Filosofía analítica: Eliminación del problema de Dios
Por Julián Marías

(Extracto de una conferencia de Julián Marías en Salamanca)

 

Hay otra forma de ateísmo que no es la existencialista. Es la que se encuentra en otro tipo de filosofías fundadas en el análisis lingüístico y la epistemología, definidas por un positivismo extremo y casi reducidas , sobre todo en Inglaterra, al análisis del lenguaje. Estas filosofías no son ateas en el sentido de que digan que Dios no existe. Dicen algo previo y quizá más grave: que la proposición "Dios existe" no tiene sentido. Es decir, que hablar de Dios no es decir nada. No se puede decir ni siquiera que no existe; porque decir que Dios existe o que no existe son dos tesis opuestas, pero que se parecen en que ninguna de las dos tiene sentido —y aquí vuelve a aparecer el "sentido"—. Porque Dios no es un objeto de experiencia y ni la tesis de que Dios existe ni la de que no existe son científicamente controlables; y sólo tiene "sentido" lo que es empíricamente controlable.

Esta es una posición en cierto modo más grave, porque nos quita el suelo de debajo de los pies. Y ésta es la forma del ateísmo actual, ya que el existencialismo está un tanto de capa caída. Lo que está ascendiendo, la verdadera "nueva ola" filosófica, es ésta. Como la cuestión es grave, conviene examinarla.

Yo preguntaría dos cosas. Primera: la tesis de que «no tiene sentido más que lo empíricamente controlable», ¿es empíricamente controlable? Porque al filósofo que suscribe esa tesis se me ocurre preguntarle: ¿cómo lo sabe usted? Ah, lo sabe por fuentes que en rigor para él no son válidas. Hay un paso o salto a otro género. El filósofo que niega sentido a todo enunciado no empíricamente controlable, está hacienda un enunciado no empíricamente controlable.

Si un filósofo se limitara a enunciar sólo tesis empíri­camente controlables, estaríamos encantados con él y no habría nada que objetar. Pero si se atreve a dar un paso más y decir que sólo tienen sentido esas tesis, me pregunto cómo lo sabe. Y entonces resultaría que podemos tener respeto por la práctica del que elimina de su filosofía toda referencia al problema de Dios, pero no me sentiría igual­mente respetuoso frente al que en nombre de la controla­bilidad empírica me lo prohíbe. Si es en nombre de otras cosas, y con buenas rezones, está bien; pero si es en nom­bre de ese criterio, no lo acepto, porque su principio no es empíricamente controlable.

En segundo lugar, ¿qué sentido tiene la limitación de la problematicidad, desde una cierta idea del saber? Quiero decir, ¿cómo puede aceptarse que limite la esfera de lo problemático desde una concepción previa de lo que es el saber? La impotencia efectiva y a posteriori del pensa­miento es algo con que topamos con frecuencia: intento conocer algo y no lo consigo, fracaso repetidas veces; con­cluiré que no es posible, al menos hasta ahora, conocerlo. Lo inaceptable es el decreto previo de incognoscibilidad. Decir que de algo no se puede hablar ni saber nada, no me satisface. Hay que contestar: "Con verlo basta, vamos a verlo". Me parece bien todo escepticismo, con tal de que sea justificado y a posteriori, con tal de que se llegue a él después de haber intentado, y no antes.

Yo encuentro la raíz de todas estas formas de ateísmo en una voluntad de simplificar la situación. Quiero decir, la eliminación de parte de los datos de un problema, para que éste se sujete y ajuste a un esquema mental del cual disponemos. Esto me parece interesante, porque responde a una configuración peculiar de la mente contemporánea.

Piénsese en otros campos donde se ve más clara esa acti­tud; por ejemplo, una posición política. Alguien quiere la unificación de Europa o la elevación del nivel de vida de las mesas. Puede haber alguien que quiera estas cosas sin más, pero no es frecuente. Casi siempre se quiere la unidad de Europa con tal de que sea de cierta manera, por ejemplo socialista; o fascista, como el difunto señor Hitler quería una Europa una, pero fundada en la primacía de la raza aria; otra unidad no le interesaba. Algunos quieren que las mesas se eleven, pero conforme a ciertos principios; si tienen otros, no interesa. Es decir, se establece primero un esquema y se obliga a la realidad a que se sujete a él; y si la realidad no quiere sujetarse, entonces se elimina todo lo que sobra. Esto me recuerda el cuento del hombre que dejó a componer un reloj; a la semana siguiente, el relojero se lo devolvió diciéndole: "Aquí tiene usted su reloj y estas dos piezas que han sobrado". Yo no estoy dispuesto a creer que sobren piezas de la realidad.

Por otra parte, si la filosofía decide volverse de espaldas a un problema, no por eso deja de estar ahí. Lo que pasa es que la filosofía pierde su condición fundamental: la ra­dicalidad. No es que la filosofía "deba" ser radical, sino que consiste en serlo, en ir a las raíces, y sin ello desapa­rece su carácter filosófico: es el precio que cuesta la sim­plificación de la realidad.