Pedro José Chamizo Domínguez
Universidad de Málaga

 

6. El raciovitalismo


["Para mí es razón; en el verdadero y rigoroso sentido, toda acción intelectual que nos pone en contacto con la realidad, por medio de la cual topamos con lo trascendente" (Historia como sistema, VI: 46-47).]

6.1. La madurez filosófica

La doctrina de la madurez filosófica de Ortega se suele conocer con el nombre de ‘raciovitalismo’, término que responde a su intento intelectual de superar críticamente las posturas filosóficas vitalistas y racionalistas, proponiendo una solución que resuelva el nudo gordiano de ambas alternativas. El raciovitalismo es pues, el intento filosófico orteguiano de superar el irracionalismo a que lleva el vitalismo, y también, a la vez, de corregir la miopía intelectual que significa el racionalismo. Para situarse en la perspectiva filosófica justa del raciovitalismo, Ortega tiene que hacer primeramente la crítica del vitalismo y del racionalismo y, posteriormente, asumir lo que de valioso haya en ambas posturas, para proponer una síntesis superior.

Por otra parte, el raciovitalismo no representa, dentro de la evolución filosófica de Ortega, un corte con la doctrina perspectivista expuesta en el capítulo anterior. Por el contrario, el raciovitalismo representa un desarrollo congruente del perspectivismo y una concreción de él. El raciovitalismo es desarrollo y concreción del perspectivismo porque es una meditación sobre las dos perspectivas más radicales en las que el hombre está situado: la perspectiva de la vida y la perspectiva de la razón. La primera le viene dada como realidad, en la segunda se sitúa el hombre en su esfuerzo por comprender la realidad. Pero ambas gozan del privilegio de ser las dos perspectivas radicales y el fundamento de cualquier otra perspectiva. La primera, porque es la propia raíz; la segunda, porque es el modo que el hombre tiene de conocer la raíz. Tan radical es el modo de conocer de la razón, que incluso la propia crítica al racionalismo tiene que ser una crítica "racional". Es la propia reflexión racional la que lleva a plantearse los límites de la razón y los excesos del racionalismo. Por ello Ortega no hará una crítica de la razón, pues eso sería un contrasentido desde el momento en que, para llevarla a cabo, hay que hacerlo desde la razón misma. Así pues, la crítica de Ortega se dirigirá hacia los excesos del racionalismo. Igualmente, tampoco hay en él una crítica de la vida, sino de la estrechez filosófica del vitalismo, pues la vida, como todo lo dado, no es algo que sea susceptible de crítica, sino de comprensión.

6.2. La crítica del vitalismo

El análisis y la crítica del vitalismo los emprende Ortega acuciado por el hecho de que algunos críticos de su filosofía la hubiesen entendido mal y calificaran de "vitalismo" su "ideología filosófica" ("Ni vitalismo ni racionalismo", III: 271). Para exponer sus distancias respecto al vitalismo y al racionalismo publicó, en 1924 y en la Revista de Occidente, su artículo "Ni vitalismo ni racionalismo" (III: 270-280). De este modo, a la vez que resume las tesis claves de ambas corrientes filosóficas expone los puntos claves de su propia doctrina. Por de pronto, lo primero que llama la atención del término ‘vitalismo’ es su ambigüedad, pues ese término se aplica lo mismo a doctrinas relacionadas con las ciencias biológicas que con la filosofía; y en ambos casos hay varias acepciones posibles del término. En el ámbito biológico se suelen calificar de vitalistas a aquellas escuelas que postulan que los fenómenos y funciones propias de los seres vivientes no pueden reducirse a meras explicaciones físico-químicas. Esto es, las funciones específicas y particulares de los organismos vivientes (reproducción, crecimiento, etc.) son explicadas por las escuelas vitalistas en biología recurriendo a un principio propio y privado del que ninguna combinación física y/o química podrían dar razón suficiente.

La segunda de las acepciones del término vitalismo en biología es una formulación atenuada de la primera, que Ortega llama "biologismo" y que yo voy a llamar "biologismo metodológico". Este biologismo metodológico no postula ninguna fuerza ni ningún principio vital específico que dé razón de los seres vivos. Simplemente, se limita a establecer una distinción metodológica entre la materia inerte y la materia viva, quedándose en la constatación empírica de que hay alguna peculiaridad en los seres vivos que no se da en los seres inertes, pero negándose a postular un principio explicativo de tal distinción. Este biologismo metodológico es una postura precavida que permite al biólogo delimitar el ámbito de su ciencia sin comprometerse en si hay o no una razón última para distinguir la materia inerte de la materia viva.

Para Ortega, ninguna de estas dos acepciones del término es extrapolable a la filosofía, pues ambas quedan limitadas a la provincia del saber que es la investigación de los seres vivos. No obstante, se inclina en favor de la segunda acepción como más fructífera para la biología. Con ello descartamos que sea aplicable la palabra ‘vitalismo’ a la filosofía de Ortega en ninguno de los dos sentidos en que se emplea en las ciencias de la naturaleza. Pero el término ‘vitalismo’ ha sido empleado también para definir doctrinas filosóficas. Y en este ámbito, Ortega distingue tres posiciones distintas. A una de ellas es a la que él mismo adscribe su pensamiento. El primer sentido que tiene el término ‘vitalismo filosófico’ es el de entender por tal aquella teoría del conocimiento que mantiene que, para explicar el proceso del conocer humano, no hace falta recurrir a principios exclusivos, sino que el conocimiento es fruto del proceso biológico, explicable por las mismas leyes que rigen todo proceso biológico. Desde esta perspectiva, la filosofía (y en especial la teoría del conocimiento) queda diluida en la biología. Este vitalismo burdo ha sido escasamente defendido de forma explícita por los filósofos, aunque tenga cierto predicamento entre los especialistas en otros ámbitos del saber. La segunda acepción de vitalismo filosófico es la que se puede aplicar a la filosofía de Bergson. Aquí lo que se mantiene es que la razón no es el modo superior de conocimiento del hombre, sino que hay un modo de conocimiento más profundo, consistente en vivir íntimamente las cosas en lugar de pensarlas. Puesto que la realidad se define como devenir, el conocimiento más perfecto deberá ser intuitivo y estar en consonancia con el devenir que constituye la realidad, la cual quedaría petrificada desde el conocimiento racional. Aquí no se trata de descartar completamente el método racional, pero sí de colocarlo en un segundo plano.

Finalmente la tercera formulación del vitalismo filosófico, la qué hará suya Ortega, defiende la primacía absoluta del método racional de conocimiento y sitúa en el centro de la reflexión filosófica el problema de la vida, por ser ese problema el que más directamente afecta al sujeto pensante. Aquí no se trata de descartar la racionalidad, pasándola a un segundo plano o sustituyéndola por otra instancia de conocimiento, sino de hacer patente que lo racional es "breve isla rodeada de irracionalidad por todas partes" ("Ni vitalismo ni racionalismo", III: 272).

En esta tercera acepción del término, su contenido doctrinal queda muy mermado, pues la razón, lejos de ser minusvalorada, y aunque limite con lo irracional, sigue teniendo un papel de primera magnitud en el conocimiento. Y ello debe ser así porque incluso lo irracional es pensado desde la atalaya teórica de la razón. El vitalismo orteguiano es, pues, una doctrina filosófica que insistirá en que hay límites a la razón pero de ningún modo significará eso una descalificación de la razón misma, sino de los excesos del racionalismo. Y es necesario que así sea porque, paradójicamente, la crítica de la razón sólo es posible desde una teoría; esto es, desde una construcción mental racional, lo cual establece implícitamente la primacía de la razón, porque "razón y teoría son sinónimos" ("Ni vitalismo ni racionalismo", III: 273).

6.3. La crítica del racionalismo

Una vez establecido que el vitalismo orteguiano no significa el abandono del modo racional de conocer, veamos por qué se ve obligado a criticar el racionalismo, precisamente en nombre de la razón. El propio Ortega comienza su crítica del racionalismo con una confesión pública de fe en la razón: "Mi ideología no va contra la razón, puesto que no admite otro modo de conocimiento teorético que ésta: va sólo contra el racionalismo" ("Ni vitalismo ni racionalismo", III: 273). Así pues, la acusación de que Ortega minusvalore la razón, además de carecer de sentido, va contra su propia doctrina expresamente confesada. Cosa distinta será afirmar si sabe o no hacer un uso correcto de la razón. Y justamente porque él quiere mantener la primacía de lo racional es por lo que se ve obligado a pensar la vida desde la razón y a criticar los excesos teoréticos del racionalismo. El racionalismo, por utilizar una palabra muy grata a Ortega, sería el fruto de la beatería de algunos filósofos que quisieron poner a la razón en tan alto lugar que terminaron por dar pie a toda clase de irracionalismos.

Para analizar el concepto de razón, Ortega se remonta a Platón y a Leibniz, cuyas posturas en este tema son análogas. Y el concepto de razón que subyace en el pensamiento de ambos es el siguiente: "Cuando de un fenómeno averiguamos la causa, de una proposición la prueba o fundamento, poseemos un saber racional. Razonar es, pues, ir de un objeto —cosa o pensamiento—a su principio. Es penetrar en la intimidad de algo, descubriendo su ser más entrañable tras el manifiesto y aparente" ("Ni vitalismo ni racionalismo", III: 273). Así pues, tenemos que razonar sobre algo, "dar razón" de algo es hacer una averiguación sobre los fundamentos o sobre los principios últimos de ese algo. Y el modelo paradigmático del ejercicio de la razón es la definición, ya que definir es desentrañar los elementos últimos de algo que se nos aparece como compuesto. La definición es una operación de análisis en la que diseccionamos mentalmente el objeto que tenemos ante nosotros. Pero en esta disección mental estamos abocados a encontrar ciertos elementos que ya no son susceptibles de ser objeto de un análisis posterior. Frente a esos elementos el análisis racional tiene que frenar su marcha, al topar con algo que ya no es racionalizable. Ante esta situación cabe establecer que esos objetos no pueden ser conocidos por el sujeto, o, en caso de ser conocidos lo son por un medio irracional. En la primera alternativa tenemos que el último paso de la razón es descubrir elementos irracionales, de modo que el trabajo de la razón da como resultado algo irracional. En la segunda alternativa llegamos a reconocer la insularidad de la razón, rodeada de un mar de irracionalidad que sólo puede ser conocido, si es que puede serlo, recurriendo a instancias irracionales, como pueden ser la intuición, el "sexto sentido" o el sentido común. En cualquier caso, la propia razón nos ha llevado a ponernos ante lo irracional. Y éste es el último paso de la razón: el reconocimiento de que la razón tiene unos límites más allá de los cuales no puede avanzar porque le vienen impuestos por la propia realidad. La creencia en un uso ilimitado de la razón, la creencia de que no hay límites en el uso de la razón, lleva según Ortega, a ir más allá del "justo papel de la razón", cayendo en el pecado filosófico del racionalismo. El racionalismo obedece, pues, a la creencia filosófica de que no hay límite alguno, ni en los objetos ni en la propia razón, al ejercicio de ésta: "Lo que el racionalismo añade al justo ejercicio de la razón es un supuesto caprichoso y una peculiar ceguera. La ceguera consiste en no querer ver las irracionalidades que, como hemos advertido, suscita por todos lados el uso puro de la razón misma. El supuesto arbitrario que caracteriza al racionalismo es creer que las cosas —reales o ideales— se comportan como nuestras ideas. Ésta es la gran confusión, la gran frivolidad de todo racionalismo" ("Ni vitalismo ni racionalismo", III: 277-278).

Así pues, tenemos que Ortega tiene que recriminarle dos vicios al racionalismo, vicios que tienen su origen, en última instancia, en un mismo defecto de perspectiva. Este defecto radica en que los racionalistas no admiten la existencia de zonas de irracionalidad, de zonas de la realidad opacas a la razón, sino que están íntimamente convencidos de que la realidad puede ser aprehendida desde el uso dogmático de la razón. Precisamente porque el racionalista no advierte esta opacidad de ciertas cosas a la razón es por lo que llega a creer que la realidad entera tiene que comportarse en su funcionamiento con la misma trabazón lógica con que se comportan nuestras ideas. Esta ceguera del racionalismo para con lo irracional es consustancial al propio racionalismo, porque éste nace de un acto de fe en la razón y, como todo acto de fe que sea verdadero, tiende a hacer absoluto el objeto de esa fe. El hecho de que la fe en la razón llevase, en determinados momentos históricos, a ciertos hombres a enfrentarse con los que mantenían cualquier otro tipo de fe, no atenta contra esta afirmación orteguiana de que también hay una excesiva fiducia racionalista. Por el contrario, precisamente por su fiducia en la razón es por lo que ciertos racionalistas tuvieron fuerzas para oponerse a otros tipos de fe: "Olvidamos que a la hora de su nacimiento en Grecia y de su renacimiento en el siglo XVI, la razón no era juego de ideas, sino radical y tremenda convicción de que en los pensamientos astronómicos se palpaba inequívocamente un orden absoluto del cosmos, que, a través de la razón física, la naturaleza cósmica disparaba dentro del hombre su formidable secreto trascendente. La razón era, pues, una fe. Por eso, y sólo por eso —no por otros atributos y gracias peculiares—, pudo combatir con la fe religiosa hasta entonces vigente" (Historia como sistema, VI: 46).

Si el racionalismo no hubiese consistido esencialmente en un acto de fe en la razón, análogo al acto de fe del creyente, podría haber encarado la cuestión de lo irracional de una forma crítica; pero, precisamente por sus características de fiducia, el racionalismo hizo de la razón una instancia absoluta desde la que debería ser abarcable toda la realidad, de modo que ésta debería ajustarse a los imperativos de la razón, y no al revés. El descubrimiento producido por un cierto paralelismo entre el orden del universo y nuestros imperativos racionales es lo que dio pie a la extrapolación consistente en la creencia de que en toda la realidad existía ese paralelismo entre nuestros imperativos racionales y ella. De este modo tenemos que, ya en la propia génesis del racionalismo, está contenido el germen de su crítica. Y ese germen es el acto de fe, que es la razón de ser de su propia existencia histórica, pero que no nace de una actitud teorética. Pero la crítica del racionalismo que hace Ortega no debe ser confundida en ningún momento con una descalificación de la propia razón. Cosa que, por otra parte, sería un contrasentido, pues, para poder descalificarla, parece que es necesario servirse de ella. El intento de Ortega será el de desenmascarar lo que de místico hay en el racionalismo, para que el papel de la razón se nos aparezca en todo su esplendor, aunque dentro de sus límites. De ahí que termine su artículo "Ni vitalismo ni racionalismo" con una apología de la razón y una acusación de los defectos del racionalismo: "Precisamente, lo que en el racionalismo hay de antiteórico, de anti-contemplativo, de anti-racional —no es sino el misticismo de la razón—, me lleva a combatirlo donde quiera que lo sospecho, como una actitud arcaica, impropia de la altitud de destinos a que la mente europea ha llegado. Todos esos untuosos o frenéticos gestos de sacerdote que hace el ‘idealismo’; todo ese ‘primado de la razón práctica’ y del ‘deber ser’, repugnará al espíritu sediento de contemplación y afanoso de ágil, sutil, aguda teoría" ("Ni vitalismo ni racionalismo", III: 280).

Es, pues, el misticismo de la razón, la beatería de la razón, que, como todo misticismo y toda beatería, proceden de un acto de fe, lo que hay que poner de manifiesto en el racionalismo para salvar a la propia razón de los excesos racionalistas. Una vez llevada a cabo la crítica del racionalismo y del vitalismo, estamos en condiciones de exponer la doctrina filosófica propia de Ortega: el raciovitalismo. Doctrina que se presenta como un intento de asumir lo que de positivo hay en el vitalismo sin renunciar para ello a lo que de valioso hay en el uso teórico de la razón.

6.4. La solución raciovitalista

Aunque Ortega haya llevado a cabo la crítica de ciertos usos desmesurados de la razón y reclame que se preste una mayor atención al tema de la vida, no deja de reconocer por ello la importancia de las conquistas indiscutibles que el hombre ha hecho desde la razón pura. Es más, la propia reivindicación de una mayor atención a la vida viene promovida desde la teoría y tiene la pretensión de ser, también, una teoría. Esto es lo que hace que Ortega se sienta incómodo cuando se califica de "vitalismo" sin más a su filosofía, pues el término ‘vitalismo’ aparece cargado de connotaciones irracionalistas que él no puede aceptar. Precisamente por ello es por lo que se verá obligado a utilizar en sus obras una serie de distintas expresiones con las que pretende diferenciar su filosofía de cualquier vitalismo de estricta observancia. De ahí que aparezcan en sus escritos expresiones tales como "razón vital" ("Guillermo Dilthey y la idea de la vida", VI: 196) o "razón histórica" (En torno a Galileo, V: 135) o el término ‘raciovitalismo’, que es el que se utilizará aquí preferentemente. Aunque ya se han insinuado algunas de las notas del raciovitalismo orteguiano cuando se ha expuesto la crítica del vitalismo y del racionalismo, ahora es necesario exponer cuáles son las tesis positivamente mantenidas por Ortega y que caracterizan su filosofía. La primera tesis del raciovitalismo orteguiano es una tesis obvia para los no iniciados en filosofía, pero que, tras siglos de racionalismo e idealismo, tras siglos de mantener la primacía de la razón sobre la realidad, se hacía necesario volver a formular. Esta tesis afirma que la realidad, y, dentro de la realidad, la vida como su faceta más significativa, estaba ahí con primacía ontológica anterior a que ningún filósofo diese cuenta de ella. Esto no es volver a un realismo ingenuo y prefilosófico, sino dar cuenta de un hecho que, por obvio, se ha olvidado muy a menudo. El pensamiento viene después y debe abordar esa realidad y esa vida que le son preexistentes. Había que hacer una reflexión tan obvia para poder escapar con bien a las seducciones del racionalismo y del idealismo, porque la pretensión de estas corrientes filosóficas de que no hay realidad si ésta no es conocida por la razón, es tan halagüeña para el gremio filosófico que es difícil renunciar a ella. Por eso, Ortega tiene que mantener lo siguiente: "El hacer filosófico es inseparable de lo que había antes de comenzar él y está unido a ello dialécticamente, tiene su verdad en lo prefilosófico. El error más inveterado ha sido creer que la filosofía necesita descubrir una realidad nueva que sólo bajo su óptica gremial aparece, cuando el carácter de la realidad frente al pensamiento consiste precisamente en estar ya ahí de antemano, en preceder al pensamiento. Y el gran descubrimiento que éste puede hacer es reconocerse como esencialmente secundario y resultado de esa realidad preexistente y no buscada, mejor aún, de que se pretende huir" ("Prólogo para alemanes", VIII: 53)

Si la realidad preexiste al pensamiento y éste es secundario con respecto a aquélla, la tarea de la razón no puede ser pretender rehacer la realidad de acuerdo con los imperativos legales que el pensamiento quiera imponerle, sino la de "dar razón" de aquello que lo precede. El aceptar esta tesis como una tesis racional supone para la razón someterse a una cura de humildad, pues la razón se sitúa en un segundo plano ontológico. De ser el rey absoluto que legisla sobre la realidad, según su libre parecer, la razón pasa a ser un rey constitucional cuyo papel es el de sancionar las leyes que vienen dictadas por los representantes de sus súbditos. Si se me permite la ironía, me atrevería a decir que el papel de la razón es análogo al del rey que aparece en El principito, de A. de Saint-Exupéry, quien sólo daba aquellas órdenes que le constaban que iban a ser obedecidas.

Y, dentro del conjunto de la realidad previa a cualquier reflexión filosófica, el aspecto que más interesa a Ortega investigar es la vida, "la Idea de la Vida como realidad radical" ("Prólogo para alemanes", VIII: 53). Esta expresión refleja con toda exactitud el contenido del raciovitalismo orteguiano, pues reconoce que la vida es la radicalidad para el hombre y, a la vez, mantiene que sobre ella hay que teorizar, hacerse una "Idea", que es su tarea en cuanto filósofo. La vida, en cuanto realidad radical para el hombre, no es cualquier clase de vida, sino la que cumple con una serie de condiciones determinadas. Estas condiciones son las que permiten distinguirla de la noción de vida empleada por los biólogos. Tales condiciones son: 1, que la vida humana es la de cada cual, es la vida personal; 2, que, por ser personal, lleva al hombre a hacer siempre algo en una determinada circunstancia; 3, que la circunstancia nos presenta diversas posibilidades de hacer y de ser que añaden al concepto de vida la nota de la libertad; y 4, que la vida es intransferible, de modo que mi vida es una ineludible responsabilidad mía que no puede ser transferida a ningún otro hombre.

Con ello Ortega introduce el tema de la circunstancialidad en el raciovitalismo, pues la vida, y lo que se haga de ella, está en relación directa con las circunstancias en las que está implantada. Son las circunstancias de la vida humana las que permiten entenderla como realidad radical de la que debe partir toda reflexión filosófica. Hasta tal punto esto es así, que si hay alguna vida que no cumpla con esos requisitos, tal vida no es una realidad radical: "Y ahora noten bien esto: si más adelante nos encontramos con vida nuestra o de otros que no posea estos atributos, quiere decirse, sin duda ni atenuación, que no es vida humana en sentido propio y originario, esto es, vida en cuanto realidad radical, sino que será vida, y si se quiere, vida humana en otro sentido, será otra clase de realidad distinta de aquélla y, además, secundaria, derivada, más o menos problemática" (El hombre y la gente, VII: 114). La radicalidad de la vida para el hombre no es, pues, la de cualquier vida, sino la vida de quien tiene conciencia para dar cuenta y razón de ella. Esto hace que "la vida animal" o "la vida vegetal", que para el biólogo son tan vidas como la vida humana, no tengan cabida, como realidad radical, en la reflexión orteguiana. Esta perspectiva característica de la vida humana plena, que permite al hombre saberse en sus circunstancias, viene proporcionada por el pensamiento. Con la introducción del pensamiento, la vida humana puede distanciarse de cualquier otro tipo de vida, pues el pensamiento es lo que da sentido a la forma propia de obrar del hombre, a la acción; de modo que no puede hablarse tampoco, con propiedad, de acción, sino en la medida en que ésta esté regida por una previa contemplación, por una teoría: "El destino del hombre es, pues, primariamente acción. No vivimos para pensar, sino al revés: pensamos para lograr pervivir. Éste es un punto capital en que, a mi juicio, urge oponerse radicalmente a toda la tradición filosófica y resolverse a negar que el pensamiento, en cualquier sentido suficiente del vocablo, haya sido dado al hombre de una vez para siempre, de suerte que lo encuentra, sin más, a su disposición, como una facultad o potencia perfecta, pronta a ser usada y puesta en ejercicio, como fue dado al pájaro el vuelo y al pez la natación" ("Ensimismamiento y alteración", V: 304).

Dado que el hombre está destinado a actuar, y la forma humana de actuar está regida por el pensamiento, el hombre ha tenido que desarrollar todas las potencialidades de este último para lograr la pervivencia. Precisamente la necesidad del hombre de pensar y su capacidad de ensimismarse ("Ensimismamiento y alteración", V: 303), de retraerse en sí y de distanciarse de las cosas, es la separación radical existente entre la vida humana y cualquier otra clase de vida. Con ello se introduce en la vida la razón, porque el hombre necesita de ella para la pervivencia. Aunque ahora será ya una razón consciente de sus limitaciones y no la razón legisladora universal del racionalismo. El juego dialéctico entre razón y vida será el que permita la caracterización peculiar del raciovitalismo orteguiano.

6.5. El pensamiento como necesidad

Dado que el pensamiento no es un don gratuito que el hombre haya recibido, al modo como ha sido dado al pez el don de la natación y al ave el del vuelo, habrá que pensar que el pensamiento es algo que un homínido ha comenzado a adquirir con grandes esfuerzos en cierto momento evolutivo. Y, al igual que hay que postular un momento en que cierto homínido comenzó a hacerse hombre cuando comenzó a "pensar" las cosas, esto es, a distanciarse de su inmediatez, hay que postular también que esta aparición del pensamiento sobre la faz de la tierra debió tener una causa. La causa de que el hombre se lanzase a conocer no está sólo en que tuviese una facultad, un instrumento que le permitiese el conocimiento, pues no basta con tener un instrumento para decidirse a usarlo. El hombre se decidió a conocer, y una forma de conocimiento es la filosofía también, porque se sintió falto de algo: "El hombre se compone de lo que tiene ‘y de lo que le falta’. Si usa de sus dotes intelectuales en largo y desesperado esfuerzo, no es simplemente porque las tiene, sino, al revés, porque se encuentra menesteroso de algo que le falta, y a fin de conseguirlo moviliza, claro está, los medios que posee. Ni el Dios ni la bestia tienen esa condición. Dios sabe todo, y por eso no conoce. La bestia no sabe nada, y por eso tampoco conoce. Pero el hombre es la insuficiencia viviente el hombre necesita saber, percibe desesperadamente que ignora. Esto es lo que conviene analizar. ¿Por qué al hombre le duele su ignorancia, como podía dolerle un miembro que nunca hubiese tenido?" ("¿Por qué se vuelve a la filosofía?", IV: 109).

El conocimiento nace, pues, de la necesidad, originada a su vez en la tensión entre saber un poco, al menos saber ese poco consistente en que se ignora algo, y reconocer que se ignora mucho. Ni el ser omnisciente, ni los seres que son absolutamente ignaros sienten la necesidad del conocimiento. En el primer caso, porque no hay lugar para la ignorancia; en el segundo, porque la magnitud absoluta de la ignorancia impide vislumbrar el conocimiento. La cuestión de por qué siente el hombre la necesidad de conocer se puede ilustrar recurriendo a un ejemplo de la física. Sabido es que todos los cuerpos contienen alguna cantidad de energía; pero para que pueda haber intercambio de energía es necesario que algunos cuerpos la posean en mayor cantidad que otros. Algo análogo acontece con el conocer humano: para poder conocer es necesario que el hombre se haga consciente "de lo que le falta", descubra que ignora mucho sobre sí mismo y sobre la realidad. Si no existe la tensión entre el saber algo y el reconocimiento de la ignorancia, el conocer no puede tener lugar. El saber absoluto y la absoluta ignorancia se parecen los dos en una cosa: en que son la muerte del conocimiento. Precisamente por ser el conocer humano fruto de una necesidad, la de saber más a cada momento, no puede ser entendido tampoco como algo dado o conseguido de una vez por todas, sino como una labor en continua ampliación. Y esto debe ser así porque, en caso contrario, identificamos lo ya sabido con el saber, y lo sabido se convierte en saber absoluto, con lo que desaparece la tensión dialéctica entre lo sabido y la ignorancia y, con ella, desaparece también el conocer.

El pensamiento y el conocimiento son una conquista, una "adquisición laboriosa, precaria y volátil" ("A la ‘Biblioteca de ideas del siglo XX’", VI: 307), justamente porque nacen de una necesidad. Y por ser conquista laboriosa, precaria y volátil, no es nunca definitiva, sino que es una conquista que tiene que hacer cada hombre y en cada época. Ésa es la tragedia y la grandeza del hombre, el destino del pensamiento de tener que adquirir con esfuerzo lo que necesita saber el hombre sobre sí mismo y sobre las cosas. Por ello Ortega propondrá que la definición dieciochesca del hombre como homo sapiens sea sustituida por la definición del hombre como "homo insciens, insipiens, como hombre ignorante" ("A la ‘Biblioteca de ideas del siglo XX’", VI: 308).

6.6. La multivocidad de las ideas

Una de las formas de manifestarse el pensamiento nacido de la necesidad radical del hombre, la necesidad en la que el hombre se halla, es lo que llamamos ‘ideas’. Las ideas constituyen las coordenadas con las que el hombre se orienta en el mundo y con las que pretende solucionar su necesidad radical y cualquier otra necesidad adventicia de la que tome conciencia. Es más, cuando se quiere entender a otro hombre, sea contemporáneo nuestro o de una época pretérita, lo que hacemos es intentar averiguar sus ideas, su forma particular de orientarse en el mundo y de responder a sus deficiencias. Pero el término ‘idea’ no es un término que goce del privilegio semántico de la univocidad, esto es, que se aplique siempre al mismo objeto mental y en el mismo sentido, sino que, por el contrario, es un término exasperantemente equívoco, pues calificamos de ideas a cosas tan heterogéneas como una doctrina filosófica, una teoría científica o el pensamiento de que fuera de nuestra habitación hay un mundo al que podemos salir a pasearnos. Esta heterogeneidad de las ideas es la que lleva a Ortega a clasificarlas en "ideas" propiamente dichas y "creencias". Las ideas son aquellos pensamientos que construimos y de los que somos conscientes; esto es, las ideas las tenemos y las discutimos porque no nos sentimos totalmente inmersos en ellas. Las creencias, por su parte, son una clase especial de ideas que tenemos tan asumidas que no tenemos ni siquiera necesidad de defenderlas, porque en las creencias vivimos inmersos, son nuestra realidad y como tal realidad las tomamos sin hacernos habitualmente cuestión de ellas. La distinción entre ideas y creencias se puede ilustrar recurriendo al símil de la enfermedad. El primer síntoma de que algún miembro de nuestro cuerpo está enfermo consiste en que comenzamos a sentir ese miembro, nos duele. Cuando el cuerpo entero está sano no solemos pensar en que tenemos un cuerpo, simplemente nos servimos de él. Algo análogo acontece con las creencias. Mientras vivimos en ellas y de ellas no las sentimos, no nos duelen. Y en el preciso instante en que comenzamos a sentirlas, las estamos convirtiendo en ideas, de las que ya no vivimos y por ello necesitamos discutirlas y defenderlas. La distinción entre ideas y creencias es también una ejemplificación de la distinción orteguiana entre vida y razón. Las creencias son nuestra vida, lo dado, la realidad en la que estamos inmersos y de la que partimos. Por su parte, las ideas son equiparables a la razón, con la cual pensamos la realidad que es la vida. Y, al igual que Ortega propugna una armonía entre razón y vida, también será la armonía entre ideas y creencias la que dé razón del modo en que el hombre se enfrenta a la realidad.

6.7. Las creencias

Hemos establecido que las creencias son la realidad intelectual en la que vivimos; contamos con ellas y no sentimos la necesidad de formularlas explícitamente ni defenderlas. Nos encontramos tan confortablemente instalados en nuestras creencias que no nos hacemos cuestión de ellas, como no nos hacemos cuestión de nuestra vida ni de nuestro cuerpo sano. Éstas serán las notas definitorias de las creencias: "Esas ideas que son, de verdad, ‘creencias’ constituyen el continente de nuestra vida y, por ello, no tienen el carácter de contenidos particulares dentro de ésta. Cabe decir que no son ideas que tenemos, sino ideas que somos. Más aún: precisamente porque son creencias radicalísimas se confunden para nosotros con la realidad misma" (Ideas y creencias, V: 384). En contraste con las ideas, que nosotros poseemos, las creencias nos poseen a nosotros, porque nos rodean al modo como lo hace el aire que respiramos. Hasta tal punto estamos impregnados de nuestras creencias, que la carencia de ellas paralizaría nuestra acción, sería nuestra muerte en cuanto hombres como sería nuestra muerte biológica la carencia de aire. Es también una nota característica de las creencias la de haber sido recibidas, la de estar ya ahí antes que nosotros. Precisamente por ser recibidas, por precedernos a los hombres que estamos en ellas, las creencias son compartidas por los miembros de la comunidad humana sin que nadie, o muy pocos, se lleguen a hacer cuestión de ellas.

Ortega ilustra esta seguridad del hombre en sus creencias con un ejemplo sacado de la vida diaria, pero sumamente instructivo: el ejemplo de la decisión de salir de nuestra casa a la calle (Ideas y creencias, V: 386). Cuando, estando en nuestra casa, tomamos la decisión de salir a la calle, no nos hacemos cuestión en absoluto de que haya ninguna razón que nos proporcione seguridad de que la calle va a seguir estando donde estaba, tras el escalón de nuestra puerta. La existencia de la calle es una creencia para quien decide salir a ella, una realidad con la que cuenta, aunque no haya pensado ni un momento en ella. Precisamente porque quien decide salir a la calle no piensa en ella es por lo que la existencia de la calle pertenece al ámbito de las creencias. Si por un momento alguien se hiciera cuestión de que bien pudiera ser que la calle no fuera a estar donde la dejó la última vez que la pisó, entonces la existencia de la calle dejaría de ser una creencia para convertirse en una idea. Con ello, por lo pronto, nuestro acto de salir a la calle debería ser suspendido hasta que tuviésemos el convencimiento de que la calle iba a estar donde estaba; esto es, en el momento en que una creencia deja de serlo, se paraliza la acción. Y esta tarea de hacer pasar de nuestras creencias más íntimas a las ideas ha sido una labor que los filósofos han llevado a cabo a menudo. Por ello los filósofos han sido hombres tremebundos que, inoculando entre los hombres el virus de la duda, han producido la dolencia necesaria para que ellos se diesen cuenta de que estaban en las creencias. En el preciso momento en que nos comienzan a doler nuestras creencias, dolor causado por el virus de la duda sobre ellas, las creencias comienzan a dejar de ser tales para convertirse en ideas. De ahí la ingrata tarea del filósofo, que tiene que llevar a cabo la terapia intelectual de hacer al hombre que sus creencias le duelan. Y de ahí también la ingratitud del hombre al que se le ha separado de sus creencias y al que se le ha tenido que hacer daño para ello; ingratitud que, en algunos casos, de los que es ejemplo eximio el de Sócrates, ha costado la vida al filósofo.

6.8. La duda

Precisamente la inoculación del virus de la duda es la operación terapéutica necesaria para que el hombre, que ha comenzado a perder sus creencias, empiece a ocuparse en conocer, empiece a buscar alguna certeza que ocupe el lugar de las creencias que ha perdido. Y esta operación intelectual que consiste en dudar no es una actitud que el hombre tome desde su ingenuidad natural, como tampoco es natural que se medique cuando está sano. La duda surge cuando se ha perdido la fe en las creencias en las que nos encontrábamos, por los motivos que sean. Puesto que ya no podemos vivir de y en determinadas creencias, porque nos han fallado alguna vez, la duda aparece como la búsqueda de la seguridad perdida: "Si el hombre se ocupa en conocer, si hace ciencia o filosofía, es, sin duda, porque un buen día se encuentra con que está en la duda sobre asuntos que le importan y aspira a estar en lo cierto. Pero es preciso reparar bien en lo que semejante situación implica. Por lo pronto, notamos que no puede ser una situación originaria, quiero decir, que el estar en la duda supone que se ha caído en ella un cierto día. El hombre no puede comenzar por dudar. La duda es algo que pasa de pronto al que antes tenía una fe o creencia, en la cual se hallaba sin más y desde siempre. Ocuparse en conocer no es, pues, una cosa que no esté condicionada por una situación anterior. Quien cree, quien no duda, no moviliza su angustiosa actividad de conocimiento" (Ideas y creencias, V: 407).

Así pues, la duda es la primera actitud reflexiva del hombre que ha dejado de hacer pie en la realidad de una creencia y tiene que buscar la solidez de un nuevo asentamiento sobre el que vivir. Por tanto, la duda es el punto de tránsito entre una certeza y otra, aunque la certeza que abandonamos no sea de la misma especie que la que vamos a adquirir. La primera certeza era una creencia en la que vivíamos, la segunda certeza será una idea que no podrá ser, por lo pronto, una fiducia. Aunque el hombre sigue siempre teniendo alguna creencia, porque no puede vivir sin creencias, desde el momento en que se introduce en él la primera duda, el proceso de conocimiento se dispara y ya no será nunca posible volver a la ingenuidad y a la confortabilidad de las creencias primigenias. Esta labor de zapa de nuestras creencias primigenias es la que hace del filósofo un ser desazonador del cuerpo social. Y dentro del gremio filosófico, es el escéptico el que introduce el mayor grado de inquietud entre los hombres, porque es el que aplica el bisturí de la duda con más profundidad. El escéptico es, pues, el más terrible de los filósofos: "Lo que él [el griego] llamó ‘escépticos’—sképticoi— le eran unos hombres terribles. Terribles no porque ellos ‘no creyesen en nada’ —¡allá ellos!—, sino porque no le dejaban a usted vivir; porque venían a usted y le extirpaban la creencia en las cosas que parecían más seguras, metiendo en la cabeza de usted como buidos aparatos quirúrgicos, una serie de argumentos vigorosos, apretados, de que no había manera de zafarse" (Origen y epílogo de la filosofía, IX: 356).

Si ya el filósofo es un hombre que lleva a cabo sistemáticamente la tarea de sacar al hombre de sus creencias, el escéptico "es el humano berbiquí" (Origen y epílogo de la filosofía, IX: 357) que no deja creencia en pie, que no deja títere intelectual con cabeza, porque lleva la duda sobre nuestras creencias más íntimas a su grado más alto. Y esta adquisición que es la duda, "construcción tan laboriosa como la más compacta filosofía dogmática" (Origen y epílogo de la filosofía, IX: 357), es la que hace que, en el lugar que ocupaban las creencias, el hombre tenga que poner las ideas. De las ideas el hombre no podrá ya vivir y, por ser fruto de la reflexión, tendrá que defenderlas de múltiples modos. La duda es, pues, el lugar de tránsito entre una creencia y una idea.

6.9. Las ideas

Así como las creencias eran nuestra vida misma, vivíamos en ellas sin hacernos problema de ellas, las ideas son pensamientos y, como todo pensamiento, es reflexivo y crítico, esto es, no nos permite vivir en él confortablemente establecidos, sino que está en un continuo hacerse y deshacerse (Ideas y creencias, V: 389). Precisamente porque el pensamiento es fruto de la inestabilidad originada en la duda, la duda estará siempre—activa o latente—en el pensamiento, y las ideas nacidas del pensamiento hay que defenderlas y reformularlas en todo momento; al menos, hasta que se hagan creencias: "De las ideas-ocurrencias —y conste que incluyo en ellas las verdades más rigorosas de la ciencia— podemos decir que las producimos, las sostenemos, las discutimos, las propagamos, combatimos en su pro y hasta somos capaces de morir por ellas. Lo que no podemos es... vivir de ellas" (Ideas y creencias, V: 384).

A primera vista parece paradójica esta afirmación orteguiana de que seamos capaces de morir precisamente por las ideas y no por las creencias. La razón de ello radica en que con las ideas es con lo que podemos hacer cosas, aunque sea morir, mientras que con las creencias no podemos hacer nada porque son ellas las que nos hacen a nosotros, al constituir el suelo vital sobre el que estamos asentados. Y, además, nos arriesgamos a morir por nuestras ideas porque, al ser productos nuestros, nos vemos obligados a defenderlas o a atacar las ideas de otro en más de una ocasión. Por ser las ideas fruto de la reflexión y del afán de conocer originado por la duda, su arraigo no llega a ser tan profundo que podamos vivir de ellas sin tenerlas que defender y reformarlas constantemente. Las ideas son susceptibles de discusión y polémica porque no son la realidad, sino construcciones que el hombre se hace al separarse de la realidad o, como dice Ortega, al ensimismarse. Incluso aquellas ideas que parecen dar mejor cuenta de la realidad son una construcción de nuestra imaginación análoga a las construcciones del poeta. La propia física es una de estas construcciones: "La ciencia física, por ejemplo, es una de estas arquitecturas ideales que el hombre se construye. Algunas de esas ideas físicas están hoy en nosotros actuando como creencias, pero la mayor parte de ellas son para nosotros ciencia—nada más, nada menos. Cuando se habla, pues, del ‘mundo físico’ adviértase que en su mayor porción no lo tomamos como mundo real, sino que es un mundo imaginario o ‘interior’" (Ideas y creencias, V: 402).

En este texto, al hilo de la idea principal que quiere transmitirnos Ortega, la idea de que el mundo que nos presenta la ciencia física no solemos tomarlo como el mundo real, sino como una construcción de la imaginación, aparece deslizada otra. Esta segunda idea consiste en la posibilidad de la inversión dialéctica entre ideas y creencias. Esto es, que nuestras ideas pueden pasar a ser creencias y, viceversa, que nuestras creencias pueden convertirse en ideas. Cuando logramos apartarnos críticamente de las creencias, de las que vivimos, cuando logramos ensimismarnos, éstas pueden ser rechazadas o aceptadas, pero, en cualquier caso, dejan de ser creencias y pasan a ser ideas. Desde el momento mismo en que tomamos distancia de una creencia, para pensarla, ésta deja de ser tal y pasa a ser una idea. Por el contrario, ciertas ideas pueden ser asumidas por un hombre o una época hasta tal punto que dejen de ser ideas, y ese hombre o esa época pueden vivir de ellas, haciéndolas creencias. Ciertas creencias de las que vive una época han sido antes ideas. Quizás un ejemplo preclaro de esto último sea lo que aconteció con la razón. Para el racionalismo cartesiano, la convicción de que la razón nos podía dar cuenta de la realidad era una idea que hubo que defender, y muchas veces a riesgo de la vida. Con el transcurso del tiempo, esta idea se convirtió, a partir del siglo XVIII, en una creencia tan profundamente arraigada en las conciencias europeas que fue necesario volver a distanciarse críticamente de ella; para hacerla otra vez idea susceptible de discusión y reforma. De la creencia en la razón ha vivido la Edad Moderna, como de la creencia en los hados vivieron los romanos. Sentado el hecho de que esta dialéctica entre creencias e ideas se da en la historia, estamos en condiciones de encarar la cuestión de la relación entre el raciovitalismo y la razón histórica.

6.10. Raciovitalismo y razón histórica

La realidad radical para el hombre, que es la vida, de la cual el raciovitalismo quiere dar cabal cuenta, no es simplemente la vida vegetativa ni la sensitiva. La vida, para el hombre, va más allá de esos conceptos biológicos y enlaza con la historia. Precisamente porque el hombre tiene historia es por lo que no se le puede aplicar el mero concepto biológico de vida, y su realidad radical está también en lo que los hombres que lo han precedido le han transmitido. A cada generación sus predecesores le han transmitido una considerable hacienda compuesta de infinidad de ideas y de creencias, de modo que el hombre de cada época no parte de cero, sino que se encuentra con un haber legado por sus antecesores. Esta convicción es la que va a permitir a Ortega definir al hombre como "heredero". Porque somos herederos de un capital de creencias acumulado durante milenios es por lo que se hace imprescindible alcanzar una conciencia histórica y perfeccionarla: "Hemos heredado todos aquellos esfuerzos en forma de creencia que son el capital sobre el que vivimos. La grande y, a la vez, elementalísima averiguación que va a hacer el Occidente en los próximos años, cuando acabe de liquidar la borrachera de insensatez que agarró en el siglo XVIII, es que el hombre es, por encima de todo, heredero. Y esto y no otra cosa es lo que le diferencia radicalmente del animal. Pero tener conciencia de que se es heredero, es tener conciencia histórica" (Ideas y creencias, V: 400).

Establecido que el hombre es destinatario de una herencia a la que no puede renunciar porque, para lo bueno y para lo malo, es un componente de su realidad radical con el que tiene que contar, Ortega profetiza que ese descubrimiento es el que debe terminar con la "borrachera de insensatez" originada en el siglo XVIII. Y esa borrachera no es otra cosa que el mito del robinsonismo, la convicción a que llegó el hombre ilustrado de que, con las luces de la razón, podía vivir una vida nueva sin contar con su historia. Esta convicción, que heredarán los hombres del siglo XIX y de parte del XX también, arraigó tan profundamente en el alma europea que la llevó a creer en la utopía de un hombre nuevo, hecho a sí mismo desde la razón. Esta convicción, que comenzó siendo una idea y terminó haciéndose una creencia, quedó tan profundamente arraigada que fue expresada en ámbitos tan distintos como pueden ser el imperativo categórico kantiano, que olvida las circunstancias de nuestro obrar moral; las diversas revoluciones sociales, que van de la revolución americana a la rusa, y que pretenden hacer una humanidad nueva más allá de la historia—; o el urbanismo geometrizante, que pretende construir ciudades trazadas con una regla frente a las trazadas por la historia. El ser el hombre heredero de la historia de la humanidad es lo que permite establecer su distinción de los animales. Los animales, en cuanto especie, también son herederos de sus antepasados, pero de otro modo. Heredan instintos, que son inmutables y de los que no tienen conciencia; nosotros heredamos creencias, de las que podemos llegar a tener conciencia y que podemos transformar o aniquilar. Y esa conciencia de haber recibido algo es la conciencia reflexiva, que es la conciencia histórica. Pero el hombre no sólo recibe de la historia las creencias positivas, sino que recibe también errores de los que vive y que le son tan provechosos, si sabe apreciarlos como tales errores, como los propios aciertos heredados: "A fuerza de errar se va acotando el área del posible acierto. De aquí la importancia de conservar los errores y esto es la historia. En la existencia individual lo llamamos ‘experiencia de la vida’ y tiene el inconveniente de que es poco aprovechable porque el mismo sujeto tiene que errar primero, para acertar luego, y el luego es, a veces, ya demasiado tarde. Pero en la historia fue un tiempo pasado quien erró y nuestro tiempo quien puede aprovechar la experiencia" (Ideas y creencias, V: 405).

Con este nuevo texto tenemos que, a la realidad radical que la historia nos transmite, en un conglomerado de ideas, hay que añadir un acervo de errores que podemos evitar porque ya han sido ensayados y se han mostrado como tales. Pero, para poder evitar los errores del pasado y no repetirlos, es obvio que hay que tener "conciencia histórica", saber por qué se llegó a errar. Sólo desde ese conocimiento de la historia es posible encarar el futuro con la pretensión de que sea mejor que el pasado. En caso contrario, el futuro será la repetición de los errores del pasado. Y, a la falta de este conocimiento de que el hombre es en su realidad radical más historia que naturaleza la llama Ortega "ingratitud" y "rebarbarización del hombre". Además de eso también lo podría haber llamado "estulticia sublime", pues olvidar la historia sería el mayor y el más peligroso error que el hombre de una época podría transmitir a sus herederos, ya que ese comportamiento antihistórico "adquiere un carácter de suicidio" (Ideas y creencias, V: 399).

 

Pedro José Chamizo Domínguez
Universidad de Málaga
Málaga, junio de 1998

© José Luis Gómez-Martínez
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