EVANGELIOS DOMINGO IV DE ADVIENTO


Ciclo A:
Mt 1, 18-24

HOMILÍA

San Beda el Venerable, Homilía 5 en la vigilia de Navidad (CCL 122, 32-36)

¡Oh grande e insondable misterio!

En breves palabras, pero llenas de verismo, describe el evangelista san Mateo el nacimiento del Señor y Salvador nuestro Jesucristo, por el que el Hijo de Dios, eterno antes del tiempo, apareció en el tiempo Hijo del hombre. Al conducir el evangelista la serie genealógica partiendo de Abrahán para acabar en José, el esposo de María, y enumerar —según el acostumbrado orden de la humana generación— la totalidad así de los genitores como de los engendrados, y disponiéndose a hablar del nacimiento de Cristo, subrayó la enorme diferencia existente entre éste y el resto de los nacimientos: los demás nacimientos se producen por la normal unión del hombre y de la mujer mientras que él, por ser Hijo de Dios, vino al mundo por conducto de una Virgen. Y era conveniente bajo todos los aspectos que, al decidir Dios hacerse hombre para salvar a los hombres, no naciera sino de una virgen, pues era inimaginable que una virgen engendrara a ningún otro, sino a uno que, siendo Dios, ella lo procreara como Hijo.

Mirad —dice—: la Virgen está encinta y dará a luz un hijo, y le pondrá por nombre Emmanuel (que significa «Dios-con-nosotros»). El nombre que el profeta da al Salvador, «Dios-con-nosotros», indica la doble naturaleza de su única persona. En efecto, el que es Dios nacido del Padre antes de los tiempos, es el mismo que, en la plenitud de los tiempos, se convirtió, en el seno materno, en Emmanuel, esto es, en «Dios-con-nosotros», ya que se dignó asumir la fragilidad de nuestra naturaleza en la unidad de su persona, cuando la Palabra se hizo carne y acampó entre nosotros, esto es, cuando de modo admirable comenzó a ser lo que nosotros somos, sin dejar de ser lo que era asumiendo de forma tal nuestra naturaleza que no le obligase a perder lo que él era.

Dio, pues, a luz María a su hijo primogénito, es decir, al hijo de su propia carne; dio a luz al que, antes de la creación, había nacido Dios de Dios, y en la humanidad en que fue creado, superaba ampliamente a toda creatura. Y él le puso —dice— por nombre Jesús.

Jesús es el nombre del hijo que nació de la virgen, nombre que significa —según la explicación del ángel— que él iba a salvar a su pueblo de los pecados. Y el que salva de los pecados, salvará igualmente de las corruptelas de alma y cuerpo, secuela del pecado.

La palabra «Cristo» connota la dignidad sacerdotal o regia. En la ley, tanto los sacerdotes como los reyes eran llamados «cristos» por el crisma, es decir, por la unción con el óleo sagrado: eran un signo de quien, al manifestarse en el mundo como verdadero Rey y Pontífice, fue ungido con aceite de júbilo entre todos sus compañeros.

Debido a esta unción o crisma, se le llama Cristo; a los que participan de esta unción, es decir, de esta gracia espiritual, se les llama «cristianos». Que él, por ser nuestro Salvador, nos salve de los pecados; en cuanto Pontífice, nos reconcilie con Dios Padre; en su calidad de Rey se digne darnos el reino eterno de su Padre, Jesucristo nuestro Señor, que con el Padre y el Espíritu Santo vive y reina y es Dios por todos los siglos de los siglos. Amén.

 

RESPONSORIO                    Is 7, 14; 1 Jn 4, 10
 
R./ Mirad: la virgen está encinta y da a luz un hijo, * y le pondrá por nombre Enmanuel.
V./ Dios nos amó y nos envió a su Hijo como víctima de propiciación por nuestros pecados.
R./ Y le pondrá por nombre Enmanuel.
 


Ciclo B: Lc 1, 26-38

HOMILÍA

San Beda el Venerable, Homilía 3 en el Adviento (CCL 122, 14-17)

Concebirás y darás a luz un hijo

La lectura del santo evangelio que acabamos de escuchar, carísimos hermanos, nos recuerda el exordio de nuestra redención, cuando Dios envió un ángel a la Virgen para anunciarle el nuevo nacimiento, en la carne, del Hijo de Dios, por quien —depuesta la nociva vetustez— podamos ser renovados y contados entre los hijos de Dios. Así pues, para merecer conseguir los dones de la salvación que nos ha sido prometida, procuremos percibir con oído atento sus primeros pasos.

El ángel Gabriel fue enviado por Dios a una ciudad de Galilea, llamada Nazaret, a una virgen desposada con un hombre llamado José; la virgen se llamaba María. Lo que se dice: de la estirpe de David, se refiere no sólo a José, sino también a María, pues en la ley existía la norma según la cual cada israelita debía casarse con una mujer de su misma tribu y familia. Lo atestigua el Apóstol, cuando escribiendo a Timoteo, dice: Haz memoria de Jesucristo el Señor, resucitado de entre los muertos, nacido del linaje de David. Este ha sido mi evangelio. En consecuencia, el Señor nació realmente del linaje de David, ya que su Madre virginal pertenecía a la verdadera estirpe de David.

El ángel, entrando a su presencia, dijo: «No temas, María, porque has encontrado gracia ante Dios. Concebirás en tu vientre y darás a luz un hijo y le pondrás por nombre Jesús. Será grande, se llamará Hijo del Altísimo, el Señor Dios le dará el trono de David su Padre». Llama trono de David al reino de Israel, que en su tiempo David gobernó con fiel dedicación por mandato y con la ayuda de Dios.

Dio, pues, el Señor a nuestro Redentor el trono de David su padre, cuando dispuso que éste se encarnara en la estirpe de David, para que con su gracia espiritual condujera al reino eterno al pueblo que David rigió con un poder temporal. Como dice el Apóstol: El nos ha sacado del dominio de las tinieblas, y nos ha trasladado al reino de su Hijo querido.

Y reinará en la casa de Jacob para siempre. Llama casa de Jacob a la Iglesia universal, que por la fe y la confesión de Cristo pertenece a la estirpe de los patriarcas, sea a través de los que genealógicamente pertenecen a la línea de los patriarcas, sea a través de quienes, oriundos de otras naciones, renacieron en Cristo mediante el baño espiritual. Precisamente en esta casa reinará para siempre, y su reino no tendrá fin. Reina en la Iglesia durante la vida presente, cuando, habitando en el corazón de los elegidos por la fe y la caridad, los rige y los gobierna con su continua protección para que consigan alcanzar los dones de la suprema retribución. Reina en la vida futura, cuando, al término de su exilio temporal, los introduce en la morada de la patria celestial, donde eternamente cautivados por la visión de su presencia, se sienten felices de no hacer otra cosa que alabarlo.

 

RESPONSORIO                    Lc 1, 38.35
 
R./ María contestó: «He aquí la esclava del Señor; * hágase en mí según tu palabra».
V./ El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y la fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el Santo que va a nacer será llamado Hijo de Dios.
R./ Hágase en mí según tu palabra.
 


Ciclo C: Lc 1, 39-45

HOMILÍA

Beato Guerrico de Igny, Sermón 2 en el Adviento del Señor (1-4: SC 166, 104-116)

¡Mira que viene el Rey!

Mira que viene el Rey, salgamos al encuentro de nuestro Salvador. Bellamente se expresa Salomón: Agua fresca en garganta sedienta es la buena noticia de tierra lejana. Y ciertamente es buena la noticia que nos anuncia la venida del Salvador, la reconciliación del mundo y los bienes del siglo futuro. Este tipo de noticias son agua refrigerante y bebida saludable de sabiduría para el alma que tiene sed de Dios. Y de hecho, quien anuncia a esa alma la venida u otros misterios del Salvador, le saca y le brinda aguas con gozo de las fuentes de la salvación, de suerte que a quien se lo anuncia –sea éste Isaías u otro o cualquiera de los profetas— parece como si incluso esta alma le respondiera con las palabras de Isabel, ya que ha sido abrevada con el mismo Espíritu que ella: ¿Quién soy yo para que me visite mi Señor? En cuanto tu anuncio llegó a mis oídos, mi espíritu saltó de alegría en mi corazón, tratando de salir al encuentro de Dios su Salvador.

Levántese, pues, nuestro espíritu con gozosa alegría, y corra al encuentro de su Salvador y, desde lejos, adore y salude al que está ya en camino, aclamándolo y diciendo: Ven, Señor, sálvame, y quedaré a salvo; ven, que brille tu rostro y nos salve. Esperamos en ti, sé nuestra salvación en el peligro. Así es como los profetas y los justos, muchos siglos antes, corrían, con el deseo y el afecto, al encuentro de Cristo que estaba por venir, deseando ver, a ser posible, con sus propios ojos lo que vislumbraba su espíritu.

Aguardamos el día aniversario del nacimiento de Cristo que, Dios mediante, se nos ha prometido contemplar próximamente. Y la Escritura parece exigirnos un gozo tal, que nuestro espíritu, elevándose sobre sí mismo, trate en cierto modo de salir al encuentro de Cristo que se acerca, se proyecte con el deseo hacia el porvenir e, incapaz de moratorias, se esfuerce desde ahora en rastrear el futuro. Pues estoy convencido de que los innumerables textos de las Escrituras que nos animan a salir a su encuentro, se refieren no sólo a la segunda, sino también a la primera venida. ¿Cómo? me preguntarás. De esta forma: así como en la segunda venida saldremos a su encuentro con el movimiento y la exultación del cuerpo, así hemos de salirle al encuentro en la primera venida con el afecto y la exultación del corazón.

Y la verdad es que —en este tiempo intermedio que corre entre la primera y la última venida del Señor– esta visita personal del Señor se efectúa con relativa frecuencia, habida cuenta del mérito y del esfuerzo de cada cual, y tiene la misión de conformarnos con la primera venida y prepararnos para la definitiva. Esta es efectivamente la motivación de su actual venida a nosotros: que no se frustre su primera venida a nosotros, ni, en la final, venga airado contra nosotros. Con su primera venida cuida de reformar nuestra propensión a la soberbia, configurándola según el modelo de su humildad, de la que en su primera venida nos dio pruebas fehacientes; y lo hace para después transformar nuestra condición humilde según el modelo de su condición gloriosa, que nos mostrará cuando nuevamente vuelva.

A nosotros, en cambio, hermanos, que todavía no tenemos el consuelo de tan sublime experiencia, para que podamos esperar pacientemente la venida del Señor, consuélenos mientras tanto una fe cierta y una conciencia pura, que pueda decir con la misma dicha y fidelidad de Pablo: Sé de quién me he fiado y estoy firmemente persuadido de que tiene poder para asegurar hasta el último día el encargo que me dio, es decir, hasta la aparición gloriosa del gran Dios y Salvador nuestro: Jesucristo, a quien sea dada la gloria por los siglos de los siglos. Amén.

 

RESPONSORIO                    Lc 1, 42.45
 
R./¡Bendita tú entre las mujeres, * y bendito el fruto de tu vientre!
V./ Bienaventurada la que ha creído, porque lo que le ha dicho el Señor se cumplirá.
R./ Y bendito el fruto de tu vientre.