El primero a quien, después de cercar
un terreno, se le ocurrió decir "Esto es mío", y halló personas bastante
sencillas para creerle, fue el verdadero fundador de la sociedad civil.
Cuántos crímenes, guerras, muertes, miserias y horrores habría ahorrado al
género humano el que, arrancando las estacas o arrasando el foso, hubiera
gritado a sus semejantes: "¡Guardaos de escuchar a ese impostor; estáis
perdidos si olvidáis que los frutos son para todos y que la tierra no es
de nadie!" Pero bien podemos suponer que entonces no habían llegado las
cosas al extremo de no poder ya perdurar tales como eran; porque esta idea
de propiedad, como depende de muchas ideas anteriores que no han podido
nacer sino sucesivamente, no se formó de un golpe en el espíritu humano.
Fue menester progresar mucho, adquirir industria e ilustración,
transmitirlas y aumentarlas de edad en edad antes de llegar a ese último
término del estado de naturaleza. Tomemos, pues, las cosas desde más lejos
y tratemos de reunir bajo un aspecto único la lenta sucesión de sucesos y
de conocimientos de un orden más natural.
El primer sentimiento del
hombre fue el de su existencia; su primer cuidado, el de su conservación.
Los productos de la tierra le proveían de todos los auxilios necesarios a
cuyo uso le llevaba el instinto. El hambre, otros apetitos, le hacían
experimentar a su tiempo diversas maneras de existir, y así tuvo una que
le invitó a propagar su especie y este ciego pensamiento, desprovisto del
sentimiento del corazón, no producía sino un acto puramente animal.
Satisfecho el deseo, los dos sexos no se conocían más, y el mismo hijo
nada era para la madre tan pronto como podía prescindir de
ella.
Tal fue la condición del hombre naciente; tal fue la vida de
un animal, limitado desde luego a simples sensaciones, aprovechándose
apenas de los dones que la naturaleza le ofrecía, lejos de arrancarle cosa
alguna. Mas pronto se presentaron dificultades, y entonces fue preciso
aprender a vencerlas: la altura de los árboles que le impedía llegar hasta
sus frutos, la competencia de animales que buscaban también en ellos su
alimento, la fiereza de aquellos que para alimentarse querían su misma
vida, todo obligó al hombre a experimentarse en los ejercicios del cuerpo;
necesitó hacerse ágil, rápido en la carrera, fuerte en la lucha. Las ramas
de los árboles y las piedras como armas naturales se hallaron muy pronto
al alcance de su mano. Aprendió a dominar los obstáculos de la naturaleza,
a combatir en caso necesario con los demás animales, a disputar a los
demás hombres la subsistencia y a resarcirse de lo que era preciso ceder
al más fuerte.
A medida que iba extendiéndose el género humano, los
trabajos se multiplicaron juntamente con los hombres. La diferencia de
terrenos, de climas y de estaciones pudo obligarles a tenerla también en
cuenta en su manera de vivir. Los años estériles, los inviernos
prolongados y rudos, los abrasadores veranos que todo lo consumen,
exigieron de ellos nueva industria. En las costas del mar y en las riberas
fueron inventados los sedales y anzuelos, llegando de este modo a ser
pescadores e ictiófagos. Hicieron en las selvas arcos y flechas, y se
convirtieron en cazadores y en guerreros. Con las pieles de animales
muertos a sus manos, se cubrieron en los países fríos. Un volcán, el rayo,
cualquier feliz casualidad les dio a conocer el fuego, nuevo recurso
contra el rigor del invierno; así aprendieron a conservar este elemento, a
reproducirlo después y, por último, a asar en él las carnes que antes
devoraban crudas.
Esta aplicación reiterada de los diversos seres a
sí mismos y de los unos hacia los otros debió naturalmente de engendrar en
el espíritu del hombre la percepción de ciertas relaciones. Estas
relaciones que expresamos con las palabras grande, pequeño, fuerte, débil,
rápido, lento, temeroso, atrevido, y otras semejantes ideas, comparadas
por necesidad y casi sin pensar en ello, produjeron al fin en el hombre
cierta especie de reflexión, o mejor, una prudencia maquinal que le
indicaba las precauciones más necesarias para su seguridad.
Las
nuevas luces que resultaron de este desarrollo aumentaron su superioridad
sobre los demás animales, dándosela a conocer. Ejercitóse en armarles
cepos, los engañó de mil maneras, y aunque muchos le aventajaban en fuerza
en la pelea o rapidez en la carrera, de aquellos que podían servirle o
perjudicarle llegó a ser, con el tiempo, de los unos dueño, y azote de los
otros. Por esto, la primera mirada que puso en sí mismo produjo su primer
movimiento de orgullo; por esto, acertando apenas a distinguir las
jerarquías y considerándose el primero por su especie, se preparaba de
lejos a intentar ser también el primero como individuo.
Aunque sus
semejantes no fuesen para él lo que son para nosotros, y aunque no tuvo
más comercio con ellos que con los restantes animales, aquéllos no
estuvieron olvidados en sus observaciones. Las analogías que pudo el
tiempo hacerle percibir entre ellos, su hembra y él mismo, le hicieron
juzgar de aquellas que no percibía; y al ver que todos procedían como él
había hecho en iguales circunstancias, dedujo que aquella manera de pensar
y de sentir estaba enteramente conforme con la suya; una vez establecida
esta importante verdad en su espíritu, le hizo seguir, por presentimiento
tan seguro y más rápido que la dialéctica, las mejores reglas de conducta
que en su provecho y seguridad le convenía guardar para con
ellos.
Instruido por la experiencia de que el amor del bienestar es
el único móvil de las acciones humanas, hallóse en situación de distinguir
las pocas ocasiones en que, por común interés, debía contar con la
existencia de sus semejantes y aquellas aún menos frecuentes en que la
competencia debía hacerle desconfiar de ellos. En el primer caso, se unía
con los demás en agrupación desordenada, o cuando más por alguna especie
de asociación libre, que a nadie obligaba y que sólo duraba lo que la
pasajera necesidad que la había formado. En el segundo, cada uno trataba
de obtener su beneficio, a viva fuerza si creía poderlo así lograr, o por
habilidad y astucia si se consideraba menos fuerte.
He aquí cómo
los hombres pudieron adquirir insensiblemente alguna sumaria idea de los
compromisos mutuos y de la ventaja de cumplirlos, pero sólo en tanto que
podía exigirlo el interés presente y sensible, pues la previsión no era
nada para ellos, y lejos de ocuparse de un porvenir remoto, ni aun
pensaban en el mañana. Si se trataba de matar un ciervo, todos comprendían
que para esto debían guardar fielmente su puesto; pero si acertaba a pasar
una liebre al alcance de uno de ellos no hay que dudar que la perseguiría
sin escrúpulo, y que después de alcanzar su presa no se cuidaría mucho de
ocultarla a sus compañeros.
Fácil resulta así comprender que
semejante comercio no exigía idioma mucho más escogido que el de las
cornejas o el de los monos, que se agrupan poco más o menos lo mismo.
Gritos inarticulados muchos gestos, algunos sonidos imitativos debieron de
componer durante mucho tiempo la lengua universal, a la que uniendo en
cada región algunos sonidos articulados y convencionales, de los que,
según he dicho ya, no es muy fácil explicar la creación, se tuvieron
idiomas particulares, pero groseros, imperfectos y tales como los que aún
hoy tienen las naciones salvajes.
Recorro ahora con rapidez una
multitud de siglos, obligado por el tiempo que se desliza, por la
abundancia de las cosas que tengo que decir y por el progreso casi
insensible de los principios; porque cuanto más lentos son los hechos en
sucederse, más rápidos son de relatar.
Estos primeros progresos
facilitaron al hombre otros inmediatos. Esclarecióse más el espíritu y más
se perfeccionó la industria. Pronto, cesando de dormir en el primer árbol
o de recogerse en la primera caverna, halló fuertes hachas de piedras
duras y afiladas que le sirvieron para cortar leña, cavar la tierra, hacer
barracas de ramaje que aprendió a endurecer con arcilla y barro. Ésta fue
la época de la primera evolución, que dio por resultado el establecimiento
y distinción de las familias y que introdujo cierta especie de propiedad,
de donde quizá nacieron muchas querellas y combates. Sin embargo, como los
más fuertes fueron probablemente los primeros en construir para sí las
viviendas que sentíanse capaces de defender, es de creer que los débiles
hallarían más breve y seguro el imitarlos que intentar desposeerlos; y en
cuanto a los que ya tenían chozas, poco deseo debieron de experimentar de
apropiarse las de sus vecinos, no tanto porque no les pertenecían como por
no necesitarlas, y porque no podían apoderarse de ellas sin exponerse a
una lucha vigorosa con la familia ocupante.
Los primeros progresos
del corazón fueron el efecto de una situación nueva que reunía en vivienda
común varios maridos y mujeres, padres e hijos. La costumbre de vivir
reunidos hizo nacer los sentimientos más agradables que existen en los
hombres: el amor conyugal y el amor paternal. Cada familia vino a ser una
pequeña sociedad, tanto mejor unida cuanto que la mutua adhesión y la
libertad eran los únicos vínculos; y entonces fue sin duda cuando se
estableció la primera diferencia en el modo de vivir de los dos sexos, los
cuales sólo una habían tenido hasta entonces. Pronto las mujeres fueron
sedentarias y se acostumbraron a guardar la choza y los hijos, mientras
que el hombre iba en busca de la subsistencia común. Así comenzaron los
dos sexos, por medio de una vida algo más suave, a perder un poco de su
rudeza y vigor; pero si cada uno separadamente llegó a ser menos apto para
combatir las fieras, en cambio les fue más fácil reunirse para la común
resistencia.
En este nuevo estado, con vida sencilla y solitaria
necesidades limitadas, con instrumentos que habían inventado para proveer
a ellas, los hombres gozaron de prolongados ocios, que emplearon en
adquirir mayores especies de comodidad desconocidas a sus padres. Éste fue
el primer día de sujeción y el primer origen de los males que prepararon
para sus descendientes. Porque además de que continuaron viviendo así
debilitando el cuerpo y el espíritu, estas comodidades perdieron por su
repetición casi todo su agrado, y degeneraron al mismo tiempo en
verdaderas necesidades, de manera que la privación llegó a ser mucho más
cruel que dulce había sido la posesión, y sin hallar felicidad en
poseerlas, en perderlas se hallaba la desgracia.
Se advierte algo
mejor aquí cómo el uso de la palabra se estableció o se perfeccionó
insensiblemente en el seno de cada familia, y aún se puede deducir cómo
diversas causas particulares pudieron extender el lenguaje y apresurar el
progreso, haciéndolo más necesario. Grandes inundaciones y temblores de
tierra rodearon de agua o de precipicios las regiones habitadas;
revoluciones del globo desunieron y cortaron en islas porciones del
continente. Se concibe que entre hombres tan relacionados y obligados a
vivir juntos debió de formarse un idioma común más pronto que entre
aquellos que vagaban libremente en las selvas de tierra firme. Así es muy
posible que, después de sus primeros ensayos de navegación, ciertos
insulares hayan traído entre nosotros el uso de la palabra, y es por lo
menos muy probable que la sociedad y las lenguas hayan nacido en las islas
y allí se hayan perfeccionado antes de ser conocidas en el
continente.
Todo empieza a cambiar de aspecto. Los hombres, hasta
aquí errantes en los bosques, habiendo tomado residencia más fija, se
relacionan lentamente, se reúnen en diversos grupos, y forman por último
en cada región una nación particular, unida por costumbres y caracteres,
no por reglamentos y leyes, sino por el mismo género de vida y alimentos y
por la común influencia del clima. La vecindad constante no puede dejar de
engendrar por fin alguna relación entre diversas familias. Jóvenes de
diferente sexo habitan en cabañas vecinas, y el pasajero comercio que pide
la naturaleza bien pronto trae consigo otro no menos dulce y permanente
que el trato mutuo. Acostúmbranse a considerar diferentes objetos y a
establecer comparaciones; se adquieren insensiblemente ideas de mérito y
de belleza que producen sentimientos de preferencia. A fuerza de verse, no
pueden prescindir ya de seguir viéndose. Un sentimiento tierno y suave va
insinuándose en el alma, y ante la menor oposición conviértese en furor
impetuoso; los celos se despiertan con el amor, la discordia triunfa y la
más dulce de las pasiones recibe sacrificios de sangre humana.
A
medida que las ideas y los sentimientos se suceden y que el espíritu y el
corazón se ejercitan, el género humano se domestica, los vínculos se
extienden y los lazos se aprietan. Se hizo costumbre de reunirse delante
de las cabañas o en derredor de un gran árbol; el canto y la danza,
verdaderos hijos del amor y de la ociosidad, llegaron a ser la diversión
o, mejor, la ocupación de los hombres y de las mujeres ociosos y
agrupados. Cada uno comenzó a mirar a los demás y a querer ser mirado él
mismo, y a la estimación pública se le consideró como un premio. El que
cantaba o bailaba mejor, el más hermoso, el más fuerte, el más diestro o
más elocuente llegó a ser el más considerado, y éste fue el primer paso
hacia la desigualdad y al mismo tiempo hacia el vicio. De estas primeras
preferencias nacieron, por una parte, la vanidad y el desprecio, y por
otra, la vergüenza y la envidia; y la fermentación producida por estas
nuevas levaduras produjo al fin compuestos fatales para la felicidad y la
inocencia.
Tan pronto como los hombres hubieron comenzado a
estimarse mutuamente y la idea de consideración se formó en su espíritu,
todos pretendieron tener derecho a ella, y no fue posible que impunemente
faltase para nadie. De aquí nacieron los primeros deberes de la cortesía
aun entre los salvajes, y de aquí que toda sinrazón voluntaria llegara a
ser un ultraje, porque juntamente con el mal que resultaba de la injuria,
el ofendido advertía el desprecio de su persona, con frecuencia más
insoportable que el mismo mal. He ahí como castigando cada uno el
desprecio que se le había manifestado, en proporción de la estimación que
de sí mismo tenía, las venganzas se hicieron terribles y los hombres,
sanguinarios y crueles. Precisamente ahí vemos el grado a que llegan la
mayoría de los pueblos salvajes que conocemos. Por no haber distinguido
suficientemente las ideas, observando cuán lejos estaban ya los pueblos
del primer estado de naturaleza, es por lo que muchos se han apresurado a
deducir que el hombre es naturalmente cruel y que necesita una autoridad
que le suavice, siendo así que nada hay más tranquilo que el hombre en su
primitivo estado, cuando puesto por la naturaleza a igual distancia de la
estupidez de los brutos y de la funesta ilustración del hombre civilizado,
y llevado por el instinto, la razón juntamente a prevenirse contra el mal
que le amenaza, se siente cohibido por la piedad natural a hacer mal a
nadie por causa alguna, aunque él lo haya recibido. Porque, según el
axioma del sabio Locke, "no es posible que haya injuria en donde no hay
propiedad".
Pero es preciso observar que, comenzada la sociedad y
establecidas las relaciones entre los hombres, exigieron en ellos
condiciones distintas de las que tenían por su constitución primitiva; que
empezando a introducirse la moralidad en las acciones humanas, y siendo
cada uno antes que hubiera leyes, el único juez y vengador de las ofensas
recibidas, la bondad conveniente en el genuino estado de naturaleza no era
ya la que convenía a la naciente sociedad; que era necesario que los
castigos fuesen más severos a medida que las ocasiones de ofender fueran
más frecuentes; y que el miedo a las venganzas era el llamado a reemplazar
a veces el freno de las leyes. Así, aunque los hombres hubiesen llegado a
ser menos sufridos, y la piedad natural hubiera experimentado ya alguna
alteración, este periodo del desarrollo de las facultades humanas, que
mantenía un justo medio entre la indolencia del estado primitivo y la
presuntuosa actividad de nuestro amor propio, debió de determinar la época
más feliz y duradera.
Cuanto más se piensa en ello, mejor se
comprende que ese estado era el menos sujeto a las revoluciones, el mejor
para el hombre y que no ha debido salir de él sino por una fatal
casualidad que, en bien de todos, no debió acontecer nunca. El ejemplo de
los salvajes, comprobado precisamente por casi todos los observadores,
parece confirmar que el género humano estaba hecho para permanecer en
aquella condición para siempre; que dicho estado es la verdadera juventud
del mundo, y que todos los progresos ulteriores han sido en apariencia
otros tantos pasos hacia la perfección del individuo, siéndolo, en efecto,
pero hacia la decrepitud de la especie.
Mientras los hombres se
contentaron con sus cabañas rústicas; mientras se limitaron a coser su
vestido de pieles con espinos o zarzas, a ponerse por adorno conchas o
plumas, a pintarse el cuerpo de varios colores, a perfeccionar o
embellecer sus arcos y sus flechas, a tallar con piedras aguzadas canoas
de pescador o toscos instrumentos de música; en una palabra, mientras sólo
se dedicaron a obras que cualquiera podía hacer por sí, y a las artes que
no necesitaban del concurso de muchas manos, vivieron libres, sanos,
buenos y felices cuanto podían serlo por su naturaleza, y continuaron
disfrutando entre ellos de comercio independiente. Pero desde el momento
en que un hombre tuvo necesidad del auxilio de otro, desde que se advirtió
que era útil a uno solo tener provisiones para dos, la igualdad
desapareció, irítrodújose la propiedad, fue indispensable el trabajo y las
extensas selvas se trocaron en sonrientes campiñas, que hubieron de
regarse con el sudor del hombre, y en las cuales viéronse muy pronto
germinar y crecer, juntamente con las semillas, la esclavitud y la
miseria.
La metalurgia y la agricultura fueron las dos artes cuyo
descubrimiento produjo revolución tan grande. Para el poeta son el oro y
la plata los que han civilizado a los hombres; pero para el filósofo son
el hierro y el trigo los que, al mismo tiempo que la civilización,
trajeron la perdición del género humano. Así, uno y otro eran desconocidos
para los salvajes de América, que por esto permanecieron siéndolo siempre.
Los demás pueblos parece que continuaron en barbarie mientras que
practicaron una de estas artes sin la otra; y una de las razones
principales de que haya sido Europa, si no más pronto, al menos más
constantemente ordenada que las otras partes del mundo, es que, al mismo
tiempo que abundante en hierro, es la más fértil en trigo.
Es muy
difícil acertar a comprender cómo los hombres han llegado a conocer y
emplear el hierro, porque no es creíble que hayan imaginado por sí mismos
sacar la materia de la mina y darle la preparación necesaria para ponerla
en fusión sin saber antes lo que resultaría de estos hechos. Por otra
parte, tampoco se puede atribuir este descubrimiento a incendio
accidental, puesto que las minas no se forman sino en lugares áridos y
desnudos de árboles y plantas, pudiendo decirse que la naturaleza había
tomado precauciones para ocultarnos ese fatal secreto. Sólo cabe pensar en
la circunstancia extraordinaria de algún volcán que, vomitando materias
metálicas en fusión, daría a los observadores idea de imitar esta
operación de la naturaleza. Con todo esto es preciso suponer mucho valor y
previsión para comenzar un trabajo tan penoso y adivinar de tan lejos las
ventajas que de ello podían obtenerse; lo que no cuadra bien sino en
espíritus ya más despejados de lo que aquéllos sin duda lo eran.
En
cuanto a la agricultura, su principio fue conocido mucho tiempo antes de
que se estableciera su práctica, y no es fácil que los hombres ocupados
sin cesar en sacar su sustento de los árboles y plantas estuvieran mucho
tiempo sin advertir los medios que la naturaleza emplea para la genéración
de los vegetales. Pero su industria probablemente tornaría muy tarde hacia
ese lado, ya porque los árboles (que, con la caza y la pesca, proveían a
su subsistencia) no tenían necesidad de sus cuidados ya porque no
conocieran el uso del trigo, bien por la falta de instrumentos para
cultivarlo, ya por la falta de previsión para las necesidades del
porvenir, ya, en fin, por falta de medios para impedir a los demás la
apropiación del fruto de sus trabajos. Trocados los hombres ya en más
industriosos, puede creerse que con piedras afiladas y palos puntiagudos
empezaron a cultivar algunas legumbres o raíces en derredor de sus
cabañas, mucho antes de saber preparar el trigo y de tener los
instrumentos necesarios para el cultivo en gran escala; sin contar con
que, para entregarse a esta ocupación y sembrar las tierras, era menester
resolverse a perder desde luego alguna cosa para ganar después mucho;
precaución muy lejana del espíritu del hombre salvaje, que, como ya he
dicho, tiene bastante trabajo con pensar por la mañana en sus necesidades
de la tarde.
La invención de las demás artes fue, por tanto,
necesaria para obligar al género humano a dedicarse a la agricultura.
Desde que se necesitaron hombres para fundir y forjar el hierro, fueron
precisos hombres para ocuparse de su manutención. Cuanto mayor número de
obreros hubo, menor número de manos se emplearon en proveer a la
subsistencia común, sin que por eso hubiera menor número de bocas para
consumir; y como los unos necesitaron géneros en cambio de su hierro, los
otros encontraron por fin el secreto de emplear el hierro en la
multiplicación de los géneros. De aquí nacieron, por una parte el laboreo
y la agricultura, y por otra, el arte de trabajar los metales y de
multiplicar sus usos.
Del cultivo de las tierras sobrevino
ineluctablemente su partición; y de la propiedad, una vez conocida, se
derivaron las primeras reglas de justicia, porque, para dar a cada uno lo
suyo, preciso es que cada uno pueda tener algo; después comenzaron los
hombres a llevar sus miras al porvenir y hallándose todos con algunos
bienes que perder no había ninguno que no temiera para sí las represalias
de los perjuicios que podía causar a otro. Tanto más natural es este
origen cuanto que es imposible concebir idea de la propiedad naciente
anterior a la mano de obra, pues no se comprende que para apropiarse las
cosas pueda el hombre poner más que su trabajo. El trabajo es lo único
que, dando derecho al cultivador sobre el producto de la tierra que ha
labrado, se le da, por consecuencia, sobre el suelo, por lo menos hasta la
recolección; así, de año en año, al ejercer posesión continua, se
transforma fácilmente en propiedad. Cuando los antiguos, dice Grocio,
dieron a Ceres el epíteto de legisladora, y a una fiesta celebrada en su
honor el nombre de Tesmoforias, dieron también a entender que la partición
de las tierras ha producido nueva clase de derecho. Es decir, el derecho
de propiedad, diferente del que resulta de la ley natural.
Las
cosas hubieran podido permanecer en esta situación iguales si los talentos
hubieran sido iguales, aconteciendo, por ejemplo, que el empleo del hierro
y la conformación de los géneros hubieran mantenido siempre un contrapeso
exacto. Pero la proporción no sostenida en nada fue pronto rota. El más
fuerte produjo más obra, el más hábil sacó mejor partido de la suya, el
más ingenioso halló medios de abreviar el trabajo. El labrador necesitó
mayor cantidad de trigo, y trabajando lo mismo el uno ganaba mucho,
mientras que el otro apenas tenía para vivir. Así es como la desigualdad
natural se despliega insensiblemente con la desigualdad de combinación; y
así también las diferencias de los hombres, ampliadas por las diferencias
de circunstancias, son más sensibles, más permanentes en sus efectos, y
comienzan a influir en la misma proporción sobre la suerte de los
particulares.
Habiendo llegado las cosas a este punto, es fácil
imaginar lo demás. No me detendré en describir la sucesiva invención de
otras artes, el progreso de las lenguas, la prueba y el empleo de los
talentos, la desigualdad de las fortunas, el uso o el abuso de las
riquezas, ni los múltiples detalles que siguen a éstos, y que cada uno
puede fácilmente suplir. Me limitaré a dirigir una ojeada sobre el género
humano, colocado en ese nuevo orden de cosas.
He aquí, pues, todas
nuestras facultades desarrolladas, la memoria y la imaginación en juego,
el amor propio interesado, la razón en actividad y el espíritu casi al
término de la perfección de que es susceptible. He aquí todas las
condiciones naturales puestas en acción, establecida la posición y suerte
de cada hombre, no sólo por la cantidad de bienes y el poder de servir o
de dañar, sino sobre el espíritu, la belleza, la fuerza, la destreza, el
mérito o el talento; y siendo estas cualidades las únicas que podían
atraer la consideración, fue muy pronto necesario tenerlas o fingirlas;
fue necesario, para su provecho, parecer distinto de lo que en verdad se
era. Ser y parecer llegaron a convertirse en cosas desde luego distintas,
y de esta distinción salieron el imponente orgullo; la engañadora astucia
y todos los vicios que forman su séquito. Por otra parte; el hombre, de
libre e independiente que antes era, se ha convertido en siervo de
multitud de necesidades, sometido, por decirlo así, a toda la naturaleza,
y principalmente a sus semejantes, de quienes llega a ser esclavo, aun
siendo su señor; rico, tiene necesidad de sus servicios; pobre, necesita
sus auxilios y la mediocridad no le coloca en situación de prescindir de
ellos. Es preciso, pues, que trate sin necesidad de interesarlos en su
suerte y de hacerles encontrar su propio interés en realidad o en
apariencia, en trabajar para provecho suyo. Esto le hizo soberbio y
artificioso con unos, duro e imperioso con otros, y le puso en necesidad
de abusar de todos aquellos de que tenía precisión, cuando no pudo hacerse
temer y cuando no halló interés en servirlos útilmente. Por fin, la voraz
ambición, el ardor en acrecer su relativa fortuna, no tanto por verdadera
necesidad como por colocarse por encima de los demás, inspiró a los
hombres la mala idea de perjudicarse mutuamente; secreta envidia, tanto
más peligrosa cuanto que, para herir con mayor seguridad, adoptó
frecuentemente la máscara de la benevolencia. En una palabra, competencia
y rivalidad por una parte; y por otra, oposición de intereses, y siempre
el oculto deseo de obtener beneficios a expensas de otro. Todos estos
males son el primer efecto de la propiedad y el inseparable séquito de la
naciente desigualdad.
Antes de haberse inventado los signos
representativos de riqueza, apenas ésta consistía en otra cosa que en
tierras y en ganados, únicos bienes efectivos que los hombres podían
poseer. Ahora bien: cuando las herencias se acrecentaron en número y en
extensión, hasta el extremo de cubrir el suelo y de lindar unas con otras,
no pudieron engrandecerse unos sino a expensas de los otros, y los menos
capaces, impedidos por la debilidad o la indolencia de adquirir a su vez,
convertidos en pobres, sin haber perdido cosa alguna, porque todo cambiaba
en su derredor y sólo ellos seguían sin cambiar en nada, se vieron
obligados a recibir o arrebatar su subsistencia de manos de los ricos, y
de aquí empezaron a nacer, según los diversos caracteres de unos y otros,
el dominio y la servidumbre, la violencia y el robo. Por su parte, los
ricos, apenas conocieron el placer de dominar, inmediatamente empezaron a
despreciar a los demás, y saliéndose de sus esclavos antiguos para someter
a otros de nuevo, no trataron de otra cosa que de subyugar y sujetar a sus
vecinos, semejantes a esos lobos hambrientos que, gustando una vez la
carne humana, repugnan las demás y sólo gozan con devorar
hombres.
Así es como los más poderosos y los más miserables,
haciendo de sus fuerzas y de sus necesidades cierta especie de derecho al
bien de otro, cosa equivalente, según ellos, al derecho de propiedad,
hubieron de romper la igualdad y así sobrevino el más espantoso desorden.
Así también las usurpaciones de los ricos, los latrocinios de los pobres,
las desenfrenadas pasiones de todos, sofocando la piedad natural y la voz
todavía débil de la justicia, hicieron a los hombres avaros, ambiciosos y
perversos.
Entre el derecho del más fuerte y el derecho del primer
ocupante surgió un perpetuo conflicto que no concluía sino por combates y
homicidios. La naciente sociedad dio lugar al estado de guerra más
terrible. El género humano, desolado y envilecido, no pudiendo volver
sobre sus pasos ni renunciar a las desgraciadas adquisiciones que había
hecho, y no trabajando sino en su vergüenza por el abuso de las facultades
que le honran, colocóse por sí mismo en vísperas de su ruina.
Attonitus novitate mali diviesque miserque, Effugere optat opes
et quae modo voverat odit.
No es posible que los hombres hayan dejado de reflexionar acerca de
situación tan miserable y sobre las calamidades que los agobiaban. Sobre
todo los ricos debieron de sentir muy pronto cuán desventajosa les era una
guerra constante, cuyos gastos hacían ellos solos, y en la cual les era
común el riesgo de la vida, y particularmente el de los bienes. Además,
cualquiera que fuese el pretexto que pudieran dar a sus usurpaciones,
demasiado sabían que estaban fundamentadas en un derecho precario y
abusivo, y que habiendo sido adquiridas por la fuerza, la fuerza podía
quitárselas, sin que tuvieran razón para quejarse.
Aquellos mismos
a quienes el ejercicio de la industria había enriquecido, no por esto
podían fundar su propiedad en mejores títulos. Hubieran podido decir: "Yo
soy quien ha levantado ese muro; he ganado este terreno por mi trabajo".
"¿Quién te ha dado el alimento? —podría contestársele—. ¿Y en virtud de
qué pretendes ser pagado a nuestra costa de un trabajo que no te hemos
impuesto? ¿Ignoras que multitud de tus hermanos perecen o sufren necesidad
de lo que tienes de sobra, y que necesitabas consentimiento expreso y
unánime del género humano para apropiarte de la común subsistencia, de
todo lo que iba más allá de la tuya?" Desprovisto de razones valederas
para justificarse y de fuerzas suficientes para defenderse, aplastando
fácilmente a un particular, pero destruido él mismo por cuadrillas de
salteadores, solo contra todos, y no pudiendo, por sus recíprocos celos,
unirse con sus iguales contra enemigos unidos por la común esperanza del
robo, obligado por la necesidad, el rico concibió por fin el proyecto más
reflexivo que jamás ha entrado en el espíritu humano; y fue emplear en su
provecho las mismas fuerzas que le atacaban, tomar a sus adversarios por
defensores suyos, inspirarles otras máximas y darles otras instituciones
que fuesen para ellos tan favorables como adverso les era el derecho
natural.
A este propósito, después de haber expuesto a sus vecinos
el horror de una situación que armaba a los unos contra los otros, que
hacía la posesión tan onerosa como la necesidad, y en la cual no hallaba
seguridad ni en riqueza ni en pobreza, fácilmente inventó especiosas
razones para conducirlos a dicho fin. "Unámonos —les dijo— para proteger a
los débiles contra la opresión, contener a los ambiciosos y asegurar a
cada uno la posesión de aquello que le pertenece. Establezcamos leyes de
justicia y de paz, a cuya conformidad se obliguen todos, sin excepción de
nadie, para que de esta manera se corrijan los caprichos de la fortuna,
sometiendo por igual al poderoso y al débil al cumplimiento de recíprocos
deberes. En una palabra, en lugar de volver nuestras fuerzas contra
nosotros mismos, reunámoslas en un poder supremo que nos gobierne según
sabias leyes, que proteja y defienda a los asociados, rechace a los
comunes enemigos y nos mantenga en constante armonía."
Se necesitó
menos que la equivalencia de este discurso para arrastrar a hombres
incultos, fáciles de seducir, que además tenían demasiados negocios que
desenredar entre sí para poder arreglárselas sin árbitros, y demasiada
avaricia y ambición para poderse privar mucho tiempo de amos. Todos
corrieron al encuentro de sus cadenas, creyendo asegurar su libertad;
porque con demasiada razón, para sentir las ventajas de una fundación
política, no tenían bastante experiencia para prever los peligros de ella;
los más capaces de presentir los abusos eran precisamente los que
imaginaban ir ganando, y aun los más sabios vieron que era preciso
resignarse a sacrificar una parte de su libertad para conservar otra, del
mismo modo que un herido se deja cortar un brazo para salvar lo restante
del cuerpo.
Tal fue o debió ser el origen de la sociedad y de las
leyes, que dieron nuevas trabas al débil y nuevas fuerzas al rico;
destruyeron sin esperanza de recuperarla la libertad natural; fijaron para
siempre la ley de propiedad y de desigualdad; hicieron de una torcida
usurpación irrevocable derecho, y por beneficio de algunos ambiciosos,
sujetaron a todo el género humano para lo sucesivo al trabajo, a la
servidumbre y a la miseria.
Fácilmente se ve cómo el
establecimiento de una sola sociedad hizo indispensable el de todas las
demás y cómo para hacer frente a fuerzas unidas fue preciso unirse a su
vez. Multiplicándose o extendiéndose rápidamente las sociedades, pronto
cubrieron la superficie de la tierra, y no fue posible hallar un solo
rincón del universo donde pudiera estarse libre del yugo o en donde estar
a cubierto del golpe, con frecuencia mal dirigido; que amenazaba descargar
la cuchilla constantemente suspendida sobre la cabeza del hombre. Habiendo
llegado a ser así el derecho civil regla común de los ciudadanos, la ley
natural no tuvo cabida sino en las distintas sociedades, donde bajo el
nombre de derecho de gentes fue adoptada por tácitos convenios, a fin de
hacer posible la comunicación y suplir a la conmiseración natural, la
cual, perdiendo de sociedad en sociedad la fuerza que tenía de hombre a
hombre, sólo vive en las grandes almas cosmopolitas que saltan las
imaginarias barreras, separación de los pueblos, y que, a semejanza del
Ser supremo que las ha creado, abrazan a todo el género humano.
Las
sociedades políticas que siguieron entre sí en estado de naturaleza pronto
se resintieron de los inconvenientes que habían obligado a los
particulares a salir de él; y, hasta dicho estado fue aún más funesto
entre esos grandes cuerpos sociales que antes lo había sido entre los
individuos que los componían. De allí salieron las guerras nacionales, las
batallas, las muertes, las represalias que hacen estremecerse a la
naturaleza y ofenden a la razón, y todos estos prejuicios horribles que
colocan en la categoría de las virtudes el honor de derramar sangre
humana. Las gentes más honradas aprendieron a contar entre sus deberes el
matar a sus semejantes; se vio al fin a los hombres destrozarse a millares
sin saber por qué; cometíanse más muertes en una sola ciudad que las
cometidas en el estado de naturaleza durante siglos enteros y en toda la
superficie de la tierra. Tales fueron los primeros efectos que podemos
entrever de la división del género humano en distintas sociedades.
Volvamos a su instauración.
Yo sé que muchos han dado otros
orígenes a las sociedades políticas, como conquistas del poderoso o unión
de los débiles, pero para lo que voy a consignar considero indiferente la
elección entre esas causas. Sin embargo, la que acabo de exponer me parece
la más natural, por las siguientes razones: Primera, porque, en el primer
caso, no siendo el derecho de conquista un verdadero derecho, no ha podido
dar lugar a otro derecho alguno; el conquistador y los pueblos
conquistados permanecen siempre entre sí en estado de guerra, a menos que,
gozando de libertad la nación, escoja voluntariamente por jefe a su
vencedor. Hasta entonces cuantas capitulaciones se hayan hecho, como sólo
están fundadas en la violencia y, por tanto, son nulas por el mismo hecho,
no puede haber en esta hipótesis ni verdadera sociedad ni cuerpo político
ni otra ley que la del más fuerte. Segunda: porque estas palabras de
fuerte y débil son equívocas en el segundo caso; porque, en el
intervalo que se halla entre el establecimiento del derecho de propiedad o
de primer ocupante y el de los gobiernos políticos, el sentido de estos
términos está mejor expresado por los de pobre y rico; porque, en
efecto, un hombre no tenía antes de las leyes otro medio de sujetar a sus
iguales que combatir su bien o prestarles alguna parte del suyo. Tercera:
porque, no teniendo los pobres nada que perder, fue gran locura suya
renunciar voluntariamente al único bien que les quedaba, para no ganar
nada en el cambio; porque, por el contrario, siendo los ricos sensibles,
por decirlo así, en todas las partes de sus bienes era mucho más fácil
hacerles mal en cuanto tenían por consecuencia que tomar mayores
precauciones para estar seguros; y que, por último, lo más racional es
creer que una cosa ha sido inventada por aquellos a quienes es útil, más
bien que por aquellos a quienes perjudica.
El naciente gobierno no
tuvo forma constante y regular. La falta de filosofía y de experiencia no
dejaba comprender más que los inconvenientes inmediatos, y no se procuraba
corregir los otros sino a medida que se presentaban. A pesar de los
trabajos de sabios legisladores, el Estado político permaneció siendo
imperfecto, porque casi era obra de la casualidad, y porque mal comenzado,
descubriendo el tiempo los defectos y dando idea de sus remedios, jamás
pudo corregir los vicios de su constitución; se acomodaba sin cesar lo que
hubiera convenido arrojar al viento para purificar la atmósfera, y separar
los materiales viejos, como hizo Licurgo en Esparta, para levantar después
un buen edificio. La sociedad no consistía al principio más que en algunos
convenios generales que todos los particulares se obligaban a cumplir y de
cuyo cumplimiento respondía la comunidad ante cada uno de los asociados.
Fue menester que la experiencia enseñase cuán débil era semejante
constitución, y lo fácil que era a los infractores evitar la convicción o
el castigo de las faltas de que sólo el público debía ser testigo y juez;
fue preciso que la ley se eludiese de mil maneras. Fue necesario que los
inconvenientes y los desórdenes se multiplicasen continuamente para que se
tratase por fin de confiar a particulares el peligroso depósito de la
autoridad pública, y se atribuyera a magistrados el cuidado de hacer
cumplir las deliberaciones del pueblo, porque decir que los jefes fueron
elegidos antes de hacer la confederación y que los ministros de las leyes
existieron antes que las mismas leyes es un supuesto que no se debe
combatir seriamente.
No más racional sería creer que los pueblos se
echaron desde su comienzo en brazos de un amo absoluto, sin condiciones y
para siempre, y que el primer medio de proveer a la seguridad común que
hayan imaginado los hombres soberbios e indómitos sea el precipitarse en
la esclavitud. En efecto, ¿por qué se han dado a sí mismos unos
superiores, si no es para ser defendidos contra la opresión y protegidos
en sus bienes, sus libertades y sus vidas, que son, por decirlo así, los
elementos constitutivos de su ser? Ahora bien: en las relaciones de hombre
a hombre lo peor que puede suceder a uno, viéndose a discreción de otro,
sería despojarse en manos de un jefe de aquellas cosas para cuya
conservación habría tenido necesidad de sus auxilios. ¿Qué equivalente
podría obtener a cambio de la concesión de tan magnífico derecho? Y si el
jefe se hubiera atrevido a exigirlo al hombre, ¿no habría recibido
seguidamente la respuesta del apólogo?: ¿Qué más podrá hacernos nuestro
enemigo? Es, pues, indiscutible (y constituye la máxima fundamental de
todo el derecho político) que los pueblos se han dado a sí mismos jefes
para defender su libertad y no para esclavizarse. "Si tenemos príncipe
—decía Plinio a Trajano— es para que nos preserve de tener un
amo."
Los políticos sostienen acerca del amor a la libertad los
mismos sofismas que los filósofos han enunciado acerca del estado de
naturaleza; por lo que ven, juzgan las cosas muy distintas que no han
visto y atribuyen a los hombres tendencia natural a la servidumbre por la
paciencia con que sufren la suya los que tienen ante la vista, sin
advertir que con la libertad sucede lo mismo que con la inocencia y la
virtud, cuyo valor no se conoce hasta que se disfruta de ellas, y cuyo
gusto desaparece tan pronto como se pierden. "Conozco las delicias de tu
país —decía Brasidas a un sátrapa que comparaba la vida de Esparta con la
de Persépolis—; pero tú no puedes conocer los placeres del mío."
A
la manera como un corcel indómito eriza sus crines, golpea la tierra con
el casco y forcejea impetuoso con sólo sentir cerca el acicate, mientras
que el caballo domado sufre paciente el látigo y la espuela, el hombre
bárbaro no dobla su cuello al mismo yugo que el hombre civilizado lleva
sin murmurar, y prefiere la libertad más borrascosa a la más tranquila
sujeción. Por tanto, el envilecimiento de los pueblos esclavizados no
puede servirnos para juzgar las disposiciones naturales del hombre contra
la servidumbre, sino que hemos de valernos de los prodigios que han hecho
todos los pueblos libres para protegerse contra la opresión. Sé muy bien
que los primeros se envanecen sin cesar con la paz y el reposo de que
disfrutan en sus cadenas, y que míserriman servitutem pacem
appellant; pero cuando veo a los otros sacrificar los placeres, el
reposo, la riqueza, el poderío y aun la vida, a la conservación de aquel
único bien, tan menospreciado por aquellos que lo han perdido; cuando veo
a los animales que nacen libres aborrecer la cautividad hasta romper su
cabeza contra las rejas de su prisión; cuando veo a multitud de salvajes
desnudos menospreciar las voluptuosidades europeas y desafiar el hambre,
el fuego, el hierro y la muerte por conservar sólo su independencia,
confieso que no incumbe a los esclavos discutir la libertad. En cuanto a
la autoridad paternal, de la que muchos han hecho derivar el gobierno
absoluto y toda la sociedad, sin recurrir a las demostraciones contrarias
de Locke y de Sidney, basta con observar que nada hay en el mundo más
apartado del espíritu cruel del despotismo que lo benigno de esta
autoridad, que mira más a la ventaja del que obedece que a la utilidad del
que manda; que por ley natural; el padre no es dueño del hijo sino en
tanto que su auxilio es necesario; que más allá de ese término son
completamente iguales, y que entonces el hijo, por completo independiente
del padre, le debe respeto y no obediencia, porque el agradecimiento es
deber que importa cumplir, pero no derecho que pueda exigirse. En lugar de
decir que la sociedad civil deriva del poder paternal, es preciso decir,
al contrario; que de la sociedad se deduce este poder; un individuo no fue
considerado padre de muchos hasta que éstos permanecieron reunidos en
derredor de él. Los bienes del padre, de los que verdaderamente es dueño,
son los vínculos que mantienen bajo su dependencia a los hijos y puede no
darles en su sucesión sino en la proporción en que lo hayan bien merecido
en virtud de una continua deferencia a su voluntad. Ahora bien: lejos de
tener los súbditos favor semejante que esperar de su déspota, como ellos
(juntamente con las cosas que poseen) le pertenecen, o al menos aquél lo
pretende así, se ven reducidos a recibir como favor aquello que de su
propio bien les deja; hace justicia cuando los despoja y dispensa gracia
cuando los deja vivir.
Continuando el examen de los hechos conforme
al derecho, no se hallaría más solidez que verdad en la voluntaria
fundación de la tiranía y sería difícil demostrar la validez de un
contrato que sólo obligaría a una de las partes, en el que todo se
hallaría en favor de una de ellas y nada en el de la otra, y que sólo
redundaría en perjuicio del sometido por la fuerza. Este odioso sistema
está muy lejos de ser, aún hoy, el de los monarcas buenos y prudentes y
sobre todo de los reyes de Francia, como puede verse en varios lugares de
sus edictos, y particularmente en el siguiente párrafo de un célebre
escrito publicado en 1667 en nombre y por orden de Luis XIV: "Que no se
diga, pues, que el soberano no está sometido a las leyes de un Estado,
puesto que la afirmación contraria es una verdad del derecho de gentes,
atacada alguna vez por la lisonja, pero defendida siempre por los buenos
príncipes como divinidad tutelar de sus Estados. ¡Cuánto más legítimo es
decir, con el sabio Platón, que la completa felicidad de un reino consiste
en que los súbditos obedezcan al príncipe, el príncipe obedezca a la ley y
la ley sea conforme a derecho y siempre encaminada al bien público!" No me
detendré en investigar aquí si siendo la libertad la facultad más noble
del hombre, no degrada a la naturaleza y hasta ofende al Autor de sus días
al ponerse al nivel de los brutos esclavos de su instinto, al renunciar
sin limitación al más preciado de sus dones y al someterse a cometer todos
los crímenes para complacer a un amo feroz e insensato; ni tampoco
averiguar si Aquel sublime obrero debe hallarse mas irritado por la
deshonra o por la destrucción de sus más bellas obras. Prescindiré aquí,
por ejemplo, de la autoridad de Barbeyrac, quien declara abiertamente,
según Locke, que ninguno puede vender su libertad hasta someterse a una
potencia arbitraria que le trata a su arbitrio: "Porque —agrega— eso sería
vender su propia vida, de la cual no es dueño". Preguntaré solamente con
qué derecho aquellos que no temen envilecerse a sí mismos hasta ese punto
han podido someter su posteridad a la misma ignominia y renunciar por ello
a unos bienes que aquélla no posee por su liberalidad, y sin los cuales la
propia vida es onerosa para todos los que son dignos de
ella.
Pufendorff dice que así como se transfiere el bien de uno a
otro mediante convenios o contratos, se puede también dejar algo de
libertad en favor de alguno. Me parece que ése es un mal razonamiento;
porque precisamente el bien que yo enajeno se convierte en cosa desde
luego extraña y cuyo abuso es para mí indiferente; pero me importa que no
se abuse de mi libertad, y yo no puedo (sin convertirme en culpable del
mal que se me obligue a hacer) exponerme a ser instrumento del crimen.
Además, como el derecho de propiedad es institución convencional y humana,
cualquier hombre puede a su capricho disponer de lo que posee; pero no
sucede lo mismo con los dones esenciales de la naturaleza, tales como la
vida y la libertad, de las que se permite a todos disfrutar, pero de las
cuales es por lo menos dudoso que se pueda prescindir enajenándolas.
Despojándose de la una se degrada su ser; quitándose la otra se reduce a
la nada cuanto en él existe. Y como ningún bien temporal puede indemnizar
de una y otra, sería ofender al mismo tiempo a la naturaleza y a la razón
renunciar a aquéllas por precio alguno. Pero, aunque se pudiese enajenar
la libertad como los bienes, la diferencia sería grandísima para los niños
que no disfrutan de los bienes del padre sino por transmisión de su
derecho; mientras que, siendo la libertad un derecho que reciben de la
naturaleza en condición de hombres, no tienen sus padres derecho alguno
para desposeerlos de ella; de manera que, como para establecer la
esclavitud ha sido preciso violentar la naturaleza, también ha sido
necesario cambiarla para perpetuar aquel derecho. A todo esto ha habido
jurisconsultos que han declarado solemnemente que el hijo de una esclava
nace esclavo o, en otros términos, que un hombre no nace
hombre!
Tengo por cierto que no sólo los gobiernos no han comenzado
por el poder arbitrario, que no es más que la corrupción, el último
extremo que en conclusión lleva a la única ley del más fuerte, de que al
principio fueron el único remedio, sino que aun habiendo comenzado así
dicho poder, siendo por naturaleza ilegítimo, no ha podido servir de
fundamento a los derechos de la sociedad, ni, por consiguiente, a la
desigualdad de su instauración. Sin entrar hoy en las investigaciones que
aún están por hacerse sobre la naturaleza del pacto fundamental de todo
gobierno, me limito, siguiendo la opinión común, a consignar aquí el
establecimiento del cuerpo político como verdadero contrato entre el
pueblo y los jefes que por sí eligió; contrato por el cual las dos partes
se obligaban a la observancia de las leyes que para ello se estipulan y
que constituyen los vínculos de su unión.
Habiendo reunido los
pueblos para sus relaciones sociales todas las voluntades en una sola,
todos los artículos en los cuales se explica esta voluntad llegan a ser
otras tantas leyes fundamentales que obligan a los miembros del Estado sin
excepción, y una de las cuales regula la elección y el poder de los
magistrados encargados de velar por la ejecución de las demás leyes. Este
poder se extiende a todo lo que puede mantener la constitución, sin ir
hasta cambiarla. A ese poder añádense honores que hacen respetables las
leyes y sus ministros, y para éstos personalmente, prerrogativas que les
indemnizan de los penosos trabajos que cuesta una buena administración.
Por su parte, el magistrado se obliga a no usar el poder que tiene
confiado sino conforme a la intención de sus mandantes, a sostener a cada
uno en el goce pacífico de lo que les pertenece, a preferir siempre la
utilidad pública a su interés personal.
Antes de que la experiencia
hubiese demostrado o el conocimiento del corazón humano hiciera prever los
inevitables abusos de semejante constitución, debió ésta de parecer tanto
mejor cuanto que los encargados de velar por su conservación eran los más
interesados en ello, pues la magistratura y sus derechos están fundados en
las leyes; tan pronto como éstas fueran destruidas, los magistrados
dejarían de ser legítimos, el pueblo no estaría obligado a obedecerlos, y
como no habría sido el magistrado, sino la ley la que habría constituido
la esencia del Estado, cada uno volvería de derecho a su libertad
natural.
Por poco que se reflexionara atentamente, se confirmaría
esto por nuevas razones y se vería por la naturaleza del contrato que éste
no puede ser irrevocable; porque si no había poder superior que pudiera
ser garantía de la fidelidad de los contratantes ni obligarlos a llenar
sus obligaciones recíprocas, las partes serían únicos jueces en su propia
causa, y cada una de ellas tendría siempre el derecho de renunciar al
contrato tan pronto como viese que la otra limitaba sus condiciones o que
éstas dejaban de convenirle. En este principio parece que puede fundarse
el derecho de abdicar. Ahora bien: si no se considera, como nosotros
hacemos, más que la institución humana; si el magistrado que posee en su
mano todo el poder y se apropia las ventajas del contrato tiene el derecho
de renunciar a la autoridad, con mayor razón el pueblo, que paga todas las
faltas de los jefes, debe tener derecho a renunciar a su dependencia. Pero
las terribles disensiones, los desórdenes infinitos que necesariamente
traería consigo este peligroso poder, enseñan mejor que cosa alguna cómo
los gobiernos humanos tienen necesidad de base más sólida que la razón
aislada, y cómo era necesario para la tranquilidad pública que la voluntad
divina interviniera para dar a la autoridad soberana carácter sagrado e
inviolable, que quitara a los súbditos el derecho funesto de disponer por
sí mismos. Aunque la religión no hubiera hecho más bienes que éste a los
hombres, sería bastante para que éstos la quisieran y adoptaran, aun con
sus abusos, puesto que ahorra más sangre que la que puede hacer correr el
fanatismo. Pero sigamos el curso de nuestra hipótesis.
Las diversas
formas de gobierno deben su origen a las diferencias mayores o menores que
se hallan entre los particulares; en el momento de su institución. ¿Un
hombre era eminente en poder, en virtud, en riqueza o en crédito? Fue
elegido magistrado único, y el Estado se hizo monárquico. Si muchos
aproximadamente iguales entre sí dominaban por su crédito sobre los demás,
fueron elegidos todos, constituyéndose una aristocracia. Aquellos cuya
fortuna o talento eran menos desproporcionados y se habían separado en
menor grado del estado de naturaleza guardaron en común la administración
suprema y formaron una democracia. El tiempo comprobó cuál de estas formas
era más ventajosa a los hombres. Unos estuvieron sometidos únicamente a
las leyes; otros obedecieron muy pronto a los amos. Los ciudadanos
quisieron conservar su libertad; los súbditos no se cuidaron más que de
quitársela a sus vecinos, no pudiendo sufrir que otros gozasen de un bien
que ellos no tenían. En una palabra: de un lado estuvieron las riquezas y
las conquistas, y de otro, la felicidad y la virtud.. En estos diversos
gobiernos, los magistrados fueron al principio electivos, y cuando la
riqueza no lo impedía se concedía la preferencia al mérito, que da natural
ascendiente, y a la edad, que acredita experiencia en los negocios y
sangre fría en las deliberaciones. Los ancianos entre los hebreos, los
gerontes de Esparta y el Senado de Roma y la misma etimología de nuestra
palabra señor; prueban de qué modo era antaño respetada la vejez. A
medida que las elecciones recaían en hombres de más avanzada edad,
hacíanse más frecuentes, y mayores dudas se presentaban: aparecieron las
cábalas, formáronse facciones, los partidos se agriaron, encendióse la
guerra civil; por último, fue sacrificada la sangre de los ciudadanos a la
pretendida felicidad del Estado, y se estuvo en vísperas de caer de nuevo
en la anarquía de los tiempos anteriores. La ambición de los poderosos
aprovechó estas circunstancias para perpetuar sus cargos en sus familias;
el pueblo, habituado ya a la dependencia, al reposo y a las comodidades de
la vida, y lejos asimismo de estar en situación de poder romper sus
cadenas, consintió en el aumento de su servidumbre como medio de asegurar
su tranquilidad; y así es como los jefes que llegaron a ser hereditarios,
se acostumbraron a mirar su magistratura como un caudal de familia, a
considerarse ellos mismos propietarios del Estado, del cual no eran,
ciertamente, más que funcionarios; a llamar esclavos a sus conciudadanos;
a contarlos, como a rebaños, entre el número de las cosas de su propiedad,
y a llamarse a sí mismos iguales a los dioses y reyes de los
reyes.
Si seguimos el progreso de la desigualdad en estas
diferentes evoluciones, hallaremos que su primera causa fue la
constitución de la ley y del derecho de propiedad; la institución de la
magistratura, la segunda; y la tercera y última, el cambio de poder
legítimo en poder arbitrario. De manera que la condición de rico o pobre
fue autorizada por la primera época; la de poderoso o débil, por la
segunda; y por la tercera, la de señor y esclavo, que es el último grado
de la desigualdad y término a que llegan los demás, hasta que nuevas
revoluciones disuelven de repente el gobierno o le aproximan a la
institución legítima.
Para comprender la necesidad de este
progreso, menos se necesita considerar los motivos del establecimiento del
cuerpo político que la forma de ejecución que adopta y los inconvenientes
que lleva consigo; porque los vicios que hacen necesarias las
instituciones sociales son los mismos que hacen inevitable el abuso; y
como, excepción hecha de Esparta, donde la ley vigilaba principalmente la
educación de los niños, y donde Licurgo estableció costumbres que casi le
excusaban de añadir ley alguna, en general son las leyes menos fuertes que
las pasiones, los hombres continúan sin cambiar, y será fácil la
demostración de que todo gobierno que sin alterarse ni viciarse sigue su
camino, siempre conforme al fin de su institución, no tiene necesidad de
existir, y que un país en donde nadie eludiese las leyes ni abusara de la
magistratura no tendría necesidad de magistrados ni de leyes.
Las
diferencias políticas llevan consigo por necesidad diferencias civiles. La
desigualdad creciente entre el pueblo y los jefes se hizo muy pronto
sentir entre los particulares, y se modificó de mil modos, según las
pasiones, los talentos y los acontecimientos. El magistrado no sabría
usurpar el poder ilegítimo sin procurarse auxiliares, a los cuales ha de
ceder por necesidad alguna parte del mismo poder. Por otra parte, los
ciudadanos no se dejan oprimir sino en caso de ser arrastrados por ciega
ambición, y, mirando siempre más por abajo que por encima de ellos, llega
a serles la dominación más querida que la independencia, contentándose con
llevar sus cadenas para poderlas a su vez imponer a otros. Es muy difícil
reducir a obediencia al que no trata de mandar, y el político más hábil no
conseguiría sujetar a hombres que sólo quisieran ser libres; pero la
desigualdad se extiende sin dificultad entre los hombres ambiciosos y
cobardes, dispuestos siempre a correr los riesgos de la fortuna y a servir
o dominar casi sin diferencia, según aquélla los favorece o les es
adversa. Así debió de llegar un tiempo de fascinación para los ojos del
pueblo, hasta el punto de que sus conductores sólo tenían que decir al más
pequeño de los hombres: "Sé grande tú y tu raza", para que inmediatamente
pareciese grande a todo el mundo y a sus propios ojos, elevándose sus
descendientes a medida que se alejaban de él, pues cuanto más lejana e
incierta era la causa, mayor era el efecto, más vagos podía contar entre
sí una familia y más ilustre llegaba a ser.
Si fuera ésta la
ocasión de entrar en detalles, explicaría fácilmente cómo la desigualdad
de crédito y de autoridad se hace inevitable entre particulares tan pronto
como, reunidos en sociedad, se ven obligados a compararse entre sí y a
tener presentes las diferencias que hallan en el uso continuo que unos de
otros tienen que hacer. Estas diferencias son de muchas clases; pero
siendo en general la riqueza, la nobleza o jerarquía, el poder y el mérito
personal las principales distinciones por las cuales se miden los hombres
en la sociedad, podría demostrarse que el acuerdo o el conflicto de estas
fuerzas diversas es la indicación más segura de un Estado bien o mal
constituido; y yo haría ver que, entre esas cuatro fuentes de desigualdad,
el mérito personal es la primera y la riqueza la última, porque la de
utilidad más inmediata al bienestar es también la más fácil de comunicar;
de donde fácilmente se deduce la afirmación hecha. Observación es ésta que
puede hacer juzgar muy exactamente de la medida en que cada pueblo se ha
separado de su institución primitiva y del camino que ha hecho hacia el
término extremo de la corrupción. Haría observar cómo este deseo universal
de reputaciones, honores y preferencias que a todos nos devora ejercita y
compara talentos y fuerzas; cómo excita y multiplica las pasiones y cómo
hace a todos los hombres competidores, rivales o más bien enemigos,
causando todos los días contratiempos, éxitos y catástrofes de todas
clases en la lid que sostienen tantos pretendientes. Podría también
demostrar que, en efecto, a este ardor por hacerse objeto de conversación,
a este furor de distinguirse que nos tiene casi siempre fuera de nosotros,
es al que debemos lo que hay de mejor o de peor entre los hombres,
nuestras virtudes y nuestros vicios, nuestras ciencias y nuestros errores,
nuestros conquistadores y filósofos, es decir, una multitud de malas cosas
por un pequeño número de buenas. Probaría, en fin, que si se ve a un
puñado de poderosos y ricos en el apogeo de grandezas y fortuna, mientras
que la multitud se arrastra en la oscuridad y la miseria, es porque los
primeros no estiman las cosas de que disfrutan sino en cuanto los otros
están privados de ellas, de manera que dejarían de ser felices si el
pueblo dejase de ser miserable.
Pero estos detalles por sí solos
serían bastante materia para una obra de importancia, en la cual se
pesarían las ventajas y los inconvenientes de todo gobierno en relación
con los derechos del estado de naturaleza, y en la que se descubrieran los
distintos aspectos bajo los cuales se ha presentado hasta hoy la
desigualdad, y podrá presentarse en los siglos futuros, según la
naturaleza de sus gobiernos y las revoluciones que el tiempo traerá
consigo necesariamente. Se vería a la multitud oprimida en el interior por
una serie de precauciones, las mismas que ella había tomado antes contra
lo que de fuera la amenazaba.
Se vería crecer continuamente la
opresión sin que los oprimidos pudieran nunca saber qué término tendría ni
qué medios legítimos les quedarían para poder detenerla. Se verían
extinguirse poco a poco los derechos y las libertades nacionales, y cómo
las reclamaciones de los débiles eran juzgadas como un rumor sedicioso. Se
vería que la política limitaba a una mercenaria porción del pueblo el
honor de defender la causa común. De todo esto se vería asimismo salir la
necesidad de los impuestos y, entre tanto, el agricultor, desalentado,
tendría, en tiempo de paz que verse obligado a abandonar el arado para
empuñar el fusil o la espada. Se verían surgir las funestas y caprichosas
reglas del honor. Se vería, por último, a los defensores de la patria ser
pronto o tarde sus enemigos, tener levantado el puñal sobre sus
conciudadanos y vendría un tiempo en que se les oyera decir al opresor de
su país:
Pectore si fratis gladium juguloque parentis Condere me jubeas,
gravidaeque in viscera partu Conjugis, invita peragam tamen omnia
dextra.
De la extremada desigualdad de las condiciones sociales y de las
fortunas, de la diversidad de pasiones y de talento, de las artes
inútiles, de las artes perniciosas y de las ciencias baladíes, saldrían
multitud de prejuicios, igualmente contrarios a la razón a la felicidad y
a la virtud; veríase fomentar por los jefes todo aquello que puede
debilitar a los hombres reunidos, desuniéndolos; todo lo que puede dar a
la sociedad un aspecto de concordia aparente, sembrando en ella gérmenes
de división; todo aquello; en fin, que puede inspirar a los distintos
órdenes desconfianza y odios mutuos, por oposición de sus derechos y de
sus intereses, para llegar por estos medios a fortalecer el poder que a
todos los contiene.
Del seno de este desorden y de estas
revoluciones es como el despotismo, elevando de manera gradual su horrible
cabeza y devorando cuanto percibiera de bueno y de sano en todas las
partes del Estado, llegaría por fin a pisotear las leyes y al pueblo, y a
instalarse sobre las ruinas de la república. Los tiempos que precedieran a
este último cambio serían periodos de trastornos y calamidades; pero, al
fin, todo sería tragado por el monstruo y los pueblos ya no tendrían más
jefes ni más leyes, sino exclusivamente tiranos. A partir de este momento
también dejaría de hablarse de buenas costumbres y de virtud, porque donde
reina el despotismo, cui ex honesto nulla est spes; no sufre
a ningún otro dueño; cuando él habla y actúa, se acabó la probidad y ya no
hay deberes que consultar. La obediencia ciega es la única virtud que les
queda a los esclavos.
Aquí está el último término de la desigualdad
y el punto extremo que cierra el círculo y toca el punto de donde hemos
partido. Aquí es donde todos los particulares llegan a ser iguales, porque
no son nada, y donde por no tener los súbditos otra ley que la voluntad
del señor, ni el señor otra regla que sus pasiones, se desvanecen de nuevo
las nociones del bien y los principios de justicia. Todo se reduce a la
ley del más fuerte, y, por consiguiente, a un nuevo estado de naturaleza,
distinto de aquel por el cual hemos empezado, porque el uno era el estado
natural en su pureza, y el otro, fruto de un exceso de corrupción. Tan
poca diferencia hay, por otra parte; entre estos dos estados, y de tal
manera el despotismo destruye el contrato de gobierno, que sólo el déspota
es el amo mientras es el más fuerte, y por eso no podrá reclamar contra la
violencia en cuanto se presente la ocasión de expulsarlo. El motín que
acaba por estrangular o destronar al sultán es un acto tan jurídico como
aquellos por los cuales el tirano disponía días antes de la vida y de los
bienes de los súbditos. Sólo la fuerza le sostenía, la fuerza sólo le
arroja. Todo acontece según el orden natural, y cualesquiera que sean las
consecuencias de esas cortas y frecuentes revoluciones, nadie se queje de
la injusticia de otro sino solamente de su ironía imprudencia y de su
propia imprudencia y de su desgracia.
Descubriendo y siguiendo así
los caminos olvidados y perdidos que han debido de conducir al hombre del
estado natural al social; restableciendo, con las situaciones intermedias
que acabo de señalar, aquellas que la prisa del tiempo me ha hecho
suprimir, o que la imaginación no me ha inspirado, el lector atento no
podrá menos de asombrarse de ver el inmenso espacio que separa esos dos
estados. En esta lenta sucesión de las cosas hallará la solución de
infinidad de problemas de moral y de política que los filósofos no pueden
resolver. Comprenderá que no siendo el género humano de una época el mismo
género humano de otra, la razón por la cual Diógenes no hallaba al hombre
es porque buscaba entre sus contemporáneos al hombre de un tiempo ya
desaparecido. Catón, dirá, murió con Roma y con la libertad, porque estuvo
fuera de lugar en su siglo, y el más grande de los hombres no hizo más que
asombrar al mundo que hubo gobernado quinientos años antes. En una
palabra, explicará cómo, modificándose insensiblemente, el alma y las
pasiones humanas cambian, por decirlo así, de naturaleza; porque nuestras
necesidades y nuestros gustos cambian insensiblemente con el tiempo;
porque desapareciendo por grados el hombre original, la sociedad sólo
ofrece a la vista del sabio una reunión de hombres artificiales y de
pasiones ficticias, que son el resultado de esas nuevas relaciones y no
tienen un fundamento verdadero en la naturaleza.
Lo que con todo
ello nos enseña la reflexión, lo confirma perfectamente la experiencia. El
hombre salvaje y el hombre social difieren de tal modo en el fondo del
corazón y en sus inclinaciones, que lo que constituye la suprema dicha de
uno, pone en desesperación al otro. El primero sólo respira calma y
libertad y no quiere más que vivir y estar ocioso, y aun la misma ataraxia
del estoico no da una idea bastante exacta de su profunda indiferencia por
cualquier otro objeto. Por el contrario, el ciudadano, siempre activo,
suda, se agita, se atormenta sin cesar en busca de ocupaciones todavía más
laboriosas; trabaja hasta morir, incluso corre hacia la muerte para
ponerse en condiciones de vida o renuncia a ésta por adquirir la
inmortalidad.
A los grandes, a los que aborrece, y a los ricos, a
quienes desprecia, les hace la corte. Nada economiza para obtener el honor
de servirlos; con orgullo se envanece de la protección de aquéllos y de su
propia bajeza, y arrogante con su esclavitud, habla desdeñoso de aquellos
que no tienen el honor de sufrirla. ¡Qué espectáculo para un caribe son
los trabajos penosos y envidiados de un ministro europeo! ¡Cuántas muertes
crueles preferiría ese indolente salvaje ante el horror de semejante vida,
que con frecuencia ni aun está dulcificada por el placer de hacer bien!
Pero, para ver el fin de tantos cuidados, sería preciso que las palabras
poderío y reputación tuviesen sentido en su espíritu, que
supiera que hay una clase de hombres que estiman en algo las miradas del
resto del universo, que saben estar satisfechos y contentos de sí mismos
por el testimonio de otro, más bien que por el suyo propio. Tal es, en
efecto, la verdadera causa de todas estas diferencias: el salvaje vive en
sí mismo; el hombre social, siempre fuera de sí, no sabe vivir más que en
la opinión de los demás: y de ese único juicio deduce el sentimiento de su
propia existencia.
No es mi propósito demostrar cómo de semejante
disposición nació tanta indiferencia para el bien y el mal, juntamente con
tan hermosos discursos de moral; cómo, reduciéndose todo a las
apariencias, hízose todo ficticio y aparente: el honor, la amistad, la
virtud y, con frecuencia, hasta los mismos vicios, cuyo secreto para
glorificarlos se encuentra en definitiva; cómo, en una palabra,
preguntando siempre a los demás lo que nosotros somos, y no atreviéndonos
a preguntarnos a nosotros mismos, en medio de tanta filosofía, de
humanidad, cortesía y máximas sublimes, no tenemos otra cosa que un
exterior superficial y engañoso, honor sin virtud, razón sin sabiduría y
placer sin felicidad. Me basta con haber probado que éste no es el estado
original del hombre y que solamente el espíritu de la sociedad y de la
desigualdad que ésta engendra son los que cambian de este modo todas
nuestras inclinaciones naturales.
He intentado exponer el origen y
el progreso de la desigualdad, la fundación y el abuso de las sociedades
políticas, en cuanto estas cosas pueden deducirse de la naturaleza del
hombre por las únicas luces de la razón, con independencia de los dogmas
sagrados que dan a la autoridad soberana la sanción del derecho divino.
Dedúcese de lo expuesto que, siendo la desigualdad casi nula en el estado
de naturaleza, saca su fuerza y acrecentamiento del desarrollo de nuestras
facultades y del progreso del espíritu humano, llegando por fin a ser
permanente y legítima por la constitución de la propiedad y de las
leyes.
Dedúcese además que la desigualdad moral autorizada
únicamente por el derecho positivo es contraria al derecho natural,
siempre qué no concurra en la misma proporción con la desigualdad física,
distinción que determina suficientemente lo que debe pensarse a este
propósito de la clase de desigualdad que existe entre todos los pueblos
civilizados, puesto que con toda evidencia es contrario al derecho
natural, de cualquier modo que se lo defina, que un niño mande a un
anciano, que un imbécil sirva de gula al pobre sabio y que un grupo de
personas rebose de superfluidades mientras la multitud hambrienta carece
de lo necesario. |