¿Es
la Metafísica la ciencia especulativa más perfecta y verdadera sabiduría?
- 1 -
Al
explicar la causa final y la utilidad de esta ciencia, juntamente hemos
declarado su efecto, porque toda su utilidad radica en su operación y en su
efecto.
Sólo
falta, por consiguiente, que veamos algo acerca de sus atributos, que
fácilmente se colegirán de su objeto y de su fin.
2.-
Primera tesis.
En
primer lugar, afirmo que la Metafísica es la más perfecta de todas las
ciencias especulativas. Así lo enseña Aristóteles, lab. 1, c. 2; lab. 2, c.
1, y lab. 3, c. 2; y todos los intérpretes, y por lo dicho está ya
suficientemente probado. Porque, como lo demostrarnos en la sección anterior,
el fin de esta ciencia, es el conocimiento de la verdad y de por sí en eso solo
consiste. Ahora bien, una ciencia se llama especulativa precisamente por este
fin, como lo dice Aristóteles, lab. 6, y lo tratarnos nosotros más adelante en
su lugar.
Además,
en la sección 1 quedó demostrado que el objeto de esta ciencia es el más
noble de todos, tanto en su ser mismo de objeto por su abstracción suma, como
en el ser de la cosa en sí, por comprender entes tan nobles. Ahora bien, toda
ciencia se dice noble en el grado en que lo es su objeto; luego esta ciencia
especulativa es la más noble de todas.
3.-
Un problema incidental.
Pero
tal vez pregunte alguno si esta ciencia es solamente especulativa o también
práctica; pues como por ahora podemos suponer no repugna el que un conocimiento
sea al mismo tiempo, de un modo eminente, especulativa y práctica,
característica que los teólogos atribuyen a la ciencia divina, no sólo en
cuanto está en Dios, sino también en cuanto se nos comunica a nosotros, ya sea
por visión clara, ya por una obscura teología o por fe; luego también entre
las ciencias adquiridas y naturales puede haber alguna que participe de esta
eminencia y sea a la vez especulativa y práctica.
Y
si alguna hay, ella será la Metafísica con mayor razón que cualquier otra:
primero, porque es la más alta de todas las ciencias y la que rige a las
demás, como lo dice Aristóteles en el Proemio. Y segundo, porque
proporciona un conocimiento natural de Dios tan perfecto cuanto la luz natural
lo permite; ahora bien, del conocimiento de Dios depende el recto juicio en las
cosas prácticas; por, consiguiente, esta ciencia orienta también tales
juicios, y por ende es una ciencia práctica.
Eso
mismo queda más claro con lo siguiente: esta ciencia demuestra los atributos de
Dios que se pueden demostrar con la sola luz natural, entre los que está el que
sea el sumo Bien, el último fin de todas las cosas, la primera verdad; luego,
esta ciencia demuestra todas estas cosas, y consiguientemente demostrará
también que hay que amar a Dios sobre todas las cosas, porque esto se lo
debemos en cuanto es el sumo Bien y nuestro último fin. Asimismo, nos muestra
que Dios de todo tiene providencia, y que es sapientísimo y justísimo:
enseñará, por tanto, también que hemos de temerle y confiar en Él, etc., lo
cual pertenece ya al modo de obrar. Por fin, no hay otro motivo para tener a la
Teología infusa, como con razón se tiene, por eminentemente práctica y
especulativa, sino el que con luz superior considera en Dios la prerrogativa de
fin último que hemos de conseguir por medios morales y prácticos; lo mismo,
entonces, se ha de decir de la Metafísica natural, guardando la distancia que
impone el hecho de avanzar con luz de menor intensidad.
4.
-Respuesta.
Sin
embargo, hay que confesar que esta ciencia no tiene nada de ciencia práctica,
sino que es sólo contemplativa. Así se deduce de Aristóteles y otros
expositores, quienes aunque no toquen de propósito esta cuestión, ciertamente
piensan que la Metafísica es puramente especulativa, como se deduce del que
enseñen simplemente que es especulativa sin decir nada o negando claramente que
sea práctica.
Añádese
a esto, que Aristóteles en los libros de Ética habla expresamente de
la felicidad del hombre como primera regla para las acciones morales. Ahora
bien, la felicidad del hombre está puesta en Dios, fin último de todo y
particularmente de la criatura racional; por consiguiente, tal aspecto no cae en
el campo de la Metafísica, y no hay ningún otro bajo el cual esta ciencia
pueda ser práctica. Porque si fuera práctica, sería evidentemente moral, ya
que claro está que no sería factiva o directiva de operaciones técnicas, ni
siquiera de las operaciones del entendimiento, como lo indicamos en la sección
precedente; y moral no es, porque la consideración del último fin en cuanto se
relaciona con el modo de proceder no es objeto suyo sino de la filosofía moral,
como hemos dicho.
5.-
Por qué la Teología es especulativa y práctica, mientras que la Metafísica
es solamente especulativa.
La
razón de la diversidad que hay entre la teología sobrenatural y ésta que es
natural, se puede dar «a priori», basándonos en la diferente luz con que
proceden ambas. Aquélla, en efecto, procede bajo el influjo de la luz de la fe
que proviene de la sagrada revelación, en cuanto mediatamente y por raciocinio
se aplica a las conclusiones contenidas en los principios de la fe. Pero la fe
no sólo nos revela a Dios como fin último de todas las cosas, sino que
también y especialmente enseña que en Él está la felicidad del hombre, y,
por consiguiente, a más de las verdades especulativas acerca de Dios, revela
también las prácticas; y lo que es más aún, casi todos los primeros
principios referentes a las costumbres. Y con la misma certeza, y -cuanto es de
su parte- del mismo modo procede en todas estas cosas. Y basándose en ellas,
razona la teología, considerando, no sólo especulativamente en Dios su
carácter de último fin, sino también moralmente en orden a los medios con que
lo hemos de conseguir.
La
Metafísica, en cambio, procede con una luz meramente natural, que no abarca
todos sus objetos de la misma manera y con la misma certidumbre; y por eso la
Metafísica no es un hábito identificado con la luz natural, sino que con un
modo y abstracción especial la perfecciona -como ya lo indicamos- en aquellas
cosas que prescinden de la materia en su ser. Y así en Dios considera el
aspecto de último fin y bien supremo sólo especulativamente, es decir, en
cuanto es tal en sí, y como tal se puede conocer con luz natural; y más bien
en cuanto a «si existe» que en cuanto a «qué es». Pero no considera
prácticamente cómo el hombre haya de obtener este fin, ni tampoco baja a
detalles inquiriendo cómo es Dios último fin del hombre y cómo puede el
hombre mismo acercarse a Dios en cuanto es su fin último porque esto ya cae
fuera de la abstracción Metafísica y la contemplación y pertenece a la
filosofía; y además supone el estudio físico del hombre o filosofía natural
-meramente especulativa- y encuadra en la filosofía moral, que en cierta manera
y por así decirlo «inicialmente», es una ciencia práctica; ciencias cuya
división no es este el lugar de hacer.
Sin
embargo, confieso que si pudiera haber una ciencia natural Metafísica acerca de
los ángeles tal cual en sí son, pertenecería a ella, no sólo la
contemplación de su naturaleza, sino también el investigar cómo serían
capaces de obtener su último fin y en qué cosa consistiría su felicidad y por
qué medios podrían llegar a ella; y esta ciencia sería entonces en parte
ciencia moral y juntaría a un mismo tiempo la especulación y la práctica; y
también sería toda ella Metafísica porque prescindiría toda de la materia
según el ser. Pero tal ciencia sería más angélica que humana; y nosotros, si
no es por analogía con nuestra felicidad, es muy poco lo que podemos saber de
la felicidad de los ángeles; y por esto la Metafísica, del modo que nosotros
la poseemos, es total y puramente especulativa y no desciende a cosas morales y
prácticas.
6.
-Segunda tesis.
En
segundo lugar afirmo que la Metafísica no es sólo ciencia, sino también
sabiduría natural. Es este un aserto que Aristóteles propone y prueba
expresamente, lab. 1, c. 1 y 2, y lab. 3, c. 2, suponiendo para ello que en
nosotros existe una virtud intelectual que sea sabiduría, cosa que él mismo
enseñó, lab. 6 de la Ética, c. 2 y sig., y es el común sentir de
todos los sabios. La razón es que si ningún hábito del hombre fuera
sabiduría, nadie se podría llamar sabio. En efecto, uno es y se llama sabio
por la sabiduría, y no hay ningún hombre sabio por naturaleza, ni por facultad
o potencia alguna humana; lo cual es por sí mismo claro, pues de lo contrario
todos los hombres serían sabios, y de hecho el hombre se hace sabio con el
ejercicio, y el hábito o la virtud. Es, por consiguiente, la sabiduría un
hábito.
Además,
por su significado nominal y por el sentido común consta que es un hábito
perteneciente al entendimiento y no a cualquiera sino a un entendimiento
perfecto, y que es una fuerza intelectual y muy perfecta. Esto lo prueba
magníficamente Aristóteles en el Proemio c. 1, distinguiendo la
experiencia del arte y el arte de la ciencia que se busca por sí misma y versa
en el conocimiento de las causas y de los principios, concluyendo que la
sabiduría debe ser una ciencia de esta clase.
7.-
Diversas acepciones de la palabra sabiduría.
Hemos
de advertir aquí, que si atendemos al modo común de hablar, parece que algunas
veces con el nombre de sabiduría no se significa un determinado hábito
intelectual, sino más bien cierta rectitud de la inteligencia para juzgar bien
en todas las cosas, resultante de la adquisición perfecta de todas las
ciencias; lo mismo que justicia, según una acepción, no significa un hábito
singular sino cierta armonía y rectitud en todas las virtudes de la voluntad. A
esta acepción de sabiduría parece que se acomoda más la definición de
Cicerón: «sabiduría es la ciencia de las cosas divinas y humanas y de las
causas que con estas cosas se relacionan». Y en este mismo sentido parecen
haber hablado los filósofos antiguos cuando afirmaban que entraba en el campo
de la sabiduría el conocimiento de todas las cosas, aun de las especies más
ínfimas y de sus propiedades; siendo así, que esto no lo abarca una sola
ciencia sino la colección de todas. Más aún, si se habla del hombre, ni
siquiera con todas las ciencias juntas puede alcanzar un conocimiento tan
preciso de todas las cosas; y por esto, los mismos antiguos decían que en el
hombre no hay verdadera sabiduría sino sólo una muy pálida; en cambio,
nosotros afirmamos que en el hombre hay aun naturalmente verdadera sabiduría,
aunque sea siempre humana y, por consiguiente, muy limitada.
En
otro sentido más usado entre los sabios, se toma sabiduría por un cierto
hábito peculiar, y esto de dos maneras, porque hay una sabiduría denominada
«simplemente sabiduría» y otra denominada «sabiduría bajo cierto aspecto».
La
primera es en cierta manera universal, no por la predicación o por reunir todas
las cosas, sino por su eminencia y amplitud, como luego indicaremos.
La
segunda es particular tanto en el hábito, como en la materia y amplitud. A esta
última sabiduría se refiere el largo discurso de Sócrates en los diálogos de
Platón (Diálogo 3, llamado De la sabiduría), en el que distingue la
sabiduría de los artífices, gobernantes, etc. En este mismo sentido parece
haber hablado San Pablo, Epístola 1 a los Corint., 3: «Puse el
fundamento como sabio arquitecto», porque se llama sabio en algún ramo o
materia aquel que conoce perfectamente por sus causas últimas la ciencia o arte
que se le aplica, como lo notó Santo Tomás, Suma Teológica, 2, 2,
cuest. 45, art. 1.
Otro
sentido, finalmente hay -como en ese mismo lugar dice Santo Tomás- por el cual
se llama simplemente sabiduría a una ciencia particular o virtud intelectual, y
éste es el que Aristóteles atribuye a este vocablo en el lab. 6 de la Ética,
lugar citado, y en el caso presente; y en este mismo confirió a la Metafísica
la dignidad de sabiduría.
8.
-Algunas propiedades de la sabiduría.
En
segundo lugar, para probar esto aduce Aristóteles, c. 2, las propiedades de la
sabiduría, entre las cuales hay algunas que le son comunes con las otras
ciencias especulativas, y otras que le son exclusivas. Las comunes se ha de
entender que le convienen de una manera eminente y con singular perfección.
La
primera propiedad es que la sabiduría se extiende a todas las cosas y en la
medida de lo posible es ciencia de todas ellas. Esta propiedad ya la hemos
expuesto suficientemente en la sección 2, y su razón de ser constará por lo
que luego diremos.
- 9 -
La
segunda propiedad de la sabiduría que propone Aristóteles es que se ocupa de
las cosas más difíciles y menos asequibles a nuestros sentidos; porque el
conocer cosas que son para todos obvias, o que se perciben con los sentidos no
es trabajo de sabios, sino de cualquier hombre vulgar. Con todo, esta propiedad
parece que ha de entenderse del conocimiento de las cosas más difíciles en el
grado que al hombre le es posible; pues no cae dentro del campo de la sabiduría
del hombre investigar cosas más altas que él mismo y que no se pueden conocer
con la sola luz natural, como por ejemplo la realización de futuros
contingentes y otras cosas semejantes, las cuales no sería sabiduría sino
temeridad querer conocer por ciencia humana. La sabiduría humana, por
consiguiente, trata de las cosas más altas y difíciles, en la medida de la
capacidad del humano ingenio.
- 10 -
La
tercera propiedad es ser conocimiento ciertísimo; propiedad en la que van
incluidas también la evidencia y la nitidez, porque la certidumbre natural, a
la cual nos referimos, nace de la evidencia y por ella se mide. Y la razón
clarísima de tal propiedad es que sabiduría significa ciencia perfecta,
conocimiento eximio, y la perfección suma del conocimiento humano está puesta
en su certidumbre y evidencia.
- 11 -
La
cuarta propiedad es su aptitud peculiar para enseñar y revelar las causas de
las cosas. Esto lo había ya señalado Aristóteles, c. 1, al decir que era
distintivo del sabio el poder enseñar, y menester propio suyo el conocer y
revelar las causas de las cosas.
Y
nosotros mismos en cada oficio o ciencia consideramos más sabio al que más
íntima y universalmente abarca las causas de las cosas. Y, finalmente, el
conocimiento humano en tanto es perfecto, en cuanto llega a la causa, y mientras
no llega permanece imperfecto, como bien lo demuestra el que el ánimo del que
busca conocer no se aquiete hasta que encuentra la causa. Simplemente sabiduría
será, por tanto, aquella que llegue a las causas más remotas y universales, de
donde resultará también que sea peculiarmente apta para enseñar.
- 12 -
La
quinta es que tal sabiduría es digna en grado sumo de ser apetecida por sí
misma y por amor a la ciencia, ya que esto se sigue con evidencia de la
dignidad, y, por consiguiente, gozando la sabiduría de una como dignidad y
excelencia entre las demás ciencias, no hay duda que ha de ser colocada entre
las ciencias que se buscan por su solo conocimiento y que entre ellas ha de
ocupar el grado supremo, siendo, en consecuencia, la más apetecible por sí
misma.
- 13 -
La
sexta propiedad de la sabiduría es que más bien que servir a las otras
ciencias, las rige a todas, cosa muy de acuerdo con su dignidad; el sentido en
que esto se ha de entender, lo declararemos inmediatamente.
De
todas estas propiedades solamente advierto que Aristóteles al atribuirlas casi
no habla de la sabiduría, sino más bien del sabio; sobreentiende, con todo,
que la ciencia por la que se atribuye al sabio todas estas prerrogativas es la
sabiduría. Pero si alguno objetare que no convienen ellas al sabio por una
ciencia sino por todos o por muchas juntas, podríamos responderle que demostrar
lo contrario, ahora tiene muy poca importancia; porque al probar que tales
propiedades se hallan en la ciencia Metafísica, se probará al mismo tiempo que
hay una ciencia que en todas ellas aventaja a las demás, siendo, por
consiguiente, sabiduría; y que esa ciencia es la Metafísica.
14.-
Demostración de que las propiedades enunciadas de la sabiduría se encuentran
en la Metafísica.
En
tercer lugar prueba Aristóteles, c. 2, que todas estas propiedades se
encuentran en la Metafísica. La primera, porque aquel que está dotado de
ciencia universal conoce en cierta manera todas las cosas; ahora bien, la
Metafísica es la ciencia más universal; por consiguiente, será también
ciencia de todas las cosas en la forma que la sabiduría requiere, es decir, en
la medida de lo posible.
De
esta propiedad de la Metafísica ya se ha hablado anteriormente bastante, en la
sección 2, y de lo allí dicho se puede colegir que la Metafísica se ocupa de
todas las cosas de dos o tres maneras. Primero, de un modo confuso y en masa al
tratar de las nociones de ente comunes a todas las cosas, o a todas las
substancias o accidentes, y consecuentemente también de los primeros y
universalísimos principios en que se fundan todos los principios de las demás
ciencias. Segundo, en particular de todas las cosas hasta sus diferencias y
especies propias, lo cual de algún modo es verdadero en todas las cosas si bien
no igualmente ni en la misma forma. En efecto, en las cosas o en las nociones de
las cosas que prescinden de materia en cuanto al ser, esto es totalmente
verdadero en lo que depende de las mismas cosas, aunque queda limitado por la
imperfección de nuestro entendimiento. De manera que la Metafísica humana (de
la cual nos ocupamos) demuestra y trata de estas cosas en cuanto es posible al
ingenio humano con la luz natural. En cambio, en las cosas que conciernen a la
materia sensible o inteligible esto aun de parte de la misma ciencia no es
simplemente verdadero, sino sólo en la medida en que estas cosas realizan los
predicados transcendentales, o de algún modo pueden ser sometidas a
demostraciones basadas en principios metafísicos y en medios que prescinden de
materia. Tercero, podríamos añadir que esta ciencia trata de todas las cosas,
no en sí mismas, sino en sus causas, porque discurre sobre las causas más
universales de las cosas y principalmente sobre Dios.
- 15 -
Esto
supuesto, podría preguntarse cuál de estas maneras basta para conferir el
título de sabiduría, y consiguientemente por qué concepto la Metafísica es
sabiduría; o si es sabiduría solamente en cuanto abarca todas estas maneras. A
esto parece se ha de responder brevemente que la Metafísica requiere toda esta
amplitud en sus conocimientos para ser absoluta y simplemente sabiduría.
En
efecto, si alguno por la Metafísica conoce la noción del ente en cuanto es
ente y sus principios y atributos, tiene un comienzo de sabiduría, ya que posee
principios universales mediante los cuales puede confirmar y criticar los demás
principios; y también porque tiene alguna ciencia, o parte de ciencia, de por
sí apetecible, digna de ser conocida, y para las otras ciencias muy útil y en
cierto modo necesaria. Sería ésta, por tanto, una sombra de sabiduría, pero
no se podría llamar simplemente sabiduría, porque ¿qué cosa puede serlo sin
el conocimiento de Dios?
A
lo cual se añade que el ente, en cuanto ente, considerado como tal
exclusivamente, aunque bajo el aspecto de objeto cognoscible sea bastante
perfecto por su abstracción, sutileza y transcendencia; sin embargo, bajo el
aspecto del ser tiene una perfección mínima, ya que ella es mayor en cualquier
ente determinado; y para llenar la noción de sabiduría no basta el objeto
cognoscible si falta la sublimidad de las cosas conocidas.
Lo
mismo, si queremos insistir en el valor del nombre, ciertamente la Metafísica
si se detiene en esa abstractísima noción del ente, no llegará a ser una tan
«sabrosa ciencia» que la podamos llamar simplemente «sabiduría». Y, por el
contrario, si imagináramos una Metafísica que no tratara del ente, pero sí de
Dios, ésta entraría ya algo más en la noción de sabiduría, tanto por la
excelencia de su objeto -que en realidad no sería menos abstracto que el ente,
aunque no en la predicación y universalidad- cuanto por el goce consecuente a
tal contemplación, y por la inclusión virtual y la causalidad, gracias a la
cual un conocimiento tal de Dios engendraría fácilmente el conocimiento de las
otras cosas. Pero este conocimiento de Dios exacto y demostrativo no se puede
conseguir por teología natural si no se conocen antes las nociones comunes de
ente, de substancia, de causa, y otras semejantes, porque nosotros no conocemos
a Dios sino por los efectos y bajo ciertos conceptos comunes, una vez añadidas
las negaciones que excluyen toda imperfección. Y por esto es imposible que la
Metafísica sea sabiduría en este último sentido si no incluye el anterior.
Si
nos figurásemos, empero, una Metafísica que según la primera y segunda manera
de conocer, tuviera todo lo necesario para conocer a Dios y a Él primariamente
se refiriese y contemplase, se podría llamar absolutamente sabiduría, aunque
poco o nada conociera de todas las otras cosas. Sería, con todo, una sabiduría
muy imperfecta y mutilada y necesariamente ignoraría muchas cosas aun de Dios
mismo, o las conocería imperfectamente, porque siendo así que Dios es conocido
mediante sus efectos, al ignorarse los principales entre ellos, el conocimiento
de Dios sería forzosamente imperfecto. Por esta causa, con toda razón
Aristóteles, no a una parte de la Metafísica, sino a toda ella llamó
sabiduría, afirmando que no era más que una, lab. 6 de la Ética, c.
7, y Santo Tomás, Suma Teológica, 1, 2, cuest. 57, art. 2.
- 16 -
Que
la segunda propiedad de la sabiduría se halle en la Metafísica, lo deduce
Aristóteles de que trata las cosas más universales y más lejos del alcance de
los sentidos, que son las más difíciles de conocer, pues siendo así que
nuestro conocimiento parte de los sentidos, difícilmente entendemos lo que cae
muy por afuera del campo de los sentidos.
Tomando
ocasión de esto, suelen discutir los intérpretes si nuestro entendimiento
conoce directamente lo singular o sólo lo universal; y si entre los mismos
universales conoce más fácilmente los menos comunes, por ejemplo, las especies
últimas, siendo, por consiguiente, verdadero lo que en este lugar dice
Aristóteles: «las cosas más universales son las más difíciles de conocer».
Pero de estas cuestiones, la primera es completamente ajena a nuestro presente
intento, porque ¿qué importa para mostrar la dignidad de la Metafísica, o
para entender el antedicho texto de Aristóteles, que el entendimiento conozca o
no conozca directamente lo singular? Reservaremos, pues, totalmente esta
cuestión para su propio lugar, es decir, para la psicología. Esperamos, en
efecto, con la ayuda de Dios, publicar también algún día el resultado de las
investigaciones que en la medida de nuestras fuerzas hemos llevado a cabo en esa
ciencia. Y si tal esperanza no se realizare, bastará con lo que hasta ahora en
esa materia han dicho gravísimos autores; yo de mi parte me he propuesto no
tratar ninguna cosa fuera de su propio lugar o rompiendo la armonía del
método, aunque con esto su examen hubiera de ser omitido por completo; porque
estoy persuadido que proceder así es menos desventajoso que el oscurecer y
embrollar importunamente un método claro y preciso con problemas peregrinos y
ajenos al asunto que se discute.
17.
-¿Nuestra mente conoce más fácilmente lo universal o lo singular?
Casi
lo mismo habría de decirse de la segunda cuestión, la cual por tanto también
pasaré por alto, insinuando solamente lo que es necesario para que se entienda
lo que Aristóteles quiso decir en el lugar citado y no parezca que se
contradice, ya que en el lab. 1 de la Física, inmediatamente al
principio, afirma que en la ciencia hay que ir avanzando de lo más universal o
lo particular, porque hay que empezar por las cosas que nos son más conocidas y
lo más universal nos es más conocido; y aquí, en cambio, dice que esta
ciencia se ocupa de las cosas más difíciles, porque versa en las más
universales que son para los hombres las más difíciles de conocer.
Santo
Tomás, Comentario a la Metaf., lab. 1, c. 2, lec. 2, explica esta
aparente contradicción entendiendo que Aristóteles en el lab. l de la Física,
hablé solamente de la simple aprehensión y del conocimiento imperfecto de lo
universal, y que aquí se refirió al conocimiento científico y complejo por el
cual captamos con precisión las nociones propias de los universales y a partir
de ellas demostramos sus propiedades. Porque no siempre las cosas que más
fácilmente se hacen presentes a nuestra mente por simple aprehensión son las
más fáciles de penetrar y conocer íntimamente. ¿Qué cosa, por ejemplo,
aprehendemos más fácilmente que el tiempo, el movimiento y otras semejantes?
Y, sin embargo, ¿qué estudio hay más difícil que el requerido para su exacto
conocimiento tanto en su razón formal o entidad, como en sus propiedades? Así,
pues, al afirmar que nosotros conocemos más lo más universal, se considera la
cuestión desde el punto de vista de la simple e imperfecta aprehensión, o por
así decirlo, de la existencia. ¿Quién hay, en efecto, que no entienda más
fácilmente que esto es un árbol mas bien que un peral o una higuera? Como para
tales conceptos más universales, confusos e imperfectos necesitamos menos
elementos, los formamos más fácilmente, mientras que cuando pretendemos un
exacto conocimiento de ellos, lo obtenemos más difícilmente porque su
alejamiento de los sentidos es mayor, como aquí dijo Aristóteles.
- 18 -
A
esta exposición no veo obstar sino el que Aristóteles no parece hablar
solamente de una rudimentaria e imperfecta aprehensión de los universales sino
del conocimiento científico. Efectivamente, de esa facilidad en el conocimiento
de los universales deduce el orden que se ha de guardar en las ciencias; ahora
bien, las ciencias no deben partir de las cosas más conocidas por razón de su
aprehensión, sino de las cosas más conocidas con un conocimiento del tipo que
se puede obtener por la ciencia; y si el conocimiento científico es más
difícil, es muy poco lo que puede influir el que la simple aprehensión sea
más fácil, para que el comenzar por ella sea un método conveniente.
Por
otra parte, consta por la experiencia que también en el conocimiento
científico las nociones comunes se conocen con más facilidad que las propias;
así, por ejemplo, el ente móvil o natural se conoce más fácilmente que el
cielo o que el hombre; y el concepto de ente, que el de substancia o accidente.
Y
esto mismo es lo que nos prueba la razón, ya que en la ciencia lo que por sí
mismo y directamente se pretende es un conocimiento nítido de la esencia y
propiedades de las cosas o nociones formales, y lo universal no se estudia ni
conoce, propiamente hablando, como un «todo universal y potencia» (aspecto
bajo el cual su conocimiento nítido depende del conocimiento de sus
inferiores), ya que este sería un conocimiento cuasi-reflexivo y dialéctico,
por ser tal propiedad o esencia de «todo potencial» algo que más bien
proviene de una operación intelectual que de la realidad misma. Lo universal se
conoce en las ciencias propias y reales según su esencia peculiar y actual y
según sus propiedades convenientes y adecuadas; y así lo más universal es
más fácilmente cognoscible, puesto que a su conocimiento está subordinado el
de lo menos universal y no al contrario, porque lo más universal está en el
concepto de sus inferiores y no viceversa. De esta objeción parece concluirse,
no solamente que Aristóteles en el lab. 1 de la Física habló del
conocimiento científico de los universales, sino además que es falsa la
opinión que sostiene que lo más universal es más difícil de ser conocido.
- 19 -
Por
esta razón algunos se inclinaron a afirmar que Aristóteles en este pasaje no
trataba de los conceptos universales sino de las causas universales, es decir
-según su terminología- no de los universales en la predicación, sino de los
universales en la causalidad, como son Dios y la inteligencia. Así también se
comprendería mejor el aserto de Aristóteles acerca de estos universales cuando
dice que son ajenos a los sentidos, cosa solamente verdadera si se habla de
universales en cuanto causas, y no en cuanto conceptos. Estos últimos, en
efecto, estando como están en los particulares y materiales, no se ve cómo
pueden ser ajenos a los sentidos; así, por ejemplo, este ente, esta substancia,
se hacen presentes a mis sentidos lo mismo que este caballo o este hombre, de
donde se deduce que los predicados más universales, por razón de sus
correspondientes singulares, se hacen presentes a nuestros sentidos con más
facilidad que los menos universales. Por eso más fácilmente comprende nuestro
entendimiento -por lo menos, por lo que a nosotros toca- el concepto de animal
que el de hombre, y el de substancia que el de animal, y así de los demás;
porque hablando en general, y atendiendo al modo con que ordinariamente se ponen
en contacto con nosotros los objetos sensibles, las especies o fantasmas de los
objetos singulares son las que más fácilmente impresionan nuestros sentidos.
- 20 -
Pero
tal exposición es generalmente rechazada por los intérpretes de Aristóteles.
Conceden ellos, es cierto, que lo dicho por el Filósofo se aplicaría con
verdad aun a las causas universales, pero todos concordemente afirman que aquí
habló en realidad de los predicados universales, porque éstos son los que
propia y simplemente se llaman universales, y asimismo porque la Metafísica aun
en cuanto trata del ente y de la substancia como tales, es más difícil que las
demás ciencias. Además a estos predicados se adapta también el argumento de
Aristóteles, a saber que son ajenos a los sentidos, si se atiende a su
abstracción y a su concepto precisivo, ya que tales conceptos comunes no tienen
singulares correspondientes, sino que descienden a los singulares por medio de
conceptos menos universales.
21.-
Explicación y prueba de la conciliación de las dos opiniones propuesta por
Santo Tomás.
Muchas
otras soluciones proponen los expositores a propósito de este pasaje de la Metafísica
de Aristóteles, lo mismo que a propósito del de la Física y del
libro 1 de los Analíticos Posteriores, c. 2, y lab. 2, c. 15 y 18, en
donde también se afirma que los universales son más conocidos por naturaleza,
y los singulares para nosotros. Pero dejando a un lado todas esas razones, creo
que se ha de mantener la primera explicación, añadiéndole una breve
aclaración.
Es,
pues, mi modo de ver que Aristóteles en el lab. 1 de la Física,
hablaba del orden que se ha de guardar en la enseñanza, en la cual se debe
empezar por lo más universal, por ser para nosotros lo más conocido en cuanto
«todo potencial y universal», aunque sólo con un conocimiento simple y
confuso. Ni importa que en las ciencias se busque un conocimiento no confuso,
sino distinto, porque Aristóteles no dice que lo más universal sea lo más
conocido con un conocimiento del tipo que se pretende en las ciencias, sino al
contrario con uno que se supone imperfecto, pues ha de ser perfeccionado por la
ciencia. En cambio, en este pasaje de la Metafísica no trata del orden
que se ha de guardar en la enseñanza, sino de la obtención de la ciencia
perfecta de los mismos objetos, y bajo este aspecto afirma que lo universal es
lo más difícil de conocer. Esto, sin embargo, no lo afirmó simplemente, sino
con esta limitación: «casi»; porque puede a veces suceder que lo más
universal, aun cuanto a su conocimiento perfecto, nos sea más asequible; pues
la dificultad que nace de la abstracción puede por otro lado compensarse. Así
el ente natural como tal, nos es más conocido que el cielo; y el ente más que
el Ángel.
Con
todo, aun a pesar de esta limitación, sostiene Aristóteles que esta ciencia
versa sobre las cosas más difíciles, porque en ella hay tanta abstracción que
se llega a prescindir totalmente de la materia y de las acciones y propiedades
sensibles en cuanto tales, y por consiguiente, nada queda en ese objeto capaz de
obviar la dificultad originada de tan pronunciada abstracción. Y sobre esta
segunda propiedad basta con lo dicho.
22.-
Una duda.
Cuanto
a la tercera propiedad, a saber el ser la más cierta de las ciencias, se
podría dudar con todo fundamento cómo le conviene a la Metafísica. La
dificultad se basa principalmente en las ciencias matemáticas, que parecen
mucho más ciertas, ya que parten de principios evidentísimos y además
conocidísimos para nuestros sentidos. Por eso, Aristóteles en el lab. 2 de la Met.,
c. 3, text. 16, da a entender que el método de las matemáticas es el más
esmerado y seguro, porque hace abstracción de la materia y del cambio, del cual
no hace abstracción la filosofía, y la misma Metafísica aunque parece
abstraer de él si se consideran las cosas de que trata, no lo parece si se la
considera como ciencia que está en nosotros, pues no estudia su objeto sino por
los efectos sensibles que se encuentran en la materia. Esto hace decir al mismo
Aristóteles, en el lab. 2, text. 1, que las cosas más conocidas por su
naturaleza, nos son desconocidas porque nuestro entendimiento se ha respecto de
ellas como la vista del murciélago a la luz del sol.
Confirma
todo esto el hecho de que el conocimiento humano comience por los sentidos,
recibiendo, por consiguiente, de ellos su claridad y certidumbre; y así, cuanto
más un conocimiento se distancie de los sentidos, tanto menos cierto será; y,
por tanto, con el mismo derecho que de esto Aristóteles concluía más arriba
que esta ciencia en la más difícil, pudo también haber deducido que era la
más incierta. Más aún, parece que estas dos cosas, la dificultad y la
incertidumbre o menos certidumbre, han de ir siempre juntas; por consiguiente,
si esta ciencia es la más difícil, consecuentemente será la menos cierta.
23.-
Respuesta.
En
la Metafísica hay que distinguir dos partes: una, que trata del ente como tal,
y de sus principios y propiedades; otra que versa sobre las nociones de algunos
entes especiales principalmente de los inmateriales. Cuanto a la primera parte,
no hay duda que esta ciencia es la más cierta de todas, lo que basta para
atribuirle esta propiedad absoluta y simplemente; porque siempre que se hacen
comparaciones entre los diversos hábitos hay que tomar como punto de referencia
aquello que en ellos es lo mejor y lo sumo, como se explica en el libro 3 de los
Tópicos, c. 2; y así Aristóteles en el Proemio afirma
absolutamente que esta ciencia es la más cierta, hablando, al parecer, de ella
tal cual en nosotros se puede realizar.
Y
la razón de esto, magnífica y basada en la Metafísica considerada bajo este
aspecto, se puede exponer así: aquella ciencia que estudia los primeros
principios y que con menos elementos realiza su objeto, es la que se ha de tener
como la más cierta; ahora bien, tal es la Metafísica, por ser la ciencia más
independiente y tener los principios más conocidos, por los cuales las otras
ciencias se robustecen y certifican, como ya explicamos; y así, por ejemplo, la
materia de las matemáticas incluye los predicados comunes y transcendentales,
de que trata la Metafísica; y los mismos principios matemáticos incluyen a los
principios metafísicos y de ellos dependen.
- 24 -
En
lo que se refiere a 1a segunda parte de la Metafísica, la que se ocupa de la
noción de determinados entes, hay que distinguir que una ciencia puede ser más
cierta, o en sí misma considerada, o en relación a nosotros. Esta parte de la
Metafísica, de por sí no hay duda que es ciertísima y que sobrepasa a las
matemáticas. Porque la certeza de una ciencia en si se ha de medir por su
objeto, y las cosas y substancias inmateriales de suyo se prestan para engendrar
un conocimiento ciertísimo, porque así como son entes más perfectos, más
necesarios, más simples y abstractos, así también hay en ellos más de verdad
y es mayor la certeza de los principios.
Pero
de parte de nuestro entendimiento, esta ciencia en lo que se refiere a esta
parte es en nosotros menos cierta, como enseña la experiencia y prueban las
razones de duda que anotamos al principio, en especial aquella de que comenzando
nuestros conocimientos por los sentidos, percibimos de una manera más obscura y
por su naturaleza menos cierta las cosas que prescinden de toda materia
sensible.
25.-
Exposición y solución de algunas dudas. Primera.
Tal
vez se podría objetar: en consecuencia, esta ciencia considerada en relación a
nosotros es siempre menos cierta en esta parte que las matemáticas, y por
tanto, es simplemente menos cierta, porque la Metafísica de que nosotros
tratamos no es otra que la humana y ésta está solamente en nosotros; y ¿qué
importa entonces para la nobleza de la Metafísica que en sí sea más cierta?
Esto, en efecto, será cierto de una Metafísica angélica, pero no de la
nuestra. Y hablando de nuestra Metafísica parece envolver contradicción el
hacer una distinción entre Metafísica considerada en sí misma y Metafísica
considerada en relación a nosotros. Esta distinción queda muy bien cuando se
aplica a los objetos o cosas conocidas, pero cuando se aplica a nuestros actos o
hábitos, está fuera de lugar por la razón dicha; y aquí no tratamos de los
objetos, sino de la ciencia misma.
A
esto responden algunos que basta que la Metafísica sea en los ángeles la
ciencia más cierta, pues es de la misma especie que la nuestra, ya que se ocupa
de los entes bajo la misma noción o abstracción. Pero esto no parece que se ha
de admitir, porque la ciencia de los ángeles es de un tipo superior, primero
por ser «a priori» y perfecta cuando se ocupa de las cosas creadas; o si es
«a posteriori», como cuando trata de Dios, derivada del conocimiento perfecto
de los efectos más nobles. Y después, porque la diferencia genérica de las
ciencias se toma de su modo de proceder, y el modo de entender de los ángeles
es más elevado, más simple y esencialmente más perfecto que el nuestro.
26.-
Comparación entre la Metafísica y las matemáticas, atendiendo a su
certidumbre.
A
esto se responde, en primer lugar que tal vez en algún caso la Metafísica
humana pueda ser más perfecta y producir más certidumbre que las matemáticas;
porque aunque no se la puede obtener con perfección cuando se la adquiere con
las solas fuerzas naturales y en la manera humana común, con todo si una causa
superior ayuda a nuestro entendimiento en su mismo raciocinar natural, o si el
conocimiento aun versando en una cosa por sí misma natural se realiza de un
modo sobrenatural, puede tal vez suceder que esta ciencia adquiera tal claridad
y evidencia que supere a las matemáticas.
Pero
como esta respuesta es más teológica que filosófica, añadiremos otra, a
saber: que ciertamente en esta parte la Metafísica es inferior en certidumbre a
las matemáticas, pero que con todo, simple y esencialmente considerada, es más
noble, principalmente por ser en sí misma y por lo que toca a su objeto más
cierta. Porque, en efecto, la dignidad del objeto influye enormemente en la
dignidad de la ciencia, y es de tal naturaleza que -en cuanto de ella misma
depende- redunda en la ciencia; en cambio, las imperfecciones que se le mezclan
de nuestra parte, son más bien accidentales.
Y
esto era lo que valía la distinción dada, y en este sentido no envuelve
contradicción alguna.
27.-
Segunda duda.
Pero
una nueva duda podría ocurrírsele a alguno: de aquí en efecto se sigue que la
Metafísica al tratar de Dios, es menos cierta por lo que toca a nosotros, que
al tratar de las inteligencias, cosa que no parece ser verdadera. Tal corolario
se deduce así de la explicación anteriormente dada: si esta ciencia por lo que
toca a nosotros es menos cierta cuando trata de las cosas que hacen abstracción
de la materia, por empezar nuestro conocimiento por la materia, se sigue que
tanto menos cierta será cuanto el objeto de que se ocupa la Metafísica sea
más ajeno a la materia; ahora bien, Dios es lo que más alejado está de la
materia y de las cosas sensibles; por consiguiente...
A
esto se responde negando la conclusión sacada si se habla absolutamente. En
efecto, de dos maneras se puede entender que una cosa diste más de otra: una,
por su perfección o entidad; otra, por la causalidad o conexión entre efecto y
causa.
De
la primera manera Dios dista más de las cosas materiales que los espíritus
creados. De la segunda, en cambio, distan más los espíritus creados de todas
las cosas creadas que el mismo Dios, pues todas las cosas dependen esencialmente
de Dios y no de los demás espíritus; y hablando de las cosas en sí, todas
imitan a Dios y ostentan alguna semejanza o vestigio suyo. Que de aquí resulte
alguna semejanza o convergencia con los ángeles es cosa secundaria y
accidental. Por consiguiente, como nosotros partimos de las cosas sensibles,
consideradas no bajo cualquier aspecto, sino como efectos, para ascender a la
contemplación de las substancias separadas, resulta que naturalmente adquirimos
con más certeza el conocimiento de Dios que el de los ángeles. Esto más
adelante se demostrará mejor por la costumbre y la experiencia.
28.-
Tercera duda.
En
tercer lugar, puede suscitarse -especialmente en la primera de las partes
propuestas- una duda: ¿esta ciencia supera a las otras sólo por la certidumbre
de los principios, o también por la de sus conclusiones? Porque, en efecto, la
razón aducida parece referirse únicamente a los principios; y si esto es así,
se deduciría que no es esta ciencia, sino el «habitus principiorum»
-que no se identifica con ella- el que es más cierto que las otras ciencias.
Y
aquí, de paso, se nos ofrecería también otra duda: ¿es esta ciencia más
cierta que el «habitus principiorum»? Si así fuese, la dificultad
anterior quedaba resuelta con toda facilidad como es evidente; pero la
hipótesis parece casi imposible; ya que esta ciencia se basa en los primeros
principios, ¿cómo, pues, podría ser más cierta que el «habitus»
de ellos, siendo valedero aun en este caso el axioma: «Aquello por lo que una
cosa es tal, es eso mismo aún más»?
- 29 -
Empezando
a responder por esto último, Santo Tomás, Suma Teológica, 1, 2,
cuest. 2, art. 2, ad 2, insinúa que la sabiduría es aún más noble y más
cierta que el mismo «habitus principiorum», diciendo: «La ciencia
depende del «intellectus» como de algo a ella superior; y uno y otra
dependen de la sabiduría que en sí incluye al «intellectus» y a la
ciencia como de lo más principal de todo».Es, entonces, opinión de Santo
Tomás que la sabiduría es más principal y perfecta que el «habitus
principiorum». Y da como razón que la sabiduría contiene todo lo que de
perfecto posee el «habitus principiorum», y esto de un modo más
elevado y conjuntamente con otras cosas, siendo, por tanto, más perfecta.
Expliquemos
el antecedente: el «intellectus» se ocupa de los primeros principios,
emitiendo su juicio sobre ellos; y la sabiduría -como más arriba demostramos-
hace esto mismo, y además todavía se ocupa de otras muchas cosas, que se
deducen de los principios y de las primeras causas de las cosas, como también
quedó demostrado.
Asimismo,
de los mismos primeros principios la sabiduría se ocupa de un modo más noble:
el «intellectus», efectivamente, se ocupa sólo de un modo simple,
poniendo su juicio por la natural e inmediata eficacia de su luz natural;
mientras que la sabiduría reflexionando sobre esa misma luz y contemplando su
origen -ese origen de que esa luz saca toda su certidumbre- se sirve de ella
como medio para demostrar la verdad y certeza de los principios. Ahora bien, tal
modo de juzgar parece más elevado y más total; y la sabiduría tiene
consiguientemente más perfección que el «intellectus», y todo lo
que de noble hay en el «intellectus» ella lo posee de manera más
perfecta.
Esto
mismo parece responder también a la dificultad que se insinuaba en contra: pues
aunque la sabiduría en principio y -por así decirlo- en la manera de generarse
depende del «intellectus» porque necesariamente ha de suponer algunos
principios; sin embargo, en sí misma, cuando es perfecta, no depende
esencialmente de él, y basta ella sola con sus propios medios y su reflexión
sobre la luz intelectual para asentir a los principios, y quizás pueda llegar a
tal perfección que ya les preste asentimiento sin ningún discurso formal.
Coincide
con ésta la manera de pensar de Alberto, Libro sobre la Aprehensión, p.
5, y tiene gran fundamento en Aristóteles, lab. 1 de los Analíticos
Posteriores, cap. 7, text. 23, donde indica que la Metafísica es superior
a todo, porque demuestra sus principios; y lab. 6 de la Ética, c. 7,
donde se expresa así: «Debemos afirmar que el sabio, no sólo conoce lo que se
conoce a partir de los principios, sino que aun en los mismos principios ha de
discernir lo que es verdadero. Por esto, la sabiduría es ciencia e «intellectus»
y (lo que es más precioso) ciencia de las cosas que gozan los más altos
honores». Ahora bien, no podía entender aquí que la sabiduría fuese un
agregado de «intellectus» y ciencia, habiendo separado cuidadosamente
ambas cosas como distintas; tiene, por tanto, que entender que es «intellectus»
y ciencia según una perfección eminente -interpretación que es la de los
expositores, y discute Buridano en la cuestión 12, insinuándola también en la
cuestión última del mismo lab. 6 de la Ética.
30.-
¿Es más cierta la Metafísica que el «habitus principiorum»?
Algunos,
con todo, piensan, y esto con cierta probabilidad, que tal opinión ha de
restringirse, y que la sabiduría precede al «intellectus principiorum»
sólo en cuanto versa sobre los principios de las demás ciencias, y no en
cuanto se ocupa de los de la misma Metafísica.
Esta
restricción parece tomada de las palabras que Santo Tomás añade a las de más
arriba, cuando afirmaba que la sabiduría era lo más principal y contenía al
«intellectus» y a la ciencia: «al tratar -son sus palabras- de las
conclusiones de las ciencias y de los principios de las mismas»... En este
pasaje hay que notar el demostrativo «de las mismas», porque se refiere a las
otras ciencias distintas de la sabiduría; por consiguiente, la sabiduría se
compara al «intellectus» sólo en cuanto trata de los principios de
las otras ciencias y en cuanto hace su crítica, y ésta es la razón de que se
la llame más noble. Pero cuando se trata de los principios de la misma
sabiduría, parece que su relación al «intellectus» se invierte,
porque de él como de fuente principal obtiene toda su certeza.
Además,
el «habitus principiorum» versa en los mismos principios que la
Metafísica, pero con una operación más noble, porque no se detiene en los
primeros principios abstractísimos pertenecientes al ente como tal y a los
demás términos abstractos -por ejemplo en éste: «una cosa o es o no es» y
otros semejantes- sino que trata de los primeros principios de la substancia
como tal, de Dios, y de las inteligencias como tales; por consiguiente, a él le
ha de pertenecer propiamente el contemplar las esencias de estas cosas, pues la
esencia de una cosa o se conoce por un conocimiento simple, o bien si se la
conoce por composición se la deduce de un principio inmediato. A la sabiduría,
en cambio, le tocaría demostrar las propiedades de estas cosas a partir de su
esencia. Y ciertamente no parece que nadie pueda negar que el conocimiento de
los principios en que se basa esta ciencia, sea simplemente más cierto que ella
misma, puesto que a él se subordina como a causa propia, y de más alta y
superior categoría en la manera de prestar su asentimiento. Ni cambia en nada
la cuestión el que la Metafísica reflexione sobre sus principios para
demostrarlos, porque siempre será necesario por su modo de ser peculiar que
proceda mediante el raciocinio y basándose en algunos principios primeros, que
asuma como más conocidos y más ciertos, pues no es legítimo decir que un
mismo hábito adquirido preste su asentimiento con raciocinio y sin raciocinio.
En
resumen, pues, y hablando de una manera absoluta y universal, si comparamos la
Metafísica con sus principios, hemos de afirmar que el conocimiento de éstos
goza de mayor certeza. Tal conclusión viene confirmada por la experiencia:
nada, en efecto, se demuestra en Metafísica de tal manera que por el mismo
hecho sea tan cierto como este principio: «Una cosa o es, o no es», en cuanto
por sí mismo es evidente.
31.-
Sentido en que la sabiduría es superior a los demás hábitos intelectuales.
Cuando
se antepone la sabiduría a las otras virtudes intelectuales, aun al «intellectus
principiorum», se puede hablar ante todo de la sabiduría en cuanto
incluye sus principios y se compara con las otras ciencias en cuanto ellas
también incluyen sus principios y conclusiones. Que tal modo de considerar las
ciencias sea común, se deduce de Aristóteles, lab. 3 de la Met., c.
2, tex. 5, como lo hace notar Fonseca. Ahora, al decir que la Metafísica
aventaja a las demás ciencias en la certeza de sus principios y conclusiones,
no se comparan principios con principios y conclusiones con conclusiones, porque
así no se haría propiamente la comparación de la ciencia con el «intellectus»,
sino de ciencia con ciencia y de «intellectus» con «intellectus»;
y en este sentido, una ciencia particular podría llamarse más cierta que el «intellectus
principiorum», ya que podría tener principios más ciertos.
Así,
pues, cuando se dice que la Metafísica aventaja a las otras ciencias en el
grado de certeza, hay que entender que esto es aun cuando se comparan las
conclusiones metafísicas con los principios propios de las otras ciencias, por
basarse su raciocinio en principios tan ciertos y evidentes que pueden generar
un asentimiento más confiado que el simple asentimiento de algunos principios
en las demás materias, y por las otras razones apuntadas más arriba.
32.-
Un hábito menos evidente puede ser más excelente que otro superior en
evidencia; y uno menos cierto, más que otro superior en certeza.
En
segundo lugar -y al vez con más claridad- se puede decir que la sabiduría
aventaja simplemente al «intellectus principiorum» en excelencia y
dignidad, aunque no siempre en certidumbre o evidencia, principalmente en
relación a nosotros o en cuanto está en nosotros.
La
razón es que no siempre la nobleza o dignidad de un hábito o ciencia coincide
con su certidumbre o evidencia. Así, la fe cristiana, simplemente, en su
substancia o especie, es de mayor dignidad que la Metafísica natural, y con
todo no es tan clara y evidente; y la filosofía natural es más noble, aunque
menos cierta, que las matemáticas, por la excelencia de su objeto, de la cual,
simplemente hablando depende en gran parte la dignidad de una virtud
intelectual, como lo dio a entender Santo Tomás, libro 1, Sobre el Alma,
c. 1, y Suma Teológica, 1 part., cuest. 1, art. 5, a 1, donde aduce el
siguiente texto de Aristóteles, lab. 1 de las Partes de los animales,
c. 5: «El conocimiento de las cosas superiores, aunque sólo lejanamente las
podamos vislumbrar, es tan elevado que nos produce más deleite que la posesión
de todas estas cosas que nos rodean». Él mismo sostiene parecida opinión en
el lab. 1 Sobre el Cielo, c. 12. Por lo tanto, la sabiduría o
Metafísica, aunque en nosotros no goza de más certeza que el «intellectus»
-por lo menos en lo que toca a sus principios- sin embargo, es más excelente y
más sublime porque trata de entes más nobles y de las causas supremas de los
entes, es decir: de Dios y de las inteligencias, cosas que el «intellectus
principiorum» no puede vislumbrar en sus propios conceptos, sino sólo en
los conceptos comunes de ente y substancia. Y esto es porque ningún principio
referente a Dios o a las inteligencias es respecto de nosotros evidente por sí
mismo, aunque muchos lo sean en sí mismos considerados: y en realidad, si ni
siquiera la existencia de Dios es en relación de nosotros evidente por sí
misma, como probaremos más adelante, cuánto menos lo será lo demás que en
estas cosas demuestra la Metafísica. De aquí resulta que en ellas no conocemos
nada inmediatamente por el «intellectus principiorum», sino solamente
por la sabiduría, siendo en consecuencia la sabiduría más excelente, aun
concedido que tal cual en nosotros existe no sea más cierta por sus principios;
porque para ello basta que trate de cosas más simples y ciertas en sí mismas,
con la evidencia y certeza que se puede adquirir mediante la luz natural del
ingenio humano.
Una
consecuencia de esto, es que la felicidad natural del hombre (cosa que confirma
mucho lo anterior) no consiste en un acto del «intellectus principiorum»
sino en el acto y contemplación de la sabiduría, como lo afirma Aristóteles,
lab. 6 de la Ética, cap. 12, diciendo que la salud es una felicidad
del cuerpo, del mismo modo que la sabiduría es la felicidad del alma; y así,
en el mismo pasaje, la antepone a la prudencia, pues ésta se endereza a la
sabiduría como a su fin, ya que -como muy bien dice- la procuradora de la
sabiduría es la prudencia que de tal manera dirige al espíritu, que lo
pacifica y libra de cualquier perturbación, requisito el más necesario para la
contemplación de la sabiduría. Lo mismo enseña en el lab. 10 de la Ética,
c. 7 y 8.
- 33 -
Con
esto aparece también la solución de la tercera duda, por lo menos en su
primera parte. Hemos de sostener, en efecto, que esta ciencia es más cierta que
las otras, no sólo en razón de los principios, sino también en razón de las
conclusiones.
Esto,
si se entiende proporcionalmente, está fuera de toda duda, como he dicho; a
saber: que los principios de esta ciencia son más ciertos que los de las otras,
y sus conclusiones que las conclusiones de las otras. Lo último se sigue de lo
primero, ya que las conclusiones que fluyen de los principios más ciertos son
también las más ciertas, supuesto un nexo consecuencial cierto. Que sus
principios sean más ciertos, consta por ser los más abstractos y universales y
los primeros entre todos, como más abajo veremos; y así nos pueden servir para
demostrar de algún modo los principios de las otras ciencias, como ya dejamos
explicado.
En
cambio, si se entiende esta comparación de un modo absoluto y sin la
proporción dicha -a saber: que esta ciencia toda, en sí misma y en sus
conclusiones aventaje en certeza a las demás consideradas con todo cuanto
encierran, aun sus principios- la ventaja ya no es tan clara, ni se requiere
para la excelencia y dignidad de la sabiduría. Con todo, si nos limitamos a los
principios propios y particulares de las otras ciencias tal como nosotros los
conocemos, es probable; apenas, en efecto, se encontrará un solo principio que
por el mero conocimiento de sus términos nos sea conocido con la misma certeza
con que se nos manifestaría mediante los principios de la Metafísica.
34.-
Sentido en que la Metafísica es más apta para la enseñanza.
La
cuarta propiedad de la sabiduría, consistente en ser más apta para la
enseñanza, viene demostrada así por Aristóteles: «La ciencia que más se
aplica al conocimiento de las causas es la más apta para enseñar, puesto que
los que aducen las causas de alguna cosa son los que propiamente enseñan». En
seguida subsume tácitamente que la Metafísica es la ciencia que con más
especialidad se aplica al conocimiento de las causas, y así concluye que es la
más apta para la enseñanza, y en consecuencia también sabiduría.
El
mismo Aristóteles expuso también esta propiedad en casi todo el cap. 1 de este
Proemio o primer libro. Allí, en efecto, para demostrar que la
investigación de las últimas causas de las cosas es incumbencia de la
sabiduría, parte de un principio muy remoto, y afirma que los hombres apetecen
naturalmente la ciencia, pues es ésta la razón principal de que amen sus
sentidos. Añade, después, que los demás animales solamente poseen el
conocimiento sensitivo, al cual en algunos se agrega la memoria y cierta
prudencia innata o mejor cierto instinto natural o sagacidad, llegando otros a
ser en cierto grado susceptibles de enseñanza, aunque nunca a conseguir una
perfecta experiencia. El hombre, en cambio, mediante los sentidos conoce los
singulares, y después no solamente los retiene en la memoria, sino que además
los compara unos con otros, adquiriendo así poco a poco la experiencia, que no
puede versar más que en los singulares. Valiéndose luego de la experiencia, da
un paso más y busca una técnica que le libre el conocimiento de los
universales y le ayude en la inquisición de sus principios y causas; y por eso,
se tiene por más sabio al que ha llegado a poseer una técnica que al mero
experimentalista, porque no sólo conoce la existencia de las cosas, como este
segundo, sino además el porqué y la causa de las mismas.
Y
así, prosigue Aristóteles, en cualquier técnica consideramos más sabios y
nobles artífices a los que agregan al desarrollo de su actividad (cosa común
en su tanto con los seres inanimados) el conocimiento de las causas y principios
de las cosas. E inmediatamente añade la propiedad de que ahora tratamos,
diciendo: «La capacidad de enseñar es el signo indiscutible del sabio», signo
que puede ostentar el que conoce las causas de las cosas, y no el que sólo ha
experimentado los efectos.
35.-
Una duda.
Al
tratar de esta propiedad, se podría preguntar ante todo por qué esta ciencia
se ha de considerar más apta que las otras para la enseñanza, siendo así que
toda ciencia propia y «a priori» (entre éstas se ha de establecer la
comparación) demuestra las cosas por sus causas, y en consecuencia es tan apta
para enseñar en su materia como la Metafísica en la suya.
Ni
tiene nada que ver con esto el que la Metafísica trate de cosas más sublimes,
porque de aquí resultaría que fuese más excelente ciertamente, pero no más
apta para enseñar; para esto, en efecto, más importa la proporción entre el
efecto y la causa que la sublimidad de uno y otra: porque con la misma facilidad
se enseña un efecto inferior por su causa propia, que otro superior por la
suya. Por consiguiente, o esta propiedad no se encuentra de un modo especial en
la Metafísica o en nada se distingue de la excelencia de su objeto.
Más
aún, si a alguna ciencia se ha de atribuir tal propiedad, ella sería la
Dialéctica por ser la que nos enseña a aprender y enseñar, siendo por lo
mismo más apta para enseñar que cualquier otra. Y así Platón le atribuye
esta incumbencia en su diálogo del Ente, o El Sofista, y por
esta razón tanto aquí como en el libro VII De República la antepone
a las demás ciencias.
36.-
Solución de la duda.
En
esta primera dificultad se concede que las otras ciencias demuestran sus
propiedades y efectos por las causas a ellos proporcionadas; pero como tales
causas no son las primeras ni tampoco independientes, sino subordinadas a otras
superiores, resulta que las otras ciencias no son tan aptas para enseñar como
lo es la Metafísica que estudia las primeras causas y principios de las cosas.
Por lo tanto, la Metafísica, no sólo aventaja a las demás ciencias en la
excelencia de su objeto, sino también en la independencia y superioridad de las
causas y principios.
De
lo cual se sigue que por sí misma y sin ayuda ajena enseñe exacta y
perfectamente cuanto se incluye dentro de su objeto; mientras, al contrario, las
demás ciencias para dar un conocimiento exacto de las causas dependen, bajo
muchos respectos, de ella, razón por la cual se dice que es más apta para la
enseñanza.
- 37 -
A
lo que se agregaba como confirmación, respondemos que hay dos cosas que
facilitan la enseñanza: el modo y método de enseñar, y el conocimiento de las
cosas y de las causas. Ahora bien, en lo que de la primera depende, la
enseñanza es incumbencia de la Dialéctica, y en este sentido se puede afirmar
que es la más apta para enseñar -aunque mejor se diría para aprender- ya que
nos proporciona la forma y método de enseñanza.
Pero
en lo que depende de la segunda, la Metafísica es la más apta para enseñar,
porque nos enseña los medios más perfectos, eficaces y «apriorísticos» de
demostración.
Y
como esto es lo más principal y difícil en la ciencia, y la misma Dialéctica
en cuanto ciencia se sirve de las causas para sus demostraciones, en esto se
subordina de algún modo a la Metafísica, la cual, por lo tanto y hablando
simplemente, es la más apta para enseñar. Ni es otra la opinión de Platón,
que bajo el nombre de Dialéctica entiende muchas veces la Metafísica.
38.-
Modo en que la Metafísica demuestra «a priori».
En
segundo lugar, sobre esta misma propiedad o sobre su prueba, se podría
preguntar cómo la Metafísica puede demostrar algo por medio de causas, siendo
así que su objeto es simplísimo y no admite propiamente causas. El ente, en
efecto, como tal, ni por sí mismo, ni por razón del objeto más noble que bajo
el ente común se contiene, puede tener causas; y así, la Metafísica no puede
demostrar nada por causas, a lo menos en su parte más sublime y en la que trata
de las propiedades más universales del ente. El antecedente está claro, porque
Dios no tiene causas y, por consiguiente, tampoco el ente como ente, que
comprende también a Dios.
Esto
se solventa distinguiendo dos clases de causas: unas son propiamente tales y que
de hecho influyen en el efecto; y otras denominadas causas en sentido lato, que
más bien son causas del conocimiento «a priori» de la cosa, que de su
existencia, y propiamente se llaman razones de los atributos o propiedades que
se demuestran de un sujeto.
Hablando,
pues, del objeto de la Metafísica según su noción abstractísima
-abstractísima, digo, tanto en relación a nuestro modo de ver, como es el ente
en cuanto tal; cuanto en relación a la cosa misma; como es el ente primero o
ser mismo por su esencia- así, es verdad que esta ciencia no dispone de causas
de las cosas mediante las cuales demuestre algo de su objeto. Dispone, sin
embargo, de principios y términos medios, según nuestro modo de concebir
distintos de los extremos, con los cuales construye sus demostraciones «a
priori», pues para tales demostraciones -hechas, como se hacen, de un modo
humano- basta que los conceptos se distingan con algún fundamento en la
realidad, y que la propiedad conocida por un concepto, sea la razón del otro
atributo que se demuestra. Con este sistema, demostramos que Dios es un ente
perfecto, porque es un ente intrínsecamente necesario; y del mismo modo una
propiedad del ente o de la substancia, por otro.
A
esta clase de demostración alude Aristóteles cuando dice que la Metafísica
enseña las causas de las cosas, es decir, sus principios, raíces y razones,
ahora sean con toda propiedad causas físicas, ahora sean razones metafísicas,
que en un sentido lato suelen también llamarse causas formales. Y de esta
manera expone Santo Tomás, lab. 6 de la Met., text. 1, lo que allí
dice Aristóteles, que en esta ciencia se investigan los principios y causas de
los entes, en cuanto son entes.
En
lo que se refiere a las otras partes o entes que la Metafísica incluye bajo su
objeto, por ejemplo los entes creados, las inteligencias, etc., ahí ya dispone
-como es por sí mismo evidente- de causas reales o que de hecho influyen
verdaderamente, con que poder construir sus demostraciones.
39.-
Utiliza la causa final y la eficiente
Inmediatamente
se os presenta el tercer problema: ¿esta ciencia, en cuanto trata de tales
entes, utiliza en sus demostraciones todas las clases de causas, o solamente
algunas?
Ante
todo salta a la vista que muchísimas veces y con predilección utiliza la causa
final, cosa que la misma práctica demuestra, y que resulta de ser ésta la
primera y más noble de las causas, y la que más suele ayudar en la
investigación de la naturaleza y propiedades de las cosas, y hasta en la
naturaleza de las otras causas.
No
menos salta a la vista que esta ciencia se sirve además para sus demostraciones
de la causa eficiente, siendo como es la que estudia al primer ente, causa
eficiente por antonomasia de todos los seres, que de ella están esencialmente
dependientes. También es ésta la causa que le sirve para ocuparse de las
inteligencias que influyen con alguna causalidad en estas cosas inferiores.
Finalmente,
esta ciencia utiliza todas las demás causas de las cosas, en cuanto pueden ser
incluidas en su objeto.
40.-
Respuesta a una objeción.
Tal
vez se objete: la causalidad de la causa eficiente tiene por objeto la
existencia de las cosas; ahora bien, la ciencia prescinde de la existencia; por
consiguiente, no puede demostrar nada mediante la causa eficiente.
A
esto se responde, en primer lugar: que es cierto que la dependencia actual de la
causa eficiente en cuanto está, por así decirlo, en ejercicio de su acto, no
cae de por sí en el ámbito de la ciencia, por no ser simplemente necesaria,
sino contingente y libre; pero que la relación intrínseca a la causa eficiente
-sobre todo a la primera- es necesaria y objeto de ciencia, deduciéndose de
ella muchas propiedades de las cosas. Así, de que la creatura depende
esencialmente de una causa eficiente, se deduce el que no es ente por esencia,
sino por participación; y que la existencia no se incluye en su esencia; y que
es un ente finito; y cosas semejantes.
En
segundo lugar: concedido que la ciencia no considera la existencia de la cosa en
su acto realizado, queda todavía el que la considere en su acto posible, es
decir que considere qué es la misma existencia, y cómo le conviene y puede
convenir a cada cosa; para lo cual ayuda muchísimo el tener en cuenta la causa
eficiente.
De
aquí también resulta, que de las cosas que en algún modo son entes
necesarios, la ciencia contempla la misma existencia actual y realizada; cosa
verdadera sobre todo en el caso de Dios que es ente simplemente necesario y
actualmente existente, cuya necesidad de existir se obtiene, no por la causa
eficiente, sino por la negación de la causa eficiente.
Y
de las otras cosas, también de ellas se inquiere en la ciencia si son eternas;
y cómo dimanan de su causa eficiente. Así que hay muchas cosas cuya
demostración lleva a cabo la Metafísica sirviéndose de esta causa.
41.-
Utiliza la causa ejemplar.
De
aquí también se sigue que puede utilizar la causa ejemplar en sus
demostraciones, pero esto con tal que le sea dado llegar a la verdad y propiedad
del ejemplar en sí misma, lo cual es raro, y en los ejemplares divinos llamados
«ideas», es naturalmente imposible, porque no pueden ser contemplados en sí
mismos sin ver a Dios en sí mismo.
De
todos modos, cualquiera sea la manera de conocer la causa ejemplar, es muy buen
medio de demostración y muy propio de la Metafísica porque de suyo prescinde
de materia, se encuentra con más propiedad en las cosas espirituales e
intelectuales, y es en cierto modo la razón o forma por la que el agente opera,
y así se ha de decir de ella lo mismo que de la causa eficiente.
42.-
Utilización de la causa material.
Por
último, acerca de la causa material, Soncinas, lab. 4 de la Met., c.
15, niega absolutamente que la Metafísica demuestre algo por medio de esta
causa. Y la razón es que la Metafísica abstrae de materia por parte del
objeto; y, por consiguiente, también los principios metafísicos abstraen de
materia; de donde se sigue que lo mismo pasará con las demostraciones.
Pero
tal opinión requiere una limitación, porque la causa material en cuanto tal,
tomada en toda la extensión, incluye más que la materia sensible e inteligible
o cuantitativa de la que hace abstracción el objeto de la Metafísica.
Este
aserto se declara así: en las cosas espirituales se da verdadera causación
-por decirlo así- material. Efectivamente, la substancia material creada es
verdadera causa material de sus accidentes, y muchos hay que piensan que la
esencia es la causa material de la existencia; la naturaleza, de la
personalidad; y el término, de la acción que tiende al mismo término. Por
tanto, aunque concedamos que la Metafísica no usa de causas materiales
propiísimamente tales en sus demostraciones, no se puede negar que
frecuentemente usa la causa material, ya sea para afirmar, ya para negar algo.
En
el primer sentido demuestra, por ejemplo, que los accidentes angélicos son
inmateriales, indivisibles, están todos en el todo y todos en cualquiera parte,
porque se hallan en un sujeto espiritual, etc. En el segundo, que esos
accidentes espirituales no se crean, porque dependen de su sujeto en su devenir
y en su conservación. Lo mismo, partiendo de la definición propia de causa
material, demuestra que la esencia no se puede considerar en relación a la
existencia, como sujeto.
Por
fin, la causalidad de la potencia pasiva como tal, es material; y por lo tanto,
siendo propio del metafísico estudiar la potencia pasiva y utilizarla en sus
demostraciones, utiliza también en ellas la causa material.
Añado
además, basándome en lo dicho anteriormente sobre el objeto de esta ciencia,
que si bien de suyo y primariamente ella no trata de la materia física, con
todo en cierto modo la estudia, a saber: en cuanto es necesario para completar
la tactación y la investigación de su objeto; y para distinguir el acto de la
potencia, y la forma completa de la incompleta, y ambas de la materia; y, por
último, para colocar la materia en aquel grado del ente, que en realidad le
corresponde. Y en este estudio hay muchas cosas que puede demostrar y deducir
partiendo de la noción común de causa material como por sí mismo parece
evidente, y la práctica pondrá de manifiesto. En consecuencia, no es del todo
ajena a esta ciencia la demostración por medio de la causa material, aunque
otras parezcan ser más propias y de más frecuente uso.
- 43 -
Sobre
la quinta propiedad, nada ocurre que añadir a lo que dijimos en la primera
afirmación y en la sección anterior. Ya demostramos en efecto, que esta
ciencia es la más especulativa y la que trata de las cosas por sí mismas más
deseables y cognoscibles de donde se deduce evidentísimamente que esta ciencia
ha de ser deseada y buscada por sí misma. Asimismo, hemos dicho antes que la
felicidad natural radica en un acto de esta ciencia, y la felicidad es lo que
más se desea por sí mismo.
44.-
La Metafísica es indiscutiblemente la primera de las ciencias.
Y
de ésta fácilmente se deduce que también la sexta propiedad de la sabiduría
conviene con toda perfección a la Metafísica. Sirviéndose de ella
Aristóteles construye su raciocinio en esta forma: la ciencia que estudia las
causas primeras, especialmente la causa final y última por la cual se hacen las
cosas, es indiscutiblemente la primera, y como señora a las demás se antepone;
ahora bien, tal es el oficio de la Metafísica; luego, ella es la que ha de
dominar sobre las otras ciencias, y también por este título es sabiduría.
No
faltan, con todo, quienes digan que no es ella la que ostenta el principado y
como el imperio entre las demás ciencias, sino la ciencia moral, principalmente
la política, como eruditamente anotó Fonseca al comentar este pasaje de
Aristóteles.
En
efecto, el mandar e imperar entre las virtudes intelectuales hay que atribuirlo
a las ciencias prácticas más bien que a las especulativas, porque mandar es un
acto práctico; ahora bien, la filosofía moral es práctica y en ella la parte
principal es la política que dirige todas las cosas en orden al bien de la
república; luego...
Y
confirma esto mismo que según pide el debido y razonable orden, no son las
buenas costumbres las que se han de ordenar a la ciencia, sino la ciencia a las
buenas costumbres; luego, la ciencia que procura las buenas costumbres debe
estar por sobre aquella que no pasa de la especulación de las cosas.
Pero
si es que algo prueban estas razones, se aplican más bien a la prudencia que a
la filosofía moral, porque el dirigir es propio de la prudencia y no de la
filosofía; y el procurar las buenas costumbres no pertenece propiamente a la
filosofía, ni ala prudencia, sino a la voluntad y a sus virtudes.
Además,
estas razones prueban ciertamente que la prudencia es más perfecta en, cuanto
virtud moral y que por la misma razón domina en el campo práctico, pudiendo,
consecuentemente, admitirse gratuitamente que en orden a las buenas costumbres
la filosofía moral aventaja en cierto modo a las demás ciencias especulativas;
pero de ninguna manera prueban que absoluta o simplemente la prudencia sea más
perfecta que la Metafísica, ni que en el orden de las virtudes intelectuales la
filosofía moral tenga la primacía.
- 45 -
Conviene,
por tanto, distinguir en la ciencia dos cosas: la contemplación de la verdad, o
juicio e infalible fuerza o rectitud en el alcanzarla; y el buen uso de tal
ciencia y de sus actos en cuanto son libres y pueden ejecutarse bien o mal, por
un fin honesto y con las debidas condiciones. Lo primero es esencial a la
ciencia como tal; y aun en general es lo que ante todo conviene por sí mismo a
toda virtud intelectual, no obstante que la virtud práctica ordene después el
conocimiento de la verdad y el juicio a la obra, cosa que no pertenece a la
mayor perfección de la ciencia como tal, sino que es más bien un indicio de
perfección menor, como lo enseña Aristóteles en el Proemio de la Metafísica,
y tal vez lo tratemos nosotros después al estudiar las cualidades y
hábitos de la inteligencia.
Lo
segundo, es decir la utilización de la ciencia, que sea honesta o útil a la
república, o a otros fines, es algo accidental a la ciencia como tal, aunque es
sumamente necesario al hombre.
Por
consiguiente, imperar el uso de la ciencia en esta última forma, pertenece
inmediatamente a determinadas virtudes y a la prudencia, y para tal imperio más
sirven las ciencias morales que la Metafísica; y esto propiamente se llama
imperio práctico, porque considera la obra de la ciencia más como obra de la
voluntad que del entendimiento, porque el uso activamente está en la voluntad,
aunque a veces la ejecución se encuentre en el entendimiento.
En
cambio, dirigir las ciencias en la primera forma, esto es, en el conocimiento de
lo verdadero, por sí mismo pertenece primaria y capitalmente a la Metafísica,
de la cual ellas en cierto modo reciben los principios, el conocimiento de los
términos y los objetos o esencias de sus objetos, conforme a lo que dijimos
antes. Y por razón de esta dirección e independencia podemos decir que la
Metafísica impera a las otras ciencias con un imperio no práctico pero sí
especulativo; por lo cual ella simplemente sobresale entre las demás como
ciencia y como sabiduría.
Añado
por fin, que si la Metafísica se considera en cuanto que en un acto suyo
perfectísimo consiste la felicidad natural del hombre, así a ella se encaminan
como a fin no solamente las otras ciencias sino también las virtudes morales y
la misma prudencia, porque todas estas cosas se enderezan a la felicidad del
hombre y todas las acciones ordenadas en la mejor manera tienden a este fin, es
decir, a disponer al hombre y hacerlo apto para la contemplación divina, la
cual formal o elicitivamente pertenece a esta ciencia, aunque deba ir unida con
el amor que suele nacer de tal contemplación. Y por esta nueva razón, concluye
Aristóteles, que esta ciencia rige a todas las demás, porque simplemente
contempla al sumo bien y al fin simplemente último; y así como entre las
diversas técnicas que se subordinan a un fin, aquella que considera el fin
supremo en ese orden es la arquitectónica y rige a las otras; así también la
Metafísica que absolutamente contempla el fin último de las ciencias, de todas
las técnicas, de la vida humana toda, se dice que impera a las demás y es como
la primera entre todas, no porque esto lo haga prácticamente, sino cuasi-virtual
y eminentemente. La Metafísica, en efecto, no procede prácticamente, mostrando
cómo se ha de obtener tal fin, o cómo se han de dirigir las cosas para
obtenerlo, y por esto no las dirige propia y formalmente; pero sí, muestra el
fin al que hay que dirigirlo todo, y enseña que ese es el fin último en todas
las cosas; y por eso, de parte de la cosa conocida, virtual y eminentemente,
cuanto de ella depende, impera todas las cosas y a todas dirige al último fin y
sumo bien.
46.-
Opinión de algunos.
Pero
aquí se nos presenta un problema sobre esta propiedad: ¿es tal este imperio o
dirección de la Metafísica sobre las demás ciencias, que por su causa hayan
de llamarse éstas subalternas de aquélla? No faltaron, en efecto, quienes así
lo interpretaron diciendo que por esto todas las ciencias son subalternas, y
únicamente la Metafísica es simple o absolutamente subalternante; modo de
pensar que algunos atribuyen a Aristóteles, lab. 1 de la Física, c.
2, y lab. de los Analíticos Posteriores, c. 7, y a Platón, lab. 7 De
República, donde trata de la Metafísica bajo el nombre de Dialéctica. Lo
mismo insinúa Santo Tomás en su opúsculo Sobre la naturaleza del género,
c. 14.
Otros
hay que simplemente niegan esta dependencia, y tal es la opinión común y más
aceptada, como puede verse en Javelo, lab. 1 de la Met., cuest. 2; en
Soncinas, lab. 4, cuest. 9, y Soto, lab. 1 de la Física, cuest. 11.
Otros,
finalmente, se sirven en esto de una distinción, y enseñan que en uno de los
sentidos o acepciones de la palabra «subalternación» puede la Metafísica
recibir el nombre de subalternante, por lo menos en cierta manera, pero
simplemente hablando rechazan toda subalternación. Puede verse en Fonseca, lab.
4, c. 1, cuest. 1.
47.-
Qué es una ciencia subalterna.
Para
no proceder con términos ambiguos convengamos en llamar subalterna a la ciencia
que esencialmente, esto es, necesariamente por la naturaleza de las cosas,
depende de otra en su ser mismo de ciencia; de manera que no sería ciencia si
no se uniera a la ciencia subalternante y no tomara de ella la evidencia de sus
principios. La razón de esto es que la ciencia subalterna no tiene principios
por sí mismo e inmediatamente conocidos, sino que consta de conclusiones
demostrables en la ciencia subalternante; y por eso, así como toda ciencia
esencialmente depende del «habitus principiorum», así también la
ciencia subalterna de la subalternante; porque en uno y otro caso la evidencia
de los principios se toma de una causa superior.
Tal
vez, empero, se objete: ¿de dónde se deduce que la ciencia subalterna no pueda
tener principios conocidos por sí mismos sino que ha de utilizar como tales
conclusiones demostrables en otra ciencia? Respondemos que tal cosa depende
únicamente del significado de la palabra, y de hecho consta que existen algunas
ciencias que utilizan principios de este tipo, por ejemplo la medicina, la
música, etc.; y éstas son las que decimos que se designan con el nombre de
ciencias subalternas. Y esto porque las que tienen principios inmediatos,
directamente y por sí mismas están subordinadas al «habitus principiorum»
y así no dependiendo por sí mismas de otras ciencias no hay por qué decir que
se subordinan a ellas. Ésta es, pues, la dependencia de una ciencia a otra que
se significa con el nombre de subalternación.
48.-
Condiciones necesarias para la subalternación.
De
esto se sigue que no hay verdadera subalternación más que entre las ciencias
que son diferentes, pues aunque en una ciencia haya dependencia entre una
conclusión y otra hasta los principios, no se puede llamar por esto -ni en todo
ni en parte- subalterna, siendo así que no depende absolutamente toda de otra
superior, sino que está inmediatamente subordinada al «habitus
principiorum»; a lo sumo, se podría decir que una conclusión es
subalterna o subordinada a la demostración de otra. Es necesario, por tanto,
que las ciencias sean diferentes y que tengan entre sí la dependencia y
subordinación antes analizada.
A
veces se puede presentar el caso de una ciencia que no tenga en todos sus
principios ni en todas las demostraciones de sus conclusiones dicha dependencia
de otra ciencia, pero sí en algunas; entonces se dice que es subalterna de esa
ciencia, no del todo sino en parte, o con una subalternación parcial, no total.
Así, por ejemplo, se dice que la geometría es subalterna de la filosofía
natural, porque aunque utiliza muchos principios indemostrables tiene otros que
se demuestran en filosofía como éste: «De cualquier punto a cualquier otro se
puede trazar una línea», lo cual se demuestra en filosofía, porque los
indivisibles no son inmediatos, puesto que una cantidad continua no puede
componerse de indivisibles.
49.-
¿De dónde se origina la subalternación de una ciencia a otra?
Esta
dependencia de una ciencia a otra, suele nacer de la subordinación de los
objetos; porque como el ser de una ciencia consiste en la relación a su objeto,
así los principios son también proporcionados a éste. Por lo cual, si los
objetos de dos ciencias no están subordinados entre sí, por ser, v. gr., de
géneros o aspectos totalmente opuestos, no puede haber subalternación entre
esas ciencias. Es necesario, por tanto, que esta subalternación esté
fundamentada en los objetos, es decir, que el objeto de una sea al mismo tiempo
objeto de la otra, si bien con alguna diferencia accidental, que para la esencia
entitativa sea accidental, pero para la esencia como cognoscible sea en cierto
modo substancial y constituya un especial objeto de ciencia.
En
efecto, cuando dos objetos de ciencia por sí mismos están subordinados aun en
la esencia de la cosa -es decir como género y especie, o como superior e
inferior esencialmente- las ciencias de tales objetos no pueden estar
subaltenadas, por lo menos totalmente, porque o pertenecen a una misma ciencia,
sin son del mismo tipo de abstracción; o ciertamente, si las ciencias son
diversas, una y otra será subalternante porque una y otra puede tener
principios propios sacados de la diferencia propia del objeto que considera, o
de su primera propiedad, y por medio de ella podrá demostrar las conclusiones
que se establezcan después sobre las propiedades restantes. Así, la ciencia
que estudia al hombre no considera lo que le conviene al hombre en cuanto
animal, sino solamente en cuanto racional, y en esto no es subalterna de la
ciencia que lo considera como animal, porque el ser racional conviene
inmediatamente al hombre y de este principio provienen las demás
características del hombre como hombre. Y si hay alguna propiedad que dependa
en alguna manera de la categoría de sensitivo como tal, o de la unión especial
que hay entre lo sensible y lo racional, en este particular la ciencia que tiene
por objeto al hombre se subalternará parcialmente a la que tiene por objeto al
animal, pero no absoluta y totalmente.
- 50 -
Para
la subalternación absoluta y total es, por consiguiente, necesario que el
objeto de la ciencia subalterna añada al objeto de la ciencia subalternante una
diferencia accidental, tal como línea visual añade a línea, número sonoro a
número, cuerpo humano capaz de sanar a cuerpo humano. La razón es que de esta
agregación resulta por una parte que la ciencia que estudia especialmente las
propiedades provenientes del conjunto como tal, sea diversa de la ciencia que
prescinde de esa composición y considera el objeto en sí mismo; y por otra,
que los principios de tal ciencia sean conclusiones de la otra ciencia superior,
ya que las propiedades del conjunto nacen de los mismos componentes y de las
propiedades que ellos en sí tienen, y que se demuestran en la ciencia superior.
Acerca
de todo esto hay una exposición más larga en el lab. 1 Poster., c.
11; aquí hemos hecho solamente una insinuación y extracto para explicar
brevemente el modo en que la Metafísica también en esta propiedad se relaciona
con las demás ciencias.
51.-
Ninguna de las propiedades de ciencia subalternante se encuentra en la
Metafísica.
De
lo dicho se infiere ya claramente que ninguna de las propiedades de ciencia
propiamente subalternante conviene a la Metafísica en relación a las otras
ciencias.
En
primer lugar, las otras ciencias en su ser de tales no dependen de la
Metafísica, por no depende, en toda la evidencia y certeza de sus principios.
Tienen, en efecto, principios propios, inmediatos e indemostrables ostensiva y
directamente, lo cual basta para que pueda obtenerse su evidencia inmediatamente
del «habitus principiorum», requisito suficiente para producir una
verdadera ciencia. Efectivamente, aunque la Metafísica podría de alguna forma
demostrar esos principios, sin embargo, tal demostración no es necesaria para
formar un juicio evidente de ellos, siendo así que por sus mismos términos
pueden ser conocidos con evidencia; además tal demostración propiamente no
sería «a priori» sino por reducción al imposible, o a lo sumo por medio de
alguna causa extrínseca. Por lo tanto, la Metafísica no es simplemente
necesaria para obtener la evidencia de estos principios y consecuentemente
tampoco para que el hábito de ellos procedente sea verdadera ciencia; de donde
se sigue que tal hábito no es una ciencia subalterna de la Metafísica.
Asimismo,
los objeto de las ciencias inferiores no están subordinados accidentalmente al
ente o a la substancia, sino por sí mismos y esencialmente; como se ve
claramente en el ente natural que es objeto de la filosofía, y en la cantidad
que lo es de las matemáticas. Y esto es porque bajo el ente no se contiene nada
accidentalmente sino todo substancialmente; y si hay ciencia que trate de algún
ente de razón, aunque de ningún modo estaría subordinada a la Metafísica en
cuanto trata del ente real, porque el ente de razón como tal no se contiene
bajo el ente real, sino que es algo radicalmente diverso; sí lo estaría en
cuanto que la Metafísica trata también del ente de razón, pues cualquier ente
de razón no accidental sino esencialmente está contenido bajo el ente de
razón como tal, que el metafísico estudia; no hay, por tanto, una propia y
total subalternación.
Y
los hechos mismos lo demuestran: en efecto, si las cosas no fueran así habría
que aprender la Metafísica antes que cualquier otra ciencia, ya que sin ella no
se podría adquirir ninguna; en la práctica, sin embargo, pasa todo lo
contrario, por las razones antes enunciadas; y así, se hacen verdaderas
demostraciones fundadas en principios conocidos por sí mismos sin intervención
de la Metafísica, especialmente en matemáticas; no hay, por consiguiente,
verdadera subalternación. Ni obsta el que alguna vez la haya en una u otra
conclusión como fácilmente se deduce de los principios ya establecidos.
- 52 -
Si
ahora, ampliando el sentido de la palabra, quisiera alguna llamar
subalternación a la excelencia o imperio de que disfruta la Metafísica sobre
las demás ciencias en cuanto puede basar y confirmar en cierta manera sus
principios, y proyecta mucha luz sobre todas ellas, o en cuanto encierra en su
campo al último fin o la felicidad del hombre; no hay por qué discutir con ese
tal, ya que se trata de una cuestión de mera denominación, y mucho más siendo
así que hay escritores autorizados que frecuentemente usan tal modo de hablar,
como se puede ver en Simplicio, lab. 1 de la Física, text. 8; y
Temistio, en la Paráfrasis al lab. 1 de los Analíticos
Posteriores, c. 2. Con todo, Aristóteles nunca se expresó en esa forma,
ni afirmó que semejante propiedad fuese necesaria a la sabiduría; al
contrario, opinó que le bastaba dominar en alguna manera a las otras ciencias,
lo cual es muy distinto, como prueba todo lo dicho.
53.-
Respuesta a una pregunta.
Hasta
aquí hemos probado - suficientemente- la segunda afirmación, a saber: que la
Metafísica es verdadera sabiduría. Pero tal vez pregunte alguien cómo se
armoniza ésta con la primera, ya que Aristóteles en la Ética
clasifica a la ciencia y a la sabiduría, como especies mutuamente opuestas en
el género de las virtudes intelectuales, y nosotros llamamos a la Metafísica,
ciencia y sabiduría al mismo tiempo.
Esto
se soluciona fácilmente diciendo con Santo Tomás, Suma Teológica, 1,
2, cuest. 57, art. 2, a 1, que la sabiduría se opone a la ciencia, no porque no
sea ciencia, sino porque en el ámbito de la ciencia detenta un grado y una
dignidad especial.
De
aquí se deduce que ciencia tiene dos acepciones: una general, en que significa
hábito adquirido por demostración como se define en el lab. 1 de los Analíticos
Posteriores, c. 2, donde por esto mismo no se hace ninguna mención de la
sabiduría en particular, porque solamente se trata de la ciencia bajo esta
noción general, que incluye también a la sabiduría; y éste es el sentido que
en la primera afirmación nosotros le atribuíamos.
En
otra acepción, ciencia se define de modo más estricto como hábito que versa
solamente sobre conclusiones demostrables y no sobre los mismos principios, esto
es, como hábito que es sólo ciencia y de ninguna manera «intellectus»,
sentido en que Aristóteles dijo que la sabiduría es «intellectus» y
ciencia; y con este significado la ciencia se distingue de la sabiduría y
nosotros afirmamos quela Metafísica no es ciencia sino sabiduría.
¿Es
la Metafísica la ciencia que más apetece el hombre con apetito natural?
1.-
Razón de proponer el problema.
Este
problema lo propongo por el Proemio de Aristóteles a la Metafísica,
para declarar con ocasión de él algunas cosas que allí nos quedan por
declarar, no sea que las pasemos totalmente por alto, o nos sea necesario volver
a ellas después. Esta exposición nos ayudará también para encarecer más la
dignidad de esta disciplina, que es la más conforme a la naturaleza del hombre
en cuanto racional, o mejor aún, su suma perfección natural.
- 2 -
Aristóteles,
en el lib. 1 de la Met., c. 1 y 2, frente a esta pregunta parece
abrazar abiertamente la parte afirmativa, es a saber: que el apetito natural del
hombre es sobre todo atraído por la Metafísica; y para demostrarlo antepone el
axioma: «Todo hombre naturalmente desea saber.» Sentido del axioma: «Todo
hombre naturalmente desea saber»
3.-
Qué es el apetito innato y el elicitivo.
En
esto debemos exponer ante todo la concepción de Aristóteles, y luego la verdad
de tal proposición.
Tres
términos, pues, hemos de declarar en ella y primero: «apetecer o desear».
Debemos suponer en primer lugar la distinción vulgar de dos apetitos: el innato
y el elicitivo. El primero se llama apetito impropia y metafóricamente; en
realidad, no es otra cosa que la propensión natural, que experimenta cada cosa
hacia algún bien; inclinación que en las potencias pasivas no es más que la
capacidad natural y la proporción con su perfección, y en las activas es la
facultad misma natural de obrar. En todas estas cosas -como se ve- el apetito no
añade nada fuera de la misma naturaleza de la cosa o facultad próxima, en
virtud de la cual le conviene tal apetito. Ni se puede distinguir en este
apetito acto primero y segundo, porque apetecer de este modo no es obrar algo,
sino solamente tener propensión innata, tal cual tiene la gravedad hacia el
centro, aunque de hecho no obre nada.
El
apetito elicitivo es ya propiamente apetito, porque se inclina al bien como
bien, y lo puede apetecer por un acto propio. De aquí que haya dos cosas en
este apetito (hablamos en las criaturas): una, la facultad de apetición, y
otra, la apetición misma. La primera mantuvo el nombre de apetito y se divide
en apetito sensitivo y en racional. Este apetito como tal, también es innato si
se toma el término «innato» en general, porque fue dado con la misma
naturaleza y tiene propensión natural a su objeto y a su acto. Pero como de tal
manera es innato, que al mismo tiempo es elicitivo de la apetición actual por
la cual tiende formalmente al bien en cuanto es bien, siendo por esto con toda
propiedad apetito; se distingue a la vez del apetito puramente innato y del
metafórico; y así se ha de entender la primera división.
Lo
segundo, es decir, el acto de apetecer, que se llama propiamente apetición, o
apetito elícito, no es otra cosa que el acto producido por el apetito eliciente,
que ama o desea el bien. Este apetito nunca es innato, al menos en nosotros, de
quienes ahora tratamos; a veces, sin embargo, es natural como más abajo ex
profeso declararé más.
4.-
Cuántos sentidos tiene «natural».
El
segundo término que debíamos explicar era: «naturalmente»; pues apetito
natural tiene muchas acepciones: a veces se llama natural, lo que fue dado por
la misma naturaleza, y no fue producido, v. gr., por la acción propia del mismo
hombre, o efección. En esta acepción todo apetito innato es natural, aun el
mismo apetito elicitivo; pero no el apetito o acto elícito, como resulta
suficientemente claro de la exposición hecha de los términos.
Otras
veces se llama natural, lo que se hace necesariamente por la propensión
intrínseca de la naturaleza, aunque absolutamente y en sí no sea dado por la
naturaleza, sino producido por el apetente. En este sentido es natural al hombre
el apetito del hambre o sed, cuando le falta la comida o bebida; y en el mismo
sentido el apetito elícito puede ser natural, y de sí lo es siempre en el caso
del apetito sensitivo; en cambio, en el caso de la voluntad, aunque a veces lo
sea, no lo es siempre, porque es libre.
Omito
por ahora la acepción de natural cuando se lo distingue de sobrenatural,
sentido en el cual obrando como filósofos naturales -o que proceden con sólo
la luz de la naturaleza, como ahora procedemos- todo apetito es natural, ya que
la manera sobre natural de apetecer, resultante de la gracia, no puede
estudiarse con la razón natural.
Otras
veces también se entiende por natural lo que se opone a violento> sentido
frecuente en filosofía. De estas dos maneras el apetito elícito, aun el libre,
puede ser natural, como consta sin necesidad de demostración. Asimismo, el
apetito elícito se llama a veces natural por ser armónico con la naturaleza, y
se opone al preternatural o disarmónico a la naturaleza, aun cuando no sea
violento. De este modo, el apetito de la virtud es natural; en cambio, el del
vicio, no. Se aquí resulta que el apetito al que la misma propensión de la
naturaleza añade la necesidad se llamará con mucha más razón natural; y por
eso el apetito necesario, aun el elícito, puede con toda justicia llamarse
natural.
- 5 -
En
este apetito se suele distinguir una doble necesidad: necesidad en cuanto al
ejercicio, y necesidad en cuanto a la especificación. La primera se da cuando
el apetito vital necesariamente produce o ejerce el acto de apetición. Esta
necesidad se observa fácilmente en el apetito sensitivo; en cambio, en el
racional no se experimenta en esta vida, sino solamente en la bienaventurada y
sobrenatural, que no entra en el campo de nuestra consideración.
La
segunda consiste en que la voluntad si bien no ejerce necesariamente el acto de
apetición, con todo si lo ejerce, necesariamente apetece y no se aparta de un
objeto determinado. En este caso el acto se denomina necesario en cuanto a la
especie, aunque no en cuanto al ejercicio; y por esta necesidad se llama
natural, y se diferencia del acto libre bajo todo concepto, tanto en cuanto al
ejercicio como en cuanto a la especificación. De este modo apetece la voluntad
el bien en común. Y con esto queda ya bastante en claro la ambigüedad de esta
palabra.
6.-
Diversas acepciones de ciencia.
La
tercera palabra era «ciencia» o «saber», que Aristóteles toma
indefinidamente. Esta palabra puede aplicarse en general a cualquier
conocimiento o inteligencia de la verdad, especialmente a la que es perfecta,
única que realiza el concepto propio de ciencia, según el cual se define el
saber como conocimiento de una cosa por su causa con evidencia y certidumbre. Y
de la, ciencia entendida de este modo, todavía podemos hablar o
indefinidamente, o en abstracto; o distributivamente de todas las ciencias, o en
particular de alguna; maneras todas ellas de tomar la ciencia que no poco
difieren entre sí.
7.-
El hombre apetece todas las ciencias.
Empezando,
pues, la explicación de este axioma general por su último término,
Arístóteles no habla ciertamente en él de ninguna ciencia singular, cosa
evidente tanto por sus palabras, como por la prueba que es general; ni era ésa
tampoco su intención, puesto que se vale de este principio general para de él
pasar a esta ciencia en particular. Esta razón demuestra además que, aunque
los términos de Aristóteles sean indefinidos, sin embargo, tíenen valor de
universales por ser doctrinales. El sentido es, en consecuencia: que todos los
hombres naturalmente apetecen cualquier ciencia: ya que este apetito se deduce
no del concepto peculiar de alguna ciencia en cuanto es esa tal, sino del
concepto de ciencia absolutamente; y también porque de otro modo no se pasaría
con suficiente eficacia en esa deducción del modo de hablar indefinido al
singular.
Ésta
es entonces la mente de Aristóteles; y lo que diremos a continuación pondrá
de manifiesto con facilidad que tal afirmación así entendida es verdadera.
8.-
Las apetece con apetito innato.
Muchos
expositores, especialmente Escoto y sus secuaces, piensan que Aristóteles habla
en este pasaje del apetito innato; Santo Tomás mismo no se muestra extraño a
este modo de pensar, razón por la cual Javelo y Flandria también lo abrazaron.
No
se puede dudar que en tal sentido la proposición es verdaderísima, cosa que
confirma Santo Tomás con diversos argumentos, cuyo resumen sería: todas las
cosas naturalmente apetecen su perfección, operación y felicidad, y la ciencia
con respecto al hombre es todas estas cosas, ya que ella es su gran perfección,
y su operación, y en ella consiste su felicidad.
En
este argumento los dos primeros miembros son comunes a todas las ciencias, y el
tercero es propio de ésta, como después expondremos. Por él también yo creo
que Aristóteles no excluyó esta interpretación, sino más bien que la supuso.
Pero que habló solamente en este sentido, no me parece ni necesario, ni
verdadero. Aun el sentido propio de sus palabras nos permite colegirlo así: en
efecto, de la dilección y amor de los sentidos deduce el apetito de ciencia;
ahora bien, abiertamente habla de amor a los sentidos por un acto elícito, ya
que esto es propiamente lo que significa amor, y más abajo afirma de una manera
semejante que anteponemos el sentido de la vista a los demás, y esto con amor
elícito. Y aunque se podría admitir que Aristóteles en esa demostración
habla del acto elícito para de él deducir el apetito natural, ciertamente esa
deducción no sería recta si no supusiese que tal amor elícito es también en
cierta manera natural. No se puede, en efecto, deducir el apetito natural de
cualquier apetito elícito, ya que a veces apetecemos con un acto de voluntad
cosas que repugnan a la misma naturaleza: la muerte, v. gr. Por consiguiente, si
del apetito elícito deduce Aristóteles el natural, supone que el elícito es
también natural, y si el amor elícito de los sentidos es natural, mucho más
lo es el amor de la ciencia.
9.-
También con apetito elícito.
Debemos
además afirmar que el hombre ama la ciencia también con apetito elícito. Esto
prueban los argumentos de Santo Tomás que hemos insinuado: ellos, en efecto,
prueban indiferentemente del apetito elícito, o de la mera gravitación de la
naturaleza; porque el hombre también con ese primer apetito apetece
naturalmente su perfección, operación y felicidad; y la ciencia es la
operación más perfecta del hombre, y además o la felicidad misma o algo
sumamente necesario para la felicidad y bienestar de esta vida.
En
efecto: si se trata de la ciencia contemplativa, la felicidad consiste en su
operación perfectísima, como se dice en el lib. 10 de la Ética, c.
6; si de las otras ciencias especulativas, ellas sirven a esa superior, y en
todas hay gran delectación, pues el contemplar es algo insuperablemente bueno,
lib. 2 de la Met., text. 39; si de las ciencias prácticas, para el
bienestar aun de esta vida son necesarias, o por lo menos muy útiles.
10.-
Exposición de la doctrina de Aristóteles sobre el amor a la vista y a los
otros sentidos.
Una
magnífica confirmación de esto mismo nos la ofrece el raciocinio de
Aristóteles basado en el amor a los sentidos, y en especial de la vista.
Dos
tesis propone en ese raciocinio: primera, en el amor a los sentidos, el de la
vista es el preferido; segunda, la causa de esto es ser el que más sirve para
la adquisición de la ciencia. De aquí deduce una tercera, a saber: el amor de
la ciencia es mayor y más natural que el de la vista y el de los demás
sentidos. Esta consecuencia parece evidente por sí misma y fundada en aquel
principio: «Aquello por lo que una cosa es tal, eso mismo lo es aún más».
La
primera de esta tesis ha de entenderse con precisión, para que se pueda hacer
debidamente la comparación. En efecto: el tacto puede darse sin la vista, pero
no viceversa, porque el tacto es el primero de todos los sentidos y el
fundamento de todos los demás. Por esto, si se destruye el tacto, la vista no
puede por las solas fuerzas naturales subsistir, ya que ni aun la vida sin el
tacto se conserva, lib. 3 Sobre el Alma, c. 12, y lib. 13 Del
Sentido y lo Sensible, c. 1. De manera que la vista en cuanto de algún
modo incluye al tacto, es más apetecible que el tacto solo; y en otro sentido,
en cuanto la pérdida del tacto incluye la pérdida de la vista y no al
contrario, es preferible el tacto a la vista, porque el hombre elegiría antes
la conservación del tacto que la de la vista si para la conservación del tacto
fuera necesario perder la vista. Pero esta comparación entendida así no tiene
ningún valor, porque en ella no se cotejan los sentidos singularmente entre
sí, sino dos sentidos con algo que en ambos se incluye. La comparación, por
tanto, se ha de hacer precisamente en aquello que cada uno por sí mismo
confiere.
11.-
Comparación mutua de la vista con el oído.
Hemos
también de notar que en este lugar Aristóteles habla de un doble amor de los
sentidos: uno, por la utilidad, y otro, por el conocimiento. El primero es
conocidísimo por sí mismo, y bajo el nombre de utilidad puede englobarse todo
bienestar del cuerpo, perteneciente o a su conservación, o al deleite, o a las
otras operaciones de la vida humana.
El
otro es mucho más propio del hombre, y en orden a él principalmente se compara
aquí la vista con los otros sentidos, y a ellos se prefiere.
Aristóteles
lo prueba basándose en la experiencia, porque -dice- cuando no vamos a ejecutar
nada, preferimos la vista a las demás cosas. La razón «a priori», que es la
que más nos interesa ahora, la da en otra proposición; y acerca de ella hemos
de notar, en tercer lugar, que hay dos maneras de adquirir ciencia: el
aprendizaje y la propia investigación. Para la primera manera, es utilísimo el
oído, cosa evidente por sí misma, ya que las voces son signos de los conceptos
y el oído el único que percibe las voces; ni obsta el que no perciba su
significado, pues basta que sea el órgano propio mediante el cual tal signo
llegue a la mente. Pero esta ventaja es accidental y mínima. Es accidental,
porque también lo es en cierto sentido esta manera de adquirir la ciencia por
el aprendizaje, ya que hablando según la naturaleza de las cosas, supone la
otra, y sólo es para suplir la imperfección o negligencia con que los hombres
se ocupan en la adquisición de las ciencias. Llamé además mínima esta
ventaja, porque también la vista es de gran utilidad para el aprendizaje; en
efecto, tam-
bién
la escritura es signo de los conceptos y la escritura se percibe con la vista;
de donde resulta, que parecen ser muchas más las cosas que se aprenden con la
lectura -operación de la vista- que con la audición.
Hay
con todo una diferencia: casi toda la utilidad de la escritura puede también
obtenerse con el oído, y no viceversa, ya que la energía, fuerza y claridad,
que hay en la voz para expresar los propios conceptos, no puede suplirse con la
sola escritura o vista. Así se cuenta de algunos que carecieron de la vista y
fueron doctísimos con la sola audición de los escritos de los otros, o
también con la explicación o enseñanza que de viva voz se les proporcionó.
En cambio, no me acuerdo haber leído de nadie que siendo enteramente sordo
llegase a ser muy docto, y apenas creo que pueda suceder.
No
es, pues, en relación a este oficio, cómo Aristóteles compara aquí estos
sentidos, sino en relación a la adquisición de la ciencia por la propia
investigación. Y en esto no hay duda que la vista y el tacto superan tanto al
oído como a los demás sentidos, cosa tan evidente que no necesita prueba.
Sólo
queda por establecer una breve comparación entre la vista y el tacto.
12.-
Comparación de la vista con el tacto.
En
cuarto lugar, hemos de advertir, que una cosa es hablar de lo que es signo
-valga la expresión- de una facultad más excelente, y de una aptitud mayor
para la adquisición de la ciencia; y otra, del instrumento más apto para la
investigación de la ciencia.
Y
así el tacto, cuanto al primer aspecto, supera a la vista, porque el tacto es
un sentido universal juzgado de parte del sujeto, estando como está difundido
por todo el cuerpo; y también es signo de una complexión magnífica y
equilibrada; por eso se dice: «Las carnes delicadas son aptas para el
ingenio», sentencia más explicada en el lib. 2 Sobre el alma, tex.
24.
Pero
la vista, por sí misma y como instrumento para la ciencia, por muchos conceptos
supera al tacto. Ante todo por la extensión de su objeto, porque como dijo en
este lugar Aristóteles, percibe muchos matices, y se pasea por lo celestial y
por lo terrestre, y conoce más a fondo que ningún otro sentido las mutaciones
de las cosas, las acciones y las figuras, de todo lo cual nos valemos como de
primeros signos e indicios para conocer las cosas.
En
segundo lugar, extendiéndose como se extiende hasta cosas sumamente distantes,
es más rápida que los otros sentidos para la percepción; la causa de esto es
que realiza su operación de un modo más puro e inmaterial y sin alteración
material.
En
tercer lugar, como lo demuestra la experiencia, graba más profundamente en la
fantasía lo que percibe; ello en efecto, se adhiere más tenazmente a la
memoria y más fácilmente después se reproduce.
En
cuarto lugar, hablando de las cosas en sí, las experiencias visivas parecen ser
más ciertas que las táctiles; y aunque Aristóteles, lib. 1 de la Historia
de los Animales, c. 15, diga que el tacto en el hombre es finísimo, en ese
lugar no compara los sentidos del hombre entre sí y respecto del mismo hombre,
sino con los sentidos de los otros animales; y así afirma también que el
hombre supera a los otros animales en el tacto y en el gusto, mientras que en
los otros sentidos hay muchos que le superan, por lo menos, en determinadas
condiciones de sensación (el águila v. gr. en perspicacia y fortaleza de
vista); pero no dice que el tacto del hombre supere a la vista en certidumbre y
al contrario, sec. 31 de los Problemas, cuest. 18, dice que el tacto
trata de superar a la vista.
Cada
uno de estos sentidos tiene su certidumbre en orden al propio objeto adecuado;
pero a veces falla en los sensibles comunes por una aplicación insuficiente; y
tal vez porque la vista siente a lo lejos, y el tacto no, sucede con más
facilidad que el objeto de la visión se aplique defectuosamente, y que la vista
se engañe. Pero en igualdad de condiciones, cuanto a la aplicación del objeto
y a la disposición de la facultad, no hay mayor engaño en la vista que en el
tacto; por otra parte, la vista, gracias a su inmaterialidad, percibe con más
agudeza su objeto, y bajo este aspecto es más segura; por eso se la utiliza con
más frecuencia para llegar a la certidumbre en lo sensible.
Por
estas razones, la vista es simplemente más útil para la ciencia, y por esto
naturalmente es más amada; hay, por consiguiente, en este hecho un signo, como
Aristóteles concluye, de que el hombre naturalmente ama la ciencia.
13.-
El apetito elícito de ciencia.
Nos
queda por explicar en qué sentido se ha de entender que el hombre apetece
naturalmente la ciencia con apetito elícito. No se puede entender esto en el
sentido de que el hombre ejerza el amor y el deseo de la ciencia siempre que de
ella piensa; ni tampoco que no la pueda despreciar o no querer ocuparse en
conseguirla, cosas ambas contra la experiencia; y por consiguiente, no puede
este apetito elícito ser natural en el sentido de absolutamente necesario, ni
en cuanto a la especificación.
En
cambio, este apetito ciertamente puede con toda justicia llamarse natural, en
primer lugar, por ser tan consentáneo a la naturaleza y a la natural
inclinación del hombre en cuanto hombre. Por eso es exacto lo que dice
Cicerón, lib. 2 De los fines: «La naturaleza engendró en el hombre
la ambición de encontrar la verdad».
En
segundo lugar, se llama natural por ser en algún modo necesario en cuanto a la
especificación, porque si bien puede el hombre desdeñar la ciencia, o no
quererla con apetito eficaz de buscarla, esto solamente puede hacerlo por causas
extrínsecas u obstáculos accidentalmente superpuestos a la ciencia, a saber:
por el trabajo o dificultad que trae consigo el estudio de la ciencia; o porque
este estudio impide al hombre la búsqueda de otras cosas que él o necesita, o
les experimenta afición; y otras razones semejantes. Por eso los que son algo
obtusos de ingenio por la dificultad o -como Aristóteles llegó a decir-
imposibilidad de alcanzarla, parece que desean menos la ciencia (lib. 6 Política,
c. últ.).
Empero,
la ciencia por sí misma no puede desagradar, y así, quitadas las dificultades,
se la ama con una cierta necesidad, por lo menos cuanto a la especificación.
Esto
que es verdadero, sobre todo en la ciencia tomada en común en cuanto ciencia,
en proporción también lo es de cualquier ciencia en particular, si en ella se
considera el conocimiento de la verdad por sí misma en una materia determinada,
pues esta perfección por sí misma es siempre deseable para el hombre. Y si un
hombre no ama el estudiar una ciencia por ocuparse en otra, esto se reduce al
caso ya mencionado de un obstáculo extrínseco; en efecto, no pudiendo el
hombre adquirir ambas ciencias, e impidiéndole el estudio de una la perfecta
investigación de la otra, omite la primera para obtener la segunda. Por eso
ciertos hombres, llevados de su complexión natural y propia, tienen más gusto
por una ciencia que por otra; pero si desaparecieran los obstáculos, o -lo que
es lo mismo- si una ciencia no impidiese a la otra, codiciaríamos naturalmente
todas las ciencias y no despreciaríamos una por otra.
14.-
Consecuencia.
Con
todo esto fácilmente aparece qué es en el hombre este apetito: si se trata del
apetito elícito, nos consta que es un acto de la voluntad -eficaz o por lo
menos ineficaz y de mera complacencia- que es profundamente natural, y se
conserva aún en los que no se ocupan o eligen eficazmente dedicarse a la
ciencia.
Si
se trata de la gravitación natural, podemos considerar esta gravitación como
inmediatamente dirigida a la ciencia misma, y así no es otra cosa que el mismo
entendimiento y su capacidad, que lo orienta hacia la ciencia como a propia
perfección. En el entendimiento, en efecto, pasa con el apetito de ciencia lo
mismo que se observa en la materia prima, en que el apetito de la forma no es
otra cosa que la misma materia y su natural capacidad; y en cualquier otra
potencia, en que el apetito de su acto no es algo añadido a la potencia sino su
constitución y aptitud natural.
Y
si la gravitación natural se considera como orientada hacia la ciencia por
medio del apetito elícito, no es otra cosa que la voluntad del hombre, que
está del mismo modo naturalmente inclinada a todas las perfecciones del hombre.
La voluntad, cierto, no apetece tener ciencia, pero apetece naturalmente el
querer la ciencia para el hombre o para el entendimiento; y en este sentido
decimos que la gravitación natural está orientada hacia la ciencia por medio
del acto elícito.
15.-
El apetito natural de saber llega a su grado sumo cuando se dirige a las
ciencias especulativas.
Con
esto, queda suficientemente explicado el axioma general: «es innato al hombre
el apetito natural de ciencia».
Bajo
este principio se ha de entender también que este apetito es máximo cuando se
dirige a las ciencias especulativas, que se buscan por el solo conocimiento de
la verdad. Ésta parece haber sido la intención tácita de Aristóteles en todo
el desarrollo del capítulo primero de este Proemio; y para explicación de ello
distingue y relaciona entre sí todas estas cosas: memoria, experiencia, arte,
ciencia -implícitamente dividida en ciencia por la obra o utilidad, y ciencia
buscada por sí misma- y por último añade la sabiduría.
16.-
Explicación de algunas expresiones de Aristóteles en el Proemio.
En
primer lugar dice que el sentido fue dado por la naturaleza a todos los
animales, pero sin explicar lo que es -cuestión que no tiene que ver con la
presente- ni afirmar que todo sentido fue comunicado a todos los animales, sino
indefinidamente el sentido; ni suponer nada más que ser éste el grado más
imperfecto de conocimiento. Después añade que los animales brutos, además del
sentido, tienen a veces memoria y una como prudencia natural, llegando algunos
hasta ser capaces de enseñanza, pero participando todos ellos poco o nada de la
experiencia. Téngase en cuenta aquí que Aristóteles con el nombre de sentido
entiende también el conocimiento sensitivo que sólo se realiza en presencia de
su objeto, sea por medio de los sentidos internos, sea por el sentido común
interior o fantasía, pues engloba bajo el nombre de sentido todo lo necesario
para sentir en presencia del objeto; ahora bien, en todos los casos es necesario
algo de fantasía o imaginación para sentir aún externamente, y en
consecuencia, es común a todos los brutos el usar de imaginación, como lo es
el sentir.
Cuanto
a la memoria, trae aparejada consigo cierta fuerza interior para conservar las
especies y usar de ellas en ausencia de los objetos, de manera que pueda uno
recordar las cosas que percibe con los sentidos, aun cuando no las tiene
presentes en lo que toca a los sentidos externos. De esta facultad dice
Aristóteles que hay algunos animales que la tienen, pero que no todos; mas no
declara cuáles son en particular éstos o aquéllos.
- 17 -
Sin
embargo, comúnmente se piensa que tienen memoria los que pueden propia y
perfectamente moverse de un lugar a otro distante, o con un movimiento de avance
por la tierra, o volando por el aire, o nadando en el agua; ya que la memoria
parece haber sido dada a los animales con el fin de que puedan trasladarse a un
lugar distante, para huir o buscar lo que de algún modo han experimentado como
nocivo o útil. Ni es dificultad el que algunas veces pueda el bruto moverse a
un lugar distante sin hacerlo por algún recuerdo, como evidentemente sucede en
los recién nacidos, porque en ese caso el movimiento es excitado por un objeto
algo distante o va errante y como vagando a la ventura.
18.-
¿Tienen memoria las moscas?
Es
muy incierto lo que aduce Aristóteles para afirmar que las moscas no tienen
memoria, a pesar de que se trasladen de un lugar a otro muy distante, pues la
razón que le mueve a decir esto es el ver cómo al ser arrojadas de un sitio
vuelven al mismo una y otra vez, y esta razón, como se ve, no tiene fuerza, ya
que esto puede muy bien suceder por el hecho de que las moscas vuelvan
arrastradas por el recuerdo que conservan del placer que allí experimentaron, o
bien por la fuerza del apetito, o finalmente porque ese objeto de algún modo
les está siempre presente por medio del olfato o la vista, y así son atraídas
por él con gran vehemencia. Sólo de los animales que poseen únicamente el
sentido del tacto o del gusto podemos afirmar con verdad que carecen de memoria,
puesto que no aparece en ellos ninguna señal o efecto que lo pongan de
manifiesto, ni tampoco se ve qué utilidad les podría proporcionar.
19.
-¿Qué clase de prudencia existe en los brutos?
Cuando
Aristóteles dice que algunos brutos juntamente con la memoria tienen prudencia,
hay que entender esto en un sentido traslaticio y no en sentido propio; porque
no discurren, ni adquieren hábitos de manera que puedan juzgar de las cosas que
hacen, sino que obran las más de las veces movidos por un instinto natural,
cual conviene a su naturaleza en estas circunstancias, y con él prevén lo
futuro como si realmente raciocinaran. De lo cual se deduce que aquí prudencia
se toma en un sentido metafórico.
Pero
alguno podría objetar: de lo dicho parece resultar que esta prudencia no es
otra cosa que el instinto de la naturaleza, pero este instinto lo poseen
también los otros animales que carecen de memoria; y si esto es así, ¿por
qué Aristóteles atribuye la memoria con más especialidad a algunos animales?
En esto Javelo, lib. 1, cuest. 7, da la impresión de no distinguir entre el
instinto natural y la prudencia de los animales, y concede todo cuanto parece
probar la objeción dicha, o sea que en todos los brutos existe esta prudencia,
opinión que atribuye a Santo Tomás. Pero, a no ser que sea cuestión de
palabras, este modo de hablar no creo sea de Aristóteles, como lo prueba la
razón arriba propuesta; y aun en ciertos casos no cabe ni la metáfora, pues
existen ciertos animales -hasta entre aquellos tal vez que poseen memoria- tan
estúpidos, que ni metafóricamente se puede decir que están dotados de
prudencia. Por esto Aristóteles no dijo que todos los animales que tienen
memoria tienen esta prudencia, sino que algunos de estos animales la poseen.
Otros,
tomando esta metáfora en un sentido más riguroso, opinan que sólo se puede
llamar prudentes a aquellos animales que obran por la memoria del pasado para
prever lo futuro, o como para elegir algún medio. De esta opinión es Fonseca,
quien, a su vez, cita a otros. Empero parece muy exagerada esta manera de ver,
porque no hay que exigir tanta propiedad en las metáforas. Y así cuando
Jesucristo dijo: «Sed prudentes como las serpientes», no quiso significar este
obrar por la memoria del pasado, sino la destreza natural con que la serpiente
guarda su cabeza, como muy bien lo interpretaron los Santos. Y del mismo modo
decimos de la hormiga que es prudente, porque acumula su alimento en invierno.
Por
lo tanto, esta prudencia de los animales no es sino una habilidad especial con
que el instinto natural los dirige, y que aparentemente imita la prudencia del
hombre, como lo dijo en general Aristóteles en el lib. 1 de la Historia de
los Animales, c. 5, y en particular de muchos, lib. 9, c. 6 y siguientes;
en el cap. 7 afirma además que este género de prudencia es más común en los
animales inferiores que en los superiores. En ese mismo lugar, hace mención de
otras muchas cosas, que, según dice, son propias de esta prudencia, aunque no
deban su origen a la memoria del pasado, sino más bien a ese como instinto
natural con que los animales imitan a los hombres. No en todos los animales se
encuentra la prudencia de este modo; pero los animales que la tienen siempre
están dotados de memoria, no porque la prudencia se funde en la memoria, sino
porque el mismo grado de perfección de que están dotados los hace participar
de la memoria. De donde resulta que estos animales ya naturalmente prudentes,
por la memoria de las cosas se hacen todavía más prudentes. Según esto, se
puede decir en favor de la segunda sentencia que esa habilidad natural merece el
nombre de prudencia precisamente cuando, por así decirlo, es cultivada y
perfeccionada por la memoria. Y sobre el uso de este término basta con lo
dicho.
20.-
Animales capaces de enseñanza. ¿Oyen las abejas?
Añade
Aristóteles que algunos animales no sólo tienen memoria, sino que además son
capaces de enseñanza, mientras que otros no lo son. A esta última clase dice
que pertenecen los que tienen memoria pero carecen de oído, porque el oído es
el sentido de la enseñanza; y aunque la vista también ayuda para la
enseñanza, y en ciertos casos vemos algunos brutos -los perritos, por ejemplo-
que son enseñados y domesticados mediante algunos signos externos; sin embargo,
esto nunca se realiza sin alguna cooperación del oído, mediante el cual se les
excita y llama para que se den cuenta de los signos.
Como
ejemplo propone Aristóteles las abejas, de las cuales con todo se disputa
vehementemente si oyen o no, como el mismo Aristóteles enseña, lib. 9 de la Historia
de los Animales, c. 40.
Plinio,
lib. 11, c. 20, afirma que oyen, cosa que al fin y al cabo, parece lo más
probable considerando los signos y experiencias que esos autores refieren.
Enseñan, en efecto, que algunos sonidos halagan y atraen a las abejas; además,
que entre ellas mismas emiten ciertos sonidos cuando quieren emprender la fuga,
o al ser despertadas o convocadas para dormir. En esto basa Alberto una
división probable del oído: oído del sonido como tal, y oído de la voz como
sonido articulado; y afirma que las abejas lo tienen de la primera clase, pero
no de la segunda, requisito necesario para ser capaz de enseñanza.
- 21 -
Acerca
del primer género de animales, es decir, de los capaces de enseñanza no hay
nada que observar, fuera de que esta enseñanza ha de entenderse también
metafóricamente, como la prudencia; ya que se dicen capaces de enseñanza los
animales que por costumbre se habitúan a acercarse cuando se los llama con
cierto nombre, o a reunirse cuando oyen un determinado sonido o voz, o a huir
cuando perciben cualquier otro signo. Todo lo cual hacen con el solo instinto
natural, supuesta la memoria y la experiencia de tal signo o voz.
Aristóteles
sostiene que todos los animales que tienen oído son capaces de enseñanza. Tal
vez sea verdad, pero es difícil creer que esto conste por experiencia en todos
los animales, y sin la experiencia no veo cómo se puede afirmar esto de todos
los animales aéreos y acuáticos. Menos arriesgado es limitarse a afirmar que
todos los animales capaces de enseñanza tienen oído, y quizás también vista,
memoria y una prudencia metafórica o sagacidad.
- 22 -
Como
consecuencia saca Aristóteles que los brutos viven de imaginaciones y memoria,
que apenas participan de la experiencia, y que se clasifican en tres
categorías, de las cuales la última incluye a la primera, por lo que las
primeras se entienden con exclusión de las siguientes. Los animales imperfectos
viven solamente con una imaginación imperfecta, y además poseen también el
sentido del tacto y aun el del gusto; otros más perfectos, a la imaginación
agregan únicamente la memoria; otros, finalmente, más capaces de enseñanza
que los precedentes, se dice que participan de cierta imperfecta experiencia, y
se adiestran mediante la repetición de actos y la costumbre, como con una
experimentación. En seguida explicaremos más detenidamente por qué tal
experiencia se denomina imperfecta. Del hombre, en cambio, dice que vive de arte
y razón, y declara esto en lo que resta del capítulo antes de empezar a tratar
su tema. Con toda razón une ambas cosas, porque ninguna de las dos parece
bastar sin la otra, por lo menos para una perfecta regulación del hombre; la
razón, en efecto, que es un don natural, no basta si no se la cultiva con el
arte; y el arte siempre exige utilización de la razón y una atenta
consideración, para aplicarse a su obra.
23.-
La experiencia tiene por campo solamente lo singular. La experiencia propiamente
dicha es peculiar del hombre.
En
tercer lugar afirma que en los hombres la experiencia es generada por la
memoria: «Porque -dice- muchos recuerdos de una misma cosa forman la totalidad
de una experiencia».
Aquí
se ofrecía la ocasión de declarar extensamente qué es la experiencia y si
pertenece al sentido o al entendimiento; lo mismo, si es un hábito de juicio o
de aprehensión, cómo se produce y a qué tiende. Pero como estas cosas son
más propias de la psicología y Aristóteles sólo las toca incidentalmente,
nada advertimos sino que Aristóteles enseña abiertamente en este pasaje que el
objeto de la experiencia no es lo universal, sino lo singular, pues dice: «A la
experiencia pertenece el saber que tal cosa alivió a Calías, atacado por tal
enfermedad, y lo mismo a Sócrates, y lo mismo a muchos tomados cada uno por
sí; pero el saber que alivia a todos los atacados por una determinada
enfermedad, eso ya pertenece al arte». Y más abajo prueba que para la acción
es más útil la experiencia que la sola ciencia o arte, porque la acción tiene
por campo lo singular. Por consiguiente, no pertenece a la experiencia deducir
de los singulares lo universal, sino solamente un juicio firme y pronto en lo
singular.
Puede
en sentido lato llamarse experiencia cualquier percepción de un singular: así
puede decirse que uno ha experimentado que el vino embriaga, aunque sólo una
vez le haya pasado o lo haya visto en otro. Pero como, según advierte
Hipócrates, la experimentación es engañosa, propiamente por experiencia no se
entiende el conocimiento de un único singular, sino el de muchos singulares,
como dijo Aristóteles. Más aún, para una experiencia propia y perfecta no
basta experimentar un mismo efecto muchas veces, pues esto también lo pueden
hacer los animales brutos de quienes Aristóteles dijo que participan poco de la
experiencia porque no tienen más que el simple recuerdo de los singulares que
han percibido por el sentido; para una perfecta experiencia se requiere además
alguna comparación de los mismos singulares entre sí, lo cual es propio del
hombre, y por eso afirmó Aristóteles que de la memoria le venía al hombre la
experiencia, porque muchos recuerdos de una misma cosa totalizan una
experiencia.
«De
una misma cosa», dice, pero no individual y singular de manera que para la
experiencia baste acordarse muchas veces de un único y mismo efecto percibido
con el sentido, porque esta repetición produciría un recuerdo más rápido de
tal efecto pero no la experiencia. Este «una misma» lo entiende en el sentido
de semejanza y conformidad de circunstancias; y para esto es necesaria la
comparación de los singulares por el recuerdo v. gr. de que tal medicamento
hizo bien a Pedro aquejado de tal enfermedad y lo mismo a Pablo; pues si no hay
suficiente semejanza, frecuentemente parecerá darse experiencia, cuando en
realidad no se da. De aquí proviene que la experimentación sea muchas veces
engañosa.
De
manera que como queda explicado, una experiencia de tal tipo, que comience por
el sentido, y se complete por la mente y por la razón, es propia del hombre.
Consecuentemente, no consiste en un conocimiento aprehensivo, sino en un juicio,
del que procede cierta habilidad, que dispone al hombre para juzgar que tal
efecto suele proceder de tal causa. Esta habilidad quizás no es otra cosa que
el recuerdo de los efectos singulares, aunque no bajo todo respecto, sino sólo
en cuanto comparados entre sí y encontrados semejantes; mediante lo cual
conocemos que proceden de la misma o semejante causa. Y con esto, queda dicho ya
bastante acerca de la experiencia, atendido lo que conviene en este lugar.
24.-
Servicios que la experiencia presta al arte y a la ciencia.
En
cuarto lugar agrega Aristóteles que el arte es generado por la experiencia, y
que si bien nos proporciona un conocimiento más perfecto que la experiencia,
sin embargo, para la acción, difícilmente basta sin ella.
Ante
todo conviene advertir sobre este pasaje que en él Aristóteles usa
indiferentemente los nombres de ciencia y arte, como el contexto lo manifiesta;
pues aunque por otros respectos sean virtudes distintas, bajo cierto aspecto el
arte es un tipo de ciencia, o por lo menos en lo que toca al asunto presente su
noción se identifica con la de ciencia.
Además,
nótese que la ciencia o arte puede ser de dos clases: una llamada «quia»,
que se limita a demostrar que una cosa es así; otra, «propter quid»,
que da la causa. De la primera fácilmente se entiende que sea hija de la
experiencia, porque deduce que las cosas son tales o poseen tales propiedades
basándose únicamente en los efectos percibidos con la experimentación. Mas
Aristóteles manifiestamente no habla aquí de esta ciencia, sino de la perfecta
y «propter quid», pues al afirmar que los que poseen el arte son más
sabios que los que sobresalen por su experiencia de las cosas, da como razón
que «aquéllos conocen la causa y éstos no»; por tanto, por arte y ciencia
entiende la ciencia que versa y enseña la causa de las cosas y aunque con
muchas palabras y señales explica el que los que poseen el arte sean preferidos
a los que obran por mera costumbre o experiencia, todas vienen a resumirse
finalmente en esto: que los que poseen el arte conocen «propter quid»
y la causa de las cosas. En consecuencia, al decir que el arte es la floración
de la experiencia, se refiere al arte arquitectónico y «propter quid».
- 25 -
Pero
esta afirmación no deja de tener sus dificultades, porque la experimentación
humana es falaz, como dije repitiendo a Hipócrates; y aun concediendo que a
veces sea cierta con la certidumbre propia de los sentidos, esta certidumbre
parece inferior a la requerida para la ciencia; máxime si se tiene en cuenta
que la experimentación no es universal, es decir, no se extiende absolutamente
a todos los singulares, y la ciencia comprende también los singulares que no
han caído bajo la experiencia. A veces, es cierto, podemos basarnos en lo que
experimentamos para deducir lo mismo de los singulares que no cayeron bajo
experiencia, mas esta deducción es muy débil y a lo más bastaría para la
ciencia «quia», pero no para la «propter quid».
Otra
dificultad además ocurre: ¿esta proposición de Aristóteles: «el arte es
floración de la experiencia», es sólo indefinida, como suena; o bien se ha de
tomar como doctrinal o universal, de modo que nunca la ciencia o el arte se
genere en nosotros por otro camino?
26.-
Cómo la experiencia causa la ciencia «propter quid».
A
la primera dificultad se responde que su argumento prueba que la experiencia no
puede por sí y propiamente ser causa del arte o de la ciencia «a priori»,
pero no el que no sea ocasión o condición necesaria que prepare el camino a la
adquisición de la ciencia.
Esto
fácilmente se entenderá teniendo en cuenta que para la ciencia de por sí se
requieren dos cosas: la verdad que se sabe o demuestra, llamada conclusión; y
los principios, gracias a los cuales se sabe o demuestra. Ahora bien, la ciencia
de la conclusión, de por sí, depende solamente de los principios, porque
siendo ciencia «a priori», como dijimos, el medio del cual por sí misma se
deduce no es la experiencia, sino la causa del efecto que experimentamos; por
consiguiente, si los principios que contienen la causa de la conclusión
pudiesen saberse o entenderse claramente sin la experiencia, la ciencia de la
conclusión de ningún modo dependería de la experiencia. Ahora bien, el
conocimiento evidente propio de los principios no nace de ningún medio, sino
inmediatamente de la misma luz natural, al conocer el significado o concepto de
los extremos. Hablamos de los principios primeros e inmediatos, porque si son
mediatos, ellos mismos serán conclusiones demostradas, y del mismo tipo
exactamente que todas las otras verdades sabidas «a priori». Por tanto, por
sí, tampoco los principios inmediatos se conocen por la experiencia como medio
propio, pues de ser así se conocerían, no como principios, sino como
conclusiones demostradas «a posteriori», y sabidas por la ciencia «quia»
y como tales no podrían llegar a generar la ciencia «propter quid»
de la conclusión, ya que ninguna causa puede producir un efecto más noble que
ella misma.
Por
consiguiente, no queda más sino que la experiencia se requiera para la ciencia
como guía del entendimiento en la exacta inteligencia de las nociones de los
términos simples, las cuales entendidas él solo con su luz natural ve
claramente la inmediata conexión de ellas entre sí, primera y única razón de
prestarles asentimiento.
27.-
¿Es posible que la ciencia se genere sin la experiencia?
La
segunda parte de la dificultad es más extensa, pero tiene su lugar propio en el
lib. 1 de los Analíticos Posteriores, c. 14 y 18, por lo cual
expondré sólo brevemente mi modo de pensar.
Hay
algunos que en absoluto y sin ninguna restricción ni distinción piensan que la
ciencia o el arte, para formar el juicio en los principios necesita la
experiencia entendida con todo rigor, de forma que nunca baste el conocimiento
experimental de uno u otro singular, sino que sea preciso experimentar muchos y
compararlos entre sí, y encontrarlos todos uniformes y sin diferencia. La
razón es que antes que el entendimiento lleve a cabo todo este trabajo, no
puede asentir con absoluta certeza natural, tal cual en los primeros principios
se requiere; porque la misma luz de nuestro entendimiento es débil e
imperfecta, y si la experiencia no la ayuda, es fácil que se alucine; como
también al contrario, la misma experiencia es engañosa de por sí, si el
entendimiento no atiende vigilantemente con su luz a las nociones de las cosas,
y a la intuición de la conexión de los términos en sí misma. Este modo de
pensar se atribuye a Aristóteles en varios lugares, a saber: lib. 1 de los Primeros
Analíticos, c. 31, y lib. 2, c. 23 y lib. 1 de los Analíticos
Posteriores, c. 14, y lib. 2 de los Analíticos Posteriores, cap.
últ., sin que falten intérpretes antiguos que parezcan entenderlos así.
Con
todo, si se habla de la experiencia propiamente dicha, me parece que se ha de
distinguir, tanto en los principios mismos como en el modo de adquirir la
ciencia. Dije: si se habla de la experiencia propiamente dicha, porque si se
trata en general de cualquier conocimiento sensible necesario para la
aprehensión e intelección de los términos, claro es que se requiere para el
conocimiento de los términos, pues todo conocimiento nuestro empieza por el
sentido; pero ésta no es propiamente experiencia, la cual -como consta por lo
dicho- consiste en un juicio o en un hábito de juicio, y fue sin duda la que
Aristóteles tuvo en vista.
Ahora,
hablando de ésta, hemos de distinguir, ya que no todos los principios son
iguales. Hay, en primer lugar, uno que otro generalísimo y conocidísimo, a
saber: «Cualquier cosa es o no es»; «Es imposible que una misma cosa
juntamente sea y no sea»; y para conocerlos no se requiere ninguna experiencia,
sino solamente la aprehensión, inteligencia o explicación de los términos. Es
más: estos principios apenas pueden reducirse a una experiencia positiva,
porque aunque podemos experimentar de cualquier singular el que existe, el que
entonces no carece de existencia no lo podemos experimentar positivamente con un
experimento distinto del mismo con el que aparece que existe, sino que solamente
lo percibimos con la inteligencia, una vez explicados los términos. Y esto
parece tan evidente por sí mismo, que no necesita otra prueba. Podemos con todo
servirnos de un ejemplo para mayor explicación: si quisiéramos llevar al
asentimiento de esos principios a un hombre inculto que por la ignorancia de los
términos no sabe asentir a ellos, ciertamente no haríamos uso de ninguna nueva
experiencia, sino únicamente trataríamos de explicarle los términos de tal
manera que entendiese que esa cosa que él ve existente, no puede absolutamente
no existir.
- 28 -
Fuera
de estos principios tan evidentes, en los cuales -según mi opinión- apenas
puede ponerse en tela de juicio el que no necesitan propia experiencia, hay
otros muy universales y comunes a casi todas las ciencias, por ejemplo: «Todas
las cosas iguales a una tercera, son iguales entre sí»; y «El todo es siempre
mayor que su parte»; y «Si de cosas iguales se quitan iguales cosas, lo que
queda es también igual». En éstos hay que distinguir si el conocimiento de
tales principios se adquiere mediante la propia investigación, o mediante la
enseñanza. Si se adquiere de este segundo modo, creo que no es necesaria la
experiencia propiamente dicha, sino que supuesta la que basta para un claro
conocimiento de los términos y explicadas suficientemente por la enseñanza sus
nociones, sin otra experiencia puede el entendimiento, usando su luz, asentir
con la evidencia y certidumbre requerida.
La
razón es que lo que se necesita para este asentimiento evidente -sea la
experiencia, sea cualquier otra declaración de los términos- se necesita
según aclaramos en la primera parte de la dificultad, no como razón formal del
asentimiento, ni tampoco como principio por sí mismo eficiente o productor del
acto de asentimiento, sino como aplicación adecuada del objeto. Y no hay
ninguna razón suficiente que persuada que la experiencia entendida en todo
rigor -en cuanto incluye la intuición, comparación e inducción de muchos
singulares- sea necesaria para la suficiente aplicación de estos principios,
por la suficiente aprehensión de los términos y la inteligencia y apta
conexión de sus nociones. ¿Por qué, pues, no podrá esto suplirse con la
enseñanza, empleando a lo más uno que otro ejemplo sensible que, apenas
penetrado suficientemente por el entendimiento, haga aparecer inmediatamente
evidente por sí misma la verdad del principio?
La
experiencia misma lo confirma: para admitir estos principios en la enseñanza,
nadie espera una inducción basada en muchos singulares, ni tampoco un
conocimiento experimental, sino que -supuesta una mediocre diligencia en el
maestro- todos entienden facilísimamente la noción de los términos y en
seguida con la mente intuyen su verdad.
29.-
La experiencia de los principios es generalmente necesaria en la investigación
personal de las ciencias.
En
cambio, los que adquieren las ciencias con sola la investigación personal,
necesitan de la experiencia para el conocimiento de estos principios, porque sin
ella y sin la ayuda extrínseca del maestro y de la enseñanza, no se puede ni
proponer estos principios, ni conocer la noción de sus términos de un modo que
baste para prestarles un asentimiento evidente.
El
testimonio de Aristóteles confirma esto mismo, y la práctica lo enseña
suficientemente. La razón es que nuestro conocimiento intelectivo es muy
limitado e imperfecto, y depende mucho del sentido; por eso, sin ayuda
suficiente no puede avanzar con bastante certidumbre y firmeza.
De
aquí nace -como anotó Aristóteles, lib. 8 de la Física, c. 3- el
que frecuentemente los que confían mucho en el entendimiento y abandonan el
sentido, yerran fácilmente en las cosas de la naturaleza. Sin embargo, conviene
en esto hacer alguna restricción, y entenderlo nada más que como regla
general; porque podría haber alguien dotado de tal ingenio, y que tan atenta y
reflexivamente examinase las nociones de «todo» y de «parte», por ejemplo,
en un solo singular que con esto inmediatamente percibiese la verdad de todo el
principio. Así dicen los teólogos del alma de Cristo que con sola la potencia
natural de su ingenio, sin especial ayuda sobrenatural, de un solo fantasma
deducía muchas verdades o principios. Y es que el medio de la experiencia no es
tan necesario por sí mismo, que no pueda suplirse de otra manera.
- 30 -
Hay,
finalmente, otros principios que son particulares y propios de cada ciencia, y
en éstos verosímilmente es necesaria la experiencia y comparación de muchos
singulares, para un asentimiento firme y evidente; y esto, no sólo en el caso
de la investigación personal -cosa evidentísima- sino aun en el caso de la
enseñanza. En efecto: el concepto de los términos en estos principios no es
tan conocido y fácil que cualquier exposición de ellos baste, si el que
aprende no los compara con los singulares que conoce, y no ve que coincide
exactamente con ellos y con todo lo demás que de tales cosas ha experimentado;
y además no le consta que jamás han sido puestos en tela de juicio.
Por
otra parte, hay casi siempre en estos principios tanta dificultad, que en ellos
apenas se llega al asentimiento por sí mismo evidente -que es el propio de los
principios-; y generalmente se permanece en la inducción y en el conocimiento
«a posteriori». Esto es señal de que para obtener el asentimiento evidente
partiendo de solas las nociones bien conocidas de sus términos es necesaria
mucha experiencia: mayor en el caso de la investigación personal, alguna por lo
menos en el de la enseñanza; aunque siempre el más o el menos dependerá de la
diversidad de ingenios.
31.-
Diversas divisiones de la ciencia.
En
quinto lugar propone Aristóteles la división de las artes o ciencias (ya hemos
advertido que estos nombres se usan aquí indiferentemente) en ciencias
prácticas y ciencias especulativas; su diferencia está en que las prácticas
se dirigen a la actividad o bienestar de la vida, y las especulativas sólo al
conocimiento de la verdad. Las prácticas también tácitamente las subdivide en
necesarias para la vida y convenientes para la delectación (se entiende la
sensible). A la primera clase pertenecen las artes mecánicas, por ejemplo, la
de zapatería, etc., o la medicina y otras semejantes; en la segunda, parecen
incluirse las artes llamadas liberales, como la música, la pintura y, en una
palabra, todas las que tienen por objeto deleitar los sentidos.
De
todas éstas separa la ciencia especulativa que se detiene en la contemplación
de la verdad y solamente por ella existe, de manera que siguiendo el recto y
mejor orden de la naturaleza -aunque traiga consigo gran delectación- no se la
busque por la delectación, sino por ella misma; y la delectación sólo en
cuanto ayuda a la función de la consideración y contemplación de la verdad,
con mayor quietud y perseverancia. De tal característica deduce con toda
legitimidad, que esta clase de ciencia es superior a la otra; y que los
dedicados a la contemplación de la verdad por ella misma, han de ser tenidos
por más sabios. Es, en efecto, más noble lo que es por sí mismo, que lo que
es por otra cosa; además, lo más precioso en el hombre es la contemplación de
la verdad, y ésta es tanto más excelente cuanto se ocupa en cosas más
elevadas y que no se ordenan a la práctica. Hasta aquí Aristóteles.
32.-
Conclusión de todas las expresiones de Aristóteles ya explicadas.
De
todo esto, Aristóteles parece -como dije- concluir que el apetito de saber dado
al hombre por la naturaleza, tiende ante todo a la contemplación de la verdad
por sí misma, ya que ésta es la suprema operación del hombre. De lo cual se
deduce consecuentemente la tesis que se proponía, a saber: que este apetito
está más inclinado a las ciencias especulativas que a las otras, porque se
ordenan a contemplar la verdad por ella misma. Pero con esto no se afirma que el
apetito de saber no nos atraiga también a las ciencias prácticas, sino sólo
que lo hace con más ímpetu hacia las especulativas.
33.-
Las ciencias prácticas suelen también apetecerse por el solo conocimiento de
la verdad.
Tal
vez se pregunte alguno: ¿pueden las ciencias prácticas apetecerse por el
conocimiento de la verdad, deteniéndose en él solo, sin buscar utilidad alguna
de hecho?
Algunos
parecen afirmar que en realidad no pueden los hombres apetecer las ciencias
prácticas buscando la ciencia únicamente, sino que las pretenden sólo por el
obrar.
Sin
embargo, aunque la diferencia entre la ciencia práctica y la especulativa esté
en que la práctica de por sí se ordena a la obra y la especulativa no -como se
expondrá en su debido lugar-, esto no impide que la ciencia práctica próxima
e inmediatamente proporcione el conocimiento de alguna verdad; más aún, esto
es necesario, pues de lo contrario no sería ciencia. Ahora bien, todo
conocimiento de la verdad es de por sí amable, aunque no proporcione otra
utilidad, porque de por sí es una gran perfección de la naturaleza
intelectual. Y en consecuencia las ciencias prácticas también son apetecibles
en razón del conocimiento de la verdad, aunque se detengan en él, y no se
ordenen al obrar.
Confirma
esto mismo el que si fuese de otra manera, en realidad no se desearían en
virtud del apetito de saber, porque se desearían solamente como medios, y el
medio como tal no se desea sino en virtud de la tendencia a un fin; y así, la
música se desearía en virtud del apetito de deleite o lucro, y lo mismo en
otros casos; pero no en virtud del puro apetito de ciencia, siendo así que son
verdaderas y en su género perfectas ciencias.
La
experiencia también lo muestra: muchos hay que se deleitan en el ejercicio de
estas ciencias, no por el obrar o por la utilidad, sino solamente por el saber.
Con
todo, por lo general, no se buscan si no es por alguna utilidad humana, por ser
esto más conforme a la orientación y fin de esas artes, y también porque
frecuentemente lo agradable al sentido o las necesidades y deleites son más
atrayentes; fuera de que si la ciencia hubiera de ser buscada únicamente por la
verdad, el hombre la buscaría en otras ciencias más nobles, máxime siéndole
imposible dedicarse juntamente a todas.
En
resumen: si las ciencias prácticas son ciertamente apetecibles, mucho más lo
son las especulativas, si se atiende al apetito del hombre en cuanto hombre, y
el bienestar humano y las necesidades no lo impiden.
34.-
Solución total del problema.
Por
fin, de todo lo dicho se concluye la afirmación propuesta: la Metafísica es lo
más apetecible para el hombre en cuanto es hombre, tanto con apetito natural,
como con el racional si se lo ordena con toda perfección.
Aristóteles
al fin del mismo capítulo da como prueba tácita el que entre todas las
ciencias especulativas, como hemos explicado en la sección anterior, ésta es
la que más merece el nombre de sapiencia por ocuparse en las primeras causas y
en los principios de todas las cosas. Ahora bien, si las ciencias especulativas
son las más apetecidas de todas, y entre ellas ésta es la suprema, será
ciertamente de por sí la más apetecible.
Por
último: el apetito mayor del hombre es aquel que tiende a su felicidad natural,
la cual se adquiere por medio de esta ciencia, o mejor consiste en la perfecta
posesión de ella. Porque esta felicidad, como se enseña en el lib. 10 de la Ética,
está puesta en la contemplación de Dios y de las substancias separadas,
contemplación que es el acto propio y el fin principal de esta ciencia: por
consiguiente, la felicidad natural consiste en el acto de esta ciencia, y así
el apetito de ella es el más conforme tanto a la naturaleza como a la recta
razón.
Lo
único, pues, que falta es el que con toda diligencia y entusiasmo nos ocupemos
en la investigación de ciencia tan perfecta.