Creación y Ley Natural
Por
PASCUAL JORDAN
Catedrático de Física de la Universidad de Hamburgo
Mientras
se creyó que el pensamiento y la investigación científicos iban unidos
inevitablemente al esquema ideológico del materialismo, la relación -por una
parte científica y por otra religiosa- entre el hombre y el mundo debió ser
necesariamente una relación de antagonismo.
Lo que cree y afirma exactamente la interpretación materialista, respecto de
la naturaleza, fue expresado con claridad absoluta en 1748 por Lamettrie, al
definir al hombre como una máquina, o -dicho con un término actual— como
un “robot”. No se trata de otra cosa que de la doctrina de la
predeterminación forzosa e ininterrumpida del acontecer natural. Esta teoría
estaba contenida y expuesta ya en la antigua filosofía del átomo de
Demócrito: posteriormente fue llevada a un perfilamiento claro, transparente
y matemático por la mecánica newtoniana, dentro de la ciencia occidental.
En el ejemplo del sistema planetario, vemos cómo todos los movimientos que
acontecerán en el futuro están predeterminados de un modo inevitable y con
una precisión matemática, no sólo los eclipses de Luna y de Sol pueden ser
preestablecidos matemáticamente, sino que también pueden serlo los menores
detalles en el transcurso de los movimientos de los planetas, los satélites o
los planetoides. Sin embargo este ejemplo, si lo consideramos como modelo de
una idea de toda la naturaleza expresado científicamente, nos permite suponer
que —por lo menos, dentro de una lógica clara— es imaginable que la
naturaleza exista ella sola por sí misma, pudiendo realizar el proceso normal
y lógico de todos sus fenómenos dentro de una predeterminación continuada,
sin tener necesidad de ningún gobierno divino del mundo.
Por su parte, el propio Newton sustentó —de un modo aún más taxativo—
ideas completamente distintas. De hecho, probó matemáticamente que la
mecánica creada por él —incluida su ley de la gravitación— podía
explicar las famosas leyes de Kepler: leyes concebidas por Kepler como
expresión de la armonía de la creación, atribuible al Creador. Tales leyes
—definidas por el genio de Kepler a partir de las medidas astronómicas de
precisión formuladas por Tycho Brahe— pudieron ser concebidas por Newton
como consecuencias matemáticas de las leyes dinámicas de la mecánica: un
planeta expuesto a la atracción del Sol (o un satélite atraído por un
planeta) debe moverse, según las leyes de Newton, formando una elipse
kepleriana.
No obstante, de acuerdo con las leyes de Newton, los planetas se influirían
mutuamente por la atracción de la gravedad. Esto debería conducir a
atracciones de los planetas en sus trayectorias elípticas; y, a pesar de la
pequeñez de estas alteraciones experimentadas de un modo constante, se
llegaría a transformar considerablemente el estado del sistema planetario a
lo largo de muchos años. Sin estar aún en condiciones de calibrar
matemáticamente estos cambios pro ducidos durante tiempos larguísirnos,
Newton creía que conducirían por sí mismos paulatinamente a una
catástrofe: a la destrucción del sistema planetario. De ahí sacó.la
conclusión de que el Creador, mediante una intervención constante —que
corregiría las leyes naturales— debía impedir de continuo la destrucción
y restablecer el orden.
Voltaire, quien dedicó un libro a la tarea de acercar los grandes
descubrimientos de Newton al continente europeo —preocupándose menos de los
detalles de las demostraciones matemáticas que de la interpretación del
contenido filosófico que encerraba la mecánica newtoniana— no estuvo de
acuerdo con esta “recaída” religiosa de Newton, hombre profundamente
religioso. Describió las teorías de Newton como la doctrina de la
autosuficiencia de una naturaleza que subsiste por sí misma, que no necesita
las intervenciones de ningún Creador y que no precisa de ningún punto de
apoyo o campo de acción. Con todo, la filosofía “teísta” de Voltaire
reconoce a un Creador divino: pero le atribuye el papel de simple “relojero”,
creador y organizador del mundo en el pasado, pero que lo abandonó después a
un proceso inevitable de reloj en marcha.
Sólo merced a la profundización matemática de la “mecánica celeste”,
en la época de los grandes matemáticos franceses, se demostró
definitivamente que el sistema planetario puede servir como modelo para esta
radical concepción de una naturaleza que se basta a sí misma: una naturaleza
cerrada, de un modo ininterrumpido y originario, en ella misma. Es cierto que,
en el transcurso de millones de años —y durante millones de
circunvoluciones planetarias— el sistema se transforma, pero lo hace sólo
respecto a la situación espacial de los planos en los que se hallan las
distintas trayectorias elípticas. La extensión y la forma de dichas elipses
se mantienen inalteradas —o entre alteraciones mínimas—. Esta
consecuencia matemática de la mecánica de Newton, demostrada por las
órdenes de colocación, ha apoyado decisivamente la difusión de la idea
siguiente: en realidad la naturaleza, debido a la predeterminación causal e
inevitable de todo acontecer, hace tan inútil como imposible la acción de un
Ordenador Divino que mantenga el mundo en funcionamiento. Otro espíritu
brillante, y famoso representante de la matemática francesa, defendió de un
modo insistente esta idea frente a Napoleón I: Laplace. Intentó también
describir el remoto proceso de la formación del sistema planetario como un
acontecer, acorde con las leyes de la mecánica newtoniana. Napoleón le
preguntó dónde quedaba el Creador en su sistema, contestándole el
matemático con una respuesta que se ha hecho célebre: “Esta hipótesis me
resulta innecesaria”.
La interpretación religiosa de la realidad del mundo opera de un modo muy
distinto. Aunque las ideas mitológico-paganas —que veían la presencia
arbitraria de dioses o semidioses, de demonios o ninfas, en todos los
fenómenos visibles— pertenezcan al pasado cultural, no por ello dejó de
conservarse en el cristianismo la concepción de que el Dios Creador, lejos de
haber limitado su intervención al principio al nacimiento del mundo, afirma
su poder mediante su constante intervención en el acontecer universal. La
idea de unas leyes naturales inevitables sólo alcanzaba una vigencia de
escasas proporciones, exceptuándose el hecho de reconocerse (generalmente sin
ningún intento de interpretación detallada) la regularidad de los fenómenos
cotidianos, para considerar los casos excepcionales (o aparentemente desviados
de lo normal) como “milagros”, en los que se manifestarían designios u
objetivos especiales de la omnipotencia divina. La teología posterior,
tomando ya plenamente en consideración la ley natural, ha admitido
precisamente en la definición de milagro una violación de las leyes que
rigen la naturaleza. El reconocimiento de la posibilidad de los milagros —en
el sentido de tal definición— exige por consiguiente una debilitación del
convencimiento sobre la regularidad de las leyes naturales, debilitación que
contradice radicalmente el espíritu de la ciencia. Por el contrario, la
negación de los milagros de este tipo condujo indefectíblemente a unos
procesos mentales materialistas, que niegan toda providencia divina y que —cuando
ofrecen consecuencias claras— conducen al ateísmo absoluto. El teísmo de
Voltaire no era, en definitiva, sino un débil compromiso.
En los escritos de los más famosos representantes del materialismo
científico del siglo pasado, encontramos una y otra vez la afirmación de que
todo acontecer transcurre “según causas naturales”. Esta forma de
expresarse —polémicamente agudizada en el sentido de negar toda acción “sobrenatural”—
insiste, por parte del positivismo, en lo que Lamettrie había expresado con
mucha mayor rotundidad e insistencia: la convicción de que las leyes
naturales equivalían a una predeterminación causal e inevitable en todo
proceso natural. Esta convicción excluye toda forma de concebir el mundo
religiosamente, no sólo la cristiana. Sin embargo, no niega meramente la
acción divina en el mundo, sino también la libertad humana, la libertad de
la voluntad. Cierto es que se ha intentado —aquí hay que mencionar sobre
todo la filosofía de Kant— convertir lo imposible en aparentemente posible
y lo contradictorio en aparentemente armónico, mediante artificiosas
construcciones filosóficas; se ha querido plantear la afirmación de la
libertad volitiva como algo presuntamente conciliable con el reconocimiento de
la causalidad mecánica y continua, en tanto que base de cualquier
explicación de la Naturaleza. Sin embargo, hoy podemos dejar de lado estos
intentos como algo indignos de ser mencionados en la actualidad. Podemos
eliminarlos porque ahora sabemos que la idea de una predeterminación
ininterrumpida en el acontecer natural no corresponde, en absoluto, a la
realidad captable experimentalmente.
Con ello entramos en el gran tema de la física moderna, la física de los
átomos y de los quanta. En nuestro breve estudio, no intentaremos explicar
por qué la física moderna ha llegado a poner fin a la milenaria creencia de
que las leyes naturales deben tener la forma de nexos causales y continuos.
Una descripción convincente de ello exigiría más espacio del que
disponemos. Nos inclinamos a considerarlo como lo que realmente es: un asunto
concluido, en el que ya no existen incertidumbres. La idea fundamental —considerada
inamovible desde Demócrito— en todas las ciencias naturales, según la cual
el acontecer natural presenta una continuidad causal, ha sido refutada
experimen talmente y sustituida teóricamente mediante algo mejor por los
físicos de nuestro siglo: sustituida por un mejor conocimiento, que nos ha
permitido dar un gran paso hacia la oculta verdad definitiva. Renunciaré a
dar cualquier explicación demasiado breve y apenas comprensible; con todo,
permítaseme decir que he intentado esclarecer a fondo este problema mediante
un libro que, como este artículo, está dedicado a lectores no iniciados en
los secretos de las altas matemáticas y de la física teórica, pero sí
deseosos de comprender el contenido filosófico central de los descubrimientos
modernos (Der Naturwisssenschaffter von der religiosen Frage, Oldenburg I. 0.,
3 Aufl., 1965).
Para nuestro estudio, baste decir que el siglo xx ha descubierto que las leyes
de la naturaleza son pensables también de una forma completamente distinta a
la de la predeterminación causal inevitable; nos referimos a la forma de la
regularidad o de las leyes estadísticas. No es cierto (aunque los antiguos
físicos consideraban una verdad inmutable) que también para los
pequeñísimos átomos rijan leyes del mismo tipo que las que rigen para el
sistema planetario: sino que para los átomos —cuya propiedad fundamental es
(según Max Planck) la de efectuar sus reacciones a saltos— rigen sólo
relaciones estadísticas, que dictan ciertamente prescripciones obligatorias
para un comportamiento medio a grandes colectividades de átomos, pero que
dejan abierto taxativamente un campo de indeterminación para las reacciones
individuales de los propios átomos. La causalidad cerrada sólo se da, por
con siguiente, en el marco de la “macrofísica”; en la “microfísica”
de los átomos, los electrones, etc., reina una libertad relacionable
únicamente con la estadística.
Porque la palabra “libertad” es la que aquí se impone, si queremos
describir de un modo imparcial y sereno lo que realmente ocurre ante nosotros.
No obstante, es preciso un gran esfuerzo si queremos explicar el uso de esta
palabra de un modo exacto, es decir, inequívoco. Empezaremos preguntando
radicalmente si (y cómo) la física, una cien cia en la que se experimenta
con instrumentos y en la que se realizan mediciones, nos puede dar ideas
esclarecedoras sobre el gran tema de la libertad. Evidentemente, la “libertad”
no se puede medir en centímetros, ni en segundos, ni en grados de
temperatura, ni en gramos, ni en voltios, ni en kilovatios. ¿Acaso no
deberíamos considerar que el problema de la libertad queda totalmente fuera
de la perceptibilidad fisica y que, quizás precisamente por ello, se podría
afirmar que queda fuera de la competencia de la investigación física? De
hecho, esta afirmación ha sido sustentada con insistencia por filósofos de
nuestro tiempo (y no pocos); con esta afirmación se ha creído expresar una
idea brillante y liberadora, que puede ofrecernos una salida de las
contradicciones que antes parecían insolubles en el pensamiento científico y
religioso. Los filósofos en cuestión han afirmado con gusto que existe una
“irrelevancia” del conocimiento científico frente a todos los problemas
profundos, preñados de significación universal, de la filosofía e incluso
de la teología. Han propuesto lo siguiente: “¡Dejadnos ser especialistas!
¡Especialistas de la física, de la biología, de la geología, o bien por
otro lado especialistas de la filosofía, de la ética, de la teología! Si
evitamos hablar unos con otros, si negamos u olvidamos que existe cualquier
tipo de relación entre los objetos de nuestros respectivos campos, entonces
no podrán surgir tampoco contradicciones molestas”.
Esta invocación, con vistas a forzar la salida de los problemas más
profundos y difíciles del conocimiento humano prohibiendo reflexionar sobre
ellos, sólo puede satisfacer mientras uno quiera darse por satisfecho con un
especialismo elevado a principio básico de la actividad intelectual. Sin
embargo, la gran misión de nuestro tiempo consiste en seguir la dirección de
una síntesis que se orienta hacia toda la verdad alcanzada por nosotros,
hacia un gran conocimiento totalizante y vario a la par que unitario.
Las contradicciones, las tensiones entre conocimiento científico y fe, no
sólo han constituido el tema central de la historia cultural europea; siguen
siendo un gran tema, en torno al cual gira nuestro pensamiento; y lo son aún
más, cuanto más intentamos alejarlos de nuestra conciencia. Lo decisivo es
que hoy podemos penetrar hasta el fondo de dichos problemas y que podemos
decir algo verdaderamente sustancial sobre ellos: después de que las épocas
pasadas sólo creyeron poder ver la existencia de “antinomias”
aparentemente insolubles. Porque todas las dificultades anejas a este tema se
enraizaban en la “absolutización” injustificada y objetivamente falsa.
Sería totalmente injusto exigir a ultranza que ciertos físicos del siglo
pasado, hubieran dicho: aceptemos experimentalmente que el principio de
causalidad es falso (al modo como los más geniales matemáticos de aquel
tiempo fundaron la geometría no euclidiana al decir: presuponemos que el
axioma de las paralelas es falso). Porque algo semejante no podría entrar en
ninguna consideración: habría superado las posibilidades de cualquier
fantasía humana el hecho de imaginarse unas leyes naturales no causales, sino
funcionando en unas relaciones estadísticas, antes de que los hechos
experimentales hubiesen hecho surgir dichas leyes progresivamente o que las
hubieran hecho visibles gradualmente a los ojos de los físicos. (En realidad,
las leyes de la geometría no euclidiana podrían ser imaginadas ya entonces
por mate máticos tan carentes de prejuicios como un Gauss, un Bolyai, un
Lobatschewski o un Riemann.)
Con todo, si nos atenemos ahora al problema de la libertad, nos será útil
imaginar al principio su contrario, la no libertad. No es libre el hombre que
está atado con ligaduras; pero tampoco son libres (puesto que están atados
con las inevitables ligaduras de la causalidad) una máquina, una maquinaria
de relojería, un sistema planetario. Ciertamente, algunos filósofos han
caído a veces en el juego de ideas (o juego de palabras), de decir, que una
piedra, mientras caía, quería caer. Pero tal interpretación no contiene
evidentemente nada que nos proporcione auténticos conocimientos
suplementarios sobre la piedra y su movimiento de caída. Todo hecho
comprobable respecto a la caída de dicha piedra se nos ofrece ya con
perfección a través del conocimiento de las leyes de Galileo sobre la caída
de los cuerpos: la interpretación adicional de que la piedra quiere caer, no
nos ofrece ningún tipo de información captable.
Así pues, todo acontecer natural establecido causalmente de un modo fijo,
debe ser considerado por nosotros como algo carente de libertad, según se ha
hecho siempre sobre todo lo que es perfectamente inteligible a lo largo de
toda la historia del pensamiento humano: no obstante, si las antiguas ciencias
físico-naturales hubiesen tenido razón con su convencimiento de que no
existe ningún proceso que no esté ligado absolutamente a la causalidad,
entonces hubiera estado garantizada la simple exactitud para la afirmación de
la no existencia de ninguna libertad real; y si hoy sabemos que es inexacta
esta “absolutización” del principio de causalidad, esta interpretación
(conforme con la verdad) es asimismo una interpretación llena de contenido
sobre la existencia de la libertad. Del mismo modo que —al nivel de un
conocimiento únicamente maerofísico de la naturaleza— una interpretación
que afectaba a la libertad (aunque transitoria e inexacta) era la de que todos
los procesos transcurren sin libertad.
La nueva interpretación actual está todavía muy lejos de contener una
afirmación de la libertad: expone simplemente que la refutación de la
libertad intentada por el materialismo ha fracasado. (Los filósofos
idealistas dirían: esto no es nada nuevo para nosotros, porque en cualquier
caso hemos considerado falso el materialismo y no hemos con cedido importancia
a su negación de la libertad. Pero desde una consideración objetiva,
independiente de las querellas entre partidos filosóficos, se diría en lugar
de lo anterior: el materialismo, y especialmente su conjunto de pruebas contra
la libertad, ha sido refutado ahora experimentalmente merced a la prueba
científica de la indeterminación objetivamente dada.) Aunque es fácil
definir la indeterminación microfísica como una libertad de los átomos, no
puede esperarse en absoluto una toma de posición científica sobre el
problema de la libertad que vaya más allá de lo que se ha dicho antes con
precision: no puede esperarse, en particular, mientras sólo investiguemos
objetos físicos y no el hombre vivo. En él podemos por lo demás
adentrarnos, basándonos en el hecho de que la psicología de lo inconsciente
guarda sorprendentes analogías con las leyes más profundas y delicadas de la
física cuántica (de la que la disolución de la causalidad, sustituida por
las leyes estadísticas, es sólo un aspecto parcial).
Sin embargo, en lugar de seguir investigando este aspecto de nuestro problema
(tratado más a fondo en el libro mencionado antes), nos dedicaremos sin temor
a la siguiente cuestión: ¿puede (y cómo) el moderno conocimiento de la
naturaleza, en su inesperada profundidad, decimos algo sobre el problema del
Creador? En este aspecto tenemos que reconocer la existencia de un “problema”,
cuando no nos situamos de un modo inmediato en el punto de vista de los “creyentes”
al no renunciar simplemente a toda comparación entre lo que se nos aparece
como cierto según dicho punto de vista y los resultados del trabajo
investigador.
En el ejemplo de la idea de libertador, hemos visto lo siguiente: la física
no puede realmente demostrar la existencia previa de la libertad en"los
átomos. Sus conceptos —como gramo, segundo, voltio, carga, entropía, etc.—
no son apropiados para hacerse cargo de una cualidad como la libertad. No
obstante (a pesar de las objeciones de algunos filósofos), debemos defender
la tesis de que allí donde existe una relación de causalidad absoluta sólo
puede existir una falta de libertad; será pues evidente que la física podrá
reconocer, claramente, la proyección de la libertad en el plano de la
experiencia física (y en cierto modo, las sombras que proyecta la libertad
sobre dicho plano). Porque si presuponemos que el ente de naturaleza “hombre”
posee una libertad real, resultará inevitablemente la conclusión de que —a
pesar de la existencia de leyes naturales— en la naturaleza deben existir
ciertos márgenes de libertad. Esta consecuencia de una premisa no
inmediatamente demostrable de un modo físico, puede ser demostrada en cambio
físicamente y la prueba da un resultado positivo. El margen de libertad
demostrado se halla ciertamente en la microfísica, no en la macrofísica.
Pero los maravillosos resultados científicos de la biofísica y la biología
molecular nos han demostrado que los organismos vivos —no pertenecientes en
modo alguno a la microfisica, aunque tampoco totalmente a la macrofísica—
quedan implicados, más bien de un modo lógico, en un todo distinto, merced a
su microfísica indeterminada y en su macrofísica determinada.
Así, con respecto al Creador podemos formular —con razón— la pregunta
siguiente: ¿podemos hallar quizás sus huellas, su proyección en algún
sector del conocimiento científico, aunque sea imposible una demostración
inmediata de esta “hipótesis”, como la llamaba Laplace? Este “hallar”
no debe interpretarse en el sentido en que podría hacerlo un creyente
convencido, el cual está dispuesto a considerar todos los fenómenos
naturales (con o sin investigación a fondo) como testimonios de la existencia
del Creador: una actitud humanamente respetable, pero que no puede ser la del
investigador científico de la naturaleza.
Ahora se trata en cambio, de la cuestión siguiente: saber si la premisa de un
Creador permite sacar conclusiones que sean susceptibles de examen
científico.
Como se sabe, los mitos sobre la Creación de todas las religiones plantean la
Creación del mundo como un acontecimiento temporalmente definido y limitado,
que ocurrió en un pasado remoto. La perspicacia de los pensadores teológicos
escolásticos agudizó hace ya muchos siglos esta concepción hasta llegar a
la interpretación de que el tiempo como tal tuvo un principia: de suerte que
“antes” de dicho principio no sólo no existía creación, sino que
tampoco había tiempo; así pues, la palabra “antes” es totalmente
inadecuada en esta aplicación. Los argumentos aducidos entonces para esta
conclusión parecen extraordinariamente modernos a los físicos actuales: por
ejemplo, cuan do se dice que el tiempo sólo puede existir cuando hay
movimientos y procesos o acontecimientos; y éste no puede ser evidentemente
el caso “antes” de la Creación.
La doctrina del principio de los tiempos no puede ser demostrada en modo
alguno por la ciencia. La ciencia de la cosmología, la investigación del
cosmos en su conjunto, se ocupa desde hace mucho en la investigación de este
problema. Aunque hoy no pueda hablarse aún de una decisión ya conseguida,
con todo hay muchas cosas que —en nues tra ciencia sobre el universo—
indican que tuvo lugar un auténtico principio de los tiempos en un pasado
remoto pero mensurable —aproximadamente diez mil millones de años (nuestra
tierra, con una edad probable de unos 4.500 millones de años, tendría casi
la mitad de la edad del tiempo)—. Otros astrónomos actuales, desde una
larga serie de años, están fuertemente impresionados por una teoría
contraria (sin duda fascinante), según la cual el pasado temporal del cosmos
es infinito. Pero los descubrimientos de los últimos años, especialmente en
el campo de la radioastronomía, son apropiados —a juicio de eminentes
especialistas— para reconocer esta “steady state theory” como algo
refutado: así, parece que el reconocimiento de un principio de los tiempos es
la única posibilidad que queda para darnos una idea general, sin
contradicciones, del cosmos y de su evolución. También en esta dirección la
ciencia natural parece confirmar la conclusión, formulada hace siglos, acerca
de la “hipótesis del Creador”.
La evolución filogenética de la vida en la tierra ofrece nuevas ocasiones de
sacar determinadas conclusiones, o por lo menos de formular esperanzas y
suposiciones partiendo de la “hipótesis del Creador”, a fin de someterlas
al examen científico. Evidentemente, podemos suponer —en el sentido de la
“hipótesis”— que en este proceso de la filogenia podría reconocerse,
de un modo claro y decisivo, la proyección del Creador. De hecho, la ciencia
actual sobre las mutaciones y su papel en los desarrollos biológicos nos
proporciona unas bases muy seguras para la moderna refutación de las ideas
favoritas del materialismo, ideas que han delimitado este tema. Desde hace dos
décadas, el autor viene trabajando a fondo cabe el papel de la
indeterminación en la filogenia (incluyendo el principio dé la vida en la
generación espontánea, tan comentada desde Haeckel). Sin embargo, no es
éste el lugar adecuado para repetir in extenso todo lo dicho sobre el tema:
baste decir que toda mutación es un proceso explícitamente indeterminado, un
salta cuántico, de una molécula portadora de elementos hereditarios; y
aunque naturalmente se dan en masa tales mutaciones, que se han repetido
billones de veces en la historia de la tierra, también existen las que se han
producido raras veces —por ser altamente inverosímiles— e incluso
aquellas que no se han producido más que una vez. Una investigación más
detenida indica de modo decisivo que precisamente las mutaciones más
insólitas han sido las realmente definidas en la filogenia, desde la “generación
espontánea” (cuyos aspectos más agudos han sido totalmente pasados por
alto por los materialistas modernos como Oparin) hasta la formación del
hombre a partir de sus antepasados animales.
Si pudiésemos probar que el hombre ha nacido de una mutación especial
(única o insólita) —cosa que hoy no podemos demostrar aún, pero que será
un problema soluble por las ciencias naturales—, habriamos podido probar
todo lo que es reconocible como proyección de la interpretación “Dios
creó el hombre” en el nivel de las ciencias físico- naturales.
Probablemente al proseguir las reflexiones apuntadas, será posible demostrar
de un modo completo que toda la filogenia fue un proceso que en sus pasos
decisivos no ha nacido de una determinación materialística, sino del libre
juego —juego creador— de las mutaciones individuales más insólitas.
A esto hay que añadir, como complemento, otra comprobación que hoy sólo
puede atestiguarse mediante una serie de ejemplos, pero que será asimismo
comprobable de un modo amplio por la investigación futura (y probablemente se
podrá demostrar de un modo completo). Al parecer, cada vez nos, damos cuenta
con mayor claridad de que los pasos más importantes de la evolución
biológica se dieron en época sorprendentemente temprana; de suerte que, por
esta razón, pudo sostenerse la hipótesis de una finalidad del conjunto. Sin
enumerar nuevamente los ejemplos antes mencionados, quiero referirme a dos,
que nos suministra la investigación más reciente. El primero atañe a los
principios de la vida orgánica sobre la tierra: el paleontólogo alemán
Pflug. Por otro lado, surgieron los americanos Barghonor y Schopf, quienes nos
han suministrado la prueba —al parecer concluyente— de que algunas piedras
sudafricanas cuya edad asciende a más de tres mil millones de años contienen
restos de organismos primitivos. Con ello, dichos investigadores prosiguen la
línea de aquellos descubrimientos que —hace ya algún tiempo— condujeron
a localizar los antiquísimos restos de carbono vegetal en Finlandia y
posteriormente a comprobar la existencia de restos de hongos o algas aún más
antiguas (casi dos mil millones de años). Precisamente el hecho —mencionado
más arriba— de que no podamos atribuir el comienzo de la vida a
macroprocesos físico-químicos causales, sino a insólitos y únicos saltos
cuánticos, hace tanto más notable —y digno de reflexión— el que la vida
orgánica parezca precisamente haberse apresurado a nacer tan pronto como
estuvieron dispuestas las condiciones ambientales apropiadas para su posterior
desarrollo, rico en aventuras.
El otro desarrollo reciente de la investigación, que pertenece al tema
tratado aquí, es la certidumbre cada vez mayor —unida principalmente al
nombre de Rust— de que las formas primitivas del hombre son mucho más
antiguas de lo que se creía en la época de la investigación del hombre del
glaciarismo. El hombre se remonta al terciario (los dis cutidos “eolitos”
son, en parte, verdaderas herramientas) y según el propio Rust, la
antigüedad puede ser aún más considerable. Aunque estos hechos nos
demuestran, con mayor claridad que antes, la lentitud de la evolución en las
primeras fases de la historia de la humanidad, por otra parte se acentúa la
impresión de una finalidad en el total desarrollo filogenético.
Tras esta comprobación de un primitivo nacimiento de formas humanas
primigenias, debemos renunciar ciertamente a conservar cualquier definición
del hombre que, para la situación actual, parta de lo más apropiado: el
diferenciarlo de sus parientes zoológicos. Actualmente, el uso del fuego (no
la producción del fuego, desconocida aún por algunas tribus del interior de
África) es común a todos los grupos humanos, por distintos que sean. En
cambio, hace unos millones de años, sólo podía hacerle definible como
hombre el uso de instrumentos y armas; este uso —como ha explicado Rust, con
una claridad convincente— debía mantener la aptitud de la raza humana para
la supervivencia: cuando, con la pérdida de los grandes colmillos, perdió
también la capacidad de morder en la lucha por la vida; y cuando el andar,
sobre dos piernas, hizo que perdiera la capacidad de huir ante el peligro.
Sin que podamos formular una afirmación segura, cada vez se destaca más
claramente la posibilidad de que el principio de la humanidad pudiera
producirse en una mutación de inusitada fuerza transformadora.
En mi libro antes aludido, he intentado obrar con suma precaución ante toda
conclusión filosófica que pudiera extraerse del estado actual de las
ciencias. El objeto de su exposición había de ser la demostración de la
falsedad de la idea materialista sobre la naturaleza, tal como ha resultado de
la vastedad de la investigación moderna en la física, la biología y la
cosmología. Los problemas estudiados en el presente artículo se acercan un
poco más a lo que se puede tratar dentro del diálogo “entre conocimiento y
fe”. Aunque en este campo sean necesarias precauciones aún mayores en los
juicios, estoy seguro de que podemos seguir andando por este camino.
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* Nota de la Dirección de Folia Humanistica. Este artículo del gran fisico
de Hamburgo, P. Jordan, estaba destinado a los números de “La Libertad”,
publicados en 1966.
Gentileza
de http://www.arvo.net/
para la BIBLIOTECA CATÓLICA DIGITAL