Paso IV (320c-328d)

El material que se encierra dentro de este título (Paso IV) tiene una acusada unidad estilística, en gran medida configurada en función de su oposición explícita al material que le precede y que hemos recogido en el Paso precedente (Paso 111). Esto es reconocido habitualmente. Pero, ¿cómo formular la estructura de esta oposición?. [63] Louis Bodin, tras un minucioso análisis consagrado justamente a esta parte del Protágoras platónico (Lire Le Protagoras, editado recientemente por Paul Demont, París, Les Belles Lettres, 1975) llega a la conclusión de que aquí Platón, lejos de utilizar la figura de Protágoras como un pretexto para exponer argumentos corrientes entre los sofistas (o, acaso, inventados por él mismo como construcciones polémicas) nos está ofreciendo una suerte de pastiche orientado a remedar la efectiva estructura de los procedimientos dialécticos más característicos del sofista de Abdera. La clave de estos procedimientos consistiría en las antilogías, en los discursos paralelos, capaces de «hacer fuerte la proposición débil», mediante la retorsión de los argumentos y la reinterpretación de las mismas premisas del antagonista en un sentido tal que de ellas pueda llegar a extraerse conclusiones diametralmente opuestas (Diógenes Laercio IX, 51). Y si esto es así, habría que decir que el material incluido en este Paso IV ha de mantener un paralelismo con el material incluido en el Paso III y, por tanto, que la estructura e este Paso 111 ha debido ser planeada («anafóricamente») por Platón con vistas a la ulterior presentación de su remedo, en forma de pastiche, del método dialéctico de Protágoras. «El discurso de Protágoras [i.e., el Paso IV], reducido a su estructura lógica, es un documento de valor incomparable para el estudio del método dialéctico del sofista (Protágoras), sobre todo si es un pastiche». La argumentación que Platón habría puesto en boca de Sócrates (como presupuesto para la exposición ulterior del «discurso contrapuntístico» de Protágoras) estaría estructurada en torno a estos dos puntos: A) Un argumento tomado de la vida «pública», social, de los atenienses: «los atenienses, que son sabios, castigan (de diversas maneras) a quienes, en la Asamblea, pretenden enseñar a los demás o bien las virtudes o técnicas especializadas en las cuales no son expertos, o bien las virtudes políticas de las cuales todos los ciudadanos se supone que ya han de entender». Luego (concluiría Sócrates, en una suerte de silogismo, según Bodin), la virtud no es enseñable, dado el proceder de los más sabios (los atenienses), en la Asamblea. B) Un argumento tomado de la «vida privada» de Atenas, de la experiencia individual de Pericles (que figuraría en el Diálogo como símbolo del «hombre más sabio de la ciudad más sabia», del individuo más virtuoso —en el terreno político— de Atenas). Pues Pericles no habría podido transmitir su virtud política a sus hijos. En realidad, ni siquiera lo intentó, por una suerte de negligencia que; siendo sabio, ha de hacerse equivalente al reconocimiento de su impotencia para transmitir esa virtud. Y, cuando con la ayuda de su hermano Ariphron intentó sustraer a Clinias del influjo pernicioso de Alcibíades (símbolo aquí de la «naturaleza salvaje», no educada), sus resultados fueron un fracaso. Ahora bien: la argumentación de Protágoras, según se ha dicho, [64] habría de interpretarse como una réplica puntual de estos silogismos. Protágoras desarrollaría de este modo sus característicos procedimientos: partiendo, como de un a priori de la tesis según la cual la virtud es un didaktón, Protágoras no ignorará los datos o hechos sobre los cuales Sócrates apoyaba su silogismo (la conducta de los atenienses en la Asamblea, la conducta de Pericles), sino que, por el contrario, aceptándolos, logrará hacer ver en ellos el lado débil que tienen en cuanto premisas de la tesis socrática, logrará mostrar lo que ellos tienen de apoyo fuerte para sus propias tesis sobre la enseñabilidad de la virtud. A') Los atenienses castigan en la Asamblea a quienes pretenden erigirse en maestros de la virtud política. Cierto. Pero esta actitud no significará que la virtud no sea enseñable según ellos, y que no haya debido serie ya enseñada a cada ciudadano, en un sentido parecido a como se le ha debido enseñar el lenguaje griego. Pues lo que aquí trata de establecer Protágoras es el principio según el cual todo el mundo debe participar en las virtudes políticas (AídwV, Díkh) y no de la cuestión de su enseñanza. Por ello Protágoras haría aquí uso del mito de Prometeo, como significando que no está discutiendo sobre el origen y naturaleza de estas virtudes, sino estableciendo el principio de su necesidad ineludible para toda vida pública, de tal manera que, desde el punto de vista de su principio, de su normatividad («todo ciudadano ha de participar de las técnicas políticas») la cuestión sobre la génesis de esas técnicas o virtudes son ociosas, especulativas, y pueden reservarse al mito. Y, en cualquier caso, el castigo (el castigo de la injusticia) como institución ateniense, más bien prueba que la virtud es enseñable y el propio castigo es un instrumento pedagógico y la pena de muerte (Protágoras dice que quien no llegue a poseer en absoluto las virtudes políticas debe ser segregado absolutamente de la república) el supremo recurso pedagógico. B') Los hijos de Pericles no han alcanzado el mismo grado de virtud que su padre. Pero este hecho, desde los presupuestos de Protágoras, es precisamente una prueba de que la virtud debe ser enseñada (si se transmitiese la virtud por herencia, todo hubiera ocurrido de otro modo). Además no hay que decir que los hijos de Pericles carezcan totalmente de virtud política (lo cual es absurdo, en tanto son ciudadanos). No ocurre aquí algo distinto de lo que ocurre con las demás técnicas: Ortágoras puede enseñar a tocar la flauta pasablemente a cualquier ciudadano normal sin necesidad de que todo el mundo llegue a alcanzar la pericia del maestro. En definitiva, mientras Protágoras tenderá a considerar la virtud política como una técnica o como un arte, Sócrates, que al final de la conversación preliminar, ha definido el objeto de la enseñanza de Protágoras como politikh' tecnh, no empleará jamás la expresión a1reth' politikh' (la palabra a1reth', la virtud, sin epíteto, se caracterizaría, cuando la usa Sócrates, por el hecho de referirse a la a1reth' de los ciudadanos [65] más sabios y mejores de Atenas, y sólo en la conclusión del Diálogo quedaría generalizada).

La interpretación que Bodin ofrece de este pasaje del Protágoras, cuyo esqueleto hemos intentado dibujar, podría sin dificultad ser incorporada al marco general de nuestra interpretación (la polémica de Protágoras queda aquí determinada como una antilogía, &c.). Pero no se trata de esto. Se trata de que, a nuestro juicio, e independientemente de que reconozcamos hallazgos parciales interesantes, la interpretación de Bodin es muy incierta y su sutileza acaso deriva más de la necesidad de justificar una perspectiva desenfocada y forzada que de una interpretación «más proporcionada» que encuentra sus pruebas de un modo más directo. Ante todo, parece como sí Bodin (que, se diría, toma partido por Protágoras, incluso en lo que concierne a la valoración de su superior capacidad dialéctica) olvidase que es Platón quien en todo caso, está reexponiendo a Protágoras y, por tanto, que la capacidad dialéctica de aquel ha de tener, por lo menos, la misma potencia que tiene éste. Pero, sobre todo, nos parece que Bodin tiende a ignorar sistemáticamente el alcance posicional e irónico que tienen las premisas de Sócrates (el carácter posicional de toda argumentación en la que figuran referencias a sociedades diferentes). Bodin hace figurar estas premisas (por ejemplo, la de los argumentos A, la conducta de los atenienses en la Asamblea) como construidas sobre términos de silogismos abstractos, de generalizaciones o silogismos inductivos; pero esto no es así, puesto que si Sócrates aduce el caso de los atenienses no es para construir un silogismo en abstracto, sino un argumento ad hominem, incluso un dialogismo (en un sentido muy próximo a lo que Lorenzen entiende por tal), por medio del cual Sócrates intentará probar no ya que, basándonos en la conducta de los atenienses pueda decirse que la virtud política no es enseñable en absoluto, sino que no es enseñable por un recién llegado como Protágoras. En último lugar, Bodin ve como evidente que la argumentación de Protágoras (el mito y el logos) se estructura a partir de una oposición (A y B) entre lo que es público y social (los atenienses) y lo que es privado e individual (Pericles), cuando en realidad es posible regresar a criterios más profundos (nosotros proponemos la oposición entre filogenia y ontogenia, aplicada al campo antropológico) que, al menos, permitan comprender que la función del mito de Prometeo, en la argumentación de Protágoras, no es meramente evasiva y negativa (un modo de decir que la cuestión del origen de la virtud política no es pertinente), sino positiva, puesto que ese mito es etiológico por su propio contenido.

Nos parece gratuito, en resolución, mantener que este Paso IV sea una reexposición de unos argumentos que ya habían sido introducidos ad hoc (en el Paso III) para ser doblados. La argumentación del Paso tercero, tal como la entendíamos, [66] no fue concebida con vistas a su refutación antilógica, en el Paso IV subsiguiente, sino que constituye una argumentación dialógica, por relación a los Pasos precedentes. Ello no obsta a que el Paso IV pueda consíderarse como conteniendo un —remedo de los métodos dé las antilogias de Protágoras (antilogias que Protágoras pudo desarrollar sobre la marcha). Pero ni siquiera el significado dialéctico de esas antilogias podría captarse en el terreno meramente retórico formal en el que se ha situado Bodin.

Protágoras ensayaría en este Paso un movimiento de repliegue (regressus) para liberarse de la tenaza socrática. Porque si Sócrates le llevó (en el Paso III) al terreno en el cual el hombre (y, por tanto, el educador de hombres, el sofista) se convierte inmediatamente en una multiplicidad de círculos (pueblos, sociedades, culturas, Estados) opuestos entre sí, según una dialéctica «horizontal» que expulsa la posibilidad de cualquier sofista cosmopolita, la respuesta de Protágoras no podría ser otra sino, partiendo de este terreno al que ha sido llevado y, por tanto, que debe recorrer, regresar de él hacia el hombre en general, en tanto en esta generalidad se comprenden todas las diferencias y se puede esperar la recuperación de un punto de vista universal, cosmopolita. Y como, efectivamente, de todos los individuos que viven en Estados (de todos los animales comedores de pan, como dice Hesíodo) por diferentes que sean entre sí, puede decirse que han llegado a ser hombres por medio de la enseñanza de las virtudes, es decir, porque las virtudes le han sido otorgadas por quienes podían otorgárselas, por los sabios o sofistas, entonces cabrá, al parecer, justificar la función sofística como función ligada al propio hacerse del hombre, a su propia génesis (Prometeo, el sofista, fue inventor del fuego, sin el cual no puede ser fabricado el pan). Evidentemente la conclusión a la cual se llega merced a este regressus implica la abstracción de las relaciones dialécticas «horizontales» de las que venimos hablando. A esta abstracción negativa corresponderá, como forma positiva, la hipótesis de la coexistencia pacífica entre los diversos estados o culturas, que encubre a su vez la tesis del «relativismo cultural», como armonismo o irenismo. El regressus de Protágoras desvirtúa por tanto, enérgicamente, la dialéctica platónica: si Sócrates, a partir de la idea universal de hombre (como totalidad (1)) encontraba inmediatamente su partición en los círculos particulares de los estados o culturas opuestos entre sí —griegos y bárbaros— Protágoras, partiendo de estos círculos particulares, regresará al hombre que se realiza en todos ellos, encontrando, como rasgo común y universal (precisamente porque ha eliminado, por su armonismo cosmopolita, las relaciones dialécticas entre esos Estados), la presencia de sofistas encargados de elevar a los individuos (a partir de un Estado prehumano) a su condición de ciudadanos. [67]

Y este regressus a la idea de hombre es un movimiento que Protágoras emprende por dos caminos, el del mito y el del logos. Podría pensarse que estos dos caminos del regressus conducen al mismo principio, al hombre, en su misma génesis, y que la diferencia entre ambos es más bien externa (el mito, camino más ameno, sencillo, pedagógico; el logos, camino más árido, duro, propio para personas dotadas de una fuerza de abstracción más vigorosa). Pero no es así. El camino del mito, como el del logos, son caminos del regressus, pero no conducen al mismo término, sino a dos momentos diferentes de la misma idea de hombre. ¿Cómo identificarlos?. Acaso simplemente diciendo que el camino del mito nos lleva hasta el hombre en su estado de naturaleza absoluta, primigenia, al hombre en cuanto se contempla como entidad anterior a todas las culturas (en términos evolucionistas: al hombre, en su perspectiva filogenética, al pitecántropo, que lo pone enfrente de los animales; o en términos roussonianos, al hombre en su estado natural, en cuanto estado efectivo anterior al Contrato Social), mientras que el camino del logos nos conduciría al hombre en su estado de naturaleza relativa, al hombre en cuanto se contempla como entidad anterior a una cultura determinada (en términos evolucionistas: al hombre, en su perspectiva ontogenética, al embrión enfrentado a los otros hombres del círculo en que ha nacido).

Ahora bien, el hombre, en su estado de naturaleza absoluta es (desde el punto de vista de la dialéctica platónica) un hombre mítico, como mítico es el hombre roussoniano, el hombre en su estado natural. Aquí solamente míticamente puede procederse. Irónicamente, Platón pone el mito en boca de Protágoras, un mito según el cual Prometeo y Hermes fueron los sofistas que, in illo tempore (un tiempo pretérito que nadie hoy puede experimentar y que por ello sólo cabe imaginar), enseñaron a ese protohombre desvalido (por culpa de Epimeteo), ese mono mal nacido, casi un feto de mono (si utilizamos la terminología de Bolk) las virtudes capaces de humanizarle. Virtudes que Protágoras (o Platón) estratifica, como hemos dicho, en dos planos, precisamente dos planos que se corresponden puntualmente con los dos tipos de virtudes (propiedades, rasgos) que hemos distinguido: las virtudes (o propiedades) particulares y las universales del hombre. Pues, ¿no se diferencian así las funciones de Prometeo y las de Hermes?. Las virtudes (o ciencias, o técnicas) que Prometeo otorga a los hombres, son virtudes particulares, que no necesitan ser participadas por todos los hombres. Pero las virtudes que Hermes (enviado por Zeus) concede al hombre, son virtudes universales, la santidad y la justicia, que han de ser distribuidas entre todos ellos.

Por lo que se refiere al protohombre al cual conduce el camino del logos, cabría decir que se trata de un protohombre real y efectivo, un objeto de experiencia, y no de especulación mítica. [68] Es el embrión de hombre que nace por generación en el seno de cada ciudad, de cada estado, el embrión sobre el cual es preciso actuar, educar, inmediatamente, y según decisiones inaplazables. Y ahora Protágoras puede argumentar con los argumentos propios que aún hoy utilizaría un reflexólogo «ambientalista»: que los niños de todas las repúblicas son condicionados, adoctrinados, enseñados constantemente por sus padres, sus nodrizas, sus pedagogos y que sólo así se hacen ciudadanos (hasta el punto de que si alguien, a pesar de esos cuidados, no llegase a adquirir las virtudes mínimas, habría que destruirlo, eliminarlo de la propia ciudad). Protágoras puede concluir triunfalmente la tesis de que la enseñabilidad de la virtud política, lejos de ser una extravagancia, es la evidencia misma del sentido común.

Paso V (328d - 333e)

Las conclusiones de Protágoras, brillantes y contundentes, han dejado arrobado al propio Sócrates. ¿Se trata de un arrobo que él mismo es crítico, el arrobo de quien reconoce la belleza musical de un discurso vacío y Platón estaría con ello, al subrayar este arrobo, resaltando tanto más la belleza cuanto más quiere subrayar la vacuidad del discurso de Protágoras?. Podría tratarse de eso, pero no necesariamente. De hecho, Sócrates dice estar de acuerdo con las conclusiones de Protágoras, y no sólo por la belleza de su exposición. Y se comprende bien cómo Sócrates puede estar de acuerdo con Protágoras, porque él ha seguido y compartido el regressus de Protágoras. Los golpes de Protágoras en este terreno puede encajarlos perfectamente Sócrates: razón de más para confirmarnos en la sospecha de que Sócrates no trata aquí de impugnar la tesis de que la virtud es enseñable.

Pero, si hay acuerdo, ¿por qué prosigue el pugilato?. Porque el acuerdo se ha producido en este terreno abstracto en donde Protágoras ha dado sus golpes —diríamos, en el aire. Y Sócrates reconduce el debate a un terreno más concreto: el terreno de la «materia virtuosa» misma que, vista desde el punto de vista global, ha de decirse que es enseñada, sin duda (como dice Protágoras); es enseñada (puede también decirse globalmente) por sofistas, en su sentido también global, el que corresponde tanto a Prometeo como a Hermes, tanto a Homero como a Hesíodo. Pero cuando descendemos (progressus) a la materia misma enseñada, es preciso aclarar «un pequeño detalle» como dice Sócrates. Esta materia, la virtud, ¿es una o es múltiple?

Tenemos que intentar comprender el alcance de esta pregunta de Sócrates y el motivo por el cual la introduce precisamente en este momento del curso general del Diálogo. Si no nos equivocamos, la razón de esta pregunta Y el fundamento de su alcance, [69] se encuentra en la reconsideración del método que ha llevado a Protágoras a sus brillantes conclusiones. Este método ha consistido en remontarse (regressus) al concepto abstracto de hombre, en cuanto recibe el principio de su realidad con la enseñanza. Concepto abstracto, absorbente, por respecto a las diferencias entre las materias enseñadas (las virtudes) y con respecto a las oposiciones dialécticas que puedan existir entre las materias entre sí. Por ello, la abstracción negativa de Protágoras sólo puede sostenerse apoyada en una tesis implícita (y positiva, intencionalmente) de armonismo. Sobre esta tesis de la armónica totalidad y coherencia de la materia que ha de ser enseñada, Protágoras estaría haciendo descansar en realidad la misión del sofista, su concepto. Pero esta totalidad abstracta (absorbente de las diferencias) es la que Sócrates va a desbordar, aún partiendo de ella, mediante la pregunta por la naturaleza de esa totalidad, es decir, mediante el desarrollo de su propio contenido «modulante». Esta totalidad (la virtud, la ciencia) ¿es una o es múltiple, es decir, tiene partes extra partes?. Y, sobre todo, esas partes ¿son homogéneas (si se trata de una totalidad isológica) o heterogéneas?. La pregunta podría parecer inocente (respecto de la polémica), como movida por una pura curiosidad lógico-formal de Sócrates. Pero, sin negar la existencia de esta curiosidad, lo cierto es que la pregunta pertenece a la estrategia general de la argumentación contra Protágoras: no es pregunta inocente. En efecto: si la virtud tiene partes, y partes heterogéneas, como parece obvio, entonces la unidad del concepto de sofista, que había intentado fundarse sobre la unidad de una totalidad abstracta, vuelve a quedar de nuevo, comprometida. Sobre todo si resulta que esas partes de la virtud no solamente son heterogéneas sino opuestas entre sí (y Sócrates ofrece aquí una muestra de los desarrollos dialécticos de las partes de la virtud por sus contrarios y contradictorios). Si la justicia no es la piedad (ni recíprocamente) resulta nada menos que habrá que admitir que la piedad puede ser injusta (¿el sacrificio de Ifigenia?) o que la justicia puede ser impía. Aunque de un modo más ejercido que representado, Platón parece ofrecernos una concepción dialéctica de la virtud como totalidad y, con ella, parece estar comprometiendo la unidad del concepto del sofista, que ya no podrá pensarse como alguien dotado de una misión y objetivo unitario, porque, a lo sumo, es tan sólo el nombre que designa multitud de objetivos heterogéneos y contrapuestos entre sí.

La pregunta acerca de si la virtud es una o múltiple, heterogénea u homogénea, se mantiene sin duda en un plano muy abstracto, casi lógico formal. Pero sería muy superficial pensamiento creer que Platón está interesado ahora en plantear problemas estrictamente genérico formales, cuasi gramaticales (algo así como si estuviese planteando, en general, el problema de la «teoría de los tipos lógicos» [70] —«la justicia es justa», &c.). Estos problemas, sin duda presentes, están referidos al curso preciso de la argumentación dialéctica. Por ello, y aún cuando el ejemplo de las totalidades heterológicas que utiliza (el rostro, respecto de la nariz, ojos, &c.) facilita el que pensemos el problema de la unidad de la virtud referido al plano individual o psicológico (el plano que comprende al hombre como totalidad porfiriana) sin embargo, el problema contiene también la referencia inmediata al plano social y cultural y si no, es cierto, inmediatamente, en su perspectiva «cosmopolita», sí en cambio en su perspectiva política, en la perspectiva de la República, ya sea ésta una república actual, como la Atenas coetánea, ya sea una república ideal -aunque acaso concebida como real, dada en el pretérito, la Atenas pretérita del Crítias. Pues es Platón mismo quien en La República habría de aplicar, como es sabido, las diferentes partes de la virtud de que en ella se habla (la templanza, la sensatez, el valor) a las diferentes partes o clases del Estado. Será suficiente, por tanto, que desarrollemos la doctrina de la multiplicidad dialéctica de la virtud, expuesta en este Paso del Protágoras, por medio de los desarrollos mismos de Platón, no ya sólo en La República, sino también en un pasaje posterior del propio Protágoras, (349d), para que podamos darnos cuenta de la enorme virtualidad problemática encerrada en estas cuestiones que sólo un lector superficial creería poder reducir a cuestiones, casi gramaticales, sobre la predicación («¿la justicia es justa?», &c., &c.).

El método de Sócrates (de Platón) en este Paso creemos, pues, que queda perfilado con bastante claridad: es el método del desarrollo (progressus, diairesis) de una totalidad abstracta según las especies o partes que inmediatamente contiene; además, un desarrollo dialéctico (al menos virtualmente), por cuanto esas partes no son heterogéneas y exteriores, sino también contrarias y opuestas (diríamos, inconmensurables, incluso incompatibles). Pero aplicado este método de desarrollo dialéctico al supuesto concepto unitario del sofista como «maestro de virtud» es decir, maestro de lo que es bueno para que el hombre llegue a ser lo que es, produce el efecto de un violento revulsivo en la conclusión de Protágoras, que había presentado la clara misión humanística del sofista en el eter abstracto del hombre en general, del hombre sin diferencias ni conflictos.

Paso VI (333e-334c)

Protágoras, que ha ido experimentando una creciente irritación ante el desarrollo múltiple (o si se quiere, ante la descomposición o trituración a la que Sócrates, mediante preguntas cortas, somete a ese hermoso y cuasimítico concepto de virtud humana que él había presentado) reacciona, [71] en el momento más brillante de toda su actuación, el que constituye este Paso VI de nuestro análisis. No se trata, desde luego, de un mero ex abrupto: se encadena con la conclusión de Sócrates, al menos con un aspecto importante de esa conclusión, a saber, que la virtud (el hombre, por tanto) es múltiple, incluso heterogéneo. Pero tomando esta conclusión como punto de partida, Protágoras aplicará de nuevo su método regresivo, remontándose ahora otra vez más allá de los hombres determinados, es decir. regresando a las diversas especies de animales (caballos, perros) y hasta de las plantas. Evidentemente, puede afirmarse que Protágoras despliega en este Paso VI (respeto del V, dado por Sócrates) una estrategia análoga a la que le llevó a dar el Paso IV (respecto del V, dado por Sócrates), a saber, una estrategia absorbente de descontextualización, de subsunción de los casos particulares en una idea general absorbente. Los hechos (lo que efectivamente ocurre, específicamente, en la vida de cada individuo, de cada estado, en los diversos estados) son así subsumidos en la idea general, a través de la cual aquéllos podrán ser re-presentados como lo que es, como lo que es normal, como la norma (de suerte que del ser factual se está pasando en realidad a la norma, al deber ser). Protágoras en efecto reconoce que la virtud es múltiple y heterogénea y que, por lo tanto, lo bueno es también múltiple y heterogéneo: éste es el hechoo y esto es lo que también debe ser: pues ¿acáso no ocurre con los animales y las plantas?. Lo bueno para uno es malo para otro, y recíprocamente. La bondad (la virtud) es relativa, y este es el hecho. ¿Por qué esto ha de verse como un problema?. Simplemente ocurrirá que hay que constatar lo que es, y lo que ha sido siempre será lo que es natural, lo que debe ser, o lo que no tendrá por qué ser de otro modo. Si las virtudes son efectivamente distintas en cada individuo, en cada Estado, y en los diferentes Estados, ¿no es precisamente porque ello debe ser así, del mismo modo que también son distintos los caballos, los perros y los árboles, cada uno con su virtud específica y su bondad, cada uno siendo naturalmente lo que son?

Protágoras es aplaudido entusiásticamente por sus oyentes. Con esto Platón nos está diciendo quizá, a la vez, que Protágoras acaba de exponer una de sus tesis fundamentales —y, por cierto, irreductibles a las tesis de Sócrates y a las suyas propias.

Paso VII (334c - 338e)

La respuesta de Protágoras, en tanto ha reproducido, en otro nivel, una misma metodología, que parece irreductible a la de Sócrates, manifiesta que sus movimientos se mantienen a un ritmo tal que no engrana con el ritmo en el cual Sócrates se mueve. Y si no engranan los movimientos de los contendientes, la polémica es imposible. [72] Sócrates comprende esto y decide marcharse, abandonar la palestra, Pero, de hecho, es retenido por Calias y por Alcibíades, y termina quedándose. Su permanencia, sin embargo, incluye la crisis de la polémica, la reflexión sobre «cuestiones de método», cuestiones que se suscitan precisamente, cuando los enfrentamientos parecen reproducir similares argumentos, cuando, por ello, se hace obligado reflexionar sobre estas similaridades meta-argumentales que, en este sentido, nos sacarán fuera de la materia específica propia de los argumentos enfrentados.

Ahora bien, tal como consta en el pasaje que nos ocupa, las diferencias entre los métodos (o bien: las semejanzas internas entre las diferentes argumentaciones de Sócrates o entre las diversas argumentaciones de Protágoras) parecen estar formuladas en un piano muy externo (oblicuo al asunto), el de las diferencias entre el discurso corto y el discurso largo. La crisis que constituye este Paso VII parece simplemente un paréntesis sobre «cuestiones de procedimiento» que, a mayor abundamiento, se llevan muchas veces en términos de mera cortesía o, en todo caso, en el terreno puramente psicológico («Sócrates tiene poca memoria y no recuerda los discursos largos»). Es cierto que en esta ocasión Sócrates dice que no hay que confundir una discusión (un diálogo polémico) con pronunciar un discurso en público —y Protágoras parece que, en lugar de tomar la palabra para argumentar y discutir, aprovecha y pronuncia un discurso. Con esto ya se estarla efectivamente señalando hacía una estructura diferente de procedimiento que sería suficiente sin duda para explicar la crisis. Pero ésta ha de encontrarse en un plano más directamente intersectado con la discusión general.

No se excluye, sin embargo, la legitimidad del intento de establecer una conexión más precisa entre estas metodologías «oblicuas» y las metodologías internas que Protágoras y Sócrates vienen empleando en los Pasos precedentes. Y se comprende bien que la metodología interna de Protágoras (la metodología que hemos pretendido identificar como un movimiento de regreso hacía las ideas generales absorbentes, facilitado por ciertas hipótesis armonistas) se abra camino a gusto en los discursos largos, porque el discurso largo es el discurso de uno solo, y es ahí donde la unidad absorbente aparece mejor; y porque largo tiene que ser un movimiento que tiene que pasar por diversas estaciones particulares para confluir en una unidad que las englobe a todas ellas, suprimiendo las diferencias. En cambio, la metodología interna de Sócrates, la metodología consistente en desarrollos de una idea modulante, agradecerá el discurso corto, precisamente porque las diferencias entre las partes de una idea (y aún sus contradicciones) podrán ser establecidas mejor entre dos personas o varias, que por una sola.

La crisis metodológica acaba con una transacción: [73] cada cual cederá algo de su parte, para que el discurso largo y el discurso corto puedan encontrarse «a medio camino». En este «medio camino» podrán también encontrarse mejor los movimientos de regressus y el movimiento de progressus que en torno a la idea de virtud, como objetivo que persigue el sofista, están dispuestos a llevar a cabo, tanto Sócrates como Protágoras.

Paso VIII (338b - 339e)

Lo da Protágoras y, por cierto, podemos constatar cómo se reitera en su método interno (aunque su parlamento sea corto, no es interrogativo, sino expositivo). En efecto, comienza por una parte muy precisa (positiva) de lo que (y todos se lo conceden) sin duda forma parte del oficio del sofista: la poesía, el comentario de los poetas clásicos, por ejemplo, Simónides, en cuanto cometido de la educación del ciudadano. Es como si dijera: cualquiera que sean las opiniones filosóficas que mantengamos sobre la naturaleza del sofista, sobre si su existencia depende de si la virtud es homogénea o heterogénea, lo cierto es que el sofista tiene tareas positivas muy precisas, tales como la de explicar a los poetas. Y efectivamente, Protágoras propone explicar un texto de Simónides como para demostrar «andando» cuál es el oficio del sofista.

Pero nosotros no podemos olvidar que el texto de Simónides lo «ha elegido» Platón. Por consiguiente, cuando tratamos de entender el motivo por el cual Protágoras parte de este texto (dentro Sin duda de «su derecho») —cuando tratamos de disipar la impresión de que el pasaje sobre el Simónides constituye una suerte de «embolofrasia» en el curso global del Diálogo— no podemos apoyarnos sólo en este Paso VIII (donde Protágoras expone su interpretación) sino sobre todo en el Paso IX (que contiene la interpretación de Sócrates). De todas formas, si Platón ha elegido precisamente este texto y no otro, no es gratuito pensar que no es por los motivos genéricos que parece exponer Protágoras (el mostrar el «taller» del sofista) sino además por los motivos específicos ligados con la polémica en curso, es decir, con la cuestión de la virtud, por consiguiente, si Platón ha elegido este texto es porque creyó ver en él no sólo un motivo para sugerir el virtuosismo de un sofista, como Protágoras (y aún contraponer el virtuosismo interpretativo del propio Sócrates) sino un material idóneo para proseguir el debate y para delimitar las posiciones y métodos propios de Protágoras y de Sócrates. Es tentador, en este contexto, dar alguna significación a la circunstancia de que Simónides haya sido un personaje que, por su modo de vida, bien podría considerarse como un precursor del oficio sofístico: él va por las casas de los ricos pronunciando panegíricos, recitando, como orador, y cobrando dinero por sus servicios. Y sobre todo, es el inventor del arte de recordar, [74] de la mnemotecnia, que es instrumento principal de todo orador y por tanto, de todo sofista. En el pasaje en el que Cicerón nos habla de Simónides, y que antes hemos citado por extenso, no podemos menos de percibir la semejanza entre la casa de Scopas de Tesalia y la casa de Calias de Atenas, así como también la semejanza entre Protágoras y el propio Simónides.

Pero, una vez visto el personaje, consideremos el texto que sirve a Platón para que Protágoras, ejercitando su oficio de comentador de los poetas, se vea sin embargo obligado a encontrarse con cuestiones «de carácter general», aquéllas que acaso pretendía evitar con su decisión de atenerse a lo más positivo de su oficio: comentar a los poetas. Pues precisamente el texto de Simónides habla sobre la misma materia del debate: sobre la virtud humana. Y dice Simónides nada menos que «llegar a ser virtuoso verdaderamente es difícil».

Sin duda este texto podría ser explotado por Protágoras como prolongación de su tesis anterior: el sofista es un educador que enseña las virtudes más diversas, donde quiera que se encuentren. Y si tiene que enseñarlas es porque ellas no se adquieren espontáneamente: son difíciles, y por eso, parecen exigir a sofistas que las cultiven. Y esto lo dice por boca de Simónides. Ahora bien, Protágoras no se limita a tomar a Simónides la palabra -precisamente acaso porque esto no seda difícil, porque haría superfluo el sofista, ya que cualquiera puede leer a Simónides, sin intermediario. Pero Protágoras quiere descubrir una contradicción en Simónides, precisamente allí en donde los demás, incluido Sócrates, no la ven. También es verdad, en cierto modo, que esta contradicción, si existiera, se volvería contra el mismo Protágoras, puesto que desharía la autoridad de Simónides, sobre cuya máxima él parece estar apoyando en este momento, el oficio de sofista. Pero la cosa no es tan sencilla: porque no siendo difícil entender la frase de Simónides, venimos a parar a una situación parecida a la de Epiménides («cuando Simónides dice que es difícil llegar a ser virtuoso, es fácil de comprender su máxima, ella misma constitutiva de una virtud»). En todo caso, la contradicción que Protágoras descubre demostraría, con el análisis del propio proceder de Simónides, que es difícil llegar a ser virtuoso (en este caso: buen lector de los poetas), porque no es trivial advertir que Simónides se contradice y, aunque se advierta la contradicción, no es trivial determinar su naturaleza. Así, si es fácil entender la máxima de que «llegar a ser virtuoso es difícil», es difícil llegar a entender que esta máxima de Simónides está en contradicción con otra opinión posterior del mismo Simónides sobre la máxima de Pítaco, que era uno de los siete sabios.

Protágoras ha mostrado la contradicción y es ruidosamente aplaudido. En estos aplausos vemos no sólo el reconocimiento de los discípulos a una intervención brillante aislada, [75] sino el reconocimiento de que esta intervención prueba de hecho la efectiva utilidad del sofista y pulveriza cualquier crítica «general» o «filosófica» referida a la posibilidad, al estilo de Sócrates (que ha demostrado necesitar él mismo de Protágoras, puesto que no había advertido la contradicción).

Sócrates queda conmocionado como un atleta ante al golpe de su antagonista.

Paso IX (339e-347b)

El «contraataque» que Sócrates emprende, una vez repuesto de su conmoción, tiene una estructura m uy compleja. Tiene lugar en varios frentes y no es nada fácil reducirlo a unas p ocas líneas. Su objetivo global parece ser la defensa de Simónides, el levantar la acusación que sobre él ha lanzado Protágoras. Y no se compren de bien a primera vista por qué Sócrates habría de asumir esa defensa de Simónides, como parte de su argumentación — puesto que, en ningún caso, cabe pensar que la defensa de Simónides pueda equipararse a la defensa de un «texto sagrado» maltratado por un «racionalista». Sócrates es el primero en « secularizar» a Simónides, mostrando su emulación con Pítaco. Diríamos que Sócrates, más que defender a Simónides, está defendiendo a los pensamientos contenidos en los textos de Simónides que previamente habían sido escogidos por Platón para ponerlos en boca de Protágoras, según hemos dicho Estos pensamientos podrían haber sido introducidos directamente en la discusión (o, a lo sumo, si se quería, con una mínima referencia a Simónides, como hace otras veces a propósito de Homero, por ejemplo). La ventaja de proceder inversamente, es decir, de presentar los «pensamientos» a través de Simónides (y no a Simónides a través de estos pensamientos) es clara: Protágoras puede ser mostrado así en su propio taller de sofista-filólogo. Pero al mismo tiempo, Sócrates puede manifestar que también él, aplicando un método lógico (filosófico) de interpretación (y un método que no excluye, por cierto, los recursos de los filólogos: Sócrates pide ayuda a Pródico), puede lograr resultados mucho más potentes. En el Paso VIII Sócrates había dicho que el que hace discursos largos puede también hacerlos cortos (a la manera corno Crisón, el corredor de Paso largo, puede también darlos cortos). Parece como si ahora Platón quisiera ante todo mostrarnos de qué modo quien hace «discursos cortos» (el lógico) puede alcanzar un virtuosismo tal en el comentario de textos —«difícil», podría suplir por «malo» &c.— en la recuperación de los clásicos que exceda al que es habitual en los mismos sofistas, a quienes ni siquiera se les deja ese reino para su explotación en exclusiva. Pero, en cualquier caso, no habría que olvidar que la demostración de este virtuosismo (demostración necesaria, dada la victoria que en [76] este terreno había obtenido Protágoras) es un resultado que se desprende «sobre la marcha», es decir, en la exposición misma de los pensamientos que se soportan en los versos de Simónides. Si no entendemos mal, la sustancia de lo que Platón quiere decirnos aquí es la siguiente: que nada es bueno (sino Dios, o la Bondad en sí) y, por tanto, que Simónides tiene razón al reprochar a Pítaco su máxima: «Es difícil ser bueno», porque ser bueno, y serio verdaderamente, para el que lo es por naturaleza, no es difícil, sino que es natural y necesario, puesto que no podría ser malo. Pero, en cambio, diremos con Simónides que, para todos los hombres reales, sí que es difícil llegar a ser bueno, puesto que no siendo buenos por esencia, los hombres pueden dejar de serio en cualquier momento, porque siempre tienen mezcla de maldad y, por tanto, la bondad que alcanzan (la virtud) no es algo que brote en ellos con facilidad, sino con dificultad, porque tienen que estar enfrentándose constantemente a las fuerzas destructivas que tienden incesantemente a desmoronar las virtudes que hayan podido trabajosamente ser edificadas. Y es así como, al menos, alcanzaremos un punto de vista que ya manifiesta su completo antagonismo con el punto de vista que Protágoras había mantenido en el Paso VI. Y, con ello, nos será posible percibir una continuidad interna de los pasajes que se refieren al texto de Simónides y que, al margen de esa continuidad, parecerán siempre un ex abrupto, por ingenioso que sea.

En efecto, desde la perspectiva de la interpretación platónica del texto de Simónides («nada es bueno») podemos reformular la tesis que Protágoras había mantenido en el Paso VI —la tesis del relativismo de la bondad, del relativismo de la virtud— de la siguiente manera: «todo es bueno», todas las cosas son buenas, pero cada una a su manera. Aquí Protágoras se muestra como una especie de optimista metafísico, en particular, como un filántropo, que cree en la bondad del hombre (en medio de su diversidad y heterogeneidad) y, frente a él, Sócrates (Platón) aparece como pesimista y en particular, casi como misántropo. Pero el optimismo de Protágoras es vacío o metafísico, sí supone que esas bondades o virtudes tan heterogéneas de los hombres son, sin embargo, armónicas. Cuando reconoce, con realismo, que esas bondades se contraponen mutuamente, su optimismo se transforma en una suerte de cinismo —el cinismo de Trasímaco, por ejemplo: es bueno el más fuerte. En cambio, Sócrates, al reconocer el conflicto dialéctico entre esas «bondades» de cada ser (entre esas «partes de la virtud») entre los diversos individuos, clases sociales, Estados, pueblos o culturas, está reconociendo también que hay una jerarquía objetiva entre las acciones de los hombres, de los estados, de las culturas y de los pueblos. Por tanto, que es preciso buscarla, saltando más allá de los hechos presentes de la multiplicidad de los individuos, clases, Estados o pueblos. Y, con ello, [77] está condenando al sofista en tanto se define meramente como cultivador y conservador de un estado de cosas dado (bueno, por el mero hecho de existir), con un concepto de sofista que podría servir incluso para definir a nuestros antropólogos filántropos, los «funcionalistas», desean dejar intactas las culturas más salvajes, porque ellas buenas, por el mero hecho de que se mantienen en su estado los siglos de los siglos. (No tratamos, por nuestra parte, de poner a Platón, por oposición, en la línea de un «progresismo evolucionista»: «si nada es bueno, tampoco será buena la cultura del presente y, en todo caso, podrá dejar de serlo en cualquier momento». Lo que queremos decir es que la oposición entre Protágoras y Sócrates se configura, a esta altura, como una oposición tan profunda o aquélla que Dilthey señaló entre el llamado naturalismo y el idealismo de la libertad).

Es interesante notar que ni siquiera el virtuosismo de Sócrates merece los aplausos del auditorio de la casa de Calias. Tan sólo Hipias, el historiador de las Olimpiadas, muestra calladamente su aprobación. ¿Por qué Hipias, es decir, por qué Platón escoge a Hipias como el sofista que, entre los presentes, se muestra más cera las posiciones de Sócrates?. Sin duda Platón debía estar pensando en alguna tesis central de Hipias, por la cual al menos enfrentaba a Protágoras en una dirección similar o paralela a Sócrates (el profesor Hidalgo Tuñón me sugiere que cabría pensar en la inclinación de Hipias hacia los oficios artesanos —inclinación compartida por Sócrates— inclinación que le enfrentaría a Protágoras, en cuanto «filólogo» y hombre de letras: es una sugerencia muy certera que, una vez propuesta no podemos menos de tomar en consideración). Protágoras es aquí el defensor del relativismo, como «optimismo metafísico», el defensor de la bondad de s los estados, de todas las culturas que existen realmente sin perjuicio de sus diametrales diferencias. Hipias en cambio, según le hace decir Platón en la propia obra (337c) afirma: «a todos os considero parientes, allegados y conciudadanos por naturaleza, no por ley; porque lo semejante está emparentado por naturaleza con lo semejante». No parece excesivamente aventurado relacionar poco este universalismo de Hipias con el universalismo de Sócrates acaso sin dejar por ello de reconocer una profunda diferencia: que el universalismo de Hipias está concebido como previo a leyes y supone incluso su abolición (su abstracción), mientras que el universalismo de Platón sólamente es concebible a través de la República, y de las leyes.

Paso X (347b - 348c)

Pero si el auditorio no aplaude a Sócrates, el silencio no es el de la reprobación, sino, más bien, el de la impotencia. [78] Es ahora Protágoras quien queda abatido, y su silencio equivale a una retirada —simétrica, por tanto, a la que Sócrates había intentado en el Paso VII. Y así como antes fue Calias quien le retuvo, mediando Alcibíades, ahora es también Alcibíades quien reprocha la retirada silenciosa de Protágoras ante Calias (348b) y logra que Protágoras se avergüence, es decir, reaccione. Pero su reacción es distinta a la de Sócrates: mientras en el Paso VII fue Sócrates quien, para continuar el combate, inició una reflexión metodológica (el discurso corto y el discurso largo) Protágoras no está en condiciones de proponer su alternativa metodológica (¿acáso Sócrates no ha mostrado un virtuosismo en este «discurso largo» constituido por la interpretación de Simónides?) y es Sócrates mismo quien tiene que acudir a esta necesidad de reflexión. Y puesto que ha demostrado su virtuosismo filológico, desde la filosofía, puede ya proponer (incluso para no humillar a Protágoras) que es hora de abandonar a los poetas, que «no es necesario servirse de voces ajenas» para disputar racionalmente sobre el asunto que está en litigio: quién es bueno, cuál es la naturaleza de la virtud, si ella es una o múltiple, homogénea o heterogénea, armónica o dialéctica. No puede dejar de reconocerse --como suelen hacerlo quienes ven únicamente en los sofistas al «movimiento progresista y democrático» que produce la «reacción tradicionalista del platonismo»— que Platón está aquí presentando una alternativa al ideal de la formación humanística -a la «primera cultura»— basada en el aprendizaje de los textos tradicionales, de los libros sagrados, míticos o poéticos, por muy avanzada que sea la utilización racionalista de los mismos: Platón está prefigurando una formación que pide también alimentarse de un material actual, constituí por las realidades políticas, geométricas, técnicas (científicas, diríamos hoy) del presente, una formación que, sin perjuicio de su perspectiva filosófica —aunque lejos de los fisiólogos, herederos del mito—, acoge también a las ciencias incipientes, sobre todo a la geometría.

Y será también Sócrates quien tenga que llevar la iniciativa, por medio del discurso corto, capaz de descomponer otra vez las «ideas generales absorbentes» que Protágoras había propuesto.

Paso XI (348c - 360d)

Protágoras, pues, se somete a la disciplina socrática, al método de desarrollo por «preguntas cortas». Pero Sócrates no quiere por ello considerarlo vencido. Como Epeo a Euriolo, en los funerales de Patroclo, lo alza y se considera formando causa común con él, frente al público que prefiere, por ejemplo, reunirse, no para conversar, porque no sabe, sino para escuchar o tocar la flauta, o para danzar. Esto no significa que la oposición entre ambos haya desaparecido. [79] Tan sólo que la oposición se manifiesta como una unidad frente a terceros, «frente a la gente».

¿Y cuál es la conexión de estos desarrollos de Sócrates por medio del método de la descomposición interrogativa, con el curso general de la polémica?. Nos parece que la conexión es la siguiente: puesto que la definición del sofista, como concepto dotado de unidad, ha sido anteriormente subordinada a la posibilidad de la enseñanza de la virtud y a la atribución de la virtud (de la bondad) al propio sofista (puesto que el sofista habría de ser bueno y además capaz de hacer buenos a otros); y como ha sido puesta en duda la posibilidad misma de que alguien pueda ser considerado como bueno (entre otras cosas, porque la bondad no podría entenderse como dispersa en partes «relativamente buenas» pero opuestas e inconexas entre sí, porque debiera ser una unidad positiva) entonces, si la virtud tiene que ver con la misma bondad accesible a los hombres, también las partes de la virtud (la sabiduría, la sensatez, el valor, la justicia, la piedad) deberán constituir una unidad firme y no dispersa. El objetivo de Sócrates, en este desarrollo que constituye el Paso XI es precisamente llamar la atención sobre la necesidad de determinar la naturaleza de la unidad de la virtud (del bien del hombre) partiendo de su descomposición efectiva en diferentes virtudes. Y el resultado es nada menos que el siguiente: que la unidad de todas esas partes de la virtud sólo puede fundarse en la sabiduría. Aparece así en primer lugar el tema socrático del sabio bueno y del malo ignorante. Por ello, tendrá que remover la opinión oscura de Protágoras según la cual el valor puede darse independientemente de las restantes partes de la virtud, y en particular, independientemente de la sabiduría: este valor no sería tal, sino locura. Y la demostración la hace Sócrates a través de la idea del placer: porque el bien incluye al placer y recíprocamente. Evidentemente, no al placer del momento, fugitivo y pasajero, sino a la coordinación de todos los placeres, coordinación que incluye los dolores necesarios para que después pueda brotar un placer, o un bien, más alto (es el tema del Gorgias). Pero esta coordinación de los placeres sólo podría llevarse a cabo mediante un «arte de la medida», que comporta la sabiduría. El hombre sabio es el que tiene el «arte de la medida», pero no es «la medida de todas las cosas» (*). Por tanto, la unidad de las virtudes sólo será posible a través de la verdadera sabiduría y sólo entonces podrá hablarse de virtud, de un llegar a hacerse bueno (lo cual se muestra, por tanto, como muy difícil, según nos había enseñado Simónides). Porque esta coordinación no sólo incluye un tratamiento de las «partículas de virtud» presentes en cada individuo, sino también la coordinación y medida de las «partículas de virtud» dispersas en la ciudad y en el conjunto de las diferentes ciudades. Esta coordinación y medida debe tener fundamentos objetivos (lo que no significa que todos los géneros [80] sean conmensurables entre si). Si el hombre fuese la medida de todas las cosas —si todo fuese conmensurable con el hombre— permaneceríamos inmersos en la subjetividad (individual o social) de los fenómenos, como lo están los bárbaros. Jenófanes ya lo sabía: «Los etíopes dicen que sus dioses son chatos y negros, y los tracios que tienen los ojos azules y el pelo rubio». Pero los griegos (es decir, los pitagóricos, los eléatas, y, con ellos, Sócrates y Platón) saben que las medidas son objetivas, saben que los hombres, por ejemplo, no son la medida de los dioses, que los hombres no hicieron a sus númenes a su imagen y semejanza más que cuando esos númenes eran falsos: cuando los númenes son verdaderos, ellos son la medida de los hombres.

En conclusión, sólo si la virtud es una, puede hablarse de virtud, de bondad, incluso de placer, de eudemonía. Sócrates sigue de este modo oponiéndose frontalmente a Protágoras, porque este sigue creyendo que es posible desgajar las partes de la virtud, sobre todo el valor, y que antes incluso había ya afirmado que las virtudes o, en general, las cosas buenas, lo son de modos múltiples, inconexos y aún contrapuestos entre sí. Nos equivocaríamos, sin embargo, si interpretásemos la unidad de la virtud postulada por Sócrates, como unidad de simplicidad, como unidad metafísica o natural, dada espontáneamente en la «naturaleza humana». Es unidad modulante, de partes múltiples, cuya medida, como sabiduría, precisamente sólo puede alcanzar su sentido cuando hay cosas múltiples, reuniéndolas, conmensurándolas, y no dejándolas en paz, dispersas en su relativismo, en su «humanismo».

Esta parece ser, por tanto, la oposición que se encuentra en el trasfondo de las diferencias entre Sócrates y Protágoras: un trasfondo que implica diferencias irreductibles en el plano antropológico, en el plano político, en el plano pedagógico, y en el plano metodológico.

Paso XII (360d - 362a)

Y una vez que Sócrates ha aludido al trasfondo de su oposición a Protágoras (obteniendo, al parecer, la conformidad de éste —una conformidad en la fórmula de la disconformidad—) es él mismo quien inicia el último movimiento, que es una vuelta a las posiciones anteriores, en especial, al primer Paso de Protágoras, cuando se había autodefinido como sofista, como sabio capaz de enseñar la virtud. Porque ahora, esta autodefinición, una vez establecido que la virtud es la sabiduría, debería ser redefinida de este modo: el sofista es el sabio que enseña la sabiduría (que es la virtud). Ahora bien: el desacuerdo inicial se había concretado en una oposición entre las tesis: «la virtud es enseñable» (Protágoras) y «la virtud no es enseñable» (Sócrates). [81] Este desacuerdo es el que hay que ver ahora desde el trasfondo más profundo de la oposición (la virtud es múltiple, es decir, las virtudes son inconmensurables; la virtud es única, es decir, las virtudes son conmensurables). Pero la conjunción de estas dos tesis, que Sócrates ha logrado determinar trabajosamente, «la virtud no es enseñable» y «la virtud es única» se le aparece ahora a Sócrates precisamente como verdaderamente asombrosa, una vez que ha fundado la unidad de la virtud en la sabiduría, en el arte de la medida. Porque si la virtud es una, a través de la sabiduría ¿cómo puede no ser enseñable?, ¿no es lo propio de la sabiduría (o de una virtud que consiste en la sabiduría) el poder ser enseñada y medida?, ¿acáso es imposible el sofista, como maestro de sabiduría?

Sócrates abre con esto un conjunto de cuestiones cuya magnitud invita a aplazar su consideración hasta que lleguen ocasiones más propicias. ¿Cómo puede ser virtuoso (si la virtud es la sabiduría) aquél que se define por saber que no sabe nada?. ¿Y cómo entonces arrogarse la enseñanza de la virtud el que no sabe y, por tanto, no es virtuoso?. Pero con estas preguntas, ¿nos orienta Platón hacia el escepticismo, hacia el irracionalismo moral (como un eco del irracionalismo geométrico), hacia el nihilismo, hacia la abolición de las escuelas y de los templos, o acaso hacia el misticismo («sólo Dios es sabio y bueno»)?. No necesariamente: más bien parece que nos orienta hacia la crítica del armonismo ligado al individualismo, el individualismo del sofista privado, que cree poder definirse como sabio porque educa en virtudes a otros hombres basándose en una práctica no puesta en tela de juicio. Nos orienta hacia la negación del sofista, así definido. Nos orienta hacia la necesidad de redefinir el camino hacia la sabiduría práctica, hacia la virtud, no como un camino que pueda sernos trazado por un maestro de virtud —porque nadie es sabio, ni verdaderamente virtuoso— sino por todos los demás hombres, por la ciudad, por las leyes. Y en cualquier caso, Platón nos dice que es preciso suponer vivo y maduro un germen de virtud y de sabiduría práctica en cada individuo, porque este germen no puede ser enseñado. Quien no tiene estos gérmenes de virtud, no podrá recibirlos desde fuera —particularmente cuando nos referimos a las virtudes más profundas. Estos gérmenes se nos describen en el Menón como qeía moîra, como un don o gracia divina, no natural (si por natural se entiende lo que es universal, regular, y común a todos los individuos de la especie). Son gérmenes entendidos como una capacidad para llegar a intuir con verdad situaciones absolu tamente imprevistas, que requieren juicio certero y creador, algo que no es el resultado de un razonamiento automático (precisamente aquello que puede ser enseñado). Aquello que no puede ser transmitido, dice el Menón, es un don divino y, por ello, cuando el sofista pretende poder enseñar estas virtudes —que brillan en el gran político, [82] en el genio creador y práctico, pero que puede tenerlas también cualquier hombre anónimo— entonces el sofista es un engañador, un mentiroso. Si enseña algo, serán otras cosas, pero no estas virtudes verdaderamente importantes para que los hombres puedan seguir viviendo en la ciudad.

Al conocimiento de estos gérmenes no enseñables es aquello a lo que Sócrates llamaba «encontrar el camino por sí mismo», el «conócete a tí mismo», es decir, conócete a través de todos los demás (anamnesis) y no de ninguno en particular, de ningún maestro concreto (por tanto, tampoco de tu individualidad, erigida en único maestro).

En el Protágoras se ha dicho lo que el sofista no es ni puede ser (maestro de sabiduría). Pero Platón sabe que no se ha dicho lo que es y sabe, sobre todo, que no se ha dicho lo que bajo la idea del sofista se encierra: ¿qué es enseñar?, ¿qué es dirigir la opinión pública. engañar, «cazar a los animales domésticos», mentir necesariamente, dirigir a los hombres para «conmensurar sus virtudes» a fin de que puedan sobrevivir? ¿acáso no es esto la sabiduría?. Estas son las cuestiones que ocuparán a Platón durante toda su vida.


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Nota final con la ayuda del Menón

El gran sofisma que Platón nos ha denunciado en el Protágoras creemos, que en sustancia es éste: el de quienes estiman que es lícito apoyarse en la evidencia axiomática de que el hombre sólo es hombre por la educación, par justificar la profesión del sofista como «científico de la educación», como maestro de humanidad y de sus virtudes más genuinas (la libertad, la formación, la creatividad, la personalidad, la realización de la propia mismidad).

Por supuesto, ni Sócrates ni Platón, a pesar de su implacable análisis, han podido acabar con los sofistas, en su sentido más estricto, ni es posible acabar con ellos, como tampoco la medicina puede acabar con las enfermedades. Tan sólo es posible intentar «mantenerles a raya». Pero los sofistas se reproducirán siempre, precisamente porque la multitud y los gobiernos necesitan estos científicos de la personalidad, estos maestros de la virtud. Por ello, tampoco negamos a los sofistas su «función social». En la Edad Media, por ejemplo, la función de los sofistas ha sido desempeñada por el clero, es decir, por un conjunto de «curas de almas» encargados de edificar a los individuos, de elevarles desde su estado natural (de pecado, de indefensión) hasta su estado sobrenatural. Pero en nuestro siglo, cuando el clero de diferentes confesiones va perdiendo su poder —no ya, en modo alguno, cuantitativamente, pero sí cualitativamente, ante las extensas capas sociales ilustradas por una educación científica— los sofistas renacen bajo formas nuevas. ¿Podemos identificarlos?. Con toda seguridad, [83] porque estos nuevos sofistas son ahora los que se autodenominan «científicos de la educación», o bien aquéllos que siguen definiendo a la educación, al modo de Protágoras, como «el proceso de convertirse en persona» (Roger) o como la «educación liberadora» cuyo objetivo fuese la «concientización», el «hombre como sujeto», &c., &c. Lo que hace siglos fueron los sacerdotes son, pues, hoy, los pedagogos científicos (y, por motivos similares, los psicoanalistas, y tantos psicólogos). No desconfiamos del todo en que, después de meditar el Protágoras platónico, pudiera decir más de un científico de la educación, en la España de 1980, lo que González Dávila decía en la España de 1780: «Sacerdote soy, confieso que somos más de los que son menester». Porque son las llamadas «ciencias de la educación» indudablemente la versión que en nuestro siglo o encarna mejor a la sofística que Sócrates ataca en el Protágoras. Puesto que no siendo ciencia en modo alguno se presentan corno tales («Un algoritmo de aprendizaje es un producto vectorial mixto: A = (w, R Ø), en donde y ..., &c.»). Por nuestra parte, no criticamos la posibilidad de tratar científicamente amplias cuestiones relativas al aprendizaje, a la instrucción en virtudes positivas (las de Ortágoras, las de Fidias). Nos dirigimos contra la pretensión de un tratamiento global de la Educación (Skinner), de un tratamiento científico de la formación científica de la personalidad (las virtudes de Hermes) corno «tarea integradora en la educación humana del hombre» (Sucholdosky). Porque este tratamiento global, el de las ciencias de la Educación, precisamente por serlo, no puede ser científico, sino filosófico. Y es pura propaganda gremial el presentar planes generales de educación, metodologías pedagógicas globales, como algo «científicamente fundado»: las relaciones entre las diversas ciencias del aprendizaje, si las hay, no pueden ser científicas. Y, sin embargo, los nuevos sofistas, logran convencer a los estados y a los ciudadanos de su importancia y obtienen asignaciones económicas que, si distribuidas por cada científico de la Educación, no suelen alcanzar en general a las cien minas, en conjunto constituyen sumas muy superiores a las que podría obtener Fidias «y diez escultores más». No pretendemos aquí, pues, devaluar todo aquello de lo que se ocupan las ciencias de la educación, porque sin duda, ellas arrastran funciones más o menos oscuras, pero que son necesarias. Pero al arrogarse la función de «ciencias» se hinchan, se envanecen y desvían constantemente de sus fines sociales (acaso enseñar la mnemotecnia, y no la creatividad; acaso enseñar el lenguaje escrito, y no la capacidad de hablar; acaso enseñar la gimnasia y la danza y no la expresividad). Pero mediante su presentación como científicos, engañan a los poderes públicos, y a las familias, es decir, se convierten en sofistas, prometiendo, por ejemplo, mediante el cultivo de la libre creatividad o la expresividad corporal espontánea, [84] la auto-realización de la personalidad misma del individuo (cuando ya sería bastante que se atuviesen a enseñar la flauta como Ortágoras de Tebas o la pintura como Zeuxis). Y lo que ocurre es que, al arrogarse la función del maestro de la personalidad, no sólo se confunden y se desorientan, sino que producen daños irreparables a sus discípulos, sin perjuicio de lo cual, se atreven a percibir grandes sumas de dinero:

«¿Diremos entonces, según tu teoría, que conscientemente engañan y pierden ellos a los jóvenes o que ni ellos mismos se dan cuenta? ¿Hasta ese punto insensatos deberemos pensar que son quienes afirman que son los más sabios de los hombres? --están muy lejos de ser insensatos, Sócrates, y sí lo son mucho más los jóvenes que les dan dinero y más todavía que éstos, los que se los entregan, sus parientes, pero mucho más que nadie, los estados que permiten la entrada en lugar de echar a quien se proponga hacer algo de esto, ya sea extranjero, ya sea del país.» (Menón, 91d-92b)

(nota de las páginas 31 y 79)
El pántwn crhmátwn de la fórmula de Protágoras podría ponerse en conexión con una fórmula que se encuentra en el Fragmento 1 de Anaxágoras (Simplicio, Física, 155, 26), a saber: «pánta crh'mata.» «Todas las cosas estaban mezcladas, infinitas en multitud y pequeñez, pues aún las más pequeñas eran infinitas.» En este contexto, el metrón de Protágoras nos sugiere al Hombre que ha asumido las funciones que Anaxágoras acaso debió atribuir al NouV (vd. Gustavo Bueno, La Metafísica Presocrática, pág. 326). Y esta semejanza, a su vez, nos invita a relacionar la homomensura de Protágoras con ciertas ideas del círculo hipocrático, con la concepción del Hombre como a5pomimhdiV tou o5lou del escrito Sobre la dieta, VI, 487 (Vd. Laín Entralgo, La medicina hipocrática, Madrid 1970, pág. 129). El alcance de la homomensura podría analizarse por medio del Teeteto platónico, así como también por medio de los tropos de Enesidemo (versión de Diógenes Laercio), un «analizador» interno a la tradición sofística. En el Teeteto, el principio de la homomensura es entendido, ante todo, en una perspectiva individual (tropo 2º, 3º y 4º de Enesidemo), que después se extiende a la perspectiva «etnológica» (tropo 5º) —los hombres declaran justas las leyes de su ciudad, son su medida— y acaso a la zoológica (tropo 1º).


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{Gustavo Bueno (1924-), «Análisis del Protágoras de Platón» (1980). La paginación [señalada entre corchetes] corresponde a la edición publicada en papel, por Pentalfa Ediciones, en Platón, Protágoras (edición bilingüe), Clásicos El Basilisco, Oviedo 1980, 239 páginas [este texto de las páginas 15 a 84] (Depósito legal: O-2231-80, ISBN 84-85422-03-1), que aquí se reproduce íntegramente con su autorización.}


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