Hildebrand: hacia una ética fenomenológica más cristiana y realista.

Por Alberto Sánchez León


La fenomenología abre una brecha con luces de realismo, no muy nítidas, a una Europa oscurecida por el fuerte acecho psicologista y relativista, corrientes marcadas en su origen por el abandono de una metafísica del ser.

A la fenomenología le falta una base teórica sólida, una metafísica que sostenga este edificio joven de grandes pretensiones. De ello es consciente Nicolai Hartmann cuando dice: “Todas las teorías de la conciencia han cometido la falta de confundir en el fenómeno del conocimiento objeto y ser –así los neokantianos, así la mayoría de los positivistas, así Husserl. En ellas ha caído por tierra enteramente el sentido de la obyección, el convertirse-en-objeto un ente. Y con ello cae por tierra también el verdadero sentido del conocimiento”[1]. Pero ésta no es la cuestión que vamos a tratar. Lo que aquí nos interesa no es ver cuál es el fundamento metafísico de la fenomenología, sino, más bien, nos interesa ver algunas notas características de la ética fenomenológica de los valores.

Un gran seguidor de la fenomenología iniciada por Husserl es Dietrich von Hildebrand. Me detengo en este pensador porque creo que en sus escritos podemos encontrar, además de las claves para una fenomenología realista, unas sugerencias éticas muy positivas que nos ayudan a ser mejores, que es, al fin y al cabo, de lo que se trata en este juego que es la vida.

Hildebrand aborda su filosofía desde las tesis fenomenológicas de Husserl, Scheler, Hartmann, Reinach, etc., siendo junto a ellos co-fundador de la axiología fenomenológica.

Scheler ataca el formalismo moral kantiano adoptando una ética material de los valores, pero la ética scheleriana no logra desgajarse del a priori. Scheler denomina a priori a todas aquellas unidades significativas que se dan con independencia de toda existencia o posición por parte del sujeto que las piensa. Su ética material de los valores aboga por un a priori emocional y necesario para la persona, un a priori que es en definitiva un orden del preferir[2] o del amor que es inasequible para el conocimiento. Por esto, su filosofía, y también las que propondrán los fenomenólogos posteriores, consistirá en una disposición para la contemplación espiritual en la que se consigue contemplar o vivir algo que sin ella permanecería oculto: concretamente un universo de hechos de una especie particular. En efecto, la fenomenología no es una construcción teórica de la realidad, sino que más bien es una actitud frente a lo real, de respeto y veneración como fruto de una contemplación, una mirada limpia a las esencias de las cosas. Dicha mirada, esa forma de vivir que es contemplativa implica una vida comprometida con lo contemplado, de lo contrario no habría una coherencia entre conocimiento y voluntad, entre teoría y praxis. Es aquí cuando nace la ética fenomenológica, porque como siempre, el obrar sigue al ser.

Hildebrand piensa también que la filosofía consiste en una actitud. Para él, dicha actitud radica en estar despiertos para oír la voz del ser. La disposición para llegar a la verdad estriba, en primer lugar, en una purificación o catarsis del estado difuso de la doxa. La lucha contra la doxa será la principal conquista de todos los que pretendan ser filósofos, pues, de lo contrario, caeríamos en la ideología sofística que es, como pensaba Platón, la mayor enemiga de la filosofía. En segundo lugar, esta actitud “consiste en eliminar las limitaciones y reducciones accidentales que vienen impuestas por nuestro acceso pragmático al ser”[3]. Pero esto no significa que la disposición para escuchar la voz del ser tenga que ser pasiva, el hecho de que tenga que haber una catarsis del estado de la doxa y del acceso pragmático al ser requiere una actividad, una actitud al fin y al cabo.

La fenomenología no es, por tanto, para Hildebrand una mera descripción de los fenómenos o de todo lo experimentado por el sujeto; sino que, al ser su punto de partida lo dado inmediatamente, es decir, la voz del ser, la fenomenología trata, más bien, de explicar y vivir conforme a eso que se nos da. Es pues dar razón de la esencia dada al sujeto, es mirar con detenimiento la esencia de las cosas y vivirlas; es, en definitiva, filosofar y no hacer conjeturas, pues éstas son partes del estado de la doxa. Con palabras de Merleau-Ponty, en la introducción de su Fenomenología de la percepción, la fenomenología “Es una filosofía trascendental que suspende, para comprenderlas, las afirmaciones de la actitud natural; pero es también una filosofía para la que el mundo está siempre “ya ahí” antes de la reflexión, como una presencia inalienable y todo su esfuerzo se dirige a reconquistar ese contacto ingenuo con el mundo para prestarle finalmente un estatuto filosófico. Es la ambición de una filosofía que sea “ciencia exacta”, pero también se ocupa del espacio, del tiempo, del mundo “vividos””.

En el plano de la ética fenomenológica la actitud fundamental para Hildebrand será la noción de respeto, a la cual le llamará madre de toda vida moral. Si realmente se trata de una actitud fundamental, es decir, que da forma y sustenta a toda acción moral, entonces el respeto va a ser una tesela clave en el mosaico de la ética de Hildebrand. No cabe ética alguna sin respeto a la realidad de las cosas.

Pues bien, este respeto, semejante al que aludía Kant en su Crítica a la razón práctica, va a ser el promotor de la apertura del hombre al mundo de los valores, es decir, el respeto a la realidad de las cosas va a ser la condición necesaria para ver, con los ojos de nuestra inteligencia, ese mundo de los valores.

Hildebrand, en su Sittliche Grundhalttungen (Santidad y Virtud en el Mundo), define el respeto como “(...) aquella actitud fundamental que también puede ser llamada madre de toda vida moral, porque en él adopta el hombre primordialmente ante el mundo una actitud de apertura que le hace ver los valores”. Con otras palabras podríamos decir que el respeto es para Hildebrand el acceso a toda contemplación, a toda mirada hacia la esencia de las cosas, y, por tanto, la piedra de toque de la fenomenología. Respetar es dejar que lo real sea como debe ser, esto es, es lo contrario a la manipulación, que además de no dejar ser a las cosas, le impone un deber ser que no tiene por qué ser su verdadero ser. “Dejar ser a la realidad, abrirse sumisamente a la perfección del otro, sin sucumbir a la tentación de rehacerlo a nuestra propia medida: he aquí, condensada, la cifra del respeto”[4]. El respeto es la actitud, no pasiva, de quien quiere ser fiel a la estricta realidad de las cosas. Pero no debe en ningún caso confundirse con un dejar hacer o un dejar pasar fruto de una tolerancia transigente con la apariencia de las cosas.

Respetar es dejar intacto lo conocido, la realidad captada en una intuición originaria. Eso percibido en la intuición originaria es lo dado inmediatamente una vez superada la catarsis de la doxa y las reducciones que hacemos cuando en el conocimiento pre-filosófico hacemos caso a un acceso pragmático al ser. Lo dado es para Hildebrand “(...) el objeto que posee una esencia necesaria, profundamente inteligible, que se impone por sí mismo a nuestro espíritu, que se revela y se muestra como válido cuando se le mira en una intuición intelectual (...) Lo dado abarca también[5] lo que es aprehendido en un conocimiento implícito, es decir, todo aquello que del mensaje enviado a todos por el ser es captado de un modo implícito”[6]. La naturaleza de lo dado para Hildebrand es semejante a la de Hartmann. Para éste, lo dado al sujeto es ser objeto, estar en frente, ser lanzado contra, es lo presentado. Todas estas expresiones son expresiones propias de lo dado. Ese estar frente implica una relación, y esa relación es relación porque afecta al sujeto cuando éste lo contempla. Sin la contemplación lo dado no sería objeto de conocimiento, pero sí que asumiría su ser objeto. Hartmann lo dice así: “El ser en cuanto tal es indiferente respecto de su propia obyección a un sujeto (...)”[7].

Siguiendo el hilo conductor de lo dicho hasta ahora podemos decir que el respeto a la materia de nuestra percepción es necesario para ver lo que nos afecta en nuestra mirada. Eso que nos afecta al contemplar, que nos llama la atención, es lo verdaderamente importante. El paso decisivo del conocimiento perceptivo a la aceptación de lo percibido es consecuencia de la naturaleza de lo dado en la intuición originaria. Con otras palabras se podría decir que es tan grande lo que me afecta en mi contemplación de la esencia, que si no intentara poseerlo no sería fiel a la realidad de lo que contemplo. Esta última idea la expresa Hildebrand del siguiente modo: “(...) nada puede quererse si no se nos da como siendo importante de algún modo”[8]. Pero es ahí donde entra en juego mi libertad, mi respuesta al valor conocido en la percepción. De esta manera Hildebrand va más allá del viejo adagio medieval nihil volitum nisi cogitatum, pues frente a esto se añade el concepto o categoría de importancia.

Las condiciones básicas constitutivas del respeto son pues las tres que acabamos de nombrar, a saber, percepción (en el plano cognitivo), aceptación (en el plano volitivo) y libertad, que es la respuesta al valor.

La percepción como modo de conocer que adopta Hildebrand se refiere al modo de captar lo inmediatamente dado, y necesita para ello de una intuición intelectual originaria.

La libertad sería una actitud de apertura a lo percibido en cuanto que ya ha sido afectado al sujeto que percibe, razón por la que decía anteriormente que el concepto de respeto en Hildebrand se asemeja al de Kant tanto como la libertad: si para Kant la libertad es la ratio essendi de la moralidad, la libertad es para Hildebrand la aceptación de una respuesta positiva al valor, y, al hablar de respuesta, nos referimos lógicamente a una respuesta operativa, activa, y, en última instancia, nos estamos refiriendo a la moralidad.

En su Ética Hildebrand identifica libertad con responsabilidad[9], pues “Un hombre es responsable sólo de lo que puede escoger o rechazar libremente, de lo que, de un modo u otro, está dentro de su esfera de poder. La necesaria relación entre responsabilidad y libertad es tan evidente como la que hay entre la responsabilidad y la moralidad”[10]. Esta visión es muy compartida por García Morente cuando dice en su célebre obra La estructura de la historia: “Llamamos persona a un sujeto que rige con su pensamiento y su voluntad libre la serie de sus propias transformaciones. Si el hombre no pudiera libremente preparar y realizar los actos que le hacen ser lo que es, el hombre sería un animal inteligente, pero no sería responsable de sus propios actos, no sería autor y actor al mismo tiempo de la propia materia de su vida”.

Para Hildebrand respetar la realidad de las cosas es amarlas tal como son, y se ama una vez conocido lo amado, pues como nos dice en La esencia del amor, “(...) el amor presupone un conocimiento del valor y hace a la vez que veamos el valor”[11]. Amor y respeto son la puerta que nos hace ver los valores, son las condiciones para entrar en ese mundo de los valores una vez superadas las dificultades que la doxa y el pragmatismo nos ponían al desvirtuar nuestra capacidad contemplativa de la verdad de las cosas.

Para Hildebrand ese amor y respeto es lo que nos hace ser libres y, por tanto, tener dignidad, o, mejor dicho, ser dignos. Como dice Millán-Puelles en Sobre el hombre y la sociedad “El valor sustantivo, mensurante de la específica dignidad del ser humano, se llama libertad, sea cualquiera su uso. Lo que hace que todo hombre sea un áxion (concretamente, el valor sustantivo de una auténtica dignitas de persona) es la libertad humana”. En conclusión, amor, respeto y libertad son tres esferas que no tienen cabida si no van estrechamente unidas entre sí. La conjunción de estas tres dimensiones, que sólo se dan en la persona, hace que ésta sea portadora de una dignidad moral y ontológica, es decir, que está inscrita tanto en su obrar como en su ser. Moralmente somos dignos porque amamos y ontológicamente somos dignos porque somos seres personales, somos personas.

No podemos desvincular la dignidad humana ni de la moralidad ni del plano ontológico. Jaspers decía que ser persona significa “ser algo no dado en absoluto al inicio”, sino que cada uno debe conquistar por su propia operación. Decir esto es negar la existencia de una naturaleza personal en el hombre, pues no habría nada estable, sino que todo parte desde que existe el sujeto, incluso su ser persona. Este existencialismo que Jaspers defendía era fruto de una concepción puramente dinámica y operativa del mundo, pero olvidaba que si hay algo dinámico es porque necesariamente existe algo que es estático; olvidaba el concepto de naturaleza y eso le llevó a caer en un dualismo que se tornará, fruto de su concepción filosófica posterior, en un existencialismo que situaba la captación del ser no de un modo objetivo, no en el intelecto, sino en mi existir, en mi vivir.

Hildebrand, por otro lado, se salva de cualquier dualismo, pues cuenta tanto con el mundo de la naturaleza como con el mundo de los valores: “Sólo si incluimos en el concepto de naturaleza humana su estar ordenado al mundo de los valores y en último término a Dios, sólo si nos liberamos de una concepción puramente inmanente del hombre y vemos que es parte de su esencia y de su destino el realizar valores morales, únicamente entonces podremos decir con razón que todas las acciones moralmente buenas, al menos todas las acciones naturales, son secundum naturam”[12].

Abro aquí una pequeña digresión que me gustaría añadir. El filósofo puede incurrir en muchos peligros. A mi juicio, el mayor de ellos es caer en los radicalismos, pues los extremos, paradójicamente, se tocan. Por ejemplo, el escepticismo, postura en sí misma radical, es incongruente, pues al negar la verdad, en su misma tesis se contradice. Al igual sucede con un racionalismo radical que quiere someter bajo la razón todo cuanto existe, pero hay cosas que no son medibles por una razón calculadora. Un racionalismo a ultranza desemboca tarde o temprano en un irracionalismo. Análogamente, a Platón se le puede entender como un pensador que defiende el idealismo o, por el contrario, como un pensador que sostiene un hiperrealismo exagerado, y a Kant siempre se le ha entendido como un ilustrado que innova un idealismo trascendental pero que, a la vez, paradójicamente, mantiene un racionalismo empírico. Al igual, una persona extremadamente agradable puede tornar en alguien insufrible. Por eso, decía Aristóteles que la virtud se encuentra en el término medio entre un exceso y un defecto.

Santo Tomás de Aquino definía la dignidad como la bondad correspondiente a lo absoluto (ad sensum), y no le falta razón al Aquinate, pues si hemos sostenido que amor, respeto y libertad van entrelazados por una cuerda que es la dignidad, es porque el amor -que es la donación correspondiente o recíproca de dos y que nace originariamente de un respeto al otro por el hecho de ser lo que es- se abre a un bien, es bondadoso por esencia y ese bien es absoluto porque siempre se ama a un alguien que es también siempre persona. Por consiguiente, la persona es absoluta, es por sí y en sí una vez creada por el Absoluto. Cito un párrafo de Tomás Melendo y Lourdes Millán-Puelles en Dignidad, ¿una palabra vacía?: “En el caso de las personas, cabría hacer la siguiente ilación configuradora: a) Dios las quiere en sí y por sí, por cada una de ellas; b) como consecuencia de ese decreto primigenio, y en estricta coherencia con él, les confiere el ser en sí y por sí; c) de resultas, las demás personas creadas deben también quererlas en sí mismas y por sí mismas, adecuándose a las exigencias del ser que las constituye. (...) la superioridad ontológica de la persona, su ser en sí y por sí, se configura como el cimiento radical, metafísico, de la ilicitud de todo comportamiento que tienda a tratarla como un objeto, manipulándola o instrumentalizándola”[13].

Hemos dichos que el respeto, el amor y la libertad, característica propias del ser personal, nos abren al mundo de los valores morales. En efecto, siguiendo el pensamiento de Hildebrand, los valores morales tienen su origen en la libertad, se funden en ella. Sólo porque la persona tiene la propiedad de la voluntad que le hace ser libre, también es capaz de valores morales. “Por tanto, los valores morales se separan claramente de todos los demás valores personales, pues sólo aquellos se fundan en la libertad, implicando así una responsabilidad personal por ellos. El hombre se hace culpable por el mal uso de su libre voluntad; adquiere mérito con la correcta aplicación de su libre decisión... Si pensamos en Macbeth –sigue diciendo Hildebrand en su Ética-, y en la horrible culpa que le acarrean sus actos, comprendemos inmediatamente que estamos ante una gravedad y una seriedad completamente nuevas, propias exclusivamente de la esfera moral. Todos sus talentos y dotes fascinantes aparecen carentes de importancia y superficiales comparados con el hecho de su culpa moral”[14]. Y para Hildebrand esos valores morales son por esencia valores personales, pues sería ridículo pensar que un ser impersonal llegara a ser portador de valores.

Hildebrand distingue entre valores personales, valores morales (la justicia, la pureza, la generosidad, el amor, etc.), intelectuales, estéticos, Y lo que distingue a los valores morales de todos los valores personales es “(...) el hecho de que el hombre es considerado responsable de ellos”[15]. Por lo tanto, la moral fenomenológica de Hildebrand considera que el fundamento de la moral estriba en la libertad, y esta no es posible sin que halla responsabilidad. Sólo es libre el que es responsable y viceversa, pues “la responsabilidad presupone necesariamente la libertad”[16].

La posesión de los valores morales es una necesidad que se nos exige para ser realmente mejores personas[17]. Sin embargo, el ser portador de un valor intelectual o estético no se le puede exigir a todas las personas, porque se trata de dones, es decir, que no se ganan sino que se tienen ya. Uno se encuentra ya con su inteligencia más o menos célebre o con su belleza o fealdad. Por el contrario, cuando hablamos de valores morales y, por tanto, nos referimos a la esfera del obrar, el verbo más apropiado es el de conquistar. Efectivamente, el ser buenos, generosos o seres amantes es una conquista que debemos ganar. Pero, si hay conquista es porque tenemos una resistencia. La resistencia a nuestro obrar, a nuestro hacernos con valores preferibles y positivos, son justamente los valores que no son preferibles y que no son positivos. De este modo, si queremos conquistar la generosidad, habrá que enfrentarse a la avaricia. Ese enfrentamiento es una respuesta al valor que nos llama. Y nos llaman todos los valores morales. Nos llama la justicia, nos llama la lealtad, nos llama el amor, nos llama la fidelidad, nos llama, al fin y al cabo, la virtud. Si hay algún valor que no nos reclama de un modo necesario, que no nos convoca a su conquista será porque no se trata de un valor moral, sino estético o intelectual o de algún otro orden. Pues bien, esa respuesta al valor (al valor moral) implica necesariamente una libertad y una responsabilidad. Sí, los valores nos llaman, nos invitan a su posesión, Hildebrand lo expresa así: “Totalmente distinta es la invitación del valor: no tiene carácter abusivo; nos habla desde arriba, a una distancia respetuosa; nos habla con la fuerza de la objetividad, empleando una llamada majestuosa que nuestros deseos no pueden alterar”[18].

Dicho esto cabría la siguiente pregunta ¿cómo respondemos ante un disvalor? O, con otras palabras, ¿qué es lo que ha pasado cuando la resistencia nos ha vencido? “En ese no querer atender a toda la realidad, según todas sus dimensiones y categorías, todo lo próxima o remotamente que se quiera, y no un mero no haber visto, consiste la maldad moral de la respuesta inadecuada... Es del todo importante advertir que, aunque ese enfrentamiento al orden debido que la realidad presenta sea parcial e indirecto, la ruptura del orden moral que tal enfrentamiento entraña no deja ser por ello, muchas veces, neta y frontal”[19].

Ante la llamada del valor, “nuestra voluntad se manifiesta en la capacidad de responder a la invitación de una situación con un “sí” o con un “no””[20]. Para responder a la convocatoria que nos propone cualquier valor moral, la persona necesita un motivo, una causa del querer. Es aquí cuando interviene la inteligencia en todo acto de querer, en toda respuesta al valor. “Querer presupone necesariamente tanto el objeto al que el querer se endereza, como también la importancia que este objeto posee y, además, nuestro conocimiento de esta importancia que es capaz de motivar el movimiento de nuestra voluntad y de constituir su fundamento significativo. La esencia de la libertad, que tan profundamente distingue el querer de todas las otras respuestas motivadas, consiste en que está por completo en nuestro poder seguir la invitación del objeto o rechazarla o, en muchos casos, elegir libremente entre distintas posibilidades e incluso decidir una dirección que contraría nuestro gusto o las tendencias de nuestro corazón”[21]. De esta manera Hildebrand se separa de Scheler, pues, para éste, el valor se capta mediante un a priori emocional y necesario y, ese a priori es el modo como los valores se dan al hombre de una forma ideal en los actos del sentir. Lo que hace Scheler es negar el papel del entendimiento como fuente de receptividad de los bienes o valores: “hay una forma de experiencia cuyos objetos están completamente cerrados al entendimiento; respecto de ellos el entendimiento es tan ciego como el oído y la audición lo son para los colores; pero es una experiencia que nos conduce a auténticos objetos efectivos y a un eterno orden entre ellos, precisamente los valores, y a una jerarquía que entre ellos se da”[22]. De esta concepción scheleriana sobre el modo de captar los valores se derivará en su axiología la negación de una teleología.

Hildebrand en La esencia del amor nos dice que para querer necesitamos conocer, es decir, que no cabe una unilateralidad en las fuentes del conocimiento (conocimiento metafísico o ético) ya que en su ética de los valores propone que “el amor (querer) nos capacita para una nueva y más profunda captación (conocimiento) del valor. Esta última, a su vez, fundamenta un nuevo y más profundo amor, y éste, por su parte, una nueva y más profunda captación del valor... Sería un gran yerro no ver que un cierto grado de captación (conocimiento) de valor se presupone ya para el amor (querer)”[23]. El conocimiento del valor se presupone cuando se ama, pero como lo expresa Hildebrand “a pesar de todo, al comienzo hay una captación del valor”[24]. Una vez más se salva Hildebrand de un posible voluntarismo del que Scheler no consigue salir, pues, como vimos, éste anula toda fuente de conocimiento intelectual para la moral. Lo que hace Scheler es admitir en la realidad el valor, una realidad ideal sui generis que se capta por una intuición emocional, cuyo acto es la estimación.

Ante el reclamo de los valores nuestra voluntad responde de una manera libre. La libertad es para Hildebrand una perfección manifiesta de la voluntad. De la misma manera vimos cómo la libertad y la responsabilidad van estrechamente entrelazadas entre sí. “Cuando expresamos un juicio moral sobre otro o sobre nosotros mismos, cuando tenemos mala conciencia o nos indigna una acción ajena, cuando nos llenamos de admiración por los hechos de alguna persona o de respeto por él, presuponemos, con todo ello, la responsabilidad humana; y esta implica también la capacidad de libre decisión”[25]. Esta presunción de la libertad en la voluntad no es un postulado al modo kantiano. La libertad de querer, de la voluntad, lleva consigo el conocimiento de lo que quiero, y ese conocimiento es el motivo, la razón, el por qué de mi querer. Por eso decía San Anselmo: “Todo acto de voluntad es querer algo y, a la vez, es quererlo a causa de algo... Por lo cual, todo acto de querer tiene un qué y un por qué; pues nada queremos si no tenemos un por qué quererlo”[26].

Para una respuesta positiva al valor moral se requiere necesariamente tanto del respeto, madre de toda vida moral, como de la responsabilidad, que es el hacerse cargo del valor que se posee. Dicha responsabilidad es posible porque somos libres y viceversa, es decir, que la libertad es posible porque somos responsables. La responsabilidad es comprometerse con lo elegido o lo amado. En toda relación de amor existe un compromiso, una entrega. Y esa entrega debe ser absoluta por el mismo carácter de absoluto que conlleva el ser personal. Este compromiso, que es característico de todo tipo de amor, es otra dimensión de la libertad. La libertad es pues, comprometerse con lo contemplado o amado, se trata de una libertad que colabora, pues esa libertad tiene algo que hacer, es activa. Por eso nos dice Hildebrand: “Somos capaces de adoptar libremente distintas actitudes respecto a nuestro ser afectados. Sobre todo, con nuestro libre centro personal podemos decir un sí o un no. Más aún, tenemos la capacidad, por así decir, de absorber conscientemente en nuestra alma el contenido del objeto. Podemos ofrecerle nuestra alma, abandonarnos a él, dejarnos penetrar por él. Solamente gracias a las libres actitudes que modifican profundamente la vivencia misma, esta se hace totalmente nuestra”[27]. Comprometerse es implicarse totalmente en lo amado, y esa implicación total es precisamente la entrega, la autodonación. Esta entrega del corazón, la autodonación, es un regalo, pero esto no significa que la libertad esté ausente en su dimensión eficiente, sino que tiene que colaborar. “Pero, aunque el amor es un puro regalo que nosotros no nos podemos otorgar, sería falso creer que la libertad de la persona no tiene aquí nada que hacer (...), una respuesta afectiva al valor posee su carácter pleno de ser actitud válida de la persona sólo cuando está confirmada por nuestro libre centro personal”[28].



La conclusión del presente trabajo no posee un carácter innovador ni crítico, sino, más bien, descriptivo. Lo que hemos intentado hacer en estas páginas es mostrar una visión, más o menos clara (a pesar de mis intentos), de las pretensiones del pensamiento fenomenológico de Hildebrand haciendo un recorrido a lo largo de su Ética.

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Alberto Sánchez León
Prof. de Filosofía del Colegio Ahlzahir, Córdoba 2001

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[1] Nicolai Hartmann, Autoexposición sistemática, p.33. Ed: Tecnos. Trad: Bernabé Navarro. Título original: Systematische Selbstdarstellung, Berlín, 1955.

[2] Una de las discrepancias entre Scheler y Hildebrand es que mientras el primero se acoge, como fundamentación del obrar, a un orden del preferir, en el que no se discierne la diferencia que existe entre un valor en sí y lo subjetivamente satisfactorio, el segundo observa que entre ellos no cabe un diferencia gradual sino esencial. Pues bien, esta diferencia clave entre Scheler y Hildebrand es decisiva para ver con más claridad la aproximación al realismo manifiesta por éste.

[3] Hildebrand, Ética, , trad. De J. J. García Norro, p. 21. Ed. Encuentro, Madrid 1983

[4] Tomás Melendo y Lourdes Millán-Puelles, Dignidad, ¿una palabra vacía? p. 193. ED: Eunsa. Pamplona, 1996.

[5] El subrayado es mío. Lo dado no tiene por qué afectar de un modo necesario al sujeto, por eso dice Hildebrand que lo dado abarca también lo que es aprehendido en un conocimiento implícito, ese también es lo que marca el realismo fenomenológico de Hildebrand.

[6] Hildebrand, Ética, p. 21-22.

[7] Nicolai Hartmann, Autoexposición sistemática, p. 32.

[8] Hildebrand, Ética, p. 34.

[9] No podemos olvidar que la raíz etimológica de la palabra responsabilidad, tanto en hebreo como en latín, tiene su origen en otro concepto básico para Hildebrand, en concreto, en el de respuesta. En efecto, el origen de la palabra responsabilidad descansa en hebreo en las responsa (género literario hebreo de carácter jurídico, mediante el cual los peritos en el Talmud respondían a las dudas que les planteaban los judíos). Y en latín responsabilidad viene de respondeo, responder.

[10] Hildebrand, Ética, p.277.

[11] Hildebrand, La esencia del amor, p. 57. Traducción de Juan Cruz Cruz.

[12] Hildebrand, Ética, p. 185-186.

[13] Tomás Melendo y Lourdes Millán-Puelles, Dignidad, ¿una palabra vacía? p. 95.

[14] Hildebrand, Ética, p. 172.

[15] Hildebrand, Ética, p. 171.

[16] Ídem.

[17] Por esto, un valor se diferencia esencialmente de lo subjetivamente satisfactorio. Mientras el valor exige su posesión, lo subjetivamente satisfactorio reclama, pero no exige. Por eso dice Hildebrand que esta “diferencia entre las dos categorías de la importancia es incluso mayor que entre un color y un dolor” Ética, p.49.

[18] Hildebrand, Ética, p. 46.

[19] Sergio Sánchez-Migallón, Un esbozo de ética filosófica, p.91. Cuadernos de anuario filosófico, serie universitaria nº 57. Pamplona, 1998.

[20] Hildebrand, Ética, p. 285.

[21] Ídem.

[22] Scheler, Der formalismus in der Ethik und die materiale Wertethik, Zweit. Teil, München 1966, p.261.

[23] Hildebrand, La esencia del amor, p.57. Los paréntesis son míos.

[24] Hildebrand, La esencia del amor, p.58.

[25] Hildebrand, Ética, p. 283.

[26] San Anselmo, De veritate, cap. XII.

[27] Hildebrand, Ética, p.310.

[28] Hildebrand, La esencia del amor, p. 91.

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