El
Manifiesto comunista
por Rafael Gómez Pérez
El Manifiesto comunista, firmado conjuntamente por Marx y Engels, está
considerado como la mejor síntesis de la doctrina marxista, hasta el punto de
constituir un texto de referencia que se estudia, todavía hoy, en las
escuelas de Enseñanza Media (y universitarias), para conocer con propiedad un
tema del programa de Historia de la Filosofía: «El marxismo».
Reproducimos
un artículo, breve, incisivo y claro, que un especialista en Filosofía
social y política escribió con ocasión del 150 aniversario de la aparición
de este librito. Las ideas principales del Manifiesto comunista quedan
aquí muy bien expuestas, pero como ha transcurrido siglo y medio de su
primera edición, el autor hace un balance histórico y señala que esa obra
sigue vigente, en cierto modo, en algunos aspectos de la llamada filosofía o
mentalidad «posmoderna».
Se cumplen 150 años del "Manifiesto comunista"
Aceprensa (4 marzo 1998)
La venganza de la Historia
Por Rafael Gómez Pérez
El Manifiesto comunista fue uno de los textos que más esperanzas y convulsiones provocó en el mundo moderno. Pero al cumplir su 150 aniversario, poco queda en pie de su proyecto revolucionario. Ni los más radicales antimarxistas pueden negar la radicalidad del intento de Marx, como él lo formuló en la última de las Tesis sobre Feuerbach: «Hasta ahora los filósofos han interpretado el mundo de diversas formas, pero de lo que se trata es de transformarlo».
Marx no fue un pensador mediocre, ni convencional. Apostó de forma fuerte por
una reconstitución de lo humano, con la convicción de que había descubierto
nada menos que un nuevo continente científico. Y está claro que su
equivocación es, por eso mismo, una de las más trágicas de la historia del
pensamiento.
Es difícil separar el marxismo de lo que fue después, del comunismo
soviético principalmente. Pero, aun a costa de repetir lo obvio, Marx muere
34 años antes de que tenga lugar la Revolución de Octubre. Ni siquiera en
los últimos años podía imaginar que su teoría y praxis inspiraría a un
Lenin.
Si esto es verdad en 1883, fecha de su muerte, lo es más cuando redacta, con
Engels, el Manifiesto comunista, en 1848. Por eso, hacer justicia a
Marx es intentar verlo antes de que su filosofía se transformara en
ideología del comunismo.
Leyes de la historia
Engels había firmado con Marx, en 1845, La sagrada familia, una dura
crítica del idealismo de los hegelianos de izquierda, del tipo de Bruno Bauer.
Juntos también escribieron, en 1845 y 1846, La ideología alemana,
inédita hasta 1932, que contiene la más amplia exposición de lo más
esencial del marxismo: la concepción materialista de la historia, según la
cual las sociedades se han estructurado, en todos los tiempos, teniendo como
base los intereses económicos de la clase dominante. Por la misma época
polemiza con el más conocido socialista francés, Proudhon, y a la Filosofía
de la miseria de éste, de 1846, contesta con Miseria de la filosofía,
de 1847. El modo de razonar de Proudhon, escribe Marx, es el del
pequeñoburgués, incapaz de dar con la leyes de la historia.
En junio de 1847 una sociedad secreta, la Liga de los Justos, integrada en su
mayoría por inmigrantes y refugiados políticos alemanes, se reúne en
Londres y decide elaborar un programa político. Invitan a Marx a que forme
parte y él acepta con dos condiciones: cambiar el nombre de la sociedad por
el de Liga Comunista y encargarse él de redactar el programa. Desde mitad de
diciembre de 1847 hasta finales de enero de 1848, Marx y Engels trabajan en lo
que sería el Manifiesto comunista (Das Kommunistische Manifest).
He aquí las principales ideas: la lucha de clases es el motor del desarrollo
de las sociedades, y en la sociedad capitalista esa lucha se expresa en la
oposición entre capitalistas y proletarios, que terminará inevitablemente
con el triunfo de éstos y la abolición de las clases sociales (capítulo 1:
«Burgueses y proletarios»). De ahí el programa de los comunistas: conquista
del poder político, abolición de la propiedad privada de los medios de
producción y del salario, y establecimiento de la propiedad colectiva. Este
programa se complementa con diez medidas entre las que figuran la
progresividad del impuesto, la abolición de la herencia y del trabajo
infantil, la nacionalización del crédito y la gratuidad de la enseñanza
(capítulo 2: «Proletarios y comunistas»).
Tras una crítica de las corrientes socialistas llamadas «feudal», «pequeñoburguesa»,
«alemana», «burguesa» y «crítico-utópica» (capítulo 3: «Literatura
socialista y comunista»), el capítulo 4 y último ordena a los comunistas
que apoyen todo «movimiento revolucionario contra el orden social y político
existente» («Los comunistas y los partidos de oposición»). Marx desplegó
en este texto su indudable capacidad literaria para formular frases
apocalípticas y fácilmente convertibles en consignas: «Un espectro recorre
Europa: el espectro comunista». «Los proletarios no tienen nada que perder,
salvo sus cadenas». «Trabajadores del mundo, uníos».
El fracaso de la Modernidad
Marx se inscribía de ese modo en un movimiento intelectual que se había
iniciado con la Modernidad, desde Descartes. Marx se veía en la estela de los
cartesianos materialistas (Holbach, Lamettrie), pero corrigiendo su
«vulgaridad» con el idealismo hegeliano, una vez que la dialéctica de Hegel
fue «puesta sobre los pies» en lugar de andar por las nubes del Espíritu.
Así, Marx era consciente de que todo el proyecto de la Modernidad, la
autonomía completa del hombre, culminaba en él.
Un proyecto en verdad audaz y nuevo. Superar el individualismo, superar el
materialismo vulgar, superar la limitada concepción democrática de la
Revolución francesa. Y sobre todo eso, hacer una especie de injerto entre el
materialismo y el idealismo: el sujeto de la Historia era el hombre colectivo,
la esencia humana, una vez que se conoce que esa esencia no es más que el
resultado de las condiciones materiales de la existencia.
La dialéctica
histórica funcionaría por sí sola: la burguesía engendraría en su seno al
proletariado, que la destruiría, dando paso a una sociedad sin clases.
En la época en la que redactaba el Manifiesto, Marx no dejó de señalar
cuál sería el final: una sociedad sin Estado, sin división de trabajo, en
la que a cada uno se le daría según sus necesidades.
Sencillamente, el proyecto era contradictorio. Si el comunismo era el estadio
final, la concepción marxiana de la historia no era dialéctica, porque no se
entendía cómo la dialéctica iba a pararse y el comunismo no iba a engendrar
otro tipo de contradicción. Si el comunismo no era el estadio final, toda la
argumentación se venía abajo.
Para muchos intelectuales de los siglos XIX y XX, el marxismo fue,
prescindiendo de la realización soviética, el símbolo de la Modernidad.
Sartre lo denominó, nada menos, que «la concepción insuperable de la
Historia». Pero, como había ocurrido desde el principio, la Historia siguió
sus propios derroteros, de los que nadie tiene la clave, y trajo consigo la
superación de la concepción insuperable de la Historia. Sartre está hoy tan
olvidado como Marx, si no más.
Marxismo y violencia
La violencia, recordó Marx, es la partera de la Historia. Pero cuando él se
refería al triunfo del proletariado no pensaba en lo que iba a ocurrir en la
historia cada vez que el marxismo fue empleado como ideología: que su triunfo
se debía o a un golpe de Estado (el de Lenin) o a una guerra (en China,
Vietnam, etcétera). Cuando el marxismo llegó al poder a través de las urnas
(en el Frente Popular, en Francia, por ejemplo), fue con la ayuda de
socialistas y con un programa que, aparte de no durar, renunciaba a casi todos
los postulados básicos, como el de la abolición de la propiedad privada de
los medios de producción.
De hecho, desde antes de la muerte de Marx los partidos socialdemócratas
habían abandonado gran parte del radicalismo marxista. Y ahora, cuando se
cumplen los 150 años del Manifiesto, los partidos socialdemócratas
son una mezcla de socialismo genérico y neoliberalismo que hubiera provocado
vómito en el autor de El Capital.
La era posmoderna
Uno de los síntomas del fracaso de la concepción decimonónica de la
Modernidad fue esa especie de cansancio por las cosmovisiones o por las
metahistorias que se advirtió ya en los años setenta, después del
agotamiento de la revolución «mental» de los sesenta. Aquella humorada de
«Dios ha muerto, Marx ha muerto y yo mismo no me encuentro tampoco demasiado
bien». Típico de Woody Allen, quien en su última película, Desmontando
a Harry, sentencia: «La frase más hermosa no es Te amo sino Es
benigno.».
Es probable que en este cansancio haya influido, y bastante, el fracaso de la
URSS, un fenómeno de tales y tantas dimensiones que se tardará decenios en
digerirlo. La URSS era una potencia que invertía continua y cuantiosamente en
propaganda del marxismo, aunque la realidad del marxismo de Marx había dejado
de interesarle desde hacía tiempo. Esa inversión era, para intelectuales de
diverso tipo, en Occidente, una oportunidad de relaciones, de viajes, de
publicaciones y, en los mejores casos, de encontrar gente que, al fin y al
cabo, estaban en la gran familia del «socialismo científico».
Si, por ejemplo, se repasa la lista de escritores e intelectuales a mediados
de este siglo, la nómina de marxistas y «compañeros de viaje» es nutrida.
De modo que cuando se inicia el cambio de mentalidad, hacia mitad de los años
sesenta, gran parte de la cultura establecida, sobre todo en los países
latinos, es de signo marxista.
Esto es lo que se viene abajo cuando el edificio soviético empieza a
cuartearse. Como ha fracasado de forma estruendosa y al grito de ¡libertad!
lo que se daba como el fundamento de cualquier liberación, incluso en
la teología, en lugar de buscarse un fundamento filosófico más sólido del
hombre y del mundo, se opta por una ontología mínima, una ética de mínimos
y, en definitiva, una consagración del egoísmo. Como dice un anuncio
publicitario de estos tiempos, sin reparo alguno: «Da satisfacción a la
parte más egoísta de ti mismo». Algo inconcebible cuando existía como
horizonte (muchas veces equivocadamente marxista) «la conciencia social».
Un materialismo cotidiano
Si se desease una afirmación central, básica y nuclear en el complejo
sistema marxista, sería ésta: «El modo de producción de la vida material
condiciona el carácter general de los procesos sociales, políticos y
espirituales de la vida». Si esto se cumplía siempre, ya que era ciencia en
el mismo sentido en que Darwin hizo ciencia (Marx deseó dedicar a Darwin El
Capital), la forma de producción capitalista era un momento que daba
origen a la intrínseca contradicción proletaria, y todo lo que sigue. Ya se
sabe que la historia no fue por ahí.
Pero, curiosamente, la posmodernidad parece, en forma de calderilla, una
confirmación de la influencia casi determinante, no ya de los modos de
producción, sino de los modos de consumo. La afirmación quedaría así:
«Las formas de consumo en la vida material condicionan el carácter general
de los procesos sociales, políticos y espirituales de la vida». Pero esto,
en lugar de dar origen a una revolución, trae consigo un comportamiento
fragmentario e insensible hacia los planteamientos de tipo general.
En 1839, nueve años antes del Manifiesto, un pensador más sencillo,
pero que se ha demostrado más lúcido, Alexis de Tocqueville, publicaba la
segunda parte de La democracia en América. Pensó, y acertó, que los
países occidentales irían en el futuro en esa misma dirección. A la vez,
detectó unas tendencias en la cultura americana que, según lo anterior,
serían las tendencias de la cultura occidental.
«El deseo de bienestar se manifiesta en ellos [en los pueblos democráticos]
como una pasión tenaz, exclusiva, universal... Son cosas pequeñas a las que
el corazón se apega a diario porque están cerca: acaban por ocultar al
hombre el resto del mundo y, a veces, se colocan entre el hombre y Dios».
Sigue: «En las sociedades democráticas, la sensualidad de la gente adquiere
un aspecto moderado y tranquilo, al que se adapta todo el mundo. Resulta
difícil escapar a la regla general, tanto en los vicios como en las virtudes.
Ese deseo concreto que los hombres de los tiempos democráticos tienen de
goces materiales no se opone naturalmente a la idea de orden; al contrario,
necesita el orden para ser satisfecho». Esto explicaría el talante
conservador –a la hora de defender los goces materiales– también de las
izquierdas. Y se explicaría también la carencia de planteamientos generales,
pues la atención prevalente al consumo tiene el poder de disgregar, de
divertir, en el sentido de irse por caminos diversos. «Lo que más temo para
las generaciones que vengan, escribía Tocqueville, no son las revoluciones.
Si los ciudadanos continúan encerrándose más y más estrechamente en el
círculo de sus pequeños intereses domésticos, agitándose en ellos sin
tregua, se puede pensar que terminarán por ser como inaccesibles a esas
grandes y poderosas emociones públicas que turban a los pueblos, pero que los
desarrollan y los renuevan».
A 150 años del Manifiesto, los proletarios de todo el mundo no sólo
no se han unido, sino que han desaparecido, al menos como término. Lo cual no
significa que no existan los desgraciados de este mundo, los «condenados de
la tierra», en terminología de Franz Fanon que a Sartre encantaba:
simplemente son fragmentos de la historia y fuera ya de una única historia y
una única revolución mundial.
Marx y la religión
Marx era también un producto de la Ilustración materialista en su actitud
sobre la religión, que tomó de Feuerbach: «El hombre es para hombre el ser
supremo». Era una actitud corriente en el siglo XIX que se prolonga en el XX.
Para Durkheim, lo que la religión adora es la sociedad misma de los hombres.
O, como decía también Feuerbach, «el secreto de la teología es la
antropología». Freud entendía la religión como una ilusión. Marx, mucho
antes, como el mundo imaginario que impide darse cuenta del mundo real, «el
opio del pueblo».
Casi un siglo y medio después, cuando desde 1989 tiene lugar la revolución
de la libertad en los países comunistas, se podía oír cómo «el marxismo
es el opio del pueblo». La religión no sólo no ha desaparecido sino que, de
forma no siempre clara y coherente, ha encontrado un afianzamiento insólito
hace apenas cincuenta años. Una figura como la de Juan Pablo II es una
referencia de libertad y de profundidad humana y espiritual. En su histórico
viaje a Cuba, es él quien hace posible la liberación de presos políticos.
No se descarta la visita del Papa a Rusia. El mismo Papa es también la voz
más clara en contra de la guerra y de las injusticias sociales. Un
cristianismo, además, que no se identifica, como en otros tiempos, con
determinadas posturas políticas. No hay alianzas actuales entre el Trono y el
Altar, a no ser en países islámicos y en algunos de confesión cristiana
ortodoxa (la misma Rusia, Grecia, algunos países balcánicos).
Si se puede extraer una lección histórica de los 150 años transcurridos
desde el Manifiesto comunista, es precisamente la transitoriedad de las
ideologías. Los horizontes mentales, los paradigmas teóricos, las
filosofías que pueden en algún momento parecer definitivas son episodios de
algo mucho más complejo e inabarcable: la historia humana, que sigue estando
en manos de la libertad.
El libro negro del comunismo
En 1997, al cumplirse 70 años de la revolución soviética, doce historiadores franceses publicaron Le livre noir du communisme (Ed. Robert Laffont). Son 846 páginas en las que se intenta hacer balance de los millones de víctimas provocadas por el comunismo en todo el mundo (cfr. Aceprensa, 172/97). A pesar de que los crímenes son innegables, el libro ha suscitado todavía ásperas discusiones. Con motivo de su traducción al italiano, el coordinador del libro, Stéphane Courtois, ha hecho unas declaraciones al diario Avvenire (1-II-98).
Algunos critican que en el libro se considere al comunismo como un sistema
mundial, cuando habría que distinguir las diferentes situaciones según los
países. Courtois, en cambio, piensa que, entre los diversos regímenes y
partidos comunistas, «se puede constatar una formidable continuidad: una
unidad de ideología, de organización del partido, de manera de gobernar. Era
un sistema mundial y no por casualidad, ya que así había sido pensado. En
otro campo, a nadie se le ocurriría decir que hay católicos en Italia y
católicos en Argentina, pero que no tienen nada que ver los unos con los
otros porque Italia no es Argentina. A su modo, la Iglesia católica es un
sistema mundial, pensado para serlo. No veo cómo se puede negarlo en el caso
del comunismo: tenemos todos los elementos necesarios para decirlo, aunque
sólo fuese por la creación de la Internacional comunista».
Otros dicen que no se puede hacer la historia con una especie de contabilidad
de las víctimas. En tal caso, habría que contar también las víctimas del
capitalismo y del colonialismo real. Courtois responde: «Una de las bases del
trabajo histórico es establecer los hechos. Por lo tanto, el número de las
víctimas es muy importante. En la historia del nazismo y del genocidio de los
judíos la discusión sobre el número de víctimas dura desde hace cincuenta
años y se considera esencial. Incluso un niño comprende que si Hitler
hubiera matado a cincuenta mil judíos en vez de a cinco millones la cuestión
sería distinta». En cuanto a las víctimas del capitalismo, «cayeron en
gran parte en el momento de la creación del sistema industrial, muertas en
accidentes de trabajo, por malos sistemas sanitarios, por fatiga, por
malnutrición. Pero en el capitalismo no ha habido nunca hambrunas provocadas
por la política del gobierno». En la Rusia de los zares la última carestía
tuvo lugar en la década de 1880 y fue provocada por las malas condiciones
climáticas. El gobierno pidió ayuda internacional y hubo un gran movimiento
de solidaridad. «En cambio, los regímenes comunistas mantuvieron en secreto
las hambrunas y dejaron morir a la gente. En el capitalismo nunca ha sucedido
lo que ocurrió en la URSS en 1937-1938, cuando 700.000 personas fueron
fusiladas según listas con el visto bueno del jefe del Estado. Seamos serios:
hay que mirar no los episodios sino la continuidad de la historia. Y la
continuidad de la historia del comunismo es el terror como método de
gobierno».
Courtois subraya que el olvido del mandamiento «no matarás» hace que la
revolución se convierta en una fuerza inhumana. El atenerse a unos
mandamientos que son también grandes valores humanos ha hecho que la Iglesia
haya sido «una gran fuerza progresista». «Sé que no les gusta a muchos de
mis amigos de izquierda, pero una de las personas que antes y con más
claridad condenó el doble totalitarismo nazi y comunista fue Pío XI en 1937,
con las dos encíclicas, Mit brennender Sorge y Divini Redemptoris,
que pueden ser leídas todavía hoy y que conservan toda su fuerza. Esto
obliga a la gente de izquierda a reflexionar sobre la moral. Y no la de la
historia o la del proletariado: no hay quince o veinte morales, hay una sola,
y cuando se abandona, se va hacia la catástrofe».
En cuanto a la relación entre Marx y Lenin, Courtois advierte que «lo que
dice Lenin figura ya en la obra de Marx: la lucha de clases, las leyes de la
historia, la burguesía como clase condenada, el proletariado como clase del
porvenir... Pero Marx hace filosofía, crítica social. (...) Lenin, que tomó
los elementos de Marx, dijo: ahora, hagámoslo».
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