"NUESTRA SITUACIÓN INTELECTUAL"

I. LA FUNCION INTELECTUAL.
II. LA VERDAD Y LA CIENCIA
III. CIENCIA, FILOSOFIA, VIDA INTELECTUAL

I
LA FUNCION INTELECTUAL

La vida intelectual se encuentra hoy en una situación profundamente paradójica.

Por un lado, sólo hay dos o tres momentos de la Historia que puedan compararse con el presente en densidad y calidad de nuevos conocimientos científicos. Es menester subrayarlo sin la menor reserva; antes bien, con entusiasmo y orgullo de haber nacido en esta época. La metafísica griega, el derecho romano y la religión de Israel (dejando de lado su origen y destino divinos) son los tres productos más gigantescos del espíritu humano. El haberlos absorbido en una unidad radical y trascendente constituye una de las manifestaciones históricas más espléndidas de las posibilidades internas del cristianismo. Sólo la ciencia moderna puede equipararse en grandeza a aquellos tres legados. Pero, por lo mismo, es menos comprensible el azoramiento que, inexorablemente, ataca a quien quiera entregarse a una profesión intelectual: a pesar de tanta ciencia, tan verdadera, tan fecunda y central de nuestra vida, a la que tantos de los mejores afanes humanos se han consagrado, el intelectual de hoy, si es sincero, se encuentra rodeado de confusión, desorientado e íntimamente descontento consigo mismo. No será, naturalmente, por el resultado de su saber.

1. Confusión en la ciencia. No se trata solamente de la confusión radical que puede reinar en algunas de las ciencias más perfectas de nuestro tiempo, tales como la física o la matemática. Esta presunta confusión es, por el contrario, un signo más de vitalidad, porque se trata de una crisis de principios. Una ciencia es, en efecto, realmente ciencia y no simplemente una colección de conocimientos, en la medida en que se nutre formalmente de sus principias, y en la medida en que, desde cada uno de sus resultados, vuelve a aquéllos. Ningún progreso científico es comparable a aquel en que se perfilan y se modelan antiguos y nuevos principios de una ciencia: Aristóteles, Arquímides, Galileo, Newton, Einstein, Planck, serán, por esto, los nombres que jalonan las etapas decisivas en la historia de la física, inaugurando cada uno una nueva era de esta ciencia.

La confusión de que se trata no se refiere, pues, a esta crisis de principios. Es algo distinto y más grave:

1.o Cada una de las muchas ciencias hoy existentes carece casi por completo de un perfil marcado que circunscriba el ámbito de su existencia. Cualquier conjunto de conocimientos 1w-mogéneos constituye una ciencia. Y cuando, dentro de esta ciencia, un grupo de problemas, de métodos o de resultados adquiere suficiente desarrollo para atraer por sí solo la atención del científico y distraerle de otros problemas, queda automáticamente constituida una ciencia "nueva". El sistema de las ciencias se identifica con la división del trabajo intelectual, y la definición de cada ciencia, con el ámbito estadístico de la homogeneidad del conjunto de cuestiones que abarca el científico. En rigor, se opera tan sólo con cantidad de conocimientos. Pero no se sabe dónde comienza y termina una ciencia, porque no se sabe, estrictamente hablando, de qué trata. Para que se sepa de qué trata es menester precisar su objeto propio, formal y específicamente determinado. La primera confusión que reina en el panorama científico actual se debe a la confusión acerca del objeto de cada ciencia.

2.o Todas las ciencias se hallan colocadas en un mismo plano. No solamente carecen de unidad sistemática, sino hasta de perspectiva. Da lo mismo una que otra. No existe diferencia ninguna de rango entre los diversos saberes de la humanidad actual. En siendo "científicos", todos los saberes poseen el mismo rango. Parece que se ha llegado a todo lo contrario de lo que afirmaba Descartes cuando decía que todas las ciencias, tomadas en su conjunto, constituyen una sola cosa: la inteligencia. En lugar de esta unidad, que implica esencialmente unidad de perspectiva con diferencias de rango, tenemos un conjunto de saberes dispersos, proyectados sobre un solo plano. La segunda confusión que produce la ciencia se debe a esta sin igual dispersión del saber humano.

Este "plano científico" está determinado por el conocimiento de lo que se llaman los "hechos". Toda ciencia parte, en efecto, de un positum: el objeto, que "está ahí", y no lo considera sino en tanto que está ahí. Parece, entonces, que todas las ciencias han de ser equivalentes en cuanto ciencias, precisamente porque todas son "positivas". La radical positivización de la ciencia actúa como un principio nivelador. Pero no se repara en que tal vez no todos los objetos sean susceptibles de igual positivización. Y, en tal caso, si ese su "estar ahí" no fuera igual para toda suerte de objetos, la positivización no sería niveladora, y las ciencias, aun las más positivas, tendrían en su propio objeto integral un principio de subordinación jerárquica.
 

II. Desorientación en el mundo. Y es que la función intelectual misma no tiene un lugar definido en el mundo actual. No, ciertamente, por falta de interés, sino porque esta función se ha convertido en una especie de secreción de verdades, vengan de donde vinieren y versen sobre lo que versaren. Ante este diluvio de conocimientos positivos el mundo comienza a realizar una peligrosa criba de verdades, fundada precisamente sobre el presunto interés que ofrecen, interés que se torna pronto en una utilidad inmediata. La función intelectual se mide tan sólo por su utilidad, y se tiende a eliminar el resto como simple curiosidad. De esta suerte, la ciencia se va haciendo cada vez más una técnica.

Esto, que pudiera parecer nada más que penoso, es, en realidad, algo más hondo. Este mundo, que se mide así por su utilidad, comienza a perder progresivamente la conciencia de sus fines, es decir, comienza a no saber lo que quiere. Y entonces sobreviene todo ese ensordecedor clamoreo en torno, en pro y en contra del "intelectual", porque, en realidad, este mundo no sabe dónde va. En lugar de un mundo, tenemos un caos, y en él la función intelectual vaga también caóticamente. "No es difícil ver —decía ya Hegel hace más de una centuria— que nuestro tiempo es una época de nacimiento y una transición hacia un nuevo periodo. El espíritu ha roto con el mundo de la existencia y de las ideas que hasta ahora poseía, y se halla en vías de hundirlo en el pasado y ocupado en la tarea de reformarlo. Es verdad que nunca está en reposo, sino que se halla sometido siempre a un movimiento progresivo. Pero de la misma manera que en el niño, después de una prolongada y tranquila alimentación, viene la primera inspiración a romper lo paulatino del simple proceso incremental. y nace el niño, así también el espíritu en formación va madurando lenta y reposadamente hacia su nueva forma, va arrancando, uno tras otro, los pedacitos de la fábrica de su mundo precedente; su titubeo se insinúa tan sólo por síntomas aislados: la frivolidad y el aburrimiento que muerden en la existencia, el vago barrunto de algo desconocido son presagios de que se cierne algo nuevo. Este paulatino desmoronarse, que no altera la fisonomía del todo, se interrumpe por el orto, que, como un rayo, produce de golpe la hechura del nuevo mundo." (Fenomenología del espíritu, prólogo, I, 3.)

Y una manera especial de hundirse consiste justamente en no hacer sino sobrevivirse en la imaginación. Buena parte de los "intelectuales", y no siempre de los de menor relieve científico, se sobreviven contemplando su imagen pretérita, en una impresionante ignorancia de la transformación radical que la fisonomía del intelecto padece. Una de las cosas que más impresionan al historiador que aborda el estudio de la época de Casiodoro es observar la ingenuidad con que aquellos hombres, que para nosotros se hallan ya de lleno en una nueva Edad de la historia, creen no hacer sino continuar en línea recta la historia del Imperio Romano. Oyendo a muchos de los mejores intelectuales parece que no se trata sino de volver a emprender la marcha por "el seguro camino de la ciencia . Todo se resolvería volviendo a reconquistar el "espíritu científico", el "amor a la ciencia". Olvidan que la función intelectual viene inscrita en un mundo, y que las verdades, aun las más abstractas, han sido conquistadas en un mundo dotado de preciso sentido. El hecho de que puedan flotar, sin mengua de su validez, pasando de un mundo a otro, ha podido llevar a la impresión de que nacen también fuera de todo mundo. No es así. La matemática misma se puso en movimiento, en Grecia, por la función catártica que le asignó el pitagoreismo; más tarde fue la vía de ascenso del mundo a Dios y de descenso desde Dios al mundo; en Galileo es la estructura formal de la naturaleza. La gramática nace en la antigua India, cuando se siente la necesidad de manejar con absoluta corrección litúrgica los textos sagrados, a cuyas sílabas se atribuía un valor mágico, evocador; la necesidad de evitar el pecado de equivocación engendró la Gramática. La anatomía nace en Egipto de la necesidad de inmortalizar el cuerpo humano. Se van tomando uno a uno sus miembros más esenciales y se les declara solemnemente hijos del dios Sol: este recuento fue el origen de la anatomía. La historia india nació de la necesidad de fijar con fidelidad las grandes acciones pretéritas de los dioses; la fidelidad y no la simple curiosidad engendró la historia en aquel país. Ninguna ciencia escapa a esta condición. Por esto, el hecho de que las ciencias adquieran un carácter extrahistórico y extra-mundano es índice inequívoco de que el mundo se halla afectado de interna descomposición.

El hombre, en lugar de limitarse, como el animal, a conducirse en un ambiente, tiene que realizar o malograr propósitos y esbozar proyectos para sus acciones. El sistema total de estos proyectos es su mundo. Cuando los proyectos se convierten en casilleros, cuando los propósitos se transforman en simples reglamentos, el mundo se desmorona, los hombres se convierten en piezas y las ideas se usan, pero no se entienden: la función intelectual carece ya de sentido preciso. Un paso más, y se renuncia deliberadamente a la verdad: las ideas se convierten simplemente en esquemas de acción, en recetas y etiquetas. La ciencia degenera en oficio, y el científico en clase social: el "intelectual".

III. Descontento íntimo consigo mismo. Si el científico, el "sabedor de cosas" y "poseedor de ideas", al verse solo y desplazado en el mundo, recapacita y entra en sí mismo, ¿qué encuentra dentro de sí con que justificarse?

Posee, desde luego, unos métodos para conocer, que dan espléndidos resultados, como jamás los hubo en otra época de la Historia. La exuberancia de la producción científica alcanza grados tales, que se tiene la impresión de que la cantidad de descubrimientos científicos excede enormemente de las actuales capacidades humanas para entenderlos.

No se trata de ponerlo en duda ni de suscitar un fácil pesimismo, que, en definitiva, sólo puede brotar en inteligencias pusilánimes y débiles. Nunca la inteligencia humana ha contado con más posibilidades que aquellas de que hoy dispone. Pero, mirado más hacia dentro y examinada la situación con sinceridad, se ve:

1.o Que, en el científico, sus métodos comienzan, a veces, a tener muy poco que ver con su inteligencia. Los métodos de la ciencia van convirtiéndose con rapidez vertiginosa en simple técnica. de ideas o de hechos —una especie de meta-técnica—; pero han dejado de ser lo que su nombre indica: órganos que suministran evidencias, vías que conducen a la verdad en cuanto tal.

2.o Que el científico comienza inquietantemente a estar harto de saberes. No es un azar. Porque lo que confiere rango eminente a la producción científica es el sentido que posee en orden a la intelección de las cosas, a la verdad. Por este sentido es el hombre rector de su investigación y se afirma en plena posesión de sí mismo y de su propia ciencia. Pues bien: en este conjunto de métodos y de resultados de proporciones ingentes la inteligencia del hombre actual, en lugar de encontrarse a sí misma en la verdad, está perdida entre tantas verdades. El intelectual se ve invadido, en el fondo de su ser, por un profundo hastío de sí mismo, que asciende, como una densa niebla, del ejercicio de su propia función intelectual.

Y es que sus saberes y sus métodos constituyen una técnica, pero no una vida intelectual. Está, a veces, como dormido para la verdad, abandonado a la eficacia de sus métodos. Es un profundo error pensar que la ciencia nace por el mero hecho de que su objeto exista y de que el hombre posea una facultad para conocerlo. El hombre de Altamira y Descartes no se distinguen tan sólo en que éste filosofa y aquél no, sino en que el hombre de Altamira no podía filosofar. Para que la ciencia nazca y continúe existiendo hace falta algo más que la muda facultad de producirla. Hace falta que se den ciertas posibilidades. Penosa y lentamente, el hombre ha ido tejiendo un sutil y vidrioso sistema de posibilidades para la ciencia. Cuando se desvanecen, la ciencia deja de ser viva para convertirse en producto seco, en cadáver de la verdad. La ciencia nació solamente en una vida intelectual. No cuando el hombre estuvo, como por un azar, en posesión de verdades, sino justamente al revés, cuando se encontró poseído por la verdad. En este "pathos" de la verdad se gestó la ciencia. El científico de hoy ha dejado muchas veces de llevar una vida intelectual. En su lugar, cree poder contentarse con sus productos, para satisfacer, en el mejor de los casos, una simple curiosidad intelectual.

* * *

Tenemos definida así una situación por algunos de sus caracteres esenciales:

1.o La positivización niveladora del saber.
2.o La desorientación de la función intelectual.
3.o La ausencia de vida intelectual.

Más que caracteres fijos, son evidentemente tendencias observables en grado diverso. Decía ya, al comienzo de estas líneas, que, por ejemplo, en algunas ciencias, una fecunda crisis de principios es síntoma manifiesto de pujante vitalidad. Pero es evidente que la realidad de esos tres caracteres que acabamos de subrayar constituye el peligro radical de la inteligencia, el riesgo inminente de que deje de existir la vida en la verdad. En esta trágica lucha en que se decide la suerte de la inteligencia el intelectual y la ciencia se ven sumidos, a un tiempo, en una peculiar situación, en nuestra situación. A fuer de tal, lo primero que debe hacerse es aceptarla como una realidad de hecho y afrontar el problema que plantea: la restauración de la vida intelectual.

II
LA VERDAD Y LA CIENCIA

Si bien se mira, puede verse fácilmente que esos tres caracteres no están producidos al azar. Representan las tres desviaciones a que constitutivamente se halla expuesta la vida intelectual.

Toda ciencia tiene como fin último la verdad. Y en la estructura misma de la verdad están ya dados los tres riesgos a que acabamos de referirnos.

La verdad es la posesión intelectual de la índole de las cosas. Las cosas están propuestas al hombre y la verdad no consiste sino en que la inteligencia revista la forma misma de aquéllas. Cuando la inteligencia expresa esta situación decimos que sus pensamientos poseen verdad. Dicho de otro modo, la verdad es, según la fórmula tradicional, un acuerdo del pensamiento con las cosas. Todo el problema de la ciencia estriba, pues, en llegar a un acuerdo cada vez mayor con la mayor cantidad de cosas. ¿Cuáles son las condiciones de este acuerdo?

1. En primer lugar, algo que es previo al ejercicio de la función intelectual: las cosas mismas están "propuestas" a la inteligencia; esto es, las cosas han de estar presentes al hombre. Dejemos de lado toda complicación ulterior. Cualesquiera sean los medios y vías por los que el hombre pueda tener presente las cosas, éstas han de estarlo ante aquél. De lo contrario sería absolutamente imposible ni comenzar a entender. Podríamos, tal vez, pensar, pero estos pensamientos puros no serian por sí solos conocimientos ni verdaderos ni falsos. A esta patencia de las cosas puede darse radicalmente el nombre de verdad. Así la llamaron los griegos: a-léthia, descubrimiento, patentización (1). Si las cosas estuvieran presentes y manifiestas todas, en todo su detalle y estructura interna, la inteligencia no sería sino un fiel espejo de la realidad. No es esto lo que ocurre. Antes bien, la presencia de unas cosas oculta la de otras; los detalles de las cosas no manifiestan sin más su interna estructura. De ahí que la inteligencia se vea envuelta en una situación azarosa. Necesita aprender a acercarse a las cosas, para que éstas se le manifiesten cada vez más. Este modo o camino de acercarse a ellas es lo que desde antiguo se ha llamado méthodos, método. Método no es sino el camino que nos lleva a las cosas, no es un simple reglamento intelectual. He aquí la primera condición de la verdad: atenerse a las cosas mismas.

2. Pero el problema de la verdad no queda agotado con ello, ni mucho menos. Si así fuera, la inteligencia no haría sino registrar cosas, una vez que éstas le estuvieran presentes. Durante centurias y centurias ha sido casi siempre así, o, por lo menos, ha sido sobre todo así. El hombre, sin embargo, no siempre espera a que las cosas pasen ante sus ojos. Las mayores conquistas de la física moderna se deben al audaz impulso con que el hombre, en lugar de seguir a la naturaleza, se anticipa a ella mediante un interrogatorio. La verdad, como un acuerdo de la inteligencia con las cosas, supone una cierta manera —afortunada o feliz— de preguntarse por ellas. No se trata tan sólo de las interrogantes genéricas que la inteligencia por su propia índole no puede dejar de plantear. Toda búsqueda, aun la más modesta, supone, efectivamente, que el hombre se pregunta por qué ocurre algo, qué es algo, etc. No se trata de esto. Trátase más bien de un modo concreto de formular esas preguntas genéricas. No es lo mismo el sentido del porqué en filosofía o en psicología. Si se pregunta por qué muevo el brazo, no tiene sentido, para el fisiólogo, responder: porque quiero. Una cosa es preguntarse por qué ocurre un fenómeno, otra delimitar con mi pregunta el área en que voy a investigar el fenómeno, e inclusive forzar a la naturaleza con mis preguntas a que presente fenómenos que sin ellas nunca hubiera presentado. Estos modos concretos de plantear las cuestiones, mejor dicho, este modo primario y previo de acercarse a la realidad, es un supuesto para todo posible acuerdo con ella. Si se quiere hablar de métodos, no será éste un método que lleve simplemente a resolver los problemas que las cosas plantean, sino un método que nos lleve más bien a forzar a que las cosas nos planteen nuevos problemas. Es un método de interrogación más que de resolución. Así, la matemática sirvió de método de interrogación para la física. La verdad, pues, presupone un sistema de cuestiones previas con que la inteligencia afronta la realidad.

3. ¿De dónde nace este sistema de preguntas? Indiscutiblemente, cualquiera que sea la parte que en ellas incumba a la realidad misma, no es esta suficiente para alumbrar aquel cuestionario. Si así fuera, la ciencia sería consustancial al hombre. Ahí están las cosas desde que el mundo es mundo, y ahí está la inteligencia humana moviéndose entre porqués desde que hay hombres. Sin embargo, la ciencia tiene una historia tardía, lenta y tortuosa. Aun en las más objetivas de las ciencias, es innegable esta condicionalidad histórica. Hay problemas que tan sólo se plantean en ciertas épocas; inclusive problemas planteados y resueltos, tal vez por azar, en una época, quedan aislados en la ciencia porque su estado histórico no permite darles sentido. El sistema de preguntas nace de la estructura total de la situación de la inteligencia humana.

Estas tres condiciones pueden expresarse, pues, y deben expresarse en orden inverso: en su situación concreta, el hombre esboza un proyecto, un modo de acercarse a las cosas e interrogarías, y sólo entonces dan éstas la respuesta en que se constituye el acuerdo con ellas: la verdad.

Y aquí aparece el triple riesgo a que la inteligencia se halla expuesta en su esfuerzo por la verdad.

El hombre, en efecto, no tiene ante sí ni todas las cosas ni el todo de ninguna. Pero con esos fragmentos de fragmentos, gracias precisamente a que queda oculto para él este su carácter fragmentario, el hombre se lanza naturalmente a constituir su mundo, esa totalidad sólo en la cual se da y puede darse cada una de las cosas. Es obvio entonces que la ciencia comience por disolver, por lo menos intencionalmente, ese mundo ingenuo para reducirlo a sus justas proporciones cognoscitivas. Esta justa proporción está expresada en el vocablo "los hechos": lo que está ante mí, tan sólo por estarlo y en la medida en que lo está, sin la menor intervención por mi parte. Ahora bien: los hechos así entendidos fácilmente se propende a reducirlos a los datos empíricos. La verdad científica no consistirá sino en un acuerdo con estos datos, y la ciencia será simplemente un saber acerca de su concatenación ordenada. La reducción de las cosas a hechos, y de éstos a datos sensibles, lleva inexorablemente a la idea de una vida intelectual en que todos los saberes son equivalentes y cuya dispersa unidad está dada tan sólo en la enciclopedia del saber entero. Tal fue la obra del positivismo.

Pero sobre todo durante el siglo XIX, con otra ciencia en la mano, la física teórica, el hombre comprendió la insuficiencia de esta construcción. La ciencia física moderna nació cuando el científico se decidió a interrogar matemáticamente a la naturaleza. La ciencia necesita saber interrogar a las cosas. Y esta "necesidad" viene impuesta al científico por el mero hecho de proponerse descubrir un orden inteligible en los datos empíricos. La verdad no es algo que simplemente se da, algo con que el hombre se encuentra; la verdad es algo más que un hecho: es una necesidad. El hombre necesita saber cómo van a ir ocurriendo las cosas, si no quiere verse perdido entre ellas. Y esta necesidad es la que llevó al hombre a modelar la manera de enfrentarse con aquéllas. Y como toda necesidad, se dijo entonces, la necesidad de la verdad es un fenómeno de estructura biológica; y como toda vida, la de la inteligencia ha de obedecer por lo menos a la ley del máximo rendimiento con el mínimo esfuerzo. La ciencia logra mediante su interrogatorio reducir la variedad enorme de los datos sensibles a unas cuantas relaciones sencillas que le permiten prever el curso de los fenómenos. Más que visión, la ciencia es previsión. Y por esto, como se decía hace cincuenta años, la economía del pensar lleva a medir las fenómenos con precisión y a encasillarlos en fórmulas matemáticas. Cada una es un conjunto potencial de innumerables fenómenos, que capacita al hombre para manejar el curso futuro de éstos con máxima seguridad y sencillez. La verdad es un acuerdo con las cosas, pero sobre todo con las cosas futuras; y, por tanto, vista desde el presente, una ley verdadera no es sino un intento para dominar el curso de aquéllas. La vida intelectual es entonces la progresiva creación de fórmulas que permiten manejar la realidad con el máximo de sencillez. Su verdad se mide tan sólo por su eficacia. Es el pragmatismo, prolongación natural del positivismo.

Pero el pragmatismo, al subrayar el carácter formulario y simbólico de todo interrogatorio, ha apuntado a una raíz más honda: la necesidad vital. Para el pragmatismo la vida mental es un caso particular de la biología. Ahora bien: esta asimilación ha parecido excesiva, por lo que tiene de simplista. La vida mental, y más generalmente la vida humana, no es puramente biológica. Con raíces y mecanismos biológicos, el hombre, el zôion articula un bios. Más exacto, con ser insuficiente, sería decir que la biología humana es un caso particular del bios humano. Y la vida así entendida surge siempre de una situación; en ella se mueve y se desenvuelve. Sólo dentro de esta situación adquiere sentido y estructura el pensamiento. Es cierto que la verdad no puede ser lograda más que por una manera especial de acercarse a las cosas, pero esta manera está ya dada en el modo general con que el hombre por su bios está situado ante aquéllas. El dinamismo de las situaciones históricas es lo que condiciona el origen de nuestro modo de aproximamos a la realidad, hállese o no plasmado en un cuestionario explícito. Y esta situación histórica matiza también el sentido de la verdad. Como las situaciones históricas —así se creía, por lo menos durante el siglo XIX— son estados del espíritu, todo lo objetivos que se quiera, pero estados suyos, la verdad misma y la ciencia en general no son sino un aspecto de estos estados. Empleando la terminología entonces al uso, si llamamos cultura al producto de la realidad histórica, la ciencia no sería sino una forma de un estado cultural. Expresa el aspecto intelectual de una situación histórica, un valor cultural. La verdad es el valor de la inteligencia. Y, como todo valor, no existe sino por el sentido que adquiere en una situación. Cada época, cada pueblo, tiene su sistema de valores, su diverso modo de entender el universo —más valioso en unos que en otros, pero reflejo siempre de una situación histórica—, sin que ninguno tenga derecho a arrogarse el carácter de único y absoluto. Es el historicismo aliado fácil del pragmatismo.

Positivismo, pragmatismo e historicismo son las tres grandes desviaciones a que en una u otra forma se halla expuesta la verdad por su triple estructura intelectual. La verdad es expresión de lo que hay en las cosas; y entendidas éstas como meros datos empíricos, se desliza suavemente hacia el positivismo. La verdad no se conquista sino en un modo de interrogar a la realidad; y entendido este interrogatorio como una necesidad humana de manejar con éxito el curso de los hechos, se deriva hacia el pragmatismo. La verdad no existe sino desde una situación determinada; entendida ésta como un estado objetivo del espíritu, se sumerge en el historicismo. Tres desviaciones que no son independientes. Vista desde su última raíz, la situación histórica del hombre europeo le llevó a apoyar buena parte de su vida en la inteligencia científica; por ello se ve impulsada a dar forma intelectual a su modo de acercarse a las cosas; y gracias a este formulario puede descubrir y precisar lo que son las cosas como hechos.

No será difícil reconocer que en el fondo de los tres caracteres, que anteriormente descubrimos en nuestra propia situación intelectual, subyacen más o menos explícitamente estas tres actitudes ante la verdad y ante la ciencia. Cierto que, salvo en casos aislados, no se encontraría hoy nadie capaz de suscribir íntegramente ninguna de esas tres concepciones. El menos ocupado en cuestiones filosóficas sentirá en ellas algo definitivamente pretérito y preterido. Pero seria una grave ilusión creer que sus efectos desaparecieron al desaparecer su vigencia intelectual. Desaparecieron tal vez como teoría de la ciencia, pero nos dejaron en la situación intelectual en que hoy nos debatimos. El carácter disperso y nivelador del saber es el resultado natural de la actitud positivista. El tecnicismo de nuestra labor científica no es sino un pragmatismo en marcha. La ausencia de verdadera vida intelectual y la atención dirigida preferentemente a estados de civilización con sus diferentes "maneras de ver" las cosas, son, en medida todavía mucho mayor, un historicismo radical. Si se pregunta entonces qué se entiende hoy, en la mayoría de los casos, por una vida intelectual, sería fácil obtener estas respuestas: la vida intelectual es un esfuerzo por ordenar los hechos en un esquema cada vez más amplio y coherente; es un enriquecimiento de la enciclopedia del saber. La vida intelectual es un esfuerzo por simplificar y dominar el curso de los hechos: es la técnica eficaz de las ideas. La vida intelectual es nuestra manera de ver los hechos: la expresión de nuestra curiosidad europea. Y en los tres casos el mero enunciado de la fórmula hace detenerse cautamente a quien quiera acercarse hoy a una profesión intelectual. Son tres concepciones que expresan más que la índole de la ciencia, el riesgo inminente de su interna descomposición.

Detengamos, sin embargo, un poco la reflexión sobre la raíz común de estas desviaciones. La verdad comenzó presentándosenos como un acuerdo con las cosas, o si se quiere, como un esfuerzo por estar de acuerdo con ellas. Pero en esta idea del "acuerdo" se encierra un grave equívoco que es menester esclarecer. Escuchando estas diversas concepciones de la ciencia, se observa que en todas ellas se subraya cada vez más enérgicamente el esfuerzo por llegar a este acuerdo; tan enérgicamente, que se tiene la impresión oculta de que, para ellas, la situación primaria del hombre sería carecer de cosas. Parece que la ciencia consiste en damos cosas de que primaria y radicalmente estaríamos desposeídos. Que en buena parte sea así, no es menester insistir en ello. Pero no se trata de esto; no es cuestión de averiguar la, menor o mayor cantidad de cosas que el hombre conozca o desconozca primariamente. Se trata de algo más grave: de saber sí por su propia cualidad interna, esa privación de objeto es o no radical para la inteligencia. Y esto ya no es cuestión de ciencia, sino algo que afecta a la estructura general del pensar en cuanto tal.

Por una analogía externa con el presunto "mundo sensible" se propende a creer que la función primaria del pensar sea formar ideas,- de la ‘misma manera que los sentidos, abandonados a sí mismos, no nos dan sino impresiones. El pensar sería una especie de sensibilidad o sensación intelectual. ¿Es esto exacto?

La ideas son más bien el resultado de la actividad pensante. Y ello ha hecho resbalar muchas veces sobre el oculto principio del pensar mismo. Por su propia estructura objetiva, el pensamiento, a diferencia de los sentidos, no tiene su raíz en una mera impresión; o si se quiere, no es la impresión lo que constituye primariamente la índole misma del pensar. El pensamiento, por su propia estructura, no puede recibir impresión alguna sí no es desdoblando, por así decirlo, su contenido. El acto más elemental de pensar desdobla la cosa en dos planos: la cosa que es y aquello que ella es. El "es" es la estructura formal y objetiva del pensar. En su virtud, para el pensamiento, las cosas no son impresiones suyas; no son simplemente algo con que el pensamiento tropieza, sino que el modo de "tenerlas" es paradójicamente "colocarlas a distancia", entendiendo que "son". No solamente "tenemos" cosas, sino que las cosas "son" de tal o cual manera. La diferencia radical entre los sentidos y el pensar es, pues, una diferencia de "colocación", por así decirlo, frente a su objeto: los sentidos "tienen" impresiones, el pensar entiende que "son". Sin esta primaria dimensión objetiva del pensar no puede hablarse de pensamiento. Es lo que distingue radicalmente el pensar de toda forma de sentir. El más modesto de los datos sensibles es para el pensar una expresión de algo que es. Y como pensamiento y sensibilidad no son funciones necesariamente separadas, resultará que incluso en toda percepción sensible va incluido este momento del "es" por el que el hombre, aun dentro de la esfera empírica, se mueve en un mundo de cosas, y no simplemente en un ámbito de impresiones. No se trata de teorías filosóficas, sino de una mera descripción inmediata del acto de pensar (2). Gracias a este desdoblamiento constitutivo del "es" el pensar se encuentra ante unas cosas, entendiendo de ellas lo que son. A este entender, lo que son es a lo que se llama ideas. Por esto, decía, no es la idea principio, sino resultado de la función pensante. Y por esto también, las ideas, aun estando en mí, son de las cosas.

El pensamiento, pues, es cierto que tiene que conquistar cosas, pero es porque está ya previamente moviéndose en ellas. Y aquí está el grave equívoco a que antes aludía. La verdad, como un acuerdo con las cosas, supone siempre un previo estar en ellas. Hay una verdad (y sí se quiere también una falsedad, dejemos el problema) radical y primaria de la inteligencia: su constitutiva inmersión en las cosas. Por esto puede proponerse estar o no de acuerdo con ellas, porque previamente está con ellas y en ellas. La verdad, como un acuerdo entre una afirmación y una realidad, es siempre algo secundario y derivado; hay una verdad primaria, que es precisamente la que plantea la necesidad de discernir unas cosas de otras, y de decidir este discernimiento con el logos. De ahí que a las tres condiciones de la verdad, a que antes aludía, les sea constitutiva una primaria e inamisible unidad entre el pensamiento y las cosas. Dejemos de lado el problema filosófico que plantea esta unidad.

Ahora bien: es fácil observar que la raíz común de las tres desviaciones arriba citadas se halla justamente en el olvido teórico y efectivo a un tiempo de esta radical dimensión objetiva. del pensar y de la verdad. Asistimos en ellas a una interpretación del pensamiento que lo va reduciendo cada vez más a mera impresión. De aquí a considerarlo tan sólo como un estado del hombre (de los sentidos, de la vida o de la situación histórica, poco importa) no hay sino un paso. Dicho en otra forma: el pensamiento actual en la ciencia tiende vertiginosamente a la pérdida de su objeto: las cosas. Esta pérdida es la esencia común a los tres rasgos de nuestra situación intelectual. Se acaba por no saber qué se sabe ni qué se busca. Pero si se considera la ciencia como una penetración cada vez más honda y más extensa en un mundo de objetos en que constitutivamente estamos inmersos, todo cambia súbitamente de aspecto. El positum no es una mera impresión sensible; la simplicidad en el manejo de los fenómenos no es una ciega utilidad biológica; la situación histórica en que nos hallamos colocados no es una mera forma objetiva del espíritu. En cualquiera de estos tres aspectos, el pensamiento y el hombre no pueden concebirse ni entenderse sí no es en y con las cosas. Y por esto las tres condiciones esenciales de la verdad no pueden identificarse con el positivismo, con el pragmatismo y con el historicismo. Son las cosas las que nos imponen nuestros esfuerzos. Por esto la ciencia no es una simple adición de verdades que el hombre posee, sino el despliegue de una inteligencia poseída por la verdad. Entonces las ciencias ya no se hallan meramente yuxtapuestas, sino que se exigen mutuamente para captar diversas facetas y planos de diversa profundidad, de un mismo objeto real. La vida intelectual es un constante esfuerzo por mantenerse en esta unidad primaria e integral.

Claro está, no basta con decirlo. Los tres caracteres que hemos apuntado páginas atrás definen, por algunos de sus rasgos, nuestra situación, y ponen de manifiesto la urgente necesidad de la reconquista de este sentido del objeto. Nuestra faena consiste en buena parte en lograrlo desde nuestra situación. Es cierto que el objeto, precisamente por ser constitutivo del pensar, jamás está ausente de él, ni tan siquiera en la situación actual nuestra. Pero en ella se halla especialmente oscurecido. Tal vez en ese oscurecimiento tengan culpa, y grave, muchas concepciones del "objeto", probablemente, por ello, insostenibles. Con hondura y alcance muy distintos, según los casos, pero nada de lo que alguna vez ha sucedido de veras, carece de razón. Por esto no se trata de una mera reconquista, sino de un replanteamiento radical del problema, con los ojos limpios y la mirada libre.

III
CIENCIA, FILOSOFIA, VIDA INTELECTUAL

Con todo ello, en efecto, no se ha dado sino el primer paso que la situación misma impone: la entrada del hombre en sí mismo para ver con claridad "dónde está". No es, en modo alguno, evidente que el hombre posea entonces la energía suficiente para mantenerse a solas consigo mismo y no huir de sí. Por esto, la salvación de la vida intelectual no depende tan sólo, ni tan siquiera primariamente, de la inteligencia misma. La ciencia, decíamos, nació tan sólo cuando se produjeron las posibilidades que permitieron su existencia. El hombre tuvo que poner en juego algo que le llevó a conocer. Y este algo plantea el problema más hondo de la existencia. El desarraigo de la inteligencia actual no es sino un aspecto del desarraigo de la existencia entera. Sólo lo que vuelva a hacer arraigar nuevamente a la existencia en su primigenia raíz puede restablecer con plenitud el noble ejercicio de la vida intelectual. Desde antiguo, este arraigo de la existencia tiene un hombre preciso: se llama religación o religión. En un trabajo publicado hace cinco años traté el problema. A él me remito, para evitar que precipitadamente se piense en vaguedades románticas, o se crea que aludo a ningún tipo de prácticas religiosas. Es la religación primaria y fundamental de la existencia.

Pero si en este restablecimiento, la inteligencia no es una condición suficiente para él, no deja, sin embargo, de ser una condición necesaria.

Y la primera misión de la inteligencia consiste en esclarecer la situación misma a que ha llegado y convertirla en problema.

Al tratar de enfrentarse con las dimensiones radicales de la situación en que se halla, la inteligencia se encuentra consigo misma (por un proceso bien distinto del cartesiano), y se ve envuelta en una serie de cuestiones que le plantea su propia situación:

1.o El problema de la positivización del saber es un problema que se cierne sobre toda forma de saber positivo y sobre toda realidad positiva. Y al moverse en esta línea, la inteligencia no se ve simplemente arrojada de una región de esta realidad a otra, ni de un modo de saber positivo a otro, sino que, abarcando en su mirada todo lo positivo, hace de ello objeto de una consideración trans-positiva o transcendental. Es un saber que no es de esto o de lo otro, sino de todo, pero de otra manera. No es un saber más entre los otros saberes, sino una nueva especie de saber.

2.o El problema de la desorientación en el mundo nos llevará análogamente a una consideración de las diversas formas del mundo y de visión del mundo, no para brincar de una a otra, ni para complacernos en la simple contemplación de un museo o tipología de concepciones del mundo y de la vida, sino para abarcarlas a todas en una consideración, por así decirlo, trans-mundana, trans-cendental a su modo.

3.o El problema de la ausencia de vida intelectual nos llevará, finalmente, a una consideración de la inteligencia, que abrace todas las formas posibles de su ejercicio, no para decidir por una con preferencia a las otras, sino para esclarecer la índole de la función intelectual en cuanto tal. Una especie de consideración trans-intelectual o transcendental.

A poco que se reflexione, se verá entonces que, bajo una u otra forma, en su radical soledad, no en una soledad abstracta, sino en la soledad concreta de su situación real, la inteligencia, al ejercitar esta faena de entrar en si misma, está justamente moviéndose en dirección a tres ideas fundamentales. La positivización del saber conduce a la idea de todo cuanto es, por el mero hecho de serlo, es decir, a la idea del ser. La desorientación del mundo lleva a esclarecer la idea del mundo en cuanto tal. La ausencia de vida intelectual nos descubre la índole de la inteligencia en cuanto tal, esto es, la vida teorética. Al hacerlo, la inteligencia se halla ejercitando una auténtica vida intelectual, en un mundo de problemas perfectamente orientado, con las realidades todas en su más honda y total concreción.

No otra cosa es la filosofía. La filosofía es simplemente "saber transcendental". No creo necesario insistir en que este adjetivo no envuelve la menor alusión a la terminología idealista.

La filosofía no es, en modo alguno, una condición suficiente para restaurar la vida de la inteligencia; pero es, desde luego, condición necesaria para ello. Y esto, no por una conveniencia o feliz congruencia de la filosofía con esta misión, sino porque la filosofía consiste precisamente en el problema del ser, del mundo y de la teoría, planteados por la simple entrada de la inteligencia en sí misma.

Recíprocamente, puede decirse que, desde un punto de vista puramente intelectual, la situación azorosa y paradójica en que se halla hoy el hombre significa, en última instancia, ausencia de filosofía. "Tan extraño —dice Hegel, al comienzo de su Lógica— como un pueblo para quien se hubieran hecho inservibles su derecho político, sus inclinaciones y sus hábitos, es el espectáculo de un pueblo que ha perdido su metafísica, de un pueblo en el cual no tiene existencia ninguna el espíritu, ocupado con su propia esencia." Y, como Platón, nos invita también a retirarnos "a las tranquilas moradas del pensar que ha entrado en sí mismo, y en sí mismo permanece, donde callan los intereses que mueven la vida de los pueblos y de los individuos".

Lo difícil del caso es que la filosofía no es algo hecho, que esté ahí y de que baste echar mano para servirse a discreción. En todo hombre, la filosofía es cosa que ha de fabricarse por un esfuerzo personal. No se trata de que cada cual haya de comenzar en cero o inventar un sistema propio. Todo lo contrario. Precisamente, por tratarse de un saber radical y último, la filosofía se halla montada, más que otro saber alguno, sobre una tradición. De lo que se trata es de que, aun admitiendo filosofías ya hechas, esta adscripción sea resultado de un esfuerzo personal, de una auténtica vida intelectual. Lo demás es brillante "aprendizaje" de libros o espléndida confección de lecciones magistrales". Se pueden, en efecto, escribir toneladas de papel y consumir una larga vida en una cátedra de filosofía, y no haber rozado, ni tan siquiera de lejos, el más leve vestigio de vida filosófica. Recíprocamente, se puede carecer en absoluto de "originalidad", y poseer, en lo más recóndito de sí mismo el interno y callado movimiento del filosofar.

La filosofía, pues, ha de hacerse, y por esto no es cuestión de aprendizaje abstracto. Como todo hacer verdadero, es una operación concreta, ejecutada desde una situación. ¿Cuál es hoy esta situación? Difícil responder a esta pregunta. Toda situación se acusa en ciertos problemas planteados por la oculta inestabilidad e inconsistencia que subyace en su fondo. Ya hemos visto que, partiendo de la ciencia, se llega a tres ideas: el ser, el mundo y la teoría. Sobre ellas ha de vivir la ciencia, y constituyen desde antiguo el objeto de la filosofía. Pero la filosofía actual se debate en torno a estas tres ideas. Ser, mundo y teoría son el título de tres grandes problemas o inquietudes intelectuales, no tres ideas ya hechas y terminadas.

Estos tres problemas se hallan planteados, en la filosofía actual, por tres realidades que constituyen, a no dudarlo, el contenido más real del hombre de hoy.

Desde el siglo XVIII, la historia va apretando cada vez más la existencia humana. Mientras, hasta entonces, salvo en casos aislados y en aisladas circunstancias, se consideró siempre la historia como algo que pasa al hombre, hoy la historicidad pugna por introducirse en su propio ser. Con lo cual la idea del ser, sobre la que se ha inscrito la casi totalidad de la filosofía, desde sus orígenes hasta nuestros días, vacila y se torna en grave problema.

Por otro lado, el desarrollo gigantesco de nuestra técnica ha modificado profundamente la manera como el hombre existe en el mundo. Puede decirse que, realmente, la técnica constituye la manera concreta como el hombre actual existe entre las cosas. Pero mientras para la antigüedad la técnica era un modo de saber, para el hombre moderno va cobrando progresivamente un carácter cada vez más puramente operativo. El homo sapiens ha ido cediendo el puesto, cada vez más, al homo faber. De ahí la grave crisis que afecta a la idea misma del mundo y de la función rectora del hombre en su vida.

Finalmente, las complicaciones de todo orden, en la vida cotidiana privada y en la vida pública, nos convierten en problema agudo los resortes más elementales sobre los que se hallaba montada nuestra existencia. La urgencia arrastra al hombre contemporáneo, y su interés se vuelca en lo inmediato. De ahí la grave confusión entre lo urgente y lo importante, que conduce a una sobreestimación de las decisiones voluntarias respecto de la remota e inoperante especulación teorética. Mientras, para un griego, la forma suprema de la praxis fue la teoría, para el hombre contemporáneo la teoría va quedando tan alejada de lo que llama "vida", que, a veces, viene a resultar lo teórico sinónimo de lo no verdadero, de lo alejado de la realidad.

La historia, la técnica y la urgencia vital convierten en grave problema esas tres ideas, que constituyeron el contenido inconmovible de la filosofía precedente. Con ello, la idea misma de filosofía queda envuelta en radical problematismo. El predominio de uno de estos tres problemas condujo, a lo largo de los tiempos, a tres concepciones distintas de la filosofía: la filosofía como un saber teorético de lo que las cosas son; la filosofía como un saber rector del mundo y de la vida; la filosofía como una forma de vida personal. Al convertirse hoy en radical problema el ser, el mundo y la teoría, estas tres concepciones quedan también en suspenso y dejan flotando, ante el hombre de hoy, el problema central de la posibilidad y del sentido mismo del filosofar. Conscientes del carácter histórico de toda situación, dominado el mundo por la técnica, acosado el hombre por las urgencias más apremiantes, ¿qué sentido puede tener el filosofar? ¿Puede darse una forma de inteligencia que, sin radical y penoso equívoco, venga designada con el mismo vocablo de filosofía con que los griegos designaron la forma suprema de sabiduría? El problema de la filosofía de hoy se reduce, en el fondo, al problema mismo del filosofar; es la filosofía como problema.

¿Qué es lo que agita este problema? ¿En qué consiste, en definitiva, la situación intelectual en que tan extrañamente nos hallamos instalados? Nadie elige su situación primaria. Incluso al primero de los hombres Dios le creó en una situación que no fue obra suya: El Paraíso. La filosofía no está sustraída a esta condición. Nació apoyada en la naturaleza y en el hombre> que forma parte de ella, dominados ambos, en su interna estructura y en su destino, por la acción de los dioses. Fue la obra de los jónicos, y constituyó el tema permanente de la especulación helénica. Unos siglos más tarde, Grecia asiste al fracaso de este intento de entender al hombre como ser puramente natural. La naturaleza, huidiza y fugitiva, arrastra al logos humano: Grecia se hundió para siempre en su vano intento de naturalizar al logos y al hombre.

Sin mundo ya, Grecia recibe un día la predicación cristiana. El cristianismo salva al griego, descubriéndole un mundo espiritual y personal que transciende de la naturaleza. A partir de este momento, el hombre va a emprender una ruta intelectual distinta; desde una naturaleza que se desvanece, va a entrar en sí mismo y llegar a Dios. Cambió el horizonte del filosofar. La filosofía, razón creada, fue posible apoyada en Dios, razón increada. Pero esta razón creada se pone en marcha, y en un vertiginoso despliegue de dos siglos irá subrayando progresivamente su carácter creado sobre el racional, de suerte que, a la postre, la razón se convertirá en pura criatura de Dios, infinitamente alejada del Creador y recluida, por tanto, cada vez más, en sí misma. Es la situación a que se llega en el siglo XIV.

Sólo ahora, sin mundo y sin Dios, el hombre se ve forzado a rehacer el camino de la filosofía, apoyado en la única realidad substante de su propia razón: es el otro del mundo moderno. Alejada de Dios y de las cosas, en posesión tan sólo de sí misma, la razón tiene que hallar en su seno los móviles y los órganos que le permitan llegar al mundo y a Dios. No lo logra. Y, en su lugar, a fuerza de intentar descubrir estas vertientes mundanales y divinas de la razón, acaba por convertirlas en la realidad misma del mundo y de Dios. Es el idealismo y el panteísmo del siglo XIX.

El resultado fue paradójico. Cuando el hombre y la razón creyeron serlo todo, se perdieron a sí mismos; quedaron, en cierto modo, anonadados. De esta suerte, el hombre del siglo XX se encuentra más solo aún; esta vez, sin mundo, sin Dios y sin sí mismo. Singular condición histórica. Intelectualmente, no le queda al hombre de hoy más que el lugar ontológico donde pudo inscribirse la realidad del mundo, de Dios y de su propia existencia. Es la soledad absoluta. A solas con su pasar, sin más apoyo que lo que fue, el hombre actual huye de su propio vacío: se refugia en la reviviscencia mnemónica de un pasado; exprime las maravillosas posibilidades técnicas del universo; marcha veloz a la solución de los urgentes problemas cotidianos. Huye de sí; hace transcurrir su vida sobre la superficie de sí mismo. Renuncia a adoptar actitudes radicales y últimas: la existencia del hombre actual es constitutivamente centrífuga y penúltima. De ahí el angustioso coeficiente de provisionalidad que amenaza disolver la vida contemporánea. Pero si, por un esfuerzo supremo, logra el hombre replegarse sobre sí mismo, siente pasar por su abismático fondo, como umbrae silentes, las interrogantes últimas de la existencia. Resuenan en la oquedad de su persona las cuestiones acerca del ser, del mundo y de la verdad. Enclavados en esta nueva soledad sonora, nos hallamos situados allende todo cuanto hay, en una especie de situación trans-real: es una situación estrictamente trans-física, metafísica. Su fórmula intelectual es justamente el problema de la filosofía contemporánea.

Notas

  1. Por amor a la precisión, no será ocioso decir que el sentido primario de la palabra alétheia no es "descubrimiento", "patencia". Aunque el vocablo contiene la raíz *la-dh-, "estar oculto", con un -dh- sufijo de estado (lat. lateo de *la-t, Benveniste; ai, rahú- el demonio que eclipsa al sol y a la luna; tal vez gr. alastós, el que no se olvida de sus sentimientos, de sus resentimientos, violento, etc.), la palabra aléthia tiene su origen en el adjetivo alethés, del que es su abstracto. A su vez, alethés deriva de lethos, lathos, que significa "olvido" (pasaje único Teoc., 23, 24). Primitivamente alétheia significó, pues, algo sin olvido; algo en que nada ha caído en olvido "completo" (Kretschmer, Debrunner). La patencia única a que alétheia alude es, pues, simplemente la del recuerdo. De aquí, por lo que tiene de completo, alétheia vino a significar más tarde la simple patencia, el descubrimiento de algo, la verdad. Pero la idea misma de verdad tiene su expresión primaria en otras voces. El latín, el celta y el germánico expresan la idea de verdad a base de una raíz *uero-, cuyo sentido original es difícil de precisar; se encuentra como segundo término de un compuesto en latín se-verus (se(d) -verus), "estricto, serio", lo que haría suponer que significaría confiar alegremente; de donde heorté, fiesta. La verdad es la propiedad de algo que merece confianza, seguridad. El mismo proceso semántico se da en las lenguas semíticas. En hebreo, ’aman, "ser de fiar"; en hiph., "confiar", dio ’emunah, "fidelidad, firmeza"; ’amen, "verdaderamente, así sea"; ’emeth, "fidelidad, verdad"; en akadio, ammatu "fundamento firme"; tal vez emtu (Amarna), "verdad". En cambio, el griego y el indoiranio parten de la raíz *es- "ser". Así ved. sátya-, aw. haithya-, "lo que es realmente, verdadero". El griego deriva de la misma raíz el adjetivo etós, eteós, de *s-e-tó, "lo que es en realidad"; etá = alethé (Hesych). La verdad es la propiedad de ser real. La misma raíz da lugar al verbo etázo, "verificar", y estó, "sustancia, ousía".
    Desde el punto de vista lingüístico, pues, en la idea de verdad quedan indisolublemente articuladas tres esenciales dimensiones, cuyo esclarecimiento ha de ser uno de los temas centrales de la filosofía: el ser (*es...), la seguridad (*uer-) y la patencia (*la-dh-). Dejo aquí tan sólo indicado el problema.
  2. Seria un error, tan grave como el anterior, asimilar esta estructura del pensar al fenómeno del juicio; el juicio es la expresión elaborada de la intelección del "es". Ni que decir tiene que nada de esto implica la afirmación metafísica de Kant, según la cual el ser es mera, "posición trascendental". La descripción anterior no hace, a lo sumo, sino plantear este problema.

Barcelona, mayo 1942.

[Publicado en el libro de Zubiri, Naturaleza, Historia, Dios. Editora Nacional. Madrid 1944, 565 pp. Edición digital preparada por la Fundación Xavier Zubiri]

 

© José Luis Gómez-Martínez
Nota: Esta versión electrónica se provee únicamente con fines educativos. Cualquier reproducción destinada a otros fines, deberá obtener los permisos que en cada caso correspondan.