Las meditaciones de un paseante solitario


(...) Todo ha terminado en esta tierra para mí. Ya no se me puede hacer ni bien ni mal. Ya no me queda nada que esperar ni temer en este mundo, y heme allí tranquilo en el fondo del abismo, pobre mortal desafortunado, pero impasible como el mismo Dios.

Todo cuanto es exterior a mí es además extraño. En este mundo ya no tengo ni prójimo, ni semejante, ni hermanos. En la tierra estoy como en un planeta extraño donde habría caído del que habitaba. Si a mi alrededor reconozco algunas cosas sólo son objetos aflictivos y desgarradores para mi corazón, y no puedo dirigir la mirada sobre lo que me afecta y me rodea sin encontrar siempre algún motivo de desdén que me indigna, o de dolor que me aflige. (...)

(...) Esta idea, lejos de parecerme cruel y desgarradora, me consuela, me tranquiliza, y me ayuda a resignarme. Yo no voy tan lejos como S. Agustín que se hubiera consolado con ser condenado si tal hubiera sido la voluntad de Dios. Mi resignación proviene de una fuente menos desinteresada, es cierto, pero no menos pura y más digna en mi opinión del Ser perfecto que adoro. Dios es justo; quiere que sufra y sabe que soy inocente. He ahí el motivo de mi confianza, mi corazón y mi razón me gritan que no me engañaré jamás. Dejemos hacer pues a los hombres y al destino; aprendamos a sufrir sin murmurar; todo volverá a su orden al final, y mi turno llegará tarde o temprano. (...)

(...) !Ah! ¿de qué me sirven luces tan tarde y tan dolorosamente adquiridas sobre mi destino y las pasiones ajenas de las que éste es producto? No he aprendido a conocer mejor a los hombres más que para sentir mejor la miseria en que me han sumido, sin que este conocimiento al descubrirme todas sus trampas me haya podido hacer evitar a ninguno. (...)

(...) Me dediqué al trabajo que había emprendido con un celo proporcionado a la importancia del asunto y a la necesidad que yo sentía tener de él. Vivía entonces con unos filósofos modernos que apenas se parecían a los antiguos. En lugar de aclarar mis dudas y de fijar mis irresoluciones, habían perturbado todas las certidumbres que creía tener sobre los puntos que me importaban más conocer: pues, ardientes misioneros del ateísmo y muy imperiosos dogmáticos, no soportaban sin cólera que alguien osase pensar distinto de ellos sobre el punto que fuera. A menudo me había defendido bastante débilmente por odio a la disputa y por poco talento para sostenerla; pero nunca adopté su desoladora doctrina, y esta resistencia a hombres tan intolerantes, no fue una de las menores causas que atizaron su animosidad.

No me habían persuadido pero me habían inquietado. Sus argumentos me habían alterado sin haberme convencido jamás; no encontraba ninguna buena respuesta, pero sentía que debía haberla. Yo me acusaba menos de error que de ineptitud, y mi corazón les respondía mejor que mi razón. (...) Su filosofía es para los demás; necesitaría una para mí. (...)