La libertad cristiana

Extraído de Libertad, gracia y destino (Freiheit, Gnade, Schicksal) *

Romano Guardini

La experiencia paulina de la gracia

Hasta ahora hemos tratado de la libertad tal como se presenta en la experiencia inmediata humana. Ahora tenemos que preguntar cómo habla de ella la Revelación.

¿Existe una libertad que sólo pueda salir de Dios y que tenga que ser llamada cristiana en sentido estricto?

En el Nuevo Testamento nos es presentada una personalidad que aparece precisamente como anunciadora de la nueva libertad. Es Pablo. Según lo que nos dicen los Hechos de los Apóstoles y sus propias Cartas, nos vemos obligados a representárnoslo como un hombre de fuertes vivencias y de poderosa fuerza de voluntad, pero cuyo interior se halla atormentado por mil contradicciones y presa a la vez de mil lazos. Anhelaba con pasión la justicia; quería el bien y liberarse en el bien y, por eso, luchó una lucha en la cual se sometió a los más altos vencimientos.

Pero es necesario adelantar que no llegó a la libertad y a la luz, sino que cada vez se enredaba más profundamente y se encontraba más sin camino.

En su esfuerzo moral actuaba el amor propio, engendrando esa desviación que nosotros llamamos fariseísmo. El, seguramente, no vio que el mal no sólo tiene que ser combatido, sino disuelto con sabiduría y paciencia. En lugar de eso, no hizo más que oponer violencia a la vida de los instintos, de manera que llegó a envenenarse a sí mismo.

De todo esto no habla él expresamente, pero, así que aparece en escena, entra en la crisis más aguda, y la manera cómo esta crisis se desarrolla y cómo él, más tarde, mirando hacia atrás, habla de sí mismo, hace presumir que las cosas tuvieron que acontecer así.

Los Hechos de los Apóstoles relatan cómo dio con la joven comunidad cristiana. Vio la vida de los creyentes sustentada por una fuerza espiritual misteriosa; vio su amor mutuo, su libertad y su gozo (7, 58 ss). Presenció el proceso del Diácono Esteban y vio en él aquel resplandor espiritual, del cual dice el texto: «Fijando los ojos en él, todos los que estaban sentados en el Sanedrín vieron su rostro como el rostro de un ángel» (6, 15).

Todo esto le reveló una existencia totalmente enderezada a Dios; pero nada de aquella fatiga por el cumplimiento de la ley, de aquella lucha atormentadora por hacer el bien por las propias fuerzas, de aquella vacuidad y falta de horizontes que él había experimentado. Estas cosas despertaron en el hombre desesperado un odio ardiente. Ayudó a la lapidación de Esteban y a la destrucción de la naciente Comunidad de Jerusalén. Luego se hizo dar todos los poderes para hacer lo mismo en otras partes, y salió hacia Damasco... Pero en el camino le acaeció la gran vivencia de su vida. Los Hechos de los Apóstoles dicen: «Saulo, respirando amenazas de muerte contra los discípulos del Señor, se llegó al Sumo Sacerdote, pidiéndole cartas de recomendación a las sinagogas de Damasco a fin de, si allí encontraba quienes siguiesen este camino, fueran hombre o mujeres, llevárselos atados a Jerusalén. Estando ya cerca de Damasco, de repente se vio rodeado de una luz del cielo; y, cayendo a tierra, oyó una voz que le decía: Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues? —Contestó él: « ¿Quién eres, Señor?»

—Y el Señor: «Yo soy Jesús, a quien tú persigues. Levántate y entra en la ciudad y se te dirá lo que has de hacer». —Los hombres que le acompañaban quedaron atónitos oyendo la voz, pero sin ver a nadie. Saulo se levantó de la tierra, y con los ojos abiertos nada veía. Lleváronle de la mano y le introdujeron en Damasco, donde estuvo tres días sin ver, y sin probar bocado ni bebida. »Había en Damasco un discípulo de nombre Ana-nías, a quien dijo el Señor en una visión: «¡Ananías!»

—El contestó: «Heme aquí, Señor». —Y el Señor a él: «Levántate y vete a la calle llamada Recta, y busca en casa de Judas a Saulo de Tarso, que está orando». —Y vio Saulo en visión a un hombre llamado Ananías, que entraba y le imponía las manos para que recobrase la vista...

»Fue Ananías y entró en la casa e, imponiéndole las manos, le dijo: «Hermano Saulo, el Señor Jesús, que se te apareció en el camino que traías, me ha enviado para que recobres la vista y seas lleno del Espíritu Santo.»

—Al punto se le cayeron de los ojos unas escamas, y recobró la vista, y levantándose fue bautizado, tomó alimento y se repuso.

»Pasó algunos días con los discípulos de Damasco, y luego se dio a predicar en las sinagogas, que Jesús es el Hijo de Dios». (9, 1-12-17-20).

¿Qué sucedió aquí? Pablo experimenta la realidad de Cristo, a saber: Que Aquél a quien los detentores del poder tenían por muerto y vencido, vivía de una manera misteriosa; que había sido confirmado por Dios y tenía poder y gloria.

Pablo se abre a esta revelación y cree. En todo ello se le presenta algo subversivo: ahora experimenta la posibilidad de un hacerse bueno, justo y santo; de un sentido último y de una libertad definitiva que no pueden provenir de la tierra ni de las propias fuerzas. Y esto no como si se le abriera un nuevo ideal ético o se le aclarase un camino de religiosa autoformación hasta entonces desconocido, sino que siente en Cristo al Dios vivo, que le penetra y lo toma por su cuenta.

Pablo se encuentra ahora en una relación del todo nueva con la vida; aquella que él mismo expresará más tarde por aquellas palabras, constantemente repetidas: «Yo en Cristo; Cristo en mí».

Esto no significa que él cesara de afanarse; sus cartas demuestran lo contrario. Toda la fuerza de su poderosa voluntad y experiencia actúa ahora con la misma energía de antes, sólo que de otra manera.

Todo es «obra de la fe»; de tal manera, que se entrega al Dios que se nos da en Cristo, le hace lugar en el alma, se deja conformar por Él.

Quiere esto decir, ante todo, que Dios mismo se torna libre. La palabra suena a locura, pero es exacta. En la experiencia religiosa común Dios no es libre. El que mire sinceramente a sí mismo, a los hombres que le rodean y a la historia, percibirá que el amor propio del hombre, sus fuerzas interiores perturbadoras y deprimentes, su falsedad y su violencia, nunca son tan funestas como en ese complejo que vulgarmente se llama «experiencia religiosa» y «vida religiosa».

Cierto que todo esto se dirige a Dios en última instancia; pero su imagen y sus exigencias son puestas por el hombre al servicio de su amor propio. Lo que parece divulgación de lo divino, es con frecuencia —en el fondo— sólo una manera de afirmarse el hombre a sí mismo, y lo que pretende ser una forma divina, muchas veces no es más que la traslación del propio ser a lo Absoluto.

Esto parece imposible, puesto que Dios es omnipotente; pero no es más que una consecuencia de su voluntad de que el hombre tenga propias iniciativas. Por tanto, cuando Dios quiere manifestarse realmente, tiene que adelantarse como un objeto y estar ahí, y hablar con tal claridad que la profunda deslealtad del hombre no pueda ponerlo en duda.

Es lo que sucedió en Cristo. En el ámbito de su personalidad y de su vida se reveló Dios de tal manera que puede decirse que quien lo ve, ve «la gloria del Unigénito del Padre» y «al Padre mismo». (Jn. I, 14; 14, 9). Cristo es la epifanía corporal de Dios; en El se abre a la historia el Dios oculto (29). Lo ocurrido a Pablo se realiza constantemente tan pronto como uno cree. Esto significa que el Dios vivo —no acallado, al menos radicalmente, por el egoísmo e infidelidad de la naturaleza humana— brilla en el ámbito del ser del hombre insobornable...

Acto y contenido de la libertad cristiana

Con esto, para el hombre que cree, ha sido fundada una libertad de modalidad nueva y definitiva. Como demostramos antes, procedente del contenido de la acción, consiste en que el nombre entra en la relación verdadera con el ser, experimenta la veracidad de su forma esencial, justifica el sentido de su valor, le da cabida en la propia vida.

Ahora el hombre, por medio de la revelación, consigue, sobre la plenitud del ser y de los valores, la verdad y santidad de Dios. Esta no puede alcanzarla el hombre por sus propias fuerzas; pero se le da en la Revelación como contenido de la vida. Es aceptada por los actos primordiales del cristiano que Pablo reúne en el c. 13 de la primera carta a los Corintos: «la fe, la esperanza y la caridad». De ella hablan todos los textos que se refieren a la participación de la vida divina: el mensaje del reino de Dios, del hombre y del mundo nuevo de la vida eterna, del banquete celestial y del himno eterno, del amor que no acaba, etc... Éste mensaje anuncia la superación de todo lo «viejo» en un «nuevo» infinito; la ruina y el renacimiento, el abrirse y capacitarse para la plenitud santa de Dios. Así se realiza también la liberación absoluta; la entrada en una amplitud que no se da en ninguno de los ámbitos del ser arriba descritos, sino que tiene que ser abierta por el mismo Dios. Esto no obstante, sólo allí es saciada esa insatisfacción que —como dice Agustín— ha enterrado el Creador en lo profundo del hombre: «nos has hecho para Ti, oh Dios, e inquieto está nuestro corazón hasta que en Ti descanse». (Conf. I, I, I).

Pablo, en la carta a los Efesios, habla con fuertes palabras de esta libertad, al tratar del decreto de la salvación, que ha sido cumplido en Cristo, y de la «franca seguridad», del «acceso a la confianza» que nosotros tenemos «por la fe en El». Después continúa:

«Por esto doblo yo mis rodillas ante el Padre... para que, según los ricos tesoros de su gloria, os conceda ser poderosamente fortalecidos en el hombre interior por su Espíritu, que habite Cristo por la fe en vuestros corazones, y arraigados y fundados en la caridad, podáis comprender, en unión con todos los santos, cuál es la anchura, la longitud, la altura y la profundidad, y conocer la caridad de Cristo que supera toda ciencia, para que seáis llenos de toda plenitud de Dios.» (Efes. 3, 14, 16-19).

No sólo los pensamientos expresados en el texto, sino también la amplitud de cada una de las frases y el «soplo del Espíritu» que las penetra, permiten percibir la gran espaciosidad y la plenitud de la libertad santa, que sobrepasa toda medida finita.

La revelación de esto, propio y definitivo, descubre el estado en que se encuentran el hombre y el mundo: el pecado. El pecado significa la oposición al Dios santo y, por lo mismo, la propia clausura en la última falsedad y en la última injusticia. Aunque toda verdad intramundana y todo valor terreno-humano permanecen, sin embargo, han sido arrojados por el pecado a un desorden definitivo que aprisiona al ser en sí mismo junto con todas las posibilidades de liberación —de que ya hablamos—, sometiéndolo todo a una esclavitud irremediable.

De esta esclavitud, sólo la revelación de la verdad y del amor de Dios en Cristo redime, y sólo en esta liberación propia consiguen las otras liberaciones penúltimas su auténtico sentido.

Cuando Agustín habla del «descanso» en la frase citada, alude a la plenitud y ultimidad de nuestro sentido, a la paz de la libertad en Dios. Descanso que también puede ser experimentado en forma de desbordamiento y júbilo infinito. El pasaje antes citado de la carta a los Efesios —un himno nacido del Pneuma— da testimonio de ello.

Tan amplio es el segundo aspecto de la libertad cristiana, determinado por el contenido de la vida; pero, ¿cómo se ha con el acto libre? Ante todo por la Revelación y su aceptación en la fe sucedió una cosa: fue destruida la ofuscación en que vivía el hombre, persuadido de que su capacidad natural de origen se había desarrollado hasta el sobrenatural; de que podía decidirse ante él por sí misma, arribar a él y conquistarlo. En tanto que el creyente reconoce a Cristo, reconoce también su propia impotencia. Con esto se soluciona la falaz pretensión de poder bastarse para las exigencias divinas por sus propias fuerzas y esa actitud convulsiva y tensa de la voluntad, que se lanza de hecho a realizarlas. Mas esto es ya libertad. Cuando Pablo lo reconoció y aceptó, debió correrle por todo su ser como un aliento infinito.

Pero, ¿no importa esta absoluta desesperación? Así sería si el contenido vital divino no fuera más que un dejarse ver y un exigir. Mas no hay tal. Tan pronto como ese contenido se muestra, nos da poder para apropiárnoslo; si exige, da fuerza para cumplir su exigencia. Dios, al revelarse, da también el ojo que ha de ver su verdad; el valor que se atreva con El; el amor que a El se lance.

San Pablo experimentó esto de tal manera que le ha hecho el profeta de este misterio. El notó que algo actuaba allí, que hada cognoscible a Cristo; que lo arrastraba hacia el alma; que unía con El —por su raíz más honda— la voluntad del hombre. El poder que realiza esto es el Espíritu Santo. Su acción es la gracia. El Espíritu Santo hace que Cristo halle al creyente, y «1 creyente a Cristo; pero que se hallen, no sólo en sentido gnoseológico o volitivo, sino vital y óntico.

El mensaje del «en» cristiano es un eterno ritornello en Pablo. Su última fórmula para designar la existencia redimida. Quizá la carta a los Gálatas contenga la expresión más acabada. En ella dice: «vivo yo, mas ya no yo; sino Cristo en mí» (2, 20).

Esto no significa que en la existencia cristiana sea anulado el «yo» humano y entre en su lugar Cristo; sino que, precisamente por vivir Cristo en mí —y sólo por eso— me hago yo realmente yo-mismo —aquel yo-mismo que Dios pensó al crearme—; que con ello se despierta en mí la capacidad de poder ser verdadero principio, de decidirme por mí mismo y realizarme.

La misteriosa relación de todo esto se aclara todavía más en San Juan, cuando dice Cristo: «el agua que yo le daré (al creyente), se convertirá en él en fuente de agua que brote hasta la vida eterna» (4, 14).

La acción del Espíritu no es tal que lance sobre el hombre el raudal divino, haciendo perecer en él su «yo»; sino que, por el suave desarrollarse del Espíritu, se abre en el hombre mismo una fuente que es totalmente dada, totalmente fuente de la vida de Dios; pero que brota en el hombre y le pertenece.

Es el misterio de la capacidad santa de origen, que sí, es don de Dios; pero que, precisamente por ello, constituye lo más propio del hombre.

Así, el fenómeno de la libertad se interna en el de la gracia, pues gracia es justamente aquello que Dios da; pero lo dado se hace propio del que lo recibe más profundamente que todo cuanto le pertenece por su naturaleza primordial.

¿Cómo se han, pues, en la existencia cristiana la iniciativa humana y la divina?

La pregunta aflora constantemente en la historia del pensamiento cristiano, recibiendo respuestas muy discutidas. Así la pelagiana, que ve el centro de gravedad de la relación totalmente en la iniciativa humana. La gracia sólo tiene la función de liberar a ésta, esclarecerla y fortalecerla.

Esta respuesta está en aguda oposición con la de los reformadores, según la cual la iniciativa humana se halla sustancialmente corrompida por el pecado y no guarda ya relación alguna con lo santo, de manera que todo depende de la iniciativa divina; la humana no puede hacer más, que saberse entregada a Dios por la fe.

Éste contraste se da —si bien en forma más moderada, pues mantiene firme la dependencia vital mutua de ambos extremos— en las eternas disputas entre Tomismo y Molinismo. Ambas escuelas sostienen que tanto en el origen, como en la consistencia y desarrollo de la gracia, lo hace todo la iniciativa de Dios. Pero que también el hombre —y como tal— actúa, en cuanto que se aproxima a la fe, se decide ante ella, en ella vive, persevera y obra. Pero dentro de esta unidad, ambas corrientes determinan el modo y la medida de la operación en común de distinta manera; el Molinismo afirma más la actividad propia, el Tomismo la operación exclusiva de la gracia.

Estas discusiones han dado mucha luz sobre puntos muy importantes. Ahora bien, en el tema central, respecto a cuanto pertenece a una y a otra iniciativa en el campo de la acción y la eficiencia, se consideran ambas iniciativas como momentos demasiado disgregados entre sí.

Si se piensa en el conjunto de la doctrina de Jesús, en la manera cómo llama a los hombres, los hace responsables, los advierte de su nada y luego los alienta, entonces no cabe duda, de que todo lo que pertenece a la salud, es gracia, don y acción del Dios Salvador. Pero tampoco no cabe duda de que el hombre se halla en esa relación al Dios que todo lo hace, con toda la libertad y capacidad de acción de su propio ser.

Aquí no se puede separar ni medir; lo característico de la relación está más bien —como se demostrará detalladamente— en que el hombre, en virtud de la acción > de Dios, llega a sí y se hace libre; en que, a la inversa, la acción de Dios presupone la preparación del hombre, la cual acción se amplía a medida que éste se abre y colabora.

Jesús dice a sus oyentes que Dios llama a quien quiere, remunera como quiere (Mt. 20, 1-16); con la misma evidencia, empero, hace depender la salvación del hombre de su propia decisión (Me. 16, 16); a ellos dirige las terribles exigencias del Sermón de la Montaña (Mt. 5, 7), y.en la descripción del juicio decide la sentencia del Juez sobre la suerte eterna del hombre esto: el haber ejercido o no ese hombre la misericordia (Mt. 25, 31-46). Tiene, pues, pleno sentido aquello de que «no pudo» hacer ningún milagro «por causa de su infidelidad» (Mt. 13, 58; Me. 6, 5).

Ambas cosas son verdaderas y prueban la indisoluble unidad de la relación, en la que la iniciativa de Dios lo es todo; pero por ella la del hombre se torna completamente libre y poderosa.

Al hombre se le exige que se decida ante el mensaje de la salvación. Que siga ese mensaje, que lo oiga y que haya «ido tocado por él, es gracia; y gracia es también cuando se abre y cree; pero esta decisión constituye a la vez su acto y responsabilidad más propios, de manera que pueda Jesús decir: «¡Jerusalén, Jerusalén... cuántas veces quise congregar a tus hijos en torno mío, como la gallina a sus pollitos bajo sus alas, y no quisiste!» (Mt. 23, 37). Y ambas cosas están, no una junto a otra, como una cooperación desde fuera; sino dentro una de la otra, en la unidad indisoluble de un único proceso existencia! Lo mismo se le exige al hombre vivir en la fe, realizar en el seguimiento de Cristo la metanoia del sentir y del pensar, que la transformación de toda la manera de vivir y de ser.

Todo esto sólo puede darse en virtud de la Redención, como dice Jesús expresamente: «sin mí, nada podéis hacer» (Jn. 15, 5); pero, a la vez, es también desafiada toda la fuerza del hombre; todo él debe encumbrarse incesantemente por el ejercicio, el vencimiento y desprendimiento a una mayor y más pura realización de las exigencias cristianas.

Esta realización contiene también el crecimiento en la libertad de espíritu y de corazón. Esto apunta San Pablo en una mirada retrospectiva cuando advierte: «Les digo, pues, hermanos, que el tiempo es corto. Sólo queda que los que tienen mujer vivan como si no la tuvieran; los que lloran, como si no llorasen; los que se alegran, como si no se alegrasen; los que compran, como si no poseyesen» (I Cor. 7, 29-30). Es el estado en que el creyente, por la gracia de Dios, pero también por la generosidad, la disciplina y el sacrificio, libre de todo lo creado se halla completamente abierto a la verdad y plenitud de Dios y es señor de toda su capacidad originante. [2]

 

 

 

Carácter escatológico de la libertad cristiana

Libertad cristiana significa, por tanto, que el hombre consigue ver a disto, reconociendo en El al Dios vivo, hasta entonces oculto; que percibe el llamamiento y, creyendo penetra en el ámbito de Cristo y en él se hace partícipe de la verdad y vida de Dios; que todo esto lo hace por la gracia del Espíritu Santo, liberándose de sus vanas pretensiones, pero que, a la vez, se hace totalmente él mismo. Por lo demás, la vida terrena continúa con todo cuanto le pertenece.

Libertad cristiana no significa magia o algo lejano que se encuentre en las estrellas; sino que es algo totalmente real. Permanecen todos los hechos de la realidad natural, solo que en ellos actúa un nuevo principio, y se abre una posibilidad también nueva, y abierta permanece. Todo lo terreno puede servir de apoyo para saltar al otro lado, tanto que «a los que aman a Dios, todo les sirve para su mayor bien» (Rom. 8, 28). Todo esto es muy fuerte; no pasa por alto nada de las insuficiencias, estrecheces y extravíos de la existencia, pero confía en la plenitud y tiene paciencia para esperar impávidamente.

Así es como está orientado todo hacia el futuro; un futuro que no nace de la misma historia, sino que viene .de Cristo, que ha traído la Revelación. En la última instancia, la libertad —como toda la existencia cristiana— se orienta hacia lo escatológico. La libertad cristiana no es algo acabado, sino en camino. Ya respecto a la libertad natural fue necesario acentuar que no se trata de ningún aparato ultimado, sino de algo vivo y que, por tanto, debe ser realizado en acción constante de formación y superación. Lo mismo vale, y de una manera nueva, de la cristiana. A esto se refiere lo que San Pablo dice del hombre nuevo, que crece en superación ininterrumpida del viejo; en una continua realización del renacimiento, iniciado por la fe y el bautismo.

La libertad nueva es constantemente encubierta, negada; impedida y perturbada por la existencia antigua: el pecado, la mentira y la confusión. Mas esto no significa, en absoluto, como quiere el escatologismo extremado, que todo, en la tierra y en el cielo, continúa bajo el eón antiguo, y que lo nuevo sólo puede ser esperado por una fe paradójica, en un estado último totalmente distinto del actual. La nueva libertad está ya aquí; fue despertada en el bautismo y crece en la vida cristiana de cada día. Sólo que se halla incompleta y débil. En torno a ella está la envoltura de la contradicción y plenitud definitivas. Esto sucederá por Cristo. Cuando Él retorne a poner fin a la historia y a juzgarla, se realizará la auténtica liberación: la liberación del hombre y, por el hombre, la de las cosas.

Entonces se hará patente la libertad ahora encubierta y negada, y todo el mundo será introducido en ella. Sobre este particular habría mucho que decir, sobre todo a través de la interpretación del Apocalipsis. Pero tenemos que seguir con Pablo, cerrando con unas palabras de la carta a los Romanos, que —como tantos otros pasajes paulinos— contienen ya en germen, lo que después es dado en Juan a plena luz. [3]

«Tengo por cierto que los padecimientos del tiempo presente no son nada en comparación de la gloria que ha de manifestarse en nosotros; porque el continuo anhelar de las criaturas ansia la manifestación de los hijos de Dios, pues las criaturas están sujetas a la vanidad, no de grado, sino por razón de quien las sujeta. (Esta fue la maldición, que siguió al pecado; pero esta maldición estaba unida a una esperanza; y cierto, las criaturas vivían) con la esperanza de que también ellas tienen que ser libertadas de la servidumbre de la corrupción para participar en la (futura) libertad de la gloria de los hijos de Dios. Pues sabemos que la creación entera, hasta ahora, gime (con nosotros) y siente (con nosotros) dolores de parto hasta que llegue la hora. Y no sólo ella, sino también nosotros, que tenemos las primicias del Espíritu (no estamos terminados, sino que) gemimos dentro de nosotros mismos, suspirando (por la entrada) en nuestra adopción, por la redención de nuestro cuerpo. Porque primeramente en esperanza estamos salvos; pero esperanza (de algo cuyo cumplimiento) puede ser visto, ya no es esperanza. Porque lo que uno (ya) ve, ¿cómo esperarlo (todavía)? Pero si esperamos lo que no vemos, en paciencia esperamos» (Rom. 8, 18-25).

Relaciones entre la libertad cristiana y la natural

En conexión con lo dicho habría que preguntar ahora qué influjo ejerce la libertad cristiana sobre la natural; cuál es su importancia en el despliegue de la personalidad y en el fomento de la actividad del hombre. No podemos desarrollar ampliamente estos puntos, porque nos harían sobrepasar los límites que para este trabajo nos hemos marcado. Por tanto nos ceñiremos a hacer no más que unas sencillas reflexiones e indicaciones. [4] No cabe duda de que la vida cristiana, llevada con seriedad y convicción, desarrollará el afán y la fuerza de la libertad. El contacto con el Dios vivo da a la existencia un firme y efectivo punto de apoyo para lanzarse más allá de sí misma. Ese contacto pone fin al confinamiento de la existencia elemental: de la naturaleza con sus poderes, de la sociedad humana con sus violencias, de la vida cultural con la tiranía de sus apreciaciones. Los obstáculos de la vida íntima de cada uno ceden, las cosas aparecen en su verdadero ser y valor, y crece la fuerza de superación.

Lo que la libertad en último término significa, a saber; pertenecerse a sí mismo por el dominio sobre la propia acción, absolutamente es realizado sólo en función de Dios, delante de Dios, ya que el hombre es finito, y ser finito significa ser delante de Dios. Desde el momento en que el hombre no se halla dispuesto a existir delante de Dios, cae en la seducción de la naturaleza y renuncia a su personalidad, para vivir desde el género, dependiente de la totalidad mundana —como ha hecho el naturalismo con todas sus formas, o bien afirma, sí, su libertad, pero elevándola hasta lo Absoluto; haciéndose igual a Dios, como ha ocurrido repetidamente en el panteísmo de la Edad Media y en la Filosofía moderna, sobre todo en el Idealismo.

Huelga decir que con esto se destruye la genuina libertad, ya que ésta significa, por una parte, el arrojo suficiente para el verdadero ser libre, con todo lo que ello importa de deber y de peligro y, por otra, la conformidad con la propia finitud, posible puramente sólo bajo Dios y delante de Dios.

La ética moderna sostiene que el hombre, obedeciendo al mandato de Dios, se torna heterónomo, se sujeta a un extraño; y que la esencia de la libertad, por el contrario, reside en la autonomía, en la pura .posesión de sí mismo.

Esta concepción considera la libertad como libertad absoluta; coloca la libertad humana a la misma altura que la divina. De ser esto así, la obediencia a Dios anularía ciertamente la libertad del hombre. Mas en realidad únicamente Dios es Dios y el hombre, por el contrario, su criatura. La libertad del hombre es creada; y como tal se realiza fundamentalmente delante de Dios y en la obediencia a El; tanto más cuanto que no es sólo el Creador del ser, sino también el fundamento de la verdad y la raíz del bien; de manera que obedecerle no significa sumisión a un poder superior, sino el simple ejercicio de un derecho.

La afirmación de la supuesta heteronomía a que antes aludíamos, se basa en un profundo error acerca de Dios, sólo posible cuando el hombre ha abandonado el trato con Él. Y el error consiste precisamente en pensar que Dios es un erepos, «un otro». Respecto a un ser cualquiera sucede esto, que, al no ser yo, es otro; de manera que obedeciéndole, obedezco a otro. Pero en Dios —y únicamente en Dios— no es así; y este hecho precisamente determina su esencia. Es absolutamente cierto que Dios no es yo; afirmar lo contrario es monismo. Mas lo que lleva a este error es la mala inteligencia de una verdad, a saber: que El no es «un otro», sino aquel en quien se fundamenta mi existencia, de quien procede mi verdad y en quien está el sentido de mi ser. Si yo me llego a El conociendo, amando y operando en general, en El me encuentro a mí mismo.

Así, obedecer a Dios significa, en primer termino, el reconocimiento de que yo no soy, en un sentido absoluto, señor de mí mismo, sino más bien, que la última instancia de mi acción está en El; pero significa también la superación de mi impropiedad, porque obedeciendo, obro conforme a mi esencia, y por consiguiente, bien entendido, obedeciendo a Dios, me sitúo en mí mismo realmente. [5]

Se dijo arriba que la libertad se desarrolla en perfecta relación con la realidad, en la realización de la verdad y del bien. ¿Pues qué valor tienen a este respecto la Revelación y la Fe? ¿Ayudan al hombre a penetrar la esencia de las cosas? ¿Le confieren fuerza y seguridad para ejecutar aquel dominio que, al mismo tiempo, le ha sido otorgado e impuesto?

Habría que recordar ante todo un hecho histórico, con frecuencia pasado por alto, cuando se discute la importancia cultural del Cristianismo; a saber, que ha sido sobre todo el Cristianismo, el que ha hecho posible el avance gigantesco del hombre occidental hacia el dominio del mundo.

La afirmación suena, seguramente, a algo insólito, pues ha llegado a imponerse casi como un dogma que el hombre se halla en disposición de alcanzar la libertad, de conocer y obrar sólo en la medida en que rompa las amarras del Cristianismo.

En ciertas etapas del curso histórico nos encontramos efectivamente con que ese avance es en su mayor parte opuesto a la tradición cristiano-eclesiástica o, al menos, se ha realizado aparte de ella. Pero también es cierto que precisamente ese avance ha presupuesto esta tradición. El mensaje y la obra de Cristo habían situado al creyente en una posición tal, que, por una parte, no se encontrase aprisionado por el mundo y, por otra, ejerciese sobre él una eficaz influencia, dándole con ello una libertad que antes no había podido tener. Esta fue, principalmente, de tipo religioso, aunque también actuó en toda la vida psíquico-espiritual. Por ella consiguió el hombre aquella independencia de la naturaleza, aquella capacidad de arrojo y empresa, de la que surgiría la cultura científica, artística y técnica de la Edad Moderna.

El hombre que había perdido la fe, permanecía al socaire todavía de las fuerzas y posiciones conseguidas dentro del cristianismo. Sin embargo, es difícil pronosticar qué será de toda la Edad Moderna y la actual, aún sin nombre, si se sigue perdiendo a este ritmo una actitud creyente y la protección de un orden de vida cristiano. El hombre moderno piensa en las cosas de la vida frecuentemente de una manera terriblemente primitiva.

La verdadera libertad es algo muy complejo; resultado de iniciativa y obligación, de momento y tradición, de autoafirmación y renuncia. Requiere orden exterior y, sobre todo, interior, existencial; pero, ¿se halla en tal coyuntura el hombre moderno? Como hasta aquí había vivido siempre conforme a los moldes antiguos, a medida que éstos desaparecían, él avanzaba hacia el caos, consistente no sólo en falta de organización, sino en un trastorno de los elementos fundamentales de la existencia.

El hombre primitivo —tanto antiguo como medieval— se hallaba inserto en el orden inmediato de las cosas. Su poderío sobre la naturaleza no iba necesariamente más allá de las posibilidades elementales de sus órganos corpóreo-espirituales. Las estructuras de la naturaleza no habían sido alteradas por él esencialmente, y esto es lo que dio a la cultura antigua su típico carácter «natural» y «humano».

Esta conformidad entre la naturaleza y el hombre llegó a perderse cuando éste aprendió a descomponer, partiendo de un conocimiento y método rigurosos, las construcciones naturales, y a utilizar a su antojo su materia y energía.

Es la era de un nuevo aspecto del ser del hombre, el «hombre inhumano», que se enfrenta con la naturaleza, no respetuoso y obediente, sino despiadadamente dominador, derrumbando así el mundo antiguo. [6]

Con esto dejo a un lado lo que hasta entonces había sido base de la existencia y se arriesgó a sus veleidades y a un mundo totalmente indefenso... Descompone, une, emplea las cosas, construye... guiado exclusivamente por el afán de ser absoluto señor de sí mismo y del mundo, y de realizar una obra que no sea, como la del hombre antiguo, continuación o transformación de las estructuraciones originarias de la Naturaleza, sino una autónoma formación de su espíritu. Es el hombre desligado de la Revelación. La norma de su vida ya no es para él la verdad de la Revelación. Si, desde hace algún tiempo, al reclamo de una piedad de culturas pre o extracristiana, ha comenzado a hablar otra vez de «dioses» y a buscar una religión existencial puramente terrena, es porque olvidó que todos los dioses que conocemos presuponen la vieja naturaleza y la correspondiente relación en ella; naturaleza, a la que ni la ciencia ni la técnica han logrado destrozar. Pero, ¿hay otros dioses? Yo pienso que una vez que el hombre —dotado de la libertad de la redención— ha llegado al pleno dominio de la naturaleza, ya no son posibles los dioses. [7] Lo único que queda es elegir entre el Dios vivo de la Revelación y la autodivinización del hombre, solitario consigo mismo y con el mundo —dado caso que esto no sea tan sólo un estadio intermedio y que en realidad no se reduzca te do a un descarado empirismo—. [8] Pero si realmente hay un Creador y Señor del mundo, y sus criaturas sólo obedecen al imperio del hombre, ¿en qué reconoce este a su Señor? ¿Qué, si todo lo que parece libertad y dominio no es en el fondo más que veleidad y tiranía? ¿No debería alzarse la naturaleza de las cosas, igual que su propia naturaleza, y vengarse del hombre de un modo terrible, convirtiéndolo, mientras él se cree su señor, en esclavo o quizá en juguete de su escarnio?

Preguntas son éstas que podrán ser sofocadas por el dogma del humano egoísmo; pero nuestro interior las siente, y los abogados de la vida, educadores y médicos, comienzan a advertir que si esto no es así en verdad, no se puede ordenar la existencia.

El hombre ha llegado al pleno señorío del mundo, sólo porque la libertad cristiana le ha capacitado para ello. Que se hiciera esto, está bien, ello correspondía a la misión encomendada a la nueva época. Pero el hombre sólo puede cumplir con rectitud esa misión, si mantiene aquella libertad, la seguridad de su posición y la verdad entrañable de su ser.

La realización de los valores, la conquista de la realidad, la creación de la obra, no acaecen simplistamente; como si el hombre, igual que un aparato perfecto y listo para el uso, fuese aplicado al objeto y obrase sin más; no, el hombre vive esos pensamientos, conquistas y creaciones con ímpetu y valor, espíritu y consciencia; procede de conclusión en conclusión, «existe», en una palabra. Pero esto significa que aquellos pensamientos, conquistas y creaciones son pilotadas por las ocultas tendencias de ese existir en una medida que ni sospechar podía el primitivo progresismo. Mas ¿de qué especie son esas tendencias? ¿Cómo es sentido lo más íntimo del hombre?

El presupuesto insustituible de toda vida, que se sitúa en el plano del espíritu, es la obediencia a la verdad, la voluntad de justicia. Sólo desde aquí se contempla rectamente, está ordenada la acción y la obra es ejecutada como se debe.

Si falla este presupuesto, todo marcha desquiciado.

Pero hay algo en el hombre que quiere, no la obediencia, sino el poderío; y no precisamente aquél que se sitúa en el ámbito de la obediencia al Señor de la creación, sino el poderío absoluto sobre el mundo, la dictadura. Este afán se extiende a todo; así puede suceder que se acumule una ingente cantidad de conocimientos, poder y rendimiento, una obra de espantosas proporciones, y que el todo, no obstante, en su intimidad más entrañable, esté corrompido.

Y así es en efecto. El hombre moderno siente —conscientemente el despierto y, en forma de una profunda inquietud, el irreflexivo— que está sufriendo descalabros en todo, en el cuerpo, en el alma, en el corazón, en el espíritu... Siente que falta un sentido justificante de la acción, que las relaciones de hombre a hombre son inseguras, que se vuelven vacías las palabras, que el trabajo no bonifica. Siente una creciente desesperación.

Esto no es pesimismo cultural ni romanticismo, sino pura verdad; y sería demasiada locura obrar, como si tuviera que ser así. El hombre no puede ya continuar trabajando sin preguntar por los presupuestos de una vida justa. La situación mundial, desde la primera gran guerra, se caracteriza por haberse cerrado el campo de la existencia humana. Su horizonte se rinde a una mirada inmediata; por todas partes se exige un plan. Pero «plan» no significa tan sólo que sean bien fijadas y aplicadas las posibilidades políticas, económicas y sociales, sino que se inquiera por los presupuestos de toda rectitud. El primero de los cuales consiste —es cierto— en la verdad primordial de que el hombre, como imagen de Dios, es capaz de dominar sobre el mundo (Gen. I, 26), pero bajo la obediencia al Señor de todo lo creado. El autonomismo de la Edad Moderna, por el contrario, dice: lo que hasta ahora ha sido respetado como prerrogativa del ser supremo —el dominio sobre el mundo, la providencia, el juzgar sobre el bien y el mal, la fundamentación de los valores—, todo eso pasa al nombre, al mundo, a la tierra, «Dios» era necesario en otro tiempo, porque el hombre no estaba maduro. El era la forma en que el hombre, aún niño, contemplaba su propia energía, porque de otro modo no la hubiera podido soportar. Ahora el hombre ha llegado a la mayoría de edad, y «Dios» es ya para él sencillamente obstáculo en el camino hacia la plenitud de sí. Pero, ¿cómo, si esto es falsedad e hybris? ¿Si Dios permanece Dios, y el hombre, hombre?

En todo esto se trata, no de una metafísica cualquiera, que nada tenga que ver con lo real, sino precisamente de las condiciones últimas de la existencia concreta del hombre; condiciones que influyen en todo, hasta en el simple modo de ordenar nuestra vida ordinaria. De aquí se desprende la decisión sobre la rectitud o no rectitud de todo, sobre la salud o la perdición en el más amplio sentido de la palabra. Pero con ello se da, una vez más, respuesta a las preguntas hechas anteriormente. La Revelación es aquel proceso en que Dios se manifiesta a sí mismo y, a la vez, la situación del mundo. La Revelación es juicio y, al mismo tiempo, gracia, y un comenzar de nuevo. De este modo la actitud, que se adopta frente a ella, constituye le decisión simplemente y también la decisión sobre la posibilidad de libertad auténtica. Esta libertad se convierte en esclavitud desde el momento en que el dominio sobre el mundo se sale de sus propios límites.

El objeto de la vida puede formularse diciendo que consiste en la realización de los valores. No tomamos aquí esta palabra en sentido idealista, sino como expresión del contenido y sentido de la existencia. «Valor» es aquello que hace a un ser digno de existir y a una operación digna de ser realizada. El valor descansa en el ser mismo, como contenido de su esencia y su sentido; pero también está sobre él, como norma que le mide. Finalmente «valor» significa el pensamiento creador de Dios que fundamenta la esencia y el sentido del ser. Hablar e los valores constituye una forma abreviada de hablar, de las propiedades del ser.

Cada valor auténtico lleva en sí su sentido. «Fuerza» es justamente fuerza, y como fenómeno primario, no se deriva de ninguna otra cosa. Así el hombre, sólo desde ella misma puede realizarla, actuando con fuerza y fortaleciéndose. Pero al mismo tiempo tenemos el hecho de que el hombre, en sentido absoluto, sólo es fuerte cuando a la vez es justo. Justicia es algo distinto de fortaleza; tiene su propio centro, sólo partiendo de él, puede realizarse. Pero en cuanto el hombre quiere fortaleza sin justicia, aquélla se altera. Se convierte en violencia y brutalidad; dentro de ella se abre un abismo de flaqueza. Al revés, igual; la auténtica justicia sólo conserva su propia esencia cuando su sujeto es un espíritu recio; de lo contrario se convierte en vacilación y abulia.

Utilidad es precisamente utilidad; y significa que una acción está ordenada a un fin racional, fundamentado en el complejo de la existencia humana. Pero se vuelve infecunda, enojosa y, en último término, antirracional cuando no se halla en armonía con el desinteresado funcionamiento de la vida, con el florecimiento y la alegría del ser. Y al revés, estos valores acaban en ligereza, frivolidad y despilfarro, si no conservan la unión con el ordenamiento racional de los fines.

Un cuidadoso análisis llegaría a demostrar que la sabiduría precisa decir relación a lo irracional, a la «locura» —dicho en términos extremos—, porque de otro modo se convierte en pedantería y algo ilusorio; que la hermosura se hace ruin y destructora, cuando no se acoge al rigor de la moral; que la justicia, sin el libre concurso de la misericordia, se convierte en injusticia, etc. La libertad brota de la perfecta entrega al valor; pero si éste no permanece en relación con sus complementos, se encierra en sí mismo y se transforma en cárcel.

Cada valor, como fenómeno primario, tiene, en sí, su fundamento. Pero, al mismo tiempo, dice relación a otros valores, y esta relación salvaguarda su esencia. Por su parte, esos otros valores tienen también una ulterior ordenación, formándose así una contextura, válida en toda acción. Lo justo, como expresión de aquello que debe ser querido y hecho, es siempre algo complejo y fluctuante. Es un equilibrio que, por su parte, ha de compensarse constantemente con la vitalidad del infringimiento, si no se ha de paralizar el todo.

Lo mismo cabe decir de los diferentes rangos y órdenes de valores dentro del todo. El estrato de los valores vitales, por ejemplo, prespone el de lo inanimado; así el hombre, como ser vivo, se basa en lo anormánico. Las últimas consecuencias de lo inanimado son sacadas en la esfera de lo vital; la mecánica alcanza sus últimas posibilidades en el mundo orgánico, que en sí mismo es algo distinto superior. Análogamente se articula lo espiritual con lo vital; por eso la conducta moral presupone, ante todo, las posibilidades biológicas. E inversamente, la salud corporal del hombre —que es absolutamente distinta de la animal— tiene en lo moral su última garantía, en la responsabilidad de la propia existencia.

De estos análisis surge la visión de un todo, de un campo de valores, como esencia del contenido y sentido del mundo, del cual recibe su verdad cada valor particular. Pero ¿puede esta totalidad de valores constituir por sí misma su unidad?

El mundo, del que el hombre es un resumen, está referido a Dios. Uno de los grandes penetradores de la realidad ha dicho que el «hombre eleva al hombre al infinito». [9] Esto quiere decir que el hombre se levanta sobre sí y se realiza primariamente en el contacto con Aquél, hacia el cual está proyectado por su misma esencia, con Dios.

En cierto sentido también podemos decir esto del mundo. El mundo del moderno autonomismo, que se basta a sí mismo, no existe. Tal mundo es un postulado de la insurrección. Lo que existe es el mundo ordenado a Dios por medio del hombre. Por eso el hombre es, como definió para siempre San Agustín, una inquietud esencialmente buscadora, y en el hombre busca también inquietadoramente el mundo.

Sólo aquella realización de los valores, que conoce y reconoce esto, conduce a la libertad. Pero esa búsqueda no encuentra el fin por sí misma, porque se halla —el cómo aún habrá que explicarlo— en la confusión, juntamente o conocí ser del hombre. De ahí la necesidad de la Revelación y la Redención, y de ahí que encuentre el camino solamente en la fe. La Revelación, que proviene de la libertad de Dios, muestra hacia dónde están en definitiva orientados todos los valores, dando con ello a la libertad del hombre su última garantía.

APÉNDICE: Problemática lógica del acto libre.

Dé todo lo dicho acerca de la operación libre surgen difíciles problemas lógicos. No podemos discutirlos aquí en particular; sin embargo, debemos, al menos, apuntar el núcleo del asunto y tocar la cuestión de cómo se ha la libertad que afirmamos con el principio de causalidad.

El principio de causalidad dice: «Todo cuanto ocurre tiene causa proporcionada que lo hace ser y ser así.» Por otra parte, la experiencia anteriormente descrita nos dice que la acción libre se realiza porque la interior capacidad de origen activa una determinada potencialidad subyacente en cada situación, y que el acto mismo de la actuación no requiere otra causa exterior que lo ponga en movimiento, sino que es, por si mismo, auténtico principio. ¿No queda, pues, anulado con esto el principio de causalidad y se afirma un suceso sin causa proporcionada?

Respuesta: Esto sólo se da en el caso de partir de una determinada interpretación del axioma, a saber: la causa de un proceso siempre tiene que estar fuera del centro de energías causadoras de ese proceso; esto es, que todo suceso importa un proceso universal que avanza de un ser a otro. Esto podría ocurrir, a lo sumo, en las cosas, de modo que las primeras fueran la causa de todos los cambios experimentados en el proceso universal. Pero lo que en realidad experimentamos es que el acto libre no pasa por mí simplemente, sino que nace en mí. La autodeterminación del espíritu, la voluntad que elige, son su verdadera causa.

Nueva objeción: la experiencia descrita no interpreta bien las circunstancias. También aquellas iniciativas, que el sujeto cree hallar en sí, tienen sus causas, las cuales se hallan fuera de él. Esto es: toda acción tiene su motivo; sucede por algo. Este algo es precisamente su causa. Lo que la experiencia llama «libertad» no es más que el resultado de esta circunstancia: que el acto de las supuestas iniciativas no es puesto en marcha por impulsos mecánicos o biológicos, sino por motivos psico-espirituales

Respuesta: La objeción echa mano otra vez de una interpretación infundada del principio de causalidad. Cierto que la elección libre tiene su causa; que esa causalidad se apoya también en un motivo. Pero la objeción ha suplantado inadvertidamente el concepto de «causa» por el de «causa necesaria» y ha hecho provenir esa necesidad del motivo.

Si fuera así, la operación tendría que producirse necesariamente y podría ser deducida de los motivos. Pero esto se opone abiertamente a la experiencia. La experiencia afirma: cierto que toda acción libre tiene sus motivos; sucede por esta o aquella razón. El hecho de la motivación es lo que hace que se trate de libertad y no de arbitrariedad. Es el fundamento de la «racionalidad» de la acción; del sentido que guía aquel desistir y elegir, de que arriba hablamos. Pero el motivo no fuerza el acto inicial, sino sólo lo fundamenta, le da sentido. El acto, en cuanto tal, brota de sí mismo.

A la pregunta ¿por qué sigo yo este camino en lugar de aquél?, se responde: porque es más corto y quiero llegar con rapidez. El motivo es economizar tiempo. A una ulterior pregunta ¿por qué quiero yo llegar con rapidez?, se responde así: porque cuando llegue tengo que hacer una cosa urgente. De nuevo encontramos un motivo, que es precisamente el fin que se pretende conseguir; y, así, sucesivamente. En este sentido siempre se puede seguir adelante, ya que la existencia forma un todo en el que cada elemento se enlaza con el inmediato. Pero existe aún otra pregunta que no sigue esta dirección: ¿por qué dejo que llegue a ser decisivo ese querer-llegar-pronto, ese querer-ir-hacia-allí? ¿Por qué lo realizo? La respuesta dice: porque quiero. Es decir, que soy puro principio.

Naturalmente, aún se podrían interpolar otros motivos, como: quiero esto, porque quiero cumplir mi deber, o porque quiero obrar con sentido, o, sencillamente, porque quiero obrar. Mas todo esto no es más que aplazar aquel «porque quiero» en que se expresa el hecho de la iniciativa. Tiene que llegar un momento en que éste aparezca. En realidad, ya desde el principio, caminaba junto a cada posible motivo. Así, pues, no significa más que la manera cómo el motivo, sea el que sea, parte de la capacidad de iniciativa hacia la realización; y la señal infalible de este modo de realización es la conciencia de la responsabilidad.

En lo descrito se ha puesto de relieve la esencia de la forma de acción llamada «libre». Se da en las ordenaciones del ser y de los valores de la existencia; es decir, esta forma «tiene un sentido», que se expresa en los motivos y razones: en la respuesta a la pregunta: ¿porqué haces esto? Mas ella no realiza ese sentido en forma de un proceso que se dé sencillamente a través de nosotros, o en forma de necesidad interna producida por los motivos, sino en forma de un principio espontáneo.

Carece de objeto preguntar si es posible una forma tal de causalidad, pues se da en la realidad, y todo planteamiento del problema presupone ya el reconocimiento del hecho. De éste se sigue que la causalidad tiene dos formas de realizarse: una, necesaria; otra, libre. En ambas hay causalidad; en ambas se da un proceso suficientemente fundamentado; en ambas puede darse una respuesta a la pregunta de por qué ocurre lo que ocurre. [10] Pero el modo cómo se realiza la causalidad es distinto. Puede ser cierto el de la necesidad, que consiste simplemente en pasar a través; pero también el de origen de un principio interno, que tendrá motivos, pero que no puede ni ser forzado ni derivado de ellos. Antes bien, tiene que ser aceptado.

Aquí, en esta aceptación del resultado de la iniciativa de la libertad, radica la actitud de respeto ante la persona. La necesidad es controlable; se puede predecir lo que procederá de ella, calcularlo y provocarlo por la coordinación de los distintos factores. En el caso de la libertad, por el contrario, no cabe más que respetar, confiar y aceptar.

Pero el mundo es de tal manera, que en él se alían perfectamente ambas formas. Puede que resulte incómodo reconocer esto y, de hecho, el hombre siempre hace lo que pueda para esquivar la incomodidad: teóricamente negando la libertad; prácticamente, impidiéndose su ejercicio y forzándose corporal y psicológicamente. Mas no por esto es desterrado del mundo el fenómeno, sino que, de cuando en cuando, se condensa en crisis individuales y colectivas preñadas de desdicha.

Pero la libertad, ¿no pone en peligro la trabazón del mundo? Aquí aflora un motivo decisivo para negar la libertad. Se funda en el instinto de conservación que sólo se sabe seguro cuando todo marcha delante de nosotros de una manera necesaria y calculada. En lo más íntimo es angustia, afán de poderío, estrechamente unido con ella, mejor aún, de despotismo.

El resultado es la estructuración mecánica del mundo. En la cual la acción libre es imposible y sin sentido.

Pero el mundo no es ningún mecanismo. Ningún sistema fijo de procesos que se suceden, sino que, por todas partes, comporta esos centros de iniciativa que constituyen la libertad, cuyo acto se actúa a sí mismo, sin trastornar por ello el orden universal, ya que este orden incorpora inmediatamente el efecto del acto libre. Este orden incluso se halla referido a esta forma de actos, y en ellos se consuma. Dicho de otro modo: el mundo, como naturaleza, está ordenado al mundo como historia.

Con esto hemos puesto de relieve unos hechos que el idealismo trata de esquivar. No niega la libertad, pero quiere estructurarla de manera que no entre en el campo de lo necesario; aplicación del principio más general, según el cual el espíritu, lo ético, lo religioso, etc., tienen que ser estructurados sin contacto alguno con la realidad material-empírica.

En consecuencia, el idealismo pone dos mundos: el de la naturaleza y del conocimiento lógico, en que reina la necesidad; y el del espíritu, en que se da la libertad. Estos mundos se entrecruzan en un punto ideal, en la pretendida unidad del Yo, o sea del Absoluto.

Pero no es así. Si en el curso de la historia consideramos atentamente la cosa, veremos los daños que han provenido de que el espíritu se encierre en un mundo propio —sea el de la interioridad o el del puro idealismo— y quede la realidad abandonada a sí misma, lo que en la práctica equivale a abandonarla a la violencia.

Sólo hay un mundo. En él se dan diversos campos de acción, es cierto; diversas combinaciones de sus principios básicos; pero todo en un mundo único.

También es cierto que ha de ser pensado de manera que pueda ser abarcada la realidad entera. Perianto, no desde un principio parcial, por ejemplo, mecánicamente, desde lo inanimado o, biológicamente, desde lo vital, sino totalitariamente. Y sólo cuando no exista otro principio más universal al que acudir, todo está en orden. Evidentemente, lo que significa «mundo», totalidad de la existencia, tiene que ser demasiado grande para un principio particular.

Ya se dijo que el mundo no es de ningún modo alterado ni trastornado por la acción libre; sino que tiene capacidad para asimilársela. Quizá ahora pueda decirse más todavía: que el mundo se halla en espera de la libertad, que en él se encuentran como bosquejos de ella. Pues sobre algunos de esos puntos de espera y sobre esos proyectos de libertad vamos a hacer ahora algunas indicaciones en forma de preguntas.

Dos de estos fenómenos se encuentran en el ámbito de la Naturaleza:

¿Es derivable el aparecer de los modos biológicos de una sucesión descendente? ¿Brota o se da un nuevo modo tal, que para él se encuentren causas necesarias en la naturaleza precedente y circundante? ¿Qué significa para la lógica la mutación, esto es, la aparición súbita, no de-terminable necesariamente, de un nuevo modo procedente de la espontaneidad de la vida?

Si mal no lo entiendo, no se puede señalar ninguna razón fundamental para el movimiento de un átomo en el espacio. Se puede decir en forma de ley absoluta cómo se mueve un conjunto de átomos, pero no cómo se mueve uno solo. De aquí la tesis de que el modo de ser de un átomo es perceptible estáticamente, no «casualmente». Pero, ¿significa esto quizá la afirmación, aún no bien pensada lógicamente, de que aquí empieza el fenómeno de la causalidad, no transformadora sino causadora radicalmente?

Otros dos fenómenos pertenecen al campo de la filosofía natural: ¿puede la individualidad del concreto biológico —no sólo la estructura típica o las propiedades adquiridas, sino el carácter individual en cuanto tal— ser deducida de los padres, de los precedentes y circunstancias, etc.? ¿La figura, el modo de ser, el movimiento, la circunstancia que hace, p. ej., que un pastor, entre cientos de ovejas iguales, conozca inconfundiblemente a cada una en particular? En suma, eso que se llama «cualidad» ¿hay que deducirlo de causas que se hallan fuera de ella? Tomemos el fenómeno «rojo» en toda su expresión: la vibración de la luz con su fórmula, el valor sensorial en el ojo, el contenido psíquico en la vivencia, la significación espiritual para la razón; ¿puede todo esto ser deducido, o bien representa un dato original, que tiene que ser aceptado?... ¿No vale lo mismo para toda forma: «cristal de roca», «encina», etc.?

Por fin, una reflexión fundamentalísima: ¿puede el ser infinito en cuanto tal, el mundo en su inmensa pero finita grandeza, en su modalidad inapreciablemente rica, pero perfectamente definida, ser concebido como necesario? Evidentemente, no. Necesario, significa, que no podría no ser, y entonces habría sólo un mundo infinito, absoluto. Pero ese mundo no existe. Lo que existe es el mundo finito, de esas y estas dimensiones, cualificado, construido, movido así y así. De él no puede precisarse que tenía que ser, sino simplemente experimentar que es. Ha sido dado en forma de hecho, no de necesidad. No puede ser deducido, sino que debe ser aceptado. ¿No descansará aquí el primer proyecto, el primer motivo para esperar la libertad en sentido propio?

¿No se relacionan entre sí los hechos enumerados? ¿No caen bajo una forma de causalidad distinta de la necesaria?

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* Traducción de Rvdo. P. Guillermo Termenon Solis, C.M.F.

Notas

[1] También la Revelación de Dios en Cristo puede ser Hada o alterada por la obstinación del nombre y, por ende, necesita El de un orden que mantenga firme su forma, a saber: la Iglesia; pero esta es una cuestión que, de discutirla aquí nos llevaría demasiado lejos. Ver Guardini, Die Offendarung, 1940, página 118 ss.

[2] También los maestros espirituales hablan de esta libertad con palabras sorprendentes. En lugar de los más conocido», vamos a citar aquí un párrafo de un escritor olvidado. Se trata del C. VIII de los Soliloquios de Gerlach Petri, escritor ascético neerlandés, traducido por N. Casseder, Frankfurt a. M., 1824, páginas 23-34.

I. « ¿Ignoráis, por ventura —dice la Esposa deiforme en el Espíritu de verdad—, que por la gracia he sido devuelta yo a mi misma, ya que, despojada de toda imagen y representación, podía estar con puro y desnudo ánimo en la presencia de la verdad eterna e inmutable, del ser que siempre es igual a si mismo, que siempre es lo que es, el único que verdaderamente se derrama en todo y, sin embargo, permanece siempre eternamente en sí mismo?

II. Y no solo esto puede el alma deiforme; se levanta además sobre todas las formas de las cosas y las traspasa, puesto que ve en cada cosa creada lo que hay de divino y sobrenatural; no es impedida por la forma temporal de las cosas creadas, permanece siempre pura y desembarazada de todo; no mira en las cojas perecederas lo perecedero, su nada, sino que ve y encuentra en todas a Dios, en las pequeñas y en las grandes; y así nada puede fácilmente causar daño en su interior o convertirse en detrimento suyo...

III. Y ésta es la santa y verdadera libertad del ánimo, primeramente porque el alma nada ama en este mundo, nada busca: ni honra, ni estimación, ni propio provecho, ni ganancia, sean temporales o eternos, porque lo que ella hace y debe hacer, por deber o necesidad, no es su propia vida, pues no se aficiona indebidamente a cosa alguna, ni la desea y, al no desearla, ni la procura, puesto que se privaría sin dolor de todo aquello que al presente en apariencia posee; la verdad no necesita de ninguna cosa, y nada debilita o entenebrece su luz. En segundo lugar, porque nada le es difícil, no sabe nada de incomodidades ni las teme; no se acobarda ante el trabajo y el dolor.

Y si estas cosas no están realmente presentes, o son ya pasadas, no piensa más en ellas, ni teme tampoco las que puedan venir, ni mucho menos se desvela por ellas; si es reprendida, injuriada, menospreciada; no se turba por eso, no sabe nada de estéril vergüenza innecesaria; de todos estos contratiempos toma solamente para sí lo que la verdad le ordena o manifiesta, y nada mas».

[3] Lo que va entre paréntesis es interpretación del autor.

[4] Según un desarrollo sistemático, de aquí tendría que arrancar la segunda parte de aquella investigación, cuya primera parte suele titularse «Teología natural». Esta última trata de los distintos momentos que, en la naturaleza del mundo y del hombre, indican qué es lo que hay sobre el hombre y sobre el mundo, a saber: Dios y la posibilidad de su operación. La indicada segunda parte debería partir de la Revelación comprendida en la fe, y preguntar qué significa ésta para la existencia inmediata del mundo y del hombre para su comprensión y esclarecimiento.

[5] Para esto ver Guardini, Welt und Person, 1940 p. 20 ss

[6] Esto convierte toda destrucción de una vieja obra de la cultura en una pérdida esencial. Dicha obra es expresión y ambiente vital del hombre «humano» y no puede ser producida por los posteriores. Pero el hombre «humano» pertenece al todo humano, y si éste no quiere ser destruido debe ser realentado. En él descansan las fuerzas sustentadoras y salvadoras de la esencia del hombre; con él se relaciona el ansia de lo perdido y la esperanza de la restauración. Este hombre necesita las viejas obras y formas. Ellas le traen el recuerdo de si mismo. Ellas le ayudan a llegarse a sí mismo. Si ellas se vienen abajo, eso no significa sólo una pérdida estética o de antigüedad, sino una pérdida existencial. Muy profunda y exactamente ha hablado de estos Rilke en la novena elegía Duineser. (Véase también Guardini, Zu Rainer Maria Rilkes Deutung, des Daseins, 1941, p. 131 ss.)

[7] Sólo los fenómenos originarios de la existencia pueden sugerir la numinosidad del mundo. Hay una divinidad del sol, pero no de la bombilla eléctrica; del fruto, pero no del alimento; del río, pero no de la combinación química H2O. La racionalización y tecnificación no soportan «dioses»; sólo puede admitir —y esto hay que decirlo con veneración— al Dios Vivo, qué es dueño y director de la razón y de la técnica... ¿O es que se puede afirmar que en el mundo tecnificado, en la ciencia autónoma, en las máquinas y en los proyectos, cabe sí un numen, pero el del demonismo absoluto? Mientras los númenes del mundo antiguo estaban en adviento y tenían la posibilidad de servir a la causa de la revelación del Dios Vivo, ¿no significaría semejante numen una sublevación contra el Señor del mundo, que se cierra a toda reducción?

[8] El peligro del empirismo no está sólo en que supone una falta de orientación y orden de vida religiosa, sino que también en que las fuerzas religiosas pertenecientes a lo esencial del hombre y la valencia religiosa del mundo, que es única, no tienen ya lugar. La dictadura del hombre sobre el mundo significaría entonces que junto a una racionalidad y una técnica perfectamente desarrolladas, se mueve haciendo de las suyas un numen ilocal cuyos efectos no se alcanzan a simple vista.

[9] Pascal, Pensées, Ausgabe Bruschwicg (1912, fragm. 434, p. 531).

[10] Se ha de hacer resaltar esto en contra de un peculiar modo de hablar, que se encuentra en cualquier punto, y del cual no se sabe si significa sólo imprecisión del lenguaje o algo peor, a saber, una depravación del pensamiento: que el principio de causalidad ya no es válido sin excepciones, no «vale» en absoluto y sobreviene el caos. Pero el principio de causalidad vale necesariamente y siempre. Es inquietante el que a un determinismo cerrado, que deja a un lado los hechos de la libertad tan visibles, siga inmediatamente el abandonar el principio mismo de causalidad.