Jesucristo

Capítulo III de El mesianismo en el Mito, la Revelación y la Política (Der Heilbringer in Mythos, Offenbarung und Politik) *

Romano Guardini

De estas consideraciones nace la siguiente pregunta: ¿Qué relación guarda con las figuras de salvadores descritas Aquel a quien llamamos el Salvador por excelencia, Cristo?

La respuesta relativista dice que no es esencialmente diverso de los salvadores de la historia de la religión, sino uno más de la serie. En esta declaración concurren dos intenciones. Según la primera, Cristo es, sencillamente, uno de tales salvadores. Lo que fueron para otras épocas Osiris o Dionisos o Baldur, eso fue, para las postrimerías de la antigüedad, la Edad Media y parte de la Época Moderna, Cristo. Inderivable, como son los fenómenos de tal categoría, pero preparada por determinadas modificaciones de la estructura anímica y llamada por una apremiante expectación, surgió una personalidad que con sus ideas, su ethos, su sustancia religiosa, su obra y su destine, conmovió a los hombres de tal suerte que atrajo sobre sí y unió en sí las representaciones del salvador que vislumbraban todas las mentes. Así se convirtió en Cristo el rabino Jesús de Nazareth. Era un genio religioso de la más alta categoría. Manifestábase en él la profundidad numinosa de la existencia; emanaban de su persona realidad y poder sotéricos, y pasó a incrementar la serie de los salvadores. Lo que la conciencia cristiana ve en él, el Hijo consustancial del Dios vivo, es una mera expresión de la ideología dogmática de esta «religión» especial; el que considera científicamente a Cristo reconoce en él un fenómeno sustancialmente idéntico al de los otros salvadores. Naturalmente, hay también diferencias. El elemento en que se manifiesta el carácter sotérico no es en Cristo el mismo que en Osiris o Dionisos. En éstos era lo natural, y en Cristo es lo psicológico, lo ético, lo personal. Pero de lo que se trata siempre, en el fondo, es de los fenómenos de la renovación y la salvación, que se repiten siempre. El culto del Cristianismo, su dogmática y su mística, su simbolismo, sus leyendas y su arte, muestran que las representaciones universales del Redentor del Mundo, del Hijo, del Vivificador, del Triunfador por la muerte y resurrección, del Señor del Sol, Héroe de la Luz y Vencedor del Dragón, se aplican también a Cristo.

Con esta intención se cruza otra. Según ella. Cristo es un salvador fracasado. En su vida y en su figura hay demasiada «historia», demasiada realidad e intimidad humanas, exceso de alma y de inquietud personal por la salvación. Falta lo «grande», el «mundo», la sustancia mítica. Es un pobre hombre, nacido en una región pequeña y en época de estrechez histórica, en las cuales trataban de imponerse categorías míticas que no consiguieron transformar la realidad concreta. Por eso no pudo reproducirse bien, ni en su figura ni en el conjunto de su vida, el ritmo primitivo de la vida y de la muerte. Falta lo mítico-cósmico, la grandeza divina. Todo queda reducido a la pequeñez humana, a lo directamente ético, a la inquietud por una salvación individual en el más allá. Por eso es hora de volver los ojos a los salvadores auténticos, Dionisos o Baldur. Estos son formas puras. A ellas ha de conformarse Cristo. El «cristiano» puro tiene que labrarse en esta cantera, o en la del «hermano de Heracles»—que dice Hölderling—, el último de los «hijos del Padre altísimo». Si también esto fracasa, habrá que darle de mano y pensar que es la hora de otro—tanto más urgente si se piensa en qué estrecha dependencia está la idea natural de la salvación y del salvador con aquella forma de la «naturaleza» que constituye algo así como la transición a lo histórico, es decir, con el pueblo. De aquí se deduce fácilmente la conclusión de que el verdadero salvador tiene que estar totalmente unido con el pueblo y con la tierra patria, y que la salvación es, en último término, el desarrollo de la fecundidad y fuerza de éstos, la realización de su misión histórica, la estructuración del mundo según su espíritu y mentalidad. Llevar esto a cabo, implantar el «Reich» como última expresión de la existencia del pueblo, basada no sólo en su proceso histórico, sino también en su índole religiosa—: he aquí la empresa auténticamente salvadora.

¿Qué hay de todo esto?

Si el salvador es lo que se ha descrito en las líneas que anteceden, entonces Cristo no lo es. La índole de su vitalidad, el carácter de su ser, la intención de lo que hace y le ocurre, son de naturaleza totalmente diversa. Se apartan de este concepto del salvador, más aún, se oponen directamente a él.

En primer término, una afirmación decisiva: Jesucristo es historia. Cierto es que, por su origen pretemporal, por su ida al Padre y por su futuro readvenimiento, se encuentra en la esfera de la eternidad. Pero, al mismo tiempo, se encuentra en la historia, y, por cierto, esencialmente.

Toda trasposición a lo mítico destruye su naturaleza. Esto lo supo muy bien aquel que tan vigorosamente destacó el fondo eterno de la Persona de Jesús, el apóstol Juan. Este, al desarrollar la filiación del Logos, acentúa con la mayor energía que «el Verbo se hizo carne». Tal expresión se vuelve directamente contra aquellos que querían diluir en lo mítico la historicidad de Cristo, contra los gnósticos.

Todos los salvadores pertenecen a épocas primitivas. De todos ellos se dice que vinieron, vivieron y murieren. Pero el «antiguamente» en que sucede todo esto no pertenece a la historia, [1] sino que se asemeja al punto en que se corta» el «cielo» y la «tierra», al horizonte, que nunca se encuentra «aquí», sino mucho «más allá». Es el tiempo y lugar de lo mítico. Lo que cuenta el mito sucedió «en otro tiempo»; pero en un tiempo que se encuentra más atrás de toda fecha—en aquel tiempo, cuya expresión más amable consiste en el «era una vez» de la fábula. Es, por decirlo así, un acontecer ininterrumpido—de igual suerte que en el mito proyectado hacia delante, en la escatología universal, la venida es un futuro sin interrupción.

Cristo, por el contrario, es pura y totalmente histórico. Ninguno de los pueblos que entonces vivían tiene una conciencia histórica tan amplia y tan clara como el judío. No es sólo un mero recuerdo que abarca largos períodos de tiempo, sino conciencia de una cohesión jerárquica, de una sucesión de pruebas, actuación y consecuencia. Aquí se encuentra Jesús de Nazareth; en el momento en que la historia de este pueblo desemboca en la conciencia general de Occidente. Quien sienta, por poco que sea, lo que significan estas cosas, tiene que darse por vencido ante la realidad de que este Redentor no se encuentra en el tiempo mítico, sino bajo la más clara y radiante luz de la historia.

En el umbral de la época que empezó hace casi dos milenios. Como realidad histórica, y al mismo tiempo divina, ha sido recogido en una conciencia cada vez más clara, cada vez más purificada por la crítica, y siempre ha sido considerado como Salvador. Cierto es que para grandes grupos ha perdido el carácter sotérico: mirado de la parte de Dios, esto quiere decir: se han perdido ellos, han renegado de El. Pero la posibilidad de esto es esencial para Cristo, y así lo confirma expresamente el Evangelio, pues El es «resurrección y ruina para muchos» y «signo» frente al cual se manifiestan la afirmación y la contradicción. (Luc. 2, 34.)

Y ahora tenemos que ir al grano: ¿Qué es en definitiva, lo que se expresa en los mitos sotéricos?

Por un lado, que nuestra vida se desarrolla en ritmos. Arranca del nacimiento y desemboca en la muerte; pero a la muerte sigue un nuevo nacimiento. Este gran ritmo se repite dentro de la vida del individuo en formas debilitadas. Por la mañana despierta el hombre, duérmese por la noche, para volver a despertar por la mañana. En primavera aumenta la vitalidad, comienza a disminuir en el otoño, y en la primavera siguiente vuelve a cobrar pujanza. Iniciase un sentimiento, crece, culmina, va desvaneciéndose, y otro nuevo comienza. Surge una actividad, se desarrolla, alcanza su plenitud, se adormece, y, después de una pausa, comienza otra nueva. Siempre, como puede verse, procesos de ascenso y descenso, que se repiten; un turno incesante de concreción y disolución, de retirada y de nuevo comienzo. Estas fases no están aisladas en sí, sino que se desarrollan dentro de un todo, dentro de «la vida». La continuación de esta vida es lo que se lleva a cabo en los ritmos de ascenso y descenso, en la profundidad de la muerte y en la altura de la culminación. Esta vida se desarrolla también a través del ser individual. El nacimiento y la muerte parecen en cada caso absolutos; en realidad, son absolutamente relativos. Lo que propiamente nace y muere, cobra forma individual y vuelve a perderla, no es el individuo, sino la vida en general. Tanto el nacimiento como la muerte, el estar vivo como el estar muerto, no son más que fases suyas; la forma particular es mero tránsito. Lo que en realidad subsiste es la vida de la especie; el individuo es sólo una onda. Esta realidad se experimenta de una manera concentrada en la vivencia dionisíaca, cuando, en el momento de la más alta culminación de la vida, se presenta la posibilidad de la muerte. Entonces, cuando la vida, al margen de toda prevención y seguridad del alcance, organización y razón individuales, se lanza a lo ilimitado, es cuando se experimenta esto más poderosamente.

Hemos dicho «la vida»; pero el concepto definitivo es «la naturaleza». Ella es el todo que se realiza en aquellos grandes ritmos. Ella es la que nace, muere, se corrompe, vuelve a nacer y vive de nuevo; el ser individual está incluido en ella. No es el individuo el que vive, sino la naturaleza en él. El individuo vive con la naturaleza el descenso de ésta, su angustia, la sumersión en el abismo; el nuevo arranque de vida que se realiza en ella, el renacimiento, el resurgir a la luz, el florecimiento y la fructificación. Esto se aplica también al hombre. El sujeto de la experiencia del ritmo vital no es el hombre como persona, sino el ser natural, que no se limita a lo físico, sino que se estructura y realiza a través de todos los grados y esferas de lo cultural.

Sobre este ritmo se apoya el drama de la salvación; pero este drama abarca todavía más. Aquello de que la salvación libera, no son sólo las calamidades y destrucciones de la existencia natural, sino algo numinoso que el hombre próximo a la naturaleza siente en la noche, en el invierno, en la proximidad de la muerte. Una pavorosa fuerza divina le amenaza con arrastrarlo a una muerte numinosa, a la perdición. Pero en el retorno del sol y de la primavera, en la nueva donación de la salud y en el nacimiento del hijo, en las artes y en los remedios de la vida cultural, llega la liberación divina, la salvación de carácter religioso. Sólo el Conjunto de ambos procesos constituye la unión cósmica de la existencia, la cual es realidad inmediata y, al mismo tiempo, fondo numinoso.

Pues bien: los salvadores y sus mitos son formas de expresión de este ritmo que se ejecuta dentro de la existencia cósmica; dentro de este proceso, continuamente renovado, de una sola vida, de una sola naturaleza, a través del nacimiento y de la muerte, de la floración, fructificación y marchitamiento, peligro y liberación, privación y riqueza; pero en cuanto que este ritmo significa, al mismo tiempo, plenitud de salvación o peligro de perdición, de índole numinosa. Son redentores, pero dentro de aquel inmediato ritmo cósmico; y así, precisamente, lo corroboran. Por eso son, en definitiva, figuras fascinadoras.

Esto se manifiesta en aquel estado de ánimo que a todos los envuelve: la melancolía. En ellos se dan culminaciones de la vida, pero siempre acompañadas de la angustia del descenso, del horror al aniquilamiento, a verse sumergidos en la muerte. En ellos triunfa la naturaleza y, con ésta, aquella última sinrazón que siente todo hombre, cuando la persona abre en él los ojos. La piedad de estos salvadores consiste en una entrega de sí al ritmo de la naturaleza; mas precisamente contra esto protesta la persona. Así protesta también, en nombre de su dignidad inalienable, contra todos sus salvadores, por muy profundamente que la plenitud de su vida y la belleza de sus figuras le lleguen al corazón. Ningún romanticismo cósmico, ninguna mística de la tierra y de la sangre puede acallar esta voz.

¿Quién es, entonces, Cristo? Aquel que redime precisamente de lo que se expresa en los otros salvadores.

Redime al hombre del inevitable turno de vida y muerte, luz y tinieblas, auge y decadencia. Rompe la fascinadora monotonía de la naturaleza, aparentemente impregnada de todo el sentido de la existencia, pero que, en realidad, destruye toda dignidad personal. En lo más profundo de aquello que expresan los salvadores se encuentra la melancolía, la saciedad, la desesperación. Los libros que tratan de Dionisos se leen con gran deleite. Todo el esplendor de la vida parece venir de él. Quien a él se opone, adquiere el repugnante aspecto de la hipocresía; sobre todo si es la juventud la que se encuentra al lado de Dionisos y siente su propio impulso vital como prueba de la verdad de aquél. Es preciso haber alcanzado cierta edad y haber vivido una serie de aquellos ritmos; entonces pierden su fascinación y se siente su monotonía desesperante. No sólo lo terrible, lo tremendo, lo pavoroso—éstos serían aún acentos de gran valor—, sino también la insipidez, el desencanto, el hastío. Esto es lo que encierra el fondo. De esto libera Cristo; de esto y de lo «religioso» que le sirve de base.

La acción redentora de Cristo tiene un carácter fundamentalmente diverso de la de Dionisos y Baldur. Cristo no trae aquella liberación que trae la primavera frente al invierno y la luz frente a las tinieblas, sino qué rompe el hechizo de aquel todo en que, tanto el invierno como la primavera, las tinieblas como la luz, la vejez como la juventud, la enfermedad como la salud, la privación como la riqueza, se hallan envueltos y fascinados: el hechizo de la naturaleza. Los otros salvadores son la expresión de los elementos redentores de aquella misma naturaleza que contiene asimismo los elementos que encadenan: el momento de auge, alternando con el otro, igualmente esencial, de descenso. Cristo, por el contrario, redime del hechizo total de la naturaleza, de sus ataduras tanto como de sus liberaciones, de sus descensos como de sus auges, y otorga una libertad que no proviene de la naturaleza, sino de la soberanía de Dios.

En la esfera de los mitos sotéricos no hay espacio alguno para la persona; más aún, la piedad que halla expresión en ellos significa precisamente el renunciamiento de la persona a su apetencia de unicidad, y el conformarse con no ser más que el árbol en el bosque o el venado en los montes: una onda en el gran río de la vida, figura pasajera en la transformación universal. Y, por cierto, esto se aplica a todos los grados de esta piedad redentora, incluso cuando se eleva desde lo instintivo a la más alta culminación de la cultura. En este conjunto no subsisten ni la persona con su singularidad y dignidad inalienables ni lo espiritual-absoluto a que aquélla se ordena, sino que todo es relativo y se funde en el ritmo de la vida universal, del todo de la naturaleza. No hay en él ni bien ni mal en sentido estricto—categorías que están separadas por la alternativa da la decisión moral y determinan el sentido de la persona—, sino que ambas cosas se complementan como el día y la noche, y la vida consta de la unión de ambas. No hay ninguna hora irreparable con su importancia eterna, sino que todo fluye hacia el todo. Más aún, todo se repite. Cuando llega una primavera, se encuentra detrás de ella la cadena infinita de las primaveras pasadas, y ante ella la de las futuras. Suponiendo que no sea preciso decir, mirando a lo riguroso de la existencia personal, que lo pasado se olvida y que se prescinde de lo venidero. Porque el estadio esencial de esta esfera es, ciertamente, la inmediata disolución es el momento presente, no como rigor de concentración sobre una decisión apremiante, sino como constreñimiento actual de la existencia de la naturaleza. El mundo del mito no tiene más memoria que la memoria de la naturaleza, en cuyo conjunto nada se pierde, sino que todo subsiste y sigue operando; la memoria auténtica, por el contrario, supone la unicidad de la hora y la plenitud de sentido del acto libre. De igual suerte, el mundo del mito tiene sólo el presentimiento de los ritmos vitales, que siempre se repiten y se anuncian en la disposición del momento; la previsión auténtica, por el contrario, supone la responsabilidad por las acciones propias y la conciencia de su plenitud de sentido. Pero una y otra se basan en la persona y en su relación, no al perpetuo más allá del curso de la naturaleza, sino a la absoluta permanencia de lo eterno. De este mundo que todo lo incluye en la esfera del fenecer y repetirse, del olvido y falta de previsión, porque ningún ser es realmente él mismo, sino que todos son meras ondas en el gran río; de este mundo libera Cristo, en cuanto que llama a la persona y la sitúa en su responsabilidad eterna. Establece las diferencias absolutas. Pone de manifiesto la trascendencia—que no continúa operando indefinidamente, sino que es eternamente definitiva—de la decisión personal. Si el hombre le escucha, queda libre de la fascinación de la naturaleza con sus figuras de perdición, y también, incluso de manera muy especial, con sus salvadores.

Con esto no quiere decirse que Cristo libere al hombre del instinto para entregarlo al espíritu; esto equivaldría a independizarse de Dionisos para caer bajo el dominio de Apolo. Pero ya los griegos sabían que Dionisos y Apolo eran hermanos; más aún, considerados en su más íntima esencia, ni siquiera podían distinguirse. Y el espíritu, que se incorpora en Apolo o en Atenea, se encuentra, desde el punto de vista cristiano, en la misma esfera que la naturaleza física, en la cual reinan Dionisos y Demeter. Este «espíritu» y esta «naturaleza» son dos aspectos de la misma realidad total: dos aspectos del mundo y de la existencia del hombre en el mundo. Cristo libera de su servidumbre, y otorga una libertad que procede del Espíritu Santo y está llamada a enjuiciar a todo espíritu mundano.

¿Y cómo redime Cristo?

Ante todo, por el hecho de venir «de arriba» (Joh. 8, 23). Los otros salvadores vienen del seno del mundo y de la naturaleza;

Cristo, del Dios Uno y Trino, que no está en manera alguna comprendido en la ley del turno de vida y muerte, de luz y tinieblas, como tampoco está sujeto a la ley espiritual del desarrollo de la conciencia propia, de la purificación de lo ético, de la elevación de la personalidad, etc. Viene de la libertad de Dios, libertad independiente, señora de sí misma. Ya por esto libera Cristo de la ley del mando. Revela que existe «lo otro», lo verdadera y absolutamente otro, que no es una dimensión más del mundo. El mismo es esto otro, y lo es de tal suerte que se puede llegar a El. Es el Dios Santo, vuelto a nosotros por amor y por amor hecho hombre.

Cristo está libre de la fascinación del mundo; totalmente arraigado en la santa voluntad del Padre. Desde esta libertad presencia el estado del mundo, el pecado. En ella expía la culpa del mundo y orienta a los descarriados nuevamente hacia Dios. Así los redime. Y por ser El de tal manera que el creyente puede coparticipar en la relación de Cristo con Dios, por eso mismo es capaz el individuo de tener parte en la redención.

Cristo revela quién es verdaderamente Dios: no la infinita corriente numinosa; no el fondo del cosmos; no el misterio de la vida; no la suprema idea, sino el Creador y Señor del mundo, subsistente en sí mismo. Aquél a quien nosotros, apoyándonos en el mundo, aun cuando en él se expresa, sólo llegamos a conocer confusamente, porque nuestros ojos están ciegos, y nuestro corazón, empedernido. Dios se revela en cuanto que se traduce a nuestro ser humano. A la pregunta de quién es el Padre, corresponde la respuesta: Aquél a quien Jesús se refiere cuando dice «mi Padre». A la pregunta de qué sentimientos animan al Dios Vivo, corresponde la respuesta: Los que se han manifestado en las palabras, en la conducta, en la vida y en la muerte de Jesús.

Cristo ha descubierto también al hombre. A la pregunta de qué es el hombre, pueden darse dos respuestas. Una dice: es aquel ser a cuya existencia pudo Dios traducirse, el idioma en que Dios pudo decirse a sí mismo. El hombre es de tal naturaleza que el Dios Vivo puede expresarse en Jesús niño, socorro de los enfermos, maestro de los desorientados, silencioso ante Pila tos, agonizante en la cruz. Pero también es aquel ser que dio muerte al Hijo Eterno cuando estuvo en el mundo como Verbo de Dios y resplandeció como luz eterna en un semblante humano.

Si el hombre acepta lo que Cristo le ofrece, ábrensele los ojos para ver quién es Dios y quién es él mismo; qué es él mismo y qué es el mundo. Esta es la Verdad, y por medio de ella se libera el hombre.

Veamos ahora qué relación guardan con Cristo los otros salvadores de quienes hemos hablado. ¿No son más que modos de encadenar el mundo al hombre en su seno? Son eso; pero son también modos de añoranza del auténtico Salvador. De aquí su semejanza con éste, tan grande en ocasiones que induce a la comparación. No son sólo reclamos que invitan a sumergirse en el conjunto cósmico; mientras el que en ellos cree se encuentra esperando, presiente en esos salvadores la auténtica redención. Las liberaciones que se producen en el seno del cosmos, en las cuales la vida queda libre de las ataduras de la muerte, aluden a la liberación de la existencia de la caducidad en general... Luego, cuando llega Cristo en la auténtica epifanía, la alusión se trueca en evidencia. Entonces se di«e al hombre: Lo que has anhelado lo tienes ahora, superando todas las posibilidades del anhelo. Tanto, que tu mismo anhelo será rescatado para la claridad de aquello que propiamente anhelaba. Porque anhelaba y no sabía qué.

Pero cuando la voluntad adventista se extingue; cuando el hombre, después de la venida del Redentor, incluso reniega de El y vuelve a sujetarse a aquellas liberaciones que se realizan dentro del cosmos, entonces los salvadores se convierten en negaciones de Cristo. Entonces entran en un nuevo y terrible adviento: se convierten en anticipos del Anticristo.

Mientras esto no sucede; mientras se conserva, primero, la esperanza en la venida de Cristo, y luego la fe en su epifanía redentora, los otros salvadores son imágenes intramundanas de la trascendencia supramundana de Cristo, hasta el punto que es posible a la Iglesia encuadrar en lo cristiano los símbolos de aquéllos. Así, la figura de Mitra ha tenido influencia sobre la representación de Cristo como Sol espiritual, y el simbolismo del solsticio de invierno ha sido muy importante para las fiestas de Navidad; la figura de Heracles halla eco en la de San Jorge, que, a su vez, es un reflejo de Cristo, auténtico Vencedor del Dragón; y todavía podrían aducirse más ejemplos de esta índole. Lo que Cristo ha redimido no es sólo el espíritu o el alma, sino el hombre y el mundo. Pero Cristo no los ha liberado de su propio ser, sino de su caducidad y alejamiento de Dios. Los ha recuperado para el naciente reino del Padre. Por el renacimiento que continuamente se opera en la fe y en el bautismo, en la contrición de corazón y en el sacramento de la penitencia, ei hombre y el mundo llegan a ser nueva creación. Al traer Cristo «la verdadera vida», atrajo al interior de ésta la otra vida caduca con todas sus experiencias de redención. Al convertirse en «el sol de nuestra salvación)), el sol natural, con todos sus ritmos y fenómenos, se convirtió en imagen suya. Así encuadra la liturgia las experiencias de salvación y los símbolos naturales en su representación de la auténtica redención, de la vida y de la obra de Cristo. Puede, en cierto modo, decirse que la realidad, la forma de experimentación, la rítmica y el simbolismo de las redenciones naturales se han convertido en base y forma de desarrollo para la redención auténtica.
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* Traducción de Valentín García Yebra.

Nota

[1] Probablemente es Buda el único a quien no se aplica esto—de igual suerte que el problema budista en general es peculiar y tiene desde el punto de vista cristiano una categoría totalmente diversa de la de los restantes problemas planteados por la historia de las religiones.