Las etapas de la vida y la filosofía

De un curso de ética

Romano Guardini

Señoras y señores,

han sido ustedes muy amables, y no creo equivocarme si pongo en relación su amabilidad con la fecha de mañana: se lo agradezco de todo corazón. Siempre me he sabido estrechamente unido a mi auditorio universitario, pero en este curso de ética lo he experimentado con especial viveza, ya que tiene para mí el significado de una especie de síntesis de toda mi labor.

Eso se aprecia ya en su extensión. Su primera explicación se extendió a lo largo de siete semestres. Después tuve que interrumpirla porque no lograba ver clara la problemática de la última parte, que debía tratar de la moral cristiana propiamente dicha. Por ello volví a empezar desde el principio el siguiente semestre, y ahora espero haber superado esa barrera y poder avanzar a buen ritmo.

Lo que entiendo aquí por «ética» es más que una mera investigación acerca de lo que debemos y de lo que no debemos hacer y de los problemas específicos que de ello se siguen. Para mí, la ética ha de interpretar la existencia humana en su conjunto, tal y como es posible en atención a la obligación moral que pesa sobre esta última y a la dignidad que esa obligación le confiere. Así, en este curso trato de decir desde el punto de vista ético qué sucede cuando el hombre vive, de qué manera lo hace correctamente y de cuál incorrectamente.

Y su activa participación en la tarea de este curso, señoras y señores, me hace estar seguro de que los asuntos en él tratados les parecen importantes también a ustedes.

Pero no es ésa toda mi respuesta. Se me han venido a la cabeza ideas de todo tipo acerca de qué significado puedan tener para el conocimiento filosófico las diferentes fases de la vida, y por lo tanto también la vejez. Y me atrevo a pensar que esas ideas podrían interesarles también a ustedes, tanto más cuanto que se pueden insertar muy bien en el contexto de todo el curso.

Me refiero no sólo a cosas realmente obvias, como que el camino que lleva al conocimiento filosófico exige un esfuerzo que atraviese todas las fases de la vida, un esfuerzo de quien filosofa por asimilar y en su caso reelaborar los resultados alcanzados por otros, por ejercitarse en ver y en penetrar inquisitivamente en los problemas, etc. Me refiero a algo previo al pensamiento propiamente dicho: a las posibilidades de experiencia que contienen las distintas fases de la vida como tales, y más concretamente a las posibilidades de obtener experiencias que después sean importantes para el pensamiento filosófico.

En primer lugar tenemos la niñez.

No tiene nada que ver con el filosofar: para fortuna suya, pues filosofar significa sobre todo una toma de conciencia en virtud de la cual el hombre conoce qué es, y precisamente por esa causa pasa a ser responsable de ello. Al niño le está permitido sencillamente existir, vivir y crecer. Pero también él hace experiencias, continuamente, con todo su ser y con una intensidad que nunca volverá a darse. Se podría saber, creo yo, si un filósofo ha tenido o no una infancia real, pues en ella se crean condiciones que se harán notar en toda su trayectoria posterior.

Podemos decir quizá que el individuo repite en su niñez la época mítica de la historia de la humanidad. El ámbito anímico interior y el de las cosas exteriores, los seres vivos y los juguetes inanimados, la ceremonia y la realidad, la fantasía y el destino se interpenetran. Se vivencia el parentesco que existe entre todas las cosas, la cercanía pese a todas las separaciones, el todo, en dirección hacia el hombre y partiendo de él. Pero también, en todo ello, el fondo misterioso del ser y, si el entorno no la sofoca, la voz de Dios. Lo que los auténticos educadores y los poetas sabios dicen de que todos los niños son en cierto modo videntes tiene plena cabida en este contexto. Estas experiencias pertenecen al ajuar básico del espíritu filosófico. Si la niñez no las ha aportado, ya no será posible recuperarlas, y cuando ellas faltan falta algo importante. En la misma etapa de la vida se producen las más tempranas experiencias del sueño y la vigilia, del hambre y la comida, del dolor y el bienestar, del miedo y el sentirse protegido, de dar y coger, de los juguetes y los objetos. También en ella tiene lugar la experiencia de las relaciones humanas más inmediatas: la vida en el seno materno, el acontecimiento del nacimiento, la relación con la madre y el padre, sin olvidar la convivencia con esos seres a través de los cuales, en medio de lo familiar que resulta la misma sangre, se hace presente a ojos del niño la extrañeza «de la otra persona»: los hermanos.

Se vivencia la unidad de todas las cosas, y a la vez las penetrantes diferencias que existen entre ellas. Se trata del primer ejercicio de entrada en la estructura formada por la pluralidad de las distintas personas individuales...

¿No son éstas las experiencias básicas en las que descansa todo pensar? ¿Y no es en ellas, por lo tanto, en donde están las raíces de la filosofía?

Después se acaba el ser niño -un estado que no es solamente «feliz», sino que también él está entretejido de placer y sufrimiento, de inocencia y de culpa, al igual que todo lo humano- y viene, pasando por la crisis de la pubertad, la época del joven.

También ésta encierra un significado especial. En ella, el individuo experimenta un carácter de la existencia sin cuya auténtica y profunda asimilación no es posible filosofar alguno: el carácter de lo incondicionado, de lo absoluto. No podemos exponer aquí dónde se muestra en cada caso: en la idea, en la exigencia moral, en la norma esencial conforme a la cual la vida crece y florece, etc. Aquí es donde, si no se imposibilita desde fuera, el pensamiento joven adquiere la actitud reverencial y confiada ante lo absoluto que será decisiva para toda labor posterior; la fe en que hay un modo de ser correcto de las cosas, y la confianza en que se puede llevar a la práctica; el sufrimiento ante la injusticia; la pureza que rechaza compromisos.

Más tarde vendrán las limitaciones y complicaciones, sin duda, pero no hace falta ninguna demostración especial para saber qué significa que la persona pensante haya adquirido la conciencia de lo incondicionado: de lo inatacable, luminoso, poderoso, que está en una relación tan esencial con el espíritu y la persona: como ser, como verdad, como norma, como orden. Un espíritu al que le falte esa conciencia es un inválido. Sería mejor que no filosofase.

Acabo de decir que llegará un momento en el que la vida misma efectúe las debidas correcciones sobre la representación de lo incondicionado.

Antes la persona gustaba sobre todo de pensar en términos de principios; ahora aprende a ver los hechos. Antes establecía programas para la existencia; ahora percibe con claridad cómo es ésta realmente, y comienza a reconocer los derechos de las cosas existentes en cuanto tales. Antes su ¡¿forma típica de pensar era con disyuntivas: o esto o aquello; ahora empieza a comprender, a admitir grados, a perdonar, a conformarse con lo posible.

Todas ellas son cosas realmente importantes para el espíritu filosófico: reconocer que lo absoluto no es tan sencillo y que no se da en la existencia con contornos claramente delimitados, sino que se encuentra inmerso en condicionamientos de todo tipo y rodeado de cosas que también pueden ser de otro modo. Y no menos importante es asumir la tarea correspondiente: mantener en pie lo incondicionado en medio de lo dependiente, lo dotado de validez eterna en la corriente de lo que fluye y se transforma continuamente.

De ello se derivan profundas crisis. Es la época en la que acecha el peligro del positivismo: de perder la pasión por distinguir lo verdadero de lo falso, lo bueno de lo malo, lo justo de lo injusto; de que el lugar de la verdad objetiva pase a estar ocupado por el de la autenticidad subjetiva, o por los meros hechos, cuando no por consideraciones sencillamente utilitarias; de que las relaciones funcionales y de dependencia sustituyan en todas las cuestiones al sí y al no a la hora de tomar decisiones, de manera que todo pierda su seriedad última... En medio de estos peligros es más necesaria que nunca la gravedad del filósofo. Éste es responsable de que conserve su vigencia el orden del pensamiento y de la vida. Tiene por tanto que distinguir, que deshacer las ambigüedades, que asegurar que no se pierda la aguda diferencia de las disyunciones: o una cosa, o la otra. Aquí, donde está en juego el núcleo de la existencia, ha de adquirir aquella dureza que es simultáneamente verdad, fidelidad y valentía. El carácter al filosofar: una de las más raras cualidades en el actual ablandamiento de todo lo válido, del que surge el espacio vacío en el cual la violencia puede erigir su dominio.

La vida continúa, y la disciplina a la que somete al espíritu filosofante es cada vez más estricta: naturalmente, suponiendo que siga siendo lo que alberga la pretensión de ser y que no se atenga a la ley del mínimo esfuerzo, reproduzca meramente las ideas que le vayan saliendo al paso o incluso, en vez de pensar por sí mismo, se limite a repetir lo que otros han pensado.

Ha alcanzado la madurez. Ha asumido la responsabilidad de la verdad no sólo en lo que a él respecta, sino también para otros. Sobre sus hombros descansa la carga del día a día filosófico, y ésta es una carga bien extraña. Pues ¿no debería ser el filosofar algo que poseyese el carácter de lo poco común? ¿No nos ha enseñado Platón que la filosofía va en alas de aquel movimiento que las elevadas formas de sentido, las ideas, suscitan en el corazón del espíritu, poderosas y festivas a la vez? A veces sucede efectivamente así. Todo el que filosofa ha vivido momentos en los que la verdad y el sentido brillaban con más luz que su símbolo platónico, el sol. Pero la regla general es la búsqueda y el trabajo, con frecuencia la fatiga y la lucha, y a veces una tortura gris que de nada parece servir.

Y bien puede suceder que el filósofo experimente algo todavía peor que el poder de los hechos y de las dependencias: el palidecer del sentido. Este fenómeno guarda una estrecha relación con el cansancio que fácilmente se puede presentar en esta fase de la vida, cuando las tareas y funciones que se desempeñan se hacen agobiadoras porque han perdido cuanto tenían de novedad e interés, y hay que seguir realizándolas por sentido del deber; cuando la persona tiene que trabajar demasiado y asumir demasiadas responsabilidades, y sin embargo tiene que aguantar y seguir adelante; cuando las relaciones humanas que se llevan manteniendo largo tiempo han perdido su frescor y tiene que suplirlo la fidelidad del carácter.

En ese momento los pensamientos se hacen romos. Las palabras pierden su capacidad de hacer palpitar nuestro corazón con más rapidez. Hablar y escuchar, leer y escribir: la pregunta que nos viene sola a la cabeza es si todo esto tiene algún sentido ¿Existe realmente aquello por lo que se afana el filósofo: la verdad? ¿Podemos seguir hablando de valores dotados de validez? ¿Tienen algún sentido las cosas humanas? ¿No es todo rutina y gris uniformidad? Se hace agudo el peligro de caer en el escepticismo, en aquella actitud a la que Michel Montaigne dio su expresión clásica cuando antepuso a sus Ensayos la frase: «Que sais-je?». No sólo: «no sé nada», lo que podría suscitar la respuesta «¡pues aprende!», sino: «¿qué sé yo?». ¿Sé acaso algo? ¿Hay acaso un saber, y no más bien solamente incertidumbre o ignorancia? ¿Es posible una auténtica' toma de posición? ¿Existe algo que sea realización de sentido?... De alguna manera, todo el que filosofa hace esta experiencia, y la hace de modo tanto más penetrante cuando a todo ello se añaden el desengaño personal, el fracaso en las tareas emprendidas, las preocupaciones y la enfermedad, y ¿quién se ve libre de estos sombríos visitantes?

Pero también éstas son enseñanzas. La posibilidad de la destrucción del sentido forma parte de la existencia. Ésta es de tal índole que mucho de ella ya no tiene realmente sentido, al menos un sentido que se nos revele con claridad. Dijimos de la mayoría de edad que su tarea propia consiste en reconocer lo absoluto cuando se presenta entretejido con los condicionamientos; ahora se nos pide mantener enhiesto el sentido cuando le rodean procesos de decadencia y descomposición que le roban el ánimo y le debilitan. Y una filosofía que no haya plantado cara a este peligro dista mucho de haber alcanzado su perfección propia.

Cuando el filósofo es honrado y no se hurta a los problemas, a la vez que no se desanima y sigue creyendo en el sentido, por muchas cosas que parezcan hablar en su contra, es cuando puede penetrar en las capas más profundas de la existencia. Las ilusiones se disipan y se destaca lo dotado de auténtica validez.

Pero con ello no queremos decir que se solucionen todos los problemas. Ni siquiera que se hagan más fáciles. Quizá haya que hablar incluso de algo que parece lo contrario, a saber, de la experiencia de que todo se vuelve enigmático. No me refiero a preguntas concretas especialmente difíciles de responder, sino a un carácter general de las cosas. Una vez que sabemos que una cosa es de tal modo porque otra es de tal otro, y que esta última nos remite a su vez a una que le precede, nos damos cuenta de que con estas frases decimos sin duda algo, pero no mucho, y en todo caso nada verdaderamente importante. Puede suceder incluso que lo que se tendría que decir sea sencillamente inefable.

La existencia adquiere entonces aquel carácter que posee, digamos, en una naturaleza muerta de Cézanne. Tenemos ante nuestros ojos una mesa, sobre ella hay un plato, en el plato unas manzanas. Nada más. Todo está ahí, bien iluminado y perfectamente visible. No hay más que preguntar, ni que responder. Y sin embargo todo es misterioso. Todo es más que su inmediato «sí mismo». Llegamos a pensar que el misterio forma parte de la claridad. Constituye la dimensión de profundidad que debe tener el ente para que no sea mera apariencia engañosa. Quizá, incluso, el ser esté hecho de misterio: las cosas, los procesos, todo el acontecer al que llamamos «vida». El filósofo puede hacer entonces experiencias muy peculiares. Por ejemplo, cuando está sentado en su habitación a la caída de la tarde y los libros, los muebles, el cuadro de la pared y la estatuilla de la mesa que tiene a su alrededor y son viejos conocidos suyos pierden su familiaridad, le resultan raros, lejanos y acuciantes a la vez, de manera que viene a su mente el pensamiento: ¡qué extraño que estés aquí sentado!, ¡que seas quien eres y hagas lo que el día a día te va exigiendo!, ¡sencillamente que existas! ¿Qué es esto?, ¿qué hay detrás de las cosas?, ¿qué hay detrás de ti mismo? En esos momentos es cuando comprende palabras como las de Próspero en La tempestad de Shakespeare:

«Estamos tejidos de idéntica tela que los sueños,

y nuestra corta vida se cierra con un sueño» (IV, 1).

: Pero las cosas tampoco son así. Nada de sueños, nada de meras apariencias que atraviesen nuestra mente mientras dormimos, sino más bien misterio, del que entrevemos que es el guiño que nos hace la verdadera realidad.

Mal filósofo sería el que hiciese desaparecer esta misteriosa vibración de la existencia mediante artimañas intelectuales. Muy al contrario, debe procurar sentir esa vibración con la mayor nitidez posible. Debe experimentar cómo se va intensificando. Y entonces verá que algo se modifica: el misterio se torna habitable. Se revela como el hecho de haber sido creado, de proceder de la libertad de Dios.

En esta atmósfera, las afirmaciones de la fe, palabras como Dios, creación, gracia, gobierno de las cosas, la palabra de la auténtica y eterna clarificación de todo, adquieren una nueva capacidad de penetrar en nuestra alma.

Y ahora sería el momento de hablar de una última experiencia, la del morir. Pero esta experiencia no pasa a formar parte de filosofar alguno. En ciertos momentos la vida llega a estar muy cerca de la muerte, por ejemplo en un grave peligro, o cuando muere una persona muy próxima a nosotros. Sin embargo, en esas ocasiones no se trata de la muerte real, a saber, de la propia. Quien la ha experimentado, ya no filosofa, sino que rinde cuentas de todo su filosofar ante el Señor de la verdad.

Hay otra cosa importante: la aproximación real al final. Me refiero a cuando el final ya no significa sólo una posibilidad presente en toda vida, pero por encima de la cual pasa la corriente de ésta, sino cuando su cercanía empieza a adueñarse de nuestros sentimientos.

Experimentar esto significa mucho para la actitud filosófica. De que quien hace esta experiencia sepa plantarle cara, o por el contrario la aparte de su vista o intente negarla con palabrería vana; de que entienda la muerte como el paso a lo verdaderamente real, o como el desnudo final de todo; de que persevere en la protesta cristiana contra la muerte, aceptándola sin embargo como expiación por la injusticia de la existencia, o bien se entregue en sus manos, ya dionisíacamente, ya con miedo, ya con una roma resignación o de cualquier otra manera: de todo ello dependen no sólo muchas cosas, sino las cosas decisivas para la comprensión de la existencia... A este respecto habría mucho más que decir, pero tendremos que conformarnos con lo ya expuesto.

En este curso sobre cuestiones éticas fundamentales, señoras y señores, ya hemos dirigido nuestra mirada en más de una ocasión a la totalidad de la existencia, y hemos tratado de dar respuesta a los problemas concretos desde esa totalidad. Las ideas que acabo de esbozar están asimismo al servicio de esa mirada. Por ello, el tiempo que les hemos dedicado puede que no haya sido en vano.

 

 

Fuente: Romano Guardini, Las etapas de la vida, traducción de José Mardomingo,
Biblioteca Palabra, Madrid, 2002.