CAPÍTULO XIX

LA EXISTENCIA DE DIOS


1 El sentido de la teología natural

Ninguna ciencia puede limitarse a la descripción y división de su objeto. El conocimiento científico requiere la explicación "etiológica", aquel esclarecimiento que se logra cuando el objeto se nos presenta como determinado por sus causas, originándose o fundamentándose en ellas. Sólo de esta manera -mostrando por qué son- cobran las cosas, para nuestra mente, una certeza plena y radical. En la medida en que la metafísica es un conocimiento científico -y por cierto, el más alto que el hombre puede naturalmente poseer-, debe en lo posible explicarnos su objeto -la entidad- como causada o fundamentada. Lo cual. sería inviable si el: objeto en cuestión fuera, por principio, algo incausado, no susceptible de fundamentación por otro. Pero la idea de entidad no entraña esencialmente y por sí misma la de una falta de causa. Ser se opone a no-ser, no a ser-cáusado. El concepto de ente conviene tanto al efecto como a la causa, y se aplica no sólo a aquella causa a su vez causada, sino también a la que no tuviese en modo alguno índole de efecto. Respecto de esta última entidad, no cabría, claro es, un conocimiento por causas entitativas; pero siempre sería posible en metafísica un doble conocimiento explicativo: por una parte, la explicación, por causalidad entitativa, de aquellos entes que en realidad son causados; por otra, la explicación, por causas cognoscitivas (meramente lógicas), de nuestro conocimiento de la entidad realmente incausada.

Para que la metafísica sea ciencia no es necesario que todo ente sea, en realidad, causado; cosa que, como veremos, es esencialmente imposible. Basta con que si alguno está exento de causa entitativa, nuestra noticia de él esté apoyada por ciertas causas lógicas, meramente cognoscitivas. Este conocimiento etiológico del ente, imprescindible para que la metafísica se constituya como ciencia de una manera cabal, no debe ser confundido, sin embargo, con el estudio de los diversos modos en que la entidad puede ser causa. Tal estudio, verificado en la última parte de la analítica ontológica, es exactamente lo contrario del que ahora se trata de abordar, pues lo que ya interesa no son los varios modos en que pueden ser causa los entes, sino cómo y hasta dónde la entidad pueda ser explicada por causas (entitativas o, en su caso, simplemente explicativas). A este estudio etiológico del ente se aplica el nombre de "teología natural". porque de hecho, y como se verá en este mismo capítulo, hace referencia, desde un punto de vista puramente natural o filosófico, al Ser divino como causa de todas las demás entidades, las cuales se comportan como causas lógicas de nuestro conocimiento de El.

La metafísica trata de Dios -y es así, de algún modo, una teología natural- en la medida en que el Ser divino es aquel ente que pone o fundamenta la realidad de los demás entes.

Deus, θεός, son términos emparentados con el radical θέ, que de nota "poner" o "fundar" (νίθημί). Esta teología natural no es, pues, una ciencia filosófica, un todo con verdadera significación propia, sino únicamente una parte de la metafísica: la que hace posible que el conocimiento filosófico del ente en tanto que ente sea científico de una manera estricta y rigurosa. El conocimiento que de Dios nos proporciona es el del Ser que fundamenta a los demás entes.

Pero este conocimiento no se refiere 'a la entidad divina en sí misma y de suyo, en su ser absoluto; sino que la toma en una dimensión relativa, en su aspecto de causa de todo lo demás. De ahí que, en rigor, la teología natural, como parte integrante y capital del saber metafísico, más que un conocimiento de Dios, lo sea de las criaturas; de la misma manera que el conocimiento de una cosa como causa de otra es más una explicación de la segunda que no una auténtica aprehensión de la primera según su entidad propia y absoluta. En definitiva, la teología natural o metafísica teológica constituye, sin duda, un cierto conocimiento del Ser enteramente absoluto, mas no un conocimiento de lo enteramente absoluto de ese mismo Ser.

Como ya se aclaró en su momento, es la teología de la fe lo que hace posible que de alguna manera penetremos en la intimidad divina. Pero ello ocurre en la medida en que esta teología supone la Revelación, es decir, no como consecuencia de un descubrimiento realizado por el simple poder de la razón humana, sino merced a una confidencia que Dios mismo ha hecho al hombre, entreabriendo el misterio de su inescrutable profundidad. Esta, en cambio, se halla enteramente oculta para el hombre carente del especial socorro que es la fe. La teología natural es el vértice, la situación límite de nuestro entendimiento; por eso mismo, al llevarle a su máxima tensión, nos descubre también nuestra incapacidad fundamental y más grave: una ignorancia naturalmente invencible, porque es la medida misma de la finitud de nuestro ser. La teología natural, en tanto que es un conocimiento de Dios como suprema causa, constituye el más alto nivel de la sabiduría humana; mas por no penetrar en la intimidad divina, por quedarse enteramente fuera o al margen de ella, es el más precario de los conocimientos que de Dios son posibles aun para el mismo hombre. Hállase por debajo, no sólo de la visión beatífica y de la experiencia mística, sino también de la teología de la fe e incluso de la fe.

Como la metafísica no alcanza a Dios sino a título de fundamento o causa primera de los entes finitos, o sea, simplemente, por ahondar y cumplir la explicación de estos, el orden de su proceso es, por así decirlo, ascendente: va de las criaturas al Creador, de los efectos a su suprema causa. De aquí también una diferencia importante entre la teología natural y la de la fe. Para esta otra especie de teología, el proceso adecuado es el inverso: partiendo de Dios mismo, de lo que El nos ha dicho de Sí, desciende a las criaturas y las ilumina con destellos que nuestro entendimiento por sí solo nunca podrá arrancarles. He aquí un texto de SANTO TOMÁS, maestro en ambas especies de teologías: "(pues) en la doctrina de la filosofía, que considera a las criaturas en sí mismas y lleva desde ellas al conocimiento de Dios, la consideración inicial es la de las criaturas, y la de Dios la última. Por el contrario, en la doctrina de la fe, que no considera a las criaturas sino en función de Dios, la consideración primaria es la de Dios y la última la de las criaturas; de ahí que sea más perfecta, por ser más semejante al conocimiento que de Sí mismo tiene Dios, quien, al conocerse a Sí propio, intuye los demás entes".

El desarrollo de la teología natural como última parte de la metafísica comprenderá dos capítulos: el uno referente a la existencia de Dios y el otro a su esencia y atributos. Antes de abordar estos dos temas conviene, sin embargo, establecer algunas precisiones acerca de su sentido respectivo. El estudio de la existencia de Dios no pretende otra cosa sino la prueba de la validez de la proposición "Dios existe". Y por lo que atañe al tema referente a la esencia divina, fácilmente se advierte –después de lo que se ha expuesto sobre el sentido de la teología natural en contraposición al de la teología de la fe- que no se trata -de la esencia íntima del Ser divino, sino tan sólo de lo que podemos saber sobre este Ser en tanto que causa o fundamento de las demás entidades.

Dentro del primer tema, dos actitudes son, en principio, posibles: la de considerar que la proposición "Dios existe" no necesita de prueba alguna, por tratarse de algo enteramente evidente, o la de pensar, por el contrario, en la necesidad de demostrarla. El desarrollo y critica de las teorías que corresponden a la primera actitud es el objetivo del epígrafe que sigue. Pero aun en el caso de una demostración de la existencia de Dios, cabe preguntar a qué especie de pruebas debemos atenernos, si no es que todas ellas sean posibles. Dada la distinción, establecida en Lógica, entre las demostraciones a priori, a simultaneo y a posteriori, basta con lo que ya se ha dicho anteriormente para excluir la posibilidad de las del primer tipo. La demostración ce priori es la que prueba una cosa por su causa entitativa, que es realmente anterior al efecto; y lo que se trata de demostrar es, justamente, la existencia de un Ser absoluto, carente de toda causa real. Una demostración apriorística de un Ser incausado sería, en una palabra, un puro absurdo. De aquí que los otros epígrafes de este mismo capítulo se ocupen sólo, respectivamente, de la prueba a simultaneo (también denominada, por las razones que oportunamente se mencionarán, argumento "ontológico") y de las pruebas a posteriori.

2 Carácter subjetivamente mediato de la proposición "Dios existe"

Considerada en sí misma, la proposición "Dios existe" es inmediata, puesto que significa la existencia de una entidad incausada. Decir que esa proposición es mediata en sí misma no significa sino afirmar que Dios existe por virtud de algo que le ha conferido la existencia; pero en tal caso sería preciso admitir el absurdo de que un Ser incausado tuviese causa. Si por Dios entendemos algo que es por sí mismo, la proposición "Dios existe" no puede ser, de suyo, sino una proposición inmediata.

De ello no se sigue, sin embargo, que la existencia de Dios sea también inmediata en el plano de nuestro conocimiento. En principio, es posible que una proposición inmediata en sí misma sea, en cambio, mediata para el hombre. No hay en ello ninguna contradicción. Basta con distinguir entre causa entitativa y causa lógica o meramente explicativa. La afirmación de que el Ser divino no puede tener causa entitativa es perfectamente compatible con el hecho de que el conocimiento humano de ese Ser tenga, en cambio, una causa explicativa. O lo que es lo mismo: nuestro conocimiento de un Ser absoluto puede ser mediato, derivado. La distinción entre lo objetivo y lo subjetivo es lo que permite deshacer el equívoco. Por tanto, dado que una proposición puede ser objetivamente inmediata y, sin embargo, subjetivamente mediata, cabe preguntarse qué es lo que acontece, en el segundo sentido, con la proposición "Dios existe". ¿Se trata de algo evidente para el hombre o constituye, por el contrario, una afirmación que este tiene que probar?

Es claro que, si el hombre dispusiera de una intuición de Dios, no le haría falta ninguna prueba de El. Sólo se prueba lo que no está patente, inmediato, a nuestro conocimiento; y de un modo reciproco, sólo están dispensadas de demostración las proposiciones enteramente inmediatas, es decir, aquellas en que la relación entre el predicado y el sujeto no sólo carece de medio entitativo, sino también de medio explicativo o lógico. La proposición "Dios existe" no necesitaría demostración si poseyéramos una intuición del Ser divino. Esta intuición ha sido afirmada desde distintas posiciones filosóficas, que pueden ser reunidas en torno al "ontologismo", teoría según la cual lo primero en el orden del ser es también lo primero en el orden del conocer, de suerte que siendo Dios el primer ente, debe ser también lo que inmediata y primariamente entendamos (primum ens, primum cognitum). Lo esencial de esta posición es el mantenimiento de la existencia de una intuición de Dios por el entendimiento humano, sin necesidad de que este sea elevado por encima de su capacidad natural. El término "ontologismo" alude especialmente a la mencionada ecuación entre el orden del ser y el orden del conocer, por lo cual no se pueden llamar ontologistas sino aquellas doctrinas que mantienen un paralelismo semejante; pero al lado de ellas pueden ser estudiadas, sin embargo, todas las que propugnan la existencia de una intuición humana, puramente natural, del Ser divino, pues si no todas reclaman expresamente la simetría del orden óntico y el orden lógico, sin embargo convienen entre sí por considerar al Ser divino como algo aprehendido por el hombre sin que haya de mediar nada, ni natural ni sobrenatural.

Entre las concepciones que pueden encuadrarse plenamente en la teoría del ontologismo se halla la que sustenta MALEBRANCHE acerca de nuestra idea de lo Infinito y, en general, de todas las ideas universales de que el hombre es capaz. La idea de lo Infinito no puede ser obtenida de las cosas finitas que conocemos. Tampoco puede ser algo producido por el hombre, que es asimismo finito. Por consiguiente, no siendo extraída ni producida por el hombre, no cabe más sino que este la capte directamente. Poseer la idea de lo Infinito es, pura y simplemente, ver a Dios con los ojos del espíritu: aprehender de una manera inmediata la presencia de algo irreductible a la finitud de nuestro ser y a la de todos los seres creados. No se sigue de ello que captemos la esencia divina de una manera exhaustiva, pero se afirma indudablemente que conocemos a Dios -siquiera no sea más que de una manera imperfecta- por una intuición intelectual, sin que nada se llegue a interponer entre El y nosotros cuando pensamos en lo Infinito. "No te niego que se vea la sustancia de Dios en Sí mismo. Se la ve en sí misma, en el sentido de que no se la ve por alguna cosa que la represente. Pero no se la ve en sí misma en el sentido de que se alcance su simplicidad y se descubran sus perfecciones".

Y no sólo la idea de lo Infinito; toda idea universal implica la captación intuitiva de Dios por el hombre, porque la infinitud que toda idea universal posee, precisamente en cuanto universal, no puede haberle sido dada por el hombre, que es un ente finito. "Es verdad que puedes pensar en el dolor en general, pero nunca podrías ser modificado más que por un dolor particular. Y si puedes pensar en el dolor en general, es que puedes unir la generalidad a todas las cosas. Pero insisto en que no podrías sacar de tu fondo esta idea de la generalidad; tiene demasiada realidad y es preciso que lo Infinito te la suministre de su abundancia". En suma, la idea de lo Infinito, y todo lo que de ella participa de alguna manera, proclaman la existencia de una intuición humana de la Divinidad; de modo que toda nuestra vida intelectiva pende de la aprehensión de Dios como de su primer motivo y fundamento, como de aquello sin lo cual no es posible que captemos objetos universales y necesarios.

Esta teoría adolece de un defecto esencial en su mismo punto de partida. No es cierto que el hombre no pueda formar la idea de lo Infinito partiendo de entes finitos. De estos entes se puede obtener la idea de finitud, y por negación . de toda finitud se obtiene, a su vez, la idea de lo Infinito, que no es, para nuestro modo de concebir, una idea positiva, sino un concepto negativo, aunque con él podamos aludir a un verdadero ser. Captamos lo Infinito como lo que carece de toda finitud, y tanto la carencia como la finitud son, en tanto que ideas, algo que nuestro entendimiento abstrae de entes finitos o determinados. A esta argumentación sólo cabría responder, desde el punto de vista de la misma teoría que estamos criticando, con la objeción de que la carencia de toda finitud implica una idea general = "toda finitud"-, y, por tanto, como toda idea general, supone, según se dijo antes, la idea de lo Infinito, es decir, precisamente lo mismo que se trata de explicar.

Pero tampoco esta objeción es válida. No es cierto que el dolor en general sea una idea formada uniendo la idea de la generalidad a un dolor particular. El concepto general de dolor no se obtiene añadiendo, sino quitando algo a los dolores concretos; a saber: prescindiendo de su concreción. Ninguna idea universal puede formarse añadiendo la universalidad a una cosa concreta, sencillamente porque es imposible que algo sea, a la vez, concreto y universal. A ningún hombre determinado puede añadírsele la universalidad; lo único que cabe es substraerle -en el pensamiento- su determinación. Y lo que entonces resulta es la idea indeterminada de hombre, no la idea de un hombre que no tenga término. Del mismo modo, la idea general de finitud no se forma añadiendo la universalidad a una finitud concreta, sino quitándole su concreción, y así se obtiene la idea de finitud en general, que es el concepto indeterminado de la finitud, no el concepto imposible de una finitud que no tuviese término.

Otra de las teorías que mantienen la concepción del ontologismo es la de GIOBERTI, precisamente el inventor del término con que se las designa. El proceso que lleva a este filósofo a intentar demostrar, no la existencia de Dios, sino la de una intuición humana de El, es el siguientes. La idea de ser es enteramente primaria; cualquier otra idea implica la del ser, por constituir una restricción o determinación de esta; pero el ser se presenta como algo a lo que de ninguna manera puede convenir el no ser: el pensamiento de que el ser no es, constituiría un absurdo. En la medida, por tanto, en que se opone al no-ser, el ser es necesariamente. Y, en consecuencia, la idea del ser es la captación de lo Necesario, es decir, una intuición de Dios. Es el Ser absoluto lo que se nos presenta de una manera directa en la idea primaria del ser, enteramente imprescindible para toda intelección. Y sobre esta fundamental necesidad del ser se apoya todo el orden de las verdades que se manifiestan en los conocimientos científicos.

Hay en la base de esta teoría una afirmación que puede mantenerse rectamente. No cabe duda de que la idea del ser -o para hablar de un modo más exacto, la del ente- se halla supuesta, implícita, en todas nuestras ideas. El objeto formal del entendimiento, de todo entendimiento, es el ente. También es cierto que el ente se opone al no-ente. Pero ello no significa que sean idénticas estas dos ideas: "ente" y "ente necesario". También lo que es contingente se opone al no-ser, y no por ello puede decirse que sea necesaria su entidad. La idea indeterminada de ente no es la idea de un ente sin término posible, sino algo que conviene tanto a aquello que es de un modo contingente, como a lo que es de un modo necesario. Entidad se opone a nihilidad, no a contingencia.

Y lo mismo precisa decir frente a la teoría de ROSMINI, para quien el ser, objeto primario del entendimiento, si no se identifica por completo a la entidad divina, tiene la misma esencia que ella. "En el ser que prescinde de la criaturas y de Dios, o sea, en el ser indeterminado, y en Dios, el ser, no indeterminado, sino absoluto, hay la misma esencia". Pero esto es confundir la indeterminación del ente en general con la Infinitud divina, pues la idea del ente común, o sea, del que se predica tanto del ser finito como del Ser Infinito, es la idea indeterminada del ser, que no excluye, por tanto, la finitud ni la contingencia, mientras que la idea de un ser realmente infinito excluye necesariamente toda contingencia y toda finitud. Es cierto que el ente común y el ente divino coinciden en algo. Ninguno de ellos es un determinado ente finito. Pero la manera en que el ente común no es ningún ente finito determinado, y la manera en que tampoco lo es el ente infinito, no son iguales. El ente común es indiferente a la finitud y la infinitud: el ente infinito excluye, por esencia, la primera.

Convienen con el ontologismo en admitir una intuición natural del Ser divino todas las teorías que afirman la existencia de una aprehensión experimental de Dios por el hombre, sin necesidad de que este exceda su propia capacidad. Pero la captación de Dios, que tales teorías proponen, ya no es intelectiva, sino precisamente una "experiencia" extralógica, supraintelectual. Tal es la dirección en que se sitúan: THOMASSIN, que habla de un tacto y como sabor de lo divino; JACOBI, para quien Dios y los objetos suprasensibles son alcanzados por un sentimiento superior, especie de fe efectiva que la razón no puede legitimar; SCHLEIERMACHER, que considera a la experiencia religiosa como el sentimiento de la dependencia del hombre respecto de algo infinito, subyacente a todo cuanto existe; GRATRY, cuya teoría de la certeza se fundamenta en la posesión por el hombre de un "sentido divino" por el que el alma, profundizando en sí hasta lo más íntimo, experimenta su entrañable contacto con Dios, fuente y garantía de todo conocimiento; M. SCHELER, que mantiene la existencia de una intuición emocional de Dios como Valor; y algunos "filósofos de la existencia", como L. LAVELLE y G. MARCEL, mantenedores de la captación humana de Dios en un acto de fe que compromete la totalidad del ser humano.

Es indudable que algunos de los elementos -muy valiosos, en ocasiones- con que estas teorías caracterizan la experiencia natural de lo divino están tomados a los testimonios de los místicos, cuyo lenguaje reproducen a veces con manifiesta fidelidad; o se limitan a describir vivencias religiosas que suponen la fe sobrenatural; o bien se basan en ciertas emociones que acompañan de hecho a la aprehensión confusa -lo que no es lo mismo que extralógica- de los motivos que inducen a la afirmación del Ser Supremo, del que depende nuestro propio ser, La vivencia de nuestra finitud no se halla desprovista, cuando es lúcida y honda, de una cierta tensión emocional. Y puede ocurrir que esta vivencia nos lleve a la intuición, no suficientemente analizada y clara, de una entidad infinita. Pero la emoción o el sentimiento no es lo que aprehende a esta entidad: limítase a acompañar nuestra vislumbre de ella, de la misma manera que antes tonalizaba a la vivencia de la finitud del ser humano.

El hombre no posee capacidad para intuir naturalmente a Dios, por no haber proporción entre el Ser de Este y nuestro propio ser. El alma humana es forma sustancial de un ser corpóreo. El mismo entendimiento, en cuanto potencia de este alma, no posee otro objeto formal adecuado -quiere decirse: congruente, nivelado con su carácter de facultad de un alma unida a un cuerpo- que las esencias mentalmente abstraídas de las cosas corpóreas, sensibles. Si puede remontarse por encima de ellas, no es de un modo inmediato y positivo, conociendo directamente el ser de lo incorpóreo, sino de una manera mediata y negativa, por el procedimiento de retener lo común a lo sensible y a lo insensible y de prescindir de aquello que pertenece exclusivamente a lo primero. Tal captación de lo suprasensible no es más que un conocimiento puramente analógico. Por medio de él no se conoce positivamente sino lo que es común a lo sensible y a lo suprasensible, pues aquello que de una manera propia y específica conviene a lo segundo sólo es alcanzado de un modo negativo, no sabiendo lo que es, sino sabiendo lo que no es.

Mas si el hombre carece de la capacidad de intuir naturalmente a Dios, no le queda otra forma de llegar a saber que Dios existe sino la que se alcanza por medio de una demostración. Si esta es posible, la existencia de Dios, aunque inmediata en sí misma en tanto que incausada por ningún otro ente, será, no obstante, mediata en nuestro modo de llegar a conocerla: o lo que es lo mismo: nuestro conocimiento de la existencia de Dios será algo inferido, derivado, a partir de una causa o principio lógico -las premisas de la demostración-, aunque esa misma existencia no sea el efecto de ninguna causa real, sino algo inmediata y necesariamente identificado a la esencia divina. En suma, la proposición "Dios existe", objetivamente inmediata, será, en cambio, mediata subjetivamente.

3. El argumento ontológico

La existencia de Dios no puede ser demostrada a priori, pues, como ya se dijo, la demostración apriorística es la que prueba una cosa por algo realmente previo a ella, o sea, por alguna causa entitativa, y lo que aquí se intenta demostrar no es la existencia de ningún efecto, sino precisamente la de un Ser que causa y fundamenta a todos los demás seres. No quedan, pues, más posibilidades de intentar demostrar la existencia de Dios sino las pruebas a simultaneo y a posteriori. Una demostración a simultaneo de la existencia de Dios es, por principio, la que no parte de algo posterior al Ser divino ni de algo previo a él. Debe ser, por lo mismo, una prueba fundamentada sólo en la esencia del ser que se pretende demostrar, esto es, en la idea de Dios, admitida a título hipotético. A esta demostración del Ser divino se la designa frecuentemente con el nombre de "argumento ontológico", por pretender pasar de un mero concepto a la afirmación de un ser.

El argumento ontológico ha revestido diversas formas. SAN ANSELMO propone la siguiente: Quien negara que existe el "ser mayor que el cual nada cabe pensar", tendría a este ser como existente al menos en su entendimiento (de lo contrario, nada podría pensar de él, ni su existencia ni su inexistencia real). Ahora bien, aquello mayor que lo cual nada cabe pensar no puede ser tan sólo en el entendimiento, pues si únicamente fuese en este, cabría pensar en algo todavía mayor, por existir no sólo en el entendimiento, sino también en la realidad; pero en tal caso aquello mayor que lo cual nada cabe pensar, seria y no sería, al mismo tiempo, aquello mayor que lo cual no cabe pensar nada. Por consiguiente, es indudable que aquello cuyo mayor no puede ser pensado existe no sólo en el entendimiento, sino en la realidad también. Este argumento fue combatido, viviendo aún su autor, por GAUNILON, quien afirma que, por el mismo ilegítimo tránsito de la existencia en el pensamiento a la existencia en la realidad, podría también probarse la existencia de las Islas Afortunadas. El propio SAN ANSELMO respondió a este ataque negando, en general, la paridad entre la idea de Dios y las demás ideas, y más particularmente sosteniendo que el concepto de la "isla perfecta" carece de sentido, como intrínsecamente contradictorio.

SANTO TOMÁS rechaza explícitamente la validez del argumento anselmiano, al cual opone dos objeciones fundamentales. Consiste la primera en mostrar que no todos entienden por Dios el ser mayor que el cual nada cabe pensar. Y la segunda estriba en que, aun admitiendo como significado de este término el que aparece en la argumentación anselmiana, la existencia real de aquello cuyo mayor no puede ser pensado no se sigue de su mera existencia en el entendimiento, ya que pensar en algo mayor que cualquier cosa dada (en la realidad o en el entendimiento) sólo es imposible para el que concede la existencia real de algo cuyo mayor no puede ser pensado. Quien niega que realmente exista "aquello cuyo mayor no se puede pensar", entiende que siempre puede pensarse en algo mayor que cualquier objeto dado, es decir, no pone límite a la posibilidad de pensar cada vez en algo mayor; no incurre, pues, en ninguna contradicción, porque para ello sería preciso que hubiera admitido previamente lo mismo que niega, y lo único que ha admitido es la existencia en el entendimiento, no en la realidad, de aquello cuyo mayor es impensable.

Desde un punto de vista psicológico, SANTO Tomás explica en general por un doble motivo el error de los que creen impensable la inexistencia de Dios. En primer lugar, la costumbre, sobre todo si está muy arraigada, llega a obtener la fuerza de algo natural; y así, para el que está acostumbrado a oír y a invocar el nombre de Dios, la existencia del Ser Supremo se hace algo tan familiar como si de hecho fuera enteramente evidente. En segundo lugar, el no distinguir entre lo inmediato en sí mismo y lo inmediato para el hombre, hace que lo que en concreto se presenta como teniendo la índole de lo primero, sea tomado como si poseyera también la de lo segundo. Considerada en sí misma, la proposición "Dios existe" es inmediatamente evidente (en sentido objetivo) en tanto que Dios no es causado en su existencia, de suerte que no tiene el existir como distinto de su propia esencia. Pero lo que esta íntimamente sea permanece desconocido para el hombre, y por consiguiente, no podemos saber la existencia de Dios valiéndonos sólo de la idea de este Ser y de la de existencia; de la misma manera que, aunque es objetivamente cierto que el todo excede a la parte, esta verdad debe quedar oculta para aquel ser que ignore la misma idea de "todo".

El argumento ontológico aparece también en DESCARTES, cuya formulación difiere de la anselmiana por partir del criterio de las ideas claras y distintas. He aquí un texto en el que se resume lo esencial del argumento cartesiano y se aprecia, a la vez, su diferencia con el anterior: "Lo que clara y distintamente entendemos que pertenece a la verdadera naturaleza, esencia o forma de una cosa puede ser con verdad afirmado de esta cosa; pero después de haber investigado diligentemente qué sea Dios, entendemos que a su verdadera e inmutable naturaleza pertenece el que exista; por consiguiente, podemos afirmar que Dios existe". Este argumento pende, en primer lugar, según su propio autor, de la validez del criterio de las ideas claras y distintas. Pero la aplicación de este criterio en la prueba de Dios constituye un círculo vicioso, puesto que -como ya se expuso- la existencia de Dios es, para el pensador francés lo que en último término garantiza la validez de dicho criterio. Por otra parte, el núcleo esencial de la prueba cartesiana es la necesaria pertenencia del "existir" a la idea del "Ser Perfecto". ¿Cómo se constituiría la idea de un Ser Perfecto -entiéndase: la de un ser que no tiene ninguna imperfección, al que nada le falta- si no se incluyese en este la existencia? Otras ideas pueden presentarse como relativas o cosas meramente posibles; pero la idea de Dios, como representativa de un ente absolutamente perfecto, no puede excluir la de la existencia de este mismo ser, y, en consecuencia, es preciso afirmar que Dios existe. Tal es el modo en que la argumentación cartesiana se desenvuelve, dentro de un ámbito puramente conceptual o ideal.

Es indudable que la idea del Ser Perfecto incluye la de la existencia. Mas no es lo mismo la existencia real que la simple idea de existencia. La idea del Ser Perfecto envuelve la idea de la existencia de este ser, pero no la existencia real del mismo. También aquí puede decirse aquello de que "de un gancho pintado no se puede colgar más que una cadena pintada". Y no vale el recurso de decir que la existencia en cuestión no es contingente, sino necesaria; pues aunque esto es verdad, lo que conviene necesariamente a la idea del Ser Perfecto no es la real existencia necesaria, sino la idea de ella. El Ser Perfecto no puede ser concebido como inexistente. Tiene que ser concebido como existiendo necesariamente; pero esto no es lo mismo que juzgar que existe el Ser Perfecto. Lo único que se sigue de la idea del Ser Perfecto es que si tal ser existe, existe necesariamente, lo cual no prueba que realmente exista.

Otra variante del argumento ontológico es la presentada por WOLFF y LEMNIZ, el segundo de los cuales lo esquematiza en esta proposición: "Si el Ser Necesario es posible, existe." Lo que interesa entonces es demostrar la posibilidad misma del Ser Necesario, puesto que si ella se prueba se seguirá necesariamente la existencia de este ser. Antes de examinar las razones que la teoría leibniziana ofrece para la posibilidad del Ser Necesario, precisa, sin embargo, señalar por qué esta teoría admite la -conexión entre la posibilidad y la existencia del mismo. El fundamento de esta conexión estriba en que la posibilidad de un Ser Necesario no es igual que la de cualquier otro ser. La de algo no necesario puede quedarse en pura posibilidad; pero la del Ser Necesario -o sea, la posibilidad de un ser que no puede no ser tiene que estar siempre actualizada, ya que si alguna vez no 10 estuviese, sería la posibilidad de un ser no necesario. Por lo que toca a la demostración del Ser Necesario, el procedimiento leibniziano consiste en señalar que "nada puede impedir la posibilidad de lo que no tiene ningún límite, ninguna negación y, por consiguiente, ninguna contradicción". En suma: no siendo contradictorio, es posible, y si es posible como Ser Necesario, existe.

El defecto de esta argumentación no está en el hecho de establecer una conexión entre la posibilidad y la existencia real del Ser Necesario, sino en haber invertido los términos de ella. Lo que hay que afirmar no es que el Ser Necesario existe si es posible, sino al revés: que sólo es posible si existe. No se puede condicionar su existencia a su posibilidad, sino su posibilidad a su existencia, precisamente porque se trata de una posibilidad distinta de la de cualquier otro ser. El no existir no impide que sea posible lo que no es necesario; pero se opone a que lo necesario sea posible; pues mientras que no es contradictorio que pueda existir lo que no es preciso que exista, es, en cambio, un absurdo que pueda ser absolutamente necesario lo que no existe. (Se entiende, claro es, lo necesario en un sentido absoluto, es decir, aquello a lo que de ninguna manera le es posible no ser.) Pero entonces lo primero que hay que demostrar no es la posibilidad, sino la existencia del Ser Necesario.

En la época moderna, el más destacado adversario del argumento ontológico es KANT, para quien el error de la célebre prueba consiste en suponer que el ser es un predicado real, una verdadera perfección de su sujeto. Tal es el motivo por el que los partidarios del argumento ontológico afirman que el Ser Perfecto tiene necesariamente que existir, porque si no existiera no sería enteramente perfecto- le faltaría la perfección de la existencia. Para la concepción kantiana del ser, este no constituye una perfección que añada algo a las demás notas del sujeto al que es atribuido. "Cien táleros reales no contienen más que cien táleros posibles." No son, en tanto que táleros, más los unos que los otros, pues los posibles tienen todo lo que hace falta para ser táleros. Del mismo modo, tampoco puede decirse que al Ser Perfecto meramente posible le falte nada para ser perfecto.

Esta argumentación también podría formularse del siguiente modo: La existencia no es una parte de la esencia, como lo prueba el que un ente meramente posible tenga una esencia idéntica a la que posee ese mismo ente en tanto que provisto de existencia. Cien táleros posibles tienen la misma esencia que cien táleros efectivos, ya que dichos posibles son táleros y no ninguna otra cosa. Y en este sentido no hay ningún inconveniente en afirmar, con la concepción kantiana, que lo real actual no tiene más contenido que lo meramente posible. Pero ello no autoriza a mantener, como pretende dicha concepción, que la existencia no sea un predicado real; pues aunque es cierto que no constituye una parte de la esencia, es, sin embargo, aquello por lo que se constituye como actual la esencia entera. Es verdad que a los táleros meramente posibles no les falta nada para ser táleros ; pero les falta todo lo que es preciso para no ser meros táleros posibles.

4 La pruebas a posteriori de la existencia de Dios

Las demostraciones que llegan a Dios a partir de sus efectos han sido recogidas y sistematizadas en las célebres "cinco cías" de SANTO TOMÁS, cada una de las cuales será respectivamente examinada.

a) Primera vía

Este argumento, repetidas veces formulado por su autor, trata de demostrar la existencia de Dios considerado como el motor inmóvil de todo lo cambiante. Dicho motor merece el nombre de Dios por ser aquello que pone o fundamenta la entidad del cambio, sin ser a su vez fundamentado en ello por ningún otro ente (motor inmóvil). La prueba de su existencia puede desarrollarse de la siguiente manera.

Consta a nuestros sentidos que hay cosas que se mueven, es decir, tomando el movimiento en su acepción más amplia, cosas que cambian. Así lo experimentamos, tanto por los sentidos externos, como por el íntimo testimonio de nuestra conciencia. Mediante los primeros nos damos cuenta de los cambios, de los cuerpos. Por la segunda advertimos el dinamismo de nuestra vida cognoscitiva y apetitiva. Ahora bien: todo lo que se mueve es movido por otro. La razón de ello estriba en la índole misma del movimiento, que es el acto de un ente en potencia precisamente en tanto que está en potencia. Y es claro que si el móvil es, en tanto que móvil, algo potencial, su actualidad cinética debe provenirle de otro ente; puesto que aquello que por sí mismo no posee una cosa, sólo puede tenerla si otro se la actualiza. No invalida a esto el caso de los seres vivos, de cuya capacidad de automoción se habló en psicología. El ente vivo tiene la propiedad de que una de sus partes pueda mover a otra -no la de que una parte sea el motor de sí misma-, lo que no excluye que la parte motora sea, a su vez, movida por algo externo al viviente.

Si lo que mueve a una cosa es algo que, para moverla, tiene a su vez que cambiar, será preciso que sea movido por otro, y este también será un motor movido si asimismo es preciso que se mueva para que pueda mover. Mas no es posible proceder al infinito en la serie de los motores así subordinados, es decir. en la serie de aquellos motores que sólo mueven en cuanto son movidos. Adviértase, en efecto, que ninguno de ellos es por sí mismo capaz de mover. En consecuencia, una serie infinita de motores movidos también sería incapaz de mover por sí misma. Y como quiera que lo que por sí mismo es incapaz de mover sólo puede mover si es movido por otro, sería preciso, para que dicha serie moviera, que fuese a su vez movida. Pero aquello que la movilizara no podría ser un motor movido, ya que en tal caso formaría parte de ella; tendría que ser un motor inmóvil; y es claro entonces que la serie movida por este no podría ser infinita, pues el motor de ella que fuese inmediatamente movido por el motor inmóvil sería el último de los que son movidos por otros, lo cual es imposible en una serie infinita, que es, por definición, la que no posee un último miembro. Por consiguiente, o la serie de los motores movidos es finita y movida por un motor inmóvil, o es infinita, y por ello mismo carente de una primera moción, sin la cual no es posible -ya que se trata de una subordinación de mociones- ninguna de las demás, y la serie entera quedaría en potencia de moverse. La elección no es dudosa, si se ha partido de la realidad del movimiento. Puesto que este existe y la serie infinita de motores movidos lo haría imposib!e, hay que afirmar que no es posible proceder al infinito en dicha serie de motores movidos; lo cual es lo mismo que decir que existe un motor inmóvil.

Pensar la serie de los motores movidos como infinita no es otra cosa que aplazar indefinidamente el problema. Dado un cambio real, una serie infinita de motores movidos, de los que dependiese, sería una serie que nunca llegaría a actualizarlo, pues cada motor tendría que aguardar a que antes que él actuasen infinitos motores. "Multiplicad -dice SERTILLANGES- las causas intermediarias hasta el infinito; complicaréis el instrumento, pero no fabricaréis una verdadera causa; alargaréis el canal, pero no haréis una fuente. Si la fuente no existe, el intermediario queda impotente y el resultado no se podría producir, o mejor dicho: no habría ni intermediario ni resultado; es decir, que todo desaparece. Pretender que el número infinito de intermediarios pueda dispensarnos de encontrar una primera causa es afirmar que un pincel puede pintar por sí solo con tal que tenga un mango muy largo. La largura del mango no hace al caso; lo que importa es la mano". Ni vale tampoco el recurso a un círculo de motores movidos, de tal modo que cada uno de ellos sea motor del que le sigue y movido por el que le precede; pues el círculo entero de estos motores movidos está en potencia respecto a un motor externo que, de hecho, lo ponga en movimiento.

b) Segunda vía

Si con el término "Dios" se designa a una entidad que causa o fundamenta sin ser a su vez causada ni fundamentada por ningún otro ser, la prueba de la existencia de una causa eficiente no efectuada constituye, sin más, una demostración de la existencia de Dios. Esta demostración se desarrolla de un modo paralelo al de la vía anterior, bien que no sea idéntico a la misma, como puede observarse en lo que sigue.

La experiencia nos muestra causas eficientes que son causadas en el ejercicio mismo de su actividad. Ello se advierte, tanto por la experiencia externa, como por la conciencia que tenemos de nuestra propia actividad causal. Vemos que el pincel pinta movido por la mano del pintor, y que el árbol florece y fructifica por el influjo del calor solar; como también por el influjo de mi voluntad mi mano escribe con la pluma en el papel o da cuerda al reloj. En todos estos casos hay un causar causado; un ejercicio de la actividad que es, a su vez, efecto. Ya no se trata, como en la prueba anterior, de fijarse en el móvil en tanto que móvil, esto es, en su condición puramente pasiva, sino de reparar en el motor en cuanto ejerce una actividad que es, a su vez, causada. No es, pues, la mera pasividad lo que ahora importa, sino la actividad desarrollada precisamente en función de otra actividad, o mejor dicho: la causa en tanto que actúa como algo a su vez actuado. Ahora bien: no es posible que una causa sea causa de sí propia. Sería, a la vez, posterior y anterior a sí misma, como causada y causante. Estaría, a la vez, en acto y en potencia respecto de lo mismo, a saber: respecto del ser.

Si lo que actúa como causado es actuado por otra causa, esta supondrá una nueva causa si actúa también en tanto que actuada. Mas no es posible proceder al infinito en la serie de las causas que son a su vez causadas en el ejercicio de su actividad. Las mismas razones que se propusieron en la primera "vía" valen también aquí, pues se trata de causas que sólo actúan como causadas, de tal manera que ninguna de ellas, por muy alta que esté en la serie, es capaz de causar por sí misma. En esta serie de causas nunca se produciría el efecto, ya que ninguna de ellas sería nunca actuada, por haber de aguardar a que antes actuasen infinitas causas. No sería este el caso si se tratara de causas no subordinadas entre sí en el mismo ejercicio de su causalidad, sino por otro título. Así, por ejemplo, todo hombre depende del que le ha engendrado, en el sentido de haber recibido de este el ser, mas no en su mismo acto de engendrar a otro hombre; y de esta manera es posible (no necesario) que Pedro engendre a Juan y Juan a Antonio, y así indefinidamente, pues aunque todos son engendrados, no es por ser engendrados por lo que engendran. Pero cuando se trate de causas subordinadas entre sí precisamente en su función causal, la serie indefinida es imposible; porque, a diferencia de lo que ocurre en el caso anterior, ninguna de ellas actúa sino en cuanto está siendo actuada. Y si dicha serie es imposible, no queda más sino que exista una Causa eficiente incausada, de la que dependen en su actividad todas las causas que sólo como actuadas son capaces de actuación.

c) Tercera vía

La demostración que por esta vía se intenta es la de un ente absolutamente necesario, razón de ser de la existencia de los demás entes, y que no tiene en otro, sino que es por sí mismo, la razón de su propia existencia. La realidad de este Ser, al que cabe sin duda dar el nombre de "Dios", puede probarse del siguiente modo.

Consta por experiencia que hay cosas que se engendran y se corrompen, o sea, que no siempre son. Tales cosas, por tanto, son de suyo indiferentes a la existencia, en el sentido de que lo mismo pueden existir que no existir; de lo contrario, no podrían engendrarse y corromperse, sino que estarían siempre existiendo. Pero lo que de suyo es indiferente a la existencia y sin embargo existe, no existe por sí, sino por otro: por aquel ser que lo reduce de la potencia al acto de existir. Si a su vez este ser es contingente, si no tiene en sí mismo su razón de ser, su existencia supone la de otro que entitativamente lo haya actualizado. Lo que equivale a afirmar que todo ser contingente tiene causa. Y como es imposible -según se demostró antes- que haya una serie infinita de causas esencialmente subordinadas, la existencia de seres contingentes sólo es posible si hay un Ser Necesario del que dependen, en resolución, todos los que no existen por sí mismos, y el cual no tiene en otro su razón de ser.

La intelección radical de este argumento exige el comprender que lo que adquiere y pierde la existencia no puede tenerla por sí mismo. Lo contingente no puede ser sino causado. Es algo que existe, y en este sentido se diferencia del mero posible; pero es, por cierto, algo que lo mismo podría no haber sido; v. en consecuencia, si está existiendo es por el influjo de algún ser que le hace existir. Lo continente es, por esencia, efecto: por tanto, algo que pide causa. De donde se desprende la imposibilidad de que no haya más que seres contingentes, ya que es imposible que sólo existan efectos. Si se admite una causa cuya entidad no es causada, es decir, una causa que exista por sí misma, se está .reconociendo la existencia del Ente Necesario. Pero si se supone una serie infinita de causas, cada una de las cuales es existente por otra, nunca llegaría a existir ninguna, ya que tal serie constituiría una infinita subordinación de efectos, ninguno de los cuales podría llegar a ser, por ser antes preciso que existieran los inagotables que le preceden.

d) Cuarta vía

Un Ser enteramente Perfecto, del que dependan todas las perfecciones de los seres y que a su vez no depende de ningún otro, merece el nombre de "Dios". Tal es el Ser cuya existencia se prueba con el argumento de la "cuarta vía", de la manera siguiente

Hay en la realidad -ya que nos consta por experiencia- cosas diversamente graduadas en la posesión de perfecciones que de suyo no envuelven ninguna imperfección. No todos los seres que conocemos tienen el mismo grado de entidad, ni la misma unidad, ni son idénticamente apetecibles. Dicho de otra manera: las perfecciones "trascendentales" no están realizadas en todos los entes en igual medida, sino según una diversidad de grados, por virtud de la cual y con relación a cada una de dichas perfecciones unos entes se dicen más o menos perfectos que otros, según que las posean de una manera más o menos completa.. Ello significa que tales perfecciones son poseídas por dichos entes de un modo limitado, porque de ser tenidas en toda su plenitud no habría un más y un menos en su distribución. El más y el menos se oponen al máximo, y en este sentido -como carencia graduada de él, como falta de su misma plenitud- puede decirse que lo suponen. Lo que por ahora equivale a decir que conocemos entes en los que las perfecciones se encuentran restringidas; sin que de ello se infiera todavía la real existencia de un ser que las posea ilimitadamente.

Es claro que ninguna perfección puede limitarse, por sí misma. Tendría que desempeñar el doble y contradictorio oficio de ser, a un tiempo, su razón de ser y su razón de no ser. Si de hecho se encuentra limitada (más o menos, según los diversos casos), es por algo distinto de ella misma y con lo cual entra en composición, a saber: por un sujeto que la tiene. Pero si este sujeto no la es y, sin embargo, la tiene, precisa que algo se la haya dado. Lo mismo ocurre si lo que se la ha dado tiene esa perfección de un modo restringido, como sujeto que recibe un acto y lo limita según su propia capacidad susceptiva. No siendo posible proceder al infinito en esta serie, pues ninguno de los sujetos de la misma recibiría su propia dosis de perfección, por haber de aguardar a que recibieran la suya infinitos sujetos, es necesario que exista un ser que la tenga de un modo ilimitado y la haya conferido, según grados diversos, a los que las poseen restrictamente. Tal ser no será ya el sujeto de una perfección, un portador de valores, sino que habrá de identificarse con la perfección misma, pues de lo contrario la limitaría, y exigiría, por tanto, el recibirla de otro. Y como todas las perfecciones trascendentales son realmente idénticas entre sí, no será preciso que para cada una de ellas exista el correspondiente máximo. Todas se identifican en la infinita perfección del Ser Supremo.

e) Quinta vía

Un ser por el que todas las cosas naturales son dirigidas en sus acciones y que no es dirigido a su vez por ningún otro, merece el nombre de "Dios". A demostrar la existencia de este Ordenador o Director Supremo de todos los seres naturales procede la "quinta vía", que puede formularse del siguiente modo.

La experiencia nos muestra que los seres carentes de conocimiento actúan siempre, o la mayoría de las veces, de una manera uniforme, de acuerdo con sus naturalezas respectivas, logrando los efectos más adecuados a ellas; pero esto sería imposible si no actuasen predeterminados por un fin. En general, y como ya se señaló oportunamente, todo agente actúa movido por una causa final, que es aquello por lo que dicho agente está predeterminado a producir un efecto en vez de otro. En este sentido se distingue entre el fin-causa y el fin-efecto en la medida en que, así como el segundo termina la actividad del agente, el primero la predetermina u orienta. Mas los seres carentes de conocimiento no pueden predeterminarse a sí mismos, toda vez que el fincausa únicamente ejerce su causalidad si es conocido (sólo en la mente puede anteceder a su efectiva realización). Es necesario, pues, que lo que carece de conocimiento esté predeterminado por algún otro ser y que este, por tanto, sea en último término (dada la imposibilidad de proceder al infinito en la serie de seres predeterminados por otros) un ser inteligente que no reciba un fin de ningún otro ser.

Y es claro que si da un fin a los demás seres y él no lo tiene como recibido, tal ser inteligente es, por sí mismo, fin; lo cual no significa el imposible de que sea un fin para sí mismo, ya que tendría que antecederse a sí propio, sino que es el .fin de todos los seres predeterminados por él. Entre esos seres se cuenta también el hombre, pues aunque este tiene una voluntad libre, que se determina a sí misma respecto de todo bien prácticamente aprehendido por el entendimiento, no se ha dado a sí misma, sin embargo, su natural inclinación al fin que en todas las ocasiones y bajo cualquier fin concreto persigue, a saber: lo bueno en general y en tanto que conveniente. Este fin radical no nos lo hemos propuesto. Nos ha sido naturalmente impuesto y, por lo mismo, no somos libres respecto de él: no nos es posible no quererlo; ni podemos querer ninguna cosa sino en cuanto realiza algún aspecto de este fin radical que es el objeto formal de la voluntad humana y lo que hace que esta sea, bajo tal aspecto, una naturaleza.

***

Las cinco "vías" concluyen, pues, en la existencia de un Ser que fundamenta a todos los demás y que no es fundamentado por ninguno. Dios queda probado como el ens a se, como el ente "por sí", merced al cual todo lo demás es. Y este doble carácter de ser original y originario no envuelve contradicción alguna. KANT ha creído verla al estimar que, si se admite un ser que causa a los demás seres, hay que admitir también que dicho ser, al causarlos, cambia, y debe, en consecuencia, formar parte de la serie de cosas que él mismo habría de explicar.

Esta objeción, propuesta en la célebre "cuarta antinomia" de la razón pura, tiene como supuesto el admitir que toda acción implica cambio en la causa, lo cual únicamente es cierto para las causas que constan de potencia y acto, pues sólo ellas pasan de la potencia de obrar al acto correspondiente, siendo este paso un cambio. Pero ello no se debe a su índole de causa, sino a su carácter potencial, es decir, al hecho de que son causas causadas. El acto de causar no implica de suyo un cambio en la causa, pues para ello sería preciso que la causa fuese a la vez activa y pasiva por virtud de la acción: activa, por actuar; y pasiva, por ser la acción un cambio del agente (cuando en realidad es un cambio, físico o metafísico, en el paciente). De donde se desprende que la acción de una causa causada no es, en sí misma, cambio, sino que supone un cambio, por tratarse de la actividad de una causa que no es acto puro, sino que pasa de la potencia al acto de obrar. Y la acción divina ni es en sí misma cambio, ni lo supone en su agente, por tratarse del acto de un ser que no pasa de la potencia al acto, sino que es acto puro (de lo contrario, no podría ser un motor inmóvil).

BIOGRAFIA Cap. XIX

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