DOMINGO III DEL TIEMPO ORDINARIO


EVANGELIO

Ciclo A: Mt 4, 12-23

HOMILÍA

San Cesáreo de Arlés, Sermón 114 (1.4: CCL 104, 593-595)

Inclinaos bajo la poderosísima mano de Dios

Mientras se nos leía el santo evangelio, carísimos hermanos, hemos escuchado: Convertíos, porque está cerca el Reino de los cielos El Reino de los cielos es Cristo, de quien nos consta ser conocedor de buenos y malos y árbitro de todas las cosas. Por tanto, anticipémonos a Dios en la confesión de nuestro pecado y castiguemos antes del juicio todos los errores del alma. Corre un grave riesgo quien no cuida enmendar por todos los medios el pecado. Sobre todo debemos hacer penitencia, sabiendo como sabemos que habremos de dar cuenta de las causas de nuestra negligencia.

Reconoced, amadísimos, la gran piedad de nuestro Dios para con nosotros al querer que reparemos mediante la satisfacción y antes del juicio, la culpa del pecado cometido; pues si el justo juez no cesa de prevenirnos con sus avisos, es para no tener un día que echar mano de la severidad. No sin motivo, amadísimos, nos exige Dios arroyos de lágrimas, a fin de compensar con la penitencia lo que perdimos por la negligencia. Pues sabe bien nuestro Dios que no siempre el hombre es constante en sus propósitos: frecuentemente peca en el actuar y vacila en el hablar. Por eso le enseñó el camino de la penitencia, a fin de que pueda reconstruir lo destruido y reparar lo arruinado. Así pues, el hombre, seguro del perdón, debe siempre llorar la culpa. Y aun cuando la condición humana esté trabajada por muchas dificultades, que nadie caiga en la desesperación, porque Dios es paciente y gustosamente dispensa a todos los enfermos los tesoros de su misericordia.

Pero es posible que alguien del pueblo se diga: ¿Y por qué he de temer si no he hecho nada malo? Escucha lo que sobre este particular dice el apóstol Juan: Si decimos que no hemos pecado, nos engañamos y no somos sinceros. Que nadie os engañe, amadísimos: el peor de los pecados es no entender los pecados. Porque todo el que reconoce sus delitos puede reconciliarse con Dios mediante la penitencia: y no hay pecador más digno de lástima, que el que cree no tener nada de qué lamentarse. Por lo cual, amadísimos, os exhorto a que, según está escrito, os inclinéis bajo la poderosísima mano de Dios, y puesto que nadie está libre de pecado, nadie se crea exento de la obligación de satisfacer. Pues peca ya por presunción de inocencia el que se tiene por inocente. Puede uno ser menos culpable, pero inocente, nadie: existe ciertamente diferencia entre pecador y pecador, pero nadie está inmune de culpa. Por eso, amadísimos, los que sean reos de culpas más graves, pidan perdón con mayor confianza; y quienes se mantienen limpios de faltas graves, recen para no mancharse, por la gracia de nuestro Señor Jesucristo, que con el Padre y el Espíritu Santo vive y reina por los siglos de los siglos. Amén.

 

RESPONSORIO                    Hch 17, 30-31; 14, 16
 
R./ Pasando por alto aquellos tiempos de ignorancia, * Dios anuncia ahora en todas partes  a todos los humanos que se conviertan. Porque tiene señalado un día en que juzgará el universo con justicia.
V./ En las generaciones pasadas, permitió que cada pueblo anduviera por su camino.
R./ Dios anuncia ahora en todas partes  a todos los humanos que se conviertan. Porque tiene señalado un día en que juzgará el universo con justicia.
 


Ciclo B: Mc 1, 14-20

HOMILÍA

Tertuliano, Tratado sobre la penitencia (2, 3-7; 4,1-3: CCL 1, 322-323; 326)

Arrepiéntete y te salvaré

Después de tantos y tan grandes delitos de la humana temeridad, iniciados en Adán, el cabeza de serie del género humano; después de la condena del hombre y del mundo, su lote; después de ser expulsado del paraíso y sometido a la muerte, habiendo Dios llevado nuevamente a sazón su misericordia, consagró en sí mismo la penitencia: rasgada la sentencia de la antigua condena, determinó perdonar a su obra y su imagen.

Más aún: se escogió un pueblo y lo colmó de innumerables muestras de su bondad; y habiendo comprobado repetidas veces su obstinada ingratitud, no cesó de exhortarlo a penitencia mediante la predicación de todos los profetas. Por último, habiendo prometido la gracia con la que, al final de los tiempos, habría de iluminar el mundo entero por medio de su Espíritu, dispuso que esta gracia fuera precedida por el bautismo de penitencia, para de este modo disponer previamente mediante la confirmación de la penitencia, a los que gratuitamente pensaba llamar a tomar posesión de la promesa destinada a la estirpe de Abrahán.

Juan no se cansa de repetir: Convertíos. Y es que se acercaba la salvación de las naciones, es decir, se acercaba el Señor trayendo la salvación, de acuerdo con la promesa de Dios. El cual le había asignado como colaboradora la penitencia, con la misión de purificar las almas, de modo que todo lo que el antiguo error había manchado, todo lo que la ignorancia había contaminado en el corazón del hombre, todo esto fuera barrido, erradicado y arrojado fuera por la penitencia, disponiendo así en el corazón humano una morada limpia para el Espíritu Santo que estaba para llegar, en la que él se instale a gusto con todo el séquito de sus dones celestiales. Una sola es la titulación de estos dones: la salvación del hombre, precedida de la abolición de los antiguos pecados; ésta es la razón de ser de la penitencia, ésta su tarea, tarea que sale por los fueros de la divina misericordia: ventaja para el hombre, servicio para Dios.

El que asignó una pena judicial a los delitos cometidos bien en la carne bien en el alma, de acción o de intención; éste mismo prometió el perdón, previa penitencia, cuando dijo al pueblo: «Arrepiéntete y te salvaré». Y nuevamente dice: Por mi vida —dice el Señor —no me complazco en la muerte del pecador, sino que cambie de conducta y viva. Luego la penitencia es una vida preferible a la muerte. Tú, pecador, semejante a mí —mejor dicho, inferior a mí: pues eneso de pecar te llevo ventaja—, lánzate a ella, abrázate a ella como se agarra el náufrago a la tabla de salvación. Ella te sacará del oleaje del pecado en que estás a punto de naufragar, y te conducirá al puerto de la divina clemencia. Coge al vuelo la ocasión de una inesperada felicidad, para que tú que en otro tiempo no eras ante el Señor más que una gotita en un cubo, tamo de la era, vasija de barro, puedas convertirte en árbol, en aquel árbol que se planta al borde de la acequia, no se marchitan sus hojas y da fruto en sazón; aquel árbol que no conoce ni el fuego ni el hacha del leñador.

 

RESPONSORIO                    Est 4, 17b; Jud 9, 18 vulgata
 
R./ Concédenos Señor, tiempo de penitencia * y no cierres la boca de quienes te alaban.
V./ Recuerda tu alianza e inspira las palabras de mis labios.
R./ Y no cierres la boca de quienes te alaban.
 


Ciclo C: Lc 1, 1-4; 4, 14-21

HOMILÍA

Orígenes, Homilía 32 sobre el evangelio de san Lucas (2-6: SC 87, 386-392)

Hoy, en esta reunión, habla el Señor

Jesús volvió a Galilea, con la fuerza del Espíritu; y su fama se extendió por toda la comarca. Enseñaba en las sinagogas y todos lo alababan.

Cuando lees: Enseñaba en las sinagogas y todos lo alababan, cuida de no juzgarlos dichosos únicamente a ellos, creyéndote privado de doctrina. Porque si es verdad lo que está escrito, el Señor no hablaba sólo entonces en las sinagogas de los judíos, sino que hoy, en esta reunión, habla el Señor. Y no sólo en ésta, sino también en cualquiera otra asamblea y en toda la tierra enseña Jesús, buscando los instrumentos adecuados para transmitir su enseñanza. ¡Orad para que también a mí me encuentre dispuesto y apto para ensalzarlo!

Después fue a Nazaret, donde se había criado, entró en la sinagoga, como era su costumbre los sábados, y se puso en pie para hacer la lectura. Le entregaron el libro del profeta Isaías y, desenrollándolo, encontró el pasaje donde estaba escrito: «El Espíritu del Señor está sobre mí, porque él me ha ungido». No fue mera casualidad, sino providencia de Dios, el que, desenrollando el libro, diera con el capítulo de Isaías que hablaba proféticamente de él. Pues si, como está escrito, ni un solo gorrión cae en el lazo sin que lo disponga vuestro Padre y si los cabellos de la cabeza de los apóstoles están todos contados, posiblemente tampoco el hecho de que diera precisamente con el libro del profeta Isaías y concretamente no con otro pasaje, sino con éste, que subraya el misterio de Cristo: El Espíritu del Señor está sobre mí, porque él me ha ungido —no olvidemos que es el mismo Cristo quien proclama este texto—, hay que pensar que no sucedió porque sí o fue producto del juego de la casualidad, sino que ocurrió de acuerdo con la economía y la providencia divina.

Terminada la lectura, Jesús, enrollando el libro, lo devolvió al que le ayudaba y se sentó. Toda la sinagoga tenía los ojos fijos en él. También ahora, en esta sinagoga, en esta asamblea, podéis —si así lo deseáis— fijar los ojos en el Salvador. Desde el momento mismo en que tú dirijas la más profunda mirada de tu corazón a la Sabiduría, a la Verdad y al Unigénito de Dios, para sumergirte en su contemplación, tus ojos están fijos en Jesús. ¡Dichosa la asamblea, de la que la Escritura atestigua que los ojos de todos estaban fijos en él! ¡Qué no daría yo porque esta asamblea mereciera semejante testimonio, de modo que los ojos de todos: catecúmenos y fieles, hombres, mujeres y niños, tuvieran en Jesús fijos los ojos! Y no los ojos del cuerpo, sino los del alma. En efecto, cuando vuestros ojos estuvieren fijos en él, su luz y su mirada harán más luminosos vuestros rostros, y podréis decir: «La luz de tu rostro nos ha marcado, Señor». A él corresponde la gloria y el poder por los siglos de los siglos Amén.

 

RESPONSORIO                    Jl 1, 14; Mc 1, 15
 
R./ Proclamad un ayuno santo, * convocad la asamblea, reunid a los jefes, a todos los habitantes del país en la casa de vuestro Dios y llamad a gritos al Señor.
V./ Se ha cumplido el tiempo y está cerca el Reino de Dios.
R./ Convocad la asamblea, reunid a los jefes, a todos los habitantes del país en la casa de vuestro Dios y llamad a gritos al Señor.