CAPÍTULO XIV

LAS FACULTADES SUPERIORES DEL HOMBRE

1. El entendimiento

El hombre, además de las facultades vegetativas y sensitivas, tiene otras superiores o específicas, que son el entendimiento y la voluntad. A estas dos facultades de nuestro ser corresponde el presente capítulo, que debe comenzar por el entendimiento, porque la voluntad supone a este, de la misma manera que el apetito sensible implica el conocimiento sensorial.

Por oposición a los sentidos, el entendimiento se nos presenta como la suprema facultad cognoscitiva humana. Para comprender su peculiar naturaleza no basta, sin embargo, señalar su nivel respecto a aquellos, dentro del ámbito del conocer. humano. El entendimiento es una potencia, y toda potencia se especifica o determina por su objeto. Es necesario, así, que nos preguntemos por el objeto del entendimiento humano, si queremos saber en qué consiste la máxima potencia de que el hombre naturalmente dispone para la operación cognoscitiva. Ya se hizo constar en su momento que, a diferencia del animal, el hombre es capaz de aprehender los medios como medios, lo que equivale a decir que el hombre no solamente puede conocer las cosas que son medios, sino también, precisamente, darse cuenta de que esos medios lo son. Lo que distingue al hombre del animal es así, en este punto, la capacidad que el hombre tiene de conocer que el medio es medio, lo que a su vez implica, en general, que el hombre tiene la facultad de conocer el "ser". A esta facultad es a lo que se llama entendimiento, y por disponer de ella el hombre no se limita a la captación de las formas corpóreas concretas y singulares, sino que también puede extenderse a las formas corpóreas abstractas y, en general, a todo cuanto es.

El objeto formal del entendimiento humano es, en suma, el ente en cuanto ente. Esta última afirmación señala el ámbito de nuestro entendimiento en un doble sentido. Dice, en primer lugar, que ese ámbito es tan amplio como el ente; todo ente es, en principio, objeto posible del entendimiento humano. Y en segundo lugar manifiesta la forma en que este entendimiento capta sus objetos, a saber: en tanto que entes, o lo que es lo mismo, en cuanto que son. Entender es, en una palabra, conocer el ser. De ahí que pueda decirse que el animal conoce, pero no entiende, por lo cual su capacidad cognoscitiva tiene una doble limitación no conoce todos los entes, sino únicamente aquellos que pueden impresionar a sus sentidos; y además, esos entes que así actúan sobre sus órganos sensoriales no los conoce en su carácter de entes, sino de un modo puramente fenoménico, de tal suerte que, aunque son formas corpóreas concretas y singulares, el animal no sabe que lo son.

Que el objeto formal del entendimiento humano sea el ente en cuanto ente no significa, sin embargo, que la única operación de nuestro entendimiento sea la de pensar en el concepto trascendental del ente. Tampoco al afirmar que el objeto propio de la vista es el color quiere decirse que la vista tenga como operación única la de aprehender un color indiferenciado. Por el contrario, vemos en cada caso un determinado color. Pero aunque no podemos ver "el color en general", no estamos, en principio, limitados a ver una sola especie de color, sino que alcanzamos por la vista una variada serie de ellos; en principio, pues, "cualquier" color. Lo mismo ocurre con el sonido y con los demás objetos de las facultades sensorialmente cognoscitivas. De una manera análoga, el entendimiento humano, cuyo objeto es el ente en cuanto ente, puede, en principio, captar cualquier ente. La diferencia con las facultades sensibles estriba en que, además de conocer cualquiera de las cosas que tienen de algún modo la índole de su objeto, el entendimiento puede también aprehender a este de una manera enteramente general. Y ello se debe a que, mientras las facultades sensoriales no pueden conocer nada que sea abstracto, el entendimiento, por ser la facultad cognoscitiva del ser, es capaz de aprehender todo lo que es; también, por tanto, el ente universalmente considerado.

La afirmación según la cual el ente en cuanto ente es el objeto formal del entendimiento humano expresa, pues, que lo que este conoce lo conoce a título de ente, sea cualquiera la cosa conocida: tanto el color, como el concepto trascendental de "todo cuanto es". Síguese de ello que el entendimiento humano es una potencia inorgánica. Si fuese una facultad orgánica, no podría tener un objeto abstracto; conocería sólo formas corpóreas concretas y singulares, y las captaría, por cierto, no abstractamente según su ser, sino de una manera concreta y singular. Toda concepción materialista de nuestra facultad intelectiva es posible así únicamente por la inadvertencia del carácter abstracto del objeto de dicha facultad. Por otra parte, el entendimiento humano es capaz de reflexionar -es decir, de captarse en cierto modo a sí mismo-, y ya se vio (ep. 3 del capítulo precedente) que esto es irrealizable por una potencia orgánica.

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Todo lo dicho aquí sobre el alcance del entendimiento humano conviene a este independientemente de su situación como potencia de un alma unida a un cuerpo. Pero esta situación condiciona, de hecho, a nuestra facultad intelectiva. Como potencia de un alma "incorporada", el entendimiento humano tiene por objeto formal algo que se halla incorporado también: esto es, el ser correspondiente a las cosas corpóreas o materiales. Lo que estas cosas son puede, no obstante la materialidad de ellas, ser aprehendido por nuestro entendimiento, que es una potencia inorgánica o espiritual, porque esta, al captar su objeto, lo desmaterializa o abstrae parcialmente. Las esencias abstractas, universales, de los seres corpóreos son predicables de ellos en la medida en que, según ya vimos en la lógica, no tienen las condiciones individuantes de sus inferiores. Así, el concepto de árbol es predicable de los varios árboles concretos y singulares, porque reo consta, sino que, al contrario, prescinde, de las diferencias individuales de ellos. Sin embargo, la esencia "árbol", aunque intelectualmente abstraída de su materia individual, no es captada por nuestro entendimiento como algo enteramente libre de materia, puesto que la pensamos como un ente corpóreo. Y de esta suerte hay un riguroso paralelismo entre las esencias abstractas de las cosas materiales y el entendimiento humano como potencia espiritual de un alma unida a un cuerpo.

La índole material de las esencias abstractas, primariamente captadas por nuestro entendimiento, explica el hecho de que las operaciones de este se hallen condicionadas por la imaginación. Para pensar nos apoyamos en imágenes sensibles, que a su manera ejemplifican a las esencias intelectualmente aprehendidas. Tales imágenes no son el objeto de la operación intelectual, sino únicamente una condición de ella. Al pensar en el árbol, los distintos sujetos cognoscentes se representan imaginativamente árboles determinados, tal vez los más dispares entre sí, y, sin embargo, la esencia pensada es para todos la misma; de lo contrario, los distintos sujetos no podrían entenderse los unos a los otros. El mutuo entendimiento de dos o más sujetos solamente es posible si todos ellos tienen por objeto algo común, y este algo común no pueden serlo las distintas imágenes concretas y singulares en que cada uno apoya la esencia pensada. Tal apoyo es, por tanto, un simple requisito, pero, como tal, imprescindible, y de ahí que las cosas inmateriales, para las que no caben imágenes sensibles, no puedan ser captadas por el hombre más que de un modo analógico y negativo: quedándose el entendimiento con lo que aquellas tienen en común con los entes corpóreos, y prescindiendo de lo que estos tienen de específico.

Debe decirse, pues, que el objeto formal propio del entendimiento humano como potencia de un alma unida a un cuerpo es la esencia abstracta de la cosa material representada por la imaginación. A través de este género de esencia, mediante él, captamos intelectualmente los demás: de una manera analógica y negativa, las cosas inmateriales, según se ha dicho antes; y, de una manera "reflexiva", las cosas singulares en tanto que singulares, pues bajo este título sólo las concebimos al advertirlas como algo que se contiene bajo los respectivos conceptos universales, cuyos inferiores o casos concretos son. Es cierto que también conocemos de una manera directa las formas corpóreas concretas y singulares, mas no de un modo intelectual, sino por los sentidos, ya que el entendimiento prescinde de la concreta individualidad de los seres materiales, por no ser esta algo proporcionado o adecuado a una potencia inorgánica. Las cosas corpóreas, en efecto, se individúan, no por su forma, sino de un modo enteramente material.

Si nuestra alma subsiste sin materia -lo cual veremos al es tudiar su inmortalidad-, debe actuar entonces como una forma que se posee a sí misma. Por no tener materia, su posesión de sí propia debe ser precisamente inmaterial, esto es, un conocimiento. La única manera en que una forma puede tenerse a sí misma es, en efecto, la autoposesión inmaterial, pues lo que es forma no puede recibir como materia; pero una autoposesión inmaterial no es otra cosa que una autocognición. En consecuencia, el objeto formal propio del entendimiento humano como potencia de un alma en estado de "separación" es la misma esencia del alma separada. El entendimiento es en ella el poder por el cual, ante todo, se conoce a sí misma, y a través de esta autocognición, capta sus accidentes propios.

Este conocimiento de sí propia que corresponde al alma separada es inmediato y directo, a diferencia del que de sí misma tiene en. su estado de unión al cuerpo al que vivifica. En su actual estado, el objeto formal de nuestro entendimiento es la esencia abstracta de algo material, ejemplificado por la imaginación. Por consiguiente, sólo a través de la intelección de una esencia de este tipo puede el entendimiento conocer -como ya antes se dijo- todo lo demás. Y de este modo, efectivamente, conoce su operación cognoscitiva y se aprehende a sí mismo, pudiendo captar también la especie impresa que hace posible aquella operación, y aun la misma alma, que es el principio remoto de ella; es decir, conoce todo esto, no de un modo inmediato, sino en tanto que está connotado por el concepto mediante el cual directamente capta una esencia corpórea representada por la facultad imaginativa.

2. Génesis de la intelección

La operación primordial del entendimiento es la "simple aprehensión" de ideas universales, según se advirtió en Lógica. Mediante estas ideas o conceptos, son posibles los juicios de los que, a su vez, se necesita para los actos de discurrir o raciocinios. Las ideas o conceptos universales son, pues, el elemento objetivo más simple de la vida intelectual. En consecuencia, preguntarse, en general, por el origen de la intelección significa, ante todo, tratar de conocer cuál sea la causa que hace posible la primera especie de operaciones intelectuales. Esta cuestión no se resuelve sólo apelando al poder cognoscitivo propio de nuestro entendimiento. No siempre se halla este en acto de la simple aprehensión; ni son las mismas en todos los casos las ideas aprehendidas por él.

En general, toda facultad cognoscitiva requiere para su actividad, como ya oportunamente se advirtió, lo que se llama la "especie impresa", es decir, una forma semejante a la misma que va a ser conocida, ya que esta no puede trasladarse desde el ser en que está al ser que la ha de aprehender. La especie impresa del entendimiento debe ser, dada la índole del objeto formal de este como potencia de un alma incorporada, la forma abstracta de algún ser corpóreo, representada por la imaginación. Tal forma se halla en su sujeto físico, pero de una manera concreta, material; y en esta situación no puede actuar sobre el entendimiento, que es una potencia inorgánica. Puede, sin embargo, influir en las facultades sensibles, que son potencias orgánicas. De ahí que sea preciso afirmar que todo conocimiento humano empieza por los sentidos. Pero las imágenes sensibles no son aptas por sí mismas para actuar sobre el entendimiento. Tales imágenes no son tampoco las especies impresas que hacen posible al conocimiento sensitivo; pero coinciden con ellas en su carácter de formad corpóreas concretas y singulares; por lo cual. No pueden constituir por sí mismas la especie impresa de la facultad intelectual. que debe ser una corma abstracta. Es necesario así que algo "universalice" a lo que las imágenes sensibles concretamente ofrecen; elevándolas, pues, a lo que de suyo no' pueden realizar, a el oficio de causas eficientes de las especies impresas del entendimiento.

A ese algo capaz de enaltecer así a las imágenes sensibles se conviene en llamarlo, desde ARISTÓTELES, entendimiento agente (νοΰς ποίητίχός). PLATÓN no había tenido necesidad de admitirlo, porque consideraba que las formas existen realmente separadas de la materia (ideas platónicas o formas puras), y por lo mismo, no siendo preciso universalizarlas, tampoco había necesidad alguna de reconocer un poder activamente abstractivo, universalizante. Por el contrario, el Estagirita entiende que las formas corpóreas residen en los cuerpos, y en consecuencia, si de ellas cabe un conocimiento abstracto, es únicamente en la medida en que el hombre posee la facultad de universalizarlas o abstraerlas de su materia individual. De aquí la diferencia entre el entendimiento agente y el paciente o posible (νοϋς παθητίχός ). Este último tiene por especies impresas las que el primero, actuando sobre las imágenes sensibles, produce en él. Es, por tanto, pasivo con relación al entendimiento agente, y mediante este y las imágenes, también respecto a las formas que puede entender (de ahí su nombre de entendimiento posible). En cambio, el entendimiento agente es activo también con relación a las formas inteligibles, precisamente por ser aquello que, al abstraerlas, las hace inteligibles.

Es claro que el entendimiento agente no puede por sí solo producir en el entendimiento paciente la especie impresa de este. Si no necesitara de otra cosa, y produjera esa especie por sí solo, no se comprende por qué no habría de producir siempre la misma. En cada caso el entendimiento agente se vale del concurso de una imagen sensible, y de ahí que al ser esta distinta, sea distinta también la especie impresa educida de la potencia del intelecto paciente entre ella y aquel. Análogamente, la luz, siendo la misma, hace visibles los diversos colores. Por ello el entendimiento agente es, metafóricamente interpretado, como una especie de luz intelectual. Igual que la luz física, no es nada que conozca, sino algo que hace posible conocer. Pero, como se acaba de señalar, no cumple por sí solo esta función, sino en unión de una imagen sensible. Esta imagen sensible se torna inteligible por la "iluminación" del entendimiento agente; de la misma manera que el color requiere la luz física para poder ser visto. Pero esto no significa que la imagen sensible se comporte de un modo puramente pasivo en la producción de la especie impresa del intelecto paciente. La imagen actúa sobre este intelecto de un modo instrumental, como causa eficiente subordinada al intelecto activo y dotada por él de una eficacia superior a la que de suyo y por sí sola tendría.

Así como los colores no se comportan de un modo pasivo respecto a la vista, sino con relación a la luz que los hace visibles, análogamente las imágenes en cuestión, al recibir el influjo, espiritualmente iluminador, del entendimiento agente, funcionan a su vez como causas activas sobre el intelecto posible. Las esencias en ellas latentes bajo las condiciones de la singularidad y concreción, quedan al déscubierto, liberadas de dichas condiciones por obra de la iluminación intelectual; y de la misma manera que la luz física logra que el color se refleje en el ojo, produciendo en él la correspondiente especie impresa corpórea, así también la luz espiritual del entendimiento agente, al hacer relucir las mencionadas esencias, permite que estas se reflejen en el intelecto pasivo, determinando en él la respectiva especie impresa incorpórea. De esta suerte las esencias en cuestión son comparables a las partes internas de los cuerpos objeto de una radiografía, siempre que no se olvide la fundamental diferencia existente entre la copia material de dichas partes y la semejanza espiritual de aquellas esencias en el intelecto paciente.

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Con algunas diferencias de matiz, los seguidores del pensamiento aristotélico coinciden en este esquema explicativo de la génesis de la especie impresa intelectual, y hasta hoy ningún otro se ha dado que le aventaje en la corrección y en la fidelidad al objeto formal de nuestro entendimiento como potencia espiritual de un alma incorporada. La semejanza recibida -especie impresa- que ese objeto formal debe determinar en el intelecto paciente, para que este pueda aprehenderlo, ha de ser, justamente como semejanza, algo dotado de los mismos rasos característicos de tal objeto formal; si este es la esencia abstracta de una entidad corpórea, la especie impresa debe serlo también; mas en tal caso lo que la produce no puede ser ni meramente sensible, ni puramente espiritual. De ahí la necesidad de reconocer una doble causa para esta especie impresa: la imagen y el intelecto agente. Cada una actúa según su propia naturaleza. La imagen por sí sola no puede engendrar una forma abstracta, por ser ella concreta y meramente sensible. A su vez, el entendimiento agente tampoco puede producir por sí mismo esa forma, pues dicho entendimiento no hace otra cosa que iluminar o abstraer, para lo cual es precisa la existencia de algo iluminable o abstraíble. Lo que produce a la especie impresa intelectual es, por tanto, "la resultante" de una y otra causa; y ello no es sino la imagen en cuanto iluminada o, si se prefiere, el entendimiento agente en cuanto instrumento y como canalizado por la imagen; o de una manera estricta, las esencias latentes en la imagen y relucientes por obra del intelecto activo.

Las demás explicaciones, históricamente propuestas, del origen de la especie impresa intelectual, aunque a veces contienen aciertos de detalle, adolecen del común defecto de no ser completas, pues mientras unas prescinden de la causa espiritual de dicha especie, otras relegan la causa empírica o sensible. Al primer grupo pertenecen las teorías sensistas; al segundo, las intelectualistas. El sensismo pretende reducir todos los objetos tic] conocimiento humano a meras sensaciones, más o menos complejas, y es congruente con ello al eliminar al intelecto agente como causa espiritual abstractiva de esencias corpóreas universales; ya que si estas esencias no son cognoscibles, ninguna falta hace ese intelecto. La radical deficiencia de esta interpretación consiste en entender que los conceptos universales, aun los de cosas simplemente corpóreas, son reductibles a puras imágenes; pues si así fuera, no se explicaría cómo las propiedades de ciertos objetos de conocimiento -los que hemos llamado "universales"- puedan atribuirse a una pluralidad de cosas. Así, por ejemplo, lo que se dice del triángulo en general es algo que conviene a todo triángulo, independientemente de que sea equilátero, isósceles o escaleno ; lo cual sería imposible si el triángulo en general fuese una imagen, ya que no cabe representarse imaginativamente un triángulo que no esté en uno de esos tres casos.

Por su parte, el intelectualismo prescinde de la mediación del conocimiento sensitivo (al que, a lo sumo, interpreta como una simple ocasión para el conocimiento intelectual), por creer al hombre capaz de la captación directa de ideas universales. Su principal valor estriba en la defensa que hace de la índole irreductibles de ellas; y su defecto fundamental, es el olvido o desconocimiento de lo que constituye el objeto formal propio del entendimiento humano como facultad de un alma unida a un cuerpo. Aun las mismas esencias incorpóreas, realmente existentes sin materia, deben ser conocidas por el hombre con una cierta mediación corpórea (véase el epígrafe primero de este mismo capítulo).

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Al ser actuado por la especie impresa, el entendimiento pasivo realiza la operación de conocer o hacerse presente la forma de la que dicha especie es una semejanza. Lo que directamente concebimos es esa misma forma, no la especie impresa que determina a nuestro entendimiento. Si de esta especie sabemos algo, es de una manera científica y refleja, no de un modo inmediato y espontáneo. Tampoco concebimos directamente el acto de concebir, sino el término objetivo de este. Y lo mismo ocurre con la especie expresa del entendimiento, que es su término subjetivo. Primordialmente, pues, lo que aprehende el entendimiento son las esencias extramentales de las cosas (y entre ellas, a

su vez, antes las de los seres corpóreos que las de los incorpóreos). Pero esto no se realiza de tal forma que conozcamos las cosas mediante un solo acto intelectivo. Cada simple aprehensión capta un determinado aspecto de la entidad completa que le sirve de objeto material.

Para integrar y perfeccionar nuestro conocimiento intelectivo tenemos que añadir nuevos conceptos a los que inicialmente nos permiten abordar una cosa. Tal es la condición de nuestro entendimiento, atestiguada por la experiencia, y que hace necesarias, no sólo nuevas aprehensiones conceptuales -las que nos brindan los restantes aspectos inteligibles del ente comenzado a penetrar-, sino también una segunda especie de operación intelectual, el juicio, por cuya mediación se componen o enlazan los aspectos parciales (o bien, por el contrario, se separan los que por cualquier causa no sean compatibles entre sí). Y pueden acontecer dos cosas. No siempre captamos de una manera inmediata la mutua conveniencia o discrepancia de los aspectos inteligibles entre sí comparados. Si ocurre que esa captación es inmediata, también lo es el juicio que de ella se deriva. Mas si no basta la confrontación directa de dichos aspectos, es menester compararlos con un tercero, acudiendo a un rodeo, que constituye otra especie de operación intelectual, a la que se llama raciocinio, cuya conclusión es, por ende, un juicio mediato. El raciocinio es, pues, un instrumento del juicio, y este, a su vez, un perfeccionamiento de la simple aprehensión, incapaz por sí sola de representar adecuadamente la integridad de su objeto material.

Opera así nuestro entendimiento de un modo gradual o evolutivo, pasando de la potencia al acto, esto es, comportándose de una manera dinámica, ya que no le es posible aprehender de una vez todo cuanto en principio es capaz de alcanzar. De ello no se sigue, sin embargo, que el entendimiento humano sólo tenga aptitud para conocer procesos y transiciones. Lo evolutivo es aquí "el modo" de operar, no necesariamente el "objeto" mismo de la operación, que puede serlo tanto un proceso como algo inmóvil. Con relación únicamente al modo de operar, puede y debe decirse, por tanto, que nuestro intelecto es naturalmente evolutivo, o si se quiere, histórico. Y en esta graduada sucesión, el entendimiento avanza pasando de lo confuso a lo distinto, de lo potencial a lo actual. Lo cual tampoco quiere decir que todo acto de pensamiento sea superior a los que en el tiempo le preceden; sino únicamente que cuando avanza nuestro entendimiento en la captación de algún ser, lo hace precisamente según las mencionadas condiciones. La simple aprehensión con la que inicialmente abordamos el objeto sólo puede ser perfeccionada si las que resultan de los juicios y los raciocinios completan de algún modo lo que mediante ella se captó en aquel. Mas todo perfeccionamiento es un tránsito de la potencia al acto. Por consiguiente, las nuevas aprehensiones que complementan o enriquecen la primera deben comportarse con relación a ella como lo actual respecto a lo potencial.

Entre conceptos, esto sólo es posible como la relación entre lo menos y lo más universal. Saber que algo es un hombre es tener de él un conocimiento más perfecto y distinto, más actualizado, que saber sólo que es un animal; de la misma manera que esto último tiene más perfección que no saber sino que es un cuerpo; etc. En general, los conceptos más universales contienen en potencia a los menos universales -así, los géneros a las especies-; y en este sentido, pasar de la potencia al acto es ir de lo más confuso a lo más distinto. Por ello mismo todos nuestros conceptos de las cosas suponen la noción más general e indeterminada, a saber: la del ente, de la que todas las demás son determinaciones. Claro está que los conceptos menos universales superan a los más universales únicamente en tanto que estos son captados con abstracción de aquellos, mas no en el caso opuesto, que es el del conocimiento científico y distinto de las ideas más universales. De esta manera, aunque conocer "hombre" es más perfecto que conocer "animal", todavía supera á lo primero conocer tanto al animal racional como al irracional, no precisamente sólo en lo que tienen de común, sino también según sus diferencias.

3. La voluntad

Así como al conocimiento sensorial sigue el apetito, análogamente la voluntad es el apetito derivado del conocimiento intelectivo. Por ser capaz de esta segunda especie de conocimiento, el hombre tiene, pues, la facultad de la voluntad. Y así como el apetito sensible es realmente distinto del conocimiento sensorial, la voluntad también difiere realmente del conocimiento intelectivo. Que deriva de algún conocimiento lo prueba el hecho de no tratarse de una mera tendencia natural; por lo que siempre se niega la voluntad a los seres carentes de la capacidad de conocer. Pero tampoco atribuimos voluntad a todos los que son aptos para el conocimiento. Aun en el mismo hombre distinguimos pasiones y voliciones. La voluntad es así el apetito elícito cuyo acto supone la posesión intelectual de una forma abstracta. La facultad volitiva implica de este modo la intelectiva; de ahí que, en oposición al apetito sensible, se considere a la voluntad como una facultad intelectual. Entender, sin embargo, no es lo mismo que querer. El objeto formal de nuestro entendimiento es diferente del que corresponde a nuestra: voluntad; lo cual no es más que una consecuencia de la distinción general entre conocimiento y apetición.

El conocimiento es más abstracto que el apetito. El objeto de este es, de una manera positiva, lo conveniente al ente que apetece; y de una manera negativa, lo disconveniente a ese mismo ser. También por el conocimiento puede captarse un objeto como positiva o negativamente valioso, y ello es imprescindible para que pueda darse la respectiva apetición elícita; mas así como la tendencia apetitiva solamente es movida por lo valioso de su objeto, el conocimiento no se limita a este aspecto del suyo; y aun cuando capte algo como valioso, no es el valor lo que primordialmente le mueve, sino el "ser" mismo de ese valor o el de aquello en que este se realiza. Si tal ser es captado de una manera concreta, el conocimiento es sensorial, o sea, tiene a un ser por objeto, aunque no lo aprehenda de una manera abstracta. Si, por el contrario, capta abstractamente su objeto, también este es un ser, sino que aprehendido de un modo universal. Y así el ser singular y concretamente conocido es el medio en el cual concreta y singularmente se aprehende un valor; mientras que el ser abstractamente captado es aquello en lo que un valor es conocido de un modo universal. (Por la misma razón, la captación enteramente universal de la idea de valor implica la de la idea más universal, esto es, la del ente en general.) En una palabra: el objeto formal de la apetición, a saber, el valor, es una especie del objeto formal del conocimiento, a saber, el ser; y si el valor se conoce -lo cual es una condición imprescindible para que dé lugar a una apetición elícita- es porque "es" .

En consecuencia, el objeto formal de la voluntad y el que corresponde al entendimiento deben diferenciarse entre sí como la especie y el género. La voluntad es determinable por todo lo que de algún modo "es bueno": el entendimiento, por todo lo que de alguna forma "es". Y lo que la voluntad quiere, lo quiere por bueno; mientras que lo que el entendimiento conoce, lo conoce por ser. El objeto formal de la voluntad es' el bien; el del entendimiento, el ente. De ahí que mientras lo malo en tanto que malo no es apetecible, sea, no obstante, inteligible; y que para que aquella se "aparte" de él se necesita que el entendimiento, en cambio, lo haya alcanzado como malo. Precisa, sin embargo, advertir que aunque el objeto formal de la voluntad no sea el ente simplemente dicho, constituye, no obstante, un objeto universal; trascendente, por tanto, al del apetito sensible. Aunque los actos de la voluntad versen, singularmente considerados, cada uno sobre un bien distinto, la totalidad de ellos no tiene por objeto una concreta y determinada especie de bienes, sino "el bien en general", que es el común a estos y por cuya participación las cosas son queridas tanto más cuanto mayor es esa participación. De donde se desprende que la voluntad es una potencia inorgánica o espiritual, ya que es imposible que sea corpórea una potencia cuyo objeto formal no lo es. (Por supuesto, esto no significa que la voluntad no pueda querer nada corpóreo. Los bienes materiales son objeto también del apetito intelectual o volitivo. Pero no son queridos por ser materiales, sino precisamente por ser bienes, esto es, según algo común tanto a lo material como a lo inmaterial.)

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Las relaciones entre entendimiento y voluntad, tan frecuentemente debatidas dentro y fuera del ámbito propiamente filosófico, pueden estudiarse desde dos puntos de vista: el de su jerarquía recíproca y el de las influencias o actuaciones mutuas de estas dos facultades espirituales.

Considerado de una manera absoluta, el entendimiento es superior a la voluntad considerada también simplemente. El rango de una potencia es el que conviene a su objeto, y el del entendimiento es, en efecto, superior al de la voluntad. El ente tiene bajo sí al bien, como lo más abstracto a lo más determinado. Ser valioso es solamente un modo de ser, que también capta el entendimiento. Este no se limita a la aprehensión confusa e indiferenciada del ente, sino que es capaz de hacerse cargo de las modalidades entitativas. Mas si el entendimiento y la voluntad son comparados, no según sus objetos formales en general, sino según el determinado objeto que en una cierta especie de sus actos les atañe, puede ocurrir que la voluntad, no en sí misma, sino por razón de este concreto objeto, sea superior al entendimiento. Dicho más brevemente: puede ocurrir que lo querido sea superior a lo entendido en tanto que entendido. Para comprender esto es necesario tener en cuenta que aquello a lo que la voluntad tiende es el bien tal cual realmente existe fuera de quien lo apetece; pues aquello a lo que se tiende es justamente objeto de tendencia en la medida en que no se le posee, y en esta situación lo apetecido conserva todas sus condiciones propias; a diferencia de lo que acontece a lo entendido, que es, en cuanto tal, algo poseído, y por lo mismo, adaptado al ser que lo conoce. De esta manera, los bienes enteramente espirituales no son captados por el entendimiento humano tal y como existen fuera de él, porque este entendimiento no es puramente espiritual, sino que se resiente de algún modo de su índole de potencia de un alma unida a un cuerpo. Por consiguiente, cuando el acto del entendimiento y el de la voluntad recaen sobre un objeto enteramente espiritual, el acto volitivo es superior al intelectivo, porque el objeto en cuestión es más perfecto como querido (tal cual es en sí mismo) que como entendido (tal cual es en el sujeto cognoscente).

No se trata, por tanto, de que el querer sea por sí más perfecto que el entender; ya se vio más arriba lo contrario. Lo que ocurre es únicamente que en algunos casos lo querido es, por su mismo ser -no en cuanto objeto de una volición-, superior a lo que de su ser es entendido. Que esto no procede de la volición misma es cosa fácilmente perceptible, si se repara en que el acto de la voluntad nada quita ni pone a la realidad existencial de su objeto. De ahí que también se dé el caso opuesto al que se ha venido examinando. Si el bien objeto de la volición es material, entenderlo es realmente superior a quererlo: por la misma razón que explica lo contrario en el caso de bienes enteramente espirituales. Tal cual son en sí mismas, las cosas materiales se hallan por debajo de como están en el entendimiento. En sí mismas se hallan limitadas por la singularidad y concreción. Por el contrario, en el entendimiento están universalizadas y abstraídas: elevadas así a un cierto rango espiritual, que no alcanzan, en cambio, en cuanto objeto de la voluntad, porque esta, como simple tendencia apetitiva, no las atrae hacia sí, sino que es atraída y captada por ellas.

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En lo que atañe al mutuo influjo de la voluntad y el entendimiento, atestiguado por la experiencia interna, es explicable la diversa forma de la actuación recíproca de estas facultades, Siendo distintas, es lógico que no procedan causalmente de la misma manera. El entendimiento mueve a la voluntad proponiéndole el fin, determinando su objeto. La voluntad, en cambio, puede mover al entendimiento en lo que toca a la aplicación de este a su actividad. El influjo del entendimiento consiste, pues, en especificar la voluntad; el de ella, en impulsar al entendimiento. Y no puede ocurrir de otra manera, pues ni el entendimiento quiere, ni la voluntad entiende. Querer es una operación cuyo objeto es extrínseco a la facultad volitiva, mientras que entender es una cierta posesión cuyo objeto es intrínseco a la facultad intelectiva. Para que el entendimiento quisiera o para que la voluntad entendiese sería preciso, pues, el absurdo de que uno y el mismo objeto fuese, bajo un mismo título, simultáneamente intrínseco y extrínseco a una misma potencia. Pero es posible, en cambio, que se entienda el querer y que se quiera el entender. El querer es también un cierto ser; por tanto, algo inteligible. Y el entender es también un cierto bien; en consecuencia, algo apetecible.

Es claro que para llegar a entender no basta con quererlo. Lo que la voluntad hace es que el entendimiento se aplique a su objeto. Si no quiero "ponerme" a considerar un determinado asunto, mi entendimiento queda inhibido respecto de él. Mas si me pongo a estudiarlo, es el entendimiento, no la voluntad, lo que permite que me lo esclarezca. De la misma manera, el entendimiento no es capaz de querer, a pesar de que da a este su objeto y de que puede tener al mismo querer como objeto (no como acto) propio. En general, por tanto, es necesario afirmar que la voluntad y el entendimiento no se confunden ni se separan. Tanto lo uno como lo otro carecería de sentido en la unidad del ser al que ambas facultades pertenecen, y que es, en último término, quien entiende y quien quiere.

La voluntad puede mover no sólo al entendimiento, sino también a las restantes facultades humanas -con excepción de las vegetativas-, en la medida en que los bienes alcanzados por ellas la solicitan primero y la satisfacen después. Lo cual sería imposible si la facultad volitiva no tuviese eficacia sobre las mencionadas potencias, ya que no es ella la que logra esos bienes. De una manera inmediata, la voluntad actúa sobre el entendimiento y sobre la imaginación; mediatamente, a través de la segunda sobre el apetito sensitivo, y a su vez, gracias a este, sobre la facultad locomotriz, la cual actúa sobre los sentidos externos y sobre los miembros del organismo, de los que también nos valemos para algunas de las operaciones de la vida vegetativa. En general, habida cuenta de la diferencia entre las operaciones que la voluntad realiza por sí misma y las que hace realizar a otras facultades, los actos "voluntarios" divídense, respectivamente, en elícitos e imperados.

4. La libertad

Decimos que nuestras acciones son voluntarias cuando de alguna forma las consideramos libres. Los actos imperados son voluntarios porque proceden de una libre decisión, aunque formalmente pertenezcan a las facultades respectivas. De una manera estricta y rigurosa, la libertad conviene a las operaciones mismas de la voluntad, es decir, a los actos denominados "elícitos", y es, pues, considerada formalmente, una propiedad de la facultad volitiva. Esta propiedad es negada por todas las clases de "determinismo", entendiendo por tal la concepción que considera a nuestra voluntad como una potencia unívoca y necesariamente definida en sus operaciones. Las principales formas del determinismo a las que se pueden reducir las variedades históricamente dadas de esta concepción son las siguientes: la teológica, la fatalista, la psicológica, la fisiológica y la mecanicista. El determinismo teológico se denomina así por sustentar la tesis de que la voluntad humana está unívocamente determinada por Dios; es la teoría de lOS MANIQUEOS y la de CALVINO y LUTERO. El fatalismo no habla en concreto de Dios, sino de un vago destino o necesidad, al que se entiende como una fuerza ciega, denominada por los griegos άνάγχη, y por los latinos fatum; y así se puede esquematizar la posición que al respecto mantienen, o por lo menos aquella a la que propenden, ESTOICOS y MAHOMETANOS, El determinismo psicológico es la interpretación según la cual la voluntad humana queda unívoca y necesariamente determinada por el motivo más fuerte entre los que propone la razón o, lo que es lo mismo, por el mayor bien que esta pondera; tal es la doctrina formulada por LEIBNIZ, y que siguen también HERBART y WUNDT. La teoría' del determinismo fisiológico consiste en reducir la operación volitiva a un simple acto reflejo, y tiene como su más notorio representante a SPENCER. Por último, el determinismo mecanicista trata de suprimir las diferencias entre la voluntad y las simples fuerzas naturales físicoquímicas; siendo propugnado en general por todos los materialistas, especialmente por MOLESCHOTT y BÜCHNER.

Antes de proceder al estudio de los argumentos en favor de la libertad, conviene precisar la noción de ella, pues muchas de las teorías deterministas se originan en un falseamiento o en una defectuosa concepción de esta propiedad de la voluntad. Por libertad se entiende, inicialmente, un cierto modo de "indiferencia". Es necesario, en efecto, distinguir entre la indiferencia activa y la pasiva. Pasivamente indiferente es todo lo que no está forzado a recibir una sola determinación. Así, por ejemplo, la "materia prima" de los cuerpos es en sí misma, considerada con independencia de la forma sustancial que la actualiza, algo abierto a una multitud de determinaciones posibles. El propio compuesto de materia prima y forma sustancial, o sea, la sustancia corpórea, es susceptible, en principio, de determinación por accidentes varios. Aun las mismas potencias espirituales pueden, dentro cada una del horizonte de su respectivo objeto formal genérico, ser determinadas por una pluralidad de objetos diferentes. A esta indiferencia pasiva, que es una suerte de plasticidad, se opone la indiferencia activa, que constituye, en cambio, una cierta forma de agilidad. Activamente indiferente es, pues, lo que en su actividad no está determinado de una manera unívoca. Y esto, a su vez, puede ocurrir de dos modos, habida cuenta de que la actividad de un ser puede determinarse por él mismo o por otro. Si la actividad no es producida por otro ser que el que la realiza, se tiene la libertad llamada "de espontaneidad" o "libertad de coacción", la cual consiste sólo en que el ser, que la tiene obra de una manera intrínseca. Pero ello ocurre tanto en el caso de que ese ser se determine a sí mismo de una manera unívoca, como en el contrario. Únicamente el ser que, al autodeterminarse, no lo hace de una manera unívoca, goza de la estricta libertad, también llamada "libertad de arbitrio", y a la que se puede definir como una intrínseca indiferencia activa. De esta libertad nos ocupamos, y no de la libertad de coacción, ni tampoco de la que antes ha sido caracterizada como una indiferencia puramente pasiva.

La libertad de arbitrio, que es la que propiamente atribuimos a la voluntad, no consiste así en una pura indeterminación. No se trata, en efecto, de que la actividad libre sea indeterminada. Lo único que se exige es que su determinación no sea unívoca para el ser que la hace, de tal manera que este pueda haberse determinado de otra forma. La actividad libre no surge "por casualidad"; de lo contrario, no cabría pedir responsabilidad por ella, ni sería fuente de mérito o de demérito, ni objeto de consejo; etc. La libertad no implica privación de causa; antes por el contrario, supone una relación "de causalidad". Cuando el sujeto hace lo que ha decidido hacer es cuando propiamente actúa con libertad. Pero esto supone que el sujeto puede libremente decidir qué va a hacer. Todo el problema que nos ocupa estriba en la posibilidad misma de la decisión libre.

No basta para ella la simple autodeterminación. Esta manera de determinarse es común a todo ser viviente. También la tienen, según se vio, los vegetales y los animales; no es libertad de arbitrio, sino tan sólo de espontaneidad. Pero tampoco es suficiente el puro hecho de que lo que va a hacer sea previamente conocido. Todo querer supone de algún modo un previo conocimiento de lo que se quiere -poco importa ahora si confuso o distinto--. Mas no todo lo que es previamente conocido es también libremente querido, aunque se realice por nosotros mismos. La fórmula insistentemente empleada por HEGEL según la cual "la libertad es una necesidad conocida", es un ilustre error, solamente explicable por los imperativos del sistema de este genial filósofo. Y lo que en rigor expresa es una negación de la libertad de arbitrio. Para esta, en efecto, es necesario que lo que se proyecta sea no sólo de antemano conocido, sino también decidido, y no de un modo unívoco. ¿Pero es ello posible? Y si lo fuese, ¿cómo, de qué manera lo es?

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Los argumentos en pro de la libertad se reducen a tres: 1) el que se apoya en el testimonio de la conciencia; 2) el que dimana de la existencia de un orden moral; y 3) el que surge de la consideración misma de la génesis del acto elícito de la voluntad. El tercero es el más esencial; pero esto no significa que deban abandonarse los otros, como si carecieran de todo valor. Veamos, en primer lugar, el argumento basado en el testimonio de nuestra conciencia.

1) No todos nuestros actos se nos presentan como unívoca y necesariamente determinados. Experimentamos que algunos de ellos los hacemos de una manera libre, como siendo queridos de tal forma, que hubiéramos podido no quererlos o querer otros en su lugar. Esta especie de "intuición" de la libertad es invocada no solamente por los filósofos de la Escuela, sino también por algunos ajenos a ella, como DESCARTES, BERGSON y K. JASPERS, por no aludir sino a los más representativos. Y constituye por sí misma un argumento, a menos que se la crea ilusoria, como entre otros, lo afirman SPINOZA y LEIBNIZ. Para estos pensadores lo que ocurre es que los actos que creemos libres "ignoramos las causas" que necesariamente nos impulsan a su realización. Pero esta hipótesis adolece de dos defectos básicos. El primero consiste en no explicar cómo algo negativo, a saber, la ignorancia mencionada, pueda tomar el aspecto de algo positivo: la conciencia, todo lo engañosa que se quiera, de la libertad de aquellos actos. Y no vale pensar que, por no conocer las causas necesarias de que realmente emanan dichos actos, el hombre piensa que es el libre autor de ellos; pues semejante razonamiento no aparece de hecho en la intuición o conciencia de la voluntad, y si lo hubiera tendría que aparecer, ya que una conclusión no puede, como tal, hacérsenos conciente sin que lo sea el razonamiento de que deriva. Por lo demás, la conciencia de la libertad no puede incluir ningún razonamiento, por ser ella misma una intuición, algo que versa sobre un dato inmediato. Y el segundo defecto de esta hipótesis estriba en que si fuera cierto que nos creemos libres por ignorar las causas que nos determinan, deberíamos creernos tanto más libres cuanto más las ignorásemos; pero ocurre exactamente lo contrario: cuanto mejor sabemos por qué hemos decidido alguna cosa, tanto más nos creemos ser sus libres autores y nos sentimos responsables de ella. Y esto vale también en el caso de que digamos haber hecho algo "porque nos da la gana", pues ello no significa que no sepamos por qué lo hemos hecho, sino una de estas dos cosas: o que no estimamos procedente que lo sepan otros, o que no hemos considerado más que nuestra personal inclinación en el momento de decidirnos. Y en realidad esta inclinación personal siempre cuenta en el acto de la decisión, pues no es lo mismo el conocimiento puramente especulativo de las cosas que el que prácticamente tenemos de ellas cuando se las mira como algo que aquí y ahora, en una determinada situación subjetiva, puede condicionar nuestro comportamiento; por lo cuales posible -aun cuando "fríamente" consideremos como mala alguna pasión- que prácticamente, en cambio, la demos por buena en algún aspecto, al conocerla en tanto que actualmente estemos predispuestos o inclinados a ella.

La apelación al testimonio de nuestra conciencia para basar en él la afirmación de la libertad ha sido a veces menospreciada, como si se tratase de una prueba ingenua, demasiado dogmática. Pero esta descalificación peca, a su vez, de una ingenuidad mayor, muy propia, en general, del hipercriticismo, que hoy se va abandonando. Para JASPERS, en efecto, la misma pregunta por la existencia de la libertad ya prueba esta existencia. El ser que se formula tal pregunta no lo hace de un modo completamente desinteresado; es, por el contrario, un ser que "quiere ser libre"; pero querer ser libre es imposible si no se lo es, porque una voluntad que estuviese enteramente determinada y que quisiera ser libre es tan poco pensable como un círculo cuadrado. También el pensador alemán se apoya, pues, en un testimonio empírico: la conciencia de nuestra voluntad de libertad; testimonio que acepta no como resultado de una demostración, sino como un dato para hacer patente que semejante voluntad es radical y originariamente libre, porque si no lo fuera no podría en modo alguno querer serlo.

2) El orden moral implica, en todas sus manifestaciones, la existencia de la libertad. Si el hombre no la tuviese, carecerían de sentido los mandatos y las prohibiciones morales, la responsabilidad, el mérito y el demérito, las sanciones. En este sentido KANT, que no admite la libertad como algo físico, la reconoce, no obstante, en el mundo inteligible o "noumenal", como un postulado de todo deber posible. Esta concepción es intrínsecamente contradictoria, porque el postulado de todo deber posible no puede ser algo físicamente imposible. Claro es que ni la libertad ni la voluntad son realidades meramente físicas en el sentido en que lo son los fenómenos que estudian las ciencias fisicomatemáticas ; pero esto no significa que no sean, de ninguna manera, fenómenos, en el sentido de algo que aparece, que se nos hace patente a su modo; ya que, de lo contrario, no nos creeríamos libres y, por tanto, no nos integraríamos tampoco dentro del orden moral con todas sus cargas y consecuencias.

También este argumento es descalificado por quienes superficialmente creen posible una contradicción entre la teoría filosófica y la práctica concreta de la vida. Es frecuente, en efecto, considerar incluso como un claro signo de agudeza el que la especulación sea lo más opuesta posible al pensamiento rector de nuestro modo concreto de existir. De ahí el fingido y pedantesco desprecio a las consecuencias prácticas que llevan consigo algunas afirmaciones especulativas. No se habla aquí de tales consecuencias en un sentido puramente personal; ni se excluye, por tanto, la necesaria firmeza con que debe seguirse lo que se estime cierto, aunque ello nos acarree consecuencias difíciles. Lo que se trata de señalar es justamente la "inconsecuencia" con que proceden quienes sustentan tesis no ya ocasionalmente traicionadas en la conducta práctica -lo cual es explicable por la flaqueza de la condición humana-, sino vitalmente inviables. El sentido de esta inviabilidad vital no implica sólo una contradicción entre pensar y hacer. Se trata, en realidad, de una contradicción del pensamiento consigo mismo, porque el hacer propiamente humano está regido también por una modalidad del pensar, que aunque es un conocimiento "práctico", no deja por ello de ser "conocimiento". Y la diferencia entre el pensar especulativo y el práctico no puede constituir una contradicción, a menos que se divida al hombre en dos mitades mutuamente extrañas e inexplicablemente unidas por una facultad -la de pensar-, que, sin embargo, estaría desgarrada en su íntimo ser.

La negación de todo orden moral sería una de esas consecuencias de que hablamos si se negara la libertad. Claro es que el argumento que se apoya en la realidad de tal orden para probar la de la libertad sólo tiene valor para el que reconozca la existencia de la moralidad; indicación, por cierto, que no necesita de una singular perspicacia para ser advertida; lo que acontece es que esa exigencia de la moralidad es admitida de hecho y en la práctica incluso por sus más extremados detractores; y en este sentido -no para los fines de una prueba directa, sino tan sólo para los de una indirecta demostración- se la utiliza aquí, siguiendo una tradición inveterada, en pro de la libertad humana.

3) Queda, por último, el argumento basado en la génesis de los actos voluntarios que se consideran formalmente libres. La voluntad es movida a su acto por el bien, ya que este constituye su objeto formal. Todo lo que de algún modo es bueno puede, en cuanto tal, mover la voluntad, es decir, ser querido. Para ello es preciso, sin embargo, que el entendimiento lo aprehenda como bueno; y no de un modo especulativo, sino práctico. Saber abstractamente que algo es bueno no basta para mover la voluntad. Es necesario, para que esta quiera, que se conozca lo bueno como algo conveniente aquí y ahora, en la concreta circunstancia real en que el sujeto se halla. Tras habernos cansado de un trabajo, este puede seguir, abstractamente, pareciéndonos bueno; pero no nos parece bueno o conveniente para seguir haciéndolo cuando nos ha cansado. La voluntad no sigue, por tanto, al conocimiento especulativo del bien, sino al conocimiento práctico de este; lo cual implica ya una considerable libertad de movimientos.

Pero esa voluntad sería nula si el conocimiento práctico del bien determinara a la voluntad de una manera unívoca y necesaria. Para ello, no obstante, sería preciso que este conocimiento nos ofreciera su concreto bien como algo absolutamente bueno, sin mezcla alguna de disconveniencia. La bondad pura, sin ningún defecto, mueve a la voluntad de un modo necesario (en el supuesto de que tal bondad esté intelectualmente presente). Pero ningún conocimiento práctico tiene por objeto el bien cabal y puro.

Los bienes finitos no son puros bienes, precisamente por ser limitados; de suerte que si el entendimiento capta, junto a la bondad de ellos, también su limitación o imperfección, la voluntad no puede apetecerlos de un modo necesario. Por lo que toca al bien infinito, es cierto que especulativamente podemos conocerlo como algo exento de toda imperfección; mas no lo es, en cambio, que esté exenta de toda imperfección nuestra manera especulativa de entenderlo. Ya se vio en su momento que lo absolutamente inmaterial es conocido por nuestro entendimiento -facultad de un alma unida a un cuerpo- de un modo deficiente, a saber: analógico. En una palabra: nuestra aprehensión especulativa del puro bien es la aprehensión de algo enteramente perfecto, mas no una aprehensión enteramente perfecta. En consecuencia, no por sí misma, sino en cuanto conocida por el hombre, también la bondad pura se comporta como un bien finito. Y así se explica que en el conocimiento práctico pueda aparecer en ocasiones como algo no enteramente bueno; cual, por ejemplo, ocurre si, estando movidos por un mal deseo y habiéndose cruzado en nuestra mente la idea de Dios, queremos alejarla como un obstáculo o impedimento.

Ningún conocimiento práctico determina, pues, por sí mismo a la voluntad humana de un modo necesario (hablamos aquí en el supuesto de nuestra presente situación como seres provistos de alma y cuerpo). Si nuestra voluntad está, no obstante, determinada de una manera unívoca en muchas ocasiones, no es como consecuencia del conocimiento, sino precisamente por una cierta falta de él; lo cual ocurre cuando el entendimiento está perturbado de algún modo, bien por el influjo de una pasión intensa, bien porque la imaginación no está expedita, o por cualquier otra causa o motivo; pues en semejantes circunstancias nuestra facultad intelectual no está en condiciones de examinar suficientemente los diversos aspectos de su objeto, y este, por tanto, se nos presenta sólo por su lado bueno o sólo por su lado malo. Pero cuando el entendimiento no se halla en estado de perturbación, cuando actúa con la suficiente lucidez, no obcecado por uno solo de los aspectos de su objeto, lo que es aprehendido muestra la ambivalencia de todo bien finito y, por lo mismo, es incapaz de determinar unívocamente a la voluntad.

De esta manera la "indiferencia" del conocimiento práctico del bien es lo que hace posible que la volición no esté unívocamente determinada. Y tal indiferencia es, a su vez, posible por la naturaleza universal del objeto formal de nuestro entendimiento. Merced a la capacidad de aprehender especulativamente el bien en general y en tanto que bien, podemos advertir cualquier bien concreto como no entera y perfectamente bueno. En último término, es nuestro entendimiento, por lo tanto, lo que hace posible la libertad de la volición. El acto volitivo, sin embargo, es un acto concreto, que no tendría lugar si la voluntad no estuviese determinada en uno u otro sentido. Pero el conocimiento práctico no puede por sí mismo determinarla, por ser un conocimiento ambivalente. Es necesario, pues, que algo saque de su indiferencia a este conocimiento; para lo cual es preciso que nuestra facultad intelectiva cese en la consideración de los varios aspectos del objeto y se aplique a uno solo. Ahora bien, lo que hace que el entendimiento cese en su actividad y se aplique a ella es -como ya se vio al final del epígrafe anterior- la voluntad. Por consiguiente, haciendo cesar la actividad deliberativa -en ello consiste la "decisión"-, se determina a sí misma, en el sentido de ser lo que hace que el entendimiento, al quedarse con un determina. do aspecto del objeto, la especifique ya de una manera concreta y determinada.

BIOGRAFIA Cap. XIV

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cherche de la Vérité, t. II, 1, III, 2." p., c. 6 ; SPINOZA : Ethica, 2 ; LEIBNIZ: Essai de Théodicée, I; HUME: Tratado de la naturaleza humana, 1. 1, d. 1, sect. 7; KANT: Crítica de la razón pura, "Dialéctica trascendental", lib. II; GIOBERTI: Intr. allo studio Della filosof ia, 1, 3 ; ROSMINI : Teosofía, II, s. I, c. 1; H. BERGSON : Ess. Sur les données inm. de la conscience (9.° edición), pág. 169; K. JASPEAS: Philosophie, II, 177-180. C. ALIBERT: La psychologie thomiste et les théories modernes; H. ANDRÉ: Der Wesensunterschied von Pflanze, Tier uno Mensch; M BLONDEL : La pensée (y también L'action); K. BÜHLER : Die geistige Entwicklung des Kindes; J. CHEVALIER: L'idée et le réel; C. L. FONSEGRIVn: Essai sur le libre arbitre; E. GILSON: La théorie de la liberté chez Descartes et la Théologie; A. HUFNAGEL : Intuition uno Erkenntnis nach Thomas von Aquin; R. JOLIVET: L'intelection íntellectuelle; O. KUTZNER: Freiheit, Veranwortlichkeit uno Strafe; LAPORTE : L'abstraction; L. LAVELLE : De L'acte; J. MARITAIN : Dé Bergson a Santo Tomás de Aquino; G. MOTTIER: Déterminisme et liberté; W. PóLL: Wesen uno Wesenserkenntnis; G. RABEAU: Species. Verbum; P. RICOEUR: Philosophie de la Volonté; J. P. SARTRE: L'étre el le néant; Y. SIMON : L'ontologie du connaître; G. TAROZZI La libertá umana e la critica del determinismo; C. UBAGHS : Essa. d'idéologie ontologique.