16. El orden sagrado


«Los bautizados, pues, por el nuevo nacimiento y por la unción del Espíritu Santo, quedan consagrados como casa espiritual y sacerdocio santo

para que ofrezcan, a través de las obras propias del cristiano sacrificios espirituales...» (LG 10, 1) todos juntos forman el Pueblo de Dios, estructura-do orgánicamente como una «comunidad sacerdotal» (LG 11, 1). Con estas afirmaciones, fundamentadas en la enseñanza del apóstol Pedro 199, no quieren los Padres conciliares hacer suya la identidad establecida por Lutero entre el ser cristiano y el ser sacerdote 200, sino liberar a la teología católica de los acentos demasiado apologéticos que, respecto al sacerdocio ministerial o jerárquico, lamentablemente la han caracterizado desde el Tridentino hasta el Código pío-benedictino. Esta nueva situación eclesial del sacerdocio ministerial presenta una notable relevancia también en el plano jurídico: permite abandonar por fin la antigua tradición canonística de los duo genera christianorum 201 y encaminarse así hacia una comprensión diferente tanto del estado de vida clerical, como de los vínculos entre orden sagrado y sacra potestas. Para definir los perfiles jurídicos de todas estas realidades resulta, pues, indispensable fijar antes que nada los rasgos fundamentales de la enseñanza conciliar sobre el orden sagrado y sobre el sacrum ministerium.

16.1 La estructura teológico-jurídica del sacramento

a) La enseñanza del concilio Vaticano II

Una vez proclamado el carácter sacerdotal de todo el Pueblo de Dios y con ello la prioridad constitucional del sacerdocio común de todos los bautizados sobre el ministerial, totalmente al servicio del primero 202, el concilio Vaticano II afirma con claridad que ambos están ordenados el uno al otro y difieren «per essentia et non gradu tantum» (LG 10, 2). Esta fórmula significa que el sagrado ministerio ni deriva de la comunidad, ni repre-

  1. Cfr. 1 P 2, 4-10.

  2. Es sobre todo en su escrito De captivitate babylonica Ecclesiae, publicado en 1520, donde Martín Lutero establece esta ecuación, cfr. L. Müller, Weihe, en: Ecclesia a Sacramentis, o.c., 103-123, sobre todo 107-108. Sobre cómo la teología católica sobre el sacerdocio ministerial ha estado demasiado tiempo condicionada por la preocupación antirreformadora, cfr. J. Ratzinger, II sacra-mento dell 'ordine, en: Communio 59 (1981), 40-52, aquí 51; K. Lehmann, Das dogmatische Problem des theologischen Ansatzes zum Verstädnis des Amtspriestertums, en: Existenzprobleme des Priesters, edit. por F. Henrich, München 1969, 121-175, aquí 150.

  3. Cfr. Decretum Gratiani C. 12 q. 1 c. 7; c. 948 del CIC/1917.

  4. A este respecto, cfr. más arriba § 11.1 b); sobre cómo el sacerdocio ministerial está estructuralmente al servicio del común de todos los fieles, cfr. también: Gemeinsame römisch katholische/evangelisch-lutherische Kommission, Das geistliche Amt in der Kirche, Paderborn-Frankfurt a. M. 1981, 21, nota 23.

senta un simple incremento del sacerdocio común de todos los fieles, sino que constituye una participación diferente en el único sacerdocio de Cris-to. El sacerdocio ministerial, en cuanto tal, «pertinet ad structuram essentialem Ecclesiae» 203 y posee su propia especificidad. Desarrolla una función particular en el interior de la comunidad eclesial, radicalmente distinta de la del sacerdocio común y la realizada siguiendo una intensidad creciente en sus tres grados: diaconado, presbiterado y episcopado204.

A la luz de la eclesiología de comunión enseñada por el concilio Vaticano II, aunque los decretos Optatam totius y Presbyterorum ordinis–el primero sobre la formación sacerdotal y el segundo sobre el ministerio y la vida de los presbíteros– no logran superar del todo la visión cultual-sacer= dotal del Tridentinum, es posible encontrar en el conjunto de los textos con-ciliares los elementos esenciales de la función eclesial específica del ministro sagrado. Ya en LG 10, 2 se afirma que el ministro sagrado, al realizar el sacrificio eucarístico in persona Christi, «lo ofrece a Dios en nombre de todo el pueblo», y después en LG 28, 1 se precisa que los presbíteros «obrando en nombre de Cristo y proclamando su ministerio, unen las oraciones de los fieles al sacrificio de su Cabeza». Por último, los Padres conciliares, en los dos citados decretos, precisan al mismo tiempo tanto el fundamento teológico de esta especificidad, como en qué consiste concretamente. De entrada, a través de la imposición de las manos por parte del obispo, los presbíteros son «hechos de manera especial partícipes del sacerdocio de Cristo» y por eso «obran en la celebración del sacrificio como ministros de Aquel que, en la liturgia, ejerce constantemente, por obra del Espíritu Santo, su oficio sacerdotal en favor nuestro» (PO 5, 1). La especificidad de la función de los presbíteros en la realización de la comunión eclesial consiste, pues, en su participación, conferida por el sacramento del orden, «de la autoridad con que Cristo mismo edifica, santifica y gobierna su cuerpo» (PO 2, 3). Precisamente porque todos los ministros sagrados, y en particular los obispos por haber recibido la plenitud del orden sagrado (LG 21, 2), con la sacra potestas de la que están revestidos forman y dirigen al pueblo sacerdotal (LG 10, 2), es preciso tender, a través de su educación y formación, a convertirlos en «verdaderos pastores de almas» (OT 4, 1), a fin de que alcancen «la santidad que les corresponde» (PO 13, 1).

  1. Commissio Theologica Intemationalis, Thema selecta de ecclesiologia, en: EV, vol. IX, n. 1735.

  2. Esta distinción en grados no ha de ser confundida con la diferencia de esencia entre los dos tipos de sacerdocio cristiano; cfr. E.J. De Smedt, El sacerdocio de los fieles, en: G. Baraúna (dir.), La Iglesia del Vaticano 11, vol. I, Barcelona 1966, 467-478, aquí 469.

Esta nueva definición de la función eclesial específica del ministro sagrado es una consecuencia de la concepción dinámica y comunitaria que tienen los Padres conciliares del orden sagrado 205. En efecto, este sacramento no sólo obra una particular configuración con Jesucristo, sino que se enriquece «con una especial efusión del Espíritu Santo» (LG 21, 2), que imprime el sacrum characterem y hace partícipe en los tria munera de Cristo (sacerdote, profeta y rey), o sea, en las tres funciones de santificar, enseñar y gobernar. Esta triple misión del ministro sagrado «divinamente instituido» (LG 28, 1) es ejercida sobre todo por los obispos, a quienes les ha sido conferida «la plenitud del sacramento del orden» (LG 21, 2), y después por los presbíteros, que, participando «del mismo y único sacerdocio y ministerio de Cristo» (PO 7, 1), son los necessarios adjutores (PO 7, 1) del propio obispo. Finalmente, aunque de modo diferente y en grado inferior, también participan de él los diáconos, a quienes se les impone las manos «no para el sacerdocio, sino para el servicio» (LG 29, 1). Para desarrollar esta triple misión, que le confiere el sacramento del orden, el ministro sagrado, a través de la cooptatio en un ordo, es insertado en una realidad de comunión jerárquica de naturaleza sacramental. En particular, los presbíteros «constituyen junto con su obispo un único presbiterio» (LG 28, 2) y forman así una «fraternidad sacramental» (PO 8, 1).

Tanto el elemento dinámico del carácter gradual de la participación en el ejercicio de la función eclesial del ministro sagrado, como el elemento comunitario del modo de realizar tal misión configuran la concepción con-ciliar del estado de vida clerical y del camino de santificación específico de los presbíteros. Si en PO 13, 1 se afirma de manera inequívoca que el ejercicio de los tria munera, desarrollado con empeño sincero e incansable, constituye la fuente primaria y específica de la santificación de los ministros sagrados 206, el Sínodo de obispos de 1990 señala la «unidad del presbiterio diocesano en torno al obispo» 207 como el lugar adecuado para adquirir todos los instrumentos y ayudas necesariss para la realización de la propia misión y para la santificación personal en su propio estado de vida particular.

  1. Éste es el juicio de H. Müller, Die Ordination, en: HdbKathKR, 715-727, aquí 715.

  2. Lamentablemente ni el Concilio, ni el CIC han sabido extraer todas las consecuencias de este principio a nivel de las normas que regulan la educación del clero, cfr. E. Corecco, Sacerdozio e presbiterio nel C1C, en: Servizio Migranti 11 (1983), 354-372, sobre todo 355-356.

  3. Sínodo de Obispos de 1990, La formación de los sacerdotes en las circunstancias actuales. Rasgos, n. 7; cfr. también Congregación para el Clero, Directorio para el ministerio y vida de los sacerdotes, Cittä del Vaticano 1993, n. 19 y n. 27.

En lo que se refiere a los criterios de admisión al orden sagrado, los Padres conciliares subrayan sobre todo que este presupone siempre una vocación 208, que ha de ser «entendida y distinguida por los signos que cotidianamente dan a conocer a los cristianos prudentes la voluntad de Dios» (PO 11, 1). Entre los denominados criteria manifestativa con los que juzgar la autenticidad de una vocación sacerdotal, el concilio Vati-cano II señala explícitamente la plena «libertad, tanto exterior como interior» (PO 11, 1) de la llamada209.

Entre las especiales exigencias espirituales de la vida del presbítero, el concilio Vaticano II, aun afirmando que el diaconado permanente puede ser conferido también a hombres casados 210 y aun respetando la tradición de las Iglesias católicas orientales entre cuyos ministros sagrados «hay también presbíteros casados muy beneméritos» (PO 16, 1), recomienda de manera especial el celibato eclesiástico. Guarda silencio, en cambio, sobre la cuestión de la admisión de las mujeres al orden sagrado, aparecida más tarde entre la Comunión anglicana suscitando una doble reacción por parte católica: la carta del papa Pablo VI al arzobispo de Canterbury y la declaración Inter insigniores de la Congregación para la Doctrina de la Fe 211. Esta última, retomando las razones fundamentales –extraídas de la Sagrada Escritura y de la Tradición– con que Pablo VI explica la doctrina católica sobre el sacerdocio ministerial reservado a los fieles varones, llega a la conclusión de que la Iglesia «no se reconoce con la autoridad de admitir a las mujeres a la ordenación sacerdotal» 212. La razón última de esta conclusión, confirmada en otras ocasiones por el papa Juan Pablo II 213, reside en el hecho de que el mismo Jesucristo, «al dar a la Iglesia su constitución fundamental, su antropología teológica, seguida siempre por la misma Tradición de la Iglesia, lo ha establecido así» 214. Como se trata de una ratio theologica de tipo voluntarista, entre otras cosas insuficientemente estudiada aún en todos sus aspectos, el Magisterio eclesiástico se ha abstenido

  1. Cfr. OT 2.

  2. Cfr. asimismo S. C. pro Institutione Catholica, Ratio fundamentalis institutionis sacerdotalis, n. 39, en: AAS 62 (1970), s. 349.

  3. Cfr. LG 29, 2 y Pablo VI, Sacrum diaconatus ordinem, en: AAS 59 (1967), 597-598.

  4. El primer texto se encuentra en: AAS 68 (1976), 599-600; el segundo en: AAS 69 (1977), 98-116.

  5. Ibid., 100.

  6. Cfr. n. 16 de la Carta apostólica Mulieris dignitatem del 15 de agosto de 1988; n. 51 de la Exhortación apostólica Christifideles laici del 30 de diciembre de 1988; n. 1577 del Catecismo de la Iglesia Católica de 1992; n. 2 de la Carta apostólica Ordinatio sacerdotalis del 22 de mayo de 1994, Cittá del Vaticano 1994.

  7. Juan Pablo II, Ordinatio sacerdotalis, o.c., n. 2.

hasta ahora de definir como dogma esta verdad. Eso no es óbice para que, por un lado, diferentes teólogos vean en la misma una estrecha conexión con el misterio del Verbo de Dios Encarnado, es decir, con el misterio del Hombre-Dios Jesucristo, y por ello con lo que distingue en mayor medida al cristianismo de todas las otras religiones 215; y, por otro, para que Juan Pablo II la declare como sentencia definitiva en fecha reciente: «Por tanto, a fin de suprimir toda duda sobre una cuestión de gran importancia, que tiene que ver con la misma divina constitución de la Iglesia, en virtud de mi ministerio de confirmar a los hermanos (cfr. Lc 22, 32), declaro que la Iglesia no tiene en modo alguno la facultad de conferir a las mujeres la ordenación sacerdotal y que esta sentencia debe ser considerada como definitiva por todos los fieles de la Iglesia» 216.

b) Las normas del Código

Las normas sobre el sacramento del orden están reagrupadas en el nuevo Código en tres capítulos: la celebración y ministro de la ordenación (cc. 1010-1023); los ordenandos (cc. 1024-1052); la inscripción y certificado de la ordenación realizada (cc. 1053-1054). A estos capítulos el legislador eclesiástico ha antepuesto dos cánones de notable importancia para comprender en qué medida la enseñanza conciliar, que acabamos de estudiar, ha sido recogida en las normas del Código sobre el orden sagrado.

La primera de estas normas, el c. 1008 dice: «Mediante el sacramento del orden, por institución divina, algunos de entre los fieles quedan constituidos ministros sagrados, al ser marcados con un carácter indeleble, y así son consagrados y destinados a apacentar el pueblo de Dios según el grado de cada uno, desempeñando en la persona de Cristo Cabeza las funciones de enseñar, santificar y regir». Desde el punto de vista constitucional, la primera novedad, con respecto al c. 948 del CIC/1917, es la contenida en la expresión inter christifideles 217. Con ella pretende subrayar el legislador eclesiástico el vínculo de conexión existente entre los ministros sagrados y los otros fieles, miembros de la comunidad eclesial, en cuyo interior rige una vera aequalitas (c. 208). Cada fiel coopera en la edificación de la Igle-

  1. Cfr., por ejemplo, L. Bouyer, Frau und Kirche. Übertragen und mit einem Nachwort ver-sehen von Hans Urs von Balthasar, Einsiedeln 1977, 69-70 y 87-95; P. Grelot, Yaura-t-il des «fern-mes prétres» dans l'Église?, en: Nouvelle Revue Theologie 111 (1989), 842-865, sobre todo p. 863.

  2. Juan Pablo II, Ordinatio sacerdotalis, o.c., n. 4.

  3. Esta aparece también en el c. 207 que, aunque de un modo más equilibrado que su predecesor el c. 107 del CIC/1917, habla de la diferencia entre laicos y clérigos; cfr. L. Müller, Weihe, o.c., 105.

sia según su propia situación en la communio y su propia función, fundamentada en el don de un carisma o de un sacramento. En el caso de los ministros sagrados, la diferencia está determinada por el sacramento del orden recibido por los primeros, que les confiere de manera indeleble una función de servicio: la de la paternidad espiritual frente a toda la comunidad. Se trata, pues, de una diferencia funcional, o sea, destinada estructuralmente a la realización efectiva de la comunión eclesial 218. La segunda novedad, inspirada también en la enseñanza conciliar sobre el sacramento del orden, consiste en poner de relieve el hecho de que este sacramento habilita a los ministros sagrados para ser autoridad en la comunidad eclesial, es decir, para el ejercicio in persona Christi Capitis de las tres funciones de enseñar, santificar y gobernar. A través de la aplicación del esquema de los tría munera Christi en este canon, el legislador eclesiástico logra liberarse de inmediato de una concepción cultual-sacerdotal del ministro sagrado y acentuar que este último, en virtud del sacramento del orden, está puesto al servicio del crecimiento global de la comunión eclesia1219. Este sacramento, en fin, es uno solo, aunque se administra en tres grados diferentes: episcopado, presbiterado y diaconado (c. 1009 § 1).

A este respecto, surge la pregunta de si también el diácono está llama-do a ejercer como auctoritas, aunque sólo sea en el grado más bajo, las tres funciones de enseñar, santificar y gobernar para las que habilita la sacra potestas, conferida por el sacramento del orden, y, por consiguiente, está constituido como guía o pastor de la comunidad y, como tal, forma parte de la sucesión apostólica. La cláusula reductora pro suo quisque gradu del c. 1008 y el hecho de que el primer parágrafo del c. 1009 no hable de grados, sino simplemente de ordines, impide pensar que el legislador haya querido ofrecer en estos cánones introductorios una definición del orden válida indistintamente para el episcopado, el presbiterado y el diaconado 220. La fórmula in persona Christi Capitis, por ejemplo, no es aplicable al diácono, porque este no puede presidir la eucaristía, por otra parte, tampoco es seguro que la ordenación diaconal imprima un carácter indeleble. Lo que, ciertamente, vale de manera indistinta para los tres grados del orden sagrado es lo que el c. 1009 § 2, en conformidad con la enseñanza del Magiste-

  1. A este respecto, cfr. G. Ghirlanda, De Ecclesiae munera sanctificandi. De ordine - Adnotationes in Codicem, Romae 1983, 4; Idem., Ordine sacro, en: NDDC, 737-746, aquí 739.

  2. Cfr. P. Krämer, Kirchenrecht, I, o.c., 98-99.

  3. Este juicio de H. Müller (cfr. Die Ordination, o.c., 718) corresponde a la intención del legislador, cfr. Communicationes 10 (1978), 179 ss.

rio eclesiástico 221, establece a propósito de la materia (imposición de las manos) y de la forma (oración consecratoria) de este sacramento.

A continuación, según el c. 1012, el ministro de la sagrada ordenación, en cada uno de los tres grados, es el obispo consagrado. El uso de este último término permite concluir que también un obispo suspendido, excomulgado o que no está en plena comunión con la Iglesia católica puede ad-ministrar de modo válido el sacramento del orden. Para la licitud de la ordenación, en cambio, se han de observar los dos criterios siguientes: a) ningún obispo puede administrar, sin mandato pontificio, el sacramento del episcopado (c. 1013), y si lo hace incurre igualmente en la sanción de la ex-comunión latae sententiae (c. 1382); 2) sin las letras dimisorias y el respeto a las normas relativas al obispo propio (c. 1015), ningún obispo puede administrar lícitamente el presbiterado y el diaconado. Las letras dimisorias son la autorización dada por escrito por un obispo o por un Superior mayor a un fiel súbdito propio para que pueda recibir uno de estos dos órdenes (cc. 1018-1023). El c. 1016 establece quién ha de ser considerado como obispo propio: en el caso de la ordenación diaconal es el obispo de la diócesis en la que el ordenando tiene su domicilio o el obispo de la diócesis donde el ordenando quiere ejercer su ministerio; en el caso de la ordenación presbiteral es el obispo de la diócesis en la que el que va a ser promovido fue ordenado diácono. Naturalmente, a los ordenandos que no tienen obispo propio, como es el caso de los miembros de institutos religiosos o seculares, de los miembros de las sociedades de vida apostólica o de las prelaturas personales, cualquier obispo en plena comunión con la Iglesia católica puede administrar el diaconado y el presbiterado, después de haber comprobado la autenticidad de las letras dimisorias del superior competente (c. 1022). Para los casos en que no sean respetadas estas normas, el c. 1383 prevé, para el obispo, la prohibición de conferir órdenes durante un año, y, para el ordenado, la suspensión del orden recibido.

Entre las normas del Código relativas a los ordenandos (cc. 1024-1052) hemos de señalar sobre todo el c. 1024, según el cual sólo el bautizado de sexo masculino recibe válidamente la sagrada ordenación, y el c. 1037, que prescribe la asunción pública ante Dios y ante la Iglesia de la obligación del celibato antes de la ordenación diaconal, a excepción, como es evidente, de quien, ya casado, pretende acceder al diaconado permanente. Para este último, el c. 1031 § 2 prevé, sin embargo, que haya cumplido al menos trein-

221. Cfr. Pablo VI, CA Pontificalis Romani, en: AAS 60 (1968), 369-373.

ta y cinco años de edad y obtenido el consentimiento de su mujer. Si el bautismo es la condición indispensable para poder recibir válidamente el sacramento del orden en todos sus grados (c. 849), el sacramento de la confirmación se requiere, según el c. 1033 sólo para la licitud de la ordenación. Esto resulta bastante incomprensible porque, como ya hemos visto, el sacramento de la confirmación refuerza la pertenencia a la Iglesia, obliga al apostolado y, por consiguiente, es fundamental para el ejercicio tanto del sacerdocio común, como del sacerdocio ministerial 222. También resulta poco comprensible el hecho de que el legislador eclesiástico, tanto en el artículo sobre los requisitos por parte de los ordenandos (cc. 1026-1032), como en el c. 1051 sobre el examen de las cualidades requeridas en el ordenando, no haga referencia alguna a los textos conciliares sobre la vocación, a pesar de las copiosas alusiones a la piedad y a las buenas costumbres. Más positivo a nivel educativo resulta, en cambio, el c. 1035 § 1, que para la promoción al diaconado requiere haber recibido y ejercido antes durante el tiempo conveniente los ministerios de lector y de acólito 223.

Por último, hemos de señalar que las normas del Código relativas a los impedimentos para las órdenes sagradas han sido notablemente simplifica-das y purificadas de elementos discriminatorios como el nacimiento extra-conyugal del candidato o alguna lesión corporal 224. Entre los impedimentos previstos distingue el Código las irregularidades, o impedimentos de carácter permanente que hacen ilícito el acceso a las órdenes sagradas (c. 1041) así como su ejercicio (c. 1044), y los impedimentos simples, que hacen ilícito el acceso a las órdenes sagradas y su ejercicio, pero que pueden cesar sin necesidad de la dispensa, cuando desaparece la causa que los de-termina (c. 1042). Ambas categorías de impedimentos para las órdenes sagradas se diferencian a su vez de los impedimentos matrimoniales, porque conciernen sólo a la licitud y no a la validez de la ordenación. Pues, la ordenación es válida aunque no hubiera libertad de elección (cfr. c. 1025 § 1), bien por la existencia de alguna constricción externa (cc. 219 y 1036), bien a causa de una amencia u otra enfermedad psíquica (c. 1041, 1°). Esta regla encuentra su fundamento en la voluntad del legislador eclesiástico de ga-

  1. Cfr. L. Müller, Weihe, o.c., 122.

  2. Este canon hace suya la enseñanza del papa Pablo V l, que distingue netamente estos ministeria, conferidos con la institutio, de Ios tres órdenes, conferidos por la ordinatio; cfr. Pablo VI, MP Ministerio quaedatn, en: AAS 64 (1972), 529-534. El c. 230 § 1 extiende a todos los laicos de sexo masculino la posibilidad de asumir estos ministerios de lector y de acólito.

  3. Para un análisis de la lista de los 21 impedimentos incluidos en el CIC/1917 (cc. 984-987), cfr. K. Mörsdorf, Lb, Bd. 11, 111-118.

rantizar lo más posible la validez de la ordenación, de la que depende la validez de otros sacramentos que son administrados por el sacerdote, como por ejemplo el matrimonio. Sin embargo, es legítimo preguntarse si en el sacramento del orden no debe darse prioridad a la intención del ordenando, como verdad teológica, más que al principio de la seguridad jurídica. Una vez realizada la ordenación, los nombres de cada ordenado y el del ministro ordenante, así como el lugar y el día de la ordenación «deben anotarse en un libro especial cuidadosamente custodiado en la curia del lugar donde se ha administrado el sacramento» (c. 1053 § 1).

16.2 El orden sagrado en la «communio fidelium»

En el título sexto, De ordine, del libro sobre el oficio de santificar de la Iglesia, el legislador eclesiástico del Código de 1983 ha recibido substancialmente la enseñanza conciliar sobre el sacramento del orden. Queda ahora por examinar en qué medida tal recepción ha informado también las normas del Código sobre el estado de vida clerical, que en el CIC están, por desgracia, reagrupadas en sectores separados de las destinadas al orden sagrado.

a) Orden sagrado y estado de vida clerical

Aunque ni el concilio Vaticano II ni el CIC se han pronunciado directa-mente sobre si el status vitae de los consejos evangélicos es de derecho di-vino como sucede con el laical y el clerical 225, con todo, está fuera de duda que este estado de vida se funda en el ejemplo de Jesucristo y, como tal, re-presenta un donum divinum hecho a toda la Iglesia 226. Como don del Espíritu Santo a la Iglesia, el estado de vida eclesial basado en el carisma de los consejos evangélicos «aunque no pertenece a la estructura jerárquica de la Iglesia, pertenece, sin embargo, de manera indiscutible, a su vida y santidad» (LG 44, 4). Representa, por tanto, una realidad estructural con un carácter jurídico-constitucional diferente al de los estados de vida laical y clerical 227. Este reconocimiento eclesiológico y jurídico del «fundamento divino de los consejos evangélicos tiene la ventaja de sustraer la constitu-

  1. Cfr. c. 207 § según el cual estos dos últimos estados existen en la Iglesia ex divina institutione.

  2. La expresión de LG 43, 1 ha sido recogida en el c. 575, al comienzo de la normativa del Código sobre los institutos de vida consagrada.

  3. A este respecto, cfr. H.U. von Balthasar, Estados de vida del cristiano, Encuentro, Madrid 1994, 208-257; L. Gerosa, Carisma e diritto nella Chiesa, o.c., 231-236.

ción de la Iglesia a la dialéctica bipolar, que ahora ya se ha vuelto estéril, de la relación clérigos-laicos. Permitiendo, en cambio, el desarrollo de una dialéctica triangular o circular entre los tres estados de vida de la Iglesia, así como la expropiación a la jerarquía de la prerrogativa de ser el único punto de referencia para medir el valor y el peso específico eclesiológico de los otros dos estados» 228.

Los tres estados de vida eclesial son, estructuralmente, recíprocos y complementarios; cada uno de ellos –como ya hemos visto al hablar de los derechos y deberes de los fieles laicos– goza en la comunión eclesial de un cierto primado sobre los otros dos. Si el estado de vida de los consejos evangélicos goza del primado a nivel de la dimensión profético-escatológica de la Iglesia, y el laical a nivel de la dimensión misionera, el estado de vida clerical goza a su vez del primado en orden a la unidad de todos los fieles y de la Iglesia. No por casualidad, a la luz de la enseñanza conciliar sobre la estructura teológico-jurídica del sacramento del orden, aparecen los ministros sagrados, inconfundiblemente, como los únicos «verdaderos pastores de almas» (OT 4, 1) y, en la medida en que están investidos de la «plenitud del sacramento del orden» (LG 21, 2), constituyen el «principio visible y el fundamento de la unidad» (LG 23, 1) de la Iglesia.

Las correspondientes normas del Código sobre la formación de los clérigos (cc. 232-264) y sobre el estado de vida clerical (cc. 273-293), parecen inspirarse, sin embargo, en principios muy distintos.

En cuanto a las primeras, en conformidad con el principio establecido por el Decreto conciliar sobre la formación sacerdotal, según el cual, al no ser posible dar en este campo «más que normas generales», es preciso elaborar en cada nación o rito una «Sacerdotalis Institutionis Ratio» (OT 1) particular, habría sido más que legítimo esperar una normativa mucho más sobria y capaz de dejar amplios espacios a las sacerdotalis rationes de cada conferencia episcopal, cuya competencia es, sin embargo, reconocida en el c. 242. Por otra parte, a la luz de la enseñanza conciliar no se comprende por qué el legislador, en cuanto a la función de los pastores o ministros sagrados, ha querido desplazar el acento desde la formación objetiva a la subjetiva de la aptitud espiritual, buscando el ejercicio espiritualmente fructuoso de la misma. Así, de las descripciones sobre la «formación espiritual» y sobre la «preparación doctrinal de los alumnos en el seminario»

228. E. Corecco, 1 laici nel nuovo Codice di diritto canonico, o.c., 202.

(c. 244) se desprende la clara impresión de que, en general, en el CIC, y no sólo en los cc. 245 y 258, «la dimensión fructuosa del apostolado es considerada antes que nada en función de la santificación subjetiva. Evidente-mente el aspecto subjetivo y el objetivo son interdependientes, pero el acento puesto en el primero más que en el segundo es una indicación clara del hecho de que el CIC afronta el problema, antes que nada, con la preocupación de formar a los alumnos para vivir bien su propio status vitae, el clerical, más que su función apostólica, permaneciendo ligado a una perspectiva más próxima a la tridentina que a la de la eclesiología emanada del Vaticano II» 229.

Indicios inequívocos de esta orientación, no del todo conforme con la enseñanza del concilio Vaticano II, se detectan fácilmente tanto en las normas sobre la formación de los clérigos, como en las referentes a su estado de vida. Los cc. 276 § 2 y 245 § 2 presentan dos ejemplos emblemáticos.

En el primero, el legislador eclesiástico, intentado formalizar a nivel normativo la indicación de PO 13, 1 sobre el carácter central de la función pastoral en toda la vida del clérigo y, por consiguiente, también para su santificación, sustituye, con respecto al texto conciliar, el adverbio sincere por fideliter y el substantivo munera por oficia (en el sentido de deberes de estado). Análogamente, en el segundo, el legislador eclesiástico en vez de trasladar tal cual la expresión neccesarios adjutores et consiliarios, usada en PO 7, 1 para definir la situación eclesial de los presbíteros, habla simplemente de fidi cooperatores. En ambos casos la perspectiva constitucional de los textos conciliares, capaz de redefinir la función de los clérigos dentro de la communio fidelium y, por tanto, de señalar esta última como lugar y método de su santificación personal, queda reducida a una exhortación moral, de tipo subjetivo, y como tal incapaz de constituir un principio programático para la vida y la espiritualidad del clero diocesano. En consecuencia, también el catálogo de las obligaciones y derechos de los clérigos (cc. 273-289) tiene más apariencia de un vademécum de recomendaciones y consejos que de un propio y verdadero estatuto jurídico de los clérigos. Ciertamente más conformes con la eclesiología conciliar, y en particular con el concepto de movilidad del clero introducido por PO 10, son, sin embargo, las normas del Código referentes a la incardinación de los clérigos (cc. 265-272), decididamente simplificadas además respecto a las normas correspondientes del CIC/1917.

229. E. Corecco, Sacerdozio e presbiterio nel CIC, o.c., 356.

b) Orden sagrado y oficio eclesiástico

A diferencia del Código de 1917, según el cual cualquier oficio eclesiástico comportaba siempre una cierta participación en la potestad de orden y de jurisdicción 230, el CIC de 1983 define en el c. 145 el oficio eclesiástico de un modo más genérico y sin hacer mención alguna de la sacra potestas. Por esta razón, el estudio de los oficios eclesiásticos, o sea, el de los cargos establemente constituidos para fines espirituales, se remite al capítulo sobre los órganos institucionales de la Iglesia. Con todo, subsiste de hecho un dato indiscutible: la mayor parte de los oficios eclesiásticos comporta una íntima conexión con la sacra potestas de origen sacramental 231. No por casualidad una de las primeras normas del catálogo de los derechos y deberes de los clérigos afirma explícitamente: «Sólo los clérigos pueden obtener oficios para cuyo ejercicio se requiera la potestad de orden o la potestad de régimen eclesiástico» (c. 274 § 1). Aunque el legislador eclesiástico prefiere usar una vez más una terminología que, como se verá en el parágrafo siguiente, ha sido abandonada por el concilio Vaticano II, de hecho se refiere aquí a todos los oficios que comportan la plena cura de almas y, por consiguiente, presuponen la posesión de la sacra potestas. Por consiguiente, sólo los presbíteros, por ejemplo, pueden ser nombra-dos válidamente como párrocos (c. 521 § 1), como arciprestes (c. 554 § 1) o como miembros de un capítulo, tanto catedralicio como colegial (c. 503). Desde el punto de vista teórico, el nexo entre estos oficios eclesiásticos y la sacra potestas plantea no pocos problemas. Por ejemplo, los canonistas no se ponen de acuerdo a la hora de interpretar el término cooperare, usado por el c. 129 § 2 para abrir la vía a una cierta forma de participación, y no sólo de corresponsabilidad, de los fieles laicos en el ejercicio de la potestad de gobierno en la Iglesia. Una ayuda para la elaboración de soluciones correctas a todos estos problemas puede venir desde luego del estudio en profundidad de la enseñanza conciliar sobre la naturaleza y las formas de ejercicio de la sacra potestas, así como dé un atento examen del debate que ha suscitado tal enseñanza en la canonística postconciliar. Aquí puede y debe bastarnos con algunas breves alusiones.

  1. Cfr. sobre todo c. 145 del CIC/1917.

  2. Cfr. cc. 129 § 1 y 150.

16.3 La «sacra potestas»: su naturaleza y sus formas de ejercicio

a) La enseñanza del concilio Vaticano II sobre la unidad y la originalidad de la «sacra potestas»

El concilio Vaticano II fundamenta la noción unitaria de sacra potestas en dos principios fundamentales: el origen sacramental del poder eclesial y la imposibilidad de separar su elemento personal del sinodal. Ambos principios ponen de manifiesto la originalidad de este poder, diferente de cualquier otro tipo de poder, y determinan tanto sus diversas funciones, como sus diferentes formas de ejercicio. Lo esencial de estos dos principios puede ser brevemente ilustrado de este modo.

En la Constitución dogmática sobre la Iglesia, el concilio Vaticano II, por una parte, representa la tradición católica que considera a los obispos como «padres», «pastores» y «representantes del Señor» 232, en el sentido etimológico de quienes le hacen «presente al Señor en medio de los creyentes» (LG 21, 1), y, por otra, afirma que esta representación es posible porque «en la consagración episcopal se confiere la plenitud del sacramento del orden» (LG 21, 2). Es, pues, esto último lo que confiere al obispo la realidad total del ministerio sagrado. Eso significa que la consagración episcopal le confiere el triple oficio de Cristo, que es al mismo tiempo sacerdote, profeta y rey. Pero estos tria munera Christi no son sino tres aspectos de una sola misión, como dirá más tarde el papa Juan Pablo II, o tres diferentes expresiones de un solo y único poder eclesial 233.

La introducción de esta noción unitaria de la sacra potestas suscitó apasionados debates dentro y fuera de la asamblea conciliar. En efecto, a la doctrina escolástica que dividía el poder canónico del obispo en potestas ordinis (que recibe el obispo con la consagración) y potestas iurisdictionis (que recibe el obispo con la missio del papa), opusieron algunos teólogos y obispos la doctrina de los tria munera, elaborada sobre todo por Calvino y entrada en la teología católica sólo en el siglo XIX. Puesto que la primera distinción parece dictada por el diferente origen de los dos poderes y la segunda parece insistir más bien en la diferencia de función o finalidad de los distintos poderes, los Padres conciliares hubieran podido intentar llevar

  1. Sobre el significado del término representación aplicado a la función eclesial del obispo, cfr. G. Philips, La Iglesia y su misterio, 1, Herder, Barcelona 1968, 310-314.

  2. A este respecto, afirma Juan Pablo II: «AI analizar con atención los textos conciliares, está claro que es preciso hablar de una triple dimensión del servicio y de la misión de Cristo, más bien que de tres funciones diferentes» (Carta a todos los sacerdotes de la Iglesia, en: EV, vol. VI, n. 3, 905-906).

a cabo una síntesis entre las dos doctrinas en la dirección propuesta por algunos canonistas, que, por una parte, relacionaban el munus sanctificandi con la potestas ordinis, y, por otra, señalaban en la potestas iurisdictionis el fundamento del munus regendi y del munus docendi 234. A pesar de esta posibilidad, el Concilio evitó entrar en el fragor de la discusión doctrinal y, limitándose a hablar o del triplex munus Christi o de la sacra potestas, no precisa ni siquiera de manera explícita si es preciso sustituir la distinción tradicional entre poder de orden y poder de jurisdicción por el modelo de los tria munera. Es cierto, sin embargo, que aquellos dos términos no aparecen nunca en los textos conciliares, mientras que el de sacra potestas se encuentra en LG 10 y 18. Además, en cuanto noción, subyace en LG 21 y aparece de nuevo allí donde los Padres conciliares explican cómo la sacra potestas está al servicio de la edificación de la communio Ecclesiae: «Los Obispos rigen, como vicarios y legados de Cristo, las Iglesias particulares que les han sido encomendadas, con sus consejos, con sus exhortaciones, con sus ejemplos, pero también con su autoridad y sacra potestad, de la que usan únicamente para edificar a su grey en la verdad y en la santidad» 235.

Con la introducción de esta noción unitaria de poder sagrado, los Padres conciliares abren a los teólogos la posibilidad de considerar la distinción clásica entre poder de orden y poder de jurisdicción no ya como una distinción material, sino simplemente formal: no se trata de dos poderes diferentes, sino de dos modalidades formalmente distintas de ejercer un único poder con el mismo contenido salvífico. La primera modalidad de la sacra potestas obra siguiendo la lógica de la comunicación del gesto o sacramento, la segunda, en cambio, siguiendo la lógica de la comunicación de la palabra (iuris dictio). Ambas son siempre suficientemente eficaces para engendrar la Iglesia de Cristo si se ejercen en la communio plena con los otros obispos y el papa. Eso significa que las funciones de enseñar y santificar (munera docendi et sanctificandi) no pueden ser ejercidas de modo plenamente eficaz al margen de la communio; lo que vale también para el munus regendi, el cual no es una ta-rea meramente organizativa y, como tal, de carácter jurídico. Por ejemplo, el gobierno de una Iglesia particular confiada a un obispo es el cumplimiento

  1. A este propósito, cfr. K. Mörsdorf, Iglesia, (potestades de la), en: Sacramentum Mundi, vol. 3 (1973), col. 676-693 y en particular col. 691.

  2. LG 27, 1. Entre los primeros canonistas en haber identificado la noción unitaria del poder eclesial desarrollada por el concilio Vaticano II hemos de señalar: P. Krämer, Dienst und Vollmacht in der Kirche. Eine rechtstheologische Untersuchung zur «Sacra potestas»-Lehre des 11. Vatikanischen Konzils, Trier 1973; E. Corecco, Natura e struttura della «Sacra Potestas» nella dottrina en nel nuoro Codice di diritto canonico, en: Communio 75 (1984), 24-52.

natural de la realidad sacramental en la que este participa con su inserción en el ordo episcoporum, es decir, en la comunidad de aquellos que han sido llamados a ejercer en la Iglesia el summum sacerdotium o plenitud del ministerio sagrado 236. De manera análoga, los presbíteros, y en particular los párrocos, «desarrollan su ministerio de enseñar, santificar y gobernar» (CD 30, 1) bajo la autoridad de su obispo, «están unidos entre sí por la íntima fraternidad de sacramento del orden y forman un único presbiterio en la diócesis a cuyo servicio se dedican» (PO 8, 1).

El segundo principio usado por el concilio Vaticano II para explicar la unidad y la originalidad de la sacra potestas es la inseparabilidad entre el elemento personal y el elemento sinodal de la misma. Sería un error oponer el uno al otro, porque entre ambos existe siempre una inmanencia recíproca, aun cuando a nivel del ejercicio del poder uno pueda prevalecer sobreel otro 237.

A nivel universal, si el elemento personal prevalece en la función del Obispo de Roma, el elemento sinodal prevalece, en cambio, en el poder supremo de que goza el Colegio episcopal, llamado a realizar en común el precepto misionero dirigido a los apóstoles (LG 23). Si bien es indiscutible que ese poder se expresa de modo solemne en el concilio ecuménico (LG 22), es una cuestión teológica todavía abierta saber en qué medida se expresa ese poder en las nuevas instituciones eclesiales del sínodo de obispos y de las conferencias episcopales.

A nivel particular, el elemento personal del poder episcopal ha sido pues-to de relieve por el Concilio con la precisión de que el obispo posee todas las facultades requeridas para el pleno ejercicio del ministerio apostólico en su Iglesia particular, no en virtud de una delegación del papa, sino gracias a la consagración sacramental (LG 27). El concilio Vaticano II realiza aquí un cambio radical: de un régimen de concesión de poderes por parte del papa a los obispos, se pasa a un régimen de reserva 238. Dentro de la Iglesia particular, el elemento sinodal del poder episcopal ha sido realzado por el marco teológico que otorga el Concilio al presbyterium 239 y a su estructura representativa, es decir, al consejo presbiteral. En efecto, el principio de la

  1. Cfr. LG 21 y CD 2.

  2. Para un análisis más amplio de la cuestión, cfr. L. Gerosa, Diritto ecclesiale e pastorale, o.c., 77-90 y 93-110; cfr. asimismo, más abajo, parágrafo 20.1 a) del último capítulo.

  3. Cfr. H. Schmitz, Der Diözesanbischof, en: HdbKathKR, 336-348.

  4. A este respecto, cfr. O. Saier, Die hierarchische Struktur des Presbyteriums, en: AtkKR 136 (1967), 341-391.

communio, que caracteriza de modo constitutivo las relaciones en el interior del Colegio episcopal, regula también las relaciones entre el obispo y sus sacerdotes, como sus colaboradores necessarios (PO 7, 1). La calificación de necesarios subraya que el ministerio episcopal no es sólo personal, sino esencialmente sinodal, y por eso el obispo tiene necesidad del presbiterio para desarrollar su tarea pastoral en la Iglesia particular. Por otra parte, el ministerio presbiteral sin este preciso nexo con el obispo estaría mutilado.

b) La recepción contradictoria de la noción conciliar
    de «sacra potestas» en el nuevo Código de Derecho Canónico

Lamentablemente, a nivel de la estructuración jurídica del poder en la Iglesia, la novedad más importante del concilio Vaticano II sobre el origen y la naturaleza de esta potestas spiritualis (PO 6, 1), es decir, la noción unitaria de sacra potestas, no ha sido asumida por el nuevo Código. Es cierto que el c. 375 § 2 afirma que por «la consagración episcopal, junto con la función de santificar, los Obispos reciben también las funciones de enseñar y regir». Es asimismo cierto que, como consecuencia de esto, el c. 379 prescribe a los obispos promovidos recibir la consagración episcopal antes de tomar posesión de su oficio. Es cierto, por último, que el c. 381 § 1 afirma explícitamente que, en la Iglesia particular que le ha sido confiada, posee el obispo «toda la potestad ordinaria, propia e inmediata que se requiere para el ejercicio de su función pastoral». Con todo, la noción de potestas con que trabaja el legislador eclesiástico no es unitaria. Más aún, sorprendentemente no usa éste nunca la expresión sacra potestas y vuelve a introducir la distinción tradicional, abandonada por el Concilio, entre potestad de orden y potestad de jurisdicción, que llama entre otras cosas potestas regiminis 240.

Esta discutible opción, no sólo no refleja enteramente la enseñanza del Concilio, que puede ser resumida también con la sugestiva fórmula «gui regit vel docet, sanctificat» 241, sino que lleva al legislador eclesiástico a caer más de una vez en contradicción con los propios principios generales.

  1. Cfr. c. 129 § 1; se ha de señalar de todos modos que, a continuación, el legislador eclesiástico no habla más de potestas iurisdictionis, sino sólo de potestas regiminis, para evitar confundirla con la potestas iudiciaria, cfr. Communicationes 9 (1977), 234 y 14 (1982), 146. Sobre cómo esto representa un retroceso respecto a la enseñanza conciliar, cfr. P. Krämer, Kirchenrecht, II, o.c., 45-57.

  2. De este modo puede ser reformulado, a la luz de la enseñanza conciliar, el antiguo adagio qui regit docet, qui docet, regit; cfr. J. Beyer, De natura potestatis regiminis seu iurisdictionis recte in Codice renorato enuntianda, en: Periodica 71 (1982), 93-145, aquí 118-119.

Eso podría tener consecuencias negativas a nivel pastoral, sobre todo en el campo del Derecho canónico que hace referencia al anuncio de la Palabra y a la celebración de los sacramentos, donde no se hace mención en ningún canon de la acción conjunta de las dos potestades de orden y de jurisdicción, subrayada, sin embargo, por la tradición canonística que sostenía esta distinción. Análogamente, tampoco está exenta de contradicciones la normativa del Código referente al ejercicio de la sacra potestas en el ámbito no sacramental.

En el primer ámbito, es decir, en el sacramental, el CIC sustituye regularmente el término de potestas por el de facultas 242. Con este término, cuyo significado está más cerca de autorización o licentia que de potestas, el legislador eclesiástico no pretende necesariamente indicar algo que se añade desde el exterior al poder eclesial o espiritual, sino una concretización jurídica y, como tal, conferida por el sacramento del orden243. En efecto, la facultas absolvendi, por ejemplo, de que goza el obispo vale para toda la Iglesia, aunque no fuera titular de oficio alguno (c. 967 § 1), y si la de un presbítero puede serle retirada, depende sólo del hecho de que no posee la plenitud del sacramento del orden. Por otra parte, en el contexto del sacra-mento del matrimonio, el CIC empareja el término facultas con el de delegatio, usado tradicionalmente para designar la transmisión de una potestas y no la de una simple facultas 244. Por consiguiente, es legítimo concluir que en el nuevo Código «la administración de los sacramentos no es considerada como acto conjunto del poder de orden y de jurisdicción, sino como efecto exclusivo del poder de orden. Con el recurso sistemático al término facultas, en vez de al de potestas (mucho más frecuente en cambio en el antiguo CIC, aunque no fuera usado de modo exclusivo), el nuevo CIC deja entender que la potestas iurisdictionis no obra intrínsecamente en la realización de los sacramentos, sino sólo de manera extrínseca; no es un poder que se inserta con un contenido material propio como causa eficiente del sacramento, junto al de orden, sino sólo un poder formal extrínseco, ante-puesto a la correcta administración de los sacramentos» 245.

  1. Esta sustitución sistemática se puede ya intuir a partir de la norma general del c. 144 § 2 según la cual las prescripciones del derecho que valen para la potestad de gobierno son también aplicables a las facultades requeridas para la administración de los sacramentos: cfr. c. 995 del CCEO, donde el legislador ha adoptado las mismas soluciones en este campo.

  2. Cfr. P. Krämer, Kirchenrecht, II, o.c., 51.

  3. Cfr. cc. 1111-1114. Esta contradicción es aún más grave si se piensa que en conformidad con el c. 1112 § 1 la delegación puede ser concedida también a fieles laicos.

  4. E. Corecco, Natura e struttura della «sacra potestas», o.c., 48-49.

En el segundo ámbito, o sea, en el no sacramental, usa, en cambio, el legislador eclesiástico de modo riguroso el término potestas en relación con todos los actos de la autoridad eclesiástica, considerados tradicionalmente como emanaciones seguras del poder de jurisdicción. Por ejemplo, para la concesión de las indulgencias (c. 995) o para la potestas dispensandi de los votos (c. 1196), del juramento (c. 1203) y de los impedimentos matrimoniales (c. 1079 §§ 2 y 3). Sólo en el caso de la dispensa de las irregularidades o de los otros impedimentos para recibir el orden sagrado (c. 1047), se deja de recurrir al término potestas, y ni siquiera se reemplaza con el de facultad, pero de todos modos sigue siendo evidente que, también en este caso, la dispensa, en conformidad con el c. 85, ha de ser considerada como un acto típico de la potestas regiminis executiva. Se tiene, pues, la clara im-presión de que, en la normas del Código relativas al ámbito no sacramental, la potestas iurisdictionis posee un contenido material propio, distinto al de la potestas ordinis.

En definitiva, no se puede dejar de compartir el juicio de los que consideran que, en el nuevo CIC, el legislador eclesiástico no sólo distingue con evidente rigidez entre el poder de orden y el de jurisdicción, sino que corre el riesgo de separar el uno del otro, como si fueran dos potestates diferentes y autónomas, la segunda de las cuales (la de jurisdicción) parece incluso tener dos significados que contrastan: un significado sólo extrínseco o formal en el ámbito sacramental y otro, en cambio, de contenido o material en el ámbito no sacramental 246.

c) «Communio» y ejercicio de la «potestas regiminis»

El dualismo que caracteriza las nociones del Código de potestas ordinis y potestas regiminis está agravado por el hecho de que el legislador eclesiástico sitúa el Título De potestate regiminis (cc. 129-144) en el Libro I, dedicado a las normas generales, como si se tratara de un problema más técnico jurídico que constitucional. Eso no sólo revela una concepción positivista del poder eclesial, sino que, de hecho, acentúa más que resuelve la dialéctica entre clérigos y laicos 247, porque impide comprender que «no es la comunión la que es determinada por la sacra potestas, sino esta última por la primera» 248. En efecto, en ambos ámbitos, el sacramental y el extra-

  1. /bid.. 50-51.

  2. Cfr. L. Müller, Weihe, o.c., 118.

  3. E. Corecco, Natura e struttura della «sacra potestas., o.c., 43.

sacramental, si bien la licitud de los actos de la única sacra potestas puede ser determinada también con criterios exclusivamente disciplinares, la validez de los mismos, en cambio, depende de la presencia o no de todos los elementos objetivos de la communio.

Este último principio informa todos los tipos de ejercicio de la sacra potestas y, de modo particular, los que se refieren a la así llamada potestas regiminis, que no es otra cosa que una función particular de la primera249. En cuanto tal, según el c. 135 § 1 del CIC y el c. 985 § 1 del CCEO, esta se distingue –aunque sea de modo inadecuado y, de todos modos, diferente al poder del Estado– en legislativa, ejecutiva y judicial. Las dos últimas son ejercidas, normalmente, por órganos institucionales representativos distintos e independientes; la función legislativa, en cambio, es ejercida directa-mente por sujetos de la potestad de gobierno (papa, obispos y concilios). No obstante, de hecho, las tres funciones de la potestas regiminis poseen una dimensión sinodal que se manifiesta de dos modos.

Por un lado, estas tres funciones, tanto en la tradición latina como en la oriental 250, pueden ser ejercidas por órganos institucionales de naturaleza sinodal, porque si bien es cierto que el concilio particular y el provincial poseen sobre todo competencias legislativas (c. 445, CIC), nada se opone, sin embargo, a que ejerzan asimismo las otras dos funciones y, análoga-mente, esto vale también para el Sínodo episcopal de las Iglesias particulares orientales (c. 110, CCEO). Por otro, la disposición del Código según la cual el ejercicio de lh potestas regiminis pertenece sólo a los fieles sellados con el orden sagrado (c. 129 § 1, CIC) no significa que los ceteri christifideles (c. 979 § 2, CCEO), y en particular los laicos, estén excluidos de cualquier cooperatio en el ejercicio de esta potestad 251. En efecto, como veremos de manera más detallada en el capítulo sobre los órganos institucionales o de gobierno, el elemento sinodal de la sacra potestad presupone siempre en la Iglesia la corresponsabilidad, basada en el bautismo y en la confirmación, de todos los fieles.

  1. Que la potestad de gobierno en la Iglesia es profundamente distinta al poder ejecutivo de un Estado se muestra también en el hecho de que aquélla puede tener efectos jurídicos no sólo en el fuero externo, sino también en el fuero interno (c. 130).

  2. Cfr. a este respecto, W. Aymans, Das synodale Element in der Kirchenverfassung, München 1970, 159-171; G. Nedungatt, El carácter sinodal de las iglesias católicas orientales según el nuevo Código, en: Concilium 243 (1992) 97-118, aquí 101-109.

  3. Por ejemplo, el oficio de juez en un tribunal colegiado puede ser asumido también por un laico. Cfr. c. 1421 § 2, CIC y c. 1087 § 2, CCEO.