El camino, el encuentro y el ideal

Fuente: Catholic.net
Autor: Alfonso López Quintás

 

En torno al Camino de Santiago se tejió, como sabemos, buena parte de la cultura y la espiritualidad de los pueblos de Occidente, singularmente los de Europa. El hecho de que 2004 sea Año Santo compostelano nos invita a meditar sobre el símbolo universal del camino y su poder de evocar la gran meta de nuestra vida que recibe el nombre de ideal.

Para lograr madurez personal y vivir con profundidad la vida del espíritu, hemos de ahondar todo lo posible en las experiencias valiosas que realicemos, a fin de articularlas y darles todo su sentido.


El camino, lugar de encuentro

La experiencia del Camino de Santiago tiene hondura y largo alcance. El camino es un símbolo universal: une un lugar y otro, nos invita a entrar en juego, nos ayuda a relacionarnos, marca una dirección, nos orienta... En el palacio arzobispal de Salzburg pueden admirarse cientos de cuadros de maestros holandeses. En casi todos aparece un camino que serpentea a través de un bosque, una montaña, un valle boscoso...

El tema del camino entró por la puerta grande en el mundo del arte porque no es un objeto –un ser cerrado dentro de unos perfiles bien definidos-; es un nudo de relaciones, un ámbito de vida. Todo camino viene de un sitio y conduce a otro. En casos es para nosotros un lugar de separación y alejamiento; en otros, constituye un lugar de encuentro; encuentro con quienes llevan la misma dirección, y, sobre todo, con quienes nos esperan en la meta.

La voluntad de encuentro inspira e impulsa todos los momentos del camino de Santiago. Al iniciarlo, el caminante se ve inmerso en una trama cultural, histórica y religiosa de imponente grandeza: un tejido riquísimo de historias, leyendas, cantares, poemas, monumentos artísticos... Muy pronto, a la vera del camino, multitud de realidades le invitan al encuentro: los paisajes, las gentes de los diversos lugares, los compañeros de marcha... Los momentos de reposo con los demás peregrinos son inolvidables; constituyen una fuente inagotable de energía porque constituyen una forma de encuentro, aunque sea fugaz. Emociona ver que se crea rápidamente un ambiente cálido con personas desconocidas, sólo por saber que se hallan esforzadamente en camino hacia la misma meta, inspirados por el mismo ideal.

Las marchas en grupo han jugado siempre un papel relevante en los movimientos de renovación espiritual de la juventud. Uno de los principales guías del Movimiento de Juventud alemán, Romano Guardini, instaba a los jóvenes a recorrer juntos los campos y crear diversas formas de unidad: unidad con los demás, con el paisaje, con los cantos entonados a coro, con la fuente que mana de la madre tierra y amamanta al que se halla exhausto, con el Señor al que se ora en comunidad... Por eso el grupo que él dirigió se llamaba “Quickborn”, término del alto alemán que significa “fuente que mana”. Caminar en grupo a campo abierto fue visto como “una forma de vida”.

El valor del caminar se descubre cuando se advierte que buena parte de las realidades que se ven no son meros objetos o cosas, sino ámbitos de vida, fuentes de posibilidades que nos invitan a relacionarnos con ellas. Un árbol está lleno de vida; es un nudo de relaciones con los habitantes del lugar, con el ambiente, con los usos alimenticios... Las casas, las tierras de labranza, las iglesias, los puentes y monumentos nos hablan de culturas pasadas y presentes que nos revelan un espíritu desbordante de riqueza. Pero también los animales, los pájaros, todos los seres vivientes nos invitan a comunicarnos en alguna forma con ellos, al modo del viejo pescador de Hemingway, que hablaba con el gran pez que acababa de apresar, y le mostraba su admiración por su fuerza y su belleza (1) ...


Las condiciones del encuentro

El encuentro, para darse, exige generosidad, veracidad, fidelidad, cordialidad, sencillez, paciencia, comunicación cordial, participación en tareas comunes... Veamos, someramente, el sentido de estos términos.

1. La primera condición para encontrarnos de verdad es la generosidad. Este vocablo procede del verbo latino “gignere”, engendrar. Soy generoso si genero vida en otras personas, estableciendo con ellas relaciones que no aumentan mis posesiones pero incrementan la calidad de mi vida personal. Todo lo que es susceptible de ser poseído y el afán de dominar y poseer constituyen vamos a considerarlo como realidades y actitudes del nivel 1. La vida humana auténtica es la vida de encuentro, y éste se da en el nivel 2. Al ser generoso contigo, no te reduzco a un medio para mis fines –lo que significaría rebajarte al nivel 1; te respeto y estimo, y, por tanto, colaboro contigo para que te realices plenamente (nivel 2). Esta actitud desprendida puede parecer a una mirada superficial que me empobrece pues amengua mi dominio sobre ti. Eso sucede en el nivel 1, el de la posesión y el poder, pero no en el nivel 2, el de la actividad creadora de vínculos fecundos. Martín Buber, el filósofo del diálogo, lo sugiere en esta frase: “El que dice tú a otro (o sea, el que lo trata como una persona) no posee nada, no tiene nada, pero está en relación” (2). Al contraponer el mero tener (nivel 1) y el estar en relación personal (nivel 2), Buber indica que la relación interpersonal encierra un altísimo valor, el valor propio de la forma eminente de unidad que llamamos encuentro.

2. La actitud generosa nos lleva a estar disponibles para los demás, no recluirnos en el reducto cerrado del propio yo y aceptar que los seres humanos no tenemos un solo centro -el yo aislado- sino dos centros complementarios: el yo y el tú –las demás personas y, en general, todos los seres que nos ofrecen posibilidades de crear algo nuevo significativo en nuestra vida-. Estar disponible significa, por ejemplo, escuchar las propuestas del prójimo -no sólo oírlas- y vibrar con ellas. Esta capacidad de vibración personal se llama simpatía, término derivado del griego sympatheia (padecer con), y hace posible la verdadera comunicación entre las personas. Para poder encontrarnos, debemos ser “simpáticos”, en el sentido originario; hemos de sintonizar con los demás, compartir sus sentimientos, sus dolores y sus gozos. Todo esto se da en el nivel 2.

3. Si soy simpático contigo por ser generoso, suscito en ti un sentimiento de confianza hacia mí y te muevo a abrirte y hacerme confidencias, porque confías en que te seré fiel (3) . Confiarse a otra persona supone siempre una entrega, y ésta conlleva cierta dosis de riesgo. Para entregarte a mí a pesar del riesgo, necesitas confiar en que mi voluntad de abrirme a ti es sincera y veraz. Si te miento, encubro parte de mi realidad personal, no voy a tu encuentro todo entero, y despierto en ti un sentimiento de desconfianza que te lleva a replegarte en tu interioridad y alejarte de mí. En cambio, si me abro a ti con franqueza y transparencia, manifiesto una voluntad sincera de unir mi ámbito de vida al tuyo, lo cual indica que tengo fe y confianza en ti. Al ofrecerme de modo confiado y, por ello, fácilmente vulnerable, te muestro que no me muevo en el plano egoísta de la seguridad, el cálculo y el dominio sino en el de la gratuidad desinteresada. Por eso te inspiro confianza, te aparezco como fiable, digno de que tengas fe en mí, me hagas confidencias y podamos, así, crear una relación de encuentro.

4. Entre personas que se consideran mutuamente como fiables surge espontáneamente la actitud de fidelidad. Ésta no se reduce a mero aguante, actitud propia de muros y columnas, seres propios del nivel 1; implica estar dispuestos a crear en cada momento de la vida lo que, en un momento decisivo, prometimos; por ejemplo, fundar un hogar estable (actividad propia del nivel 2). Prometer supone un gran soberanía de espíritu, pues exige sobrevolar el presente y el futuro y estar dispuestos a configurar la vida según el proyecto que inspira el acto de la promesa, a pesar de los cambios que puedan experimentar un día u otro nuestros sentimientos. La fidelidad es una actitud creativa; no se limita a soportar algo gravoso en forma pasiva.

5. De forma semejante, ser paciente significa mucho más que aguantar situaciones incómodas; implica ajustarse a los ritmos naturales.

· - Si tengo un alumno lento, he de acomodarme un tanto a su ritmo, y él ha de procurar acercarse al mío todo lo que pueda. Entonces somos pacientes.
· - Rompo un brazo y el médico me prescribe un tiempo de reposo. Con ello no me ordena que me aguante, sino que adapte mi actividad al ritmo lento de regeneración de mis tejidos.
· - La intimidad corpórea tiene un ritmo acelerable a voluntad; en un instante puede uno sacarse la ropa y tener una relación de intimidad corpórea con otra persona. Pero la intimidad personal sólo se logra a través de un ritmo lento de maduración, como sucede con todos los procesos de crecimiento. Si, por afán hedonista, procuro la intimidad corpórea sin haber logrado todavía una verdadera intimidad personal –que no reduce a mera efusividad sentimental, antes implica la voluntad firme de crear una forma de unión permanente y comprometida-, desajusto los ritmos naturales de mi realidad personal. Soy impaciente y no logro armonizar dos formas de intimidad –la corpórea y la espiritual- que se pertenecen mutuamente. Mi corporeidad me hará sentir en forma de inquietud interior que he abusado de ella; la he reducido a medio para mis fines, olvidando que está llamada por naturaleza a ser expresión fiel de toda mi vida personal.

6. Encontrarse significa entreverar dos ámbitos de vida distintos, dos personalidades diferentes, y este modo estrecho de unión sólo resulta gratificante si es facilitado por la dulzura de trato, la amabilidad, la flexibilidad de espíritu, el buen humor, la facilidad de comunicación, en una palabra: la cordialidad. La cordialidad lubrifica las relaciones humanas. La hosquedad las entorpece al máximo.

Se puede ser cordial sin perder firmeza de carácter, seguridad en sí mismo, coherencia en las actitudes. Si soy profesor y me veo obligado a suspender a un alumno, he de hacerlo con la debida cordialidad, dándole las orientaciones necesarias para preparar debidamente el próximo examen. Mi firmeza en la evaluación no me ha impedido ser cordial y crear unidad con el alumno. Una vez más se advierte aquí que la actitud creativa convierte en “contrastes” muchos aparentes “dilemas”. El que no actúa creativamente piensa que la firmeza se opone a la cordialidad; debe escoger entre lo uno o lo otro. El que es creativo sabe, por experiencia, que puede realizar cordialmente lo que su conciencia le exige. Ser firme y ser cordial son actitudes que forman contraste, pero se enriquecen mutuamente, como sucede con los colores complementarios.

7. La unión profunda que entraña el encuentro la logramos cuando compartimos actividades nobles. Al tomar parte en una actividad relevante, nos unimos a ella íntimamente y creamos un vínculo fuerte entre nosotros. Lo descubrimos al contemplar a un buen coro interpretar una obra de calidad. Los cantores fijan la mirada en el director, que expresa con sus gestos el sentido de la obra. No se miran entre sí; parecen indiferentes, pero de hecho se unen de forma admirable: atemperan el volumen de su voz y su ritmo a los de los demás, para lograr una armonía perfecta, que es fuente de honda belleza.


El descubrimiento de los valores y el ideal

Las antedichas condiciones del encuentro tienen valor para nosotros porque nos permiten encontrarnos y, a través del encuentro, realizarnos como personas, pues –según la Biología actual más cualificada- los seres humanos somos “seres de encuentro”, vivimos como personas, nos desarrollamos y perfeccionamos como tales creando toda suerte de encuentros (4).

Esos valores, asumidos por nosotros como formas de conducta, se convierten en virtudes. En latín, “virtutes” significa capacidades. Todavía hoy decimos que un gran pianista es un “virtuoso” del piano, una persona capaz de tocar a perfección ese instrumento. Las virtudes nos capacitan para fundar modos auténticos de encuentro, crear modos elevados de unidad.

Al vivir el encuentro, experimentamos los frutos que nos reporta. Al encontrarnos de verdad, nos vemos rebosantes de energía espiritual, de alegría y entusiasmo. Entusiasmarse significaba para los griegos “inmergirse en lo divino”, es decir, en lo perfecto. Esa inmersión entusiasmante nos da una sensación de plenitud, pues nos vemos elevados a lo mejor de nosotros mismos. Tal elevación se traduce en un sentimiento de felicidad, que se nos manifiesta a través de sentimientos de paz y amparo interiores, así como de gozo festivo, es decir, júbilo. Cuando nos sentimos desbordantes de energía interior y felicidad, descubrimos que el valor más grande que hay en nuestra vida, el que los corona a todos como una clave de bóveda, es el encuentro, la creación de formas elevadas de unión. Ese valor supremo es el ideal de nuestra vida.


El peregrinaje hacia el ideal

La práctica del encuentro que vivimos profusamente durante el camino de Santiago nos lleva a vivir con intensidad y hondura nuestra condición de peregrinos que caminan hacia su ideal, que es el encuentro con el Señor y con los hermanos. Por eso marchamos con ánimo, con alegría y entusiasmo, porque cada paso que damos nos acerca más a la gran meta de nuestra existencia. Así como la música barroca –singularmente, la de Juan Sebastián Bach- intensifica la expresión al final de las obras, nosotros, al abordar el último tramo del Camino, sentimos que el gozo se acrecienta en nuestro interior a pesar del cansancio.

De modo análogo, en el camino de la vida vivimos diversas etapas ascendentes –infancia, adolescencia, juventud, edad madura...-, y corremos peligro de pensar que la primera vejez y la senectud son etapas descendentes, debido al declive de la energía física y a posibles achaques. La experiencia del Camino nos revela que el final de la vida terrena no significa un desmoronamiento, aunque la decadencia corporal parezca indicarlo así; supone una invitación al logro de la suprema madurez espiritual, la que consiste en la entrega de toda la persona a quien nos llamó a la existencia para que convirtamos nuestra vida en un acto incesante de alabanza. No pocas personas han desarrollado plenamente su personalidad –o, dicho en lenguaje religioso, se han santificado- en el tramo final de su vida, asumiendo con espíritu redentor la prueba suprema de la enfermedad y la muerte (5) .

Ese logro pleno de nuestra personalidad lo alcanzamos cuando vivimos el encuentro de forma perfecta, y esta perfección supone que cumplimos las condiciones del encuentro de forma incondicional. Soy incondicional generoso, fiel, cordial, paciente... Esta incondicionalidad sólo podemos tenerla cuando nos vinculamos de raíz a los grandes valores de la bondad, la justicia, la verdad, la belleza y la unidad. Nos decimos: “Tengo que hacer el bien y evitar el mal, en toda condición y circunstancia. He de ser justo siempre, por principio, independientemente de mis intereses y apetitos, incluso con quien haya sido injusto conmigo”. Esta opción por los grandes valores constituye el nivel 3 de realidad y de conducta.

Pero ¿cómo se explica esta decisión absoluta de practicar el bien y la justicia, ser veraz en toda circunstancia, y buscar la unidad y la belleza? Esa soberanía de espíritu sólo podemos adquirirla si nos elevamos de plano y consideramos que todos venimos de un mismo Padre que nos creó a su imagen y semejanza, y nos dotó así de una dignidad que no podemos perder, aunque queramos. Es el nivel 4, el religioso.


La afinidad de las cuatro experiencias básicas

Al realizar esta experiencia de encuentro progresivo con el ideal, hacemos un descubrimiento de suma importancia: cuando vamos en busca de algo valioso, lo hacemos merced a la energía que irradia esa realidad buscada. Conocemos a Dios en alguna medida, adivinamos su grandeza y deseamos unirnos a El. Ese primer conocimiento y ese deseo incipiente nos mueven a ponernos en marcha para conseguir que Dios se nos revele de modo más nítido. Podemos, pues, decir que el camino de Santiago, entendido como marcha hacia el Ideal viene de Dios y conduce a Dios.

Esta misma relación entre conocer y buscar, estar ya unido con una realidad valiosa y salir en su búsqueda, se da en la experiencia estética, la ética y la metafísica. De ahí que la experiencia del camino de Santiago pueda ser para quien la viva a fondo una fuente de luz para comprender a fondo las manifestaciones más relevantes de su vida (6).

El camino de Santiago, esmaltado de templos, nos invita a recordar cómo orientaron los primeros cristianos la construcción de sus iglesias. Su fe les llevó a concebir la vida como un peregrinaje, un tránsito por una vía que conduce al paraíso. Cuando en el año 313 obtuvieron la libertad, merced al Edicto de Milán del emperador Constantino, necesitaron construir templos, para reunirse y celebrar en común los oficios divinos. No imitaron, para ello, el estilo del templo romano modélico, el Panteón, pues su forma circular y esférica suscita una actitud más bien estática. Desde el centro del templo se domina todo el espacio y no se siente uno invitado a recorrerlo y dirigirse hacia su lugar sagrado por excelencia, que es el altar del sacrificio. Debido a ello, los cristianos tomaron como base de su estilo los salones nobles denominados “basílicas” –a la letra, “salas regias”-, y las transformaron de tal modo que expresaran la mentalidad peregrina, propia del espíritu cristiano. Cegaron, para ello, las dos puertas laterales y abrieron una puerta en uno de los ábsides; situaron el altar en el ábside opuesto y suprimieron las columnas de la entrada y del fondo. Al adentrarse en esa sala rectangular, en la cual la directriz horizontal -marcada por las líneas que se orientan hacia el fondo- prevalece sobre la vertical -determinada por la dirección ascendente de las columnas-, el creyente se ve llevado hacia el altar por la fuerza misma del estilo arquitectónico. Esto sucede en las iglesias paleocristianas; de modo más acusado todavía en las bizantinas, y en forma más templada en el románico. Aunque una persona se quede en la entrada de la iglesia, su mirada y su atención se verá dirigida hacia el altar, que se convierte así en un lugar de confluencia de todos los creyentes. De este modo, los cristianos viven dinámicamente su carácter de comunidad viva; hacen la experiencia de caminar hacia Dios en comunión de espíritus. Al entrar en un templo paleocristiano, bizantino o románico, vivimos al mismo tiempo una profunda experiencia estética y una elevada experiencia religiosa, la experiencia de que vamos a Dios en virtud de la fuerza que nos viene de Él.


El Camino y el ascenso a lo mejor de nosotros mismos

Encontrarnos con Dios es nuestro ideal. Caminar al encuentro del Señor, cuyo conocimiento nos trasmitió el apóstol Santiago, es ascender a lo mejor de uno mismo. Por eso, en tal caminar ilusionado descubrimos en nosotros fuerzas desconocidas, anhelos inéditos, capacidad insospechada de afecto y comunicación, horizontes de valores inéditos... El Camino de Santiago se convierte, así, para nosotros en un proceso de búsqueda interior que nunca termina porque la meta es alcanzable pero inagotable. Con razón se ha dicho que “el Camino sólo tiene sentido iniciático si con él se inicia una nueva vida”.

Es nueva la vida, en sentido evangélico, si toma la orientación justa. Bien sabemos que el camino de la vida cobra sentido si está bien orientado. La buena orientación es la que nos lleva al ideal de nuestra existencia que es Jesús, en quien se reveló el Padre y el Espíritu de amor. “El Camino es la vida misma, condensada en unos días”, unos días de peregrinaje decidido hacia el encuentro con quien es el principio y la meta de nuestra existencia. Desde esta perspectiva, cobra pleno valor el conocido dicho de que “el peregrino forma parte del mundo, pero el mundo se queda y el peregrino se va”. Irse no significa aquí alejarse de las gentes, sino acercarse a la comunidad de quienes, por vías tal vez distintas –como plurales son los Caminos de Santiago-, tienden hacia la misma gran meta celeste.