III

LOS ELEMENTOS JURÍDICOS
DEL ANUNCIO DE LA PALABRA

 

El tercer libro De Ecclesiae munere docendi del CIC se inicia con la siguiente afirmación: «Cristo Nuestro Señor encomendó [a la Iglesia] el depósito de la fe, para que, con la asistencia del Espíritu Santo, custodiase santamente la verdad revelada, profundizase en ella y la anunciase y expusiese fielmente» (c. 747 § 1). Con cuatro verbos (anunciar, profundizar, exponer y custodiar) señala el legislador eclesiástico, más o menos directamente, otras tantas formas fundamentales en las que se lleva a cabo el servicio a la Palabra de Dios: anuncio de la Palabra en la liturgia y en la catequesis (cc. 756-780), el magisterio eclesiástico (cc. 748-754), la actividad misionera y educativa de la Iglesia (cc. 781-821) y, por último, la tutela jurídica de la integridad de la fe y de la comunión eclesial (cc. 822-833 y 1400-1752). En todos estos sectores se ha tenido en cuenta que este servicio a la Palabra de Dios en cuanto munus concierne a toda la Iglesia, porque se estructura constantemente como una interacción recíproca entre magisterio apostólico y sensus fidei de todos los fieles 1.


7.
Anuncio y magisterio

En respuesta a un dictado preciso del Concilio, contenido en el n. 44 del Decreto Christus Dominus sobre el oficio pastoral de los obispos, la Congregación para el clero publicó el 11 de abril de 1971 el Directorium catechisticum generale 2. La segunda parte de este directorio tiene como fin la

  1. A este respecto cfr. W. Aymans, Begriff, Aufgabe und Träger des Lehramts, en: HdbKathKR, 533-540 y sobre todo 539-540.

  2. Cfr. AAS 64 (1972), 97-176.

presentación de los principios teológico-pastorales brindados por el concilio Vaticano II para orientar y coordinar los diversos aspectos de la acción evangelizadora de la Iglesia. Esta está enteramente dedicada al ministerio de la Palabra: en el primer capítulo trata de la predicación y en el segundo de la catequesis, o sea, de los dos instrumentos del anuncio «que ocupan, sin duda, el lugar principal» (CD 13, 3). El nuevo Código de Derecho Canónico ha recibido plenamente esta visión conciliar, sobre todo, en el modo de sistematizar la materia en el primero de los cinco títulos en que se divide el De Ecclesiae munere docendi. En efecto, después de algunos cánones introductorios sobre los diversos tipos de responsabilidad en el ejercicio del ministerio de la Palabra, así como sobre las fuentes y los medios de comunicación del mensaje cristiano, el título De divini verbi ministerio (cc. 756-780) está dividido en dos capítulos: el primero dedicado a la predicación (cc. 762-772), el segundo a la instrucción catequética (cc. 773-780).

Para poder analizar la normativa del Código referente a estos dos formas fundamentales de la acción evangelizadora de la Iglesia, intentando re-coger la novedad profunda que presenta respecto al Código de 1917, conviene hacer algunas consideraciones de orden general sobre el sujeto del anuncio cristiano. Y ello a partir de los contenidos normativos principales, tanto de los citados cánones introductorios al título primero, como de las normas generales propuestas para todo el libro tercero sobre la función docente de la Iglesia.

7.1 El anuncio y su sujeto unitario

Tanto la predicación como la catequesis, en cuanto «tareas primordiales» de la misión de la Iglesia o «momentos esenciales y diferentes... de un único movimiento», son operaciones.«de las que toda la Iglesia debe sentirse y querer ser responsable» 3. Corresponde a la Iglesia como unidad orgánica o communio, o sea, a la Iglesia como sujeto unitario vivificado por el Espíritu Santo, profundizar, anunciar y exponer fielmente a todos los hombres el así llamado depositum fidei (c. 747). Anunciar el Evangelio e instruir a todas las gentes en la verdad revelada que es Cristo Jesús, Redentor de los hombres, es tarea y responsabilidad de todos los miembros del Pueblo de Dios en virtud del bautismo y de la confirmación, y no sólo

3. Las citas están tomadas de: Pablo VI, Evangelii nuntiandi (8 de diciembre de 1975), nn. 17-24, en: AAS 68 (1976), 17-22; y Juan Pablo II, Catechesi tradendae (16 de octubre de 1979), nn. 15-16, 18 y 24, en: AAS 71 (1079), 1277-1340.

de un «cuerpo de pastores que se llama Iglesia docente o simplemente Iglesia» 4, como enseñaba, por ejemplo, el Catecismo de Nancy (1824), y como en cierto modo podíamos encontrar todavía en el Código pío-benedictino, donde tal normativa estaba registrada bajo el título De magisterio ecclesiastico y estaba organizada de manera casuística en torno a la figura jurídica de la missio canonica del c. 1328.

Esta responsabilidad común respecto al ministerium verbi, ejercida siguiendo grados diversos de representatividad y de autoridad y en conformidad con la variedad de funciones específicas, subyace, pues, en la lógica de la comunión eclesial a todos los niveles de sus diversas expresiones, desde el Papa, a quien ha sido confiado el munus Evangelii annuntiandi de manera praecipue respecto a la Iglesia universal (c. 756 § 1), al fiel laico, llamado a ser –en virtud del bautismo y de la confirmación– testigo del Evangelio y, por ello, colaborador del obispo con sus presbíteros in exercitio ministerii verbi (c. 759). Eso significa que, antes de cualquier legitimación teológica para hablar nomine Ecclesiae, todo fiel está obligado en virtud del sacramento del bautismo –que lo integra en una comunión de testigos–5 a «anunciarse no a sí mismo, sino a Cristo Jesús» (2 Co 4, 5), y eso sólo es posible si conserva siempre, también en su propio modo de actuar, la comunión con toda la Iglesia (c. 209 § 1).

Se ha observado también que el munus Evangelii nuntiandi, del que tratan especialmente los cánones introductorios 756-761 indicando sus sujetos desde una perspectiva jerárquica, es una noción teológica general, que incluye todos los aspectos de la función evangelizadora de la Iglesia. Por eso es menos técnica que la de ministerium verbi, que incluye la predicación y la catequesis, cuyo moderador es el obispo en su propia Iglesia particular, como lo recuerda el § 2 del c. 756. Su expresión más autorizada y, por consiguiente, formalmente, más vinculante, es el así llamado magisterio eclesiástico, que no es simplemente el ministerio de la Palabra, como se verá mejor en lo que sigue. Si bien ambos se fundamentan en la Sagrada Escritura y en la Tradición (c. 760), eso no es óbice para que exista una diferencia entre ellos. Dicho de otro modo, si bien todo magisterio es ministerio de la Palabra, no todo ministerio de la Palabra es magisterio. Mientras que el magisterio anuncia, expone e interpreta la Palabra de Dios de manera in-falible o auténtica –aunque en grados diferentes de intensidad o autoridad–,

  1. E. Germain, Langage de la foi á travers l'histoire, Tours 1972, 167.

  2. Sobre el modo como el acto de fe bautismal introduce al yo aislado en el yo colectivo de la Iglesia, cfr. J. Ratzinger, Transmisión de la fe y fuentes de la fe, en: Scripta Theologica 15 (1983) 9-29.

el ministerio de la Palabra simplemente la anuncia o la transmite. A diferencia del magisterio, que implica una particular asistencia del Espíritu Santo (LG 19 y 24) y, por ello, posee un carácter formal diferente, el ministerio de la Palabra es, efectivamente, una expresión particular del anuncio del Evangelio, pero en su núcleo esencial está ya implicado en los sacramentos del bautismo y de la confirmación. En cuanto tal, requiere facultades particulares o un mandato especial sólo cuando adquiere una autoridad y una relevancia mayores a nivel litúrgico o doctrinal en la Iglesia (como, por ejemplo, en los cc. 767 § 1 y 812).

Una vez señaladas estas consideraciones de orden general, será posible ilustrar de un modo más analítico los principales contenidos de la nueva normativa del Código referente al ministerio de la Palabra divina, como ex-presión particular de la función de enseñar de la Iglesia.

7.2 Las formas del anuncio

Entre los diferentes medios de anuncio que puede usar la Iglesia para ejercer el ministerio de la Palabra, la predicación litúrgica y la instrucción catequética son los que gozan justamente del primado 6.

a) La predicación litúrgica

La predicación de la Palabra de Dios, como enseña el decreto conciliar Presbyterorum ordinis en su n. 4, posee una particular fuerza constitutiva en orden a la edificación de la communio fidelium y, por eso, constituye uno de los deberes principales de los ministros ordenados (c. 763).

Este praecipuum officium (LG 25, 1 y CD 13, 3) compete principalmente a los obispos, que tienen el derecho (ius) de predicar la Palabra de Dios en todas partes (c. 762). Tal derecho es consecuencia directa del mandato común que dio Cristo al «cuerpo de los pastores» (LG 23, 3) de «anunciar el Evangelio en todos los lugares de la tierra»y constituye, al mismo tiempo, un deber directamente derivado de la «solicitud por toda la Iglesia» (LG 23, 2) a la que está obligado cada obispo particular. La reductora visión eclesiológica del oficio episcopal, completamente centrada aún en la figura jurídica de la concesión de los poderes 7, había impedido al legislador eclesiástico

  1. Cfr. c. 761.

  2. Cfr. L. Gerosa, L'évéque dans 1es documents de Vatican II et le nouveau code de droit canonique, en: Uisages de l'Église. Cours d'ecclésiologie publié par P. De Laubier, Fribourg 1989, 73-89.

de 1917 sacar a la luz este derecho-deber de cada obispo, reservado como un privilegio sólo a los cardenales por el c. 239 § 1, n. 3.

También en todas partes, aunque con el consentimiento al menos presunto del rector de la Iglesia donde ejerce el ministerio, pueden ejercer los presbíteros y los diáconos la facultad (facultas) de predicar, si el ordinario competente no les ha suprimido o restringido el uso de tal facultad (c. 764). Esto significa que, a pesar de que el concepto de missio canonica (requerida por el c. 1328 del CIC de 1917 para que un presbítero o diácono pu-diera predicar) haya sido sustituido aquí por el de facultas, sin embargo la predicación sigue siendo, según el legislador eclesiástico, una forma peculiar de evangelización, que implica el ejercicio de un derecho originario, que compete en primer lugar al obispo. El cambio de disciplina respecto a la primera codificación no es, con todo, reducible simplemente a una simplificación radical de las normas relativas a la predicación, sino que consiste sobre todo en el reconocimiento de que el orden sagrado establece una presunción en favor de la posibilidad de que los presbíteros y diáconos prediquen el Evangelio por todas partes 8.

De manera análoga, también la normativa referente a la predicación de los religiosos en sus oratorios e iglesias aparece un tanto simplificada, dado que de ahora en adelante se requiere sólo la licencia del superior competente (c. 765). Nuevos son, en cambio, el c. 766 sobre la predicación de los laicos, del que hablaremos de modo detallado en lo que sigue, y el c. 772 § 2, que remite a las disposiciones dadas por cada conferencia episcopal sobre la predicación a través de la radio y la televisión.

b) La catequesis

A la instrucción catequética, que es una forma de evangelización más orgánica y sistemática que la predicación, está dedicado todo el capítulo segundo de la normativa del Código sobre el ministerio de la Palabra. La clave de lectura del nuevo planteamiento teológico-pastoral de esta normativa la da el c. 774, donde el legislador eclesiástico recuerda que todos los miembros de la Iglesia son sujetos activos de su acción catequética (§ 1) y, en primer lugar, los padres (§ 2). Por otra parte, esta acción resulta eficaz, en orden al crecimiento de la fe de todo el Pueblo de Dios, sólo cuando sus dos dimensiones –la enseñanza de la doctrina y la experiencia de la vida

8. La enseñanza conciliar de LG 28 ha sido recibida de este modo por el Código según A. Montan, Il libro III: La funzione di ensegnare della Chiesa, en: Il nuovo Codice di diritto canonico. Studi, Torino 1985, 138-163, aquí 147.

cristiana (c. 773)– son concebidas y practicadas de modo unitario e interactivo, puesto que la ortodoxia y la ortopraxis constituyen una unidad inescindible en todo esfuerzo catequético auténtico9.

Muy distinto era, en cambio, el planteamiento de la normativa pío-benedictina (cc. 1329-1336), donde la acción catequética estaba totalmente centrada en la figura del párroco (c. 1330), y los padres eran considerados únicamente como objetos y no como sujetos de la catequesis, reducida, entre otras cosas, casi exclusivamente a la catequesis de los niños para la preparación a la recepción de los sacramentos (cc. 1330-1331). El actual c. 776 obliga, en cambio, al párroco, en virtud de su oficio, a preocuparse de la formación catequética de todos los miembros del Pueblo de Dios, desde los adultos a los jóvenes y a los niños, valiéndose de la colaboración de todos y, en particular, de los catequistas, ya sean estos clérigos, religiosos o laicos. Corresponde, además, al obispo diocesano y a las Conferencias episcopales proveer para que sean aprontados los subsidios adecuados para garantizar un trabajo catequético eficaz a todos los niveles (c. 775).

c) El problema de la predicación de los laicos

Según la enseñanza del concilio Vaticano II 10, todo el Pueblo de Dios está llamado a participar en el oficio profético de Cristo y, por consiguiente, en la predicación y en la catequesis. En consecuencia, también los fieles laicos pueden ser llamados a colaborar con el obispo y con los presbíteros en el ejercicio del ministerio de la Palabra 11, ya sea en la catequesis o en la enseñanza, ya sea en las celebraciones litúrgicas «aunque no sean lectores ni acólitos» (c. 230 § 3). La recepción de estos principios conciliares en el nuevo Código de Derecho Canónico permite al legislador eclesiástico, no sólo abolir la prohibición de predicar en que incurrían todos los laicos etsi religiosi por parte del viejo c. 1342 § 2, sino ofrecer también un fundamento teológico claro al ya citado nuevo c. 766, que dice: «Los laicos pueden ser admitidos a predicar en una iglesia u oratorio, si en determinadas circunstancias hay necesidad de ello, o si, en casos particulares, lo aconseja la utilidad, según las prescripciones de la Conferencia Episcopal y sin perjuicio del c. 767 § 1».

  1. Cfr. H. Mussinghoff, en: MK, c. 773.

  2. Cfr. LG 33 y 35; AA 3 y c. 204 § 1.

  3. Cfr. c. 759; sobre toda la cuestión de la predicación de los laicos, cfr. L. Gerosa, Diritto ecclesiale e pastorale, Torino 1991, 58-64.

Según esta norma, las predicaciones de los fieles laicos durante celebraciones autónomas de la Liturgia de la Palabra, o durante otras formas de oración litúrgica no eucarística, no plantea problemas particulares. Excepto los sacerdotes reducidos al estado laical 12, todos los fieles laicos pueden ser admitidos, respetando las disposiciones de la propia Conferencia episcopal y en caso de que se cumplan las condiciones de necesidad o utilidad señaladas en línea de principios por el magisterio. Según el n. 17 del decreto conciliar Apostolicam actuositatem se cumple una condición de gran necesidad, por ejemplo, en los lugares donde «la libertad de la Iglesia se ve gravemente impedida», mientras que, según el n. 17 del decreto conciliar Ad gentes, se cumple una condición de verdadera utilidad en los lugares en que la oración comunitaria es presidida normalmente por catequistas a causa de la escasez de sacerdotes. El Directorium de Missis cum pueris, publicado por la Congregación para el culto divino el 1 de noviembre de 1973, indica en el n. 24 otra condición de utilidad: las celebraciones litúrgicas para niños con la participación de sus catequistas 13. Plantean, no obstante, algunos problemas de interpretación de la norma la expresión admitti possunt laici y la reserva et salvo c. 767 § 1.

La expresión admitti possunt laici parece dejar entender que, para el legislador eclesiástico, la predicación de un fiel laico, incluso en celebraciones litúrgicas, tiene sólo el valor de un testimonio personal. Si hubiera sido sustituida por la fórmula «facultas praedicandi laici concedi potest» 14, hubiera quedado más claro cómo la predicación de un fiel laico no se realiza nunca a título personal, sino por encargo del obispo y en nombre de la Iglesia, sin por ello mellar la autoridad de la predicación de un ministro ordenado ni el carácter de suplencia de la predicación de los laicos 15.

La reserva del c. 767 § 1 plantea problemas de interpretación aún mayores. En efecto, para poder captar el alcance normativo exacto de la disposición segunda: «la homilía, que es parte de la misma liturgia y está reservada al sacerdote o al diácono», es preciso determinar antes el significado que el

  1. Cfr. las Normas de la Congregación para la Doctrina de la fe de 1971 n. 46, en: AAS 63 (1971), 308.

  2. Cfr. AAS 67 (1974), 37.

  3. Es la propuesta por H. Schmitz, Die Beauftragung zum Predigtdienst. Anmerkungen zum «Schema canonum libri III de Ecclesiae munere docendi», en: A1kKR 149 (1980), 45-63 y en particular la p. 60.

  4. Cfr.: Instrucción sobre algunas cuestiones acerca de la colaboración de los fieles laicos en el sagrado ministerio de los sacerdotes [= Instructio], en: Boletín Oficial del Arzobispado de Santiago de Compostela, año CXXXVII, num. 3517 (enero 1998), art. 2 § 3.

legislador atribuye a las expresiones homilía, liturgia y reservar. La homilía, como resulta tanto del mismo c. 767 § 1 (que retorna el art. 52 de la Constitución sobre la liturgia Sacrosanctum Concilium) como de los cc. 386 § 1 y 528 § 1, es una explicación de las verdades de fe, a creer y aplicar en 1as costumbres, tomada de la Sagrada Escritura (cfr. SC 24). Al ser una de las formas más eminentes de la predicación debe estar orientada cristológicamente, o sea, proponer «íntegra y fielmente el misterio de Cristo» (c. 760). La liturgia se entiende aquí en el sentido de celebración eucarística, tanto porque lo afirman explícitamente los parágrafos siguientes del canon en cuestión, como porque se deduce de las explicaciones de la Co-misión pontificia encargada de la reforma del Código 16. En cambio, el modo en que se ha de entender el verbo reservar y, por consiguiente, la noción de reserva, introducida por el n. 48 de la EA Catechesi tradendae del 16 de octubre de 1979 y retomada después por el legislador eclesiástico, no está nada claro y cada autor parece quedar libre de poder interpretar, a partir de sus propias convicciones teológicas, tanto el texto del Código como la historia de su redacción.

Ni siquiera la respuesta de la Pontificia Commissio Codici luris Canonici authentici intrepretando, publicada el 3 de septiembre de 1987 en el órgano oficial de la Santa Sede para la promulgación de las leyes 17, parece haber resuelto definitivamente la cuestión. Efectivamente, a la duda planteada: «Utrum Episcopus diocesanus dispensare valeat a prescripto c. 767 § 1, quo sacerdoti aut diacono homilia riservatur», responde la citada Comisión con un lacónico Negative. Si bien no sorprende la ausencia de motivos, por ser éste el modo normal con que se publican las decisiones de la Comisión, sin embargo el no mencionar la norma general del c. 87 § 1, que define exactamente el ámbito dentro del cual puede dispensar válidamente el obispo diocesano de las leyes canónicas, tanto universales como particulares, parece dejar a sabiendas abierta la cuestión 18. Pues, está fuera de duda que la disposición del c. 767 § 1 es una lex mere ecclesiastica, de ahí que, por principio, no pueda ser excluida, con arreglo al c. 85, una dispensa. Con otras palabras, es por lo menos legítima la duda de quien considera la reserva en favor de los presbíteros y diáconos de la así llama-

  1. Cfr. Communicationes 7 (1975), 152; 9 (1977), 161.

  2. AAS 79 (1987), 1249.

  3. Es el autorizado juicio de H. Schmitz, Erwägungen zum authentischen Interpretation von c. 767 § 1 CIC, en: Rechts als Heilsdienst: Matthäus Kaiser zum 65. Geburstag gewidmet, edición a cargo de W. Schulz, Paderborn 1989, 127-143, aquí 143.

da homilía como no identificable con una prohibición absoluta de que los fieles laicos puedan predicar durante una celebración eucarística 19.

La legitimidad de tal duda, si bien, por una parte, cuenta con el reconocimiento de una propuesta, desgraciadamente no aceptada por el legislador eclesiástico, hecha en febrero de 1980 por la Congregación para la doctrina de la fe en orden a introducir en el texto del Código el añadido «ordinarie reservatur» 20, por otra parte, puede fundamentarse sobre las consideraciones siguientes.

En primer lugar, si bien es cierto que el Concilio no habla explícita-mente de la predicación de los laicos en celebraciones eucarísticas, con todo, la respuesta dada el 11 de enero de 1971 a esa cuestión por la Pontificia Comisión para la interpretación auténtica de los textos conciliares admite que, en casos especiales, también los fieles laicos pueden predicar en celebraciones eucarísticas 21. Semejante interpretación encontró, posteriormente, una confirmación jurídica en el citado n. 24 del Directorium de Missis cum pueris, que afirma explícitamente: «Nada impide que algunos de estos adultos que participan en la misa con los niños, con permiso del párroco o del rector de la iglesia, les dirijan la palabra después del Evangelio, sobre todo si el sacerdote se adapta con dificultad a la mentalidad de los niños» 22. En tercer lugar, la concesión realizada por la Santa Sede a los obispos de Alemania en orden a permitir que Ios laicos particularmente idóneos para el ministerio de la Palabra pudieran ser llamados, a título de suplencia o a título subsidiario, a predicar en circunstancias particulares, incluso en la misma celebración eucarística, ha sido confirmada en otras ocasiones 23. Tras la promulgación del nuevo Código, el contenido normativo de tal concesión ha sido sólo parcialmente modificado por las disposiciones contenidas en la Ordnung für den Predigtdienst von Laien, preparadas por la Conferencia episcopal alemana después de largas negociaciones

  1. Concuerdan en esta interpretación: P. Krämer, Liturgie und Recht. Zuordnung und Abgrenzung nach dein Codex luris Canonici vom 1983, en: Liturgisches Jahrbuch 34 (1984), 66-83, aquí 77, y O. Stoffel, Die Verkündigung in Predigt und Katechese. en: HdbKathKR, 541-547, aquí 543.

  2. Cfr. H. Schmitz, Die Beauftragung zum Predigtdienst, o.c., 62.

  3. Cfr. AAS 63 (1971), 329 ss.

  4. Se puede encontrar una confirmación ulterior y análoga en las así llamadas homilías participadas de las celebraciones eucarísticas de grupos reducidos (cfr. las Richtlinien publicadas el 24-9-1970 por la conferencia episcopal alemana, en: Nachkonziliare Dokumentation, XXXI, Trier, 1972, 54-64).

  5. El Rescripto de la Congregación para el clero del 20-11-1973 (cfr. X. Ochoa, Leges Ecclesiae, V, Roma 1980, n. 4240) fue prolongado, primero, hasta 1981 y, a continuación, el 23-1-1982, fue prolongado de nuevo hasta la publicación del nuevo Código.

con la Santa Sede 24, que han entrado en vigor a partir del 1 de mayo de 1988 en cada diócesis de la Alemania Federal 25. En efecto, en el segundo párrafo del primer parágrafo de estas disposiciones precisan los obispos alemanes que, también en las celebraciones litúrgicas, pueden los fieles laicos (hombres o mujeres) encargarse de una predicación introductoria, en el sentido de una statio al comienzo de la Santa Misa, si al celebrante le es física o moralmente imposible encargarse de la homilía y no está disponible ningún sacerdote ni diácono. Estas disposiciones de derecho particular corresponden al artículo 3 § 2 de la Instructio, no así, por el contrario, la práctica –difundida abusivamente en algunas iglesias locales de lengua alemana–, según la cual algunos fieles laicos pronuncian regularmente la homilía durante la misa.

Los tres casos señalados subrayan todos ellos el carácter excepcional de la predicación de los fieles laicos en las celebraciones eucarísticas. El último caso, en particular, subraya también, al menos de modo indirecto, la regla general según la cual la homilía debería ser realizada, normalmente, por quien preside la Eucaristía, puesto que Palabra y sacramento están ordenados recíprocamente entre sí 26. Este carácter excepcional –bien puesto de relieve por la Instructio– es, no obstante, suficiente para poder concluir lo que sigue: a) La cuestión de la participación de los fieles laicos en el ministerio de la Palabra no ha de ser reducida a la posibilidad teológico-jurídica de predicar en las celebraciones eucarísticas; b) La reserva en favor de los presbíteros y diáconos, contenida en el c. 767 § 1, debería ser considerada a la manera de una norma general, jurídicamente vinculante, pero que –precisamente por ser tal– admite excepciones, establecidas por las Conferencias episcopales de acuerdo con la Santa Sede 27.

24. La última etapa de estas negociaciones es la carta de la Congregación para el clero al Presidente de la Conferencia episcopal alemana, fechada el 16 de febrero de 1988, donde se contiene la comunicación de que las previstas disposiciones no tenían necesidad de recognitio alguna por parte de la Santa Sede para entrar en vigor (cfr. P. Krämer, Die Ordnung des Predigtdienstes, en: Recht als Heilsdienst, o.c., p., 115-126. aquí 121). Semejante comunicación nos deja perplejos, porque según el c. 455 § 2 los decretos generales de una conferencia episcopal obtienen fuerza de obligación sólo tras la recognitio de la Santa Sede.

25 Cfr. por ejemplo Amtsblatt Eichstätt 135 (1988), 96 ss.

26 Cfr. n. 42 de la introducción general al Misal Romano del 6-6-1969, en: Nachkonziliare Doku-Inentation, XIX, Trier 1974, 79.

27. A este respecto es, desde luego, legítimo preguntarse si una «Instructio», que según el CIC no es una ley y, por tanto, las disposiciones en ella contenidas «legibus non derogant» (c. 34 § 2), pueda sin más abrogar leyes y costumbres particulares, como más bien parece exigir la última frase de la instrucción del 13 de agosto de 1997. ¿No hubiera bastado una recomendación a los obispos para que se ocuparan de eliminar toda práctica abusiva?

d) La fuerza agregativa de la Palabra autorizada

Las lagunas e incertidumbres presentes en la reglamentación jurídica de la predicación de los laicos, durante las celebraciones eucarísticas, no pueden poner en duda los numerosos aspectos positivos e innovadores de la nueva normativa del Código sobre el ministerio de la Palabra, cuya fuerza agregativa, con valor jurídico-constitucional en orden a la formación de esa «una realitas complexa» (LG 28, 1) que es la Iglesia, es saca-da a la luz de modo particular por el c. 762. Este último –que retorna casi al pie de la letra PO 4, 1– afirma en efecto: «Como el pueblo de Dios se congrega ante todo por la palabra de Dios vivo, que hay absoluto derecho a exigir de labios de los sacerdotes, los ministros sagrados han de tener en mucho la función de predicar, entre cuyos principales deberes está el de anunciar a todos el Evangelio de Dios». El subrayado de la fuerza agregativa del ministerio de la Palabra documenta, por una parte, su estrecho vínculo con el sacramento del orden, que habilita para presidir la Eucaristía y, por otra parte, pone de manifiesto la raíz dogmática de la diferencia autoritativa entre la predicación de los presbíteros y la de los laicos, que ha de ser buscada, en última instancia, en la diferencia «de esencia y no sólo de grado» (LG 10, 2) entre el sacerdocio ministerial y el común. Lo cual constituye para los presbíteros un implícito y, al mismo tiempo, concreto deber, pues predicar representa una explicaciónd e las Sagradas Escrituras capaz de volver a congregar a los fieles y reanimar sus corazones como las Palabras del Señor a los discípulos de Emaús, sólo si está profundamente arraigada en la vida de aquella communio de testigos que es la Iglesia. Para alcanzar ese resultado no basta con las disposiciones jurídicas, sino que es necesario que con las mismas se conecten las acciones pastorales de toda la comunidad cristiana y en particular de los pastores, a fin de que el misterio de la Palabra se ejerza cada vez más «de manera acomodada a la condición de los oyentes y adaptada a las necesidades de cada época» (c. 769).

7.3 Magisterio eclesiástico y grados en el asentimiento de fe

Al introducir el comentario a las normas del Código sobre el ministerio de la Palabra, ya hemos tenido ocasión de señalar que la expresión más autorizada y, por consiguiente, formalmente más vinculante, de este servicio o ministerio eclesial es el así llamado magisterio eclesiástico. Dentro de la estructura de comunión de fe este tiene la naturaleza y la finalidad propias que se expresan, en grados diversos, tanto en la responsabilidad de sus titulares, como en el asentimiento de fe de todos los bautizados.

a) Naturaleza y finalidad del magisterio eclesiástico

Lo que distingue al magisterio eclesiástico dentro de la función general docente de la Iglesia, atribuyéndole un carácter formal específico en el interior de «la misión de enseñar a todos los pueblos y de predicar el Evangelio a toda criatura» (LG 24, 1), es su estar basado en el mandato apostólico y, como tal, contar con la seguridad de una asistencia particular del Espíritu Santo 28. La función específica del magisterio eclesiástico consiste, pues, en un modo especial de ejercer la función, confiada a toda la Iglesia, de custodiar el único depositum fidei, o sea, la Sagrada Escritura y la Tradición, y, sobre todo, en la ta-rea exclusiva «de interpretar auténticamente la palabra de Dios, oral o escrita» (DV 10, 2). Esta doble función específica está estrictamente ligada tanto al otorgamiento de la «plenitud del sacramento del orden» (LG 21, 2), como al papel de quien ha sido investido con él (el Papa) para ser «visible principio y fundamento de la unidad» (LG 23, 1) de toda la Iglesia como comunión. Cuando el Papa y el Colegio de los Obispos junto con el sucesor de Pedro ejercen esta función, para proclamar «por un acto definitivo la doctrina que debe sostenerse en materia de fe y de costumbres» (c. 749 § 1), están asistidos por el don singular o «carisma de la infalibilidad» (LG 25, 3).

Estas definiciones del Magisterio eclesiástico no son nuevas revelaciones, sino que tienen como objetivo hacer progresar a todos los fieles en la inteligencia de la fe y de sus contenidos. Ahora bien, como «existe un orden o "jerarquía" de las verdades de la doctrina católica, ya que es diverso el enlace de tales verdades con el fundamento de la fe cristiana» (UR 11, 3) –orden del que se deriva una gradualidad a la hora de creer en ellas–, así en el desarrollo de la función del magisterio de los obispos y del Papa participan, siguiendo grados diferentes de responsabilidad, todos los fieles, bautizados y confirmados, gracias al don del sensus fidei (LG 12, 1) y, sobre todo, los presbíteros y diáconos, en virtud del sacramento del orden.

b) Los diversos grados de responsabilidad y de asentimiento de fe

Sin preocuparse de definir la naturaleza y la finalidad del magisterio eclesiástico, sobre la base de la enseñanza conciliar que acabamos de

28.Cfr. LG 19; 21, 2; 22, 2; 24, 1; 25, 3 y DV 10, 2 que hablan ampliamente de mandato divino y de asistencia del Espíritu Santo.

resumir, el legislador eclesiástico del Código de 1983 en los cc. 748-754, colocados al comienzo del libro tercero sobre la función de enseñar de la Iglesia, precisa de inmediato los diversos grados de responsabilidad en su ejercicio, así como los diversos grados de asentimiento de fe u obediencia eclesial debidos por todos los fieles a cuanto enseña el magisterio eclesiástico. Esta extraña colocación sistemática en una serie de cánones introductorios y el no haber sabido registrar toda la normativa del Código sobre el magisterio eclesiástico en un título propio, corre el riesgo de perpetrar el error eclesiológico de que el magisterio eclesiástico sea concebido aún –contrariamente a lo que enseña el concilio Vaticano II29como una autoridad ejercida por encima de la Iglesia y no dentro de ella, como garantía última de su unidad. Esta impresión está confirmada también por el hecho de haber renunciado en estos cánones a cualquier referencia a los términos conciliares de sensus fidei e infallibilitas in credendo, que están en condiciones de fundamentar teológicamente la estructura de comunión de la comunidad de fe que es la Iglesia, también cuando ejerce el munus docendi.

Por lo que respecta a la gradualidad en la responsabilidad del ejercicio del magisterio eclesiástico, el CIC recuerda que tanto el Papa como el Colegio de los obispos son considerados titulares del magisterio auténtico (c. 752) en la doctrina sobre la fe y las costumbres. Cuando estos sujetos supremos de esta responsabilidad se pronuncian de modo definitivo, gozan de infalibilidad, ya estén reunidos en concilio ecuménico, ya dispersos por el mundo en sus sedes, aunque en comunión entre ellos y con el sucesor de Pedro (c. 749). El ejercicio habitual del magisterio eclesiástico auténtico no es, sin embargo, infalible y, en efecto, el parágrafo tercero del mismo c. 749 precisa: «Ninguna doctrina se considera definida infaliblemente si no consta así de modo manifiesto». De ello se deduce la existencia de una cierta gradualidad por parte de los fieles en la adhesión a la doctrina del magisterio eclesiástico.

A este respecto, prescribe el legislador eclesiástico: la obediencia o asentimiento de fe, para las verdades a creer o propuestas como de fe divina-católica (c. 750) y para las definidas de modo infalible (c. 749 § 2); un asentimiento religioso del entendimiento y de la voluntad (c. 752), a las doctrinas sobre la fe propuestas por el magisterio eclesiástico ordinario, universal y auténtico, aunque no sea su intención proclamarlas con un acto decisorio (c. 750); un simple asentimiento del entendimiento y de la volun-

29 Cfr. DV 10, 2 y los comentarios de: W. Aymans, Begriff, Aufgabe und Träger des Lehramts, o.c., 540; P. Krämer, Kirchenrecht, I, o.c., 39-41; A. Montan, 11 libro 111: la funzione di insegnare della Chiesa, o.c., 142.

tad, frente al magisterio eclesiástico ordinario, universal y auténtico, en materia doctrinal y de costumbres (c. 752); y, por último, una simple adhesión con asentimiento religioso interior en lo que respecta al magisterio auténtico ordinario del propio obispo (c. 753). Todos los fieles tienen, además, la obligación de observar las constituciones y los decretos con los que la autoridad competente propone una doctrina o rechaza opiniones erróneas (c. 754).

El que, después de haber recibido el bautismo, repudia totalmente la fe cristiana, niega de modo pertinaz cualquier verdad de fe divina y católica, se sustrae deliberadamente de la comunión de fe con los obispos y el Papa es apóstata, hereje o cismático (c. 751), e incurre en la sanción canónica de la excomunión con arreglo al c. 1364. A quien, después de haber recibido el bautismo, rechaza, no obstante, la enseñanza del magisterio auténtico del Papa y del Colegio de los obispos, aunque no sea infalible, o bien rechaza de manera pertinaz una de las doctrinas de las que habla el legislador en el c. 752, según el c. 1371, tras amonestación, le puede ser infligida o aplicada una sanción canónica. No cualquier negación de una verdad de fe, ni tampoco cualquier duda sobre alguna de estas verdades constituye un delito de herejía o de cisma, porque también dentro de la plena communio de la Iglesia católica existe una diferencia legítima entre la conciencia de fe del creyente particular y la fe creída por la Iglesia en su conjunto 30. Ciertamente, si bien es verdad que el principio general, según el cual todo hombre está obligado a abrazar y observar por ley divina la verdad conocida (c. 748 § 1), tiene para el fiel católico una fuerza precisa jurídicamente vinculante, sin embargo este último ha de tener presente que la diferencia entre un pecado grave contra la fe (o la unidad de la Iglesia) y un delito de herejía (o de cisma) no depende de un dato dogmático objetivo, sino de una intervención positiva de la autoridad eclesiástica31. En el plano normativo, esta intervención positiva de la autoridad eclesiástica se expresa a dos niveles: el nivel dogmático de la definición, en el que el magisterio eclesiástico auténtico fija los límites formales, dentro de los cuales está garantizada aún la communio plena en la fe; y el legislativo, para proteger estos límites formales con sanciones canónicas. Estas últimas serán estudiadas amplia-

  1. A este respecto, cfr. K. Rahner, Häresie in der Kirche heute? en: Idem, Schriften zur Theologie, vol. IX, Einsiedeln 1972 (2. Aufl), 453-478, 460.

  2. Para un análisis detallado de toda esta cuestión, cfr. L. Gerosa, La scomunica una penn? Saggio per una fondazione teologica del diritto penale canonico, Friburgo 1984, 296-326: Idem, Schisma und Häresie. Kirchenrechtliche A"speckte einer neuen ekklesiologischen Begriffsbestimmung, en: Theologie und Galube 83 (1993), 195-212.

mente en el parágrafo 14.3, en estrecha conexión con el sacramento de la penitencia. Aquí es suficiente con recordar que toda la normativa del Código relativa al asentimiento de fe y a la negación, total o parcial de la misma, ha de ser leída a la luz del principio conciliar fundamental sobre la libertad del acto de fe (DH 10), retomado por el legislador eclesiástico en el c. 748 § 2, que dice: «A nadie le es lícito jamás coaccionar a los hombres a abra-zar la fe católica contra su propia conciencia». En efecto, el acto de fe es siempre una respuesta libre y responsable a la Palabra de Dios, que es un acontecimiento de gracia, y eso tiene un significado no sólo hacia el mundo exterior, sino también en el interior del sistema jurídico de la Iglesia, como ya hemos tenido ocasión de subrayar en el parágrafo sobre los principios de legitimación de un derecho eclesial.


8. Misión, educación y ecumenismo

8.1 Las normas del Código sobre la actividad misionera

Las normas canónicas sobre la acción misional de la Iglesia han sido reagrupadas por el legislador eclesiástico de 1983 en el segundo título del libro III, siguiendo el siguiente orden sistemático: tras una alusión al carácter misionero de toda la Iglesia (c. 781), se formulan los criterios para las diferentes responsabilidades en la realización del mandato misionero (cc. 782-785 y c. 792) y, finalmente, las diversas normas que regulan la acción misionera propiamente dicha y sus actividades más específicas (cc. 786-791).

Desde el primer canon de esta sección –el 781– queda claro cómo el legislador eclesiástico ha recogido plenamente la enseñanza conciliar sobre la Iglesia peregrinante: «La Iglesia peregrinante es, por su naturaleza, misionera, puesto que toma su origen de la misión del Hijo y de la misión del Espíritu Santo, según el propósito de Dios Padre» (AG 2, 1), y sobre la obra de evangelización como deber fundamental de todo el Pueblo de Dios y de todos y cada uno de sus miembros 32. De la organización sistemática de la materia, y no sólo del canon 787 § 1, emerge asimismo la conciencia de que la fuente tanto de la actividad misional in genere, como de la acción misional propiamente dicha, es el testimonio de la vida y de la palabra de los hombres y mujeres regenerados en su humanidad por el bautismo, con

32. Cfr. sobre todo AG 11; 35 y 36.

el cual son incorporados a la Iglesia como communio 33. La insistencia del legislador eclesiástico sobre el «diálogo sincero con quienes no creen en Cristo» (c. 787 § 1) y sobre la admisión al bautismo sólo de aquellos que lo han pedido «libremente» (c. 787 § 2), tras haber recibido el anuncio evangélico, documenta también ampliamente cómo todas estas normas del Código sobre la actividad misional de la Iglesia están informadas por el principio conciliar de la libertad religiosa.

En el centro de estas normas se encuentran justamente las disposiciones referentes al aspecto más importante y delicado de la acción misionera propiamente dicha, a saber: la incorporación a la Iglesia de aquellos que han acogido libremente el anuncio cristiano. Con arreglo a los cánones 787-789, tras el precatecumenado, consistente en el primer anuncio o kerygma, aquellos que hayan manifestado la voluntad de abrazar la fe en Cristo son admitidos al catecumenado con una ceremonia litúrgica. Este período de instrucción obligatoria en la doctrina cristiana, de preparación para recibir los sacramentos y de verdadero y propio aprendizaje de la vida cristiana, está ordenado según los estatutos y reglas emanados de las Conferencias episcopales 34..

En torno a este núcleo central formula asimismo el legislador eclesiástico algunas normas concernientes a los misioneros (c. 784) y catequistas laicos (c. 785), como actores principales de la acción misionera propiamente dicha (c. 786). Esta última tiene un objetivo preciso: «implantar la Iglesia entre los pueblos o grupos humanos que todavía no creen en Cristo» (AG 6, 3). La fórmula plantatio Ecclesiae del c. 786, que a partir de santo Tomás de Aquino aparece en muchos documentos pontificios sobre sobre la actividad misional de la Iglesia, describe, por un lado, la responsabilidad que de tal ta-rea «recae sobre la Iglesia universal y sobre las iglesias particulares» 35, y, por otro, remite a ese largo y complejo proceso de inserción de la Iglesia en las culturas de diversos pueblos, denominado inculturación. Este proceso no es una «pura adaptación exterior», sino que implica una «íntima transformación de los auténticos valores culturales mediante su integración en el cristianismo y del arraigo del cristianismo en las diferentes culturas» 36. La Iglesia, al hacer este largo y lento camino con los pueblos, debe sostener también su acción misionera con una específica actividad educativa.

  1. Cfr. LG 14 y AG 11, 1.

  2. Sobre este núcleo central de las normas del código sobre la actividad misionera de la Iglesia, cfr. O. Stoffel, Der missionarische Auftrag, en: HdbKathKR, 547-553, sobre todo 551-553.

  3. Juan Pablo II, Redemptoris missio, en: AAS 83 (1991), 249-340, n. 49.

  4. Ibid., n. 52; cfr. también Pablo VI, Evangelii mouiandi, o.c., n. 20.

8.2 Las normas del Código sobre la actividad educativa

Tras haber confirmado en los tres cánones introductorios (cc. 793-795) los principios conciliares sobre la educación católica, el Código de 1983 reagrupa en tres capítulos las normas canónicas principales sobre la actividad educativa de la Iglesia: las escuelas (cc. 796-806), las universidades católicas (cc. 807-814), las universidades y facultades eclesiásticas (cc. 815-821). Dada la estrecha conexión de toda esta materia con las diversas normativas estatales, el legislador eclesiástico se limita necesariamente a ofrecer normas marco y remite a menudo a las disposiciones particulares de las Conferencias episcopales 37. Particular importancia tiene de todos modos el hecho de que el legislador eclesiástico haya hecho suya la perspectiva conciliar del derecho y deber de los padres de educar a sus propios hijos siguiendo sus propias convicciones, de lo que deriva directamente el derecho a escoger libremente la escuela más idónea para sus propios hijos y a recibir, por parte de la sociedad civil, las ayudas necesarias para cumplir dignamente esta difícil tarea 38. Por parte del Estado constituiría una grave reducción, tanto del principio de subsidiaridad, como de la justicia distributiva, negar estas ayudas, invocando el derecho a un monopolio que no le pertenece o bien el principio de separación entre Iglesia y Estado, completamente fuera de lugar, dado que se trata, no de una prerrogativa de las comunidades confesionales, sino de un derecho fundamental de los padres, fundado en su dignidad personal y en la de sus hijos 39.

8.3 Derecho canónico y ecumenismo

«Promover la restauración de la unidad entre todos los cristianos es uno de los principales propósitos del concilio ecuménico Vaticano II» (UR 1, 1). El legislador eclesiástico, obligado a mirar al concilio Vaticano II como a su alter ego, no podía prescindir, ciertamente, de esta inspiración ecuménica de toda la doctrina conciliar. Y, así, en el capítulo sobre la formación de los cléri-

  1. El ejemplo más importante es el de la enseñanza religiosa impartida en las escuelas estatales y mencionada en el c. 804; sobre el tema, cfr. J. Listl, Der Religionsunterricht, en: HdbKathKR, 590-605; E Tagliaferri, Insegnamento della religione cattolica, en: Apollinaris 60 (1987), 145-150. Para las facultades de Teología y las Universidades Católicas, cfr. Juan Pablo II, Constitutione Apostolica «Sapiencia Christiana» (15 de abril de 1979), en: AAS 71 (1979), 469-499; Idem: Constitutione Apostolica «Ex Co de Ecclesiae» (15 de agosto de 1990), en: AAS 82 (1990), 1475-1509.

  2. A este respecto, cfr. sobre todo GE 1, 1; 2, 1; 6, 1.

  3. Para una breve ilustración de esta importantísima cuestión, cfr. F.J. Urrutia, Educazione cattolica, en: NDDC, 439-440.

gos recuerda la necesidad de que los seminaristas «se muestren solícitos por las tareas misioneras y ecuménicas». Con todo, la norma general sobre la pro-moción de la actividad ecuménica está formulada de un modo verdaderamente desafortunado al menos por tres motivos. En primer lugar, el c. 755 está colocado al final de las normas del Código sobre el magisterio eclesiástico, como si la actividad ecuménica estuviera relacionada exclusivamente con el munus docendi. En segundo lugar, al estar dirigido el mismo canon a la Sede Apostólica, al Colegio de los obispos, a las Conferencias episcopales y a cada obispo particular, parece que el legislador eclesiástico olvida que la solicitud ecuménica «es cosa de toda la Iglesia, tanto de los fieles como de los pastores» (UR 5). En tercer lugar, a diferencia de cuanto sucede en los cc. 902-908 del CCEO, el citado canon no contiene disposición alguna sobre los instrumentos ni sobre las modalidades de realización de la actividad ecuménica.

En definitiva, el c. 755 del CIC, a pesar de que representa ciertamente un progreso con respecto a la prohibición, formulada por el viejo Código pío-benedictino, de dialogar públicamente con los no católicos sin un permiso especial de la Santa Sede o del Ordinario 40, con respecto a la enseñanza del concilio Vaticano II las disposiciones generales contenidas en el citado canon 755 resultan bastante incompletas para constituir una base normativa sólida a la actividad ecuménica de la Iglesia católica41. Este juicio negativo está mitigado en parte por la presencia en el CIC de otras normas —ampliamente estudiadas por diferentes autores—42 decididamente más válidos desde el punto de vista ecuménico: por ejemplo el c. 463 § 3, donde brota un profundo interés y respeto por los «miembros de Iglesias o de comunidades eclesiales que no estén en comunión plena con la Iglesia católica»43; el c. 844, que facilita las relaciones entre los fieles de las diversas Iglesias cristianas, sobre todo en lo relacionado con la recepción de algunos sacramentos o «communicatio in sacris» 44; el c. 861 § 2, que, en caso de

  1. Cfr. c. 1325 § 3 del CIC/1917 y el comentario de P. Krämer, Kirchenrecht I, o.c., 41-42.

  2. Éste es el juicio de J.L. Santos, Ecumenismo, en: NDDC, 437-439.

  3. Además de la literatura señalada más adelante en relación con los matrimonios mixtos, entre los más importantes ensayos que tratan el tema, de modo general, hemos de señalar: H. Müller, Der ökumenische Auftrag, en: HdbKathKR, 553-561; H. Heinemann, Ökumenische Implikationem des neuen kirchlichen Gesetzbuches, en: Catholica 39 (1985), 1-26; W. Schulz, Questioni ecumeniche nel nuovo Codice di diritto canonico, en: Vitarn impendere vero. Studi. in onore di P. Ciprotti, a cargo de W. Schulz-G. Feliciani, Roma 1986, 171-184.

  4. Cfr. también el c. 364.

  5. En conformidad con la enseñanza conciliar (UR 8 § 3) constituye una excepción a esta regla la prohibición dirigida a los presbíteros católicos de concelebrar con ministros de Iglesias o comunidades eclesiales que no están en plena comunión con la Iglesia católica (c. 908).

necesidad, autoriza a todo aquel que esté movido de recta intención a ad-ministrar el sacramento del bautismo; los cc. 1124-1129, que reúnen en un solo capítulo toda la normativa canónica referente a los matrimonios mixtos, sensiblemente mejorada respecto a las normas precedentes, como veremos con mayor amplitud en el § 17.3 a ellos dedicado. Si estas indudables mejoras dentro de algunos sectores normativos particulares hubieran estado sostenidas también por una cierta norma general más precisa sobre la promoción de la unidad de los cristianos, tal vez le hubiera sido más fácil al legislador eclesiástico proyectar una luz diferente, clarificadora desde el punto de vista teológico, también sobre la amplia y compleja normativa del Código respecto a la tutela jurídica de la comunión eclesial.


9. La tutela jurídica de la comunión eclesial

Al exponer los principios de legitimación de la existencia de un derecho eclesial, ya hemos tenido ocasión de poner de manifiesto cómo el Derecho canónico desarrolla cumplidamente su función en el interior de la comunidad de fe que es la Iglesia, cuando garantiza al mismo tiempo tanto la transmisión íntegra de la verdad de fe, como la libre adhesión a la misma. Su objetivo propio es la realización de esta comunión de fe y vida. Para alcanzarlo, el legislador eclesiástico, sobre la base de una larga tradición canónica, ha dispuesto una serie de instrumentos jurídicos, que van desde la simple professio fidei, o profesión pública de la fe, a los más complejos procedimientos canónicos y, en particular, a los relacionados con el status personarum, que son los más típicos, porque tienden a definir o declarar la situación real de un fiel en el interior de la comunión eclesial.

9.1 Algunos instrumentos jurídicos
      para la defensa de la integridad de la fe

a) Profesión de fe y juramento de fidelidad

Al estar el vínculo de la profesión de fe (c. 205) —junto con el sacramental– en la base de la comunión eclesial, el c. 833 impone a todos los fieles, que ejercen una función eclesial importante en la comunidad eclesial, la obligación de profesar públicamente la fe de la Iglesia católica. Tal obligación vincula jurídicamente a cada fiel particular interesado y por eso no puede ser llevada a cabo a través de un procurador. Implica un compromiso público de obediencia a Cristo y a la Iglesia y ha de ser realizada a través de una fórmula aprobada por la Sede Apostólica, que contiene el símbolo niceno-constantinopolitano con algunos añadidos referentes a las disposiciones que figuran en los cc. 750 y 752.

A pesar de que, poco después de la clausura del concilio Vaticano II, la Congregación para la doctrina de la fe suprimió el juramento antimodernista 45, esta misma Congregación ha publicado recientemente un documento, que entró en vigor el 1 de marzo de 1989, con la nueva fórmula del juramento de fidelidad 46. Esta última ha de ser considerada como complemento de la profesión de fe, impuesta por el c. 833 a los vicarios generales, episcopales y judiciales; a los párrocos; al rector y a los profesores de seminarios; al rector y al cuerpo docente de las universidades católicas y eclesiásticas; a los superiores de los institutos religiosos clericales y de las sociedades de vida apostólica clerical; a los que van a recibir el orden del diaconado. A pesar de la incoherencia de obligar, sin distinción, incluso a fieles que «no desempeñan una función eclesiástica en nombre de la Iglesia» 47, se ha de observar de todos modos que tal juramento, de naturaleza promisoria 48, refuerza simplemente la obligación que contrae el fiel con la asunción de aquella determinada función eclesial. Para la comunidad cristiana, en cambio, puede ser una garantía ulterior saber que el titular de tal función eclesial se ha comprometido también con un juramento de fidelidad, que, aun no siendo un verdadero y propio acto de culto a Dios, asume, no obstante, la solemnidad de un obsequio a Dios y a la Iglesia.

b) «Nihil obstat», «mandatum» y «missio canonica»

El término técnico nihil obstat, objeto de no pocas discusiones y polémicas en el seno de la teología católica postconciliar49, es usado por el Derecho canónico en referencia al encargo de enseñar disciplinas teológicas, bien en universidades o facultades estatales, bien en institutos superiores eclesiásticos. Junto al nihil obstat concedido por la Sede Apostólica, no debemos olvidar el nihil obstat del ordinario del lugar que, con arreglo al derecho

  1. Cfr. AAS 59 (1967), 1058.

  2. Cfr. AAS 81 (1989), 104-106. Para un comentario crítico, cfr. P. Krämer, Kirchenrecht I, o.c., 61-62; F.J. Urrutia, /usiurandum fidelitatis, en: Periodica 80 (1991), 559-578.

  3. F.J. Urrutia, Ciuranhento di fedeltá, en: NDDC, 546-547, aquí 546.

  4. Sobre las obligaciones generadas por un juramento promisorio, cfr. cc. 1199-1204 y sobre todo cc. 1200-1202.

  5. Cfr. H. Schmitz, Konfliktfelder und Lösungsweise im kirchlichen Hochschulbereich. Bemerkungen zu notorischen aktvellen Problemen, en: Eine Kirche-Ein Recht? Kirchenrechtliche Konflikte zwischen Rom und den deutschen Ortskirchen, editado por R. Puza-A. Kustermann, Stuttgart 1990, 101-121, sobre todo 126-128.

concordatario de muchos países del norte de Europa, es el que tiene valor jurídico vinculante para la autoridad estatal competente y está prácticamente equiparado a la missio canonica. En ambos casos se trata de todos modos de una simple declaración negativa, con la que la autoridad eclesiástica competente atestigua que, según el Derecho canónico vigente, no existe ninguna objeción con respecto a un eventual encargo de enseñar para un docente determinado 50.

El mandatum es el nuevo término técnico con el que la Comisión para la revisión del Código ha sustituido al precedente de missio canonica en el c. 812, que dice: «Quienes explican disciplinas teológicas en cualquier instituto de estudios superiores deben tener mandato de la autoridad eclesiástica competente» 51. Esta nueva institución canónica o instrumento jurídico destinado a la tutela de la comunión eclesial es algo más que el simple nihil obstat, pero al mismo tiempo no se puede ni siquiera considerar como una verdadera missio canonica, porque esta última está prescrita por la CA Sapientia christiana sólo para los profesores de disciplinas teológicas en las universidades o facultades eclesiásticas 52. Por lo demás, pretender que todos Ios profesores de disciplinas teológicas, en cualquier tipo de instituto superior, deban enseñar en nombre de la autoridad eclesiástica competente, y no bajo su propia responsabilidad, sería una lesión a la libertad reconocida en el c. 218 como un derecho. Más allá de la poca claridad y coherencia terminológica de la normativa canónica en este sector, se puede afirmar de todos modos que el mandato no es otra cosa que una confirmación previa a la enseñanza, con la que no se confiere ningún derecho particular al profesor en cuestión, aunque se atestiguan positiva y públicamente dos cosas: en primer lugar, que el profesor está en comunión con la Iglesia católica y enseña, por consiguiente, como católico; en segundo lugar, que la doctrina propuesta por el profesor está de acuerdo con el magisterio eclesiástico 53.

El término técnico missio canonica no tiene un significado unívoco: en los documentos conciliares se usa para indicar el modo en que la jerarquía

  1. Cfr. H. Schmitz, Studien zur kirchlichen Hochschulrecht. Würzburg 1990, 133-145; L Riedel-Spangenberger, Sendung in der Kirche. Die Entwicklung und seine Bedeutung in der kirchlichen Rechtssprache, Paderborn-München-Wien-Zürich 1991, 188-191.

  2. Sobre el sentido de la sustitución, cfr. Communicationes 15 (1983), 105.

  3. Cfr. AAS 71 (1979), 469-499, aquí 483 (= n. 27,1).

  4. Concuerdan en esta definición de mandatum: F.J. Urrutia, Mandato di insegnare discipline teologiche, en: NDDC, 661-664, aquí 662; G. Ghirlanda, El derecho en la Iglesia, misterio de comunión, Madrid 1992, 507-508.

confía a fieles laicos ciertas funciones que, por su naturaleza, están más ligadas a las funciones de los pastores 54; en el CIC de 1983 el legislador eclesiástico no recurre más a ella; en la tradición católica se indica con ese término diversas formas de participación en la misión de la jerarquía eclesiástica; por último, en las normas de derecho estatal eclesiástico se usa esta misma expresión para indicar la modalidad de colaboración entre la autoridad eclesiástica y la estatal en la admisión de docentes y profesores en las distintas escuelas e institutos superiores 55. En todos los casos se trata siempre de formas diversas, con consecuencias jurídicas diferentes, con las que la autoridad eclesiástica competente encarga a un fiel desarrollar una determinada función en nombre de la autoridad jerárquica y bajo la plena responsabilidad de esta última.

Junto a estos instrumentos jurídicos de naturaleza substancialmente promocional, el Derecho canónico conoce otros instrumentos jurídicos de naturaleza más preventiva, o propiamente de vigilancia y defensa, para tutelar la realización objetiva de la comunión eclesial; se trata, sobre todo, de la censura eclesiástica y de los procedimientos de examen de la enseñanza en teología.

c) Censura eclesiástica y procedimientos de examen de la enseñanza en teología

Poco después de la clausura del concilio Vaticano II, el 14 de junio de 1966, la Congregación para la doctrina de la fe abolió el odioso índice de libros prohibidos 56 y aproximadamente diez meses después emanó de la misma Congregación el decreto Ecclesiae pastorum57, con el que reordena toda la materia sobre la censura de libros. Este decreto constituye la fuente principal de los cc. 822-832 sobre la autorización para publicar libros y otros escritos sobre fe y costumbres de fieles católicos.

Las nuevas instituciones canónicas de la licentia y la approbatio tienen una naturaleza muy distinta de la antigua prohibitio 58 y, asimismo, consecuencias jurídicas muy diferentes. Por ejemplo, si hoy se publicara un libro

  1. Cfr. AA 24 y el comentario de F.J. Urrutia, Mandato, o.c., 662.

  2. Sobre toda esta cuestión, cfr. I. Riedel Spangenberger, Sendung in der Kirche, o.c., sobre todo 98-144 y 201-281.

  3. Cfr. AAS 58 (1966), 445; poco después la misma Congregación abrogó el c. 1399 del CIC/1917 sobre libros prohibidos por el derecho canónico y las censuras conexas (cfr. AAS, 58, 1966, 1186).

  4. Cfr. AAS 67 (1975), 281-284.

  5. Cfr. cc. 1395-1405 del CIC/1917.

sin la debida aprobación eclesiástica, el hecho no comportaría que el libro tuviera el carácter de prohibido, con todas las graves consecuencias jurídicas establecidas por el antiguo c. 1399, a saber: no poder ser leído, impreso, conservado, vendido o traducido por fieles católicos 59. El derecho y el deber de los obispos a vigilar los escritos y el empleo de los instrumentos de comunicación social tiene una función eminentemente pastoral: la de «preservar la integridad de las verdades de fe y costumbres» (c. 823 § 1), lanzando una llamada, con sus propias intervenciones, a la responsabilidad de todos los fieles. Por otra parte, el c. 824 establece una clara distinción entre licencia y aprobación: mientras que con la licentia la autoridad eclesiástica autoriza la publicación sin formular ningún juicio sobre la misma, la approbatio sí contiene tal juicio. Esta última es requerida por el CIC para la publicación del texto original de la Sagrada Escritura, de los libros litúrgicos, de colecciones de plegarias y de catecismos. Sin la aprobación, los libros de teología no pueden ni ser usados como manuales o textos para la enseñanza (c. 827 § 2), ni ser expuestos, vendidos o distribuidos en iglesias o en oratorios (c. 827 § 4).

En todos los demás casos es suficiente la licencia, y la censura eclesiástica previa es únicamente recomendada60.

Junto a estas particulares instituciones jurídicas, cuya aplicación debe siempre tener lugar en el marco del más pleno respeto a la dignidad y a los derechos de todos los fieles —como, por ejemplo, el de ser inmune de cualquier coacción (c. 219), el de la libertad de expresión (c. 212 § 3) y de investigación (c. 218)—, existen también en el Derecho canónico determinados procedimientos tendentes a la tutela de la realización y conservación objetiva de la comunión eclesial. Se trata de los así llamados procedimientos administrativos especiales —tratados en el parágrafo siguiente junto con otros procedimientos canónicos— y de los procedimientos para el examen de las doctrinas erróneas.

Durante el concilio Vaticano II fue ásperamente criticado el modo de proceder de las Congregaciones romanas y en particular el del Sanctum Of-

  1. Eso no es óbice para que también hoy —con arreglo al c. 1369— se pueda aplicar una sanción canónica a los fieles que con sus escritos lesionen gravemente la fe y las costumbres católicas o exciten al odio y al desprecio hacia la Iglesia.

  2. Cfr. c. 827 § 3. La importancia de estas normas del Código ha sido confirmada por una reciente instrucción de la Congregación para la doctrina de la fe (30-3-1992), que ha precisado los términos de su aplicación. Para un comentario, cfr. P. Krämer, Kirche und Bücherzensur. Zu einer neuen instruktion der Kongregation für die Glaubenslehre, en: Theologie und Glaube 83 (1993), 72-80.

ficium, que, un día antes de la clausura oficial de la magna sesión ecuménica, a través del MP Integrae servandae 61, recibió del papa, Pablo VI, el nuevo nombre de Congregación para la doctrina de la fe y, sobre todo, una nueva organización. Esta última, salvo alguna ligera modificación, ha sido confirmada por la CA Regimini Ecclesiae Universae ó2, que obliga a la Congregación a darse un nuevo reglamento interno. Eso tuvo lugar el 15 de enero de 1971 con la publicación de la Nova agendi ratio in doctrinarum examine 63, donde se contiene la nueva normativa para el procedimiento de examen de las doctrinas.

Si bien la publicación de esta Nova agendi ratio constituye, desde luego, un importante paso hacia adelante hacia la plena superación de los métodos de la Inquisición, caracterizados por una oscura aureola de silencio, heredada en parte por el Santo Oficio, con todo, algunas de sus normas han sido fuertemente criticadas, y no siempre injustamente, como se verá mejor en lo que sigue. Entre todas esas críticas, la principal está relacionada con la falta de claridad sobre el papel del obispo diocesano en estos procedimientos de examen, y con la impresión —suscitada por la Instrucción— de que sólo la Congregación romana es competente en cuestiones referentes a materias de fe y costumbres de los fieles católicos 64. Este papel no puede ser esclarecido prescindiendo del nuevo estatuto teológico y jurídico adquirido por la Conferencia episcopal después del concilio Vaticano II. No puede ni siquiera ser definido con claridad sin una colocación precisa en el interior del nuevo y diversificado sistema de los procedimientos canónicos. Desgraciadamente, el CIC de 1983 no ofrece ninguna ayuda en orden a la clarificación de estos problemas, habiéndose limitado a afirmar, en el c. 830, que el derecho de cada ordinario, a confiar a personas que le parezcan seguras el juicio sobre los libros, sigue intacto, y que la Conferencia episcopal puede constituir una comisión de censores. En consecuencia, a pesar de sus límites, la base jurídica del procedimiento para el examen de las doctrinas sigue siendo —también después de la promulgación del CIC— la Nova agendi ratio de 1971.

  1. El texto de este MP del 7-12-1965 se encuentra en: AAS 57 (1965), 952-955.

  2. Cfr. AAS 59 (1967), 657-697.

  3. Cfr. AAS 63 (1971), 234-236. Para un análisis detallado de este texto, cfr. W. Aymans-E. Corecco, Magistern ecclesiale e teologia, en Communio 14 (1974) 32-46; H. Heinemann, Lehrbeanstandung in der katholischen Kirche. Analyse und Kritik der Verfahrensordnung (= Canonistica 6), Trier 1981.

  4. Cfr. W. Aymans-E. Corecco, Magistern ecclesiale e teologia, 44.

Este nuevo reglamento para el examen de las doctrinas prevé dos tipos de procedimiento: el procedimiento extraordinario, a aplicar únicamente en los casos en que «la opinión sometida a examen es clara y seguramente errónea y al mismo tiempo se prevé que de su divulgación pueda derivar o derive ya un daño real para los fieles» (n. 1), y el procedimiento ordinario, que se aplica en todos los demás casos. En el primer procedimiento, extraordinariamente sumario, se advierte enseguida al ordinario del lugar, a fin de que se invite al autor a corregir el error. Semejante modo de proceder contradice el principio fundamental, invocado por la misma CA Regimini Ecclesiae Universae en el n. 32, según el cual, incluso en los casos más graves, se le debe garantizar siempre al autor el derecho a la defensa.

El procedimiento ordinario, en cambio, se divide en dos fases: una interna (nn. 2-10) y otra externa (nn. 11-18). La primera fase tiene como objetivo permitir formarse a la Congregación –a través de los informes preparados por dos expertos y por el relator pro autore– un juicio sobre la doctrina sometida a examen y, por tanto, no prevé un coloquio con el autor y mucho menos avisar al ordinario interesado. La segunda fase del procedimiento, la dirigida hacia el exterior, se inicia únicamente si, tras la investigación desarrollada en la primera fase, se han encontrado, en la doctrina sometida a examen, opiniones falsas o peligrosas (n. 12). Se advierte entonces al ordinario interesado y le son comunicadas al autor «las proposiciones consideradas erróneas o peligrosas... para que pueda presentar por escrito, en el plazo de un mes hábil, su respuesta» (n. 13). Sólo si se considerara necesario, podrá ser invitado el autor a mantener un diálogo personal con representantes de la Congregación. Después de esto, decidirá la Congregación si y cómo debe ser publicado el resultado del examen (n. 17). Por último, una vez aprobadas por el papa, serán comunicadas estas decisiones al ordinario del autor (n. 15).

Como fácilmente cabe intuir, tampoco este procedimiento se ha visto exento de un gran número de críticas, sobre todo porque el derecho a la defensa del autor no puede quedar reducido a la posibilidad de una respuesta escrita y a la de ser eventualmente invitado a mantener un diálogo 65. En cambio, ha sido saludado como positivo el hecho de que este nuevo procedimiento, de carácter eminentemente administrativo, desemboca en un juicio administrativo –jurídicamente vinculante–, que no afecta directamente

65. Cfr. ibid., 41-42.

a la fe del autor, sino exclusivamente a la mayor o menor conformidad de su doctrina con la Revelación y la enseñanza de la Iglesia.

De naturaleza análoga es el juicio, jurídicamente no vinculante, a que llegan los procedimientos para el examen de las doctrinas introducidos por algunas conferencias episcopales 66. Aquí se trata simplemente de un consejo cualificado, dado por la Conferencia episcopal al ordinario interesado para ayudarle en su decisión 67. Con todo, los procedimientos aplicados para llegar a este consejo cualificado son, formalmente, más rigurosos que los de la Congregación para la doctrina de la fe. En efecto, además de tener un carácter decididamente sinodal, garantizan tanto una mayor publicidad de las acciones, como la defensa técnica del autor. Es más, en algunos aspectos, estos particulares procedimientos administrativos –aunque con algunos elementos de naturaleza eminentemente judicial– constituyen un claro paralelo de la estructura básica de los procedimientos canónicos, que será estudiada en el parágrafo siguiente. Éstos parecen expresar con mayor claridad que los procedimientos para el examen de las doctrinas, aplicados por la Congregación para la fe, la peculiar naturaleza del derecho de la Iglesia. Por esta razón podrían suministrar un punto de referencia válido para un futuro y nuevo tratamiento normativo de toda esta delicada materia, incluso a nivel de la Iglesia universal.

Y de hecho el 29 de junio de 1997, durante los trabajos de la traducción castellana del presente manual, la Congregación para la doctrina de la fe ha publicado nuevas normas procesales que –examinadas a primera vista– pa-recen haber acogido los principales deseos manifestados en estos años, en particular el derecho del autor a una defensa técnica y la directa implicación de su ordinario 68.

9.2 Los procedimientos canónicos

Al tratar la reforma del derecho procesal canónico se había propuesto titular este sector del derecho de la Iglesia De modo procedendi pro tutela iurium69. El hecho de que el último libro del Código conserve, sin embargo,

  1. Entre estos procedimientos, los ejemplos quizás más significativos son los formulados por la Conferencia episcopal alemana y por la Conferencia episcopal suiza. Los respectivos textos han sido publicados en: AfkKR 150 (1981), 174-182 y 155 (1986), 165-172.

  2. Concuerdan en este juicio: H. Heinemann, Schutz der Glaubens- und Sittenlehre, en: Hdb-KathKR, 567-578 y P. Krämer, Kirchenrecht 1, o.c., 60.

  3. Cfr. sobre todo los números 7 y 17 de las nuevas normas procesales, cuyo texto castellano se encuentra en Boletín Oficial del Arzobispado de Santiago de Compostela, Tomo CXXXVII, núm. 3.517.

  4. Cfr. Communicationes 1 (1969), 83; 10 (1978), 209-216; 15 (1984), 52.

el título De procesibus podría ayudar al fiel a comprender que, en la Iglesia, la finalidad de los distintos procedimientos no es, exclusivamente, la protección de los derechos e intereses legítimos, o del bien común, sino la de «promover la verdadera reconciliación y asegurar la plena communio entre todos los fieles» 70. Por eso debería ser posible percibir, incluso a nivel de los elementos técnico jurídicos de un proceso, la diferente naturaleza comunitaria y organizativa que caracteriza a la Iglesia frente al Estado. Esta diversidad, basada tanto en la naturaleza peculiar de la sacra potestas, como en la unidad operativa entre Palabra y Sacramento en la construcción de la communio Ecclesiae, emerge a tres niveles: la finalidad substancial-mente semejante de todos los procedimientos canónicos más típicos del sistema jurídico de la Iglesia; el carácter declarativo de la sentencia canónica; la inadecuada distinción entre naturaleza judicial y administrativa de los diferentes procedimientos canónicos. La convergencia de estas tres características del derecho procesal canónico permite concluir que existe una estructura básica común a todos los procedimientos canónicos.

a) La finalidad semejante de los procesos-tipo en la Iglesia

A pesar de la pretensión, exhibida en varias ocasiones en los trabajos preparatorios de la nueva codificación, de que el Derecho canónico conozca más tipos de proceso, el CIC de 1983 presenta de hecho un solo proceso-base: el contencioso (cc. 1501-1670), al que todas los otros tipos de proceso –denominados por el legislador eclesiástico processi speciali– hacen constantemente referencia. En el así llamado juicio contencioso ordinario prevalecen las formalidades jurídicas y, en particular, la formalidad de la escritura en contraposición al juicio contencioso oral (cc. 1656-1670). Ambos tipos tienen como objeto la reivindicación de derechos de personas físicas o jurídicas, o bien la declaración de hechos jurídicos 71.

Ahora bien, precisamente este tipo de proceso no sólo es el menos frecuente, sino que representa un papel subsidiario y, como tal, es incluso aquel al que la Iglesia podría renunciar con mayor facilidad, sin incurrir en grandes dificultades. No fue casualidad que, incluso en el Coetus consultorum, encargado de la reforma del derecho procesal canónico, apareciera la propuesta de sustituirlo, en su función de procedimiento-base, por el matrimonial, puesto

  1. R. Bertolino, La tutela dei diritti nella Chiesa. Dal vecchio al nuovo codice di diritto canonico, Torino 1993, 16.

  2. Cfr. c. 1400 § 1.

que, en la Iglesia, las causas matrimoniales son, con mucho, las más frecuentes 72. El discurso no es, con todo, sólo cuantitativo. No sólo las causas matrimoniales (cc. 1671-1707), sino todos los así llamados procesos especiales, desde las subarticulaciones de los procesos matrimoniales (como el proceso para la separación de los cónyuges, el rato y no consumado o el proceso sobre la muerte presunta del cónyuge) al proceso para la declaración de nulidad de la ordenación (cc. 1708-1712) y, por último, al penal (cc. 1717-1731), son substancialmente, y en última instancia, causas sobre el status personarum. Y en cuanto tales, tienden a definir la situación real y/o el grado de pertenencia de un fiel a la comunión eclesial y, por eso, pertenecen a la esencia inalienable y típica del proceso canónico 73.

La capacidad de estas causas para distinguir, de modo irrefutable, los procesos canónicos de los regulados por el derecho estatal habría sido puesta más de relieve, si el legislador eclesiástico no hubiera renunciado a codificar los procedimientos canónicos que mejor reflejan la naturaleza peculiar de la estructura jurídica de la Iglesia, a saber: el procedimiento referente a las causas de beatificación o santificación y los destinados al examen de las doctrinas consideradas erróneas, que ya hemos estudiado. En efecto, no se puede olvidar que al procedimiento canónico para las causas de beatificación o santificación, la. segunda parte del libro cuarto del CIC/1917 dedicaba 142 cánones (cc. 1999-2141) y que ha sido definido –a partir de sus premisas formales– por un autorizado canonista como «la forma procesal más rigurosa» conocida por el Derecho canónico 74. Ponerlo en el centro de la nueva normativa procesal del código habría ayudado, desde luego, a comprender que el juicio en el que normalmente desemboca un procedimiento canónico y, en particular, los que, por referirse a las causas sobre el status personarum, son los más típicos del sistema procesal de la Iglesia, es por su propia naturaleza declarativo.

b) La naturaleza declarativa de la sentencia canónica

La sentencia, en cualquier sistema jurídico, representa «el polo magnético de todo el proceso» 75 y, como tal, refleja las características más relevantes

  1. Cfr. Communicationes 11 (1979), 80-81.

  2. Ésta es la justa consideración de: E. Corecco, Die richterliche Anwendung der «sacra potes-ras», en: ÖAKR 39 (1990), 277-294, aquí 284-285.

  3. Cfr. K. Mörsdorf, Lehrbuch des Kirchenrechts, Bd. 3, Paderborn-München-Wien 1979 (11. Aufl.), 260 y el comentario de W. Schulz, Das neue Selig- und Heiligsprechungverfahren, Paderborn 1988, 20-22.

  4. R. Bertolino, 11 notorio nell'ordinamento giuridico della Chiesa, Torino 1965, 49.

del sistema en cuestión. Eso significa que también la sentencia canónica es el espejo ideal de la estructura jurídica de la Iglesia, profundamente distinta –también a nivel del derecho procesal– a la del Estado.

Efectivamente, en el derecho procesal estatal, el juez, a diferencia del obispo, no puede actuar más que a condición de ponerse como órgano de derecho formal, que, fuera del marco de la ley, no tiene poder alguno y cesa hasta de existir 76.

Una identificación semejante entre poder y función desarrollada, en este caso el proceso, no es posible en la Iglesia a causa de la naturaleza peculiar de la sacra potestas, que, como ya hemos visto, es una y única. Como tal, incluso cuando obra a nivel de la iurisdictio, la sacra potestas no se identifica nunca ni con el órgano que la ejerce, ni con su modus procedendi. Por otra parte, en la Iglesia –donde, al contrario de lo que sucede en el Estado moderno, no existe la división de poderes– el modus procedendi de todos los órganos de gobierno no está determinado por la naturaleza de la función que este desarrolla, sino por la naturaleza del objeto. Ahora bien, el juez eclesiástico, tanto si procede por vía judicial como por vía administrativa, con su juicio (ya sea bajo la forma técnica de sentencia o de decreto) está llamado siempre substancialmente a constatar hechos objetivos, como la validez de los sacramentos, la pertenencia o no a la communio plena, la legitimidad del culto público o la ortodoxia de una doctrina. El valor jurídico de estos hechos objetivos transciende el simple interés privado de los fieles particulares. Afecta a toda la realidad de la Iglesia en cuanto communio, porque la estructura jurídica de esta última no tiene como telos, principalmente, ejecutar los derechos subjetivos de los fieles particulares, sino más bien garantizar, en el plano constitucional o en el de los datos objetivos, la integridad y la verdad del contenido salvífico de la Palabra y de los Sacramentos. Esta permanencia de la substantia verbi y de la substantia sacramenti constituye la finalidad última de la sacra potestas, incluso cuando actúa como potestas judiciaria. En consecuencia, la sentencia canónica, precisamente en los procesos más típicos de la Iglesia, tiene un carácter eminentemente declarativo77. Con una sentencia canónica, la autoridad eclesiástica reconoce unos hechos jurídicamente vinculantes y garantiza de este modo la realización objetiva de la experiencia eclesial, basada en la autenticidad de la Palabra, la validez de los

  1. Cfr., por ejemplo, E. Schumann, Richter, en: Evangelische Staatslexikon 3, Bd. 2, Sp. 3010-3016. Sobre la diferencia entre el derecho procesal canónico y el estatal, cfr. también E. Corecco, L'amministrazione della giustizia e rapporti umani, Rimini 1988, 133-140.

  2. Cfr. E. Corecco, Die richterliche Anwendung der «sacra potestas», o.c., 282-289.

Sacramentos, y en todos aquellos elementos relacionados con la vocación común de vivir la fe en la comunión eclesial, que es siempre communio cum Deo y communio fidelium.

Estas consideraciones sobre la naturaleza declarativa de la sentencia canónica valen asimismo –como se verá en el § 14.2– para la sentencia o el decreto pronunciado al final de un proceso penal canónico, y no sólo cuan-do las normas del Código la definen como declarativa, por ser relativa a una sanción canónica latae sententiae. Incluso cuando el Código define la sentencia como irrogatoria, por tratarse de una sanción canónicaferendae sententiae (por ejemplo, en el c. 1314), tiene de hecho un carácter declarativo, porque la misma distinción entre sanciones canónicas latae sententiae y ferendae sententiae no afecta a su naturaleza específica, sino exclusiva-mente a sus efectos jurídicos 78.

c) La inadecuada distinción entre procedimientos canónicos judiciales y administrativos

El Derecho canónico, junto con los procedimientos para el examen de las doctrinas erróneas –que ya hemos tenido ocasión de estudiar– y el previsto en el c. 1720 para la aplicación de sanciones canónicas, conoce también una serie de procedimientos administrativos especiales. Son substancialmente tres: el procedimiento para la remoción y traslado de un párroco; el procedimiento para la exclaustración de un consagrado y, por último, el procedimiento para la expulsión de la vida consagrada.

La normativa del Código que regula el procedimiento para remover o trasladar a un párroco está distribuida en dos capítulos: la remoción (cc. 1740-1747) y el traslado (cc. 1748-1752). La finalidad de ambos procedimientos es exclusivamente pastoral: «asegurar a los fieles un ministerio pastoral adecuado; de suerte que, como no se presupone un comportamiento culpable del párroco, ni uno ni otro procedimiento pueden ser considera-dos como sanción canónica» 79. El ordinario, mediante una investigación previa y específica, debe cerciorarse de la existencia de una causa objetiva que motive la remoción o el traslado. El itinerario procesal prescribe de modo obligatorio tanto la audición de dos párrocos consultores o asesores

  1. Sobre toda la cuestión, cfr. L. Gerosa, La scomunica é una pena? Saggio per una fondazione teologica del diritto penale canonico, Friburgo 1984, sobre todo 296-326 y 361-388.

  2. A. Lauro, / procedimenti per la rimozione e il trasferimento del parroci, en: I procedimenti speciali nel diritto canonico, Cittä del Vaticano 1992, 303-313, aquí 304.

(c. 1742 § 1), como la invitación al párroco para que tenga conocimiento de los actos que tienen que ver con él y presente su defensa por escrito (c. 1745).

Para la exclaustración, el c. 686 § 3 exige una causa grave y un procedimiento que tenga constantemente presente la equidad y la caridad. Este procedimiento, en conformidad con la praxis de la Congregación para los religiosos, pone en los denominados casos normales (es decir, cuando la enfermedad o la anormalidad no son componentes relevantes del caso) una doble condición previa a la exclaustración: haber advertido al exclaustrando de los motivos y haberle dado la posibilidad de defenderse 80. Esta tangible salvaguardia de la equidad está reforzada ulteriormente por el hecho de que el superior general no puede pedir a la Santa Sede o al obispo diocesano la exclaustración sin el consentimiento de su consejo (c. 686 § 3).

Por último, el procedimiento de expulsión de la vida consagrada —descrito por el c. 697— comporta tres etapas distintas: la de las amonestaciones, la del decreto de expulsión y la de su confirmación por parte de la autoridad competente81. Tal procedimiento garantiza tanto el derecho de defensa (c. 695 § 2 y 698), como el principio de la sinodalidad en las decisiones (c. 699 § 1).

Concluyendo, el desarrollo normativo codicial de los tres procedimientos administrativos especiales, que acabamos de examinar, no ignora —a nivel de principios— ni la dimensión sinodal de la sacra potestas, ni el derecho a la defensa. Especialmente en el modo de articular el ius difensionis, no resulta difícil encontrar en estos procedimientos analogías con otro procedimiento, de naturaleza administrativa, y absolutamente típico del sistema procesal canónico: el ordenado a la comprobación de los presupuestos necesarios para la concesión de la dispensa del matrimonio rato y no con-sumado 82. En 61 está excluida la presencia de abogado, aunque en los casos más difíciles se admite una asistencia técnica a cargo de un iusperitus (c. 1701 § 2). Sin embargo, si se acepta que el núcleo del derecho a la defensa se manifiesta, en el ámbito canonístico, esencialmente en el principio del procedimiento contradictorio, entonces se puede concluir que ese derecho

  1. Para un análisis detallado de este procedimiento, cfr. J. Torres, La procedura di esclaustrazione del consacrato, en: ibid., 315-336, sobre todo 328-329.

  2. Para un análisis de estas tres etapas, cfr. J. Beyer, La dimissione nella vira consacrata, en: ibid., 337-356, sobre todo 351-353.

  3. A este procedimiento, que es ciertamente el más importante entre los procesos administrativos conocidos por el derecho matrimonial canónico, el CIC/1983, a diferencia del Código de 1917, le ha reservado un capítulo entero (cc. 1697-1706), lo que redunda en ventaja de la claridad jurídica.

encuentra asimismo en este proceso, tan típico del sistema jurídico de la Iglesia, una aplicación concreta y suficientemente garantizada. Aquí, como en los procedimientos administrativos ilustrados más arriba, esta aplicación sería más completa si, además de la defensa técnica, se hubiera previsto también una publicidad, quizás no erga omnes, pero sí en condiciones de superar la estricta reserva típica de prácticas curiales obsoletas 83.

El breve análisis de estos procedimientos administrativos especiales ha demostrado que, en substancia, presentan todos los momentos especiales de un proceso judicial. En el Derecho canónico existe, pues, una única estructuración, común a todos los procedimientos.

d) La estructura básica de los procedimientos canónicos

Los elementos esenciales de esta estructura básica de los procedimientos canónicos son: el momento constitutivo del proceso mismo (introducción de la causa y delimitación de los términos de la controversia); la fase de instrucción y la de debate (presentación de las pruebas, defensa de las partes, contestaciones); el momento de la evaluación y de la decisión (evaluación y ponderación de las pruebas por parte de los jueces) y, por último, la emisión del decreto con la parte in iure e in facto. En el Derecho canónico la estructura básica de los procedimientos administrativos es, por consiguiente, idéntica a la de los procedimientos judiciales. Las diferencias hay que buscarlas exclusivamente a nivel de las diversas formalidades a respetar. La más importante de estas consiste en el hecho de que las normas del Código relativas a los procedimientos administrativos no prescriben de manera expresa y vinculante la posibilidad de recurso a la defensa técnica. Esta carencia es, desgraciadamente, común tanto a la normativa del Código sobre el procedimiento administrativo para la irrogación o declaración de una sanción canónica, como a la normativa del Código relativa a los di-versos procedimientos administrativos especiales descritos. Con todo, en la normativa del Código relativa a estos procedimientos, existen frecuentes remisiones a la posibilidad de preparar defensas escritas o recurrir a peritos. Por esta razón, para hacer completamente equiparables los procedimientos administrativos y judiciales canónicos, bastaría simplemente con «tomar nota de que cuando se concede la facultad de defensa escrita, es práctica-mente imposible impedir su redacción por parte de un técnico o patrono.

83. Cfr. S. Bedinge), La diversa natura delle procedure speciali, en: / procedimenti speciali nel dritt() canonico, o.c., 9-23, aquí 22.

Bastaría, pues, con reconocer de manera evidente la legitimidad de esta intervención y consentirla también en otras fases del proceso» 84.

Una vez hecho esto, ya no sería necesario tomar, como base abstracta de los procedimientos canónicos, el contencioso. Además, como ha sido autorizadamente demostrado y como se verá mejor en el parágrafo sobre los procedimientos matrimoniales 85, ni siquiera el proceso canónico para la declaración de nulidad de un matrimonio, que es con mucho el más frecuente, tiene poco que ver con el proceso contencioso. Por otra parte, ya otros, a partir del principio de la oralidad, quizás un tanto apresuradamente relegado por el legislador eclesiástico al ámbito del proceso contencioso (cc. 1656-1670), han subrayado la oportunidad de una mayor diversificación de cara al futuro de los procedimientos especiales en el sistema jurídico de la Iglesia86. Esto no podrá tener lugar sin una profundización teológico-jurídica en la estructura básica común a todos los procedimientos canónicos.

Precisamente en este sentido y dada la importancia de la materia, no ha de ser subestimado el deseo formulado, al final del parágrafo precedente, de que, en el futuro, sea allanada la grave laguna del CIC en orden a los posibles procedimientos para el examen de las doctrinas. Pues, si bien es verdad que hoy ya no se puede prescindir del respeto a los derechos subjetivos de cada fiel y, por tanto, también de un autor, también es igualmente cierto que es preciso garantizar al ordinario la posibilidad de tomar decisiones libres y responsables en orden a la tutela de la verdad de la comunión eclesial. Ahora bien, la tutela jurídica de estos dos polos, recíprocamente inmanentes: la libertad del acto de fe del creyente particular, por una parte, y la verdad objetiva de la comunión eclesial, por otra, es precisamente el objetivo principal de todo procedimiento canónico. La consecución de tal objetivo podría ser garantizado más fácilmente, incluso a nivel normativo, si la canonística, liberada de todo complejo de inferioridad respecto a la ciencia jurídica estatal, concentrase mayormente sus esfuerzos en perfeccionar, a nivel jurídico-formal, la estructura básica de todo procedimiento canónico, detectable ya, en cierto modo, en el Código de Derecho Canónico en vigor.

  1. Ibid., 22.

  2. Cfr. K. Lüdicke, Der kirchliche Ehenichtigkeitsprozess-ein processus contentiosus?, en: ÖAKR 39 (1990), 295-307.

  3. A este respecto, cfr. J. Sanchis, L'indagine previa al proceso penale (cann. 1717-1719), en: 1 prodecimenti speciali nel diritto canonico, o.c., 233-266, aquí 264.

 

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