CAPITULO XIII

EL PSIQUISMO INFERIOR

1. La vida vegetativa

La existencia de vida en el vegetal ha sido negada por todas las formas de "antivitalismo", precisamente por ser la vida vegetativa la más imperfecta o baja que es posible tener. El antivitalismo absoluto extiende su negación al animal y al hombre tal es el caso de quienes, como J. CABANIS, S. MOLESCHOTT, H. MÜNSTERBERG, etc., pretenden que aun los fenómenos del psiquismo superior se reducen a efectos de simples energías físicas de índole material o mecánica. Un antivitalismo restringido es el que profesa DESCARTES, quien lo formula sólo para las plantas y los animales, a los que considera plenamente explicables desde el punto de vista del mecanicismo (los animales son interpretados, desde luego, como máquinas sumamente complejas y perfectas, pero, en resolución, como seres carentes de alma y de verdadera vida). Por último, la forma más restringida de antivitalismo es la propugnada por TONGIORGI, quien únicamente niega la vida a los vegetales, a los que trata de comprender en virtud de las fuerzas físico-químicas y de la especial organización o estructura corpórea de estos seres.

Como reacción a las insuficiencias del antivitalismo se nos presentan, por una parte, las teorías de BARTHEZ y, en general, las de la llamada "Escuela de Montpellier", que admiten la existencia de un principio vital constituido por una sustancia inmaterial completa- en todos los seres que comúnmente se consideran vivos, a partir del vegetal; y, por otra parte, las de la escuela "neovitalista", cuyos principales representantes son H. DRIESCH y BERNARD, quienes profesan la existencia en esos mismos seres de un principio análogo al que reconoce la psicología aristotélica, o sea, no una sustancia completa, extrínsecamente unida a la materia, como es la que admiten los representantes de la otra escuela, sino una especie de coprincipio esencial.

La vida vegetativa es, en efecto, irreductible a toda explicación mecanicista en la medida en que esta debe únicamente valerse, como elementos de explicación, de la idea de estructura u organismo y de las fuerzas fisicoquímicas que el vegetal comparte con los seres inertes. La simple máquina es incapaz de proceder por sí misma a reparar sus perturbaciones. Por el contrario, la vida del vegetal se manifiesta en la capacidad de renovar sus órganos y de proveer, dentro de ciertos límites, a las pérdidas que estos experimentan. Es cierto que la organización y el movimiento existentes en la microestructura de los seres carentes de vida son mantenidos y conservados por ellos, imponiéndose, en un cierto sentido, a las perturbaciones procedentes de fuera; y en esto el átomo, en tanto que es un cuerpo natural, difiere de la máquina. Mas no por ello el átomo tiene realmente vida. Esta, incluso en el vegetal, no consiste tanto en "mantener" un movimiento unívoco, unas mismas partes y una configuración idéntica, cuanto en la capacidad de "variar" intrínsecamente los movimientos y de cambiar el organismo entero, adaptándolo a diversas circunstancias. En ello estriba su capacidad de automoción. De suerte que mientras todas sus variaciones le vienen a la máquina y al átomo de la influencia de agentes exteriores, las variaciones del vegetal tienen en este, aunque excitado por factores externos, un principio intrínseco. Y este principio intrínseco no pueden serlo las meras fuerzas fisicoquímicas, que también se hallan en cualquier átomo y en las propias máquinas.

La forma sustancial del vegetal -lo que hemos llamado alma vegetativa es un principio intrínseco de variación, no de conservación. Aun para "mantenerse", el vegetal modifica su cuerpo, renovándolo por las operaciones nutritivas. El mantenimiento de los vegetales no estriba en un equilibrio estable de sus fuerzas, sino en un equilibrio lábil, por el que aquellos incesantemente cambian. El vegetal "dura" en la medida en que "no se endurece"; en el caso contrario, pierde la vida, se mineraliza. En este sentido, la nutrición es lo que el vegetal tiene que hacer para mantenerse en el ser. Nutrirse no es para el vegetal una capacidad más, sino precisamente su ineludible necesidad primaria. La vida vegetativa es, ante todo y esencialmente, una vida nutritiva. El mineral dura, pero no se mantiene. Mantener-se es algo, en cierta forma, reflexivo; es un modo de autoposesión, una manera, todo lo modesta que se quiera, de comportarse como principio de sí mismo. En el mineral el mantenimiento en el ser no constituye una necesidad; es un puro hecho que, desde luego, tiene sin duda sus causas. Mas como estas son distintas de él, no se puede decir que el mineral tenga la necesidad de mantenerse. Tampoco se pretende aquí decir que el vegetal tenga que mantenerse en el ser, en el sentido de que la existencia le sea necesaria. Por el contrario, el vegetal muere, cosa que no le ocurre, por cierto, al mineral. Pero mientras vive, no sólo se, mantiene, sino que "tiene que" mantenerse, y en este sentido la nutrición es para él una necesidad, de tal manera, que la existencia, lejos de ser para él un hecho dado, es, bajo cierta forma, algo que se tiene que ganar; es decir, justamente lo contrario de lo que es una existencia necesaria.

Tampoco el mineral tiene, en rigor, necesidad de ser. Pero mientras existe, existe necesariamente, en el sentido de que, si bien es cierto que por existir tiene que hacer algo, nada tiene, no obstante, que "hacer por existir". La existencia es en él solamente una condición de sus operaciones, mientras que, en cambio, en el vegetal es una condición, pero también, en algún aspecto, una consecuencia de ella. Tal es el fundamental sentido que para la filosofía -ciencia del ser- tiene ese hecho, aparentemente trivial, que denominamos nutrición: operación por la que un ser, variando su sustancia, se mantiene en el ser. Y es este mantenimiento intrínseco y esencial lo que el mineral (átomo o máquina) es incapaz de verificar.

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La nutrición no solamente vale para mantener el vegetal (y a todo ser viviente, pues también el animal irracional y el hombre tienen, a su manera, vida vegetativa), sino que, bajo ciertas condiciones, provoca el "crecimiento" de la sustancia viva. Tal crecimiento no es un simple agrandamiento, de la misma manera que la nutrición tampoco es una simple intromisión de una sustancia en otra. La sustancia inyectada en un ser vivo únicamente nutre en la medida en que se asimila a la de este. Pero esa asimilación es algo que corre a cargo del viviente, algo que él ejecuta, subordinando el alimento a su sustancia específica e individual. Del mismo modo, el crecimiento es una actividad que, aunque supone (como la nutrición, la cual, según se ha dicho, es lo que, dentro de ciertos límites, la determina) un factor externo, tiene, sin embargo, en el viviente su principio propio. Por eso el mineral, que carece de la capacidad de la automoción, propiamente no crece. El agrandamiento del mineral no se produce con la "intusucepción" de otra sustancia: es, simplemente, una "yuxtaposición" por la que dos o más cuerpos coordinan sus cantidades. Crecer es un proceso que va de dentro a fuera, y un verdadero aumento, no la dilatación de una cantidad idéntica por su mayor impleción espacial. La simple dilatación se explica, externamente, por una fuerza mecánica, e internamente también, pues en el cuerpo en que se realiza no es otra cosa que el ejercicio de su elasticidad. Por el contrario, el crecimiento no se limita a un efecto relativo, la expansión espacial (como acontece, por ejemplo, a los gases), sino que tiene una consecuencia intrínseca en el mismo viviente: el real incremento de su cantidad.

Tampoco es el crecimiento un cierto lujo que el ser vivo se permite; por el contrario, constituye, a su modo, una necesidad, medida en cada caso por las específicas exigencias cuantitativas de las distintas clases de vivientes. Cada una de ellas tiene unas dimensiones relativamente fijas, con un cierto margen de oscilación individual. En tanto no ha alcanzado las dimensiones mínimas que respectivamente le convienen, el ser vivo tiene necesidad de crecer. De ahí que junto a la potencia estrictamente nutritiva existente a lo largo de toda la vida del vegetal, haya en este, mientras esas dimensiones no se alcanzan, una potencia de crecimiento, llamada "aumentativa". La posibilidad de crecer no acompaña realmente a la posibilidad de vivir, más que durante un cierto tiempo, pasado el cual, aunque los alimentos tengan las suficientes condiciones de relativa abundancia y de capacidad para esta función, el viviente no crece. Lo que demuestra que la potencia aumentativa, aunque supone a la nutritiva, no es realmente idéntica a ella.

También se basa en la potencia nutritiva, de la cual es realmente distinta, la facultad o potencia "generativa" que hay en el vegetal. Mediante esta potencia, el vegetal (y en general todos los seres vivos, pues todos ellos deben estar provistos de las mínimas facultades de la vida) posee una capacidad que, a diferencia de las que rigen la nutrición y el crecimiento, no tiene pop! objeto el cuerpo mismo del viviente en que existe. Por la generación, el viviente produce otro cuerpo. Lo que mediante ella se mantiene no es el individuo que la verifica, sino la especie a que él pertenece, y lo que aumenta es, en todo caso, no la cantidad continua de aquel, sino el número o cantidad discreta de los ejemplares de esta. Por la potencia generativa el viviente tiene la capacidad de trascender su individualidad y de actuar, no para si, sino para su especie. Mediante esta potencia, hay en la vida vegetativa una cierta tensión de universalidad intraespecífica, por la que de algún modo supera su inmanencia y prefigura lo que ha de ser la universalidad intragenérica propia de la vida sensitiva. Ya se vio antes que, conforme la vida es más perfecta, sin dejar de -ser automoción, va incrementando el campo de sus objetos. La vida intelectiva se verifica en el ámbito trascendental del ente: cualquier ser puede ser objeto (no sujeto) de ella. La vida sensitiva se limita en su campo objetivo a un género de ente: el ser corpóreo; mas dentro de este género, cualquiera de las especies puede, en principio, ser el objeto de una sensación. Por último, la vida vegetativa versa sobre un objeto que es el propio individuo que actúa de sujeto de ella. La nutrición y el crecimiento tienen como principio y como término la sustancia misma del viviente en que ocurren. Mas este, en tanto que generativo, es el sujeto de una operación cuyo objeto trasciende la individualidad del cuerpo vivo, pues si bien se mantiene dentro de su especie, dicho objeto es un término que individualmente constituye otra entidad corpórea.

La razón de esta propiedad trascendente de la potencia generativa, en contraposición al carácter inmanente de la nutritiva y la aumentativa, consiste en que, mientras la nutrición y el crecimiento pueden tener su efecto en el agente, la generación es, en cambio, algo cuyo efecto no puede darse en aquel, ya que ningún ser tiene la facultad de engendrarse a sí mismo. (Engendrarse .a sí propio supondría a la vez, y bajo el mismo aspecto, tener el ser y carecer de él.) Por virtud de este carácter trascendente, la potencia generativa es la más perfecta de cuantas hay en la vida vegetativa. De esta suerte, existe en dicha vida un cierto orden jerárquico de sus potencias. La nutritiva y la aumentativa sirven a la generativa. Y de aquellas, la primera -al menos durante cierto tiempo- se ordena a la segunda. Mantenerse, crecer (hasta alcanzar la cantidad debida) y engendrar son, pues, las operaciones específicas de la vida vegetativa, verificada mediante las correspondientes potencias, cuya diversidad y jerarquía emana, en suma, de la virtud de una forma sustancial -el alma vegetativa-, que en cada viviente de este tipo es el principio último de todas sus operaciones. En los demás tipos de vivientes la forma sustancial de que dependen ya no es ese alma, sino, respectivamente, la sensitiva y la intelectiva, las cuales, por su capacidad para más altas operaciones, tienen poder también para estas formas mínimas de la vitalidad.

2. Esencia y naturaleza del conocimiento

A diferencia del vegetal, el animal no actúa sólo por virtud de sus formas naturales, sino también por las formas "objetivas" que se hace presentes. Estas formas también son naturales, pero en los cuerpos a los que física y directamente informan. Según lo cual, las formas pueden tener presencia de una doble manera- la natural y la cognoscitiva. Una forma está naturalmente presente cuando actúa como parte de aquello que la tiene; el resto de lo cual se comporta, por tanto, con relación a ella, de un modo material. De donde se infiere que esa misma forma sólo puede tener la otra presencia -la que hemos llamado cognoscitiva- en un sujeto que no se comporte como materia de ella. Y así es posible que una y la misma forma esté naturalmente presente en el sujeto físico (de un modo material) y al mismo tiempo, pero de otro modo, en uno o varios sujetos cognoscentes (de una manera inmaterial y objetiva). La figura del árbol, que varias personas ven, está presente en él como la forma en aquello que la sustenta y con lo cual se halla físicamente unida. Por el contrario, en las personas que la ven, esa misma figura está presente no como algo materialmente poseído y que, por tanto, las configure de una manera física, sino precisamente como figura del árbol, como forma ajena.

El conocimiento es así la operación por la que un ser se hace presente una forma, de un modo inmaterial. Para lo cual no es, a su vez, precisa la inmaterialidad de la forma presente. La figura del árbol es, corno toda figura, una forma material, porque si bien ella misma no es materia, sólo en esta puede físicamente ser. Ni es menester tampoco que no tenga ninguna materia el cognoscente. Los hombres que ven el árbol tienen sus respectivos cuerpos. Pero para que un ser que posee materia pueda tener presente de un modo inmaterial alguna forma, es necesario que de alguna manera esté provisto de algo que no sea enteramente material, pues lo que sólo es materia sólo materialmente puede ser informado. Lo' que hace posible al conocimiento, que es la presencia inmaterial de un objeto a un sujeto, estriba justamente en la ínmaterialidad, susceptible de grados, de este último. También influye la del objeto, pues mientras menos material es algo, es recíprocamente más formal, y por lo mismo más capaz de informar y, en general, de cualquier efecto (ya se señaló oportunamente que la forma es principio de ser y de actividad, por oposición a la materia, que es un elemento pasivo y determinable). Pero esta mayor cognoscibilidad, que lo que es más inmaterial tiene, la tiene sólo de una manera absoluta; en relación a un cognoscente corpóreo puede ser un obstáculo, y así por ejemplo, ocurre que, por no ser el hombre un ente enteramente inmaterial, su capacidad de conocer es escasa respecto de las cosas más inmateriales, y el animal irracional no es capaz de conocer más que las formas concretas e individualizadas de los seres corpóreos.

Como la forma conocida informa -en tanto que conocida de una manera inmaterial al cognoscente, este es en acto, por el conocimiento, aquella misma forma. Para comprender esto, que constituye el sentido esencial del conocer y lo que encierra de más sorprendente y misterioso, aun en sus manifestaciones más precarias, conviene reparar en dos extremos. Ante todo, lo que tiene una forma de un modo material -como el árbol, por ejemplo, su figura- tiene esa forma, pero no la es, pues aunque esta es en él, es solamente como una parte en un todo, mientras que, en cambio, la forma que es presente al cognoscente no constituye una parte de este, por no ser recibida de un modo material. Mas si esa forma está presente en él y, sin embargo, no resulta tenida, no cabe otra cosa sino que sea una forma "sida", es decir, algo que el cognoscente está siendo en tanto que conoce. Pero, en segundo lugar, sería desconocer la índole inmaterial del conocimiento el entender el "ser la forma conocida" como si se tratase de algo que afecta al cognoscente de una manera propiamente física. El cognoscente es la forma conocida de una manera "objetiva", "intencional", puesto que de un modo natural es lo mismo que era antes de conocerla. De donde resulta que el conocimiento da una forma, sin necesidad de quitar otra. La forma que la cera adquiere al ser sellada es la misma que la que tiene el sello con que se la ha impreso, pero distinta de la que la cera tenía antes. Por el contrario, la forma del sello está presente en el que la conoce sin que este pierda la que antes tenía. El conocimiento es así un crecimiento "objetivo", que aumenta al cognoscente con las formas ajenas en tanto que ajenas, a diferencia del crecimiento vegetal, que es un aumento "físico" por cantidades, que habiendo sido ajenas, tórnanse, mediante la nutrición, propias.

Tampoco es el conocimiento una generación. Por la generación el viviente realiza una actividad cuyo término físico es extrínseco a él. En cambio, el conocimiento tiene como término físico al propio cognoscente, porque este no produce la cosa conocida, sino tan sólo el conocimiento de ella. Si tal conocimiento versa -como es posible en el cognoscente reflexivosobre el mismo sujeto que conoce, lo conocido es indudablemente, y como realidad natural, independiente de su conocimiento y previo a él. No existo porque me conozco, sino que me conozco porque existo. Pero aun en el caso de que lo conocido sea otro ser que el sujeto que conoce, tampoco es algo producido por este al conocerlo. La cosa es clara cuando se trata de seres naturales, sobre los cuales no cabe más que un conocimiento puramente especulativo. Algo más complicado es el caso del ser artificial. Lo que este ser va a ser es de antemano conocido por su artífice. La índole del conocimiento práctico es la de una visión que es previsión; este conocimiento "se anticipa" a la existencia de su objeto. Pero por ello mismo debe decirse que no la produce. Lo que el artífice produce al conocer es su operación cognoscitiva; de lo contrario, le bastaría pensar, para dar realidad a sus proyectos. (El conocimiento práctico tiene también un término objetivo; mas este término no es algo producido, sino únicamente algo que se puede producir; no un ente real actual, sino tan sólo un ente real posible, o sea, algo que puede ser, y este su poder ser no le viene de ser conocido, sino, al contrario, es conocido, porque puede ser, mientras que, en cambio, los estrictos entes de razón, que no pueden verdaderamente ser, no son objeto de verdadero conocimiento, sino de ficción.)

Puede ocurrir, no obstante, que el cognoscente se dé a sí mismo no sólo la operación de conocer, sino también un cierto término de ella. Al recordar, lo que hace de objeto no es un ser que naturalmente esté presente. Lo que se piensa cuando se tiene presente un concepto objetivo, no existe en la realidad bajo el estado de abstracción intelectual que alcanza al ser pensado. Aquello que me imagino no es, como tal, algo que esté físicamente presente en la naturaleza de las cosas; etc. En general, el cognoscente se da ese término de su conocimiento en uno de estos casos: o cuando el objeto conocido está realmente ausente, o cuando no hay proporción entre el objeto y la potencia por la cual se le conoce (este último es el caso de la aprehensión del concepto objetivo universal de un ser corpóreo, cuyo carácter abstracto se debe a la elevación que la potencia intelectiva hace; fuera del pensamiento, no está a la altura de este, por ser un cuerpo concreto e individualmente natural). Al término que el cognoscente produce en esos casos se conviene en llamarlo "especie expresa", esto es, una forma (especies) que el cognoscente emite para poder conocer. Esta forma no es, sin embargo, lo que hace de verdadero término del conocimiento. Es sólo algo "en lo cual" el objeto es captado. SANTO TOMÁS lo compara a un espejo en que se refleja la cosa conocida, pero que no excediera las dimensiones de ella. Por lo demás, aun en esos casos, el conocimiento no consiste en la producción de tales formas o especies expresas, sino en la posesión intencional de lo que en ellas es aprehendido. .

Previa a la especie expresa y a todo conocimiento, incluso a aquel que sin esta se realiza, es la denominada "especie impresa" que lo conocido produce en el cognoscente. Ya se ha dicho que el principio inmediato de las operaciones del ser vivo lo constituyen sus respectivas potencias. Pero estas no siempre actúan, sin que por ello dejen de ser. Son en todo momento algo que el viviente tiene en acto, pero no algo que esté en todo momento en acto de la operación que le compete. Cabe, pues, preguntarse, en general, qué es menester para que la facultad cognoscitiva pase al acto segundo u operación misma de conocer. Como toda operación tiene su agente en algo que, en cuanto tal, se halla en acto, la causa de la operación cognoscitiva no puede ser otra sino la cosa misma en la que reside la forma que ha de hacerse presente por dicha operación. Mas ya que todo ser actúa por su forma, es esa misma forma, que se ha de conocer, lo que hace de principio determinante de la potencia cognoscitiva. De esta manera son dos los principios que rigen directamente la operación de conocer, a saber: la propia potencia cognoscitiva y la forma que ha de determinarla. Para que de este principio doble surja una operación idéntica, es necesario, por tanto, que la potencia y su forma determinativa constituyan de hecho una unidad. Lo cual sólo es posible si la potencia se une a esa forma como lo que es determinable se une a aquello que lo determina, es decir, de una manera material. Pero esta unidad entitativa no puede darse de un modo inmediato entre la potencia de conocer y una forma que se halla en otro ente. Las formas no transmigran de un sujeto a otro. No cabe así otra posibilidad sino que la forma que determina a la potencia sea un "doble" subjetivo de la que hay fuera de ella. Esa forma vicaria, sucedánea de la que existe fuera de la potencia, y que es producida en esta por la cosa en la cual la forma primitiva está naturalmente presente, es lo que se llama "especie impresa".

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Si ahora se considera en su conjunto cuanto se lleva dicho sobre el conocimiento, este aparecerá como un proceso circular mente desarrollado: a la manera de una circunferencia que comienza y acaba en la forma conocida. Esta es a la vez principio (natural) y término (objetivo) del conocimiento. El otro polo del diámetro iniciado en esa forma es el propio sujeto cognoscente, o si se prefiere, la correspondiente facultad cognoscitiva. La totalidad del proceso es la circunferencia entera. Y este proceso, considerado desde el cognoscente, tiene dos períodos o fases: una pasiva y otra activa. En la primera, que puede representarse por una de las dos semicircunferencias que el diámetro divide, la potencia cognoscitiva es objeto del influjo de la forma que luego ha de conocer; recibe de ella una acción, cuyo efecto es la especie impresa. En la segunda fase -la otra mitad de la circunferencia-, la potencia cognoscitiva -o si se quiere, el cognoscente mediante ella- ejecuta la acción inmaterial de aprehender la forma que previamente la determinó, bien sea esa aprehensión directa e inmediata, bien necesite de la especie expresa para poder cumplirse. De las dos fases que se han distinguido, el conocimiento es, en realidad, sólo la segunda. Únicamente en ella tiene la forma su inmaterial presencia; el cognoscente.

La distancia de uno a otro polo, y con ella la distensión del conocimiento, será completamente eliminada en el ser que consista en su propia intelección. De este ser que no "tiene" conocimiento de sí mismo, sino que "es" precisamente ese conocimiento, habrá de ocuparse la ontología en su parte teológica. Pero ahora es necesario permanecer al nivel del ser mutable

un ente que, cuando es capaz de conocer, tiene el conocimiento como una operación realmente perfectiva. Y ante todo es preciso examinar, para proceder de una manera jerarquizada, la modalidad más baja de conocimiento, la que recae sólo sobre cuerpos concretos y singulares, y que se llama "conocimiento sensorial".

3. Los sentidos externos

El animal conoce. Y conoce formas reales formas que realmente son-. Mas no conoce la realidad, como tal, de esas mismas formas, el ser de ellas. Al distinguir las tres formas de vida de que se ocupa la psicología, se señaló que el animal, aunque capaz de conocer los medios que él mismo pone, no se los propone como medios. La idea universal "ser medio para un fin" excede su capacidad cognoscitiva. Pero ello es posible porque el animal carece de la capacidad de conocer "el ser", pues si conoce algo que es un medio, pero no es capaz de conocer, por cierto, que este medio "lo es", lo que le falta no es otra cosa que la idea del ser. Ni siquiera es capaz de conocer que esa idea es algo que le falta. Desprovisto, por tanto, de la capacidad para esa idea, el animal no puede tener tampoco ningún conocimiento universal, pues todos ellos suponen el del ser, no tal como lo tiene el metafísico, sino el que hace posible que sin saber metafísica puedan verificarse, por ejemplo, afirmaciones tales como "esto es un papel", "yo soy un hombre", etc.

Sería, sin duda, contradictorio decir que el animal ignora lo que conoce. No es esto, sin embargo, lo que antes se ha dicho. El animal conoce unos objetos, vacíos para él de significación entitativa, reducidos, aunque él no lo sepa, a la condición de puros fenómenos. Conoce, pues, objetos; pero estos objetos que conoce no los conoce en tanto que entes. Por lo mismo, no es correcto decir que el animal ignore las esencias sustanciales de las cosas, como si sólo ello fuera lo que -como cognoscente- le distingue del hombre. Lo que el animal conoce son realmente accidentes; pero esto el animal no lo puede saber, porque le falta la idea del ser. Ni conoce tampoco qué son -en cada caso los mismos accidentes que conoce, pues el "qué" de los seres -tanto el esencial como el accidental- es, respectivamente, una forma o manera de ser, cuyo conocimiento implica, por tanto, que la idea del ser sea también de algún modo conocida. Y como quiera que esta idea está latente en todo conocimiento universal, el animal sólo es capaz de conocer lo singular y concreto. Y claro es que si no puede conocer las formas corpóreas abstractas, con mayor razón será incapaz de elevarse a la aprehensión de formas incorpóreas, aunque estas sean singulares. Todo ello puede resumirse diciendo que los objetos sobre los cuales versa el conocimiento del animal son las formas corpóreas singulares y concretas. El conocimiento de estas formas se llama sensación, y las potencias o facultades correspondientes, sentidos.

Por la índole de su objeto, los sentidos no pueden ser más que potencias orgánicas, esto es, órganos corporales. La sensación, como todo conocimiento, es la posesión inmaterial de una forma. Mas todo conocimiento supone una especie impresa, y la que hace posible a la sensación --que es el conocimiento de una forma corpórea, individual y concreta- debe reunir esa triple condición, ya que la especie impresa, aunque no es la forma conocida, constituye su doble en la potencia. Ahora bien, una forma corpórea individual y concreta no puede, como tal, ser tenida por algo que sea incorpóreo. Por consiguiente, las facultades o potencias sensitivas, los sentidos, son órganos o partes materiales de la estructura del animal, en donde pueden existir formas corpóreas individuales y concretas, y en los que hay -por la presencia del alma sensitiva- la capacidad de hacer intencional u objetivamente presentes las formas mismas de que son doble o semejanza las recibidas en ellos.

Tales potencias, por ser corpóreas, tienen como objeto algo externo a ellas. No pueden reflexionar, es decir, son incapaces de conocerse a sí mismas. El ojo no se ve (todo lo más, ve en el espejo una imagen parcial suya); el oído no se oye, etc., y aunque pudiera parecer que el tacto se halla en otro caso –tal sería, por ejemplo, el del mutuo "contacto" de las dos manos de un mismo animal-, la realidad es que el órgano táctil no se tiene a sí propio por objeto, sino, a lo más, a otro órgano análogo. Sólo las formas inmateriales pueden realmente conocerse a sí mismas. Y la razón de ello es que una y la misma forma no puede ser tenida inmaterial y materialmente por un mismo ser. Las formas materiales que los sentidos conocen son tenidas por ellos, en el conocimiento, de un modo inmaterial, de suerte que estas formas son, a la vez poseídas inmaterial y materialmente, mas no por un ser idéntico. (Uno es, en efecto, su sujeto óntico y otro su sujeto cognoscente.) Pero el objeto externo a la facultad sensitiva puede ser alcanzado de una doble manera: inmediata o mediata. El árbol que veo, está ante mí directamente presente; pero si no lo veo y es sólo un recuerdo tiene otra manera de presencia, por virtud de la cual vuelve a hacer de objeto para mí. Lo mismo ocurre si me lo "re-presento" sin determinación alguna cronológica. Puedo, en efecto, imaginarme el árbol sin que mi acto de imaginar vaya acompañado de una impresión de recuerdo. La presencia del árbol no es entonces rememorativa, pero es también una cierta representación: la que se cumple a través de una imagen.

Tanto si es alcanzado de una manera inmediata como si es mediatamente aprehendido, el objeto de las facultades sensoriales es externo a ellas, mas no en igual medida, porque el objeto mediatamente aprehendido es un objeto que se constituye como tal después de su captación inmediata. No es, por ejemplo, lo mismo recordar una cosa que volver a verla. Lo que se capta mediatamente no es conocido en sí, sino por haber sido término de otro conocimiento. Por consiguiente, aunque de suyo es externo, está de algún modo interiorizado y elaborado por el sujeto que lo conoce. Este sujeto, al no captarlo inmediatamente, debe elaborar la "especie expresa" a cuyo través se lo puede representar. De aquí la distinción entre los sentidos eternos y los internos. Tal distinción no afecta esencialmente al problema de la localización de los sentidos. Según las teorías más extendidas en la actualidad, todos los sentidos tienen su órgano en el cerebro (cada cual en una región de él); y la cuestión estriba en determinar con exactitud las respectivas "localizaciones cerebrales." La "frenología" de GALL, que catalogó, de una manera frecuentemente arbitraria, las diversas partes del cerebro como otras tantes sedes del conocimiento sensorial, no ha prosperado a causa de sus supuestos materialistas y de sus métodos mismos; pero se apoya también en otros menos discutibles, que hoy se aprovechan más cautelosamente. Sin embargo, no parece que esté plenamente demostrada otra cosa sino la necesidad de que las impresiones físicas, recibidas por el sujeto de la sensación, lleguen al cerebro, lo cual no significa que este sea su órgano propio. La teoría opuesta a la "cerebralista", o sea, la que propugna la localización "periférica" de los sentidos externos, tiene un partidario en J. GREDT, que se apoya, por una parte, en la necesidad de la mayor inmediatez posible entre los objetos de los sentidos externos y los órganos respectivos de estos, y por otra, en la falta de seguridad de los argumentos de la teoría centralista.

En cualquier caso, la distinción entre los sentidos internos y los externos no es, como pudiera creerse, relativa a los órganos de la sensación, sino a sus objetos, según ha sido anteriormente indicado. Los sentidos externos son los que tienen un objeto puramente externo, y los sentidos internos, los que se refieren a objetos previamente conocidos y elaborados, es decir, ya interiorizados por otro conocimiento. De donde resulta que los sentidos internos únicamente pueden actuar después -de haberlo hecho los externos.

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Previa a la cuestión del número de los sentidos externos es la de su división o clasificación fundamental. El criterio para ello es de índole jerárquica, como acontece en todas las distinciones esenciales que hasta aquí se han venido registrando. En este sentido conviene que, como punto de arranque, se advierta la situación intermedia en que el conocimiento sensorial se encuentra con relación a las operaciones de la vida vegetativa y las de la vida intelectiva. Las primeras poseen un carácter exclusivamente subjetivo : concierne sólo al mismo sujeto que las realiza, y aun cuando el término de la operación generativa es un ser distinto del que la hace, tal objeto no es alcanzado precisamente de una manera "objetiva", sino de un modo físico, como sujeto entitativamente producido. Por el contrario, las alusiones que hasta aquí se han hecho al conocimiento intelectual son suficientes para que este se nos aparezca en su esencial condición objetiva, como una operación que el cognoscente hace, pero que por estar abierta al ser y sustentada por él, no limita al sujeto, sino que lo expansiona intencionalmente en todas las direcciones entitativas; y aunque este sujeto es capaz, gracias precisamente a tal conocimiento, de captar su ser en una reflexión propiamente dicha, lo hace en la forma más objetiva posible, dentro de su condición de ser corpóreo, no a la manera -la menos inmaterial que cabe- de la aprehensión sensitiva de una parte más o menos grande de su cuerpo, sino de un modo sumamente inmaterial: teniéndose a sí mismo como el centro unitario e indivisible de todas sus operaciones.

La sensación externa versa sobre objetos alcanzados de un modo objetivo o inmaterial, en tanto que ello es condición propia de todo conocimiento; pero tales objetos conservan toda su materialidad o subjetividad posible: son formas corpóreas concretas y singulares. Dentro de estos límites caben, no obstante, grados más o menos perfectos de inmaterialidad en el modo en que dichos objetos son alcanzados. La distinción de los sentidos externos en inferiores y superiores resulta de comparar las potencias sensitivas que menos inmaterialmente captan sus objetos, con las que lo hacen de una manera más objetiva o inmaterial. Así el olfato, el gusto y el tacto (este último como sentido de la resistencia y la temperatura), aunque captan formas objetivas que residen en cuerpos distintos al del sujeto que las conoce, las aprehenden, no obstante, de la manera más material que cabe dentro de lo que es una posesión objetiva. Las captan, en efecto, como algo que determina a este sujeto, es decir, que se recibe en él de una manera física. Por el contrario, la vista y el oído presentan sus objetos como algo "objetivo", que no connota la causación física correspondiente, como no sea que su excesiva intensidad provoque otras sensaciones distintas a las que corresponden propiamente a dichas potencias. Así, mientras se habla del olor que algo nos da, del gusto que un alimento nos proporciona, de la resistencia que un cuerpo nos ofrece (o, respectivamente, de su suavidad al tacto) y del frío o calor que nos afecta, no se nos ocurre referirnos a los colores y a los sonidos como algo que los cuerpos nos determinen. Lo cual no significa que los objetos de los sentidos inferiores sean puramente subjetivos, en tanto que los de los superiores deban ser tenidos por reales. Tanto los unos como los otros son producidos en el sujeto cognoscente, mas no por este, sino por cuerpos distintos a los órganos de las potencias sensitivas. Lo que ocurre es que los relativos a los sentidos superiores son alcanzados más objetivamente que los que atañen a los sentidos inferiores.

El número tradicionalmente señalado de sentidos externos es el de cinco: vista, oído, olfato, gusto y tacto. Ya en ARISTÓTELES se encuentra la advertencia de que el tacto no es, en realidad, un sentido único, sino un complejo de varios sentidos. Parece que esta complejidad puede ser esquematizada de algún modo mediante la distinción entre el sentido de la resistencia y el de la temperatura. La moderna psicología experimental estudia minuciosamente las variantes de las sensaciones y de los sentidos mencionados, estableciendo una gran cantidad de .ellos. Habla así del sentido del dolor, del sentido "palestésico" o de las vibraciones, de la "cinestesia" o captación del movimiento, de la "cenestesia" o aprehensión sensible del estado total del sujeto físico, etc. Pese al interés que tienen muchas de estas distinciones, es conveniente observar que algunas veces se abusa de ellas, incrementando con exceso el número de los sentidos por la falta de un criterio esencial que permita encuadrarlos en una división inteligiblemente organizada.

Desde el punto de vista filosófico, una vez señalada la división de los sentidos externos en inferiores y superiores y establecido el número de los fundamentales, importa, más que la detallada descripción de sus variantes y condiciones fácticas, otra distinción, de carácter general, y cuyo olvido por algunos psicólogos tal vez sea la causa de algunas confusiones: la distinción que se hace entre lo que es sensible per se y lo que es sensible per accidens. Sensible "per se" es lo que los sentidos externos son realmente capaces de captar, a saber: las formas corpóreas singulares y concretas, precisamente en su singularidad y concreción. Tales formas son de suyo sensibles. En cambio, sensible "per accidens" es todo lo que de suyo no es sensible, pero en lo cual hay algo que sí lo es. Así, por ejemplo, el árbol como sustancia a la que pertenecen todos sus accidentes no es, en realidad, sensible, sino inteligible. En rigor, lo que sensiblemente aprehendemos son sus distintos accidentes concretos y singulares. El árbol, pues, en tanto que sustancia inteligible, no es sensible "per se", sino "per accidens". (Tal sustancia, en efecto, no es la simple colección de sus accidentes simultáneamente captados, sino el sujeto único en el que todos esos accidentes inhieren.)

A su vez, lo que de suyo es sensible lo sensible "per se"puede serlo de una manera primaria o, por el contrario, secundaria. El concreto color que un cuerpo tiene es inmediatamente captable por la vista. En cambio, la cantidad concreta de este cuerpo, aunque de suyo es sensible -por ser* una forma corpórea concreta y singular-, no es sensible de una manera inmediata por la vista, porque esta tiene por objeto propio al color, no a la cantidad. Una cantidad absolutamente incolora sería invisible. Claro es que esa cantidad podría ser sensible por el tacto; pero tampoco este la capta inmediatamente, sino a través de la resistencia que le ofrece aquella, de suerte que una cantidad carente de toda resistencia tampoco sería tangible. De aquí la división de lo sensible "per se" en primario y secundario. Sensible primario es el objeto formal de cada uno de los sentidos

por ejemplo, el color para la vista o la resistencia para el tacto. Sensible secundario es lo que puede ser aprehendido mediante algo directamente captable. Tal es el caso de la cantidad y de sus afecciones específicas (el movimiento local, la quietud, el perfil de los cuerpos y su configuración sensible). Y ocurre que la cantidad no es captable por un solo sentido externo, sino que es común -como objeto mediato- a todos ellos. Ya se ha señalado antes que tanto la vista como el tacto, cada cual a su modo, pueden aprehender la cantidad, y lo mismo ocurre con los demás sentidos externos, pues los objetos formales de todos ellos tienen alguna especie de distensión en el espacio y en el tiempo.

4. Los sentidos internos

También como los sentidos externos, los sentidos internos se clasifican de una manera jerárquica o escalonada, según la gradual inmaterialidad del objeto que alcanzan. Pero antes de proceder a su clasificación, conviene hacer unas precisiones sobre el distinto modo en que los objetos de los sentidos internos es mediato y aquel en que son mediatos a los sentidos externos los objetos que hemos denominado sensibles secundarios de ellos. El sensible secundario -la cantidad o sus afecciones- es conocido por ser captado el sensible primario, pero en el mismo acto en que ello ocurre. Por ver el color de un cuerpo veo también la cantidad de este, de tal manera, que si no captase su color, tampoco captaría la extensión en que se halla. Tal es el sentido en que antes se ha dicho que la cantidad es un sensible secundario, o si se quiere, mediato. Pero la cantidad no solamente es aprehendida por captarse el color, sino también al ser este captado. En cambio, el objeto de los sentidos internos es mediato de muy distinto modo. La forma que recuerdo no puedo recordarla si previamente no la he conocido; si la recuerdo es por haberla captado en alguna ocasión por vez primera, pero no la recuerdo al conocerla por primera vez. En general, el objeto de los sentidos internos es mediato en tanto que supone un distinto acto de conocimiento de una misma forma; exactamente al revés de lo que ocurre con el objeto mediato o secundario de los sentidos externos, el cual es una forma distinta de la que estos inmediatamente conocen, pero captada en el mismo acto de conocimiento por el que se aprehenden sus objetos inmediatos.

Por requerir otro acto más de conocimiento, los sentidos internos captan objetos más inmateriales, o, lo que es lo mismo, más objetivos. Pero ello puede ocurrir en grados diferentes, y de ahí la división jerárquica de estas potencias. Las mismas formas que los sentidos externos captan, son aprehendidas de nuevo por los sentidos internos, mas no bajo el mismo aspecto en que para aquellos se constituyen. Por consiguiente, los sentidos internos se distinguirán entre sí por el respectivo nuevo aspecto bajo el cual aprehendan los objetos de la sensibilidad externa, y conforme se suba en la jerarquía de los sentidos internos ese aspecto nuevo deberá ser más inmaterial. Un primer grado lo constituye aquel sentido interno que aprehende su objeto como forma presente a un sentido externo. El color que veo puede también ser aprehendido precisamente como algo visto, y lo mismo el sonido que oigo; etc. Esta especie de "reflexión" no la hace el sensorio, común sobre sí mismo, sino sobre los objetos y las operaciones de los sentidos externos: por eso es una reflexión impropiamente dicha o imperfecta. Lo que mediante ella se conoce no es la forma del sensorio común, sino las de otras potencias inferiores.

Superior a este sentido es otro que versa sobre los objetos captados por las facultades sensoriales externas y por el sensorio común, no representándolo ni como formas presentes, ni como formas ausentes a ellos. Este sentido es la fantasía o imaginación, entendida como facultad de representar esos objetos sin indicar su presencia o su ausencia física al cognoscente. Por no connotar esa presencia, puede, en oposición al sensorio común, captar objetos físicamente ausentes; pero, a su vez, por no implicar la ausencia, se diferencia de la memoria. Que la imaginación es superior al sensorio común lo prueba el carácter, en cierto modo, abstracto de su objeto con relación a su presencia y a su ausencia física a los sentidos externos. Ahora bien, tanto el sensorio común como la imaginación captan sus objetos según una forma que ha sido presente a los sentidos externos. La diferencia entre los mencionados sentidos internos reside en la manera en que aprehenden esos objetos cuyas formas han sido presentes: el sensorio común, connotando la presencia física de ellos, y la imaginación, sin connotarla. Por encima de este género de sentidos internos que aprehenden sus objetos a través de una forma ya conocida -implicada o no implicada como presente-, se encontrará, por tanto, el de los sentidos internos que capten sus objetos a través de una forma no presentable a los sentidos externos y, por tanto, tampoco al sensorio común ni a la imaginación. Tal es el caso, en primer lugar, de la estimativa o instinto, que es la potencia por la que espontánea y naturalmente se conoce el objeto de los otros sentidos según un aspecto inédito en ellos: el de la concreta conveniencia o disconveniencia de esos objetos para la naturaleza -tanto individual como específica- del sujeto cognoscente. El instinto funciona, pues, sobre la forma que los demás sentidos aprehenden, pero la capta bajo una nueva forma: la de su concreta índole de buena o mala para la naturaleza del animal, y es esta nueva forma lo que los demás sentidos no conocen. En segundo lugar, también versa sobre formas conocidas, pero alcanzadas a través de una forma no presentable a los demás sentidos, la facultad denominada memoria. Esta facultad tiene por objeto formas que han sido presentes a los demás sentidos, pero ella las hace presentes como formas pretéritas, esto es, como anteriormente conocidas.

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El "sensorio común" es la potencia por la que se tiene la sensación de cualquier sensación externa, cosa muy distinta de la potencia por la que se tiene la "idea" de cualquier sensación. Dicho de otra manera: el sensorio común no entiende, sino que siente las sensaciones externas. Pero ello es suficiente para que mediante él puedan distinguirse -de una manera sensible, claro está- los objetos y actos de los diversos sentidos externos. Cada uno de estos aprecia las variedades de su objeto propio. La vista no confunde -en condiciones normales- los distintos colores, mas no le corresponde distinguir, por ejemplo, lo blanco de lo ácido; distinción que tampoco puede verificar el sentido del gusto, ya que toda distinción supone el conocimiento de sus extremos y cada uno de ellos sólo es conocido por la respectiva potencia sensorial externa. La mutua distinción de los objetos propios de cada uno de los sentidos externos no constituye, sin embargo, ni aun para el sensorio común, un juicio negativo. El sensorio común no entiende que esos objetos sean distintos: simplemente los siente distintos.

La imaginación reproduce las formas aprehendidas por los sentidos externos y el sensorio común. Esto no significa que el acto de la imaginación sea un nuevo acto sobre una misma forma de esos mismos sentidos. La imaginación es realmente una potencia distinta de ellos, sino que su objeto es el mismo que ellos captan, estribando, por tanto, la diferencia en la manera de la captación. Esta ya no denota la presencia física de la forma captada. Versa -aunque no la implica a su vez- sobre la pura presencia objetiva, intencional, de esa forma, para lo cual la imaginación produce una nueva forma que reproduce a aquella. La psicología experimental estudia detalladamente las condiciones de esta producción, de las cuales la mejor conocida es la que se designa con el nombre de "asociación de imágenes", que puede ser objetiva o subjetiva. La asociación es objetiva cuando hay una relación intrínseca (de semejanza o de oposición) entre las imágenes asociadas, y subjetiva, en cambio, cuando de hecho se han dado alguna vez juntas o a continuación una de otra en un mismo sujeto cognoscente. Las leyes que formulan estos distintos modos de la asociación de las imágenes se han resumido por las investigaciones más nuevas en una sola ley: la de la contigüidad de aquellas, tomando el término en su acepción más amplia. Por último, conviene añadir que, aunque la imaginación no aprehende su objeto como físicamente presente al cognoscente, puede ocurrir que, en ciertas condiciones, por la intensidad de su representación o por cualquier otro factor subjetivo, dé ocasión a que su objeto sea tomado como algo real. Pero ello no ocurre por la eficacia propia de la imaginación, sino por algún defecto de su sujeto. .

La estimativa o instinto conoce lo que es concretamente bueno o malo para la naturaleza del animal, pero de un modo precisamente concreto, no por una operación intelectiva. El animal (y el hombre, en tanto que también es sujeto de instinto) no procede de un modo racional en este tipo de apreciaciones: actúa de una manera puramente espontánea, natural; por eso no se equivoca en ellas. Importa, sin embargo, no confundir estas apreciaciones naturales con otras adquiridas de una manera más o menos consciente y racional, aunque ello no se recuerde, y también no caer en la tentación fácil de posponer la apreciación racional a la que es meramente intuitiva, pues ello sería tanto como animalizar al hombre. Por lo demás, la estimativa no se halla en este de la misma manera que en el animal irracional, sino en una forma superior -cogitativa-, por su unión al entendimiento, de suerte que lo que este entiende como bueno, aquella lo capta, de una manera sensible, como actualmente conveniente. Tanto la cogitativa como la simple estimativa son naturales en la medida en que innatas. El hecho de que puedan transmitirse algunas modificaciones recibidas por ellas, no significa que ellas mismas sean hábitos gradualmente adquiridos y transmitidos.

La memoria conoce lo pretérito como pretérito. Lo que ella hace presente es algo ya captado. De ahí que su acto sea una representación, lo mismo que el de la imaginación o fantasía; pero la representación memorativa difiere de la simplemente imaginativa por la índole de pretérito que formalmente tiene el objeto recordado. El hecho de qve algo continúe existiendo y de que sea objeto de captación por un sentido externo, no impide que también pueda ser recordado por el mismo sujeto cognoscente. Si al volver a ver a una persona digo que la recuerdo, es porque la he visto. Lo propiamente pretérito no es, en ese caso, tal persona, sino el haberla visto en otra ocasión; la persona misma es alcanzada sólo de una manera indirecta por la operación de recordar, es decir, a través del acto, recordado, por el que antes la vi. Tampoco es la memoria una facultad que intelectivamente conozca lo que es el pretérito. Por la memoria se entiende algo como pretérito, mas no se entiende qué sea, en general, el "ser-pasado", y por ello puede también tenerla el animal. En el hombre, no obstante, reviste, como la estimativa, una forma superior -reminiscencia"-, merced a la cual puede proceder de un modo gradual, reconstruyendo un todo a partir de una o varias de sus partes, y no sólo de una manera simple o instantánea, por un recuerdo súbito, espontáneamente producido. La memoria humana se deja imperar por la voluntad, y el entendimiento puede de alguna forma regularla y dirigirla. (El arte que establece las normas de esta dirección es la "mnemotecnia".)

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Todas las sensaciones, tanto las internas como las externas, constituyen los elementos simples de que se compone el conocimiento perceptivo de las cosas. La sensación es distinta de la percepción. Esta supone la aprehensión de la diferencia entre el objeto sentido y el cuerpo del sujeto cognoscente. Y no sólo esto.

En la percepción (captación total) el sensible "per se" de un determinado sentido se enlaza a las formas que los demás sentidos aprehenden y a las que en otra ocasión captaran, reconstruyéndose así una unidad que, al menos en buena parte, responde, a su modo, a la que el objeto posee físicamente. Tambiénel entendimiento interviene en la percepción humana, captando la "sustancia" como centro unificador inteligible de la totalidad de los accidentes aprehendidos por las facultades sensibles. De esta manera, mientras es lícito decir que-se tiene, por ejemplo, la sensación del color del árbol, este mismo no puede; en rigor, ser considerado como un objeto de sensación, sino de percepción.

Reaccionando frente a los excesos del "asociacionismo", que pretendía explicar todos los fenómenos físicos superiores por las sensaciones asociadas, la "psicología de la forma" o "psicología de la estructura" (Gestaltpsychologie) ha venido a caer en el extremo opuesto, según el cual no hay nunca verdaderas sensaciones, sino complejos o totalidades de ellas, siendo lo que se llama sensación una pura abstracción que el entendimiento hace en el organismo global de la vivencia entera. Esta teoría se fundamenta, en lo que concierne al punto que nos ocupa, en la inexistencia de sensaciones puras o aisladas, al menos en el hombre, especialmente en el hombre adulto; y dentro de la psicología experimental es, en tanto que expresa un hecho relativo, aceptable con ciertas restricciones. Por poca experiencia que un sujeto tenga, añadirá, en efecto, a cualquier sensación las formas que del mismo objeto haya captado antes. Pero ello no demuestra, desde el punto de vista causal explicativo, al que no puede renunciar la psicología filosófica, que no haya en realidad sensaciones como raíces de la percepción, sino que esas sensaciones, o mejor dicho, las formas por ellas captadas, se organizan y enlazan en algo más que meros agregados.

5. Las tendencias inferiores

La vida sensitiva no se reduce a la actividad sensorial. A esta siguen las tendencias, y mediante ellas, muchas veces, la locomoción o desplazamiento. Algunos psicólogos admiten también otra forma especial de fenómenos psíquicos dentro del orden de la vida sensitiva: los sentimientos inferiores, que, como se verá, son propiamente actos del apetito sensitivo.

Por apetito se entiende, en general, la inclinación o tendencia a algo conveniente, y puede ser de dos clases: natural y elícito. El apetito natural es la tensión que hay en todo ser -por lo tanto, también en los que no tienen vida- hacia su respectivo bien y perfección. Esta tendencia no implica una potencia especial. Es algo que se da en la totalidad de cada ser en la medida en que se halla en potencia para su respectivo complemento. El apetito natural no supone, pues, conocimiento del bien apetecido; es previo a todo conocimiento, y lo tienen también -en cuanto susceptibles de actos perfectivos- los seres que carecen de la capacidad de conocer. El apetito elícito es, en cambio, el que sigue a la aprehensión de un bien, como una cierta prolongación de ella. En rigor, sólo este apetito merece propia y formalmente el nombre. La mera tendencia natural es apetito únicamente en un sentido impropio y metafórico.

Al conocimiento de una forma conveniente sigue la inclinación o tendencia a ella, propia del ser vivo. Este, en efecto, hace sus operaciones como algo que se da a sí propio, mientras que, en cambio, la tendencia natural es algo dado a cada ser con su naturaleza respectiva. El vegetal no tiene, por lo mismo, un apetito elícito, pues aunque vive y ejecuta por sí sus operaciones, no cuenta entre ellas, por carecer de conocimiento, la de la apetición que a este sigue. Las tendencias de la vida vegetativa son así, en este sentido, meramente naturales. Por el contrario, todo ente capaz de conocer es capaz también de apetecer (en la estricta acepción de la palabra). Débese ello a que toda forma conveniente se constituye a modo de fin; es atractiva en tanto que conveniente; actúa como un imán para el que la conoce. El efecto de esta atracción es, en el cognoscente, la a petición. Pero el conocimiento que en esta se supone puede, en principio, ser de doble especie: el sensitivo o el intelectivo. A1 segundo, por el que se conoce el bien en general, sigue el apetito intelectivo, la voluntad; al primero, por el que se conoce sólo el bien sensible, sigue el apetito sensitivo, único que el animal tiene. Resumiendo, puede decirse ahora que el apetito sensitivo es la potencia de a petición elícita que el animal posee por ser apto para el conocimiento sensorial del bien concreto.

Esta potencia es, como las que permiten el conocimiento sensitivo, de carácter orgánico. Durante mucho tiempo se pensó que el órgano del apetito sensitivo lo constituye el corazón, por haber creído que este es el principio orgánico del movimiento del animal. Tal opinión tenía un fundamento admisible en lo que toca al criterio según el cual el órgano primario de los movimientos locales del animal debe ser el mismo que el de la apetición sensible, por ser esta apetición algo de lo que dichos movimientos surgen; pero hoy se sabe que no es el corazón, sino el sistema cerebroespinal, el órgano de esos movimientos, y concretamente, las células nerviosas psicomotrices; no obstante lo cual, puede seguir tomándose el corazón, de un modo metafórico, como la sede de la apetición, pues si no es su órgano propio, constituye al menos un cierto órgano manifestativo de ella y de sus operaciones (estas, en efecto, se reflejan en él).

El bien por cuya concreta aprehensión se verifica el acto del apetito sensible puede presentarse de dos modos : o como deleitable a los sentidos, o como conveniente (a la naturaleza), pero difícil de conseguir. El apetito que corresponde al primer caso se denomina "concupiscible", y el que supera la relativa inconveniencia del segundo, "irascible". En el lenguaje común se habla, en este mismo sentido, del "coraje" que es preciso tener para las cosas de mayor empeño. El apetito es capaz, en efecto, de "crecerse" ante las dificultades. El bien sobre que entonces versa es un bien arduo, mixto de conveniencia y de inconveniencia, la primera de las cuales es naturalmente atractiva, siendo, en cambio, repulsiva la segunda. Vencer esta repugnancia es el acto propio del "coraje" de que habla el lenguaje común, o del carácter "irascible" con que la filosofía tradicionalmente define al apetito contra-distinto del que directamente versa sobre el bien deleitable a los sentidos. Y aunque las operaciones de ambas potencias apetitivas son, efectivamente, actividades vitales, al apetito concupiscible tiene un carácter en cierto modo pasivo, si se le compara con la mayor "actividad" propia del acto del apetito irascible. Por eso la intensidad de la apetición se aprecia mejor en este acto, y tanto más cuanto mayor o más grave sea el obstáculo que impide el logro del respectivo bien.

 

El apetito concupiscible y el irascible difieren realmente entre sí por ser diferentes sus objetos. Tanto el bien deleitable como el arduo son, sin duda, especies de la naturaleza universal "bien", puesto que bajo ella se contienen. Pero el animal no aprehende el bien en general, sino de un modo concreto, y en esta forma es también indudable que el objeto del apetito concupiscible y el del irascible son entre sí distintos. También son diferentes los sentidos que suministran el previo conocimiento necesario para los actos de una y otra potencia apetitiva. El apetito concupiscible sigue a los actos del sensorio común y de la imaginación; el apetito irascible, por no versar sobre un bien directamente deleitable a los sentidos, sino sobre aquel que conviene a la naturaleza misma —individual o específica— del animal, sigue a la estimativa o instinto.

Los actos del apetito sensitivo se conocen también con el nombre de "pasiones". De ellas trata la ética en tanto que existen en el hombre, condicionando de algún modo su conducta. Pero la ética las estudia desde el punto de vista de la moralidad, lo cual supone que la voluntad tiene algún influjo sobre ellas. La psicología y concretamente la parte que se ocupa de la vida sensitiva, las examina sólo desde el punto de vista de su carácter meramente fáctico. Los actos del apetito concupiscible son: el amor, entendido como simple inclinación al bien deleitable; el deseo, tendencia a la posesión de ese bien, y el gozo, satisfacción del apetito en el bien poseído. A estos tres actos se añaden sus contrarios: el odio, la abominación y la tristeza (la palabra "dolor" es equívoca, pues también significa muy concretamente la sensación disconveniente al tacto como sentido de la resistencia). Nada tiene de extraño que estos otros actos sean realizados por la misma facultad, pues el bien y el mal son correlativos, y los contrarios, en tanto que tales, son del mismo género (a diferencia de las cosas simplemente diversas). Los actos del apetito irascible son: la esperanza, que versa sobre un bien arduo, pero posible; la audacia, cuyo objeto es un mal arduo, pero superable, y la ira, apetito de venganza contra la causa que produce el mal. A los cuales se añaden, como contrarios a ellos, la desesperación y el temor.

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La tendencia a un lugar -aquel en que se encuentra el bien apetecido- no constituye específicamente en el animal una simple gravitación. Como cuerpo que es, el animal se halla sujeto también a esa tendencia genérica, puramente natural; pero esta, justamente por convenirle sólo de una manera genérica, no puede definir el desplazamiento específico de los animales (de los superiores, se entiende). Tampoco es este desplazamiento, en tanto que conviene a un ente sensitivo, nada que pueda hacerse sin

el conocimiento y la apetición sensibles, pues si se hiciera sin ellas no convendría a este ente por ser sensitivo, sino por cualquier otra causa que también puede darse en otros entes. Los movimientos específicos del animal se consideran "espontáneos" en la medida en que suponen su previa apetición, y se oponen a todos aquellos que el animal también ejecuta, pero que no re quieren apetición ninguna por su parte (tales los movimientos

que la fisiología y la psicología subdividen en "reflejos" y "automáticos" -ejemplos, respectivamente, el estornudo y el movimiento pulmonar-).

El apetito sensible y la potencia locomotriz son realmente distintos; lo prueba el hecho de que no siempre van juntos. El paralítico no puede moverse, aunque lo quiera. Por lo demás, sus objetos formales son diversos. El del apetito sensible es, como se ha dicho, el bien sensible aprehendido; mientras que el de la facultad locomotriz lo constituye el lugar como algo alcanzable mediante el movimiento.

BIOGRAFICA CAP XIII

ARISTÓTELES : De Anima, II-III; SANTO Tontas : In De Anima, II-III; SUÁREZ: De Anima, 2-S; JUAN DE SANTO ToMÁs: Philos. nat., II, q. 8; DESCARTES: Principia philos., IV-V; CONDILLAC: Traité des sensations, I, c. 2; H. SPENCER: Princ. of Psychol., I, 4.1 p., cap. 1 ; H. BERGSON : Matiére et mémoire, I.

H. BOURDON : La perception; F. J. Cxnuv$r : Les passions; DRESSEL: Der belebte und der unbelebte Stoff; J. H. FABRE: Souoenirs entomologiques; FECHNER: Elemente der Psychophysik: C. FRANCK: Philosophia naturales, II; J. FRóBES: Psichol. speculativa, I; A. GEMELLI: Psicología delta percezione; GRASSET: Psychisme inférieur; J. GREDT: Unsere Aassenwelt; J. LOES: Dynamiqne des phénoménes de la vie; A. MILLÁN PuetLES: La estructura de la subjeticidad; M. PRADINES: Philosophie de la sensation; J. P. SARTRE: L'imakimntiorr; SnwrcKr: Philosophie der Liebe; P. Stwex: Psltch. met., libs. I-II: I . SIR4U5: Von Sinn der Sinne; ZAMBONI: La gnoscolot;ia di San Tommaso d’Aquino.