Thomas Hobbes

Por José Ocáriz Braña

En Historia sencilla del pensamiento político


Thomas Hobbes nació en 1588, estudió en Oxford, fue tutor durante algún tiempo del que llegaría a ser Carlos II y se vio envuelto en las turbulencias políticas y religiosas que enfrentaron al parlamento con el rey y que culminarían en la guerra civil (1642-1648), ejecución de Carlos 1 (1649), república de Cromwell (1649-1660) y restauración de la monarquía con Carlos II en 1660. Ya antes de la guerra, cuando el parlamento fue adquiriendo más poder, Hobbes tuvo que huir a Francia por haberse enfrentado con él en sus escritos. Volvió a Inglaterra en 1660 y aunque siempre había estado del lado del rey tuvo que retirarse de sus actividades políticas y dedicarse a la producción estrictamente literaria, pues algunas de las cosas que había escrito previamente no eran del agrado de las fuerzas monárquicas. Murió en 1679 ahorrándose, por tanto, tener que contemplar la «Revolución Gloriosa» de 1688, en la que el parlamento aseguró definitivamente su autoridad y sacó a Gran Bretaña de la era absolutista.

Entre los escritos políticos de Thomas Hobbes, el más importante y que recoge lo esencial de su pensamiento es el Leviatán (1651).

Para entender el pensamiento político de Hobbes, y su opción absolutista, es preciso identificar las tres claves que lo determinan; éstas son: su concepción filosófica nominalista, su concepción psicológica mecanicista y su fe en la validez universal de la ciencia positiva. Estas tres claves presuponen y desarrollan un materialismo radical.

Respecto de la filosofía nominalista, baste decir que niega los «universales». Lo bello, lo bueno, lo malo, lo justo, lo injusto, etc., serían, como lo rojo, lo grande, lo frío, etc., simples palabras; por lo tanto, símbolos sin otro contenido que el que convencionalmente quiera dárseles. Es, pues, una filosofía de un relativismo ético absoluto.

En relación con su concepción psicológica, mecanicista, Hobbes considera evidente que: 1) todo hombre, como cualquier otro cuerpo físico, no es más que materia en movimiento, es un mecanismo que no se mueve por finalidades, sino por la férrea ley de la causalidad; 2) esta ley, en el hombre, adopta la forma de un impulso irresistible hacia a felicidad, que para Hobbes se reduce a la maximización del placer y minimización del dolor. En último término, lo que el hombre busca es conservar y acrecentar su vitalidad (principio de conservación), respondiendo con el deseo o la aversión a los estímulos que la afectan positivamente (que producen placer) o negativamente (que producen dolor).

Hobbes distingue, en el hombre, dos tipos de movimientos: los que llama involuntarios (respirar, digerir, etc.) y los voluntarios (andar, hablar, etc.), siendo estos últimos el sustrato del comportamiento humano y, por tanto, de las relaciones sociales y políticas. No hay que pensar, sin embargo, que la voluntariedad sea, para Hobbes, algo relacionado con el concepto de libre albedrío, que sería pura ilusión, sino una forma de respuesta más compleja y elaborada que la de los movimientos involuntarios. Conocer y querer no serían más que movimientos puramente fisiológicos, inducidos en el cerebro por excitaciones externas. La voluntad sería «el último apetito, deliberante», es decir, un instinto cuyo objeto le vendría determinado por la razón; lo querido por la voluntad sería, siempre, el placer máximo, una vez ponderados por la razón los placeres alternativos.

Sentadas estas bases (indiscutibles para Hobbes) y aplicando el método científico se obtendrían unas consecuencias políticas con la misma validez que las deducciones geométricas de Euclides o las astronómicas de Galileo. El entusiasmo por la nueva ciencia, muy generalizado en aquella época y que hoy se calificaría de ingenuo, hacía pensar a Hobbes que el conocimiento científico se caracterizaba por suscitar el consenso y adhesión de la gente y que por tanto se podría romper con los prejuicios y tradiciones del pasado.

Pues bien, de las mencionadas bases de partida, Hobbes deduce dos consecuencias políticas importantes. En primer lugar, lo que él identifica como la variable política fundamental y, en segundo lugar, su teoría del «Contrato Social».

Respecto de lo primero, Hobbes afirma que, aunque pueda existir cierta disparidad en los deseos de los hombres, hay, sin embargo, algo en lo que todos coinciden: en el ansia de poder, ya que éste es el único medio para disfrutar y asegurar el placer. Además, el ansia de poder de todo hombre es insaciable, puesto que no puede asegurarse la continuidad del placer actual sin adquirir más poder, y esto es así porque los que siguieran aumentándolo se erigirían en grave amenaza para los que hubieran desistido de aumentar el suyo.

Respecto de lo segundo, hay que señalar que Hobbes participa de la teoría del Contrato Social, y que en esto le acompañarán otros autores: Locke, Rousseau, etc., siendo ésta una teoría generalizada hasta finales del siglo XVIII. En esencia, la teoría del Contrato Social es una ficción intelectual que le sirve para explicar la necesidad del Estado.

Si lo que mueve a los hombres es el más radical egoísmo, con la consecuencia de búsqueda incesante de mayores cotas de poder, sólo tienen como alternativas la guerra de todos contra todos o establecer un contrato por el que puedan vivir en paz. De este contrato por el que los hombres acuerdan ceder todo su poder a un soberano (individual o colegiado) nace el Estado.

Hobbes denomina «estado de naturaleza» a la situación previa al contrato y que se caracterizaría por unas condiciones de libertad e igualdad absolutas. Libertad absoluta porque sin leyes todo hombre tendría derecho a todo. (Hay que recordar que para Hobbes no existen condicionantes éticos). Igualdad absoluta, porque todos los hombres tienen unas capacidades físicas e intelectuales similares. (Según Hobbes, es la sociedad la que arbitrariamente ha hecho a los hombres desiguales.) Dadas estas circunstancias, Hobbes deduce, como evidente, la guerra de todos contra todos y una vida miserable, atemorizada y corta. El contrato es, pues, una necesidad, una «ley natural», dirá Hobbes, y el Estado tendrá como función exclusiva asegurar la paz.

Hay que destacar que, para Hobbes, ley natural es aquella regla descubierta por la razón por la cual un hombre debe hacer lo que favorece a su vida y evitar lo que va en su detrimento. Altera, pues, el significado tradicional del concepto, y le sustrae cualquier connotación ética.

Puesto que el contrato por el cual los hombres salen del «estado de naturaleza» tiene por objeto la búsqueda de seguridad, la conclusión inmediata es que el gobierno ha de tener el poder suficiente para asegurarla, y dado el impulso radicalmente egoísta de todo hombre hacia el poder, es preciso que el gobierno tenga un poder absoluto; todo el poder debe quedar en sus manos, incluido el de definir el bien y el mal, y los derechos de los ciudadanos serán los que aquél les otorgue. Si, como pretendían los constitucionalistas, los individuos se reservasen algunos derechos, es decir, algún poder, lo primero que harían sería subvertir el Estado y reiniciarían la guerra de todos contra todos. Caso particular de esta absorción por parte del gobierno de todo el poder es su total control de la religión, tanto en lo que se refiere a las costumbres como a los dogmas.

Respecto de la razón por la cual los ciudadanos estarán dispuestos a aceptar el poder absoluto del soberano, la coherencia de Hobbes con sus premisas de partida sigue sin fisuras: para evitar el daño que les ocasionaría la transgresión de la ley. Esto nos vuelve a señalar que para Hobbes no hay más ley que la que tiene detrás un poder coactivo suficiente. La ley natural, en su sentido tradicional, es, pues, para él, pura entelequia.

El absolutismo de Hobbes no debe hacer pensar que propugna un Estado omnipresente en todas las esferas de la vida; por el contrario, considera que, en situaciones normales, debe dejar a los individuos una gran libertad en sus actividades económicas y privadas, lo cual es muy conveniente para que el pueblo no pretenda inmiscuirse en los asuntos de Estado. Por otro lado, aunque, por razones de eficacia, prefiere la forma monárquica de gobierno, precisa que todo su razonamiento es igualmente válido para una forma aristocrática o democrática; lo importante es que exista un poder soberano absoluto.

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©1988 by José OCARIZ BRAÑA.
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