El realismo cristiano de Romano Guardini

Massimo Borghesi *

Hay un aspecto en la obra de Romano Guardini, apenas subrayado, que constituye el leit motiv de su pensamiento y que es la causa, veinte años después de su muerte, de su actualidad: la afirmación de un decidido realismo, frente a las idealizaciones mistificadoras de lo real, de la «realidad» cristiana en particular. En el «retorno a lo concreto», dirigido polémicamente contra la hegemonía de la filosofía kantiana y neoidealista, reside de hecho la intención originaria de su pensamiento. Se trata de defender al cristianismo de reducciones espiritualistas que lo despojan de su dimensión espacial y temporal. Si nuestro tiempo induce a un cristianismo «espiritual», que en su forma más extrema da lugar a un nuevo gnosticismo, todo ello no deja de tener repercusión en la concepción de la Iglesia. Si el «sentido de la Iglesia» se ha vuelto evanescente a lo largo de la época moderna, es porque la realidad de Cristo, de quien la Iglesia es «cuerpo», ya no se percibe como tal. A la espiritualización del cristianismo corresponde la idealización de Cristo: en esto reside el significado propio de la «nueva gnosis».

Ya en uno de sus primeros escritos, el fundamental Der Gegensatz. Versuche zu einer Philosopbie des Lebendig-Konkreten (1925), esta exigencia es evidente: «Esto es lo que sucede y lo que importa hoy: la realidad se nos vuelve a hacer visible, después de haber vivido durante mucho tiempo de fórmulas. El mundo de las cualidades, de las formas y de los fenómenos. El mundo de las cosas. Y lo que cuenta por encima de todo es que estamos abiertos en todo a las cosas; que las vemos, las sentimos, las aferramos». En Vom Sinn der Kirche. (1922) [1] la percepción es idéntica: «Está teniendo lugar un gran despertar de la realidad... Ahora sentimos la realidad como un dato originario de hecho. (...) El idealismo moderno contra el cual durante tanto tiempo todos los ataques de la lógica han sido vanos... ya no necesita sustancialmente ser refutado». Llegar a este descubrimiento no fue una cosa simple en la biografía de Guardini. Como él mismo escribirá más adelante: «Sólo a lo largo de muchos años he podido llegar de las ideas a las cosas, al hombre concreto, a la historia... Hasta que finalmente he descubierto la maravilla de lo real tal como es, de lo que no tiene motivo alguno por el cual deba existir, pero existe, y se afirma frente a la posibilidad siempre amenazante de poder no existir» (Der Engel in Dantes Göttlicher Komödie). [2] La «percepción del mundo» exige, por parte del sujeto, una «apertura», una atención, una disposición metodológica que Guardini formula así: «Todo objeto, para poder ser realmente reconocido, necesita un comportamiento ordenado hacia él" (Der Tod des Sokrates). [3]

Es la realidad del objeto, allí donde no está sofocada por prejuicios y esquemas vacíos, la que, si se deja aflorar, se impone en su verdad. Esta realidad sale a la luz, para el ojo humano en el que brilla la inteligencia, según grados crecientes de complejidad. Así, cuando un hombre «encuentra» otro hombre, la conciencia que tiene de él no es la misma que tiene de una piedra o un animal: ve en el otro no un simple «cuerpo», sino un cuerpo «habitado» por «alguien», dominado por una «presencia». Esto significa que «veo su cuerpo, desde el principio, solamente en su alma, iluminado, dominado, caracterizado por el alma. Cuando alguien se me acerca con amabilidad o con ira, lo decisivo, que noto en seguida, es su sentimiento, y sólo a través de él aferró después el resto. Cada parte de su rostro, las manos, los pasos, toda su móvil estructura corpórea, su forma de vestir y las demás cosas que lleva consigo: todo esto lo veo en su amor o en su odio». [4]

El ejemplo aducido es esclarecedor porque pone de manifiesto cómo la aproximación a la realidad es tanto más verdadera cuanto más se acoge en la «totalidad» de sus factores. En el caso que nos ocupa una antropología adecuada sólo puede darse a partir de una unidad reconocida entre alma y cuerpo más allá de la escisión moderna entre idealismo espiritualista y materialismo positivista.

Ni siquiera el cristianismo se sustrae a la escisión de nuestro tiempo. Si el horizonte se encuentra dominado por la separación entre espíritu y materia, por lo que el espiritualismo extremo, análogo a un nuevo gnosticismo, corre continuamente el riesgo de invertirse en un materialismo llano, tampoco la vida cristiana escapa al «destino» común.

En el proceso de secularización que caracteriza la Época Moderna «el aspecto religioso no desaparece, pero es aislado igualmente como lo específicamente religioso; se experimenta y se cultiva por medio de sensaciones, comportamientos y acciones religiosas específicas» (Religion und Offenbarung). [5] De ello deriva que «la religión se vuelve cada vez más interior, cada vez más carente de contenido mundano, y por tanto monótona y cada vez más insignificante; cada vez menos capaz de entrar en contacto con el contenido concreto del ser y plasmarlo...» De este modo se hace imposible la comprensión religiosa del tiempo y de sus ritmos, del espacio y de sus lugares, de las cosas concretas y de las acciones, y se determina una interioridad apoyada solamente sobre la palabra. «De ello nace una religiosidad sin mundo, sin cosas, aparentemente 'pura', pero en realidad muy discutible».

Esta «presunta espiritualidad de la mera palabra o de la acción moral», al tener lugar «al margen de la vida», no puede no revelarse al final como un estorbo y un obstáculo para una existencia auténtica, de manera que, por último, «el rechazo de la religión, el ateísmo, se percibe como una liberación». Un cristianismo parcial no corresponde a la plenitud de la vida. Al mostrarse tan evanescente, en su necesario declive, también se vuelve frágil la percepción de la realidad. «La rarefacción del valor religioso no puede no comprometer la relación con el mundo, con los demás hombres y hasta con la propia vida. Realmente, junto a dicha rarefacción, se manifiesta también una progresiva atenuación del sentido del ser. Todo se vuelve menos importante. Todas las formas significativas pierden fuerza incisiva. Las órdenes y las normas son cada vez más incapaces de vincular a la conciencia moral. Se enfría cada vez más el sentir inmediato, y se puede llegar a la pérdida total del sentido de lo real. En términos análogos Hans Urs von Balthasar señalaba: «Se la llama desmitificación, pero esto no dice demasiado, puesto que se trata en realidad de una desacralización y de una pérdida de la 'fuerza del corazón' capaz de apreciar la 'majestad del ser' en su relación inmediata con Dios» (Offenbarung und Schönheit).

También para él «el momento actual es un momento de desamor que fundamentalmente despoja a los seres de su reflejo eterno, y para los mismos cristianos es extraordinariamente difícil defenderse del contagio y no sucumbir, por ejemplo, a un espiritualismo escatológico, que abandona el cosmos a merced de las 'potencias', neutraliza positivistamente las estructuras y se retira a la pasión y a la oración».

Si nuestro tiempo induce a un cristianismo «espiritual», que en su forma más extrema da lugar a un nuevo gnosticismo, todo ello no deja de tener repercusión en la concepción de la Iglesia. A un cristianismo «subjetivo» le corresponde una «Iglesia espiritual», fuera del espacio y del tiempo, una Iglesia ideal que ya no tiene correlato histórico. Pero este espiritualismo, confortable y delicado, tiene todo el sabor de una deserción de la realidad. En él el elemento «trágico», inevitablemente ligado a la inmanencia cristiana en la historia, simplemente se ha suprimido. Pero «ser católicos quiere decir afirmar la Iglesia tal y como es, con toda la incidencia del elemento trágico. Esto se sigue, para el cristiano católico, de su asentimiento fundamental a la realidad entera. No puede retirarse al mundo de las ideas puras, de los sentimientos puros y de las experiencias personales. Ciertamente allí ya no tendría necesidad de 'compromisos', pero la realidad habría sido abandonada a sí misma, es decir, habría sido alejada de Dios. Repróchesele, como se hace a menudo, que haya ligado el cristianismo puro del Evangelio a una organización terrena, que haya construido una religión jurídica romana, una religión terrenalmente utilitaria, que haya traicionado sus sublimes exigencias aristocráticas en favor de la media de la humanidad, o trátese de algún modo de formular objeciones similares. En verdad no ha hecho otra cosa que perseverar en el duro deber que brota de la realidad. Ha preferido renunciar al deslumbrante romanticismo de los ideales y de las experiencias subjetivas antes que olvidar la voluntad de Cristo, que era conquistar la realidad, con todo lo que esta palabra implica, para el Reino de Dios». [6]

Si el «sentido de la Iglesia» se ha vuelto evanescente a lo largo de la época moderna, es porque la realidad de Cristo, de quien la Iglesia es «cuerpo», ya no se percibe como tal. A la espiritualización del cristianismo corresponde la idealización de Cristo: en esto reside el significado propio de la «nueva gnosis». De ahí la tarea en el centro de la reflexión guardiniana: recuperar la «figura» real de Cristo contra la reducción del cristianismo a un conjunto de valores propios de una ética intramundana. Lo específicamente cristiano no está en una doctrina, y mucho menos en una moral, ni siquiera la del amor al prójimo. No es un «ideal», sino una «presencia» lo que distingue la existencia cristiana. Por eso «no es posible separar el 'pensamiento cristiano de Dios', la 'verdad cristiana', del Cristo concreto. La doctrina cristiana es cristiana en tanto que aferrada, por así decir, por los labios de Jesucristo; en tanto que se entiende como viviendo de Él, de su ser y actuar. No existe una 'esencia del cristianismo' escindible de Jesucristo y que pueda ser expresada en un sistema conceptual autónomo. La esencia del cristianismo es Él. Es aquello que Él es, aquello de lo que viene y a lo que está dirigido, lo que vive en Él y a Su alrededor, escuchado de su viva voz y leído en Su rostro. En todo esto se plantea al espíritu una afirmación y una pretensión filosófica frente a la cual se desbarata la filosofía pura: que la categoría última del cristianismo es el hecho particular e irrepetible de la personalidad concreta de Jesús de Nazaret» (Christliches Bewusstsein). [7]

Todo el problema de una existencia cristiana se concentra entonces en la percepción de ese hecho fundamental: «lo que caracteriza la cualidad cristiana de un pensamiento es que éste acoja en sí el hecho (de la Encarnación) como su norma» (Der Engel in Dantes...). «En el cristiano —escribe en su Diario— lo que determina todo, absolutamente todo, pensamiento, acción, ser, es que la realidad de Dios se perciba, que esté en la existencia como lo Real, en última instancia como lo único Real. Todo lo demás viene determinado por esto; y por tanto o está vivo o es sólo algo pensado, o mejor, hablado». Esta percepción, por la que Cristo es «real», es la fe.

La fe no es una confianza genérica en un más allá, ni tampoco en un Dios sin rostro; «creer significa ir a Cristo, conducirse hacia la posición en la que Él está. Ver con sus ojos. Medir con sus criterios» (Vom Wesen Katolischer Weltanschauung). En esta asimilación el cristiano no sufre una deformación óptica, al contrario, «solamente el hombre que cree ve finalmente el mundo. Lo ve por lo que es. Lo ve entero y todo su contorno». Sólo el cristiano posee por tanto «ese extraño punto fuera del mundo» que le permite una mirada objetiva sobre la realidad. La fe no es pues una «opinión» sino el modo mediante el cual el mundo se desvela en su esencia. Desde este punto de vista, «cada creyente verdadero y real es un juicio vivo sobre el mundo».

Pero cabe preguntarse: ¿cómo es posible que suceda hoy la percepción de la realidad de Cristo? Es real sólo lo que está presente, no lo pasado. «Sólo se alcanza realmente la seriedad de la fe en la contemporaneidad con el mensajero de la Revelación. Pero ¿dónde?» (Die Kirche des Herrn). [8] El «dónde» reside en los «suyos», en aquéllos que Le pertenecen y que constituyen Su Iglesia viva. En efecto, «la imagen de Cristo puede brillar ya ahora, si el Señor lo quiere, en aquél que cree, en la expresión de su rostro, en su actitud y en su modo de actuar. ¿No es esto acaso lo que se manifiesta en el santo, y lo que, en general, se muestra en la esencia de un cristiano, provocando en otros el amor o el odio'». [9] De aquí deriva «que nosotros tenemos experiencia de Cristo sólo a través de la Iglesia, y que la decisión de la fe se cumple en relación con ella, pues sólo ella nos sitúa en la posición de la contemporaneidad' (Die Kirche des Herrn).

Allí donde la Iglesia está verdaderamente presente —«no sólo colectividad, sino comunidad; no sólo un movimiento religioso, sino vida eclesial; no un romanticismo espiritual, sino realidad ontológica eclesial» [10] — allí se hace posible el encuentro. Que esto pueda suceder depende, en gran medida, de la asunción de la realidad de Cristo en toda su integridad, contra las modas del momento y más allá de ellas.

Esta asunción está en el centro de toda la reflexión guardiniana. «Nosotros —así volverá a evocar el período de su formación— descubrimos la revelación como el hecho originante del conocimiento teológico, la Iglesia como su portadora, y el dogma como ordenamiento del pensamiento teológico. (...) Éramos decididamente no liberales. Tomamos como base de nuestro propio pensamiento lo que la postura liberal había considerado que era un elemento de disturbio y una atadura, e hicimos experiencia de que a través de esta revolución copernicana del espíritu creyente se nos desvelaba la profundidad y la plenitud de la verdad sagrada; además se nos había ofrecido una mirada sobre la vastedad y la realidad del mundo que la postura liberal, con su constante atención sesgada hacia la ciencia profana y su oposición exacerbada contra la autoridad de la Iglesia, no tenía». [11]

La pertenencia al Cristo concreto coincide con una introducción radical —en el sentido de que va a la raíz— a la realidad. Porque la mirada de Cristo ilumina el mundo en su objetividad es por lo que el cristianismo es verdadero, verdadero incluso para el «hombre moderno». Por esto «ya al final de mis primeros estudios teológicos —confesará Guardini a Pablo VI en una carta de 1965, tres años antes de su muerte— se me aclaró una cosa, que desde entonces fue determinante para todo mi trabajo: lo que puede convencer al hombre moderno no es un cristianismo histórico o psicológico o modernizado de algún modo, sino solamente el mensaje no circunscrito e intacto de la revelación». [12]

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* Dr. en Filosofía. Catedrático de Filosofía de la Religión en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Perugia (Italia). Así mismo, imparte clases de Estética, Ética y Teología filosófica en la Pontificia Facultad Teológica “S. Buenaventura”, recientemente ha tomado la cátedra “filosofía y cristianismo” en el Ateneo Pontificio Regina Apostolorum. Entre sus obras publicadas destacan: La figura di Cristo in Hegel, (1983), Romano Guardini. Dialettica e antropología (1990), L´etá dello Spirito in Hegel. Dal Vangelo “storico” al Vangelo “eterno” (1995), Posmodernidad y cristianismo. ¿Una radical mutación antropológica? (1997), y recientemente, Memoria, evento, educazione (2000). Colaborador de las revistas 30Días, Il Nuovo Areopago, COMMUNIO. Revista Católica Internacional de Teología.

Notas

[1] El sentido de la Iglesia, Ed. Dinos, San Sebastián, 1958.

[2] El ángel en la Divina comedia de Dante, Emecé, Buenos Aires 1961.

[3] La muerte de Sócrates, Emecé, Buenos Aires 1960.

[4] Los sentidos y el corazón. Cristiandad, Madrid 1965.

[5] Religión y revelación, Guadarrama, Madrid 1964.

[6] El sentido de la Iglesia, op. cit.

[7] Pascal o el drama de la conciencia cristiana, Emecé, Buenos Aires 1955.

[8] Meditaciones teológicas, op. cit.

[9] Los sentidos y el corazón, op. cit.

[10] El sentido de la Iglesia, op. cit.

[11] Apuntes para una autobiografía, op. cit.

[12] Citado en H. B. Gerl, Romano Guardini 1885-1968. Leben und Werk, Mainz: Matthias Grünewald, 1985.