La razón ante el misterio
Por Antonio Orozco-Delclós
ANALISIS
DEL RESULTADO DE LAS VÍAS TOMISTAS DE ACCESO A DIOS
Si ahora volvemos la mirada a las conclusiones de las cinco vías tomistas de
acceso a Dios, hallaremos que, bajo distintas perspectivas, se descubre la
existencia de un Ser que es Acto puro y Ser subsistente por sí mismo. Un Ser
en Acto sin mezcla de potencia pasiva alguna, inmutable, sin comienzo ni
término, eterno.
¿No se implican ahí conceptos contradictorios? Inmutabilidad y Vida; Motor
que mueve sin moverse, etc. Lo cierto es que ha sido la razón con un discurso
rigurosamente lógico la que nos ha enfrentado con tan paradójico Ser.
Podría parecer inadmisible esa serie de atributos que no conseguimos siquiera
imaginar; y menos aún juntos.
Pero, pensándolo bien, no podíamos esperar menos que un Ser inabarcable
(dicho técnicamente: incomprehensible) por la razón humana y mucho menos por
la imaginación. La imaginación funciona con imágenes sensibles. ¿Cómo
puede ser imaginable el Autor del universo? ¿Y cómo pretender que sea
proporcionado a la razón el Ser que subsiste en sí, poseedor en grado
infinito de infinitas perfecciones?
Lo razonable es reconocer que la razón es limitada y que, por lo tanto, ha de
experimentar alguna especie de ofuscación ante lo infinitamente inteligible,
como el ojo humano se ciega al sostener la mirada al sol.
¿Pero qué sería del ojo –de la capacidad de ver- si no existiera eso que
no se puede mirar de frente sin perder la visión? No veríamos nada, de nada
servirían nuestros ojos. Sin embargo, mirando un poco de soslayo, vemos el
sol y además, a su luz vemos todas las cosas materiales con su relieve y
color.
El sensista podría decir: el sol no existe, porque si miro eso que me dicen
que es el sol, me quedo ciego. ¿Cómo me va a dejar sin luz la luz?
Dios no es comprehensible por la humana razón, pero no porque sea un ser
contradictorio o simplemente ininteligible, sino precisamente porque, en sí
mismo, es infinitamente inteligible, demasiado inteligible para una capacida
limitada de entender, como la nuestra. ¿No es razonable, sensato, discurrir
de este modo?
Lo insensato es el racionalismo, que pretende que lo que no resulta concebible
por la razón no puede existir, no puede ser verdad. Y aún va más allá el
racionalismo, porque sostiene que sólo cabe tener auténtica certeza de lo
que la razón puede demostrar. Ahora bien ¿cómo se demuestra que sólo
existe lo que es demostrable por la razón? ¿Cómo se demuestra que la razón
humana es la máxima capacidad de entender? Por eso, con razón ha dicho J.
Maritain que el recionalismo es el más irracional de los sistemas.
RAZÓN Y MISTERIO
El racionalismo es la negación del misterio. Sólo es real lo que es
racional, y todo lo racional es real (Hegel).
La verdad que podría encontrarse en el racionalismo es que el criterio de
certeza ha de ser razonable. Pero la razón descubre que hay en el hombre
órganos de conocimiento que no son la razón. Están los sentidos. ¿No
tendrán alguna función en el conocimiento de la realidad? ¿Para qué
sirven? ¿Cómo es que el hombre no es pura razón? ¿Por qué la naturaleza
fabrica un ser tan extraño con facultades tan inútiles? ¿Y la intuición
intelectual, no existe, o no vale nada?
Tomás de Aquino reconoce dos funciones distintas de una misma facultad, el
entendimiento: la intelección, que es función del intelecto (intellectus); y
el razonamiento, que es función de la razón (ratio). De las dos, la
específicamente humana es la razón (los ángeles y Dios no necesitan
razonar), pero la más elevada es el intelecto, que no discurre (como hace la
razón), sino que intuye, "ve" de un golpe de vista, adelantándose
a menudo al discurso de la razón y entendiendo cosas que la razón es incapaz
de racionalizar. Este es el sentido verdadero de la famosa frase «el corazón
tiene razones que la razón no entiende». No se trata de sentimentalismo, que
nunca es fiable en cuestiones de certeza, sino de un verdadero acto del
entendimiento funcionando en su modo más perfecto.
¿Cómo si no, sabemos de nuestra propia existencia? ¿razonando, como
Descartes, «pienso, luego existo»? No; no necesitamos de ningún «luego»
para saber que existimos. No necesitamos deducir nuestra propia existencia,
por ningún silogismo? No necesitamos que nadie nos demuestre nuestra propia
existencia, ni la del mundo. Lo intuimos. Y entendemos, sin más
complicaciones, que tenemos la facultad de razonar; que razonar es una
actividad excelente; que no siempre acierta, pero que básicamente es fiable,
si ponemos cuidado en razonar bien, correctamente, con lógica.
Ahora bien, para aceptar los resultados de la razón es preciso,
anteriormente, al menos de una manera implícita, confiar en la eficacia de la
razón. Pero esta confianza, si bien la puedo razonar, no la tengo por causa
de razonamiento alguno, sino porque lo «veo», es decir, «lo entiendo» sin
necesidad de silogismos. Porque si no lo «viera», no bastarían todos los
silogismo habidos y por haber para confiar en mi razón; y entonces estaría
intelectualmente perdido. Sería el bloqueo de la razón, la incapacidad de
razonar con sentido inteligible.
Por eso, en la base de todas nuestras certezas, está un acto de confianza,
incluso, si se quiere, un acto de fe: creo –confío- en mi capacidad de
conocer verdades. Y esa fe o confianza no es irracional, es un acto
intelectual, es decir, un acto del entendimiento funcionando no como ratio,
sino como intellectus.
La razón no sabe qué hacer ante el misterio, pero el intelecto sí: cuando
se topa con el misterio no lo niega por el hecho de ser misterioso, lo
reconoce: ahí está un misterio, una luz inabarcable; en lugar de negarla,
cerrándome a su luz, voy a aprovecharla y a la vez que reconozco su
superioridad, miraré las demás cosas a su luz y entonces, todo lo veré con
más claridad.
En el fondo, quizá por eso decía San Anselmo: nisi credideritis non
intelligetis (S. Anselmo, De Fide Trin., cap. 2, M.P.L. CLVIII, 263-265); y
también: credo ut intelligam (S. Anselmo, Prosologium, cap. I): creo para
entender; si no créeis no entenderéis. Esto no es fideísmo, sino un uso
razonable de la razón, una confianza en la razón que no es absoluta,
incondicional, pero sí relativa, básicamente segura.
«Mientras haya misterio habrá salud; destruid el misterio y ver nacer las
tendencias más morbosas, todo es uno» (R. K. Chesterton, Ortodoxia). El
misterio no es negación de la razón. Lo que niega la razón y a la razón es
el absurdo, lo ininteligible. Además, admitir un absurdo es tanto como
admitir que todo es absurdo, ya que un solo absurdo bastaría para
descalificar los principios de identidad, y de no conradicción y de razón
suficiente, sobre los que descansa toda actividad racional. Ahora bien si
existe algo que es la negación de estos principios ya no tenemos garantía de
que valgan para pensar y explicar las demás cosas. Todo el edificio
intelectual se derrumba cuando se admite un solo absurdo. Porque lo absurdo no
es sencillamente lo impensable o inexplicable, sino lo intrínsecamente
contradictorio, lo absolutamente irracional.
El misterio no es ininteligible: entendemos sus términos, pero no alcanzamos
a abarcarlos. Reconocer el misterio donde lo hay, sin abandonarse a la cómoda
tentación de negarlo, es dignidad de la razón, valor y vigor del espíritu.
Entre absurdo y misterio hay la misma diferencia que entre lo que contradice y
lo que supera nuestra razón. Cuando se identifica el misterio (en el sentido
cristiano del término) con el absurdo es señal de que no se le conoce o de
que se ha endiosado a la razón estableciéndola como medida de todo,
rechazando todo lo que la trasciende.
El «Motor inmóvil» no es contradictorio, es un misterio, cuya luz nos
permite explicar nada menos que el movimiento que existe en toda la creación.
Lo mismo cabe decir de la Causa incausada, del Ser Necesario, del Ser
absolutamente perfecto, del Entendimiento subsistente.
Si es cierto que el hombre posee una naturaleza limitada y con frecuencia la
contradicción parece salirle al paso, sabemos que una real contradicción
nunca es posible, ni tratándose de Dios, ni de los seres o acontecimientos de
la naturaleza.
La razón que no reconoce sus propios límites, queda encerrada en ellos y ya
no se entiende ni a sí misma. En cambio, cuando reconoce su limitación,
entonces es cuando alcanza su máxima posibilidad, dignidad y grandeza, porque
reconocer un límite es conocer más que un límite. Si conozco algo como
límite, sé que hay algo más que límite. Si me topo con un muro y reconozco
que me impide el paso, es que sé que hay un más allá del muro.
De ahí que reconocer los propios límites es de alguna manera superarse y
trascenderse a sí mismo. Si sé que soy limitado estoy comprendiendo que yo
no lo soy todo. Si sé que soy «finito» es porque sé que hay «infinito».
Y saber que hay infinito es no detenerme en el límite, sino sentirme impelido
a indagar, para averiguar si puedo acceder a ese «más allá» fascinante.
Entonces, si tengo la «suerte» de encontrarme con un medio «sobre-natural»
que me permite llegar a donde la razón quisiera pero no podía, me acogeré a
él y me dejaré llevar hasta donde sea posible. Es el umbral de la fe
sobrenatural, el encuentro con la revelación divina.
Cuando el filósofo se encuentra que en la Sagrada Escritura se narra la
revelación de Yavé a Moisés: «Yo soy el que soy», se da cuenta de que
está ante un misterio. Se admira, pero no se sorprende. Le resulta familiar,
porque él ha llegado, con su sola razón a descubrir la existencia del «Ser
subsistente», cuya Esencia, precisamente, es Ser.
Incluso cuando se encuentra con una de las cumbre de la revelación, «Dios es
Amor», tampoco se sorprende. Se admira, porque, también con la razón
podemos llegar a saber, que el Ser pefectísimo, ha de ser necesariamente
Amor, puesto que es Ser, Vida, Verdad, Entender, Amar...
Así, pues, la diferencia que se pretendido establecer entre «el Dios de los
filósofos» y el «Dios de la revelación» no es tanta. Más aún, todo
apunta a que es el mismo. Conocido mucho más perfecta e íntimamente mediante
la revelación, pero en continuidad con los resultados de un discurso
filosófico correcto.
La sola razón no puede traspasar los umbrales de la fe. Pero hasta ahí
llega. Y lo que es más asombroso, a partir de cosas que pueden ser tan
pequeñas como un movimiento mínimo, como una causalidad intrascendente, como
un ser corruptible, como una perfección muy limitada, como el orden que
encierra un pequeño átomo.
Sucede que en una menuda gota de rocío puede reflejarse la inmensidad del
cielo.
Gentileza
de http://www.arvo.net/
para la BIBLIOTECA CATÓLICA DIGITAL