Segunda parte


El primero a quien, después de cercar un terreno, se le ocurrió decir "Esto es mío", y halló personas bastante sencillas para creerle, fue el verdadero fundador de la sociedad civil. Cuántos crímenes, guerras, muertes, miserias y horrores habría ahorrado al género humano el que, arrancando las estacas o arrasando el foso, hubiera gritado a sus semejantes: "¡Guardaos de escuchar a ese impostor; estáis perdidos si olvidáis que los frutos son para todos y que la tierra no es de nadie!" Pero bien podemos suponer que entonces no habían llegado las cosas al extremo de no poder ya perdurar tales como eran; porque esta idea de propiedad, como depende de muchas ideas anteriores que no han podido nacer sino sucesivamente, no se formó de un golpe en el espíritu humano. Fue menester progresar mucho, adquirir industria e ilustración, transmitirlas y aumentarlas de edad en edad antes de llegar a ese último término del estado de naturaleza. Tomemos, pues, las cosas desde más lejos y tratemos de reunir bajo un aspecto único la lenta sucesión de sucesos y de conocimientos de un orden más natural.

El primer sentimiento del hombre fue el de su existencia; su primer cuidado, el de su conservación. Los productos de la tierra le proveían de todos los auxilios necesarios a cuyo uso le llevaba el instinto. El hambre, otros apetitos, le hacían experimentar a su tiempo diversas maneras de existir, y así tuvo una que le invitó a propagar su especie y este ciego pensamiento, desprovisto del sentimiento del corazón, no producía sino un acto puramente animal. Satisfecho el deseo, los dos sexos no se conocían más, y el mismo hijo nada era para la madre tan pronto como podía prescindir de ella.

Tal fue la condición del hombre naciente; tal fue la vida de un animal, limitado desde luego a simples sensaciones, aprovechándose apenas de los dones que la naturaleza le ofrecía, lejos de arrancarle cosa alguna. Mas pronto se presentaron dificultades, y entonces fue preciso aprender a vencerlas: la altura de los árboles que le impedía llegar hasta sus frutos, la competencia de animales que buscaban también en ellos su alimento, la fiereza de aquellos que para alimentarse querían su misma vida, todo obligó al hombre a experimentarse en los ejercicios del cuerpo; necesitó hacerse ágil, rápido en la carrera, fuerte en la lucha. Las ramas de los árboles y las piedras como armas naturales se hallaron muy pronto al alcance de su mano. Aprendió a dominar los obstáculos de la naturaleza, a combatir en caso necesario con los demás animales, a disputar a los demás hombres la subsistencia y a resarcirse de lo que era preciso ceder al más fuerte.

A medida que iba extendiéndose el género humano, los trabajos se multiplicaron juntamente con los hombres. La diferencia de terrenos, de climas y de estaciones pudo obligarles a tenerla también en cuenta en su manera de vivir. Los años estériles, los inviernos prolongados y rudos, los abrasadores veranos que todo lo consumen, exigieron de ellos nueva industria. En las costas del mar y en las riberas fueron inventados los sedales y anzuelos, llegando de este modo a ser pescadores e ictiófagos. Hicieron en las selvas arcos y flechas, y se convirtieron en cazadores y en guerreros. Con las pieles de animales muertos a sus manos, se cubrieron en los países fríos. Un volcán, el rayo, cualquier feliz casualidad les dio a conocer el fuego, nuevo recurso contra el rigor del invierno; así aprendieron a conservar este elemento, a reproducirlo después y, por último, a asar en él las carnes que antes devoraban crudas.

Esta aplicación reiterada de los diversos seres a sí mismos y de los unos hacia los otros debió naturalmente de engendrar en el espíritu del hombre la percepción de ciertas relaciones. Estas relaciones que expresamos con las palabras grande, pequeño, fuerte, débil, rápido, lento, temeroso, atrevido, y otras semejantes ideas, comparadas por necesidad y casi sin pensar en ello, produjeron al fin en el hombre cierta especie de reflexión, o mejor, una prudencia maquinal que le indicaba las precauciones más necesarias para su seguridad.

Las nuevas luces que resultaron de este desarrollo aumentaron su superioridad sobre los demás animales, dándosela a conocer. Ejercitóse en armarles cepos, los engañó de mil maneras, y aunque muchos le aventajaban en fuerza en la pelea o rapidez en la carrera, de aquellos que podían servirle o perjudicarle llegó a ser, con el tiempo, de los unos dueño, y azote de los otros. Por esto, la primera mirada que puso en sí mismo produjo su primer movimiento de orgullo; por esto, acertando apenas a distinguir las jerarquías y considerándose el primero por su especie, se preparaba de lejos a intentar ser también el primero como individuo.

Aunque sus semejantes no fuesen para él lo que son para nosotros, y aunque no tuvo más comercio con ellos que con los restantes animales, aquéllos no estuvieron olvidados en sus observaciones. Las analogías que pudo el tiempo hacerle percibir entre ellos, su hembra y él mismo, le hicieron juzgar de aquellas que no percibía; y al ver que todos procedían como él había hecho en iguales circunstancias, dedujo que aquella manera de pensar y de sentir estaba enteramente conforme con la suya; una vez establecida esta importante verdad en su espíritu, le hizo seguir, por presentimiento tan seguro y más rápido que la dialéctica, las mejores reglas de conducta que en su provecho y seguridad le convenía guardar para con ellos.

Instruido por la experiencia de que el amor del bienestar es el único móvil de las acciones humanas, hallóse en situación de distinguir las pocas ocasiones en que, por común interés, debía contar con la existencia de sus semejantes y aquellas aún menos frecuentes en que la competencia debía hacerle desconfiar de ellos. En el primer caso, se unía con los demás en agrupación desordenada, o cuando más por alguna especie de asociación libre, que a nadie obligaba y que sólo duraba lo que la pasajera necesidad que la había formado. En el segundo, cada uno trataba de obtener su beneficio, a viva fuerza si creía poderlo así lograr, o por habilidad y astucia si se consideraba menos fuerte.

He aquí cómo los hombres pudieron adquirir insensiblemente alguna sumaria idea de los compromisos mutuos y de la ventaja de cumplirlos, pero sólo en tanto que podía exigirlo el interés presente y sensible, pues la previsión no era nada para ellos, y lejos de ocuparse de un porvenir remoto, ni aun pensaban en el mañana. Si se trataba de matar un ciervo, todos comprendían que para esto debían guardar fielmente su puesto; pero si acertaba a pasar una liebre al alcance de uno de ellos no hay que dudar que la perseguiría sin escrúpulo, y que después de alcanzar su presa no se cuidaría mucho de ocultarla a sus compañeros.

Fácil resulta así comprender que semejante comercio no exigía idioma mucho más escogido que el de las cornejas o el de los monos, que se agrupan poco más o menos lo mismo. Gritos inarticulados muchos gestos, algunos sonidos imitativos debieron de componer durante mucho tiempo la lengua universal, a la que uniendo en cada región algunos sonidos articulados y convencionales, de los que, según he dicho ya, no es muy fácil explicar la creación, se tuvieron idiomas particulares, pero groseros, imperfectos y tales como los que aún hoy tienen las naciones salvajes.

Recorro ahora con rapidez una multitud de siglos, obligado por el tiempo que se desliza, por la abundancia de las cosas que tengo que decir y por el progreso casi insensible de los principios; porque cuanto más lentos son los hechos en sucederse, más rápidos son de relatar.

Estos primeros progresos facilitaron al hombre otros inmediatos. Esclarecióse más el espíritu y más se perfeccionó la industria. Pronto, cesando de dormir en el primer árbol o de recogerse en la primera caverna, halló fuertes hachas de piedras duras y afiladas que le sirvieron para cortar leña, cavar la tierra, hacer barracas de ramaje que aprendió a endurecer con arcilla y barro. Ésta fue la época de la primera evolución, que dio por resultado el establecimiento y distinción de las familias y que introdujo cierta especie de propiedad, de donde quizá nacieron muchas querellas y combates. Sin embargo, como los más fuertes fueron probablemente los primeros en construir para sí las viviendas que sentíanse capaces de defender, es de creer que los débiles hallarían más breve y seguro el imitarlos que intentar desposeerlos; y en cuanto a los que ya tenían chozas, poco deseo debieron de experimentar de apropiarse las de sus vecinos, no tanto porque no les pertenecían como por no necesitarlas, y porque no podían apoderarse de ellas sin exponerse a una lucha vigorosa con la familia ocupante.

Los primeros progresos del corazón fueron el efecto de una situación nueva que reunía en vivienda común varios maridos y mujeres, padres e hijos. La costumbre de vivir reunidos hizo nacer los sentimientos más agradables que existen en los hombres: el amor conyugal y el amor paternal. Cada familia vino a ser una pequeña sociedad, tanto mejor unida cuanto que la mutua adhesión y la libertad eran los únicos vínculos; y entonces fue sin duda cuando se estableció la primera diferencia en el modo de vivir de los dos sexos, los cuales sólo una habían tenido hasta entonces. Pronto las mujeres fueron sedentarias y se acostumbraron a guardar la choza y los hijos, mientras que el hombre iba en busca de la subsistencia común. Así comenzaron los dos sexos, por medio de una vida algo más suave, a perder un poco de su rudeza y vigor; pero si cada uno separadamente llegó a ser menos apto para combatir las fieras, en cambio les fue más fácil reunirse para la común resistencia.

En este nuevo estado, con vida sencilla y solitaria necesidades limitadas, con instrumentos que habían inventado para proveer a ellas, los hombres gozaron de prolongados ocios, que emplearon en adquirir mayores especies de comodidad desconocidas a sus padres. Éste fue el primer día de sujeción y el primer origen de los males que prepararon para sus descendientes. Porque además de que continuaron viviendo así debilitando el cuerpo y el espíritu, estas comodidades perdieron por su repetición casi todo su agrado, y degeneraron al mismo tiempo en verdaderas necesidades, de manera que la privación llegó a ser mucho más cruel que dulce había sido la posesión, y sin hallar felicidad en poseerlas, en perderlas se hallaba la desgracia.

Se advierte algo mejor aquí cómo el uso de la palabra se estableció o se perfeccionó insensiblemente en el seno de cada familia, y aún se puede deducir cómo diversas causas particulares pudieron extender el lenguaje y apresurar el progreso, haciéndolo más necesario. Grandes inundaciones y temblores de tierra rodearon de agua o de precipicios las regiones habitadas; revoluciones del globo desunieron y cortaron en islas porciones del continente. Se concibe que entre hombres tan relacionados y obligados a vivir juntos debió de formarse un idioma común más pronto que entre aquellos que vagaban libremente en las selvas de tierra firme. Así es muy posible que, después de sus primeros ensayos de navegación, ciertos insulares hayan traído entre nosotros el uso de la palabra, y es por lo menos muy probable que la sociedad y las lenguas hayan nacido en las islas y allí se hayan perfeccionado antes de ser conocidas en el continente.

Todo empieza a cambiar de aspecto. Los hombres, hasta aquí errantes en los bosques, habiendo tomado residencia más fija, se relacionan lentamente, se reúnen en diversos grupos, y forman por último en cada región una nación particular, unida por costumbres y caracteres, no por reglamentos y leyes, sino por el mismo género de vida y alimentos y por la común influencia del clima. La vecindad constante no puede dejar de engendrar por fin alguna relación entre diversas familias. Jóvenes de diferente sexo habitan en cabañas vecinas, y el pasajero comercio que pide la naturaleza bien pronto trae consigo otro no menos dulce y permanente que el trato mutuo. Acostúmbranse a considerar diferentes objetos y a establecer comparaciones; se adquieren insensiblemente ideas de mérito y de belleza que producen sentimientos de preferencia. A fuerza de verse, no pueden prescindir ya de seguir viéndose. Un sentimiento tierno y suave va insinuándose en el alma, y ante la menor oposición conviértese en furor impetuoso; los celos se despiertan con el amor, la discordia triunfa y la más dulce de las pasiones recibe sacrificios de sangre humana.

A medida que las ideas y los sentimientos se suceden y que el espíritu y el corazón se ejercitan, el género humano se domestica, los vínculos se extienden y los lazos se aprietan. Se hizo costumbre de reunirse delante de las cabañas o en derredor de un gran árbol; el canto y la danza, verdaderos hijos del amor y de la ociosidad, llegaron a ser la diversión o, mejor, la ocupación de los hombres y de las mujeres ociosos y agrupados. Cada uno comenzó a mirar a los demás y a querer ser mirado él mismo, y a la estimación pública se le consideró como un premio. El que cantaba o bailaba mejor, el más hermoso, el más fuerte, el más diestro o más elocuente llegó a ser el más considerado, y éste fue el primer paso hacia la desigualdad y al mismo tiempo hacia el vicio. De estas primeras preferencias nacieron, por una parte, la vanidad y el desprecio, y por otra, la vergüenza y la envidia; y la fermentación producida por estas nuevas levaduras produjo al fin compuestos fatales para la felicidad y la inocencia.

Tan pronto como los hombres hubieron comenzado a estimarse mutuamente y la idea de consideración se formó en su espíritu, todos pretendieron tener derecho a ella, y no fue posible que impunemente faltase para nadie. De aquí nacieron los primeros deberes de la cortesía aun entre los salvajes, y de aquí que toda sinrazón voluntaria llegara a ser un ultraje, porque juntamente con el mal que resultaba de la injuria, el ofendido advertía el desprecio de su persona, con frecuencia más insoportable que el mismo mal. He ahí como castigando cada uno el desprecio que se le había manifestado, en proporción de la estimación que de sí mismo tenía, las venganzas se hicieron terribles y los hombres, sanguinarios y crueles. Precisamente ahí vemos el grado a que llegan la mayoría de los pueblos salvajes que conocemos. Por no haber distinguido suficientemente las ideas, observando cuán lejos estaban ya los pueblos del primer estado de naturaleza, es por lo que muchos se han apresurado a deducir que el hombre es naturalmente cruel y que necesita una autoridad que le suavice, siendo así que nada hay más tranquilo que el hombre en su primitivo estado, cuando puesto por la naturaleza a igual distancia de la estupidez de los brutos y de la funesta ilustración del hombre civilizado, y llevado por el instinto, la razón juntamente a prevenirse contra el mal que le amenaza, se siente cohibido por la piedad natural a hacer mal a nadie por causa alguna, aunque él lo haya recibido. Porque, según el axioma del sabio Locke, "no es posible que haya injuria en donde no hay propiedad".

Pero es preciso observar que, comenzada la sociedad y establecidas las relaciones entre los hombres, exigieron en ellos condiciones distintas de las que tenían por su constitución primitiva; que empezando a introducirse la moralidad en las acciones humanas, y siendo cada uno antes que hubiera leyes, el único juez y vengador de las ofensas recibidas, la bondad conveniente en el genuino estado de naturaleza no era ya la que convenía a la naciente sociedad; que era necesario que los castigos fuesen más severos a medida que las ocasiones de ofender fueran más frecuentes; y que el miedo a las venganzas era el llamado a reemplazar a veces el freno de las leyes. Así, aunque los hombres hubiesen llegado a ser menos sufridos, y la piedad natural hubiera experimentado ya alguna alteración, este periodo del desarrollo de las facultades humanas, que mantenía un justo medio entre la indolencia del estado primitivo y la presuntuosa actividad de nuestro amor propio, debió de determinar la época más feliz y duradera.

Cuanto más se piensa en ello, mejor se comprende que ese estado era el menos sujeto a las revoluciones, el mejor para el hombre y que no ha debido salir de él sino por una fatal casualidad que, en bien de todos, no debió acontecer nunca. El ejemplo de los salvajes, comprobado precisamente por casi todos los observadores, parece confirmar que el género humano estaba hecho para permanecer en aquella condición para siempre; que dicho estado es la verdadera juventud del mundo, y que todos los progresos ulteriores han sido en apariencia otros tantos pasos hacia la perfección del individuo, siéndolo, en efecto, pero hacia la decrepitud de la especie.

Mientras los hombres se contentaron con sus cabañas rústicas; mientras se limitaron a coser su vestido de pieles con espinos o zarzas, a ponerse por adorno conchas o plumas, a pintarse el cuerpo de varios colores, a perfeccionar o embellecer sus arcos y sus flechas, a tallar con piedras aguzadas canoas de pescador o toscos instrumentos de música; en una palabra, mientras sólo se dedicaron a obras que cualquiera podía hacer por sí, y a las artes que no necesitaban del concurso de muchas manos, vivieron libres, sanos, buenos y felices cuanto podían serlo por su naturaleza, y continuaron disfrutando entre ellos de comercio independiente. Pero desde el momento en que un hombre tuvo necesidad del auxilio de otro, desde que se advirtió que era útil a uno solo tener provisiones para dos, la igualdad desapareció, irítrodújose la propiedad, fue indispensable el trabajo y las extensas selvas se trocaron en sonrientes campiñas, que hubieron de regarse con el sudor del hombre, y en las cuales viéronse muy pronto germinar y crecer, juntamente con las semillas, la esclavitud y la miseria.

La metalurgia y la agricultura fueron las dos artes cuyo descubrimiento produjo revolución tan grande. Para el poeta son el oro y la plata los que han civilizado a los hombres; pero para el filósofo son el hierro y el trigo los que, al mismo tiempo que la civilización, trajeron la perdición del género humano. Así, uno y otro eran desconocidos para los salvajes de América, que por esto permanecieron siéndolo siempre. Los demás pueblos parece que continuaron en barbarie mientras que practicaron una de estas artes sin la otra; y una de las razones principales de que haya sido Europa, si no más pronto, al menos más constantemente ordenada que las otras partes del mundo, es que, al mismo tiempo que abundante en hierro, es la más fértil en trigo.

Es muy difícil acertar a comprender cómo los hombres han llegado a conocer y emplear el hierro, porque no es creíble que hayan imaginado por sí mismos sacar la materia de la mina y darle la preparación necesaria para ponerla en fusión sin saber antes lo que resultaría de estos hechos. Por otra parte, tampoco se puede atribuir este descubrimiento a incendio accidental, puesto que las minas no se forman sino en lugares áridos y desnudos de árboles y plantas, pudiendo decirse que la naturaleza había tomado precauciones para ocultarnos ese fatal secreto. Sólo cabe pensar en la circunstancia extraordinaria de algún volcán que, vomitando materias metálicas en fusión, daría a los observadores idea de imitar esta operación de la naturaleza. Con todo esto es preciso suponer mucho valor y previsión para comenzar un trabajo tan penoso y adivinar de tan lejos las ventajas que de ello podían obtenerse; lo que no cuadra bien sino en espíritus ya más despejados de lo que aquéllos sin duda lo eran.

En cuanto a la agricultura, su principio fue conocido mucho tiempo antes de que se estableciera su práctica, y no es fácil que los hombres ocupados sin cesar en sacar su sustento de los árboles y plantas estuvieran mucho tiempo sin advertir los medios que la naturaleza emplea para la genéración de los vegetales. Pero su industria probablemente tornaría muy tarde hacia ese lado, ya porque los árboles (que, con la caza y la pesca, proveían a su subsistencia) no tenían necesidad de sus cuidados ya porque no conocieran el uso del trigo, bien por la falta de instrumentos para cultivarlo, ya por la falta de previsión para las necesidades del porvenir, ya, en fin, por falta de medios para impedir a los demás la apropiación del fruto de sus trabajos. Trocados los hombres ya en más industriosos, puede creerse que con piedras afiladas y palos puntiagudos empezaron a cultivar algunas legumbres o raíces en derredor de sus cabañas, mucho antes de saber preparar el trigo y de tener los instrumentos necesarios para el cultivo en gran escala; sin contar con que, para entregarse a esta ocupación y sembrar las tierras, era menester resolverse a perder desde luego alguna cosa para ganar después mucho; precaución muy lejana del espíritu del hombre salvaje, que, como ya he dicho, tiene bastante trabajo con pensar por la mañana en sus necesidades de la tarde.

La invención de las demás artes fue, por tanto, necesaria para obligar al género humano a dedicarse a la agricultura. Desde que se necesitaron hombres para fundir y forjar el hierro, fueron precisos hombres para ocuparse de su manutención. Cuanto mayor número de obreros hubo, menor número de manos se emplearon en proveer a la subsistencia común, sin que por eso hubiera menor número de bocas para consumir; y como los unos necesitaron géneros en cambio de su hierro, los otros encontraron por fin el secreto de emplear el hierro en la multiplicación de los géneros. De aquí nacieron, por una parte el laboreo y la agricultura, y por otra, el arte de trabajar los metales y de multiplicar sus usos.

Del cultivo de las tierras sobrevino ineluctablemente su partición; y de la propiedad, una vez conocida, se derivaron las primeras reglas de justicia, porque, para dar a cada uno lo suyo, preciso es que cada uno pueda tener algo; después comenzaron los hombres a llevar sus miras al porvenir y hallándose todos con algunos bienes que perder no había ninguno que no temiera para sí las represalias de los perjuicios que podía causar a otro. Tanto más natural es este origen cuanto que es imposible concebir idea de la propiedad naciente anterior a la mano de obra, pues no se comprende que para apropiarse las cosas pueda el hombre poner más que su trabajo. El trabajo es lo único que, dando derecho al cultivador sobre el producto de la tierra que ha labrado, se le da, por consecuencia, sobre el suelo, por lo menos hasta la recolección; así, de año en año, al ejercer posesión continua, se transforma fácilmente en propiedad. Cuando los antiguos, dice Grocio, dieron a Ceres el epíteto de legisladora, y a una fiesta celebrada en su honor el nombre de Tesmoforias, dieron también a entender que la partición de las tierras ha producido nueva clase de derecho. Es decir, el derecho de propiedad, diferente del que resulta de la ley natural.

Las cosas hubieran podido permanecer en esta situación iguales si los talentos hubieran sido iguales, aconteciendo, por ejemplo, que el empleo del hierro y la conformación de los géneros hubieran mantenido siempre un contrapeso exacto. Pero la proporción no sostenida en nada fue pronto rota. El más fuerte produjo más obra, el más hábil sacó mejor partido de la suya, el más ingenioso halló medios de abreviar el trabajo. El labrador necesitó mayor cantidad de trigo, y trabajando lo mismo el uno ganaba mucho, mientras que el otro apenas tenía para vivir. Así es como la desigualdad natural se despliega insensiblemente con la desigualdad de combinación; y así también las diferencias de los hombres, ampliadas por las diferencias de circunstancias, son más sensibles, más permanentes en sus efectos, y comienzan a influir en la misma proporción sobre la suerte de los particulares.

Habiendo llegado las cosas a este punto, es fácil imaginar lo demás. No me detendré en describir la sucesiva invención de otras artes, el progreso de las lenguas, la prueba y el empleo de los talentos, la desigualdad de las fortunas, el uso o el abuso de las riquezas, ni los múltiples detalles que siguen a éstos, y que cada uno puede fácilmente suplir. Me limitaré a dirigir una ojeada sobre el género humano, colocado en ese nuevo orden de cosas.

He aquí, pues, todas nuestras facultades desarrolladas, la memoria y la imaginación en juego, el amor propio interesado, la razón en actividad y el espíritu casi al término de la perfección de que es susceptible. He aquí todas las condiciones naturales puestas en acción, establecida la posición y suerte de cada hombre, no sólo por la cantidad de bienes y el poder de servir o de dañar, sino sobre el espíritu, la belleza, la fuerza, la destreza, el mérito o el talento; y siendo estas cualidades las únicas que podían atraer la consideración, fue muy pronto necesario tenerlas o fingirlas; fue necesario, para su provecho, parecer distinto de lo que en verdad se era. Ser y parecer llegaron a convertirse en cosas desde luego distintas, y de esta distinción salieron el imponente orgullo; la engañadora astucia y todos los vicios que forman su séquito. Por otra parte; el hombre, de libre e independiente que antes era, se ha convertido en siervo de multitud de necesidades, sometido, por decirlo así, a toda la naturaleza, y principalmente a sus semejantes, de quienes llega a ser esclavo, aun siendo su señor; rico, tiene necesidad de sus servicios; pobre, necesita sus auxilios y la mediocridad no le coloca en situación de prescindir de ellos. Es preciso, pues, que trate sin necesidad de interesarlos en su suerte y de hacerles encontrar su propio interés en realidad o en apariencia, en trabajar para provecho suyo. Esto le hizo soberbio y artificioso con unos, duro e imperioso con otros, y le puso en necesidad de abusar de todos aquellos de que tenía precisión, cuando no pudo hacerse temer y cuando no halló interés en servirlos útilmente. Por fin, la voraz ambición, el ardor en acrecer su relativa fortuna, no tanto por verdadera necesidad como por colocarse por encima de los demás, inspiró a los hombres la mala idea de perjudicarse mutuamente; secreta envidia, tanto más peligrosa cuanto que, para herir con mayor seguridad, adoptó frecuentemente la máscara de la benevolencia. En una palabra, competencia y rivalidad por una parte; y por otra, oposición de intereses, y siempre el oculto deseo de obtener beneficios a expensas de otro. Todos estos males son el primer efecto de la propiedad y el inseparable séquito de la naciente desigualdad.

Antes de haberse inventado los signos representativos de riqueza, apenas ésta consistía en otra cosa que en tierras y en ganados, únicos bienes efectivos que los hombres podían poseer. Ahora bien: cuando las herencias se acrecentaron en número y en extensión, hasta el extremo de cubrir el suelo y de lindar unas con otras, no pudieron engrandecerse unos sino a expensas de los otros, y los menos capaces, impedidos por la debilidad o la indolencia de adquirir a su vez, convertidos en pobres, sin haber perdido cosa alguna, porque todo cambiaba en su derredor y sólo ellos seguían sin cambiar en nada, se vieron obligados a recibir o arrebatar su subsistencia de manos de los ricos, y de aquí empezaron a nacer, según los diversos caracteres de unos y otros, el dominio y la servidumbre, la violencia y el robo. Por su parte, los ricos, apenas conocieron el placer de dominar, inmediatamente empezaron a despreciar a los demás, y saliéndose de sus esclavos antiguos para someter a otros de nuevo, no trataron de otra cosa que de subyugar y sujetar a sus vecinos, semejantes a esos lobos hambrientos que, gustando una vez la carne humana, repugnan las demás y sólo gozan con devorar hombres.

Así es como los más poderosos y los más miserables, haciendo de sus fuerzas y de sus necesidades cierta especie de derecho al bien de otro, cosa equivalente, según ellos, al derecho de propiedad, hubieron de romper la igualdad y así sobrevino el más espantoso desorden. Así también las usurpaciones de los ricos, los latrocinios de los pobres, las desenfrenadas pasiones de todos, sofocando la piedad natural y la voz todavía débil de la justicia, hicieron a los hombres avaros, ambiciosos y perversos.

Entre el derecho del más fuerte y el derecho del primer ocupante surgió un perpetuo conflicto que no concluía sino por combates y homicidios. La naciente sociedad dio lugar al estado de guerra más terrible. El género humano, desolado y envilecido, no pudiendo volver sobre sus pasos ni renunciar a las desgraciadas adquisiciones que había hecho, y no trabajando sino en su vergüenza por el abuso de las facultades que le honran, colocóse por sí mismo en vísperas de su ruina.

    Attonitus novitate mali diviesque miserque,
    Effugere optat opes et quae modo voverat odit.

No es posible que los hombres hayan dejado de reflexionar acerca de situación tan miserable y sobre las calamidades que los agobiaban. Sobre todo los ricos debieron de sentir muy pronto cuán desventajosa les era una guerra constante, cuyos gastos hacían ellos solos, y en la cual les era común el riesgo de la vida, y particularmente el de los bienes. Además, cualquiera que fuese el pretexto que pudieran dar a sus usurpaciones, demasiado sabían que estaban fundamentadas en un derecho precario y abusivo, y que habiendo sido adquiridas por la fuerza, la fuerza podía quitárselas, sin que tuvieran razón para quejarse.

Aquellos mismos a quienes el ejercicio de la industria había enriquecido, no por esto podían fundar su propiedad en mejores títulos. Hubieran podido decir: "Yo soy quien ha levantado ese muro; he ganado este terreno por mi trabajo". "¿Quién te ha dado el alimento? —podría contestársele—. ¿Y en virtud de qué pretendes ser pagado a nuestra costa de un trabajo que no te hemos impuesto? ¿Ignoras que multitud de tus hermanos perecen o sufren necesidad de lo que tienes de sobra, y que necesitabas consentimiento expreso y unánime del género humano para apropiarte de la común subsistencia, de todo lo que iba más allá de la tuya?" Desprovisto de razones valederas para justificarse y de fuerzas suficientes para defenderse, aplastando fácilmente a un particular, pero destruido él mismo por cuadrillas de salteadores, solo contra todos, y no pudiendo, por sus recíprocos celos, unirse con sus iguales contra enemigos unidos por la común esperanza del robo, obligado por la necesidad, el rico concibió por fin el proyecto más reflexivo que jamás ha entrado en el espíritu humano; y fue emplear en su provecho las mismas fuerzas que le atacaban, tomar a sus adversarios por defensores suyos, inspirarles otras máximas y darles otras instituciones que fuesen para ellos tan favorables como adverso les era el derecho natural.

A este propósito, después de haber expuesto a sus vecinos el horror de una situación que armaba a los unos contra los otros, que hacía la posesión tan onerosa como la necesidad, y en la cual no hallaba seguridad ni en riqueza ni en pobreza, fácilmente inventó especiosas razones para conducirlos a dicho fin. "Unámonos —les dijo— para proteger a los débiles contra la opresión, contener a los ambiciosos y asegurar a cada uno la posesión de aquello que le pertenece. Establezcamos leyes de justicia y de paz, a cuya conformidad se obliguen todos, sin excepción de nadie, para que de esta manera se corrijan los caprichos de la fortuna, sometiendo por igual al poderoso y al débil al cumplimiento de recíprocos deberes. En una palabra, en lugar de volver nuestras fuerzas contra nosotros mismos, reunámoslas en un poder supremo que nos gobierne según sabias leyes, que proteja y defienda a los asociados, rechace a los comunes enemigos y nos mantenga en constante armonía."

Se necesitó menos que la equivalencia de este discurso para arrastrar a hombres incultos, fáciles de seducir, que además tenían demasiados negocios que desenredar entre sí para poder arreglárselas sin árbitros, y demasiada avaricia y ambición para poderse privar mucho tiempo de amos. Todos corrieron al encuentro de sus cadenas, creyendo asegurar su libertad; porque con demasiada razón, para sentir las ventajas de una fundación política, no tenían bastante experiencia para prever los peligros de ella; los más capaces de presentir los abusos eran precisamente los que imaginaban ir ganando, y aun los más sabios vieron que era preciso resignarse a sacrificar una parte de su libertad para conservar otra, del mismo modo que un herido se deja cortar un brazo para salvar lo restante del cuerpo.

Tal fue o debió ser el origen de la sociedad y de las leyes, que dieron nuevas trabas al débil y nuevas fuerzas al rico; destruyeron sin esperanza de recuperarla la libertad natural; fijaron para siempre la ley de propiedad y de desigualdad; hicieron de una torcida usurpación irrevocable derecho, y por beneficio de algunos ambiciosos, sujetaron a todo el género humano para lo sucesivo al trabajo, a la servidumbre y a la miseria.

Fácilmente se ve cómo el establecimiento de una sola sociedad hizo indispensable el de todas las demás y cómo para hacer frente a fuerzas unidas fue preciso unirse a su vez. Multiplicándose o extendiéndose rápidamente las sociedades, pronto cubrieron la superficie de la tierra, y no fue posible hallar un solo rincón del universo donde pudiera estarse libre del yugo o en donde estar a cubierto del golpe, con frecuencia mal dirigido; que amenazaba descargar la cuchilla constantemente suspendida sobre la cabeza del hombre. Habiendo llegado a ser así el derecho civil regla común de los ciudadanos, la ley natural no tuvo cabida sino en las distintas sociedades, donde bajo el nombre de derecho de gentes fue adoptada por tácitos convenios, a fin de hacer posible la comunicación y suplir a la conmiseración natural, la cual, perdiendo de sociedad en sociedad la fuerza que tenía de hombre a hombre, sólo vive en las grandes almas cosmopolitas que saltan las imaginarias barreras, separación de los pueblos, y que, a semejanza del Ser supremo que las ha creado, abrazan a todo el género humano.

Las sociedades políticas que siguieron entre sí en estado de naturaleza pronto se resintieron de los inconvenientes que habían obligado a los particulares a salir de él; y, hasta dicho estado fue aún más funesto entre esos grandes cuerpos sociales que antes lo había sido entre los individuos que los componían. De allí salieron las guerras nacionales, las batallas, las muertes, las represalias que hacen estremecerse a la naturaleza y ofenden a la razón, y todos estos prejuicios horribles que colocan en la categoría de las virtudes el honor de derramar sangre humana. Las gentes más honradas aprendieron a contar entre sus deberes el matar a sus semejantes; se vio al fin a los hombres destrozarse a millares sin saber por qué; cometíanse más muertes en una sola ciudad que las cometidas en el estado de naturaleza durante siglos enteros y en toda la superficie de la tierra. Tales fueron los primeros efectos que podemos entrever de la división del género humano en distintas sociedades. Volvamos a su instauración.

Yo sé que muchos han dado otros orígenes a las sociedades políticas, como conquistas del poderoso o unión de los débiles, pero para lo que voy a consignar considero indiferente la elección entre esas causas. Sin embargo, la que acabo de exponer me parece la más natural, por las siguientes razones: Primera, porque, en el primer caso, no siendo el derecho de conquista un verdadero derecho, no ha podido dar lugar a otro derecho alguno; el conquistador y los pueblos conquistados permanecen siempre entre sí en estado de guerra, a menos que, gozando de libertad la nación, escoja voluntariamente por jefe a su vencedor. Hasta entonces cuantas capitulaciones se hayan hecho, como sólo están fundadas en la violencia y, por tanto, son nulas por el mismo hecho, no puede haber en esta hipótesis ni verdadera sociedad ni cuerpo político ni otra ley que la del más fuerte. Segunda: porque estas palabras de fuerte y débil son equívocas en el segundo caso; porque, en el intervalo que se halla entre el establecimiento del derecho de propiedad o de primer ocupante y el de los gobiernos políticos, el sentido de estos términos está mejor expresado por los de pobre y rico; porque, en efecto, un hombre no tenía antes de las leyes otro medio de sujetar a sus iguales que combatir su bien o prestarles alguna parte del suyo. Tercera: porque, no teniendo los pobres nada que perder, fue gran locura suya renunciar voluntariamente al único bien que les quedaba, para no ganar nada en el cambio; porque, por el contrario, siendo los ricos sensibles, por decirlo así, en todas las partes de sus bienes era mucho más fácil hacerles mal en cuanto tenían por consecuencia que tomar mayores precauciones para estar seguros; y que, por último, lo más racional es creer que una cosa ha sido inventada por aquellos a quienes es útil, más bien que por aquellos a quienes perjudica.

El naciente gobierno no tuvo forma constante y regular. La falta de filosofía y de experiencia no dejaba comprender más que los inconvenientes inmediatos, y no se procuraba corregir los otros sino a medida que se presentaban. A pesar de los trabajos de sabios legisladores, el Estado político permaneció siendo imperfecto, porque casi era obra de la casualidad, y porque mal comenzado, descubriendo el tiempo los defectos y dando idea de sus remedios, jamás pudo corregir los vicios de su constitución; se acomodaba sin cesar lo que hubiera convenido arrojar al viento para purificar la atmósfera, y separar los materiales viejos, como hizo Licurgo en Esparta, para levantar después un buen edificio. La sociedad no consistía al principio más que en algunos convenios generales que todos los particulares se obligaban a cumplir y de cuyo cumplimiento respondía la comunidad ante cada uno de los asociados. Fue menester que la experiencia enseñase cuán débil era semejante constitución, y lo fácil que era a los infractores evitar la convicción o el castigo de las faltas de que sólo el público debía ser testigo y juez; fue preciso que la ley se eludiese de mil maneras. Fue necesario que los inconvenientes y los desórdenes se multiplicasen continuamente para que se tratase por fin de confiar a particulares el peligroso depósito de la autoridad pública, y se atribuyera a magistrados el cuidado de hacer cumplir las deliberaciones del pueblo, porque decir que los jefes fueron elegidos antes de hacer la confederación y que los ministros de las leyes existieron antes que las mismas leyes es un supuesto que no se debe combatir seriamente.

No más racional sería creer que los pueblos se echaron desde su comienzo en brazos de un amo absoluto, sin condiciones y para siempre, y que el primer medio de proveer a la seguridad común que hayan imaginado los hombres soberbios e indómitos sea el precipitarse en la esclavitud. En efecto, ¿por qué se han dado a sí mismos unos superiores, si no es para ser defendidos contra la opresión y protegidos en sus bienes, sus libertades y sus vidas, que son, por decirlo así, los elementos constitutivos de su ser? Ahora bien: en las relaciones de hombre a hombre lo peor que puede suceder a uno, viéndose a discreción de otro, sería despojarse en manos de un jefe de aquellas cosas para cuya conservación habría tenido necesidad de sus auxilios. ¿Qué equivalente podría obtener a cambio de la concesión de tan magnífico derecho? Y si el jefe se hubiera atrevido a exigirlo al hombre, ¿no habría recibido seguidamente la respuesta del apólogo?: ¿Qué más podrá hacernos nuestro enemigo? Es, pues, indiscutible (y constituye la máxima fundamental de todo el derecho político) que los pueblos se han dado a sí mismos jefes para defender su libertad y no para esclavizarse. "Si tenemos príncipe —decía Plinio a Trajano— es para que nos preserve de tener un amo."

Los políticos sostienen acerca del amor a la libertad los mismos sofismas que los filósofos han enunciado acerca del estado de naturaleza; por lo que ven, juzgan las cosas muy distintas que no han visto y atribuyen a los hombres tendencia natural a la servidumbre por la paciencia con que sufren la suya los que tienen ante la vista, sin advertir que con la libertad sucede lo mismo que con la inocencia y la virtud, cuyo valor no se conoce hasta que se disfruta de ellas, y cuyo gusto desaparece tan pronto como se pierden. "Conozco las delicias de tu país —decía Brasidas a un sátrapa que comparaba la vida de Esparta con la de Persépolis—; pero tú no puedes conocer los placeres del mío."

A la manera como un corcel indómito eriza sus crines, golpea la tierra con el casco y forcejea impetuoso con sólo sentir cerca el acicate, mientras que el caballo domado sufre paciente el látigo y la espuela, el hombre bárbaro no dobla su cuello al mismo yugo que el hombre civilizado lleva sin murmurar, y prefiere la libertad más borrascosa a la más tranquila sujeción. Por tanto, el envilecimiento de los pueblos esclavizados no puede servirnos para juzgar las disposiciones naturales del hombre contra la servidumbre, sino que hemos de valernos de los prodigios que han hecho todos los pueblos libres para protegerse contra la opresión. Sé muy bien que los primeros se envanecen sin cesar con la paz y el reposo de que disfrutan en sus cadenas, y que míserriman servitutem pacem appellant; pero cuando veo a los otros sacrificar los placeres, el reposo, la riqueza, el poderío y aun la vida, a la conservación de aquel único bien, tan menospreciado por aquellos que lo han perdido; cuando veo a los animales que nacen libres aborrecer la cautividad hasta romper su cabeza contra las rejas de su prisión; cuando veo a multitud de salvajes desnudos menospreciar las voluptuosidades europeas y desafiar el hambre, el fuego, el hierro y la muerte por conservar sólo su independencia, confieso que no incumbe a los esclavos discutir la libertad. En cuanto a la autoridad paternal, de la que muchos han hecho derivar el gobierno absoluto y toda la sociedad, sin recurrir a las demostraciones contrarias de Locke y de Sidney, basta con observar que nada hay en el mundo más apartado del espíritu cruel del despotismo que lo benigno de esta autoridad, que mira más a la ventaja del que obedece que a la utilidad del que manda; que por ley natural; el padre no es dueño del hijo sino en tanto que su auxilio es necesario; que más allá de ese término son completamente iguales, y que entonces el hijo, por completo independiente del padre, le debe respeto y no obediencia, porque el agradecimiento es deber que importa cumplir, pero no derecho que pueda exigirse. En lugar de decir que la sociedad civil deriva del poder paternal, es preciso decir, al contrario; que de la sociedad se deduce este poder; un individuo no fue considerado padre de muchos hasta que éstos permanecieron reunidos en derredor de él. Los bienes del padre, de los que verdaderamente es dueño, son los vínculos que mantienen bajo su dependencia a los hijos y puede no darles en su sucesión sino en la proporción en que lo hayan bien merecido en virtud de una continua deferencia a su voluntad. Ahora bien: lejos de tener los súbditos favor semejante que esperar de su déspota, como ellos (juntamente con las cosas que poseen) le pertenecen, o al menos aquél lo pretende así, se ven reducidos a recibir como favor aquello que de su propio bien les deja; hace justicia cuando los despoja y dispensa gracia cuando los deja vivir.

Continuando el examen de los hechos conforme al derecho, no se hallaría más solidez que verdad en la voluntaria fundación de la tiranía y sería difícil demostrar la validez de un contrato que sólo obligaría a una de las partes, en el que todo se hallaría en favor de una de ellas y nada en el de la otra, y que sólo redundaría en perjuicio del sometido por la fuerza. Este odioso sistema está muy lejos de ser, aún hoy, el de los monarcas buenos y prudentes y sobre todo de los reyes de Francia, como puede verse en varios lugares de sus edictos, y particularmente en el siguiente párrafo de un célebre escrito publicado en 1667 en nombre y por orden de Luis XIV: "Que no se diga, pues, que el soberano no está sometido a las leyes de un Estado, puesto que la afirmación contraria es una verdad del derecho de gentes, atacada alguna vez por la lisonja, pero defendida siempre por los buenos príncipes como divinidad tutelar de sus Estados. ¡Cuánto más legítimo es decir, con el sabio Platón, que la completa felicidad de un reino consiste en que los súbditos obedezcan al príncipe, el príncipe obedezca a la ley y la ley sea conforme a derecho y siempre encaminada al bien público!" No me detendré en investigar aquí si siendo la libertad la facultad más noble del hombre, no degrada a la naturaleza y hasta ofende al Autor de sus días al ponerse al nivel de los brutos esclavos de su instinto, al renunciar sin limitación al más preciado de sus dones y al someterse a cometer todos los crímenes para complacer a un amo feroz e insensato; ni tampoco averiguar si Aquel sublime obrero debe hallarse mas irritado por la deshonra o por la destrucción de sus más bellas obras. Prescindiré aquí, por ejemplo, de la autoridad de Barbeyrac, quien declara abiertamente, según Locke, que ninguno puede vender su libertad hasta someterse a una potencia arbitraria que le trata a su arbitrio: "Porque —agrega— eso sería vender su propia vida, de la cual no es dueño". Preguntaré solamente con qué derecho aquellos que no temen envilecerse a sí mismos hasta ese punto han podido someter su posteridad a la misma ignominia y renunciar por ello a unos bienes que aquélla no posee por su liberalidad, y sin los cuales la propia vida es onerosa para todos los que son dignos de ella.

Pufendorff dice que así como se transfiere el bien de uno a otro mediante convenios o contratos, se puede también dejar algo de libertad en favor de alguno. Me parece que ése es un mal razonamiento; porque precisamente el bien que yo enajeno se convierte en cosa desde luego extraña y cuyo abuso es para mí indiferente; pero me importa que no se abuse de mi libertad, y yo no puedo (sin convertirme en culpable del mal que se me obligue a hacer) exponerme a ser instrumento del crimen. Además, como el derecho de propiedad es institución convencional y humana, cualquier hombre puede a su capricho disponer de lo que posee; pero no sucede lo mismo con los dones esenciales de la naturaleza, tales como la vida y la libertad, de las que se permite a todos disfrutar, pero de las cuales es por lo menos dudoso que se pueda prescindir enajenándolas. Despojándose de la una se degrada su ser; quitándose la otra se reduce a la nada cuanto en él existe. Y como ningún bien temporal puede indemnizar de una y otra, sería ofender al mismo tiempo a la naturaleza y a la razón renunciar a aquéllas por precio alguno. Pero, aunque se pudiese enajenar la libertad como los bienes, la diferencia sería grandísima para los niños que no disfrutan de los bienes del padre sino por transmisión de su derecho; mientras que, siendo la libertad un derecho que reciben de la naturaleza en condición de hombres, no tienen sus padres derecho alguno para desposeerlos de ella; de manera que, como para establecer la esclavitud ha sido preciso violentar la naturaleza, también ha sido necesario cambiarla para perpetuar aquel derecho. A todo esto ha habido jurisconsultos que han declarado solemnemente que el hijo de una esclava nace esclavo o, en otros términos, que un hombre no nace hombre!

Tengo por cierto que no sólo los gobiernos no han comenzado por el poder arbitrario, que no es más que la corrupción, el último extremo que en conclusión lleva a la única ley del más fuerte, de que al principio fueron el único remedio, sino que aun habiendo comenzado así dicho poder, siendo por naturaleza ilegítimo, no ha podido servir de fundamento a los derechos de la sociedad, ni, por consiguiente, a la desigualdad de su instauración. Sin entrar hoy en las investigaciones que aún están por hacerse sobre la naturaleza del pacto fundamental de todo gobierno, me limito, siguiendo la opinión común, a consignar aquí el establecimiento del cuerpo político como verdadero contrato entre el pueblo y los jefes que por sí eligió; contrato por el cual las dos partes se obligaban a la observancia de las leyes que para ello se estipulan y que constituyen los vínculos de su unión.

Habiendo reunido los pueblos para sus relaciones sociales todas las voluntades en una sola, todos los artículos en los cuales se explica esta voluntad llegan a ser otras tantas leyes fundamentales que obligan a los miembros del Estado sin excepción, y una de las cuales regula la elección y el poder de los magistrados encargados de velar por la ejecución de las demás leyes. Este poder se extiende a todo lo que puede mantener la constitución, sin ir hasta cambiarla. A ese poder añádense honores que hacen respetables las leyes y sus ministros, y para éstos personalmente, prerrogativas que les indemnizan de los penosos trabajos que cuesta una buena administración. Por su parte, el magistrado se obliga a no usar el poder que tiene confiado sino conforme a la intención de sus mandantes, a sostener a cada uno en el goce pacífico de lo que les pertenece, a preferir siempre la utilidad pública a su interés personal.

Antes de que la experiencia hubiese demostrado o el conocimiento del corazón humano hiciera prever los inevitables abusos de semejante constitución, debió ésta de parecer tanto mejor cuanto que los encargados de velar por su conservación eran los más interesados en ello, pues la magistratura y sus derechos están fundados en las leyes; tan pronto como éstas fueran destruidas, los magistrados dejarían de ser legítimos, el pueblo no estaría obligado a obedecerlos, y como no habría sido el magistrado, sino la ley la que habría constituido la esencia del Estado, cada uno volvería de derecho a su libertad natural.

Por poco que se reflexionara atentamente, se confirmaría esto por nuevas razones y se vería por la naturaleza del contrato que éste no puede ser irrevocable; porque si no había poder superior que pudiera ser garantía de la fidelidad de los contratantes ni obligarlos a llenar sus obligaciones recíprocas, las partes serían únicos jueces en su propia causa, y cada una de ellas tendría siempre el derecho de renunciar al contrato tan pronto como viese que la otra limitaba sus condiciones o que éstas dejaban de convenirle. En este principio parece que puede fundarse el derecho de abdicar. Ahora bien: si no se considera, como nosotros hacemos, más que la institución humana; si el magistrado que posee en su mano todo el poder y se apropia las ventajas del contrato tiene el derecho de renunciar a la autoridad, con mayor razón el pueblo, que paga todas las faltas de los jefes, debe tener derecho a renunciar a su dependencia. Pero las terribles disensiones, los desórdenes infinitos que necesariamente traería consigo este peligroso poder, enseñan mejor que cosa alguna cómo los gobiernos humanos tienen necesidad de base más sólida que la razón aislada, y cómo era necesario para la tranquilidad pública que la voluntad divina interviniera para dar a la autoridad soberana carácter sagrado e inviolable, que quitara a los súbditos el derecho funesto de disponer por sí mismos. Aunque la religión no hubiera hecho más bienes que éste a los hombres, sería bastante para que éstos la quisieran y adoptaran, aun con sus abusos, puesto que ahorra más sangre que la que puede hacer correr el fanatismo. Pero sigamos el curso de nuestra hipótesis.

Las diversas formas de gobierno deben su origen a las diferencias mayores o menores que se hallan entre los particulares; en el momento de su institución. ¿Un hombre era eminente en poder, en virtud, en riqueza o en crédito? Fue elegido magistrado único, y el Estado se hizo monárquico. Si muchos aproximadamente iguales entre sí dominaban por su crédito sobre los demás, fueron elegidos todos, constituyéndose una aristocracia. Aquellos cuya fortuna o talento eran menos desproporcionados y se habían separado en menor grado del estado de naturaleza guardaron en común la administración suprema y formaron una democracia. El tiempo comprobó cuál de estas formas era más ventajosa a los hombres. Unos estuvieron sometidos únicamente a las leyes; otros obedecieron muy pronto a los amos. Los ciudadanos quisieron conservar su libertad; los súbditos no se cuidaron más que de quitársela a sus vecinos, no pudiendo sufrir que otros gozasen de un bien que ellos no tenían. En una palabra: de un lado estuvieron las riquezas y las conquistas, y de otro, la felicidad y la virtud.. En estos diversos gobiernos, los magistrados fueron al principio electivos, y cuando la riqueza no lo impedía se concedía la preferencia al mérito, que da natural ascendiente, y a la edad, que acredita experiencia en los negocios y sangre fría en las deliberaciones. Los ancianos entre los hebreos, los gerontes de Esparta y el Senado de Roma y la misma etimología de nuestra palabra señor; prueban de qué modo era antaño respetada la vejez. A medida que las elecciones recaían en hombres de más avanzada edad, hacíanse más frecuentes, y mayores dudas se presentaban: aparecieron las cábalas, formáronse facciones, los partidos se agriaron, encendióse la guerra civil; por último, fue sacrificada la sangre de los ciudadanos a la pretendida felicidad del Estado, y se estuvo en vísperas de caer de nuevo en la anarquía de los tiempos anteriores. La ambición de los poderosos aprovechó estas circunstancias para perpetuar sus cargos en sus familias; el pueblo, habituado ya a la dependencia, al reposo y a las comodidades de la vida, y lejos asimismo de estar en situación de poder romper sus cadenas, consintió en el aumento de su servidumbre como medio de asegurar su tranquilidad; y así es como los jefes que llegaron a ser hereditarios, se acostumbraron a mirar su magistratura como un caudal de familia, a considerarse ellos mismos propietarios del Estado, del cual no eran, ciertamente, más que funcionarios; a llamar esclavos a sus conciudadanos; a contarlos, como a rebaños, entre el número de las cosas de su propiedad, y a llamarse a sí mismos iguales a los dioses y reyes de los reyes.

Si seguimos el progreso de la desigualdad en estas diferentes evoluciones, hallaremos que su primera causa fue la constitución de la ley y del derecho de propiedad; la institución de la magistratura, la segunda; y la tercera y última, el cambio de poder legítimo en poder arbitrario. De manera que la condición de rico o pobre fue autorizada por la primera época; la de poderoso o débil, por la segunda; y por la tercera, la de señor y esclavo, que es el último grado de la desigualdad y término a que llegan los demás, hasta que nuevas revoluciones disuelven de repente el gobierno o le aproximan a la institución legítima.

Para comprender la necesidad de este progreso, menos se necesita considerar los motivos del establecimiento del cuerpo político que la forma de ejecución que adopta y los inconvenientes que lleva consigo; porque los vicios que hacen necesarias las instituciones sociales son los mismos que hacen inevitable el abuso; y como, excepción hecha de Esparta, donde la ley vigilaba principalmente la educación de los niños, y donde Licurgo estableció costumbres que casi le excusaban de añadir ley alguna, en general son las leyes menos fuertes que las pasiones, los hombres continúan sin cambiar, y será fácil la demostración de que todo gobierno que sin alterarse ni viciarse sigue su camino, siempre conforme al fin de su institución, no tiene necesidad de existir, y que un país en donde nadie eludiese las leyes ni abusara de la magistratura no tendría necesidad de magistrados ni de leyes.

Las diferencias políticas llevan consigo por necesidad diferencias civiles. La desigualdad creciente entre el pueblo y los jefes se hizo muy pronto sentir entre los particulares, y se modificó de mil modos, según las pasiones, los talentos y los acontecimientos. El magistrado no sabría usurpar el poder ilegítimo sin procurarse auxiliares, a los cuales ha de ceder por necesidad alguna parte del mismo poder. Por otra parte, los ciudadanos no se dejan oprimir sino en caso de ser arrastrados por ciega ambición, y, mirando siempre más por abajo que por encima de ellos, llega a serles la dominación más querida que la independencia, contentándose con llevar sus cadenas para poderlas a su vez imponer a otros. Es muy difícil reducir a obediencia al que no trata de mandar, y el político más hábil no conseguiría sujetar a hombres que sólo quisieran ser libres; pero la desigualdad se extiende sin dificultad entre los hombres ambiciosos y cobardes, dispuestos siempre a correr los riesgos de la fortuna y a servir o dominar casi sin diferencia, según aquélla los favorece o les es adversa. Así debió de llegar un tiempo de fascinación para los ojos del pueblo, hasta el punto de que sus conductores sólo tenían que decir al más pequeño de los hombres: "Sé grande tú y tu raza", para que inmediatamente pareciese grande a todo el mundo y a sus propios ojos, elevándose sus descendientes a medida que se alejaban de él, pues cuanto más lejana e incierta era la causa, mayor era el efecto, más vagos podía contar entre sí una familia y más ilustre llegaba a ser.

Si fuera ésta la ocasión de entrar en detalles, explicaría fácilmente cómo la desigualdad de crédito y de autoridad se hace inevitable entre particulares tan pronto como, reunidos en sociedad, se ven obligados a compararse entre sí y a tener presentes las diferencias que hallan en el uso continuo que unos de otros tienen que hacer. Estas diferencias son de muchas clases; pero siendo en general la riqueza, la nobleza o jerarquía, el poder y el mérito personal las principales distinciones por las cuales se miden los hombres en la sociedad, podría demostrarse que el acuerdo o el conflicto de estas fuerzas diversas es la indicación más segura de un Estado bien o mal constituido; y yo haría ver que, entre esas cuatro fuentes de desigualdad, el mérito personal es la primera y la riqueza la última, porque la de utilidad más inmediata al bienestar es también la más fácil de comunicar; de donde fácilmente se deduce la afirmación hecha. Observación es ésta que puede hacer juzgar muy exactamente de la medida en que cada pueblo se ha separado de su institución primitiva y del camino que ha hecho hacia el término extremo de la corrupción. Haría observar cómo este deseo universal de reputaciones, honores y preferencias que a todos nos devora ejercita y compara talentos y fuerzas; cómo excita y multiplica las pasiones y cómo hace a todos los hombres competidores, rivales o más bien enemigos, causando todos los días contratiempos, éxitos y catástrofes de todas clases en la lid que sostienen tantos pretendientes. Podría también demostrar que, en efecto, a este ardor por hacerse objeto de conversación, a este furor de distinguirse que nos tiene casi siempre fuera de nosotros, es al que debemos lo que hay de mejor o de peor entre los hombres, nuestras virtudes y nuestros vicios, nuestras ciencias y nuestros errores, nuestros conquistadores y filósofos, es decir, una multitud de malas cosas por un pequeño número de buenas. Probaría, en fin, que si se ve a un puñado de poderosos y ricos en el apogeo de grandezas y fortuna, mientras que la multitud se arrastra en la oscuridad y la miseria, es porque los primeros no estiman las cosas de que disfrutan sino en cuanto los otros están privados de ellas, de manera que dejarían de ser felices si el pueblo dejase de ser miserable.

Pero estos detalles por sí solos serían bastante materia para una obra de importancia, en la cual se pesarían las ventajas y los inconvenientes de todo gobierno en relación con los derechos del estado de naturaleza, y en la que se descubrieran los distintos aspectos bajo los cuales se ha presentado hasta hoy la desigualdad, y podrá presentarse en los siglos futuros, según la naturaleza de sus gobiernos y las revoluciones que el tiempo traerá consigo necesariamente. Se vería a la multitud oprimida en el interior por una serie de precauciones, las mismas que ella había tomado antes contra lo que de fuera la amenazaba.

Se vería crecer continuamente la opresión sin que los oprimidos pudieran nunca saber qué término tendría ni qué medios legítimos les quedarían para poder detenerla. Se verían extinguirse poco a poco los derechos y las libertades nacionales, y cómo las reclamaciones de los débiles eran juzgadas como un rumor sedicioso. Se vería que la política limitaba a una mercenaria porción del pueblo el honor de defender la causa común. De todo esto se vería asimismo salir la necesidad de los impuestos y, entre tanto, el agricultor, desalentado, tendría, en tiempo de paz que verse obligado a abandonar el arado para empuñar el fusil o la espada. Se verían surgir las funestas y caprichosas reglas del honor. Se vería, por último, a los defensores de la patria ser pronto o tarde sus enemigos, tener levantado el puñal sobre sus conciudadanos y vendría un tiempo en que se les oyera decir al opresor de su país:

    Pectore si fratis gladium juguloque parentis
    Condere me jubeas, gravidaeque in viscera partu
    Conjugis, invita peragam tamen omnia dextra.

De la extremada desigualdad de las condiciones sociales y de las fortunas, de la diversidad de pasiones y de talento, de las artes inútiles, de las artes perniciosas y de las ciencias baladíes, saldrían multitud de prejuicios, igualmente contrarios a la razón a la felicidad y a la virtud; veríase fomentar por los jefes todo aquello que puede debilitar a los hombres reunidos, desuniéndolos; todo lo que puede dar a la sociedad un aspecto de concordia aparente, sembrando en ella gérmenes de división; todo aquello; en fin, que puede inspirar a los distintos órdenes desconfianza y odios mutuos, por oposición de sus derechos y de sus intereses, para llegar por estos medios a fortalecer el poder que a todos los contiene.

Del seno de este desorden y de estas revoluciones es como el despotismo, elevando de manera gradual su horrible cabeza y devorando cuanto percibiera de bueno y de sano en todas las partes del Estado, llegaría por fin a pisotear las leyes y al pueblo, y a instalarse sobre las ruinas de la república. Los tiempos que precedieran a este último cambio serían periodos de trastornos y calamidades; pero, al fin, todo sería tragado por el monstruo y los pueblos ya no tendrían más jefes ni más leyes, sino exclusivamente tiranos. A partir de este momento también dejaría de hablarse de buenas costumbres y de virtud, porque donde reina el despotismo, cui ex honesto nulla est spes; no sufre a ningún otro dueño; cuando él habla y actúa, se acabó la probidad y ya no hay deberes que consultar. La obediencia ciega es la única virtud que les queda a los esclavos.

Aquí está el último término de la desigualdad y el punto extremo que cierra el círculo y toca el punto de donde hemos partido. Aquí es donde todos los particulares llegan a ser iguales, porque no son nada, y donde por no tener los súbditos otra ley que la voluntad del señor, ni el señor otra regla que sus pasiones, se desvanecen de nuevo las nociones del bien y los principios de justicia. Todo se reduce a la ley del más fuerte, y, por consiguiente, a un nuevo estado de naturaleza, distinto de aquel por el cual hemos empezado, porque el uno era el estado natural en su pureza, y el otro, fruto de un exceso de corrupción. Tan poca diferencia hay, por otra parte; entre estos dos estados, y de tal manera el despotismo destruye el contrato de gobierno, que sólo el déspota es el amo mientras es el más fuerte, y por eso no podrá reclamar contra la violencia en cuanto se presente la ocasión de expulsarlo. El motín que acaba por estrangular o destronar al sultán es un acto tan jurídico como aquellos por los cuales el tirano disponía días antes de la vida y de los bienes de los súbditos. Sólo la fuerza le sostenía, la fuerza sólo le arroja. Todo acontece según el orden natural, y cualesquiera que sean las consecuencias de esas cortas y frecuentes revoluciones, nadie se queje de la injusticia de otro sino solamente de su ironía imprudencia y de su propia imprudencia y de su desgracia.

Descubriendo y siguiendo así los caminos olvidados y perdidos que han debido de conducir al hombre del estado natural al social; restableciendo, con las situaciones intermedias que acabo de señalar, aquellas que la prisa del tiempo me ha hecho suprimir, o que la imaginación no me ha inspirado, el lector atento no podrá menos de asombrarse de ver el inmenso espacio que separa esos dos estados. En esta lenta sucesión de las cosas hallará la solución de infinidad de problemas de moral y de política que los filósofos no pueden resolver. Comprenderá que no siendo el género humano de una época el mismo género humano de otra, la razón por la cual Diógenes no hallaba al hombre es porque buscaba entre sus contemporáneos al hombre de un tiempo ya desaparecido. Catón, dirá, murió con Roma y con la libertad, porque estuvo fuera de lugar en su siglo, y el más grande de los hombres no hizo más que asombrar al mundo que hubo gobernado quinientos años antes. En una palabra, explicará cómo, modificándose insensiblemente, el alma y las pasiones humanas cambian, por decirlo así, de naturaleza; porque nuestras necesidades y nuestros gustos cambian insensiblemente con el tiempo; porque desapareciendo por grados el hombre original, la sociedad sólo ofrece a la vista del sabio una reunión de hombres artificiales y de pasiones ficticias, que son el resultado de esas nuevas relaciones y no tienen un fundamento verdadero en la naturaleza.

Lo que con todo ello nos enseña la reflexión, lo confirma perfectamente la experiencia. El hombre salvaje y el hombre social difieren de tal modo en el fondo del corazón y en sus inclinaciones, que lo que constituye la suprema dicha de uno, pone en desesperación al otro. El primero sólo respira calma y libertad y no quiere más que vivir y estar ocioso, y aun la misma ataraxia del estoico no da una idea bastante exacta de su profunda indiferencia por cualquier otro objeto. Por el contrario, el ciudadano, siempre activo, suda, se agita, se atormenta sin cesar en busca de ocupaciones todavía más laboriosas; trabaja hasta morir, incluso corre hacia la muerte para ponerse en condiciones de vida o renuncia a ésta por adquirir la inmortalidad.

A los grandes, a los que aborrece, y a los ricos, a quienes desprecia, les hace la corte. Nada economiza para obtener el honor de servirlos; con orgullo se envanece de la protección de aquéllos y de su propia bajeza, y arrogante con su esclavitud, habla desdeñoso de aquellos que no tienen el honor de sufrirla. ¡Qué espectáculo para un caribe son los trabajos penosos y envidiados de un ministro europeo! ¡Cuántas muertes crueles preferiría ese indolente salvaje ante el horror de semejante vida, que con frecuencia ni aun está dulcificada por el placer de hacer bien! Pero, para ver el fin de tantos cuidados, sería preciso que las palabras poderío y reputación tuviesen sentido en su espíritu, que supiera que hay una clase de hombres que estiman en algo las miradas del resto del universo, que saben estar satisfechos y contentos de sí mismos por el testimonio de otro, más bien que por el suyo propio. Tal es, en efecto, la verdadera causa de todas estas diferencias: el salvaje vive en sí mismo; el hombre social, siempre fuera de sí, no sabe vivir más que en la opinión de los demás: y de ese único juicio deduce el sentimiento de su propia existencia.

No es mi propósito demostrar cómo de semejante disposición nació tanta indiferencia para el bien y el mal, juntamente con tan hermosos discursos de moral; cómo, reduciéndose todo a las apariencias, hízose todo ficticio y aparente: el honor, la amistad, la virtud y, con frecuencia, hasta los mismos vicios, cuyo secreto para glorificarlos se encuentra en definitiva; cómo, en una palabra, preguntando siempre a los demás lo que nosotros somos, y no atreviéndonos a preguntarnos a nosotros mismos, en medio de tanta filosofía, de humanidad, cortesía y máximas sublimes, no tenemos otra cosa que un exterior superficial y engañoso, honor sin virtud, razón sin sabiduría y placer sin felicidad. Me basta con haber probado que éste no es el estado original del hombre y que solamente el espíritu de la sociedad y de la desigualdad que ésta engendra son los que cambian de este modo todas nuestras inclinaciones naturales.

He intentado exponer el origen y el progreso de la desigualdad, la fundación y el abuso de las sociedades políticas, en cuanto estas cosas pueden deducirse de la naturaleza del hombre por las únicas luces de la razón, con independencia de los dogmas sagrados que dan a la autoridad soberana la sanción del derecho divino. Dedúcese de lo expuesto que, siendo la desigualdad casi nula en el estado de naturaleza, saca su fuerza y acrecentamiento del desarrollo de nuestras facultades y del progreso del espíritu humano, llegando por fin a ser permanente y legítima por la constitución de la propiedad y de las leyes.

Dedúcese además que la desigualdad moral autorizada únicamente por el derecho positivo es contraria al derecho natural, siempre qué no concurra en la misma proporción con la desigualdad física, distinción que determina suficientemente lo que debe pensarse a este propósito de la clase de desigualdad que existe entre todos los pueblos civilizados, puesto que con toda evidencia es contrario al derecho natural, de cualquier modo que se lo defina, que un niño mande a un anciano, que un imbécil sirva de gula al pobre sabio y que un grupo de personas rebose de superfluidades mientras la multitud hambrienta carece de lo necesario.