La phi simboliza la filosofía de tradición helénica, la ñ la lengua española Proyecto Filosofía en español
Platón

Gustavo Bueno
Análisis del Protágoras de Platón
1980

fuente griego
I. Nuestra perspectiva filosófica en el momento de disponernos a «releer» el Protágoras / II. El «Prólogo» del Protágoras / III. El «Monólogo» del Protágoras: los doce Pasos del «pugilato» / Nota final con la ayuda del Menón
§ I.
Nuestra perspectiva filosófica
en el momento de disponernos a «releer»
el Protágoras

1. El Protágoras es una de las obras maestras de Platón. Quizá por ello pueda afirmarse que no es una obra de juventud, como frecuentemente se la considera (Willamovitz, Friedländer), fundándose en su temática, en rasgos estilísticos, &c., sino una obra de madurez, posterior a la fundación de la Academia (385), de la época del Fedón o del Banquete: tal es la opinión de Taylor. El debate sobre el lugar cronológico del Protágoras no es accidental, no es cuestión meramente erudita, porque tiene que ver con la significación que se le atribuye. Quien perciba al Protágoras como una obra, sin duda genial, desde el punto de vista literario, pero más bien «socrática», sin problemas platónicos, se inclinará a considerarla como obra de juventud, a lo sumo en la línea del Menón. Pero quien perciba en el Protágoras un esbozo muy profundo del pensamiento platónico, se inclinará a retrasar su fecha, a considerarla como una obra central de Platón y expresión de sus problemas filosóficos más característicos.

2. Pero si esto es así, parece que el Protágoras exigirá ineludiblemente, por parte del lector, un punto de vista filosófico. Sólo en una «lectura filosófica» podría el Protágoras ser comprendido. Y sin embargo son posibles diversas perspectivas filosóficas —una perspectiva aristotélica, una materialista, una idealista, otra escéptica— y esta diversidad de perspectivas (cada una de las cuales a su vez se desdobla en una abundante multiplicidad de matices) justificaría que, en el momento de disponernos a leer el Protágoras, tratásemos de fijar la perspectiva en la cual estamos situados. También podría pensarse que estas reflexiones previas son innecesarias y aún perturbadoras, que es preferible lanzarse ingenuamente a la lectura confiando en que ella y sólo ella sea la que nos permita perfilar nuestras propias coordenadas filosóficas. Así es, sin duda. Pero ahora (suponemos) no estamos meramente leyendo el Protágoras, estamos re-leyéndolo (estudiándolo) y releyéndolo en una traducción (por cierto, excelente). Lo releemos, en realidad, siempre en una traducción, puesto que no somos griegos, y aunque sigamos el texto griego, no podríamos entenderlo más que ajustándolo [18] al lenguaje de nuestro presente (al castellano, en nuestro caso) y a sus referencias. Y es entonces cuando podemos advertir la ingenuidad de todo aquel que piense que una obra como el Protágoras se «manifiesta por sí misma» al lector de hoy. Las mismas palabras griegas cobran sentidos diferentes al ser insertadas en referencias y en coordenadas necesariamente distintas (areté, ¿tiene la misma referencia y sentido de virtud?; máthema, ¿puede traducirse por ciencia?, ¿y en qué ciencia o en qué significado de ciencia está pensando el traductor cuando lee máthema?). Bastaría confrontar las diferentes interpretaciones de diversas lecturas del Protágoras —o simplemente, los diferentes sonidos que nosotros mismos escuchamos cada vez que releemos el Diálogo platónico— para constatar, con toda seguridad, que estas diferentes interpretaciones, que no son siempre gratuitas o externas, se producen en función de los diferentes resonadores que utilicemos y que en el fondo carece de sentido querer atenerse al «sonido en sí» de Platón. No podemos penetrar en la mente de Platón y aún en el supuesto de que pudiéramos hacerlo nada definitivo habríamos logrado. Porque esa «mente» estaría, ella misma, envuelta en círculos de diverso radio, que ni siquiera tendrían por qué estarle presente; es decir, esa «mente» también estaría inmersa en mundos cuyo alcance no tendría por qué percibirse siempre del mismo modo, mundos que sin embargo podemos percibir mejor nosotros, a veinticinco siglos de distancia.

3. Pero la penetración en esos mundos por medio de la lectura o relectura de una obra como el Protágoras —aunque conste, habitualmente, como una obra filosófica, una obra clásica— ni siquiera exige alguna perspectiva filosófica determinada, y no porque exija alguna otra alternativa, sino porque no exige (paradójicamente) ninguna. Es posible disponerse a leer el Protágoras y a entender muy bien muchas cosas de él (incluso, según algunos, todo él) desde perspectivas no filosóficas, por paradójica que esta afirmación resulte para quien ha comenzado «clasificando» al Protágoras como una obra filosófica.

Es posible, desde luego, leer el Protágoras, por ejemplo, a la luz de categorías predominantemente gramaticales, o bien, filológicas, comparando, pongamos por caso, el relato platónico de la visión que Sócrates tuvo cuando entró en la casa de Calias (314e y sgs.) con el relato homérico de la visión del Hades, el reino de los muertos, en el Canto XXIV de la Odisea. Es el mismo Platón quien nos da pie para este método de lectura (315b) y, en todo caso, es evidente que quien ilumina los diversos pasajes del texto platónico con las luces de la Odisea, de la Iliada o de cualquier otro texto pertinente, percibe aspectos esenciales que sólo de este modo pueden ser percibidos (entendidos).

Pero es posible también leer el Protágoras desde perspectivas más bien psicológicas o sociológicas, por ejemplo, [19] interpretando la visión que Sócrates (según Platón) tenía de esos mismos sofistas que oficiaban en la casa de Calias como efecto, más que de la influencia de la Odisea (que no habría por qué negar) del recelo xenófobo (incluso conservador, reaccionario) de un ateniense de vieja cepa (como lo era Platón, y también Sócrates) ante unos metecos que invadían su territorio como mercaderes de cosas casi sagradas (la enseñanza de la virtud) reservada hasta entonces a las tradiciones venerandas de la ciudad, que se transmiten «en la masa de la sangre». Quienes se escandalizaban de que Protágoras —o Hipias, o Pródico— cobrasen por enseñar cualquier género de virtudes, ¿no es porque se escandalizaban, ante todo, ante el contenido de esas virtudes mercenarias, virtudes de sicofantes —artes, técnicas, trucos, habilidades— por ellos enseñadas, y principalmente, el arte de la retórica, que puede convertir ante los jueces o ante la asamblea, por ejemplo, lo blanco en negro, y el propio arte (o virtud) de obtener importantes cantidades de dinero a cambio de las enseñanzas?. Quien lee el Protágoras a la luz de las categorías sociológicas puede ser que perciba en el recelo platónico (y socrático) ante los sofistas cosmopolitas y «desarraigados» que utilizan la casa de Calias, simplemente el resentimiento o la envidia ante los forasteros brillantes y triunfadores, incluso la resistencia ideológica de los «aristócratas conservadores» ante los «demócratas progresistas» que los nuevos tiempos (los de la hegemonía comercial de la Atenas de Pericles) han traído a la ciudad. ¿Acáso no es sabido que el dinero ha sido habitualmente el instrumento democrático por excelencia, el medio capaz de neutralizar las barreras de las castas hereditarias, dentro de las cuales ni siquiera el saber o la fortaleza física pueden comprarse?. «El dinero es el disolvente más destructor del poder señorial» dicen los historiadores de la Edad Media (por ejemplo W.H.R. Curtler). El dinero que los sofistas cobraban y que sus discípulos estaban dispuestos a pagar (a veces a costa de enormes esfuerzos de sus padres) era «el más poderoso disolvente» de la aristocracia de sangre, de quienes mantenían como patrimonio exclusivo el cultivo de la areté.

En tercer lugar, está siempre abierta la posibilidad de leer el Protágoras a la luz de las categorías propias de las llamadas «ciencias de la educación». Porque el Protágoras nos ofrece, por ejemplo, con una gran fuerza, la formulación de la oposición entre el «discurso largo» y el «discurso corto», que Sócrates reivindica como característico de su estilo. Sócrates podría ser percibido entonces como un maestro, pero un maestro no ya en el sentido casi trascendental que siempre va asociado a este concepto (el «maestro salvador», el «divino maestro») sino en el sentido puramente técnico de la palabra, el del pedagogo que ensaya métodos nuevos «activos», «eurísticos», en la enseñanza (frente a las posiciones ex cathedra, frente a las dogmáticas lecciones magistrales que proceden por «discursos largos»). [20] Contempladas a esta luz, la impresión de trivialidad, ingenuidad, e incluso infantilismo que muchas de las series de preguntas socráticas producen en algunos lectores de Platón quedaría corregida y se volvería contra esos mismos lectores que no habían advertido la calculada eficacia didáctica de la prolija descomposición del asunto en semejantes cascadas de preguntas de apariencia tan simple. incluso se llegará a ver en el procedimiento socrático del «discurso corto» la prefiguración de la teoría de la enseñanza «programada», como técnica ideal para «transmitir una información» precisa (en el conocido libro de Walter R. Fuchs, El libro de los nuevos métodos de enseñanza, trad. esp. Omega 1974, puede verse la reexposición del famoso «discurso corto» del Menón —la «información» al esclavo analfabeto del teorema de la duplicación del cuadrado— en la forma de un programa lineal o ramificado).

4. Pero nuestra perspectiva, la perspectiva de nuestra lectura o relectura del Protágoras no quiere ser filológica, ni tampoco sociológica o didáctica (en general: categorial), sino filosófica. Y no es nada fácil determinar las características de una perspectiva filosófica en cuanto contradistinta de las diferentes perspectivas categoriales. Pues, en todo caso, nosotros no compartimos la opinión de algunos que creen que la perspectiva filosófica (en este caso, la lectura filosófica del Protágoras) pueda proporcionar resultados precisos desentendiéndose de las otras perspectivas que venimos llamando categoriales, por ramplonas que éstas puedan llegar a ser (la importancia de Sócrates no puede en modo alguno hacerse consistir en ser algo así como un precursor de Skinner). Por ejemplo, en nuestro Diálogo, figura, puesto en boca del propio Protágoras, el mito de Prometeo —el Prometeo filántropo, que elevó a los hombres (a costa de enfrentarse con Zeus, el Dios padre) sobre su estado de «naturaleza» desvalida. Evidentemente, bajo la forma de este mito, se nos ofrece toda una concepción filosófica en torno al significado de la tecnología (el fuego, el arte de forjar los metales), en el desarrollo de la Humanidad. Pero sería imposible establecer con precisión los verdaderos contenidos filosóficos del mito prometéico, tal como nos los relata el Protágoras platónico, sin mantener una comparación (de naturaleza filológica) con otras formas del mito, tanto anteriores como posteriores al Protágoras (por ejemplo, el relato de Hesíodo, el de Esquilo o el de Aristófanes). Porque lo que llamamos racionalismo filosófico (y también, científico) no es, sobre todo en Platón, precisamente un género de pensamiento que exija la ruptura total (el «corte epistemológico») con el estilo mítico, como tantos piensan (mito/logos). El racionalismo no es sin más una desmitificación, porque el mito es él mismo ya un logos. Olvidar esto sería tanto como suponer que el mito es por sí mismo irracional, [21] ilógico o prelógico, y que desmitificar es tanto como racionalizar. Y esto es absurdo, aunque no sea más que porque existen muy diversos géneros de mito y muchas formas de desmitificación (la desmitificación de Prometeo en Las Aves de Aristófanes es ejemplo insigne, a nuestro juicio, de cómo la necedad de un autor cómico puede determinar la ceguera completa ante los componentes racionales simbólicamente contenidos en una determinada versión del mito). El racionalismo filosófico puede abrirse camino no ya a partir de la ruptura total con el «estilo mítico de pensar», sino en el mismo proceso (diamérico) de la transformación del mito a lo largo de sus diferentes versiones. Y sólo será posible percibir el sentido racional de estas afirmaciones teniendo ante los ojos los principales eslabones de la cadena: sólo cuando en la Teogonía de Hesíodo (versos 507-616) vemos aparecer a Prometeo, ante todo, como aquel que sufre un horrible castigo eterno, atado a la roca gigantesca por haber robado el fuego a Zeus y cuando en el Protágoras de Platón, sólo de Paso se habla de Prometeo encadenado, presentándosenos en primer término a Prometeo, frente a Zeus, pero también frente a Epimeteo, como aquél que, por amor a los hombres indefensos (aunque ya dotados de razón), roba no sólo el fuego, sino también las artes (pero no las virtudes políticas: Prometeo aparece también opuesto a Hermes, en el relato platónico) podremos apreciar cuántos elementos nuevos, ligados a toda una teoría racional sobre las relaciones entre la naturaleza, el fuego, la tecnología, el Estado, se deben al Protágoras reconstruido por Platón, hasta qué punto esta remodelación de un mito clásico (aún figurando en el Diálogo como tal mito, opuesto al logos) está llevada a cabo al servicio de una nueva y muy lógica concepción de las relaciones entre componentes centrales de la «Filosofía del espíritu» (en el sentido hegeliano de la expresión). Esto explica que Protágoras, a pesar de su constante apelación a los mitos (como, en general los sofistas) y sin perjuicio de su respeto proclamado a las costumbres de cada ciudad (que nosotros le atribuiremos) —frente al «racionalismo» de Sócrates— resultase de hecho tan sospechoso como Sócrates a los tradicionalistas y fuese acusado de asebeia, como Anaxágoras, o como el mismo Sócrates.

En cualquier caso, el carácter filosófico de estas remodelaciones del mito, debidas a los grandes sofistas (y, por supuesto, ya a los fisiólogos, así como después a Platón, a Aristóteles, a los estoicos) se advertirá todavía mejor cuando gracias a Aristófanes podamos comprobar, según ya hemos insinuado, que no toda remodelación de un mito lejano, como el de Prometeo (que parece proceder de Asia Menor) nos lleva a la filosofía: porque Aristófanes (Las Aves, 1494-1552) desde un «escepticismo» superficial, desde una ironía incapaz de captar el profundo simbolismo del mito, lo degrada en una escena de ramplona comicidad, [22] en la que Prometeo aparece tapándose con una sombrilla para que Zeus no lo descubra. Naturalmente son los filólogos los únicos que pueden llegar a decirnos si la forma del mito de Prometeo que Platón pone en boca de Protágoras fue efectivamente obra de Protágoras o si hay que asignársela al propio Platón, como algunos prefieren, y no es nada fácil, en cualquier caso, interpretar esta versión del mito, como testimonio de la manera como la utilizó acaso Protágoras, o como una interpretación platónica acaso desfigurada del pensamiento de Protágoras, incluso como una «calumnia». Pero, metodológicamente nos parece claro al menos esto: que, si logramos establecer una doctrina sistemática identificable (por su oposición a otras) como algo que estuviese implicado con la versión platónica del mito, y lográsemos establecer la oposición de esta doctrina con la propia doctrina platónica, entonces, la versión del mito de Prometeo atribuida a Protágoras, aún cuando fuese una construcción polémica, nos remitiría a una doctrina no platónica —aún desde la perspectiva platónica— y a una doctrina que tendría muchas probabilidades de tener algo que ver con Protágoras al menos con el Protágoras, tal y como era percibido por Platón casi medio siglo después.

Y lo mismo que decimos de la necesidad que la filosofía tiene de las lecturas filológicas, tendríamos que decirlo de la necesidad de las lecturas sociológicas o tecnológicas.

¿Qué es entonces una lectura filosófica? ¿No ha de quedar sustituida por el conjunto de las diferentes lecturas categoriales?. No, porque, por lo menos, sería precisa la coordinación entre todas ellas, Porque no podríamos confundir esta coordinación global con una simple yuxtaposición enciclopédica de perspectivas diversas, por erudita que ella fuera. En todo caso, la coordinación de las diferentes perspectivas categoriales no es ella, por sí misma, la meta de una lectura filosófica. La coordinación es un resultado oblicuo (aunque necesario) de esa lectura, pero no es su objetivo, capaz de definir la perspectiva filosófica. ¿Cuál pues?.

Cabría ensayar una vez más el criterio siguiente: las perspectivas categoriales son particulares, parciales, mientras que la perspectiva filosófica seria globalizadora, generalizadora, total. Pero este criterio es muy ambiguo y sólo parece que aclara algo cuando pide el principio (cuando entiende lo general, global o total precisamente en función de las categorías coordinadas). Porque también las categorías pueden ser generales y pretenden serlo, al menos (la perspectiva sociológica pretende reducir todo a su punto de vista, erigiéndose en la explicación última). Nosotros aplicaremos aquí otro criterio basado en la oposición entre las Ideas y las Categorías. Las Ideas se abren camino a través de las Categorías y las envuelven, sin que por ello tengan necesidad de ser «generales». Son las Ideas filosóficas y los sistemas de estas Ideas que se articulan en el curso mismo de las perspectivas categoriales aquello que configura la perspectiva filosófica. [23] Es característico de estas Ideas su actualidad, es decir, su efectividad respecto de las realidades de nuestro presente. Las Ideas a las cuales nos referimos, constituyen, ante todo, la armadura de nuestro propio mundo. Sin duda, no deberemos pensar que hay un sólo sistema de estas Ideas, porque existen diversos sistemas de Ideas, contrapuestas entre sí dado que también se contraponen entre sí los mundos del presente, sin que por ello pueda concluirse que está rota la unidad del Mundo, salvo para quien crea (olvidándose de Heráclito) que la única forma de unidad es la armonía.

La actualidad de las obras como el Protágoras, si tomamos en consideración las afirmaciones que preceden, podrá ser reformulada entonces de este modo: como posibilidad de redefinir y profundizar sus términos, sin violencia ni anacronismo, en el marco de un sistema de Ideas de nuestro tiempo. Y según los sistemas de Ideas en que estemos situados, así los resultados de la reexposición. Esto no ocurre con todas las obras clásicas, ni siquiera con todas las obras de Platón —sin que por ello pierdan éstas su importancia histórica o estética—. El Timeo, por ejemplo, en sus doctrinas astronómicas centrales, es hoy, para nosotros, una obra de interés eminentemente arqueológico. Estas doctrinas quedan reducidas, casi sin residuo, a determinados conceptos categoriales, pongamos por caso (si seguimos una sugerencia de F.M. Cornford, Plato's Cosmology, págs. 74-77), el modelo según el cual el Demiurgo fabrica el Mundo físico, dividiendo «la mezcla primitiva» en dos bandas, que une por sus extremos, para dar lugar a los círculos de «lo mismo» (el Ecuador) y «lo diferente» (la eclíptica) que se cruzan como la diagonal y el lado del rectángulo, podría en rigor entenderse como modelo, no ya del mundo, pero sí de una esfera armilar (krikwth' sfaîra) que es para nosotros, un artefacto arqueológico. Pero, en cambio, los términos del Protágoras, si quieren ser entendidos por debajo de su superficie («posibilidad de la enseñanza», «virtud», &c.) habrán de ser insertados en el sistema de las ideas de nuestro tiempo, de «nuestro mundo» o, lo que es equivalente, será preciso utilizar ideas de nuestro presente —ideas que hoy mismo nos envuelven como opciones problemáticas— para poder captar los significados internos, aunque no inmediatos, (en la inmediatez de las traducciones autorizadas: areté = virtud, por ejemplo) de sus palabras. Nos ponemos, sin duda, en peligro de anacronismo. Pero, en todo caso, el anacronismo no se producirá en razón del método general de utilización de las ideas actuales, sino en razón de la inadecuación de las ideas concretas utilizadas. Tan sólo en el supuesto de que el desarrollo histórico de las ideas es siempre lineal o superficial y sustitutivo (las ideas se suceden las unas a las otras y las posteriores reemplazan a las anteriores) cabría hablar siempre de anacronismo en el momento de reaplicar a los [24] anteriores de la serie ideas que han brotado en los lugares ulteriores o actuales. Pero las ideas anteriores no se agotan en la superficie de su posición de anterioridad: contienen capas muy diversas por las cuales se vinculan a contextos de relaciones que no siempre se dan en el mismo plano (psicológicamente: contextos que permanecen inconscientes) pero que en el desarrollo ulterior pueden manifestarse a una nueva luz. En este sentido cabría decir que la reaplicación de las Ideas actuales a las situaciones pretéritas no equivale siempre a la inserción de los contenidos históricos en los nuevos horizontes que los envuelven exteriormente (aunque no arbitrariamente) cuanto a la profundización de los propios contenidos internos de los mismos conceptos pretéritos. La reaplicación de las ideas actuales (o en general, posteriores) a las pretéritas (o anteriores) equivaldría así muchas veces a un regreso en la materia misma del propio pasado. Y este proceso no es insólito ni siquiera en los dominios del pensamiento categorial: el triángulo es anterior al polígono (cuando de establecer las relaciones que nos conducen a la determinación de las áreas se trata) pero el polígono es anterior al triángulo (que es una especie particular de polígono) y, por ello, la reaplicación de las fórmulas del área del polígono a las fórmulas relativas al área del triángulo anteriormente establecidas por los geómetras a partir de otros contextos de relaciones, no es un anacronismo; ni son anacronismos las reaplicaciones de los conceptos geométricos no euclidianos al sistema axiomático de los Elementos de Euclides, puesto que sólo desde la perspectiva de estas nuevas geometrías (insospechadas acaso por Euclides) es posible profundizar en el mismo campo sobre el cual Euclides pisó, reordenando desde dentro las mismas relaciones que él pudo percibir y comprendiéndolas mejor que pudo comprenderlas él mismo: los conceptos geométricos actuales no euclidianos no son, en resolución, meras marcas exteriores capaces de situar en una nueva perspectiva las antiguas figuras euclidianas. Constituyen un regressus en el interior mismo del propio campo euclidiano, incluso en su pretérito (en su origen), aunque el inicio de esta marcha hacía los orígenes sólo pueda tener lugar en las postrimerías. Por muy discutida que sea la naturaleza interna o externa de las relaciones que medían entre la historia de una ciencia y la ciencia misma, es evidente que la recíproca es mucho menos discutible, porque la ciencia del presente ha de considerarse siempre como un marco interno de las propias situaciones que la ciencia consideró en sus etapas históricas. Y todo esto hay que extenderlo, con mucha mayor fuerza, al terreno de la historia filosófica de las ideas.

5. La dificultad estriba en consecuencia en acertar con las ideas actuales adecuadas, en identificar; dentro de los sistemas de ideas del presente aquéllas que sean más proporcionadas para llevarnos [25] más allá de la superficie de las palabras, aunque a través de ellas, de las palabra, en las cuales el Protágoras se resuelve.

En la superficie literal del Protágoras encontramos sin duda dos Ideas en torno a las cuales podría considerarse girando a todas las demás que por él se cruzan: la Idea misma del Sabio (del sofista) y la Idea de la Virtud. De hecho, el Protágoras lleva tradicionalmente como subtítulo «De los sofistas». Y de hecho también suele ser incluido entre el grupo de Diálogos (a quienes encabeza) que tratan de alcanzar las definiciones, ante todo, de la Virtud, areté —y después, del Amor, philia, de la Belleza, kalón (así Friedländer: Protágoras, Laques, Trasímaco, Cármides, Eutifrón, Lisis, Hipias mayor). Por lo demás, la conexión entre estas dos Ideas núcleo del Protágoras es bastante obvia: nos pone delante del problema socrático de la conexión entre la sabiduría y la virtud, (¿sólo el sabio es virtuoso y recíprocamente?, ¿sólo el malo es ignorante y recíprocamente?). Es la conexión que en el Menón (86d) aparece tratada según el método hipotético de los geómetras (¿acáso la hipótesis a que se refiere el texto de 87a no es la de la conmensurabilidad del círculo con el cuadrado, de acuerdo con el «teorema» de las lúnulas de Hipócrates de Queos?). Una conexión que aparece ahora, en el Protágoras, en una perspectiva más bien genética: la sabiduría del sabio ¿puede engendrar la virtud en los otros hombres?, es decir: la virtud, ¿es enseñable?. Más que el camino que va de la virtud a la sabiduría, el Protágoras parece querer explorar el camino que, a través de la enseñanza pueda conducir de la sabiduría a la virtud.

En efecto: el sabio del que se ocupa el Protágoras no es el sabio solitario (cuyo paradigma será el Dios aristotélico) que posee en sí mismo la sabiduría. Es el sabio en tanto que parece capaz de manifestarla y revelarla a los demás, de hacerla valer, incluso de imponerla: este sabio es el sabio en cuanto sofista. «Sofista», pues, no en el sentido peyorativo que en castellano tiene hoy la palabra (precisamente a raíz de las críticas de Platón y de Aristóteles) sino en el sentido ponderativo según el cual Esquilo, por ejemplo, pudo decir precisamente de Prometeo, que era un sofista, aunque más torpe que Zeus (en el Prometeo encadenado dice el Poder a Hefesto: «... échale la argolla [a Prometeo] para que aprenda que aunque es sofista es más torpe que Zeus» (trad. de Carlos G. Gual, Prometeo: mito y tragedia, Hiperión 1979, pág. 7). Sugerimos que entre las diferencias entre el sabio (sophos) y sofista (sophistés) hay que poner, en primer término, precisamente la diferencia que media entre el sabio solitario y el maestro. Kierkegaard contraponía en sus Migajas filosóficas, la sabiduría del Maestro divino, Cristo, que tiene que comenzar por crear al discípulo, a la sabiduría del maestro humano, Sócrates, que propiamente no puede enseñar, pues tiene que suponer que el discípulo ya posee la sabiduría. [26] Si nos pusiéramos en el punto de vista de Kierkegaard podríamos decir (utilizando nuestra distinción) que sólo Cristo es sofista, mientras que Sócrates es únicamente sabio. En cualquier caso, tampoco cabe olvidar que «sofista» se utilizó probablemente, en el siglo V, en un sentido cuasineutral, como significando «profesor», «experto», y, en este sentido, el concepto de «sofista» es genérico y oblicuo en relación con el concepto de filósofo (el sofista puede ser simplemente un gramático, un retórico —quizá, es cierto, un profesor sobre todo de Humanidades, sin que por ello tenga que considerarse un filósofo). «Sofista», desde un punto de vista sociológico, en la Atenas del siglo V. es un concepto todavía más preciso (algunos quieren ver en él la prefiguración del concepto de «intelectual»). Entre los sofistas, en cualquier caso, habrá algunos que se mantengan en una perspectiva más próxima a la filosofía: esto es lo que ocurre con Protágoras.

Y precisamente en la medida en que el sofista se presenta corno maestro de virtudes, tendrá que perder constantemente la tendencia a la divina soledad (propia del sabio) y con ello perderá también su unicidad, ofreciéndosenos corno plural, como el elemento de una clase. El Protágoras de Platón se ocupa de los sofistas y no, por cierto, en el sentido despectivo y agresivo que caracterizará a otros Diálogos (Gorgias, Eutidemo) ni tampoco en el sentido abstracto del gran Diálogo de madurez (El Sofista). Acaso pudiera decirse que en el Protágoras Platón está examinando la posibilidad misma del sofista, es decir, del sabio como sofista, maestro de virtudes: una posibilidad que estudia encarnada en la figura del sofista más brillante, Protágoras, el que pretende enseñar a los hombres las virtudes que ni siquiera el propio Prometeo se atrevió a enseñarles —puesto que en el Diálogo platónico, Protágoras parece querer asumir (o reproducir) el papel de Hermes, que es el maestro de las virtudes «políticas», civiles y religiosas (aunque sea por delegación de Zeus). Esto es algo que nos parece esencial: que Protágoras nos es presentado por Platón como aquél que asume la misión, no ya de Prometeo, sino de Hermes. Y que las dificultades que el Diálogo suscita acerca de la enseñabilidad de la virtud, son dificultades que deben ser referidas en todo caso, a las virtudes herméticas, no a las virtudes prometéicas (tecnológicas, cuya enseñabilidad parece darse por presupuesta). La ignorancia de esta distinción tergiversa, nos parece, por completo, la interpretación de los problemas filosóficos suscitados en el Diálogo.

La posibilidad del sofista que el Protágoras estaría considerando sería, pues, la posibilidad del sofista en su sentido más amplio, el sofista en cuanto maestro de las virtudes más elevadas: es esta posibilidad aquélla que se pone en tela de juicio. Y esto, sin duda, en función de la propia naturaleza heterogénea de la virtud. Sí la virtud no es una, sino múltiple, y de una multiplicidad heterogénea, [27] y no homogénea, parece evidente que cabe dudar (ya por motivos internos a la propia teoría de las virtudes) sobre si el maestro de una virtud puede ser a la vez maestro de todas las virtudes. Por tanto, cabrá dudar acerca de si necesariamente, la enseñanza de algo implica la sabiduría de quien enseña (del sofista). Porque sí, evidentemente, según la definición, el sofista incluye la capacidad de enseñar la sabiduría (la virtud, en la tesis socrática) en cambio, recíprocamente, la experiencia manifiesta que la capacidad de enseñar algo, no incluye la sabiduría del maestro. Pero exteriormente, tanto quien enseña la sabiduría (las virtudes) como el que enseña otras cosas que no lo son (los vicios), se presentan como sofistas. Se diría que a medida que el tiempo pasa, y sobre todo en su gran diálogo de madurez, El Sofista, Platón se determinará hacia el entendimiento del sofista como aquél que enseña algo que no es una sabiduría, como la apariencia del sabio. Pero la apariencia del sabio es la imposibilidad del sofista, en su sentido riguroso (porque la sabiduría no puede ser enseñada, el sabio no puede ser sofista y el que enseña, siempre enseña algo distinto de la sabiduría, por necesario y útil que sea, es decir, es siempre un sofista, en sentido peyorativo). Pero en el Protágoras, la perspectiva parece otra. Aquí no se presentará la imposibilidad del sofista (ni tampoco, como en el Gorgias, la realidad de su acción dañina) sino su posibilidad, en su sentido problemático. De hecho, aquí los sofistas (Protágoras, Hipias, Pródico) aparecen tratados con el máximo respeto, el respeto a su posibilidad. Sobre todo Protágoras, a quien Platón está evocando en su segunda estancia en Atenas, hacia el 424 (la primera estancia habría tenido lugar en el 444). Han pasado cuarenta anos (el Protágoras está escrito en torno al año 384). Y, a pesar del largo lapso de tiempo transcurrido, Platón todavía logra transmitirnos una partícula de la conmoción enorme que la segunda llegada de Protágoras a Atenas, en su plena madurez (unos 56 años) debió producir en la ciudad. Platón sabe reconstruir esta conmoción, dramatizarla ya en las primeras escenas del Diálogo y especialmente en la impaciencia del joven Hipócrates, entrando antes del amanecer en el mismo dormitorio de Sócrates (que entonces tiene unos 39 años) a fin de conseguir su ayuda para poder lograr escuchar a Protágoras. Protágoras es evocado, sin duda, por Platón como una personalidad impresionante, mucho más que un charlatán. Es el propio Sócrates quien queda muchas veces, después de escuchar un discurso de Protágoras, fascinado, conmocionado. Se diría que Platón no lo está viendo, sin más, corno un engañador, como un «sofista» (en el sentido que después dará a la palabra), puesto que, además de sus grandes dotes, le reconoce lealtad y buena voluntad. Diríamos que en el Protágoras no se discute a sinceridad de las intenciones del gran sofista (su finis operantis), porque lo que se discute es la posibilidad de sus propósitos [28] (la posibilidad del finis operis), y ello en función de las implicaciones que estos propósitos arrastran.

Explícitamente, los propósitos están claramente formulados: se trata de enseñar la virtud a los ciudadanos. Pretensión a todas luces elevada e importante que requiere no sólo una sabiduría muy alta, sino también una dedicación entera a la tarea, es decir, requiere justamente la vocación de sofista. Pero una tarea que requiere un trabajo continuado y absorbente. cuya utilidad puede medirse por la enorme demanda de sus servicios, comienza a poder ser entendida como una tarea profesional —una tarea que por ejemplo puede compararse a la del médico. Sería absurdo que el sofista, como el médico que consagra su vida a su oficio, no pudiera obtener de éste su propio modo de vivir. Sólo así podría estar asegurado el objetivo de su vida: la retribución es necesaria, y la magnitud de esta retribución es el mejor índice de la importancia social que se atribuye a sus servicios. (Los honorarios de Protágoras eran de hecho muy altos). Es Platón quien nos presenta a Protágoras como el primer sofista profesional, puesto que él habría sido el primero que señaló precio a sus lecciones.

Es evidente que situados ya en el plano determinado por estos conceptos, en su sentido literal —la virtud y sus partes o especies; la enseñanza de la virtud como oficio del sofista— podemos percibir una enorme masa de cuestiones (relaciones, «teoremas» y «problemas») que se nos ofrecen como material para un análisis racional, sin necesidad de salirnos fuera de la superficie de este plano. Por ejemplo, cuestiones histórico jurídicas, relativas al status del sofista por relación a otras profesiones coetáneas, cuyas analogías sería preciso establecer; a la naturaleza y funcionalismo de su acción educadora, como función pública; a la coordinación de esta función con los gobernantes, los sacerdotes o los poetas trágicos; a la naturaleza de las virtudes enseñables, en su conexión con otras componentes del proceso social; a la cuantía de los honorarios (pues acaso la cuestión no estribaba en la disyuntiva entre cobrar o no cobrar honorarios, sino entre cobrar poco, miserablemente, o, cobrar mucho —puede asegurarse que el desprestigio social del sofista no derivaba del hecho de que él cobrase, sino de que cobrase poco, porque ello convertía el salario en limosna, y al sofista en mendigo). Todas estas cuestiones que suponemos brotan en la superficie misma de este plano inmediato (determinado por la presencia de los sofistas en Atenas, de Protágoras) en tanto no son meramente empíricas, sino constitutivas de un tejido racional relativamente cerrado, son cuestiones que podemos llamar categoriales. Es evidente que Platón se mueve ampliamente en la superficie de este plano o, al menos, podemos interpretar una gran parte de las cuestiones platónicas como cuestiones dibujadas en este plano, como cuestiones sociológicas, políticas, &c. [29] Pero nosotros queremos formular la siguiente pregunta: ¿por qué estas cuestiones, estas relaciones, son categoriales?. Porque su categoricidad podría aquí entenderse como superficialidad, como propiedad de algo que se mantiene en el terreno de los fenómenos. Terreno que sólo nos aparece como tal cuando podamos enfrentarlo con un estrato más profundo, transfenoménico, el estrato de las esencias (que por lo demás, sólo son por relación a los fenómenos, y no porque tengan una sustancia en sí mismas).

6. Vamos a ensayar la tesis —por lo demás, nada extraordinaria— de que las Ideas por respecto de las cuales el plano de los términos literales («virtud», «sabiduría», «educación», &c.) entre los cuales se debate el Protágoras platónico puede asumir el aspecto de una superficie fenoménica, son la Idea de Hombre y la Idea de Cultura. No darnos por supuesto que estas dos Ideas sean correlativas —como si «Hombre» pudiera ser definido como «animal cultural», o como si «Cultura» pudiera ser definida como «aquello que el hombre hace», la «obra del hombre». Desde el momento que reconocemos las «culturas animales». sólo sobreentendiendo que el Hombre es el animal que desarrolla la cultura humana, podríamos mantener la correlación —pero entonces incurriríamos en flagrante círculo vicioso. Por otro lado, tampoco damos por supuesto que la cultura humana pueda entenderse como la obra del hombre, en primer lugar porque es el hombre también algo que es producido en el propio proceso cultural («el fuego hizo al Hombre» decía Engels), y en segundo lugar, porque no todo el proceso cultural implica el desarrollo del Hombre (a veces implica incluso su destrucción). Nuestra tesis es ésta: la Historia, como Historia de la Cultura, no es equivalente a la Historia del Hombre, como presupone una tradición «humanista» ligada a la oposición —que consideramos teológica— entre Naturaleza y Cultura (la oposición entre herencia y aprendizaje, utilizada muchas veces como criterio para distinguir naturaleza y cultura —naturaleza = conjunto de formas que se transmiten genéticamente; cultura = conjunto de formas que se transmiten por aprendizaje, por educación— nos parece por ello mismo inadmisible, porque muchos contenidos «naturales» se transmiten por aprendizaje, muchos contenidos culturales no se transmiten por aprendizaje, sino por automatismos extrasomáticos y sociales, y, por último, otras muchas determinaciones propias de la cultura o de la naturaleza no se transmiten ni por herencia ni por aprendizaje, sino que son, por ejemplo, efectos peristáticos). Suponemos, pues, que no hay posibilidad de distinguir dicotómicamente naturaleza y cultura: una choza neanderthaliense es una formación tan natural como pueda serlo el nido de una cigüeña. Suponemos también que hemos rechazado todo tipo de concesiones intirumentalistas de la cultura, es decir, toda concepción de la cultura humana como si ella fuera un instrumento que el hombre se procura para «lograr sus fines», [30] o incluso para «compensar su indefensión» de mono desnudo (la teoría del fetalismo neoténico en la que Bolk resucita en el fondo el mito de Epimeteo de Protágoras) y ello porque la tesis de la indefensión natural del hombre es sólo el resultado de una abstracción, a saber, la consideración del individuo humano como si fuese la expresión de la «naturaleza», corno si la unidad biológica humana fuese el individuo y no el grupo o la horda. Una horda que, siendo natural, en modo alguno podría llamarse indefensa, sino sumamente potente, a juzgar por sus temibles resultados (por respecto a los demás animales) en el proceso —ulterior de la selección natural. Suponemos también que la figura del «hombre» aparece instituida en un determinado momento del desarrollo biológico cultural de ciertos primates y homínidas —homínidas que ya no son «monos» pero que tampoco son «hombres» (aunque tengan una cierta forma de lenguaje, o un método «normalizado» de fabricar herramientas). Un momento que podría ser caracterizado por la configuración de un círculo de relaciones entre organismos individuales, entidades somáticas que, precisamente en razón de un avanzado y complejo estado de las formaciones culturales, jurídicas, &c. extrasomáticas, pueden recibir «desde fuera» la figura espiritual de «personas» capaces de reproducirse, biológica y espiritualmente, a la manera de sw>ma pneumatikón. Según esto, las diferencias entre la cultura humana y las culturas animales no habría que buscarlas tanto en una escala analítica (en rasgos particulares diferenciales tales como el lenguaje articulado, utilización de herramientas, conservación de alimentos, porque todos estos rasgos encuentran también sus análogos en otras especies animales), sino en la escala sintética, en el proceso mismo en virtud del cual la compleja disposición de fuerzas y formas somáticas y extrasomáticas alcanzan un «cierre» tal en el que la reproducción de las personas aparece realmente asegurada. Y con esto tampoco queremos insinuar que el desarrollo (incluso histórico) de la cultura equivalga siempre a un desarrollo indefinido del hombre, por cuanto muchas veces aquel desarrollo sigue caminos que determinan precisamente su destrucción, como si «el hombre fuese la medida de todas las cosas» (de todas las culturas) —según el pensamiento de Protágoras— por cuanto (sería la tesis platónica), el propio hombre está sometido a la medida de las «cosas» (de las Ideas, de las relaciones que se mantienen «por encima de la voluntad»). En cualquier caso parece gratuito admitir de principio que el desarrollo de la cultura sea conmensurable con el desarrollo del hombre. Aquél es un desarrollo «impersonal», aún cuando se hace a través de las mismas personas. Por ello también dudamos de que sea evidente la identificación de la Idea de Historia con la idea del hombre como animal cultural. Más bien argumentamos desde la perspectiva según la cual la figura del hombre, en cuanto entidad moral, [31] una vez que ha cristalizado en un determinado momento de la historia cultural, se mantiene invariante, igual a sí misma, sin que quepa hablar de un desarrollo de su esencia, de sus virtualidades. Con esto estamos impugnando a quienes presuponen que sólo cabe hablar de Historia en la medida en que la «Historia del hombre» significa «Historia del desarrollo del hombre como una entidad que cambia al mismo ritmo del desarrollo cultural». Estamos suponiendo más bien que la historia del Hombre es también en gran medida la historia de la invariabilidad de la figura humana (una vez cristalizada, como sujeto de derechos universales invariables) en el medio de las variaciones de su mundo cultural y real, que es un momento más de la variación del universo. Nos hacemos así eco del mensaje estoico —o2 kósmoV a2lloíwsiV; o2 bíoV, u2pólhyiV («el universo mudanza; la vida, firmeza»)— de Marco Aurelio, mensaje que creemos que mantiene estrecha armonía con el mensaje platónico. Por ello nos parece abusivo mantenernos en ese tópico que nos quiere obligar a pensar que Platón —incluso todo el pensamiento griego en general— careció del sentido de la historia, y que sería preciso esperar al judaísmo o al cristianismo para aproximarnos a este sentido (Renan: «El autor del libro de Daniel es el verdadero creador de la Filosofía de la Historia»).

7. Tomando, pues, como coordenadas, ideas tales, como las de Hombre y Cultura, al nivel en que las hemos esbozado, podríamos intentar redefinir la superficialidad fenoménica de los términos literales (areté, paideia, ... ) y de sus relaciones, entre las cuales decíamos se debate el Protágoras considerando que estos términos y sus relaciones se mantienen en el ámbito de aquellas ideas, como si éstas estuviesen ya dadas, constituidas. Supuestos ya constituidos los campos de estas ideas —supuesto ya constituido el hombre en sus múltiples culturas (contradictorias entre sí: griegos, bárbaros)— se abre, sin duda, una inmensa red de relaciones problemáticas en su mayor parte entre los momentos más diversos de esos campos. Es esta perspectiva la que habría adoptado el propio Protágoras al juzgar por lo que de él sabemos: «El hombre es la medida de todas las cosas» (*). Sin duda, no pudo Protágoras (como tampoco Platón) elevarse a una idea de cultura humana asimilable a la que (a través de la secularización de la idea teológica del reino de la gracia) pudo forjarse en el siglo XIX desde Hegel hasta Ty1or. La Idea de Cultura, en Protágoras o en Platón, como en Herodoto o Hecateo, se encuentra en un estado embrionario, reducida al campo de las costumbres, de las leyes, y rota de algún modo por la oposición entre griegos y bárbaros. Sin embargo, podría afirmarse que dentro del horizonte en el que se utiliza la Idea de cultura, las posiciones relativas de Protágoras y de Platón son identificables (analógicarnente) con las posiciones características en la moderna filosofía de la cultura. No parece muy aventurado afirmar que la [32] posición de Protágoras se corresponde con el instrumentalismo, con el funcionalismo (la cultura entendida como instrumento del hombre, medida de todas las cosas); no es obra del hombre —sino de Prometeo o de Hermes— pero el hombre la utiliza como instrumento sustitutivo de su estado de indefensión natural, y en este sentido como algo natural ella misma. Platón, sin embargo, se mueve en otro terreno.

El Hombre de Protágoras que «mide todas las cosas», parece un hombre que ha de suponerse dado, como una unidad invariable y universal. Y, sin embargo, río es así, porque, al menos cuando se interpreta la tesis de Protágoras en el sentido del relativismo cultural, la unidad de esa medida es aparente y el hombre aparece ya inmediatamente disperso en las culturas particulares más heterogéneas. Y si el hombre es la medida de todas las diversas culturas, es porque en realidad son las culturas las que miden a los hombres que en ellas se configuran, porque se considera desde el principio que los hombres están ya constituidos a la escala de las diversas culturas o sociedades en las cuales realmente viven.

Ahora bien, en esta perspectiva la virtud (areté) adquiere automáticamente un significado predominantemente psicológico. Es un hábito, algo que se sobreañade al individuo humano ya constituido —como también las virtudes que Prometeo y Hermes otorgan, recaen sobre un animal que ya es considerado como racional, aunque desvalido a consecuencia de la imprevisión de Epimeteo. Así también, el sofista será entendido, con meridiana claridad, por el propio Protágoras, como sabio que vive en una sabiduría ya establecida, aquélla que consiste en el conocimiento preciso de las costumbres de un estado, de la cultura y de la lengua de un pueblo, como materia ya cristalizada y que sólo es preciso transmitir para formar a los ciudadanos que han nacido en su seno, El sofista trabaja, así, sobre hechos positivos, las leyes propias de cada república organizada, y su objetivo (según Protágoras, aunque no según otros sofistas) no es otro, sino el de formar (educar) a los individuos en cuanto están inmersos en un estado determinado, positivo.

La perspectiva de Platón, en cambio, podría trazarse como algo frontalmente opuesto a la de Protágoras. Es muy frecuente entender la oposición Platón/Protágoras por medio de la oposición entre el espíritu conservador —aristocrático— y el espíritu progresista —democrático— característico de los nuevos «ilustrados cosmopolitas». El platonismo, según esto, tendría el sentido de una restauración tradicionalista, de la vuelta al ideal de los Siete Sabios (sobre todo Solón), o a Esquilo. Magallaes-Vilhena (Sócrates et la legende platonicienne, París 1952, pág. 62) también enfoca a Sócrates en la perspectiva del partido aristocrático (sus amigos son: Critias, Alcibíades, Cármides, Platón ... ) frente al partido democrático representado por el panfleto de Polícrates. [33] Platón representa la vuelta a la concepción de una areté unitaria, al Zeus de Esquilo (así Adrados, Democracia ateniense, pág. 419). Pero aún cuando todo esto sea cierto, más cierto es que entender la oposición conservadurismo/progresismo en un sentido actual, sería el verdadero anacronismo, porque lo que fue progresista en el siglo V puede ser hoy reaccionario y al contrario, el mismo aristocratismo revolucionario de Platón puede decirse más progresista que el democratismo de Polícrates. La perspectiva «platónica» en nuestro Diálogo, aparece aún oscura, más bien como algo que impide aceptar la claridad de las evidencias del abderitense, pero que se harán más conscientes a lo largo de la reflexión ulterior, en la República y sobre todo en las Leyes, porque entonces la virtud no aparecerá ya como un habito sobreañadido al hombre (al individuo) preexistente, como ser natural, sino como aquello que es constitutivo del hombre mismo. Y ello comportará una desconexión del concepto de virtud de su contexto psicológico, y una inserción en los contextos políticos y sociales. Porque la virtud ya no será tanto el proceso por el cual el hombre previamente dado asimila las costumbres de la ciudad, cuanto el proceso por el cual el hombre se hace hombre (universal) en el proceso mismo de la constitución de las ciudades (o culturas). «Estoy encantado —le dice el ateniense (Platón) a Clínicas (el cretense)— de la manera como has entrado en la exposición de las leyes de tu patria. Justo es, en efecto, empezar por la virtud y decir, como tu has dicho, que Minos no se ha propuesto otra cosa que la virtud, justamente en sus leyes». Por ello, el ateniense (Platón) no se atiene a las costumbres «positivas» de Creta o de Lacedemonia. Parte de ellas pero, sobre todo, quiere extraer de ellas la idea universal que corresponde más bien a la ciudad de una edad pretérita, la edad de Cronos (y no a una edad futura). Por ello, la educación será algo más que la transmisión de unas formas positivas dadas en el Estado al individuo: tendrá que ver, mejor, con el proceso por el cual es la cultura (incluyendo aquí el «modo de producción») lo que constituye al propio estado, al estado ideal, al estado de la justicia: «Porque la finalidad de la paideia consiste en formar en la virtud desde nuestra infancia, la que inspira al hombre el ardiente deseo de ser un ciudadano cabal, de saber mandar y obedecer con arreglo a la justicia». En cualquier caso nos parece que incurriría en un gravísimo error de diagnóstico quien se arriesgase a formular la oposición entre el pensamiento de Protágoras y el de Platón por medio de la oposición entre el pensamiento positivo («pragmático», concreto, referido a los hechos) y el pensamiento metafísico (utópico, especulativo y abstracto). En cierto modo podría decirse que se trata de todo lo contrario. Es Protágoras quien cuenta el mito sobre el origen del hombre y de la cultura. Un mito en el que, por cierto, los hombres, junto con los animales, fueron creados por Zeus y la cultura fue otorgada por un titán [34] (un ser divino, Prometeo) y por un pastor, Hermes, que con su vara de, conducir a los muertos hacia el Hades, logra también conducir a los hombres (ya equipados técnicamente por Prometeo) a la vida social y política, es decir, a la vida de la cítidad. Es Protágoras quien además entiende la multiplicidad de esas ciudades (culturas) como una armonía cosmopolita, una coexistencia que puede ser pensada como posible porque cada ciudad se concibe como si de hecho fuese compatible con las demás, teniendo cada una de ellas sus propias leyes particulares. Y es este pensamiento el que se revela históricamente corno utópico. Pero el pensamiento de Platón tiene otra inspiración por completo diferente: es un pensamiento dialéctico. «Y en esto (dice Clinias) ha querido condenar [el legislador que instituye los ejércitos como necesarios para todo Estado] el error de la mayor parte de los hombres que no ven que existe en todos los estados una guerra perenne». Y estos Estados, en cuyos senos únicamente pueden los hombres llegar a ser —no han sido creados, como enseña Protágoras, por dioses o por titanes, ni sus leyes han sido reveladas por ellos. Es como si Platón nos dijera que estas cuestiones. de génesis no afectan a la estructura del Estado, en tanto tiene un imperativo interno autónomo: «Ya sea que deba a algún Dios ese conocimiento, ya lo haya recibido de algún sabio». Acaso los dioses han hecho a los hombres —pero no sabernos sí para divertirse, corno en un juego, o por un propósito serio. Como si dijera: que ello no es cosa nuestra, ni nos afecta. Porque no son — los dioses quienes han hecho las leyes o las grandes invenciones culturales. A lo sumo habrán sido los démones —inteligencias más exquisitas y divinas que la nuestra— en la edad saturnal, pero sobre todo hombres (Dédalo, Orfeo, Palamedes, Marsias, Anfión) y más aún, ni siquiera los hombres: «Ninguna ley es obra de mortal alguno y casi todos los asuntos humanos yacen entre las manos de la suerte», En cuestiones de génesis de las virtudes, el naturalismo de Platón en las Leyes excede en todo al de Protágoras, porque es Platón, el llamado «idealista», quien nos ha ofrecido la primera impresionante imagen del hombre máquina, una máquina de la que brotan las mismas virtudes; «Figurémonos que cada uno de nosotros es una máquina animada, salida de manos de los dioses, bien porque estos la hayan hecho por divertirse, bien porque les haya guiado en ello algún propósito serio, que nada sabernos sobre ese particular. Lo que sí sabernos es que las pasiones de que acabamos de hablar son como otras tantas cuerdas o hilos que tiran de nosotros y en virtud de la oposición de sus movimientos, nos arrastran a opuestas acciones, lo cual constituye la diferencia entre la virtud y el vicio. En efecto, el buen sentido nos dice que es nuestro deber obedecer exclusivamente a uno de estos hilos, seguir su dirección en todo momento y resistirnos vigorosamente a los demás. Este hilo no es otro que el áureo y sagrado hilo de la razón, llamado ley común del Estado». [35]

En resolución, la verdadera clave de la oposición entre Protágoras y Platón habría que ponerla, si no nos equivocamos, en la oposición entre un modo de pensar positivo (que se somete a los hechos, al ser, como un único criterio de lo que debe ser) y un modo de pensar dialéctico (que percibe los hechos como fenómenos, como movidos por un deber ser que los enfrenta como hechos —culturas, estados, griegos y bárbaros— y los mueve hacia un estado universal).

8. Situados en la perspectiva filosófica de estas ideas que Platón explicitará en su ancianidad, en las Leyes, podríamos acaso comprender el significado más profundo de las cuestiones más superficiales que Platón preparó en la juventud madura en que escribió el Protágoras. Cuestiones tan exclusivamente «psicológicas» al parecer, corno la de sí la virtud es una o múltiple; cuestiones tan exclusivamente anecdóticas (o sociológicas) como la de sí el sofista debe o no cobrar. Cuestiones que efectivamente se plantearon en su cara psicológica o sociológica —como no podía ser por menos— pero le siguieron abrumando incluso cuando en su madurez, fue profundizando más allá de la superficie psicológica o sociológica. Podemos intentar comprender a través de qué caminos las líneas de los conceptos psicológicos o sociológicos se prolongan hasta confundirse con las cuestiones centrales de la filosofía antropológica.

La virtud ¿es una o es múltiple? (y si es múltiple, ¿sus partes son homogéneas o heterogéneas?). Esta pregunta se nos plantea en el Protágoras en términos que comienzan siendo psicológicos, es decir, que se refieren al individuo, a cada organismo o máquina individual. Al menos, así nos lo sugiere el ejemplo sobre el cual se dibuja la pregunta: las partes de la virtud ¿habrán de concebirse como las partes (isológicas) de la barra de oro o bien como las partes (heterológicas) del rostro (los ojos, la nariz, la boca)?. La misma naturaleza de los ejemplos alternativos sobre los cuales se construye la pregunta que Sócrates formula, contiene ya implícita la respuesta platónica: las partes de la virtud (que es algo viviente, como el rostro, y no inanimado, como la barra de oro) serán heterogéneas («buscando una sola virtud, me he encontrado con un enjambre de virtudes que están en ti», dice Sócrates a Menón, 72a). Y, de este modo, la estructura múltiple y heterogénea de la virtud nos es mostrada en la perspectiva de la multiplicidad heterogénea del organismo individual, de su rostro. Pero no se agota ahí. Por ejemplo, una de las «cuerdas» que comienzan a resonar inmediatamente es la cuerda lógico-material (gnoseológica), la estructura constituida por la multiplicidad de las ciencias particulares. La cuestión que ha planteado Sócrates —¿la virtud es una o múltiple, homogénea o heterogénea?— nos remite al problema gnoseológico que gira en tomo a la unidad o multiplicidad de las ciencias (virtudes) [36] categoriales (la Aritmética, la Geometría). Problema lógico-material, gnoseológico (decirnos), no psicológico. Problema paralelo a su vez al problema antropológico de la inconmensurabilidad mutua de las culturas múltiples, de las, lenguas (una inconmensurabilidad —disimulada por el relativismo cultural— que no excluye, sino que incluye, la tesis «antirrelativista» de la virtual igualdad de todos los hombres que soportan dichas culturas o que hablan dichas lenguas, porque la posibilidad de que un niño yanomano aprenda perfectamente el alemán no implica que la Crítica de la Razón Pura pueda traducirse al yanomano y medirse por sus reglas). Lo que se dice aquí de las lenguas o de las culturas podemos decirlo también de las ciencias. Que un individuo adecuadamente instruido pueda llegar a ser buen matemático y buen físico no significa que las matemáticas sean conmensurables con la física y que una formación enciclopédica o politécnica (la de Hipias) asegure la unidad armónica de cada uno de los hombres, bajo el paradigma del «Hombre total». ¿Habría que exigir una ciencia universal y homogénea, una virtud cuyas partes sean homogéneas y englobe a todas las demás virtudes, una mathesis universalis en el sentido cartesiano, pero también en el sentido de la ciencia unitaria neopositivista, una ciencia cuya eficacia salvífica para la formación de la humanidad ha sido encarecida desde siempre, desde Leibniz hasta Husserl?. O bien, ¿no será preciso reconocer el hecho (el factum) de que las ciencias son múltiples, heterogéneas, irreductibles (categoriales), incluso (a pesar de los esfuerzos en pro de la interdisciplinariedad) inconmensurables (la incomunicabilidad de los géneros de Aristóteles, desarrollo de la tesis platónica de la symploké)?. El organismo múltiple y heterogéneo, sujeto de las virtudes no se reduce pues a la condición de un organismo individual (psicológico, biológico).

Porque entre los hilos de ese organismo figura (junto a los hilos internos, psicológicos) el hilo áureo del Estado. Se diría que Platón ha continuado aquí la línea de Gorgias —si bien matizada por su intersección con la justicia: «¿qué otra cosa es [la Virtud, según enseña Gorgias] que el ser capaz de mandar sobre los hombres?» Menón 73 b. Y, por ello, la unidad o forma (ei4doV) común a las virtudes no será tanto un concepto distributivo, cuanto una parte «atributiva», la justicia (Menón 79a). Pero los estados son múltiples, diversos, y enfrentados entre sí, con lo cual, la cuestión central, en su aspecto psicológico, del Protágoras, sobre si la virtud es una o múltiple, heterogénea u homogénea, se desarrolla como la cuestión central (filosófico-antropológica), la cuestión central en las Leyes en torno a si el Estado (y su contenido viviente, la cultura de un pueblo, como fundamento de su virtud) es uno o múltiple (digamos: el Estado universal —acaso el de Darío entre los bárbaros, al que se acogerá después de Platón, Alejandro, entre los griegos o bien la pluralidad de estados) y, si es múltiple, si sus partes son homogéneas o heterogéneas [37] (en el sentido, por ejemplo, de lo que con referencia a la antropología de nuestro siglo —Boas y su escuela— llama particularismo). Platón, en las Leyes parece movido por una tradición poderosa que quiere mantenerse firmemente en el terreno pluralista del estado ciudad (incluso un estado que no ha de rebasar la cifra de los 5.020 ciudadanos), en el terreno en el cual el mismo Aristóteles, según algunos, hubo de enfrentarse con Alejandro (aún cuando esto no es nada seguro). Pero si aplicamos a esos Estados o culturas múltiples el esquema mismo que en las Leyes se utiliza para entender la unidad dialéctica de las virtudes, habría que decir que todos esos Estados, enfrentados u opuestos entre sí, están obedeciendo a un hilo dorado, que no podría ser otro (puesto que se trata de Estados) sino el Estado de los Estados, el Estado universal. El armonismo particularista de Protágoras encontraría de este modo su verdadera contrafigura en la concepción dialéctica de Platón.

Y es en esta perspectiva como el rasgo del sofista que ha preocupado a Platón durante toda su vida —el rasgo vergonzoso del sofista que cobra por enseñar— podrá revelársenos como un rasgo verdaderamente profundo y no como una obsesión anecdótica debida acaso al aristocratismo de Platón o a cualquier otra circunstancia carente de importancia filosófica. Porque sólo podemos considerar como profundo a este juicio platónico sobre la naturaleza vergonzosa del sofista que cobra sus enseñanzas cuando nos sea posible justificarlo, cuando nos sea posible compartirlo como un juicio de actualidad, cuando nos sea posible comprender a partir de los mismos principios filosóficos, en qué condiciones puede sostenerse aún hoy que el cobrar constituye una degradación del sabio, del sofista. Porque sólo desde estos principios podremos proceder a la «reinterpretación» de las verdaderas motivaciones del juicio platónico que acaso no aparecen en su plena claridad en el Protágoras. En la medida en que no podamos o no queramos regresar a los fundamentos de este juicio (o simplemente, en la medida en que no compartamos estos fundamentos) tendremos que atenernos a una explicación sociológica, económica o psicológica de la obsesiva aversión platónica ante los sofistas que cobran sus enseñanzas.

Se trata, pues, de regresar hacia los fundamentos de la conexión entre el enseñar (en cuanto proceso que, hemos dicho, se inserta en el proceso general de la cultura) y el cobrar las enseñanzas (que es un concepto perteneciente a la categoría económica). Ahora bien, acaso la más importante consideración metódica que pudiéramos proponer sea ésta: que no es posible discutir, en general, la conexión entre ambos conceptos, y que todo intento de tratamiento genérico del asunto, lejos de remitirnos a los principios, nos arroja en la más pura confusión. Porque cuando determinados conceptos (como puedan serio el de enseñar y el de cobrar) [38] se dividen inmediatamente en sus especies (a la manera como el concepto de palanca se divide inmediatamente en los tres tipos consabidos) entonces es absurdo pretender alcanzar una visión global prescindiendo de esas especies. Será preciso partir de ellas y regresar al todo, no por abstracción, sino por composición o confrontación de las especies opuestas entre sí, Esto es lo que ocurre en nuestro caso. «Enseñar» es un concepto genérico que se especifica en direcciones muy diversas (opuestas entre sí) según los contenidos de aquello que se enseña. «Cobrar» es un concepto económico que se diversifica inmediatamente en formas muy diversas (y opuestas entre si) tanto en la línea cuantitativa (es decir, según la cuantía de lo que se cobra) como en la línea cualitativa (según el título por el cual se cobra, sea el precio de compra de una mercancía, sea retribución por servicios o por un trabajo que no se considera mercancía). Y las especies de uno y otro concepto genérico se combinan entre sí en distintas situaciones y con resultados también distintos. Antes hemos observado cómo desde un punto de vista estrictamente factual —presidido por la ley de la oferta y la demanda—, es evidente que la degradación social del sofista que cobra no podría haberse producido por el hecho de cobrar («Protágoras —dice Sócrates en el Menón 91d— ha sacado de su saber más dinero que Fidias y que diez escultores más») sino por cobrar poco. Pues el cobrar poco puede estar tan lejos, y aún más, de no cobrar nada, como de cobrar mucho. No cobrar nada es regalar; y puede estar más próximo quien cobra mucho a (a situación del hombre magnánimo que quien cobra poco si, por ello mismo, como «miserable» nunca puede desarrollar la generosidad.

Ahora bien, de acuerdo con las distinciones platónicas del Protágoras, podemos distinguir los contenidos de la enseñanza sofística en dos grandes especies: la de Zeuxis y Ortágoras, por un lado y la del propio Protágoras, por otro. En un caso, lo que se enseña son virtudes determinadas, precisas (se enseña a pintar, a tocar la flauta); en el otro caso, se enseñan virtudes que pudieran llamarse trascendentales (se pretende enseñar a ser un hombre, es decir, un ciudadano). En un caso se trata de virtudes técnicas (las virtudes prometéicas) en el otro, se trata de virtudes políticas, religiosas y civiles (las virtudes «herméticas»). Es también Platón quien, por boca de Sócrates, nos precisa que las virtudes tecnológicas, por ser determinadas, son especiales (propias de especialistas, que no tienen por qué ser distribuidas entre todos los hombres); en cambio, las virtudes políticas, por ser trascendentales, piden ser distribuidas entre todos los hombres. En términos económicos: la oferta de los contenidos de la primera especie será mucho menor que la demanda correspondiente a los contenidos de la segunda especie, con la paradoja, por tanto, de que el valor de cambio de los contenidos más importantes, ha de ser menor que el de los primeros [39] (se diría que los honorarios del sofista, si es verdadera su autodefinición, tenderán a disminuir y, por tanto, el sofista tenderá a degradarse en la medida en que se mantenga en el terreno de la economía de mercado).

Las ironías de Platón se dirigen contra el sofista que cobra, en general, por sus enseñanzas: pero evidentemente, estas ironías sólo podremos considerarlas profundas cuando las sobreentendamos referidas a las enseñanzas políticas, a las enseñanzas «trascendentales». «Por mi parte (dice Sócrates en el Cratilo) después de haber oído a Pródicos la lección de 50 dracmas que pone, según él, en disposición de tener un conocimiento completo de esta materia, podría darte un juicio. Pero como sólo le oí la lección de 1 dracma ... », Esta ironía se disolvería en la nada dentro de nuestras costumbres de hoy, que nos presentan como ordinario que un curso de Ingeniería elemental es menos costoso que un curso de ingeniería superior para el especialista, el cual, sin duda, puede valer muy bien los 50 dracmas y aún alguno más. Pero en cambio, la ironía conservaría toda su fuerza sí de lo que se tratase fueran materias trascendentales, materias políticas o religiosas. Muchos militantes de partidos políticos consideran deshonroso cobrar sus servicios al partido —como siempre ha sido paradójico y aun ridícula la costumbre de un sacerdote que cobra la administración de un sacramento o simplemente de un consejo (la situación del psicoanalista plantea cuestiones especiales).

Pero entonces ¿Es preciso concluir que el sofista no puede cobrar, lo que significa, en determinadas condiciones sociales, que el sofista no puede existir, puesto que no existe económicamente?. Sin duda Platón ha sido tentado muchas veces por esta conclusión y en este sentido se le suele interpretar: el sofista no tiene existencia real, sólo existe en el mundo del engaño, de la apariencia, puesto que no debe tener existencia económica. El sofista según esto, es superfluo, porque la reproducción de la cultura, o de las virtudes fundamentales de la República, tiene lugar espontáneamente, como lo ha tenido en otros tiempos, sin necesidad de que nuevos profesionales (los sofistas) vengan a crear una necesidad aparente. Según esto, Platón estaría defendiendo la situación del aristócrata que, sin necesidad de pagar nada, puede transmitir una educación a sus hijos, por medio de sus esclavos o por el ocio de que él dispone gratuitamente, liberalmente. Sin embargo, nos parece que no es ésta la única lectura posible de Platón, antes bien, que esta lectura es la más superficial y que Platón quiere decimos todo lo contrarío. En efecto: lo que a Platón le escandaliza es que el sofista pueda presentarse como un mercader que vende su mercancía a aquél que se la pueda comprar —a los ricos, a los hijos de los ricos, a los que pueden asistir a la casa de Calias. ¿Por qué?. Porque lo que se vende, lo vende un particular a otro particular. [40] Se trata de un negocio privado, una cuestión de «enseñanza privada», en donde se enfrentan intereses individuales, psicológicos (incluso psicoanalíticos, precisamente el precepto de cobrar honorarios figura como uno de los preceptos más importantes para el sostenimiento de la relación entre el médico y el paciente, como la única forma de expresión en el terreno económico de la exterioridad y distancia de la relación que debe mediar entre el curandero del alma individual y el propio individuo enfermo). Pero ¿Cómo dejar en manos de mercaderes particulares la formación de virtudes que se consideran trascendentales para la vida de la comunidad?. Los sofistas del Protágoras —Protágoras, Hipias. Pródico— se reúnen en casa de Calias, el plutócrata de Atenas, el mecenas. La casa de Calias está desempeñando una función nueva en la ciudad: el eunuco que hace de portero, con razón está asombrado, irritado. No es la casa en donde vive una familia y en donde se reciben a los amigos, incluso donde se conspira. Ahora, allí, unos hombres extranjeros, están enseñando las virtudes más deseadas por los atenienses. Pero no por eso la casa de Calias es un templo, o un edificio público, sigue siendo una casa privada —como lo será todavía la Academia o el Liceo— y no un edificio público corno, tras Alejandro, llegará a serlo el museo de Demetrio Falereo y, después la escuela de Alejandría. La casa de Calias es una casa particular y los hombres que allí enseñan cobran por su enseñanza y perciben honorarios muy altos (ignoramos si Calias exige participación en ellos). No podemos olvidar en todo caso que estamos refiriéndonos a un proceso de formación de instituciones y que por ello la casa de Calias no podría auto-concebirse como una «academia», o corno una «universidad» precisamente porque acaso es sólo su embrión. ¿Por qué ofrece Calias su casa a los sofistas?. O bien la alquila (es decir o bien obedece a legítimos intereses mercantiles), o bien busca compartir, junto con los sofistas, un poder político y social, convirtiendo su casa en un palacio como el de Lorenzo el Magnífico. Y entonces (337d) la casa de Calias estaría pidiendo pasar a ser un edificio público, el Pritaneo —y es Sócrates quien en la Apología (la de Platón) les sugiere irónicamente a los ciudadanos reunidos en la Asamblea, que en lugar de encerrarle en la cárcel y matarle, debieran pagarle un puesto en el Pritaneo para que desde él pudiera mantenerles despiertos de su sueño cotidiano. En resolución, no parece inverosímil concluir que aquello que en realidad tenía que resultar vergonzoso a Platón en el hecho de que los sofistas cobrasen por sus enseñanzas, no había de ser tanto el cobrar los honorarios, cuanto el cobrarlos como mercancía, en convertir en función privada aquello que, por su importancia, debiera ser siempre una función pública, una función del Estado, abierta a todos los ciudadanos como el Pritaneo y no cerrada, accesible sólo a la oligarquía como la casa de Calias. [41]                                                   CONTINÚA