He sido elegido en consideración a mi poder». Descansen los tales y aguarden todavía un poco. Descansen un poco: no se prescinda de ellos ni se les desprecie; sean tan sólo aplazados quienes pueden gloriarse de sí mismos y en sí mismos.

Dame —dice— ese pescador, dame a ese ignorante, dame ese analfabeto, dame a ese con quien no se digna hablar el senador, ni siquiera al comprarle la pesca: dame a ese. Y cuando le haya colmado de mis dones, quedará patente que soy yo quien actúo. Aunque bien es verdad que me propongo hacer lo mismo con el senador, el orador y el emperador: lo haré llegado el momento también con el senador, pero con un pescador mi actuación es más evidente. Puede el senador gloriarse de sí mismo, y lo mismo el orador y el emperador: en cambio el pescador sólo puede gloriarse en Cristo. Que venga, que venga primero el pescador a enseñar la humildad que salva; por su medio será más fácilmente conducido a Cristo el emperador.

Acordaos, pues, del pescador santo, justo, bueno, lleno de Cristo, en cuyas redes, echadas por todo el mundo, había de ser pescado, junto con los demás, este pueblo africano; acordaos, pues, que él había dicho: Esto nos cerciora la palabra de los profetas.

 

RESPONSORIO                    1 Cor 1, 27-29; Is 33, 18
 
R./ Lo necio del mundo lo ha escogido Dios para humillar a los sabios, y lo débil del mundo lo ha escogido Dios para humillar lo poderoso. * Ha escogido la gente baja del mundo, lo despreciable, lo que no cuenta, de modo que nadie pueda gloriarse en presencia del Señor.
V./ ¿Dónde está el que pedía cuentas, dónde el que pesaba los tributos, dónde el que contaba las torres?
R./ Ha escogido la gente baja del mundo, lo despreciable, lo que no cuenta, de modo que nadie pueda gloriarse en presencia del Señor.