Ambivalencia de la religión

Carlos DOMÍNGUEZ MORANO

 

El concepto de ambivalencia constituye una piedra angular en la interpretación psicoanalítica de la religión. El término, en efecto, consagrado por Freud en su teoría psicoanalítica (Metapsicología) a partir de las investigaciones de la neurosis obsesiva, pasó muy pronto a ser una pieza clave en la interpretación del hecho religioso.

La ambivalencia, fue definida en el psicoanálisis como presencia simultánea, en relación a personas, objetos o situaciones, de tendencias, actitudes y sentimientos opuestos, especialmente amor y odio[1]. Esa coexistencia de sentimientos opuestos puede fácilmente generar un conflicto interno inconsciente que se intenta resolver mediante el recurso a los mecanismos de defensa. Por lo general, es el odio, la agresividad y violencia la que queda reprimida o bloqueada en favor del amor. En otras situaciones, sin embargo, sucede al contrario: el amor juzgado como peligroso, por la razón que sea, es reprimido para hacer prevalecer el odio, la animadversión o la violencia[2]. El carácter inconsciente de la ambivalencia y los conflictos que genera (sobre todo de culpabilidad) es, sin duda, la gran aportación psicoanalítica al conocimiento de esta realidad de nuestro mundo afectivo. Tras Freud este concepto fue ganando relevancia en las teorizaciones psicoanalíticas, particularmente a partir de la obra de Melanie Klein, haciéndonos comprender que la ambivalencia afectiva constituye un elemento esencial en los primeros estadios de la vida psíquica, dependiendo de su modo de resolución buena parte de la sanidad o patología posterior de los sujetos[3].

Pues bien, esa ambivalencia, descrita como un cruce de odio y de amor y constitutiva del ser humano desde sus mismos orígenes, es la que Freud encontró también como elemento fundamental para entender los mismos orígenes de la experiencia religiosa[4]. Es la coexistencia nunca resuelta de odio y amor lo que, en el parecer de Freud, mantiene vivo el sentimiento religioso. Esa pareja de afectos contrarios es la progenitora de la culpa y esa culpa es la que la religión intenta apaciguar (inútilmente, en el parecer de Freud) con sus sacrificios, renuncias y reparaciones. El amor será explícito y predicado, el odio, sin embargo, se intentará mantener camuflado y canalizado a través de ritos sacrificiales,  fundamentalismo dogmático, ascetismo masoquista o autoritarismo sádico. En ocasiones, sin embargo, ese odio explosionará sin contemplaciones en guerras de religión, en hogueras y ejecuciones o en fanatismo destructor.

De este modo, tenemos que la ambivalencia (al margen de la crítica que se pueda y se debe hacer de la interpretación freudiana de la religión) parece situarse tanto en los orígenes mismos de la experiencia psíquica de fe como también en sus resultados y en sus  derivaciones para la vida de los individuos y los grupos humanos. Si el amor y el odio, los sentimientos opuestos, el sí y el no, están implicados en las primeras motivaciones psíquicas de la experiencia religiosa; también, la confesión de esa fe la veremos fácilmente unida a la blasfemia, la creencia a la duda, el amor a la intolerancia, de la misericordia a la hoguera, la cruz a la espada, la media luna a la bomba, la felicidad del místico al sufrimiento del asceta, la potenciación y expansión personal a la mutilación y empequeñecimiento de las personas y las colectividades.

Así, pues, el amor y el odio, las pulsiones de vida y de muerte que configuran la vida afectiva de los seres humanos desde sus mismos orígenes se encuentran también, y de un modo muy fundamental, en el núcleo de la experiencia religiosa. De la manera como se articulen en su corazón, dependerá que las derivaciones de la religión comporten un signo u otro. Pero ahí están siempre esos afectos de doble signo. Y conviene no olvidarlo. Ni negarlo tampoco mediante mecanismos de defensa encubridores que nos hagan vivir la ilusión de la religión como un “puro” amor y sana intencionalidad, alejada, por tanto, de todo sentimiento “negativo”, de hostilidad o animadversión[5].

Del modo, pues, en el que esta ambivalencia quede resuelta, dependerá el modo en el que el hecho religioso contribuya al desarrollo y potenciación de las personas y los grupos o, por contrario, a su bloqueo, mutilación o, incluso, destructividad de los mismos. No olvidemos, por lo demás, que por la fuerza de sus motivaciones psíquicas, como por el carácter total y absoluto de sus pretensiones, la religión  constituye un potencial de primer grado en la vida de los individuos y de las colectividades. Para su bien o para su mal.

 

El poder psíquico de la religión

Las representaciones religiosas, en tanto que “objetos internos”, poseen un valor psíquico de primera magnitud. De ahí que puedan despertar afectos, emociones y sentimientos tan intensos y comportamientos tan radicalizados. Todo dependerá del “material psíquico” (esencialmente ese amor y odio al que antes nos referíamos) con los que esas representaciones psíquicas se han ido configurando en los individuos y en los pueblos. Nada, quizás, despierta tanto amor y tanto odio como la religión. Amor y odio en su mismo corazón y amor y odio también en las emociones que ella misma despierta.

Esta radicalidad que posee la formación cultural religiosa se comprende tanto más cuanto más en profundidad se analizan los factores que intervienen en su constitución y desarrollo. Las ciencias humanas y, particularmente, la psicología profunda ha desvelado los procesos primitivos y arcaicos que siempre juegan un papel en la configuración de las representaciones de lo sagrado. Esas representaciones, en efecto, se constituyen al hilo de los procesos fundamentales que intervienen en la constitución del ser humano  en cuanto tal y se enraízan, además, en las estructuras afectivas más primarias y profundas del mismo. En estadios posteriores, jugarán también un papel importante los procesos cognitivos y las elaboraciones racionales. Su estructura de fondo, sin embargo, permanecerá vinculada por siempre, de un modo u otro, a los estratos emocionales y afectivos más primitivos del ser humano. En ello radica la fuerza y el potencial que el hecho religioso desempeñó siempre en la vida de los individuos y de los pueblos.

A este respecto, no deja de ser significativo, cómo el optimismo expresado por Freud en su obra El porvenir de una ilusión, en la que auguraba un casi inmediato final de la religión que, finalmente, sería desbancada por la razón científico-técnica (el dios Logos), pocos años después confesara que la religión gozaría todavía de muy larga vida, dado el enorme poder con que contaba en ese nivel de la afectividad más honda y primitiva. Poco podrían contra ella los avances de la ciencia y de la razón[6].

El psicoanálisis posterior, liberado en buena parte de los prejuicios anti-religiosos de Freud, nos fue desvelando de qué manera, en efecto, las representaciones religiosas nacen en el ser humano cosidas a los primeros objetos de amor y de odio en cuya interrelación se configura lo más importante de la personalidad. Posteriormente podrán reelaborarse esas representaciones en un nivel cognitivo. Podrán incluso ser negadas en posiciones de agnosticismo o de ateísmo. Permanecerán siempre, sin embargo, en los estratos afectivos más hondos, movilizando y determinando las posiciones que se adopten frente al hecho religioso[7]. No son nunca ajenas a estos “objetos internos” las posiciones que se adoptan a favor o en contra de la religión.

El ser humano, siendo el animal que, biológicamente, nace en una estado de mayor inmadurez, necesita de la tutela parental durante un largo período para poder sobrevivir. Ese mismo grado de inmadurez biológica, por otra parte, se convierte en la gran oportunidad para que el entorno socio-cultural se incorpore hasta lo más hondo de su estructura personal en una difícil diferenciación de lo heredado y lo recibido desde su entorno particular. Se podría decir, en este sentido, que nuestro “terminado” último es bio-cultural[8]. La relación primera con la madre y, muy pronto, con la pareja parental van a jugar de un modo fundamental en la estructuración de la propia dinámica personal y van a servir de soporte básico para la configuración de las representaciones religiosas del futuro.

Mucho antes, en efecto, de que se pueda apreciar cualquier tipo de comportamiento religioso, esas primera relaciones parentales servirán de base para que, cuando la palabra de la “catequesis” llegue (cualquiera que ella sea), encuentren un terreno en el que pueda germinar. La diversa “cualidad” de esa tierra primera y el tipo de mensaje que la catequesis aporte se convertirán, en su particular interacción, en los factores decisivos de la futura religiosidad y de su eventual potencia para el desarrollo y plenitud del sujeto o para su bloqueo, mutilación o destructividad.

 

DE LA CONFIANZA BÁSICA AL DELIRIO PSICÓTICO

La confianza

El cuidado y el amor parental constituye un factor imprescindible para el logro de una suficiente integración personal. Sin él, el ser humano no puede sobrevivir, ni psíquica ni, como tantos estudios revelan, físicamente siquiera. Tan importante como el pecho o el biberón es la caricia, la palabra, el arrullo y la contención[9]. Sin ellos, no sería posible disponer de una confianza básica en uno mismo y en la vida que se habrá de enfrentar.  Pero, al mismo tiempo, esa confianza básica en sí mismo, en la vida y en los otros, se alza también como un presupuesto fundamental para la fe religiosa. Es la tierra fértil donde la catequesis puede sembrar con fruto su palabra.

Quien no pudo, en efecto, experimentar esa confianza básica, sostenido en unos brazos maternos, no podrá nunca fiarse de los otros y, por tanto, tampoco de ese otro psíquico, que es Dios para nosotros. Efectivamente, tal como  Dostoievski afirmara,  quien no tiene suelo bajo sus pies, tampoco tiene Dios. ¿Quién podría experimentar, por ejemplo, un sentimiento profundo de protección, confianza y consuelo en Dios cuando cante  el Señor es mi auxilio, mi fuerza y salvación, si, previamente, no tuvo la experiencia de auxilio, fuerza y salvación en las primeras relaciones parentales que le constituyeron como persona?

Pero la experiencia religiosa, a su vez, sustentada en estas primeras experiencias vitales, permite a su vez afianzar de modo estable, elaborado y adulto la confianza en la existencia, en su sentido último, en la bondad de lo creado y en la posibilidad abierta que encontramos en los demás;  una convicción de que, pase lo que pase, el balance final de la vida personal y colectiva será siempre positivo La experiencia de fe se convierte así en una fuente permanente de confianza, de apertura y aceptación del otro, de disposición amorosa y acogida de la diferencia, de actitud de comprensión y perdón, de esfuerzo por crear lazos de unión, de tarea reconciliadora y pacificadora en los inevitables conflictos.

Pero todo ello tan sólo es posible cuando las representaciones sagradas se han ido elaborando, madurando y dinamizando a partir de las pulsiones de vida, en una supeditación (no represión) de las hostiles. Francisco de Asís, por ejemplo, vendría a representar una  ilustración paradigmática del sujeto dinamizado por un tipo de representación de Dios como amor, fuente de amor y generadora, por tanto, de una disposición amorosa frente a toda la realidad. Hay un dinamismo unitivo, pacificador, acogedor frente a todos y frente a todo. Es una representación de Dios que queda esencialmente vinculada con las experiencias amorosas primeras, maduradas, sin embargo, convenientemente para evitar sus tentaciones regresivas e infantilizantes.

De estas experiencias primeras, convenientemente maduradas, deriva esa vertiente esencial de la experiencia de fe que es la experiencia mística. Ella pone de manifiesto, paradigmáticamente, la confianza y plenitud que la experiencia religiosa puede aportar al ser humano. La vertiente mística de la experiencia religiosa testimonia que vivimos en una realidad que nos excede y nos recuerda que vivimos envueltos en la densidad del misterio. Un misterio, no obstante, de amor, que no genera inquietud, sino paz y confianza. Pero misterio que nos hace humildes en la renuncia a nuestros sentimientos de omnipotencia y a su permanente pretensión de dominar y controlar el ser y su último sentido, mediante el conocimiento lógico, técnico o científico. Nos habla del Otro, del radicalmente Otro, pero de un Otro que se manifiesta amorosamente y que, como amor perfecto, arroja de sí todo temor (I Jn 4, 18).

El Dios de la auténtica experiencia religiosa cristiana no es, por otra parte, el Dios que se muestra celoso y rival de lo humano. Ni es el Dios enemigo del juego y de la fiesta que, según Juan de la Cruz, el Espíritu Santo hace en el alma [10]. Es un Dios, por tanto, que infunde felicidad y plenitud y que, por ello mismo, desencadena en el sujeto un deseo de bien y contento para todos los que le rodean. En el interior del sujeto, su imagen está elaborada desde las pulsiones de vida, es un “objeto bueno”, amoroso, fuente, por tanto, de gratitud y no de envidia, resentimiento o rencor.

El amor, sin embargo, es una realidad ambigua como pocas. Y poco términos tan equívocos como el de amor. En su nombre se cometieron atropellos de todo tipo. También en nombre del amor cristiano. Porque el amor puede ser iluso, posesivo, infantilizante, dominador. Es importante, pues, discernir el tipo de vínculo amoroso que circula por los campos de la religión. Porque también en ellos puede anidar, camuflado, el germen de la violencia y la destrucción.

 

La ilusión, la quimera y el delirio

En más de un momento, en efecto, hemos hablado de la confianza básica “convenientemente madurada”. Porque, en efecto, esas mismas experiencias primeras, a falta de una ulterior maduración, pueden convertirse en una trampa mortal para la vida de fe. Las representaciones sagradas pueden venir, entonces, a cumplir una función regresiva, de resistencia y defensa frente a una realidad que muestra su faz limitadora, frustrante, conflictiva, generadora en tantas ocasiones de angustia y malestar. La religión entonces se convierte en un esquema defensivo poderosísimo frente a esa realidad en la que nos vemos abocados a desarrollar nuestra existencia y en la que nuestra fe debe madurar.

Las representaciones religiosas cumplen entonces la función negativa de defender del conflicto y la angustia que conlleva necesariamente abrirse a la realidad limitadora, contingente, frustrante en la que vivimos. Si el ser humano es -tal como Zubiri lo definió- un “animal de realidades”, avocado a entrar en una relación dialéctica con el mundo; también es verdad que ese “animal de realidades” enferma frecuentemente de “ilusiones”, de falsificaciones muy interesadas en su interpretación de la realidad. Ninguna formación cultural como la religiosa puede desempeñar un papel tan importante en este sentido.

Todo es posible desde la fe religiosa. Incluso la fabulación de un “mundo al revés”, donde toda dificultad, frustración, límite y conflicto de la existencia es “ilusionado” conforme a unas creencias “mágicas” que salvaguardan y “salvan” de la dureza del vivir. El sujeto religioso puede llegar así a vivir en un mundo que no es éste. Un mundo construido a la medida de sus deseos que, en ocasiones, no estaría excesivamente alejado de un auténtico delirio.

Toda la problemática denunciada por Freud en El porvenir de una ilusión cobraría aquí su validez, por más que muchas tesis defendidas en esa polémica obra, sean cuestionables desde tantos puntos de vista. Lo ilusorio, sin embargo, sigue siendo un hecho, del cual la religión frecuentemente encuentra seria dificultad para desprenderse. Ilusiones de “protección mágica” frente a la realidad amenazante, tantas veces presente en las plegarias de petición[11], en los rituales religiosos oficiales o populares, en las prácticas impregnadas de superstición, que tantas veces impregnan la actividad del sujeto religioso. En definitiva, la fe religiosa se presta como ninguna otra dimensión cultural a ser utilizada como un escudo protector frente a la ansiedad y la angustia que nos supone estar abiertos a una realidad contingente y que, esencialmente, escapa a nuestro manejo y control.

Ilusión también la de contar con unos esquemas interpretativos sobre la realidad que protegen de la herida narcisista que nos supone siempre el “no saber”, la ignorancia permanente sobre tantos asuntos que nos conciernen de modo tan directo, sobre los que la ciencia trabaja tan concienzuda y pacientemente y sobre los cuales el sujeto religioso pretende tener el saber y la comprensión acabada: cuáles pudieron ser los orígenes del mundo, las causas del mal y del sufrimiento de los inocentes, el sentido o el absurdo de la creación, de la dirección o el azar que la puedan presidir, y de un modo muy fundamental, sobre la existencia o no de un más allá tras la muerte.

Este tema último, constituye, sin duda, un capítulo central en las funciones que la religión desempeña en la vida de los seres humanos y que, dependiendo de la configuración  madurativa o regresiva que posea la experiencia religiosa, podrá tener una significación muy diversa. Creer no es saber. La creencia, por más que se instale originando una convicción y seguridad personal básica, se sabe a sí misma no confirmada y, por tanto, siempre es consciente del factor subjetivo que la sustenta. Yo puedo afirmar que “creo” en la vida eterna, pero nunca me será lícito confesar que “sé” de la existencia de la vida eterna. Creo además -como tan bien formulara Pedro Lain Entralgo- en “la resurrección de los muertos” y no tanto en la “inmortalidad del alma”. Nueva vida, por tanto, la que la fe confiesa, que no niega la terrible herida narcisista que al ser humano le supone morir. Pero la experiencia religiosa muchas veces se desliza desde la esperanza que brota de la fe (una esperanza que es lúcida y valiente para enfrentar y encajar las limitaciones de la existencia), a la ilusión que brota del deseo que no ha madurado. Desde esa posición ilusoria, cualquier tipo de realidad que frustre o angustie, la muerte más que ninguna, queda envuelta en un velo espeso que la defiende de la herida que se infringe a los sentimientos infantiles de omnipotencia.

Desde la confianza básica que proporciona una apertura esperanzada a la vida, la experiencia religiosa puede también nutrir, y más que ninguna otra formación cultural, la quimera y el delirio (no es casualidad que la mayor parte de los delirios psicóticos tomen contenidos de carácter religioso). De algún modo, todo es posible en el ámbito de la religión, donde, por esencia, nos abrimos a un mundo en el que ya no juegan las coordenadas habituales de nuestra realidad material.

Frente al místico que, sin defenderse de la realidad personal e histórica en la que vive, manifiesta la apertura gozosa a la realidad de Dios Padre-Madre, encontramos siempre, ayer y hoy,  al iluminado. Al que pretende ser depositario de una luz sobrenatural que le ahorra enfrentar la dimensión dura y conflictiva de la existencia, al que con una especie de “hilo directo” cree conocer de modo inmediato el deseo y la voluntad de Dios sobre su vida y sobre su entorno. Todo ello, además, sin duda ni vacilación. Ni tampoco sin la ascesis y el duro trabajo de discernimiento personal que marca siempre la experiencia de los auténticos místicos.

La experiencia religiosa, pues, en su ambigüedad y ambivalencia, puede convertirse en la fuente de la confianza básica en el vivir. Confianza que se expande en una buena mirada frente a toda la realidad, una realidad lúcidamente percibida en su inherente dificultad y conflictividad, y amada, sin embargo, porque se tiene la experiencia de estar enraizado en  una paternidad amorosa que la sustenta y acompaña. Pero la experiencia religiosa también puede venir a ser una pura quimera que defiende de una realidad temida y que, de ese modo, muestra no ser sino una regresión infantilizante y peligrosa.

Desde otra vertiente, a la que ahora vendremos, la experiencia religiosa puede mostrarse como un potencial positivo para de construcción de un mundo mejor y puede también venir a dar pie a una experiencia peligrosa que desencadena la destrucción del propio ser o de los que le rodean.

 

DEL PROYECTO PROFÉTICO AL FANATISMO DESTRUCTOR

Proyecto utópico

La experiencia religiosa, según venimos viendo, se articula con los momentos fundamentales de la constitución del sujeto. En esos procesos constitutivos la tutela, el cuidado y el amor parental son la base para la integración primera de la persona y para la adquisición de la confianza básica en sí mismo, en la vida y en los demás. Pero una vez conquistada esa integración y confianza, el sujeto ha de iniciar un proceso ininterrumpido de apertura a la realidad exterior, en todas sus dimensiones: física, material, social, cultural e histórica. Somos “seres separados”, necesitados de asumir la distancia que nos constituye desde el día mismo de nuestro nacimiento, con el corte del cordón umbilical. Toda una serie de largos y complejos procesos psíquicos tendrán que entrar en juego para que, finalmente, podamos asumir esa separación constitutiva y, con ella, adquirir una autonomía y una proyección hacia el mundo que nos hace seres humanos.

En el transcurso del desarrollo se tendrá que ir enfrentando una serie de separaciones (del seno materno, de su pecho, del apego fusional primitivo...) y se tendrá que ir asumiendo una serie de realidades nuevas que, efectivamente, nos haga, siguiendo los términos de Zubiri, “animal de realidades”. Animal enfrentado a una serie de limitaciones respecto a las necesidades instintuales más primitivas, como condición de posibilidad para acceder al mundo del lenguaje y del símbolo, de la sociedad y de la cultura. Habrá que asumir normas y modos de comportamientos, desde las primeras normas higiénicas que nos convierten en “animales limpios”, hasta unos modos particulares, socio-culturales, de satisfacer necesidades y deseos. Todo un mundo, prescripciones, ideales, proyectos, leyes y normativas irán siendo incorporados a lo más íntimo del propio yo, en una progresiva apertura e inserción en el grupo humano, en sucesivos ritos de iniciación y en complejos mecanismos de identificación y contra-identificación con los modelos del entorno.

La experiencia religiosa no será ajena a estos procesos de inserción en los registros del lenguaje y del símbolo. Si la vivencia mística, enraizada en la confianza básica, constituye un componente ineludible de la experiencia religiosa; el ideal ético, la moral, el compromiso histórico, vendrán, por su parte, a constituir la otra gran vertiente de toda experiencia de fe[12].

Toda representación de Dios se elabora acogiendo, no sólo elementos provenientes de las primeras relaciones amorosas con lo materno, en tanto protección, cuidado, cercanía, etc., sino también y de un modo fundamental, configurándose a partir de elementos simbólicos paternos, en tanto ley,  modelo, ideal y promesa. Toda experiencia religiosa articula, de un modo u otro según las diversas formaciones culturales y las diferentes insistencias espirituales, el deseo de unión con Dios con la exigencia ética. Amor y proyecto, mística y profecía, comunión y exigencia moral.

El santo, el profeta, el sacerdote, el reformador, el maestro son figuras de la fenomenología religiosa que guardan una íntima conexión con esos procesos primeros de apertura a la cultura, a la sociedad y a la historia en la incorporación de normas, prescripciones y modelos. Pero también el fanático, el falso profeta, el fundamentalista, el cruzado, el inquisidor y el colonizador religioso están vinculados también a esas articulaciones con la ley y el ideal ético que siempre forma parte esencial de la religión.

De modo particularmente representativo, el profeta es el portavoz de un mensaje divino que se hace necesario transmitir mediante una acción transformadora y salvífica. Lo decisivo en este tipo de relación no es, por tanto, que Dios se comunica haciéndose sentir, como en la experiencia mística, sino que Dios habla para que se hable. Y si en la experiencia y la identidad del místico no es difícil rastrear los componentes de las primeras relaciones materno-filiales, tampoco lo es en la experiencia e identidad profética rastrear los componentes de las relaciones paterno-filiales. Explícitamente Dios aparece en el discurso de los profetas como imagen y figura del esposo y del padre. Esposo del pueblo que hay que reconducir y padre también de ese mismo pueblo y del profeta que habla en su nombre.

El espacio simbólico de la identidad profética no será, por tanto, el del espacio íntimo y recogido de la celda, como en el caso de la experiencia mística. No es un espacio impregnado de resonancias materno-filiales. Su espacio paradigmático será el de la plaza: Allí donde transcurre la vida social, en ese entramado de relaciones interpersonales tejido por la vida política, económica y cultural. Es el espacio de la historia y de su devenir donde la palabra paterna de Dios le encamina y le misiona. Como atinadamente lo expresó el fenomenólogo G. Van der Leeuw, la madre crea la vida, el padre la historia [13].

Pero de la misma manera que las experiencias primeras de cuidado, amor y protección van a influir de modo decisivo en las futuras vivencias de Dios y en su carácter más sano o perturbador; también los modos en los que se lleve a cabo esa integración de las dimensiones éticas e ideales, van a determinar  el carácter salutífero o destructor que la experiencia religiosa llegue a tener en el futuro. Si frente al místico encontramos al iluminado, frente al  profeta encontramos al fanático y al fariseo. La experiencia religiosa vuelve, entonces, a recobrar los tintes más sombríos y perturbadores.

 

Violencia y autodestrucción

No es momento de entrar aquí en las motivaciones psíquicas profundas que alimentan estos dos tipos de patologías religiosas[14]. Lo que interesa resaltar aquí es que en ambas, a pesar de sus diferencias, encontramos un denominador común: la incorporación del ideal y la ley que necesariamente han de articular la experiencia de fe, se ha llevado a cabo de un modo pervertido y destructor.

En el fanatismo, la carencia de una suficiente integración interna conduce a una absolutización de la propia creencia. Es la única forma de garantizar una seguridad de la que carece. Los elementos de paternos de la ley, la exigencia, el ideal son acogidos, entonces, como un fetiche con el que se pretende adquirir la consistencia interna de la que se carece.

La patología fanática cabe en estructuraciones cognitivas diferentes. Por ello este tipo de personalidad puede manifestarse en planteamientos religiosos conservadores como progresistas. El denominador común será siempre el mismo: esa urgencia en ser reconocido como portador de una palabra absoluta, de certeza incuestionable, de admiración obligada y la paralela indicación del mal, siempre situado fuera, ya sea en el hereje o en la institución, en el ateo o en el “sistema”, en el rebelde o en la autoridad. La actitud sectarista y mesiánica presidirá siempre su relación con los otros.

Desde esta situación psicodinámica de base, en la que los elementos paranoides se dejan ver con claridad, todas las estructuras mentales y afectivas experimentan una urgencia de integración que poseerá necesariamente un carácter compulsivo y, en menor o mayor grado, violento. La alteridad, la diferencia  es vivenciada como un peligro que hay que eliminar. Haciendo bandera de su idea, camuflada de creencia y dogma, se ve obligado a imponerla violentamente o a destruir, incluso mediante la muerte, a quien se resista a asumirla como propia. Dios queda reducido a ser un aliado y soporte para la propia identidad amenazada. Como acertadamente se ha expresado: el fanático devora a la divinidad[15].

Evidentemente, los niveles que van desde el integrismo, al fundamentalismo y al fanatismo pueden ser muy diversos. Existe toda una graduación con variaciones de importancia. Todas ellas, sin embargo, poseerían un denominador común: la de una patología de las funciones cognitivas que, en religión, puede encontrar un soporte y alimento nada desdeñable. Porque, como afirmó K. Capel, cuánto más grande es la cosa en la que se cree, más se encarniza uno en despreciar a los que no creen en ella.

No deberíamos olvidar hechos tan significativos como el que sean las personas religiosas las que suelen alimentar en su interior más prejuicios frente a las minorías de raza, pueblo o ideología; mostrando así una dificultad, que parece específica, para asumir la alteridad y la diferencia[16]. El resurgimiento actual de actitudes fundamentalistas y, a veces, dramáticamente fanáticas,  en el seno de las grandes religiones de Occidente, catolicismo incluido,  deberían situarnos en una posición de alerta sobre estos riesgos que la experiencia religiosa parece generar con tanta facilidad y que la han situado históricamente entre los agentes de violencia más virulentos que ha conocido la humanidad. Hemos podido constatarlo una vez más en la reciente violencia desencadenada a partir del 11 de septiembre, con sus explicitaciones religiosas por parte del fanatismo islámico y con las no menos evidentes por parte de Estados Unidos en su “cruzada de justicia infinita” contra el “eje del mal”, identificado, por lo demás, con cualquier tipo de disidencia respecto a sus intereses y planes estratégicos.

Esa violencia que tantas veces se desata en las formaciones religiosas guarda también una curiosa relación con sus aspiraciones de “amor”. La ilusión amorosa que la religión propulsa deriva fácilmente, en muchas ocasiones, en un deslizamiento de agresividad hacia los que no forman parte del propio colectivo. Para asegurarse de que en su propio seno tan sólo se van a expresar los lazos amorosos, los conflictos, frustraciones y agresividades son desplazados y proyectados al exterior. Así el grupo evita la amenaza de su propia disolución, propulsada por los inevitables conflictos y agresividades que nacen en su seno. Toda religión, afirmaba Freud es una religión de amor para sus fieles y, en cambio, cruel e intolerante para aquellos que no la reconocen[17]. Son muchos hombres y mujeres en nuestros días los que temen a la religión en razón del potencial de intolerancia, intransigencia y violencia que ella puede llegar a desencadenar.

La violencia y destructividad que la experiencia religiosa puede poner en marcha no se canaliza exclusivamente contra unos enemigos o amenazas externas. También el propio sujeto religioso puede ser objeto de ella en unas dinámicas de signos claramente autodestructivo. Todos conocemos casos en los que la experiencia religiosa, en efecto, se ha aliado con los componentes menos sanos de la personalidad para emprender una mutilación de la vida personal y, en algunos casos, de los grupos también. Los suicidios colectivos que en épocas recientes han tenido lugar, expresan de modo escandaloso y paradigmático a la vez, esa dinámica de autodestrucción que puede anidar en el corazón de la religión.

Dios puede ser entrevisto y vivenciado como un absoluto que impide vivir. Confesarle parece llevar de inmediato la obligación de anularse a sí mismo. Es identificado con una Ley absoluta que, como si fuese un rival,  prohíbe cualquier modo de satisfacción, autoafirmación y motivo de felicidad. El psicoanálisis reconoce en ello la dinámica infantil  edípica del Padre Imaginario: aquel que detenta el poder, el placer y la libertad absoluta.

En el corazón de este dinamismo de fe se esconde una profunda ambivalencia afectiva frente a Dios. Unas corrientes ocultas de hostilidad han de ser celosamente reprimidas. Pero, no por ello, dejan de mantener su vigencia y de generar unos sentimientos de culpa, generalmente también inconscientes, que han de ser aliviados mediante los rituales y los sacrificios. Toda una dinámica de negación de sí mismo, de exaltación y sacralización del sufrimiento, de negación del goce (particularmente sexual) se van imponiendo, generando una vivencia religiosa en creciente armonía con lo obsesivo y en una permanente actitud de autocontrol y negación de sí.

La norma, la ley, los valores dejan de cumplir una función mediadora en el desarrollo personal y de fe para convertirse en unos absolutos idolatrizados que aprisionan y que guardan la función inconsciente de mantener el sometimiento y la negación de sí. El leguleyo, el fariseo (en términos clínicos, el obsesivo), tampoco puede prescindir de una mayor o menos absolutización de la institución religiosa. Ella es una garantía mágica que asegura su propia dinámica de ambivalencia y un espacio donde permanece en el intento de resolver la conflictividad que experimenta en torno a la autoridad y el poder.

Los rituales, por su parte, cobran un relieve que, en algunos casos, llega a la exacerbación que caracteriza a los ceremoniales del neurótico obsesivo. Esa loca idolatría -como tan bellamente lo expresó Shakespeare-  de dar al culto más grandeza que al Dios. Rituales los de los sacrificadores en los que se deja ver tanto la aspiración omnipotente del pensamiento mágico, como la dinámica autodestructiva que se reanima desde los sentimientos inconscientes de culpabilidad[18]. Parece que este tipo de religiosidad, con independencia de las diversas confesiones en las que se pueda vehicular, contará siempre con adeptos sin número: cuenta con un importante dinamismo en el desarrollo psíquico del sujeto. El precio es el de una mutilación esencial de lo humano en el bloqueo del crecimiento y desarrollo personal.

 

Conclusión

Parece evidente que la creencia y la vivencia religiosa puede constituirse en un factor de equilibrio, centramiento y maduración personal; puede venir a ofrecer un horizonte de plenitud y desarrollo de las capacidades del sujeto; puede, en determinados casos también, curar heridas y generar una saludable compensación que sanee conflictos previos. Pero puede también aliarse con las fuerzas más destructivas de la persona, potenciar desequilibrios existentes, acabar derrumbando posiciones mínimamente estables, bloquear procesos de crecimiento y, en definitiva, convertirse en un factor patógeno en el conjunto de la personalidad.

Desde la vertiente afectiva, puede ofrecer una confianza básica en la existencia y una fuente de satisfacción y gozo de las que el místico nos da cuenta de modo ejemplar. Puede también, sin embargo, ofrecerse para regresar a posiciones infantiles, en búsqueda de unas satisfacciones maternas imaginarias que la sana adaptación a la realidad impedirían. Las espiritualidades de tipo iluministas, de ayer y de hoy, parecen dar prueba de ello.

Desde la vertiente cognitiva la religión puede ofrecer unos marcos de referencias que organicen el sentido y la orientación de la propia vida. La teología más crítica testimonia esta saludable función. Puede también, sin embargo, hacer de la idea, de la creencia y del dogma un modo de parapetarse frente la complejidad de lo real y, en casos extremos, hacer de ese dogma un fetiche de seguridad peligroso para el propio sujeto y para los otros. Fundamentalistas y fanáticos manifiestan ese lado oscuro de lo que la religión puede hacer de la idea.

Desde la vertiente ética, por último, puede ofrecer un fundamento valioso para el enraizamiento de actitudes y valores morales, pero puede también originar una falta de autonomía personal y un sometimiento infantil a una ley idolatrizada desde motivaciones muy regresivas. El profeta, por una parte, y el neurótico obsesivo, por otra, estarían ilustrando una cara y otra en esas ambiguas relaciones de la religión con la moral.

Desde la perspectiva psicológica habría que concluir que, probablemente, ninguna otra dimensión cultural posea tal poder en la estructuración, desarrollo y potenciación de la propia identidad y que ninguna otra tampoco haya mostrado, tan fehacientemente, su poder aniquilador y destructivo para esa misma identidad personal o colectiva. Ni siquiera los que en el campo de la psicología de la religión se presentaron como valedores principales de los beneficios psíquicos y humanos de la experiencia religiosa (como fueron, citando tan sólo a los más significativos, W. James, W. G. Allport, O. Pfister o C. G. Jung) pudieron obviar las vertientes peligrosas que en esa misma experiencia se pueden presentar. Por el otro lado, los que se situaron más críticos y hostiles frente al hecho religioso (paradigmáticamente representados por S. Freud) tampoco pudieron negar la hondura que posee la experiencia de fe y los indudables beneficios que la religión aportó al desarrollo de los individuos y de las culturas.

La religión, pues, está ahí para lo mejor y para lo peor. La historia de los pueblos y las vidas de los individuos lo verifican de un modo elocuente para cualquier observador mínimamente dispuesto a reconocer los hechos. El psicólogo, el sociólogo y el antropólogo, desde sus perspectivas particulares, también pueden, si consiguen liberarse de fáciles prejuicios en un sentido u otro, confirmar esta ambigüedad esencial e inherente de la vivencia religiosa. Por su parte, el teólogo, el catequista, el pastor, desde su legitima intencionalidad común, tendrían que ser igualmente conscientes de la ambigüedad que comporta este tipo de experiencia y de la ambivalencia de los afectos que la componen y, en la fidelidad al mensaje que recibieron, propulsar una representación de Dios, la que nos vino por Jesús de Nazaret, que es la del Padre bueno, misterio amoroso, que infunde una confianza básica en uno mismo, en la vida y en los otros y que, desde ahí, nos llama a participar con El en la construcción, lúcida y valiente, de un proyecto histórico que denominamos Reino de Dios.

 


[1] Cf. J. Laplanche - J.B. Pontalis, Diccionario de psicoanálisis, Labor, Barcelona 1971; B.E. Moore - B.D. Fine, Términos y conceptos psicoanalíticos, Biblioteca Nueva, Madrid 1997. De modo parecido lo define el Diccionario de la RAE: Estado de ánimo transitorio o permanente, en el que coexisten dos emociones o sentimientos opuestos; como el amor y el odio, o el de María Moliner: Estado de ánimo en que coexisten dos emociones o sentimientos opuestos; como la alegría y la tristeza.

[2] En este sentido resulta enormemente significativo el análisis efectuado por Freud sobre la ambivalencia frente a los enemigos de guerra, en los que se hace perceptible la parte amorosa reprimida que juega frecuentemente en esos tipos de relación. Cf. Totem y tabú, 1913, O.C., II, 1758-1794.

[3] M. Klein es una figura emblemática del psicoanálisis posterior a Freud que realizó su labor en Inglaterra y que profundizó particularmente en el psicoanálisis de niños y en el estudio de la psicosis. Su obra ha tenido una influencia trascendental en todo el psicoanálisis posterior. Amor, odio y reparación o Envidia y gratitud, son dos obras importantes de esta autora, especialmente relacionadas con nuestro tema (Obras Completas, Paidós, Buenos Aires 1974).

[4] El tema, amplio y complejo, en el que no es posible adentrarnos ahora, lo analicé con detalle en la obra El psicoanálisis freudiano de la religión, San Pablo, Madrid 1990.

[5] Una mirada panorámica a los Evangelios nos hacen comprender de inmediato que Jesús tuvo menos problemas con la expresión de la agresividad de la que han mostrado sus seguidores. Cf. Beirnaert y otros, A la recherche d'une théologie de la violence, Cerf, Paris 1968.

[6] Cf. S. Freud, El porvenir de una ilusión, 1927, O.C. III, 2961-2992; El problema de la concepción del universo (Weltanschauung), 1932, O.C., III, 3191-3206.

[7] Cf. en este sentido la importante obra de la psicoanalista argentina Ana María Rizzuto, The Birth of the Living God: A psychoanalytic study, Chicago University Press, Chicago 1979, incomprensiblemente no traducida aún en español.

[8] La obra del español Juan Rof Carballo, iluminó esta primitiva constitución del ser humano en obras de indudable interés como, Urdimbre afectiva y enfermedad, Labor,  Barcelona 1979 o Biología y psicoanálisis, Desclée de Brouwer, Bilbao 1984.

[9] La obra del psiquiatra y psicoanalista inglés René Spitz fue pionera en la demostración de los efectos catastróficos de una crianza en la que falte de modo importante el afecto y la comunicación emocional con el bebé. Cf. El primer año de vida del niño, Fondo de Cultura Económica, México 1973; No y sí. Sobre la génesis de la comunicación humana, Hormé, Buenos Aires 1960. Posteriormente, las investigaciones de D. W. Winnicott supusieron un avace fundamental en el conocimiento de estas primeras relaciones infantiles. Cf. Sostén e interpretación, Paidós, Barcelona 1991; La naturaleza humana, Paidós, Barcelona 1993.

[10] Llama de amor viva, Canc. 3, 10.

[11] Como sabemos, la oración de petición ha sido objeto de un amplio debate en el campo de la teología española. En particular, los trabajos de A. Torres Queiruga sobre el tema dieron pié a una rica y encendida polémica en torno a la cuestión. Estos trabajos, con independencia del acuerdo que se les otorgue, se les ha de conceder, cuando menos, el haber dado pie a una obligada reflexión en profundidad sobre cuestiones muy de fondo implicadas en la oración de petición y, más en particular sobre la imagen de Dios que se puede poner en juego. Cf. A. Torres Queiruga, Más allá de la oración de petición: Iglesia Viva 152 (1991) 157-193; J. A. Estrada, La oración de petición bajo sospecha, Sal Terrae/Fe y secularidad, Santander-Madrid, 1997; AA.VV., “¿Es cristiano pedir a Dios la lluvia?”: Sinite XXXVI (1995) 485-487, C. Domínguez Morano, Orar después de Freud, Sal Terrae/Fe y secularidad, Santander-Madrid 1994.

[12] Mística y profecía aparecen de hecho como dos manifestaciones esenciales de la fenomenología religiosa. Cf. P. Rodríguez Panizo, “Tipología de la experiencia religiosa en la historia de las religiones”, en: M. García Baró - C. Domínguez Morano - P. Rodríguez Panizo: Experiencia religiosa y ciencias humanas, PPC, Madrid 2001, 107-150 y C. Domínguez, Místicos y profetas: dos identidades religiosas: Proyección XLVIII (2001) 339-366. De este último trabajo recojo aquí parte de las ideas desarrolladas.

[13] G. Van Der Leeuw, Fenomenología de la religión, Fondo de Cultura Económica, México 1964, 93.

[14] Me detengo más en esta problemática en C. Domínguez, J. Mª Uriarte, M. Navarro, La fe ¿fuente de salud o de enfermedad?, Idatz, San Sebastián 2001,15-57. Sobre las diversas formas de patología religiosas, Cf. J. Font, Religión, Psicopatología y salud mental, Paidós, Barcelona, 1999.

[15] Cf. D. Sibony, Les noeuds et les haineux de l’origine, en: T. de Saussure - L. Cassiers - Ch. Duquoc - D. Sybony, Les miroirs du fanatisme, Labor et Fides, Genève 1996, 27-48.

[16] Estas diferencia se hacen menores en las personas que además de confesarse como creyentes son también practicantes. Cf. los reconocidos estudios de W. G. Allport sobre el prejuicio: The religious context of prejudice: JSSR 5(1966)447-457. En la misma línea se sitúan los estudios realizados por T. W. Adorno y otros, La personalidad autoritaria, Paidós, Buenos Aires 1965 y M. Rokeach, The Open and Closed Mind, Basic Books, New York 1960. Un estudio que recogen datos de este orden entre la población de jóvenes españoles es J. L. Trechera- C. Domínguez, “Mentalidad abierta y cerrada en los jóvenes y su relación con las creencias religiosas”, en: L. S. Filippi - A. M. Lanza, Certezze ed esperienza del limite, Franco Angeli, Milano 2001, 463-481.

[17] Psicología de las masas y análisis del yo, 1921, O.C., III, 2581.

[18] Siempre resultará iluminador releer a este propósito el texto de S. Freud, Los actos obsesivos y las prácticas religiosas, O.C., II, 1337-1342.

 

«Frontera», número 23: Julio-Septiembre 2002
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