INTRODUCCIÓN A LA FILOSOFÍA

 

CAPÍTULO PRIMERO

EL CONCEPTO DE LA FILOSOFÍA

 

1. La definición nominal de la filosofía

 

Es una observación común la de que el verdadero conocimiento de las cosas sólo se logra con la experiencia de su frecuente trato, cuando hemos llegado a adquirir con ellas una cierta connaturalidad, por la que efectiva y propiamente se realiza su personal asimilación. Esto, que en general acontece en todo orden de asuntos, vale, de una manera especial, para la esfera de los conocimientos científicos, que son los más difíciles de conseguir. Dé ahí que la comprensión de la naturaleza y sentido de una ciencia sea más un resultado tardío y reflexivo -sobre la base de un previo cultivo de la misma-, que no una labor enteramente apriorística y montada al aire.

 

Sólo, pues, tras haber filosofado, y no de cualquier modo, sino de una manera insistente y tenaz, puede llegarse a la posesión de una idea auténtica, realmente vivida, de lo que es la filosofía. Sin embargo, tan cierto como esto es que, sin una “idea previa”, todo lo modesta que se quiera, de lo que es una determinada actividad científica, se nos hace imposible acometerla, cualquiera que sea el grado o la medida en que ello se intente[1]. De ahí la conveniencia, en nuestro caso, de una inicial aproximación a la esencia del saber filosófico. 

 

En general, toda definición puede verificarse de una doble manera: como definición nominal o como definición real, según se atienda, respectivamente, a la palabra o nombre con que designamos a una cosa, o a la propia y formal constitución, cuya esencia se busca, de la cosa nombrada. La definición nominal ofrece, pues, la significación de una palabra; en tanto que la definición real es expresiva de la esencia de una cosa.

 

Conviene, pues, que antes de elucidar la noción esencial de la filosofía, se considere aquí la significación de la palabra con la cual la nombramos. Pero la propia definición nominal es susceptible, a su vez, de dos modalidades: la etimológica y la sinonímica, según que el método de que nos valgamos para manifestar la significación de un término sea el recurso a su origen, o la aclaración por otras voces más conocidas y de pareja significación.

 

La definición etimológica es una especie de genealogía verbal; una cierta hermenéutica histórica de las palabras. La de la voz castellana “filosofía” no es otra que su procedencia de la latina philosophia, eco, a su vez, de la voz griega de análogo sonido. El término griego φιλοσοφία es un nombre abstracto, en cuya composición interviene, junto a un término derivado de una raíz que significa, en un sentido amplio, lo que en castellano “amar”, un ilustre vocablo -el de σoφíα-, cuyo equivalente latino es el término sapientia, que traducimos por "sabiduría". Filosofía es, así, etimológicamente, el amor o tendencia a la sabiduría.

 

Es explicable que la voz σoφíα aparezca en autores que no usaron el término compuesto. Pero el sentido de la palabra σοφία era muy amplio y comprensivo en sus orígenes. HOMERO la empleaba para designar, en general, toda habilidad, destreza o técnica, tales como las que poseen los artesanos, los músicos y los poetas. HERODOTO llama σoφóς a todo el que sobresale de los demás por la perfección y calidad de sus obras.  Análogo sentido tuvo en sus comienzos el término σοφιστής, antes de revestir la significación peyorativa a que se hicieron, en buena parte, acreedores los intelectuales zaheridos por PLATÓN[2].

 

Parece que fue HERÁCLITO quien por primera vez empleó el término φιλóσοφος[3] Hay una venerable tradición que atribuye a PITÁGORAS la invención del vocablo. Según esta tradición, cuyos más destacados promotores fueron, en la antigüedad, CICERÓN[4] y DIÓGENES LAERCIO[5], eran llamados “sabios” cuantos se dedicaban al conocimiento de las cosas divinas y humanas y de los orígenes y causas de todos los hechos; pero PITÁGORAS, habiendo sido interrogado acerca de su oficio, respondió que no sabía ningún arte, sino que era, simplemente, filósofo; y comparando la vida humana a las fiestas olímpicas, a las que unos concurrían por el negocio, otros para participar en los juegos, y los menos, en fin, por el puro placer de ver el espectáculo, venía a concluir que sólo éstos eran los filósofos.

 

La autenticidad de este relato, uno de los más bellos tópicos de nuestra cultura, ha sido discutida por la moderna crítica[6]; mas la anécdota vale en cualquier caso como emblema del noble y desinteresado afán que conduce a la búsqueda del saber y que se ha conservado, durante milenios, como uno de los rasgos esenciales de la actitud filosófica.

 

El verbo “filosofar” (φιλοσοφείν) se encuentra en HERODOTO, quien atribuye a CRESO la siguiente frase, dirigida a SOLON: “he oído que, por el placer de la especulación -θεωρίης είνεχεν- has recorrido, filosofando (φιλοσοφέων), muchos países”[7]. Y TUCÍDIDES pone en boca de PERICLES, que se dirige a los atenienses, estas otras palabras: "amamos la belleza con simplicidad y filosofamos sin timidez"[8].

 

La articulación más coherente de los dos elementos que entran en la voz “filosofía” -y, al propio tiempo, su más penetrante exégesis- es la que hace PLATÓN en el “Banquete”. Apoyándose en la mitología del Eros, el discípulo de SÓCRATES hace decir a éste, al que finge inspirado por la sacerdotisa de Mantinea, que el Amor no es un dios, sino un ser intermedio (δαίμον) entre dioses y hombres. Hijo de Poros (la abundancia) y Penia (la escasez o penuria), participa, a la vez, del opuesto carácter de sus progenitores. No es, pues, ni la opulencia misma, ni la pura miseria; ni la cabal posesión, ni la indigencia estricta y absoluta. La filosofía, por tanto, no es ignorancia ni sabiduría, sino algo que no tiene el ignorante (que ni siquiera llega a percatarse de su propia ignorancia), y de lo cual está dispensado el sabio. En rigor, la “modestia" socrática, por la que se concibe a la sabiduría como algo divino, más allá de los límites de nuestra natural capacidad, es la expresión de la filosofía como justa medida de la posibilidad intelectual del hombre. La ignorancia total es infrahumana; la plena e ideal sabiduría excede nuestro ser; únicamente la filosofía es natural y propiamente humana.

 

Esta versión de la filosofía como vislumbre de algo que no llega a alcanzarse por completo -como un remoto atisbo de la Sabiduría- es la más honda significación de la teoría platónica aludida. Trátase, pues, no de la misma sabiduría, sino tan sólo del reflejo o participación de ella, que al hombre le es posible conseguir. De tal suerte, por tanto, que lo que este saber tiene de “humano”, le falta de “saber”, y es así, esencialmente, una tensión, más que una posesión o un verdadero logro[9].

 

* * *

 

Nuestra lengua carece de una correspondencia sinonímica estricta de la palabra “filosofía”. En compensación, muestra cierta abundancia de vocablos y giros relativamente afines. Como es natural, todos ellos traducen de algún modo corrientes y doctrinas filosóficas que han impregnado la literatura y el idioma usual. Por lo demás, es muy explicable que lo que ha trascendido al lenguaje común sean más bien las resonancias prácticas y las acepciones concretas, que no los contenidos puramente teóricos de esas concepciones. Por su especial influjo, merecen destacarse entre ellas el antiguo estoicismo, la tradición escolástica y, por último, la moderna corriente positivista.

 

La huella del estoicismo se advierte en nuestra lengua en los giros y términos que expresan una idea de la filosofía como actitud serena ante la vida y las vicisitudes de la existencia humana. Es un lejano eco del viejo ideal práctico del “sabio”, ya formulado en Grecia y que Roma acogió con entusiasmo; idea en la cual la sabiduría, más que un sistema de especulaciones, constituye un estilo y un tono existencial. En su virtud, es filósofo sólo aquel que “sabe” conservar el dominio de sí mismo, tanto en el éxito como en el infortunio; el que mantiene imperturbable el ánimo en cualquier ocasión. “Tomar las cosas con filosofía” es una frase que se deriva de esta actitud; lo mismo que el empleo de nuestro término como sinónimo de “calma” y de “paciencia”, y aun de una cierta idea, no exenta de ironía en ocasiones, de sosegada resignación y consuelo.

 

La tradición del escolasticismo, castiza en nuestra patria, se manifiesta con el empleo de términos tales como los de “ciencia” y “sabiduría” en su acepción puramente secular, como contradistinta del sentido y origen sobrenatural y divino de la fe y la sagrada teología. La filosofía es, así, mera sabiduría del siglo, por oposición a la teología de la fe, que se ampara en el dato revelado. Es verdaderamente notable la riqueza que tiene nuestra lengua en vocablos de origen escolástico y de la más clara e intencionada acepción metafísica. Pero la misma idea del saber filosófico, tal como esa tradición lo entiende, no es traducida siempre con el mismo acierto; en ocasiones se la designa denominando al todo por la parte, como cuando se la hace equivalente a la de “metafísica”; otras veces se atiende demasiado a las connotaciones prácticas del término y se la llega a identificar con la “prudencia”, que aunque es, sin duda, un vocablo de muy ilustre abolengo en la Escuela, sólo designa una especial virtud, y aun en este sentido no se mantiene puro en nuestro idioma, sino que se halla en una cierta promiscuidad con las ya mencionadas resonancias estoicas; etc. En general, no obstante, y como fruto y presencia de la concepción escolástica, la voz “filosofía” se toma en castellano como designativa de la suprema ciencia natural humana.

 

Por último, el “positivismo” ha dejado su huella en este género de sinonimias a través de la idea peyorativa, que, respecto primero de la metafísica y más tarde de la filosofía en general, estuvo en boga en el pasado siglo. Así, es frecuente utilizar el término “filosofía” para expresar todo lo que parece una “elucubración sin fundamento”, una “mera abstracción” o hasta una “logomaquia”. Es muy curioso el uso del plural para estas acepciones; algo parecido a lo que acontece con el término “historia”. El “dejarse de historias” y el “todo eso son puras filosofías” constituyen dos dichos típicamente ejemplares.

 

Independiente del positivismo, aunque a veces mezclada con él, existe en castellano una acepción del término “filósofo”, que significa, en general, todo hombre abstraído y, por lo mismo, despreocupado de las más inmediatas y urgentes realidades. Que no se trata siempre de una acepción despectiva, pruébalo el hecho de que con frecuencia el “sabio distraído” es objeto más bien de una benévola y complaciente hilaridad. La anécdota de TALES DE MILETO, quien por ir contemplando las estrellas se precipitó en un pozo, es más risueña que moralizante.

 

2. El problema de la definición real del saber filosófico

 

Las anteriores consideraciones sobre el doble valor, etimológico y sinonímico, de la palabra “filosofía” tienen una innegable utilidad para la aclaración del respectivo concepto. Pero no bastan para perfilarlo íntegramente. Más bien, por el contrario, estimulan y urgen la conveniencia de una definición real. Esta definición es, sin embargo, uno de los más graves y esenciales problemas de la filosofía.

 

No existe una definición de la filosofía en la que todos los filósofos estén de acuerdo; cada sistema -en ocasiones, cada pensador- propone una distinta, y, por lo menos aparentemente, no es posible integrarla en un concepto armónico, superador de toda discrepancia[10]. Este es, por cierto, el inicial “escándalo” de la filosofía: la dificultad que, ya de entrada, ofrece al principiante, y que es muchas veces decisiva para el futuro de su vocación.

 

Hasta cierto punto es comprensible el escepticismo que este estado de cosas ocasiona. La manera más fácil -la más tosca- de proceder frente a nuestro problema es la que consiste, simplemente, en retroceder ante el obstáculo y abandonar, sin más, todo “devaneo” filosófico. Pero, en rigor, la misma dificultad, planteada con toda su agudeza, es un óptimo punto de partida para llegar a una solución satisfactoria.

 

Es el caso que cada una de las definiciones que se han dado de la filosofía aspira a ser tenida como la única exclusivamente válida; de la misma manera que cada sistema filosófico pretende excluir a todos los demás. El espectáculo de las pugnas filosóficas suele ser, sin embargo, contemplado de una manera harto superficial.  De este modo se pierde de vista lo que debiera ser más evidente en la consideración de tales antagonismos. No existen pugnas si las diversas partes en contienda no persiguen un mismo objetivo; si, por debajo de la colisión, no se da una esencial coincidencia sobre la cual se alzan opuestos intereses.

 

Nos encontramos, pues, ante un género idéntico, la filosofía, cuyas diferencias específicas discrepan entre sí en la medida en que intentan monopolizar el mismo género a que pertenecen. Para indagar lo que sea ese género no es necesario, sin embargo, recorrer toda la serie de las definiciones de la filosofía. Basta, por el contrario, asumir una perspectiva “general”. Un sistema filosófico, en efecto, acusa siempre a otro de una de estas dos cosas (o de ambas a la vez): falta de completa latitud, falta de entera profundidad. De forma que un sistema filosófico surge frente a los otros para remediar uno (o los dos) de los mencionados defectos.

 

Aquí es, precisamente, donde cobra su íntegro sentido la diversidad de los sistemas y de las definiciones de la filosofía. Es la realidad entera lo que, como tal, pretenden abarcar las diferentes filosofías, cada una en el modo de su respectiva interpretación. De ahí la extraordinaria diversidad de los sistemas filosóficos. Si éstos se limitasen a un determinado departamento o sector de la realidad, las consideraciones que arriba se hicieron fácilmente se hubieran percibido.

 

Interpretaciones tan distintas y opuestas, sistemas tan apartados unos de otros, como sin duda son los filosóficos, sólo pueden chocar si todos ellos tienen por objeto el universo entero de la realidad. Conocimiento de la realidad total y radical profundidad de ese conocimiento (en la medida en que una y otra cosa son asequibles al hombre) se implican y complementan, por tanto, en la noción de la filosofía. La divulgada definición según la cual la filosofía es la ciencia de todos los seres por sus causas últimas, y que se adquiere por la luz natural de la razón, fuera de ser discutible en algún punto o matiz accidental, recoge con amplitud, en su primera parte, la fundamental coincidencia genérica de todos los sistemas y todas las definiciones de la filosofía.

 

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Como ya etimológicamente se observó, la filosofía es búsqueda de la sabiduría. Amar a ésta es, como decía PLATÓN, algo intermedio entre poseerla y no poseerla. De este saber que se intenta puede hablarse, por tanto, en dos sentidos. En un sentido ideal, es justamente lo mismo que se pretende poseer; lo cual no es, en rigor, filosofía, sino la propia sabiduría. En un sentido real, ese saber, en la medida en que es objeto de hallazgos, interpretaciones y logros sucesivos, va adentrándose y cumpliéndose en la misma filosofía.

 

La filosofía es una participación humana de la “sabiduría ideal”. El fondo común en el que coinciden todas las definiciones y todos los sistemas de la filosofía es el objeto mismo de la sabiduría. La diversidad de las definiciones y de los sistemas afecta, pues, no a la noción última de ésta, sino tan sólo a las que intentan esquematizar el contenido de los resultados -forzosamente parciales- de su búsqueda.

 

Mas como quiera que la filosofía es una participación de la sabiduría, puede y debe ser definida de la misma manera en que se define su meta y prototipo ideal, con la esencial restricción de que se trata de algo humano e in fieri. Esta restricción permite comprender toda la diversidad de sus logros y deficiencias. La dificultad que al principio planteábamos es perfectamente retorcible. Definir es poner límites a una cosa, delimitarla, circunscribirla. La inexistencia de una definición de la filosofía, unida a su mismo reverso -a saber, la pluralidad de las definiciones del saber filosófico-, demuestra justamente que tenemos que habérnoslas con un objeto que de algún modo escapa a toda definición.

 

La trascendencia de la filosofía a todas sus definiciones no debe ser entendida como una absoluta imposibilidad de definirla o de saber lo que es, sino como la imposibilidad de conocerla de otro modo que no sea por referencia a la meta ideal, nunca alcanzada, que constituye la sabiduría. Dicho de otra manera: la imposibilidad de que se trata es la de circunscribir la filosofía a sus parciales realizaciones. Y en este mismo sentido también hay que añadir que la filosofía nunca queda íntegramente satisfecha con sus resultados, y toda definición que la limite a ellos va contra su propio espíritu.

 

Toda definición subsume lo definido bajo algo que lo excede[11]. Definir la filosofía por sus realizaciones parciales es colocar el todo bajo la parte. Definirla por cualquier otra cosa que no sea la misma referencia a la sabiduría es desconocer su carácter de conocimiento humano supremo[12].

 

La filosofía es, así, una sabiduría participada, sapientia humana[13]. Cuando en la definición que antes se consignó anteponíamos la palabra "ciencia" a todas las demás de la fórmula, no se pretendía colocar el saber filosófico al nivel de las ciencias denominadas particulares, sino al contrario: iniciar la alusión a la sabiduría, ciencia suprema y última. De esta manera la filosofía se nos presenta como privativa del hombre, en tanto que la sabiduría es patrimonio de Dios. Y no porque la filosofía tienda a la sabiduría, sin alcanzarla, debe desplazársela del repertorio de las actividades humanas. “Es indigno del hombre -decía ARISTÓTELES- no buscar una ciencia a la que puede aspirar”[14]. Y el mismo filósofo sostiene que, “a pesar de no ser más que hombres, no debemos limitarnos, como algunos pretenden, a los conocimientos y sentimientos exclusivamente humanos, ni reducirnos, porque seamos mortales, a una condición mortal; es menester, por el contrario, que, en lo que depende de nosotros, superemos los límites de nuestra condición mortal y nos esforcemos por vivir conforme a lo mejor que en nosotros existe”[15].

 

Puede darse, por tanto, esta definición de la filosofía: sabiduría humana. En ella lo que habría de cumplir la función del género próximo está sustituido por la causa “ejemplar”, y lo que correspondería a la diferencia específica se encuentra reemplazado por una limitación y restricción del concepto de la sabiduría. Este concepto no es una noción genérica, del mismo modo que tampoco lo es aquello a lo que apunta: la Verdad. La posesión de la Verdad sólo se da absolutamente en Dios. Por consiguiente, toda sabiduría de las criaturas ha de ser una sabiduría participada, aminorada. La del hombre, cuyo entendimiento es progresivo, constituye una sabiduría a la que afecta necesariamente el carácter de histórica, frente a la inmutable sabiduría divina, que se levanta por encima del tiempo.

 

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Conviene reparar en el carácter “formal” de esta definición de la filosofía. No es posible forjar un concepto que, de una manera material (es decir, atenta al contenido y la dirección propia de cada sistema), logre reunir todas las definiciones históricas dadas; por la obvia razón de que las direcciones y las concepciones filosóficas de los diversos sistemas son, en cuanto tales, irreductibles a una doctrina común. Es un empeño vano el de conciliar las doctrinas de las múltiples corrientes filosóficas, y tal empeño, más que profundidad, revela una superficial comprensión de las cosas, que acaba en ocasiones en un despreocupado eclecticismo. Pero es igualmente cierto que todas las doctrinas filosóficas coinciden, de una manera formal, en ser precisamente eso: filosóficas. Y su carácter filosófico estriba en la índole “sapiencial” que para sí recaban, cada cual a su modo.

 

Contra esta forma de definir la filosofía suele oponerse el reparo de que se trata de algo sumamente vago, incapaz, por tanto, de distinguir lo que es propiamente la filosofía y lo que son, por su parte, los restantes saberes humanos. Esta objeción cobra su posible validez a partir de la época moderna, cuando las “ciencias particulares” van independizándose del gran tronco común de la filosofía antigua y medieval. ¿Cada una de estas ciencias no es también un “saber”? Y si ello es así, y la filosofía es, simplemente, sabiduría humana, ¿cómo se explica, por ejemplo, que nadie considere en la actualidad a la química como una disciplina filosófica?

 

Sin embargo, estas mismas preguntas y la objeción que de ellas parece desprenderse no son muy coherentes con los mismos supuestos de que parten. Al referirse a las “ciencias particulares” que se han independizado del gran tronco común de la filosofía es frecuente olvidar el hecho mismo de esa escisión. Precisamente por articularse en un “saber de totalidad”, íntimamente conexo y organizado, es por lo que los varios saberes particulares, ya conocidos por los antiguos, conservaban un sentido filosófico. Lo que en realidad muestra que lo “filosófico” primordialmente consiste en el “saber de totalidad”, y que sólo de un modo secundario - por su integración en el sistema de ese universal saber - son filosóficos los demás saberes.

 

Pero ocurre, además, que la filosofía sólo es entendida como sabiduría humana si de veras se advierte que, por ser propiamente saber, es un saber del ser. La sabiduría de que aquí hablamos no se contenta con meros fenómenos ni puras posibilidades, sino que pretende conocer lo que realmente es; y, claro está, pretende conocerlo con certeza y de un modo etiológico (causal), por lo que es natural que le acontezcan estas dos cosas: 1ª., que se parezca muy poco a las llamadas “ciencias positivas”, las cuales, por principio, renuncian a conocer otra cosa que no sean los puros fenómenos; 2ª., que sea realmente escaso el número de los conocimientos que la integran, ya que, por una parte, lo esencial siempre es mínimo, y por otra, sólo el mismo Ser puede tener un conocimiento adecuado y perfecto de lo que realmente es.

 

De esta manera, si se la compara con la sabiduría divina, se nos presenta sólo como una sombra o reflejo de ella; más si se la confronta con lo que otras ciencias dicen constituir, fácilmente se advierte su eminencia, pues, aunque pobre en la cantidad, es, respecto de ellas, cualitativamente- más apetecible[16].

 

3. El origen del filosofar

 

No cabe duda de que el filosofar es imposible cuando las más apremiantes necesidades comprometen al hombre, de una manera práctica, en los concretos menesteres de la vida. Para que la actividad filosófica tenga lugar se requiere una mínima dosis de ocio y de despreocupación. El puro teorizar supone una cierta holgura en nuestra vida[17] y, en tanto que es una especie de lujo existencial, es incompatible no sólo con las exigencias inmediatas de todo quehacer práctico, sino también con la inevitable serie de preocupaciones que ellas traen consigo. El filosofar, es, pues, de hecho, un paréntesis en la ordinaria vida de negocio, y sólo se realiza, tanto en la historia de la humanidad como en la singular existencia de los individuos, cuando se dan las circunstancias necesarias para que el hombre pueda recogerse en la consideración especulativa de las cosas.

 

Pero esto significa únicamente que el ocio y sus supuestos naturales son una imprescindible condición de la actividad filosófica. Cuál sea el origen y la causa propia que, de una manera eficiente, se halla en la base de esta actividad, es, sin embargo, una cuestión distinta.

 

Con relación a ella puede hablarse, en principio, de un impulso radical o raíz de todo impulso humano hacia el saber y, por tanto, hacia la filosofía. (Con esto no se persigue aún la esencia misma de lo que hace el origen del filosofar, pero se toca una dimensión humana sin la cual ese origen carecería completamente de sentido).

 

El “impulso” de que hemos hablado es precisamente la tendencia al saber, a la que ARISTÓTELES consideraba naturalmente humana. Con esta afirmación se abren, por cierto, los libros “metafísicos” del Estagirita: “todos los hombres tienden por naturaleza al saber”[18]. Por tres razones cree SANTO TOMÁS que es, efectivamente, natural esta tendencia[19].  En primer lugar, el hombre tiende al saber “como la materia a la forma”.  Por materia se entiende, en esta terminología, de un modo general, todo lo que es indeterminado y necesita intrínsecamente de una determinación o perfeccionamiento; y, recíprocamente, se denomina forma a lo que perfecciona y determina de ese modo a la materia. (Por el saber, en efecto, el entendimiento, que es de suyo indeterminado y vacío, se puebla con los seres que va efectivamente asimilando.)

 

En segundo lugar, todo ente tiene una inclinación natural a su operación propia; y la operación propia, característica del hombre, es justamente el saber tal como arriba ha sido caracterizado, es decir, en cuanto es algo que conviene a nuestro ser específicamente intelectual -a diferencia del animal-, pero que no es tampoco la sabiduría plena y absoluta. Tal inclinación es natural, por tanto, en cuanto expresiva de nuestra propia y peculiar naturaleza.

 

Por último -y aunque éste es un dato cuya perfecta comprensión supone muchos puntos del sistema tomista -, entiende el Santo que la felicidad humana sólo se alcanza por aquella unión con Dios que se realiza por el entendimiento; de donde la natural inclinación al saber, como consecuencia de su natural deseo de felicidad.

 

Pero con todo ello queda dicho solamente que la filosofía se encuentra, de una manera radical, en el hombre, o, si se quiere, que el hombre es radicalmente filósofo. Cabe, por tanto, preguntarse ahora: ¿qué es preciso, de hecho, para que también lo sea de una manera formal?  Tal es el tema de la moción o impulso efectivo del filosofar.

 

PLATÓN Y ARISTÓTELES lo ponen en la admiración[20]. Según esto, el impulso determinante de la actividad filosófica no debe ser identificado a la ordinaria solicitud con que la realidad normalmente pulsa nuestra facultad sensible. El entendimiento es movido a la filosofía con una moción extraordinaria: sacudido por una “conmoción”. En el conocimiento puramente sensible, la espontánea tendencia a la aprehensión de las cosas se despliega, de una manera esencialmente fácil, sobre la realidad en torno y en ella se desliza normalmente, como en silencio de toda interna trepidación. Los datos sensibles se encuentran ahí, frente a nosotros, con nosotros, y su presencia parece resultarnos lo más natural del mundo.

 

Pero de pronto algo surge que atrae nuestra atención y nos la roba de todo lo demás. Este algo “se sale de lo corriente”: es una cosa extraordinaria y que nos admira. La admiración se distingue de la mirada indiferente y distraída en que es un mirar que se adhiere a su objeto y pugna por penetrarlo. Por eso, no es nunca un mirar puramente sensible, sino que implica, por su misma esencia, una operación intelectual. Esta operación, sin embargo, no es un conocimiento positivo, algo que nos “informe” sobre la cosa admirada, sino al revés: un no “saber explicarnos” cómo ella sea posible. Nos asombramos al darnos cuenta de algo de que no podemos dar cuenta.

 

Conviene distinguir en la paradójica estructura de la admiración dos notas o matices que se mezclan y entrecruzan, haciendo muy difícil su análisis. Hay en la admiración un factor intelectual y otro sentimental. Lo extraordinario y sorprendente, lo maravilloso, seduce nuestro interés. Pero, a la vez, inquieta, perturba a la inteligencia. La admiración que da lugar a la filosofía no es tanto un admirar algo, como un "admirarse de" algo. Por el asombro viene a ponerse en juego el entendimiento, en una primera operación intelectual, que consiste tan sólo en darnos cuenta de nuestra propia ignorancia.

 

Frecuentemente, nuestra capacidad de admiración parece hallarse inmersa en una especie de sueño, del que únicamente la presencia de lo misterioso logra hacerla salir. En ocasiones, la propia admiración se detiene en su fase sentimental y parece cohibir toda manifestación del espíritu. Sin embargo, ya en estos mismos casos existe un cierto reconocimiento de nuestra ignorancia. Lo que acontece es que este reconocimiento no es plenamente eficaz, porque se encuentra ahogado por una densa capa de sentimiento admirativo. Sólo tiene vigencia científica la admiración cuyo matiz intelectual logra imponerse, haciendo del reconocimiento de nuestra ignorancia un impulso que excite el natural deseo humano de saber.

 

En la base de la teoría platónico-aristotélica de la admiración como principio del saber se halla la práctica de la “ironía” socrática. La admiración, como la ironía que inspira a tantos diálogos platónicos, nos hace caer en la cuenta de nuestra propia ignorancia. SÓCRATES hace admirarse a sus contemporáneos de las cosas que tenían por más palmarias. La admiración y la ironía ponen "entre paréntesis" los mismos conocimientos del saber vulgar y mueven al intelecto a penetrarlos con una nueva mirada, que es ya, precisamente, el ejercicio del saber científico.

 

La admiración, sin embargo, no es la filosofía más que de una manera incoativa. Si no tiene eficacia para movernos a la aspiración de la sabiduría, carece del definitivo valor intelectual. En todo caso, la admiración es sólo el principio de la actividad filosófica. Esta no se limita a señalar portentos ni a formular preguntas, sino que intenta explicar aquéllos y responder a éstas. Por lo demás, en todo ser, justamente por “ser”, está presente una misteriosa condición, fuente inagotable del filosofar.

 

* * *

 

La admiración, que hace de principio de la actividad filosófica, es susceptible de muy diversas formas y puede producirse por distintos motivos. El “admirarse de” no se refiere sólo a las cosas externas, distintas del sujeto que se asombra. Puede, en efecto, ocurrir que lo que se nos vuelva problemático sea nuestra misma subjetividad, en una de sus múltiples facetas, o tal vez en conjunto, precisamente como subjetividad.  Determinadas situaciones vitales, en las que el hombre parece replegarse sobre su propio ser, concentrando en sí mismo la fuerza de la atención intelectual, favorecen, sin duda, la meditación de los temas antropológicos, aunque a través de ellos puedan alcanzar una virtualidad filosófica más amplia. La consideración del tema de la muerte o la del fenómeno, profundamente humano, de la “angustia vital”, son ocasiones privilegiadas, fuentes excepcionales de admiración y, por tanto -si se sabe penetrarlas-, también de filosofía.

 

Tan extremoso es, no obstante, circunscribir el campo de la admiración a los solos problemas de la subjetividad humana, como entender que aquélla debe recaer únicamente sobre los demás seres. Y, por otra parte, es conveniente observar que la simple “vivencia”, por intensa que sea, de las situaciones que hemos considerado excepcionales o privilegiadas a los efectos de la admiración, no es filosofía, ni siquiera, tampoco, admiración que nos conduzca a ésta, más que en el caso de que el factor intelectual, presente siempre en el verdadero asombro, tenga la suficiente lucidez y no esté perturbado por el predominio de los factores emocionales. La filosofía no es una sensiblería ilustrada, ni la admiración un mero estado afectivo (mucho menos, una simple vivencia patológica).

 

En este mismo sentido también conviene añadir que la “extrañeza” de que parte el filósofo no es el prurito, pedantesco y burdo, de fingir repugnancia a las más obvias y elementales evidencias. Y es muy necesario distinguir la auténtica vocación por la filosofía y lo que tan sólo constituye una superficial complacencia -mero esteticismo- ante el estilo, frecuentemente nervioso y paradójico, en que el filósofo plantea sus problemas. La filosofía no es un sistema de reactivos literarios, ni su función consiste en provocar "trascendentales" estremecimientos.

 

4. Sentido y finalidad de la filosofía

 

La más frecuente y divulgada objeción a la filosofía es la que insiste -desde el positivismo, sobre todo- en que se trata de una actividad perfectamente “inútil”, sin valor, por tanto, para el hombre práctico. Esta objeción afecta especialmente a la parte más noble de la filosofía, la metafísica; pues respecto de otras, como, por ejemplo, la psicología y la ética, se advierten inmediatas conexiones con lo que, en un sentido muy estricto y pragmático, se conviene en llamar “la realidad”. Tal realidad, que no es otra, en sustancia, que la de la vida de negocio en sus concretas e inapelables urgencias, no sólo quedaría fuera de la consideración más típicamente filosófica, sino que tampoco recibiría ningún provecho de ella.

 

Hay ciertamente un punto de razón en todas estas consideraciones. Ante todo, es verdad que la filosofía no se dirige a esa realidad así delimitada de una manera puramente pragmática. Mejor dicho, no se refiere a ella, en ningún caso, de una forma pragmática a su vez. Y es también necesario añadir -desde el punto de vista de los hechos- que, como quiera que el filosofar es una actividad esencialmente especulativa, no sólo no se afana con esa realidad, sino que positivamente hace que nos desentendamos o despreocupemos de ella[21].

 

Esta última afirmación se presta, sin embargo, a un cierto equívoco. Es posible, en efecto, aprovecharla para asignar a la filosofía un sentido evasivo o de descanso con relación a los empeños y dificultades de la vida ordinaria. Mas todo ello, que efectivamente puede darse y hasta ser la razón ocasional del ejercicio de la actividad filosófica, no es, sin embargo, su sentido esencial. Por de pronto, es claro que lo mismo también puede obtenerse, y de un modo más fácil e inmediato, recurriendo a otras formas de llenar el ocio; y aun cuando se admitiera que la filosofía es la mas intensa, no se puede afirmar que esto constituya su sentido inmediato y directo, sino, a lo sumo, algo que realmente le acompaña o sigue.

 

En cualquier caso, es clara la “inutilidad” de la filosofía para la vida puramente pragmática. Pero esto, en rigor, no es una verdadera acusación. Lo sería, realmente, si el supremo valor fuese la utilidad. Tal es, por cierto, el oculto prejuicio en que se basan quienes así pretenden descalificar la filosofía. Es indudable que la utilidad constituye una especie o forma de valor. Mas no es la única, ni la más eminente; sino, precisamente, la más baja y precaria. Lo que es útil -y en tanto que lo es- no posee un valor absoluto; vale solamente en la medida en que sirve para algo, y este servicio lo subordina a aquello mismo que mediante él se obtiene. Lo útil se comporta como un medio, y es, pues, naturalmente inferior a su fin. De ahí que no sea apetecido por sí mismo, sino -en tanto que útil- por sus resultados.

 

El hecho, en suma, de que algo no sea útil no significa, sin más, que no tenga valor; puede ocurrir que valga por sí mismo. Solamente en el caso de que, no valiendo por sí mismo, tampoco sirva para ningún fin, la acusación de inutilidad será expresiva de una real descalificación. E inversamente: no realza a los seres más perfectos, sino que, al contrario, los deprime, el considerarlos útiles. En este sentido puede y debe decirse, por ejemplo, que la utilidad no debe ser atribuida a Dios, pues su ser no es un medio para ningún ente, sino que todo ente se ordena al Ser Supremo como a su último y definitivo fin.

 

De una manera análoga, la filosofía no es propiamente descalificada porque de ella se diga que no es útil para la vida práctica. Haría falta también, para menospreciarla con derecho, que por sí misma no valiese nada. Pero acontece, por el contrario, que la filosofía es justamente el saber más apetecible por sí mismo. ARISTÓTELES consideraba a la metafísica como una “ciencia libre” (έλευθέρη έπιστήμη), pues se trata de algo que persigue el hombre, no por razón de las necesidades o conveniencias de la vida práctica, para las cuales es realmente inútil, sino como un saber que es en sí mismo la causa de su apetibilidad. Es la especulación que más conviene al hombre enteramente libre de preocupaciones; la que más se hace por sí misma, ya que, en efecto, es la que menos tiene que ver con ningún provecho diferente del que, de una manera inmediata, lleva consigo su realización.

 

* * *

 

Es importante, sin embargo, advertir que la carencia de finalidad práctica no es una absoluta falta de finalidad. La filosofía, como toda búsqueda o tendencia, tiene naturalmente un objetivo o fin. Cosa muy distinta acontece en el caso de la Sabiduría. Esta ya no es una tendencia, sino la misma plena posesión de aquello a lo que en definitiva está ordenado el saber filosófico.

 

Al referirnos ahora a la finalidad de la filosofía, lo hacemos desde un punto de vista intrínseco y esencial.  Cabe también hablar de otras “finalidades” de la actividad filosófica, pero en un sentido accidental e impropio. Sin embargo, aun desde el punto de vista esencial, se habla algunas veces en plural del objetivo o fin de la filosofía, e incluso se ha llegado hasta afirmar la imposibilidad de atribuir a la filosofía una finalidad idéntica y constante[22]. Y la razón que se suele aducir es que esta última sería contradictoria con la exigencia de autonomía y originalidad propia del pensamiento filosófico. De la misma manera que en esa concepción, muy generalizada, la filosofía tiene el derecho y el deber de fijar su objeto, así el filósofo puede y debe señalarse su objetivo.

 

Esta manera de entender las cosas tiene una pretendida base en la consideración puramente superficial de la historia de la filosofía, y si se intenta justificar de una manera teórica, se ve, en último término, forzada a incurrir en la contradicción de aplicar la palabra “filosofía” a una serie de cosas que no habrían de tener nada en común, ya que si lo tuvieran siempre sería posible señalar, bajo las diferencias, una nota idéntica y constante que recogiese la aspiración o finalidad esencial de las múltiples formas de concebir la actividad filosófica. La pluralidad de fines de la filosofía es algo que conviene únicamente al plano accidental de las diversas realizaciones parciales que históricamente se han dado de ella; no al sentido esencial por cuya virtud esas realizaciones, pese a sus innegables diferencias, son encuadradas en un mismo concepto: el de filosofía.

 

En ese esencial sentido, la finalidad última del saber filosófico es, “objetivamente” considerada, la Verdad real, el mismo Ser, que en la absoluta sabiduría es poseído sin residuo alguno y sin necesidad de búsqueda o tendencia de ninguna especie; y desde el punto de vista “subjetivo”, la máxima integración, humanamente posible, de nuestro propio ser, que por hallarse en una esencial y constitutiva tensión a la verdad, necesita de ésta para ser plenamente.

 

La indigencia del hombre es el supuesto de toda especulación humana; máximamente, de la filosofía. Pero no la indigencia que se remedia con los bienes logrados en la vida práctica, sino otra más esencial y profunda: el hecho mismo de que nuestro ser, precisamente en tanto que ser, es potencial e incompleto, constitutivamente pobre, pues nuestro entendimiento, por el cual diferimos de los animales, no es una entidad que se baste a sí propia, sino que necesita de los demás seres para llenar su interna vaciedad. El conocimiento es, en rigor, una necesidad humana; la necesidad que el hombre tiene de saturar su indeterminación, de completar, con las demás cosas, su precaria entidad. De esta exigencia de nuestro ser, la filosofía se hace cargo en una forma radical y plenaria. Y por el hecho mismo de que el entendimiento humano no se limita a los fenómenos ni tampoco a un sector determinado de entes, sino que, por principio, está en tensión a todo ente y toda verdad, la filosofía, no obstante su inutilidad para la vida práctica, es, en rigor, la máxima necesidad humana.

 

En la teoría platónica del Eros hay a su modo, mitológicamente formulada, una profunda alusión a nuestro ser. Eros no es un dios; no tiene la opulencia entitativa; antes bien, como hijo de Penia, es un ente precario, a medias, indigente. Como hijo de Poros, sin embargo, es rico en expedientes y recursos para perfeccionar y completar su ser. Análogamente, el hombre es un ser precario; pero dispone de una capacidad de perfeccionamiento, que remedia, a su modo, esa constitutiva imperfección. En tal sentido, pues, cabe decir que la filosofía es el máximo arbitrio natural de que el hombre dispone para remediar su deficiencia entitativa.

 

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Desde un punto de vista no esencial, puede también hablarse de las “consecuencias” que el filosofar, como por una cierta resonancia, produce en nuestra vida. No son lo que define de una manera intrínseca y directa, el “sentido” de la filosofía; pero poseen una importante significación en la economía total de la existencia humana.

 

El ocuparse con los temas que afectan a las ultimidades de la existencia representa, de suyo, aunque sólo alcanzara un valor meramente formal, trascender nuestra vida cotidiana, levantar el espíritu hacia un dominio en que ampliamente se desborda el condicionamiento sensible de los negocios de nuestro vivir. La admiración que da lugar a la filosofía nos hace suspender por un momento la ajetreada ocupación en que nuestro ser se dispersa v afana, y viene a colocarlo bajo un interrogante en que el hombre se torna sobre sí.  La forma más frecuente de filosofar, la que en rigor no falta a ningún hombre, es la que consiste en preguntarse por el sentido total de todo eso que hacemos v deshacemos en la faena de nuestra vida. Nuestro ser necesita aclararse el valor v sentido de su propio operar.  Y al recogerse en la meditación de estos temas, trasciende la dispersión de su diario vivir en el plano sensible y material y se libera, siquiera sea por un momento, del peso de nuestro cuerpo sobre la tierra.

 

Mientras se filosofa, la tensión del espíritu se alza eminentemente sobre el estado de propensión vegetativa y de animalidad que en ocasiones afecta a nuestro ser. Claro es que el ocio filosófico no puede cubrir la latitud completa de la vida humana. Pero un continuo negocio, al que jamás el ocio de lo filosófico venga a suspender para imprimirle un sentido, es una vida infrahumana. Ni se trata tampoco de que el filosofar eleve al hombre a una categoría superior a la que, de un modo natural, le corresponde. Sólo la gracia sobrenatural eleva nuestro ser hasta hacerle partícipe de la naturaleza divina. Pero es indudable que mientras el hombre filosofa, su espíritu, de ordinario vuelto a los sentidos, se alza hacia las cosas trascendentes y se libera, a su modo, de la servidumbre de lo sensible[23].

 

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BIBLIOGRAFÍA Cap. 1

 

    PLATÓN: Banquete (especialmente el discurso de Sócrates); ARISTÓTELES: Met., 1, 1 v 2; SAN AGUSTÍN: De civit. Dei, VIII, 2; SANTO TOMÁS: In met., I, lect. 1-3; SUÁREZ : Disp. met., I; KANT: Lógica, II; BALMES: Filosofía fundamental..

 

    E.BAUDIN: Introduction générale à la philosophie, I; Qu´est ce que la philosophie?; A. BÄUMLER-S. SCHRÖTER: Handbuch der Philosophie; A. BRUNNER: ideario filosófico; M. GARCÍA MORENTE y J. ZARAGÚETA: Fundamentos de filosofía; J. GAOS: Dos ideas de la filosofía (pro y contra de la filosofía); A. GONZÁLEZ ALVÁREZ: Introducción a la filosofía; J. GREDT: Elementa philosophiaae aaristotelico-thomisticae, I; K. JASPERS: Introducción a la filosofía; R. JOLIVET: Traité de Philosophie, I; O. KULPE: Introducción a la filosofía; G. M. MANSER: La esencia del tomismo; J. MARÍAS: Introducción a la filosofía; J. MARITAIN: Elementos de Philosophie, I, Introd. gén. À la philosophie; A. MUÑOZ ALONSO: Fundamentos de filosofía; A. MÜLLER: Introducción a la Filosofía; PROF. SOC. JESU FAC PHIL. HIS: Philosophiae Scolasticae Summa; F. PUSTET-J. KÖSEL: Philosophische Handbibliothek; L. DE RAEYMAAEKER: Introductión à la philosophie; S. M. RAMÍREZ: El concepto de la filosofía; J. URRABURU: Instituciones philosophiae, I; X. ZUBIRI: Naturaleza, Historia, Dios.

 

    Entre los diccionarios y léxicos filosóficos generales, merecen citarse: J. M. BALDWIN: Dictionary of Philosophy and Psycology; R. EISLER: Wörterbuch der philosophischen Begrife; A. LALANDE: Vocabulaire technique et chritique de la philosophie; J. FERRATER MORA: Diccionario de la filosofía.

 

    Aunque especializados en algún filósofo o sistema, deben citarse también, por su destacado interés, los de: H. BONITZ: Index aristotelicus; R. EISLER: Kant-Lexikon: H. GLOCKNER: Hegel-Lexikon; E. GILSON: Index scolastico-cartesien; L. SCHÜTZ: Thomas-Lexikon.     

 


[1] El estudio reflejo que el saber filosófico hace de sí mismo -la filosofía de la filosofía- corresponde, de una manera formal, a la metafísica, única ciencia que, por tener un objeto enteramente universal, puede considerar adecuadamente todas las ciencias.  Cf.  SANTIAGO MARÍA RAMÍREZ: El concepto de la Filosofía (Biblioteca Hispánica de Filosofía, Madrid, 1954), c. 1.

Sobre la distinción entre la verdadera vivencia y la simple idea previa de la filosofía, M. GARCÍA MORENTE y J. ZARAGÜETA: Fundamentos de Filosofía (Madrid, 1947), c. 11.

[2] Con ese término fueron designados los "siete sabios" de la fama y - según JENOFONTE- también los filósofos naturalistas.

[3] "Es necesario que los hombres filósofos sean buenos investigadores de   muchas cosas" (F. 35, DIELS).

[4] Tusc., V, e. 3, n. 7-9.

[5] De claror. philosoph. vitis. (edic.  DIDOT), 1. 8, c. 1, n. 8.

[6] Según KRUC, (Allgem. Handw. der philos.  Wissensch., III, 211), el relato procede de un escrito perdido de -περì νóσων- de HERÁCLIDES PÓNTICO, un pitagórico que concurrió a la escuela platónica y que, en su fervor por PITÁGORAS, atribuía a éste las ideas de aquélla. A esta misma opinión adhiere ZELLER (Philos. Der Griech., Einleit., I). Por su parte, RITTER y PRELLER  (Hist. Philos, graecae, n. 3) sostienen que HERÁCLIDES atribuyó a PITÁGORAS lo que en realidad era propio de la modestia socrática ( “In Pythagoram transtulit Heraclides quod erat Socraticae modestiae proprium” ).

La fidelidad del testimonio heraclídeo tiene un  defensor en BURNET (Die Anfänge der griechisch. Philos., p. 86; es la  traduc. alemana, por E. SCHENKL del original inglés); pero W. JAEGER ha vuelto a atacarla con fuertes argumentos (Aristóteles, Ap. 1, p. 475 y siguientes, de la traduc. castellana de J. GAOS en el “Fondo de la Cultura Económica”, México, 1946).

[7] Hist., lib. 1, c. 30.

[8] II, 30.

[9] En la docta ignorantia, de NICOLÁS DE CUSA, y en algunas fórmulas actuales del "problematicismo filosófico” y de la "dialéctica del no-saber”  hay una resonancia - en ocasiones, una extremosa amplificación- del esencial aspecto negativo que ya en su origen muestra el filosofar. (Valgan respectivamente, N. HARTMANN y K. JASPERS como los más destacados ejemplos.)

[10] En su conocida Introducción a la Filosofía, O. KÜLPE llega a sostener la necesidad de renunciar a toda definición de la filosofía.

[11] La definición articula a lo definido mediante dos elementos: uno común y otro diferencial (género y especie). El "hombre", por ejemplo, se define por su encuadramiento en el género "animal" y su determinación por la diferencia racional.

[12] Así como el "ser" es indefinible -aunque tenemos una cierta intuición de él-, de la misma manera el propio ser de la filosofía no es susceptible de definición, más que en la forma de referirlo a la sabiduría, que, por cierto, es el último y verdadero conocimiento del ser.

[13] ARISTÓTELES emplea ese concepto - άνθρωπική σοφία -, aunque a veces lo restringe a una de las partes del saber filosófico: la filosofía natural. (Apud RAMIREZ, op. cit., pag. 129, en nota).

[14] Met., I, 2.

[15] Et. Nichom., X, cap. VII, 8; 1.177 b.

[16] Cf.  ARISTOTELES: De part. anim., cap. V; 644 b; y De Coelo et mundo, cap. XII, 1;  291 b. Sería demasiado fácil ironizar sobre la escasez cuantitativa del saber filosófico, y, sin duda, muy sintomático de una mentalidad de "nuevos ricos" del saber positivo (los ataques de Karl Popper a la excesiva plétora de minucias en el empirismo lógico son una prueba de la autenticidad filosófica de este autor).

[17] Esta es la inmediata significación de la conocida frase, que tanto se ha interpretado y comentado desde los más diversos puntos de vista : "Primero, vivir; luego, filosofar".  Cf.  PLATÓN: Teetetos, 155 d.

[18] Met., 980 a 22.

[19] Comm. in lib. methaphys. Arist., Lib I, c. 1, lect. 1.

[20] Cf. PLATÓN: "La pasión específica del filósofo es la admiración, pues no es otro el principio de la filosofía" (Teetet., 155 d), y ARISTÓTELES: "Por la admiración han empezado los hombres, ahora y antes, a filosofar" (Met., A, 982 b, 12).

[21] Se cuenta que ANAXÁGORAS señalaba al cielo al asegurar que se preocupaba por su patria.

[22] Cf. G. SIMMEL: Problemas fundamentales de la filosofía (traducción castellana en "Revista de Occidente"), c. I.

[23] Tal es el sentido de la concepción platónica de la filosofía como χάθαρσις (purificación).