Heidegger,
«místico de la Nada»
Por
Michele Federico Sciacca
en La filosofía, hoy, Vol I.
Escelicer, 1973, pp. 300-308.
El hombre es tiempo.
Para Heidegger, el hombre no es en el tiempo, «es» el tiempo, o sea, es
esencial para cada momento del Dasein sobrepasarse en otro sucesivo.
Temporalidad, por lo tanto, es trascendencia inmanente; y la historia
es infinito trascenderse del ser en su infinito determinarse y es el
trascenderse del Dasein en momentos sucesivos. El ser es, pues, infinito
existencializarse e infinito trascenderse. El sobrepasarse del Dasein es
esencial para la finitud de la existencia a través de los tres «éxtasis» (Extasen)
de la temporalidad, el pasado, el presente y el futuro; la temporalidad es, en
sí misma, esencialmente «extática», «estar fuera» originario. La
Historia (Geschichte) es la organización del tiempo, el tiempo lleno
de pasado, de los hechos acaecidos. No dice nada acerca del auténtico ser del
hombre, no le revela el sentido de su ser el tiempo, sentido que está en el
futuro y no en el pasado.
Heidegger, que excluye cualquier «más allá» del tiempo (el «salto
cualitativo» de Kierkegaard desde la temporalidad a la eternidad) y por lo
tanto la solución religiosa o teológica del problema de la existencia,
extrae las consecuencias extremas de este historicismo metafísico. En Hegel,
el proceso histórico de la Idea se despliega en círculo y todo adquiere
significado en la Idea misma; para Heidegger no existe más que la
temporalidad esencial de la existencia y del ser mismo, que es y se revela
existenciándose. No hay para él, como para Dilthey, categorías, Grundformen,
en las que la multiplicidad de los actos adquiere significación, ni valores,
como para Scheler, revelados por la historia y que la trascienden. Las
categorías no son otra cosa que «modos existenciales».
Pero, ¿por qué el hombre se dispersa en la preocupación por las cosas y en
las solicitudes de la vida inauténtica y trivial? Para huir de sí mismo,
contesta Heidegger, para «evadirse» de la conciencia de su verdadero ser, de
la nada que lo acosa, lo asedia y lo constituye (1). El hombre tiene miedo de
conocer toda la verdad de sí mismo y por ello trata de olvidarse «saliendo
fuera», en las cosas y en la vida diaria. Retirarse del se es hacer
una elección, decidir poder ser uno mismo, el sí mismo auténtico. La
conciencia (Gewissen) es el volver en sí del Dasein, que deja de
escuchar al Man. El «hombre común» busca el rescate del mundo liberándose
de la preocupación por esto o aquello. Uniforma todos los objetos de modo que
no tenga preferencias o preocupaciones por algunos de ellos. Esto no es aún
el rescate y la conquista de la
autenticidad. Cuando cesa la solicitud, aparece el tedio. Las cosas no atraen:
la totalidad del ser está presente, pero en un abismo de indiferencia, en que
los seres y los acontecimientos se hallan confundidos: sin méritos y sin
atractivos. El hastío
libera al hombre del mundo: le hace pasar de la preocupación por cada cosa a
la indiferencia por todas.
Pero el hombre profundo conquista su propio ser en la angustia (Angst),
donde halla de nuevo su autenticidad. Así como la solicitud es el
correspondiente emocional de la caída, la angustia es el sentimiento de la
redención. La angustia rescata al hombre del mundo. Así como la solicitud es
la pérdida del sentido auténtico de la existencia en las cosas, en el
anonimato, servidumbre a la remisión, a las preocupaciones y a las esperas de
la temporalidad, así la angustia es la recuperación de la existencia, de la
libertad original, del sentido originario
La mundanidad.
Para huir de la angustia reveladora de nuestra nada, caemos en la mundanidad;
para rescatarnos de la dispersión, entramos de nuevo en la conciencia de
nosotros mismos. Con la angustia el hombre volatiliza las cosas, capta el
sentido infinito de sus posibilidades, la esencia de su existencia. La
angustia inmoviliza la palabra, da un sentido incomparable de totalidad. El
universo retrocede ante ella y se revela inestable, suspendido. La angustia
revela la nada esencial al ser, esencial a nosotros.
En la angustia, las cosas del mundo pierden, de pronto, su importancia: el
hombre no se preocupa ya de ellas. Todas las preguntas que antes le
preocupaban (¿por qué esta cosa y no otra?, ¿por qué tengo que perseguir
un fin antes que otro?, ¿por qué no hay algo y no nada?) ya no le interesan.
En todas las cosas del mundo está presente el ser, pero el hombre, sumergido
en las cosas, olvida o teme preguntarle qué es. Ahora que en la angustia las
cosas «fallan», «resbalan», «se hunden» (1), interroga al ser, quiere
captar su sentido, que es el de su existir. Interrogar al ser es poner en
juego nuestra existencia. ¿Y qué es el ser? El Ser es la Nada. La angustia
me revela a mí mismo y revela mi nada como autenticidad de mi existencia. Me
ha rescatado de la trivialidad de la vida mundana, me ha hecho que me volviera
a hallar, me ha revelado mi destino, el destino de todos, del ser y de la
existencia: la Nada. No hay más que aceptarlo y ser libres en esta
aceptación. Este vértigo del vacío, este hundirse del ser en la nada es la
angustia liberadora y autentificadora.
No se comprenda mal: la angustia no nadifica lo que existe; lo que existe es
como antes: las estrellas, estrellas, y los árboles, árboles. Pero, en la
angustia, lo que existe ya no interesa. Las cosas existentes siguen siendo las
mismas, pero para mí se hunden en la insignificancia. También yo sigo
existiendo y teniendo relaciones con los demás, pero, a este título, soy
insignificante para mí mismo. Todas las cosas son como
antes, pero todas «resbalan» y saludan al pasar. El existente acepta su
destino y «coge en la mano» su suerte. Entonces no es «arrojado», sino que
coge, «repite» su destino, asume su responsabilidad: vive consciente de no
ser nada y acepta su nada. Acepta su «deuda», su suerte. Es destino suyo el
ser un complejo de «deudas», de las que la muerte es el último vencimiento.
La angustia revela la originaria libertad del ser (cesa el remitir a otra
cosa) y el sentido originario de la temporalidad. Como sabemos, para Heidegger,
la temporalidad es esencial para el ser: el ser es el tiempo. Pero el tiempo
originario es distinto del tiempo mundanizado de la vida trivial, que es
sucesión de pasado, de presente y de futuro, tres momentos, cada uno
«fuera» del otro. El tiempo originario, en cambio, es compenetración de
pasado, presente y futuro, gravitación en el futuro: el Dasein anticipa en el
«presente» sus propias posibilidades ulteriores y por eso, en cierto modo,
convierte el «futuro» en «pasado».
Pero si la existencia gravita en el futuro, significa que el presenté no es
suficiente. El tiempo es infinito en el sentido de que nunca tendrá fin, pero
en sí mismo es finitud. El futuro, presente en todo presente, después de que
acompaña a cada ahora, indica que el presente es incompleto, inconsistente:
revela la esencia de la existencia y del tiempo, que es la de no bastarse a
sí mismo, la de ser trascendencia y finitud. Cuando el futuro se alarga en
una serie infinita de estados, da lugar al tiempo mundanizado, al tiempo de la
«historia» (la infinitud del tiempo es la «historia» como serie infinita
de hechos, que remiten el uno al otro, efecto de la caída). La angustia saca
a. la existencia de la dispersión en las cosas, la restituye al tiempo
originario, que no es historia, sino historicidad (Geschichtlichkeit).
La remisión, propia de la historia, es el valor de la historia: la historia,
como devenir, es sucesión de acontecimientos. No cuenta la historia sino la
historicidad, no la temporalidad sino el tiempo originario, no la solicitud
sino la angustia, que da el sentido de la historicidad arrancándonos al flujo
de la historia, redimiéndonos de la dispersión y devolviéndonos a nosotros
mismos. Cuando, con la angustia, volvemos, desde las cosas, a entrar en
nosotros mismos, ya no tenemos el sentido del tiempo que nos remite al
infinito, sino el sentido del tiempo originario, en el que captamos la
autenticidad de la existencia. Como temporalidad, nuestra existencia,
dispersada por el «cuidado», pasa de una cosa a otra, se concentra en el
presente, cargado del pasado y del futuro anticipado por sus intereses
actuales (es una «situación» que va hacia un «proyecto»); como tiempo
originario, se concentra en el futuro, se proyecta hacia adelante y descubre
su inconsistencia, su ser para la nada y para la muerte. El pasado también
gravita en el futuro: la muerte ratifica el nacimiento, la condena inicial de
la situación. En el tiempo originario el hombre define su destino. La voz de
la conciencia le dice que lo acepte: el hombre que la escucha hace del destino
su voluntad. La voluntad, frente al destino, no puede sino aceptarlo o
sufrirlo. Cada uno de nosotros está colocado en un horizonte de «poder
ser», en un destino cerrado: la vida es el desarrollarse de una anarke, de
una Necesidad. El hombre se halla frente a una elección ya hecha, y está
empeñado frente a ella. Mi destino ya existe, es el realizarse de lo que ya
es. Todos los momentos están encerrados en el tiempo, en una cadena férrea:
«el futuro de lo que ya es». Lanzarse al futuro es adelantar, pero es
siempre el realizarse de lo que ya es. La libertad de hacer esto en lugar de
aquello es libertad abstracta. La única libertad verdadera es la de aceptar
nuestro destino. ¿Cuál? O vivir dispersos en el tiempo, en el que el futuro
nos coloca siempre fuera de nosotros, el pasado nos hace caer de nuevo en lo
que ya hicimos y el presente nos ocupa; o salir de la temporalidad, con la
angustia, y hallar la verdadera libertad, la libertad de la muerte y el
sentido del ser que es la nada. El patrón del destino está ya cortado, y no
soy yo quien lo corta.
La historicidad
La historicidad es el cerrar entre paréntesis todos los acontecimientos para
prestar atención al acontecimiento primario, que es el producirse de todo lo
que acontece, el conjunto de los sucesos en su nada esencial. El existente, en
cada una de sus situaciones, desde el nacimiento hasta la muerte, es
auténtico sólo en la conciencia de la muerte, que revela su substancial
nulidad.
La muerte
La muerte representa el final y el fin del Dasein. No es una rotura, algo que
desde fuera rompa la vida, sino que es lo constitutivo de la vida misma. No es
que la existencia caiga en la nada, como si la destruyera una fuerza
omnipotente, ciega e indiferente: la muerte no viene desde fuera a anular el
ser de la existencia, sino que coincide con el ser de la existencia. «Ser en
el mundo» es «ser para la muerte». Dasein = ser para el final (Sein pum
Ende) = ser para la nada (Sein zum Nichts) = ser para la muerte (Sein
zum Tode). No hay oposición entre el Ser y la Nada: toda vez que el ser
es su existir, que el existir es el tiempo, la suerte del ser está ligada a
los límites del existir, que es su situación. El no-ser penetra al ser, lo
constituye, lo limita, lo nadifica en el sentido de que le hace ser nada.
Y el ser, así entendido, no puede dar a la existencia realidad ninguna,
ningún significado y valor, porque él mismo no tiene realidad, significado
ni valor. Del Ser Nada a la nada de la existencia: de la Nada a la Nada. El
ser y el existente, nosotros y las cosas y las infinitas posibilidades
realizadas y no realizadas somos otros tantos momentos de la Nada, que
recíprocamente se entierran, se hunden en su nada inicial y final.
Catástrofe sin protestas, rebeliones ni desesperación inútiles, toda vez
que la angustia revela que el ser del ser es la Nada, que la vida auténtica
es vida para la muerte, o sea, conciencia no de que «se muere», sino de que
yo muero. No se trata de «una muerte cualquiera», sino de mi muerte. La
muerte es la posibilidad más personal del ser. Asumir el destino de la propia
existencia, en el silencio y en la angustia, es la resolución (Erschlossenheit):
fidelidad a nosotros mismos, libertad para la muerte. El destino aceptado es,
una decisión, la decisión de desempeñar nuestro propio cometido en el
mundo. El yo auténtico (das eigentliche Selbstein) se halla en la
auténtica historicidad, en la angustia que descubre la nada esencial nuestra
y de toda cosa y del ser y del ser-en y del mundo.
Pero, ¿cómo es posible hablar de la Nada? ¿No es un contrasentido? Ser-Nada
es indudablemente un contrasentido, una contradicción lógica, pero la
lógica, dice Heidegger, es insuficiente para darnos «la experiencia
fundamental de la Nada». La «Nada que constituye al ser» nos es revelada,
además que por el del hastío, por el sentimiento de la angustia. Ser-Nada no
es condición «reflejada» por el intelecto, sino verdad (la verdad
fundamental) sentida y sufrida, el saber que todo está «destinado» a
perderse, el tocar la raíz originaria de la existencia. Para Hegel, la
concreción del ser y del no-ser es el devenir, y la síntesis suprema es la
filosofía o la absolutez y la transparencia de la Idea a sí misma; para
Heidegger, en cambio, el ser del ser es la nada, y la angustia es la
transparencia emocional de la existencia a sí misma, o sea, de la nada que la
constituye. Ser de la Nada y nada del Ser: la Nada no está frente al Ser,
sino que es el Ser mismo: «En la angustia, la Nada se nos presenta junto y
contemporáneamente con la totalidad del ser». La Nada no es categoría
lógica, sino la categoría ontológica: el Dasein procede de la Nada (del ser
de la Nada o nada del Ser), su ser en el mundo es una carrera a la nada, a su
nada (la muerte). No ex nihilo nihil f fit, sino ex nihilo omne ens, qua ens,
f it. De la Nada a la Nada; en realidad, el hombre es el «centinela de la
Nada».
[En el principio es la Nada]
En el principio no es el caos o el ser o el Logos; en el principio es la Nada
y la Nada está en el fin. Hegel coloca al Ser y al No-Ser en relación
dialéctica y concluye, a través del devenir dialéctico, en la Idea
absoluta. Heidegger no se opone a Hegel, sino que lo continúa, lo profundiza
con despiadada coherencia. Si Ser y No-Ser están en relación dialéctica y
la dialecticidad es la esencia de lo real y del pensamiento, no existe un
Absoluto que se revela a sí mismo, sino que existe la Nada al principio y al
fin. Y aquí está toda la llamada «metafísica existencial», nacida de la
«crítica» del idealismo trascendental, o sea, de la trascendentalidad
adoptada como principio metafísico.
Resumiendo: en el revelarse de la nada del ser, en la angustia, conquistamos
la verdadera libertad, la «libertad para la muerte». La existencia
auténtica es conquista del verdadero sentido del ser, que es sentido de la
nada. Nuestro destino está completamente declarado: ser en el mundo es ser
para la muerte, que no nos resulta negadora de la existencia, sino lo que la
constituye. «En cuanto a ser que se degrada, el ser para la muerte, en la
mediocridad cotidiana, es una perpetua fuga ante la muerte.» En cambio, fuera
de la mundanidad, se disipa el miedo a la muerte y aquel sentido de rebelión
que experimentamos frente a ella: existir en la angustia, frente a nosotros
mismos, es ser «fieles a la muerte». Por lo tanto, la angustia de la
verdadera libertad, la libertad para la muerte. Frente a ser libres para la
muerte se plantea la alternativa de adoptar o no nuestro destino. Si lo
adopto, se convierte en mío de una manera diferente a la anterior, como
libertad fundamental mía. Nadie puede obligarme a adoptarlo: sólo se me
puede obligar a soportarlo como un peso. «Aquí está la base de una posible
ética. Este aceptar el destino es, para Heidegger, la decisión propia del
hombre. En este sentido, en el tiempo genuino, en que el hombre no espera más
que su destino ya elegido, el hombre se elige en cierto modo a sí mismo,
Volviendo a sí mismo, y repitiéndose, es para sí mismo su fundamento y
halla una tranquilidad nueva, en la que no se extraña ya por nada» (1). Esta
libertad es la sabiduría de aceptar nuestro destino. La muerte es lo que hay
de más mío, de más existencial y, por eso, aceptarla es permanecer fiel a
mi autenticidad. ¿Quién puede substituirme en mi muerte? Sólo aceptándola,
cada uno a la suya, nos restituimos al ser originario, nos revelamos a
nosotros mismos, tocamos el abismo del Ser, que es el abismo de la Nada, que
es todo el ser y todo el existir: el ser del Ser es la Nada, la nada del ser
es el Ser.
Crítica
Los últimos escritos de Heidegger contienen, según algunos intérpretes,
señales de una nueva orientación, aunque prudente y apenas indicada, hacia
la positividad del Ser. A nuestro parecer, el llamado «último Heidegger»
sigue siendo el primero, el de Sein und Zeit y de los demás escritos menores.
Cierto es que en la Carta sobre el Humanismo rechaza la interpretación atea
de su pensamiento, pero lo que allí se lee es una confirmación de su
ateísmo preconcebido, dogmático y absoluto. Decir que «con la
determinación existencial del hombre no se ha decidido nada acerca de la
existencia de Dios, o de su no-ser» y que por lo tanto la Trascendencia
teológica es una «posibilidad» a la que la existencia queda «abierta», es
no decir nada, por el motivo de que si el Ser es la Nada, tal posibilidad
puede significar sólo la identificación de Dios con la Nada, lo que es
repetir la posición del «primer Heidegger», o sea que el Ser es la Nada.
Mientras Heidegger no abandone esta posición (o sea su «metafísica»),
aunque hable de algo divino revelado a los hombres por la poesía (Hölderlin
y la esencia de la poesía), o de la verdad como «revelación» (Unverborgenkeit)
del ser al existente o «abertura» (Offenheit)
del existente al ser, repite las mismas cosas con palabras equívocas, que
quizá significan que se da cuenta de las dificultades insuperables de su
filosofía. Que ahora diga que el hombre es el «custodio» del Ser, no cambia
nada... si el ser sigue siendo la Nada; siempre permanece el absurdo
«centinela de la Nada». El último Heidegger causa la impresión de un
hombre que piensa en el vacío, que procede por leves indicaciones y
sugerencias, con un lenguaje que es un juego de palabras, que dice y no dice,
como si fuera una obscura profecía, una revelación, donde las «aberturas»
son también «cierres», las «revelaciones», «ocultamientos», etc. El
primer Heidegger quiso pensar y escribir la «filosofía de la Nada»; el más
reciente, decaído en la excavación artificiosa de la «palabra» (al punto
de hacerle perder toda significación en lugar de hacerle recobrar su
significado verdadero y genuino) y en el autocomentario (que es
autoexaltación del descubrimiento de que el ser del Ser es la Nada, casi
divinización de la Nada misma), parece que vaya escribiendo una «mística de
la Nada», totalmente «terrestre». También los dos volúmenes sobre
Nietzsche (1961), interpretación genial, es una confirmación de la
«destrucción» de la metafísica y no sólo de aquella «occidental»: no
hay metafísica occidental u oriental, hay la metafísica.
Gentileza
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