VI. LA CONDICIÓN AMOROSA COMO RAÍZ DE LA ILUSIÓN

 

La radicación de la ilusión

Ninguna realidad humana es plenamente entendida si no se la ve derivar de la vida como realidad radical; es decir, si no se halla su radicación, el lugar que tiene dentro de la estructura total de la vida humana, el punto por el cual se inserta en ella y, por consiguiente, se vivifica —la forma más profunda de fundamentación—. Tenemos que preguntarnos ahora por esa fuente vital de la ilusión.

 

En la Antropología metafísica, a la que me es forzoso recurrir, dediqué toda una serie de capítulos a estudiar la condición sexuada y sus consecuencias. La filosofía ha propendido a pasar por alto, o rozar simplemente, en el mejor de los casos, el hecho de que la vida humana acontece y se realiza en dos formas: varón y mujer. Como estas formas son irreductibles y al mismo tiempo inseparables, es decir, ni hay «hombres» en general ni se entiende al varón sin referencia a la mujer, ni a la mujer sin referencia al hombre, toda visión antropológica que no tenga esto en cuenta es una abstracción que renuncia a comprender lo decisivo. Pero está claro que al hablar de condición sexuada se entiende la instalación básica en el propio sexo, desde la cual las personas se proyectan hacia el otro, y no la actividad o las relaciones sexuales, sumamente importantes sin duda, pero limitadas, que afectan solamente a una parcela de la vida, mientras que la condición sexuada la envuelve íntegramente y es el supuesto de todo lo «sexual».

 

Pero hay que considerar otra línea convergente. La vida humana es circunstancial, y esto quiere decir que yo tengo que hacerla con las cosas, dependo de ellas, las necesito. He mostrado muy largamente cómo la originalidad de la famosa fórmula de Ortega, yo soy yo y mi circunstancia, no estriba en la mera yuxtaposición (o enfrentamiento) de ambos elementos, sino en que la realidad yo (el primero de la frase, «el yo que yo soy») incluye, junto con el segundo yo, mi circunstancia; que ésta forma parte de mi realidad. De esta circunstancialidad se deriva la menesterosidad de la vida humana: necesito la circunstancia para ser y vivir. Frente a la «suficiencia» atribuida tradicionalmente a la sustancia, nos encontramos con la «indigencia» como condición del hombre.

 

Ahora bien, el hombre necesita «cosas», pero también, y principalmente, necesita personalmente a las personas; y, dada su condición sexuada, consistente en disyunción y polaridad, en proyección mutua, esa necesidad acontece desde esa instalación; es decir, se necesita primariamente al otro sexo, porque en ello consiste el ser varón o mujer; secundariamente, dentro del propio sexo. La necesidad personal es ante todo heterosexuada, sea o no sexual.

 

Este es el fundamento de la radical condición amorosa que pertenece intrínsecamente a la vida humana. Esta es el ámbito en que acontece toda relación entre hombre y mujer, que por eso es incoativamente amorosa, es decir, se mueve en el elemento de esa posibilidad, realícese o no, y aunque en la mayoría de los casos no se realice. Y esa condición es el núcleo personal desde el cual son posibles, en la forma concreta de vida personal que es el hombre, todas las demás formas de amor.

 

Quiero recordar algunas cosas que dije en la Antropología metafísica, porque nos pueden llevar directamente a lo que quiero mostrar ahora: «La dual condición hombre-mujer es razón suficiente para el 'estar con' siempre que esa condición se realice de manera suficientemente adecuada, mientras que hace falta algo más para que se justifique la convivencia dentro del propio sexo; y por esa razón todo encuentro entre hombre y mujer va acompañado de una conciencia de satisfacción y plenitud o, a la inversa, de frustración y decepción, y sólo el embotamiento que la habituación produce puede llevar a un estado de 'neutralidad' e indiferencia, que, bien miradas las cosas, es en rigor anormal. » «Y por eso todo encuentro heterosexuado tiene un elemento, por mínimo que sea, de ilusión —y el consiguiente riesgo de desilusión—, de promesa y cumplimiento o incumplimiento» (cap. XXII). Y un poco más adelante llamaba a esta situación «un campo magnético de la convivencia».

 

A pesar de no estar tratando este tema de frente, la palabra «ilusión» apareció en ese contexto. Creo que ese es el lugar adecuado, el origen antropológico de la ilusión. La condición amorosa —esa condición extrañísima, en la que se reconoce la imago Dei— es la que hace posible que el hombre se comporte ilusionadamente frente a ciertas realidades, que la ilusión sea una modalidad de su proyectarse. Y a esa condición hay que referir las actitudes humanas, las relaciones personales, la manera de vivir las cosas todas, para que sea posible ese modo de trato que venimos llamando ilusión.

 

Padres e hijos

Conviene partir de una relación que tiene un enérgico elemento natural, biológico, que consiste primariamente en él: la paternidad o maternidad, y desde el otro punto de vista la filiación. Es algo común al hombre y a multitud de animales, por lo menos los superiores; en su forma mínima es un proceso genético, el funcionamiento de ciertos mecanismos biológicos, puestos en marcha por la fecundación. De ello no se sigue ninguna relación que no sea biológica entre la madre y los hijos, y puede no haber ninguna de estos con el padre. A esto tienden las interpretaciones que se están inyectando —con gran eficacia— en innumerables contemporáneos nuestros, que miran las relaciones paterno- (o materno-) filiales como asunto de la bioquímica, que se deben considerar a la luz de la estadística y los planes económicos, ecológicos o sanitarios que se juzguen preferibles. La culminación de esta actitud es la aceptación del aborto como algo que puede ser conveniente, aunque nunca queda claro para quién (lo más grave es que esta última cuestión pierde su sentido, porque lo que precisamente se desvanece es el quién).

 

Lo que no puede decirse es que esta actitud sea natural, originaria o espontánea. La humanidad, desde que hay memoria histórica, se ha comportado según supuestos bien diferentes. En grado mayor o menor, en formas muy diversas, ligadas a estados de cultura que pueden ser muy toscos, los hombres han ejercido con extraña constancia dos actividades de escaso sentido biológico: la relación permanente con los hijos y el culto a los muertos. La eliminación de ambas cosas, lejos de ser «natural» es una distorsión de la actitud humana desde que podemos saber algo de ella.

 

He dicho relación permanente. Pasajera, la tienen también muchos animales, los que llamamos superiores y otros que no lo son tanto. Tienen una relación que podríamos decir con la cría más propiamente que con el hijo. En latín (y lo mismo ocurre en casi todas las lenguas indoeuropeas), filius se dice de personas, y sólo excepcionalmente de animales. Otro tanto puede decirse de mater y más aún de pater; mater, por su referencia usual a la lactancia, se dice a veces de la nodriza. Cuando se piensa en la generación más que en la familia o lo social, se dice genitor o genetrix, el o la que engendra. En cambio, proles, aunque su sentido primario es también el humano, se aplica a los animales con gran frecuencia, e incluso a las plantas, con la significación del fruto. -Proles se deriva del verbo alo, alere, alimentar, nutrir, sentido bien claro en la expresión alma mater, «madre nutricia».

 

Las relaciones animales con sus crías o cachorros suelen ser la prolongación de la gestación, el cumplimiento de la generación hasta que la prole ha alcanzado condiciones de vida independiente, es decir, el estado adulto (adultus es el que se ha desarrollado o crecido). Ese estado se alcanza en casi todas las especies animales en fecha temprana, al contrario de lo que sucede al hombre. Este necesita, hasta biológicamente, una larga relación entre padres e hijos; pero no solo biológicamente, porque esa relación —siempre en el seno de una sociedad en sentido estricto— es la que hace posible la transmisión de las interpretaciones de la realidad, de los usos, la lengua, etc.; en suma, la condición histórica.

 

Pero no es esto lo que más nos interesa aquí, sino que esa relación personal, que va mucho más allá de lo biológico, en la duración y en el contenido, hace posible que la paternidad o la maternidad se dirijan, no ya a la «cría», sino a la persona que es el hijo, al quién irreductible que es cada cual. La interpretación «natural» —en la medida en que puede hablarse de naturaleza del hombre— de la paternidad o maternidad humanas es personal. La madre y el padre se asocian a las vidas de sus hijos, asisten a ellas y se proyectan con ellas, y esto es lo que hace posible ese fenómeno capital —variable como todo lo humano— que es la ilusión por los hijos.

 

¿Y la inversa? ¿Tienen los hijos ilusión por sus padres? Sin duda con menor frecuencia y en menor grado. Y las razones para ello son múltiples y claras. Los hijos son para los padres la gran novedad. El nacimiento de una persona es la innovación radical de realidad, y por eso en la Antropología metafísica mostré su equivalencia con la creación (aunque el creador no resulte patente). El nombre «criatura» (creatura) que se suele dar al niño pequeño, sobre todo al recién nacido, es el más adecuado y profundo.

 

Los padres, además, van descubriendo al hijo, asisten a las fases de su vida, se inquietan por él, esperan cada momento; la relación del padre o la madre con el hijo está hecha de expectación y de expectativa, de futurición, porque el hijo es ante todo futuro, va a ser. Por si esto fuera poco, en algún sentido el hijo «repite» a los padres o a los antepasados, y ya vimos el placer y la ilusión que la reiteración provoca.

 

La situación inversa es muy distinta: el hijo encuentra ya a los padres —por eso la familia no es primariamente la de estos, sino la de los hijos, que se encuentran en ella—; pertenecen más bien al pasado; al poco tiempo son lo habitual, lo «consabido», de lo que poco o nada se espera. Mientras los padres asisten, por lo general ávidamente, a la vida de los hijos, estos desconocen enteramente la vida de sus padres antes de que ellos nacieran, y muy pronto los dan por supuesto, sin esforzarse sino excepcionalmente en imaginarlos. Cuesta trabajo a los hijos caer en la cuenta de que los padres tienen su vida propia, y de hecho esta parece agotarse en su paternidad y, más aún, en su maternidad.

 

Por eso, la ilusión de los hijos por los padres es poco probable, y cuando se da suele ser tardía; tanto, que casi siempre reviste la forma de nostalgia, de ilusión por los padres que se tuvieron y no se tienen ya.

 

Si todo esto se tuviera presente, si se viera que, más allá del cariño, el apego, la protección, el cuidado, la ternura, hay una posibilidad humana llamada ilusión, es posible que se planteara de una manera más rica e inteligente la convivencia inicial de los humanos. Pero ¿cómo va a esperarse esto, si apenas se sabe qué es ilusión, si casi ninguna lengua sabe nombrarla y así poseerla, y en todo caso desde hace un tiempo brevísimo si se piensa en la duración de la historia?

 

Las dilataciones de la ilusión

Hemos visto que para que se dé la ilusión en las relaciones nacidas de la generación, es menester que tengan carácter estrictamente personal, y que en la medida en que carecen de él o, por lo menos, es inercial y no expreso y vivido, la ilusión es improbable o languidece en formas rutinarias de convivencia. Pero, más allá de la relación inmediata entre padres e hijos, hay «dilataciones» de ella, en un sentido familiar o, más allá, social, que modifican el elemento de ilusión que pueda darse.

 

Ante todo, la continuidad de las generaciones en sentido genealógico. La actitud de los abuelos respecto de los nietos suele estar fuertemente matizada de ilusión; es probable que el cariño sea menor que el que se tiene a los hijos, pero el elemento de ilusión sea más vivo. El factor biológico está atenuado; la asistencia a sus vidas personales, a mayor distancia, menos mezclada con el detalle cotidiano, con las molestias del cuidado, es, diríamos, más «contemplativa»; se anticipa desde luego el «argumento» de esas vidas que vienen a insertarse en la del abuelo, a una altura mayor, tras la experiencia de las de los hijos y como procedentes de estas en la medida en que se tenga ilusión por los hijos, la aparición de los nietos viene a reforzarla. Hay además el factor «reiteración», que es particularmente enérgico cuando se trata —lo que no es frecuente— de biznietos; he conocido un caso de un hombre, sumamente deprimido por pérdidas muy sensibles, que «revivió» cuando le nació una biznieta.

 

A la inversa, la ilusión de los nietos por los abuelos es también más frecuente que la de los hijos por los padres. No los encuentran en ese «ya» de la familia en sentido riguroso; representan una instancia en algún sentido superior a los padres, cuando éstos muestran estimación por los suyos; lo normal es que los abuelos muestren benevolencia por los nietos, lo cual los hace más atractivos; no tienen la responsabilidad directa de la educación, y por tanto hay pocas fricciones; finalmente, su distancia cronológica y su experiencia hacen de ellos personas «de otro tiempo», que muestran a los nietos formas de vida próximas pero ajenas, que vienen del fondo de la historia, expresado en «historias» o narraciones del pasado familiar o del país, tal vez del mundo.

 

Creo que de ahí viene el ingrediente de ilusión del patriotismo —sea de la ciudad, de la región, de la nación o tal vez todavía más amplio—. Ese ingrediente puede ser mínimo, o acaso inexistente, y temo que en muchos países ocurre así en nuestra época; pero es un estado de carencia, a última hora anormal. El patriotismo sin ilusión se debilita o, en otro caso, se hace agresivo, negativo, excluyente, nacionalista. El que está encantado con su condición —independientemente de su situación, que puede ser incómoda o penosa—, siente ilusión por su país. Cuando esto falta, se suple con una afirmación beligerante, nutrida de desdén u hostilidad a los demás, que revela una dosis de íntimo descontento. Creo que la historia se iluminaría de manera inesperada si se la mirase usando como instrumento óptico las varias formas y grados de ilusión.

 

Ni que decir tiene que no se trata de situaciones fijas y permanentes; quiero decir que el patriotismo puede cambiar a lo largo de la historia: cada pueblo se siente de una manera en un momento de ella, pero la continuidad puede alterarse o incluso romperse, y se pasa entonces a una manera de instalación enteramente distinta. Piénsese en las formas de sentirse los habitantes de cada una de las regiones españolas, o de las naciones de Europa, en unos cuantos siglos, y se verá hasta qué punto la ilusión o su falta son decisivos, y explican tantas cosas que parecen inexplicables; que lo son, si se omite el factor que está realmente actuando y que se pasa por alto.

 

Hay un caso particular que me parece revelador. Hay una forma de ilusión que es la que se siente por alguna gran figura pública, que puede ser política o bien relacionada con el espectáculo en sentido lato (actor, cantante, deportista, algunas veces artista o escritor de gran popularidad). Son aquellas figuras de las cuales se dice que tienen «carisma» o que son «carismáticas». Esta cualidad sería el reverso de la ilusión, aquella que suscita ilusión pública y no rigurosamente personal.

 

Pues bien, en estos casos se mezclan, hasta el punto de que no siempre es fácil discernirlos, los dos sentidos de «ilusión»: el tradicional de engaño y el nuevo, positivo, que estamos estudiando. El demagogo o el «seductor» o el que es admirado, quizá hasta la histeria, por los mecanismos de la propaganda, ejerce sobre su público sugestión en el sentido de un ilusionista, un engaño basado en algo ficticio, que desemboca en desilusión. Por el contrario, la esperanza personalizada del que es auténticamente admirado tiene el carácter de la ilusión con todos los rasgos que hemos hallado. El político en quien su pueblo encuentra la expresión de sus deseos más profundos, que verdaderamente lo representa; el actor o la actriz que provoca a distancia —tal vez sólo con su imagen— la movilización de lo estimado, admirado, deseado; el escritor que parece haber encontrado las palabras para decir lo que oscuramente sentimos, que alumbra nuestra propia realidad; cuya obra anticipamos, cuyos libros o artículos esperamos con impaciencia y leemos con ilusión, todos estos son ejemplos de ese sentido positivo, opuesto al etimológico y originario, a pesar de que, incluso en español, convivan albergados por la misma palabra.

 

Ilusión y mismidad

Si hablásemos de ilusión por uno mismo, parecería que nos aproximábamos peligrosamente a alguna forma de narcisismo. Pero sería más bien porque probablemente se deslizaría una idea deficiente e inadecuada de lo que quiere decir «sí mismo» o, con una palabra mejor, mismidad.

 

Recuérdese el mandato evangélico: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo. » Se da por supuesto que cada uno se ama a sí mismo. En su tremendo análisis de la envidia, Abel Sánchez, Unamuno hace decir a su personaje Joaquín Monegro: «¡Señor, Señor! ¡Tú me dijiste: ama a tu prójimo como a ti mismo! Y yo no amo al prójimo, no puedo amarle, porque no me amo, no sé amarme, no puedo amarme a mí mismo. ¿Qué has hecho de mí, Señor?» La falta de amor a sí mismo sería la raíz de la envidia, del odio, porque Joaquín llega a pensar que vive en una tierra en que el precepto parece ser: «Odia a tu prójimo como a ti mismo. »

 

Creo que hay que tomar en serio la condición amorosa del hombre, de la vida humana como tal. Insistí en la necesidad, la menesterosidad que la caracteriza, y en la condición personal de ella. Pues bien, esa necesidad se extiende a la propia mismidad, ya que el hombre no está «dado», y por tanto no es poseído. Ni se trata de una sustancia «suficiente», sino de una realidad proyectiva y dramática. El carácter futurizo del hombre hace que su realidad se le presente como programa; no es solamente que tenga que anticipar las cosas por venir, que anticipe el futuro, como suele decirse: es que se anticipa a sí mismo. Si se piensa que el «yo» pasado no es ya propiamente yo, sino sólo circunstancia, algo con que me encuentro para hacer mi vida, se ve que la mismidad no es nada ya hecho y que esté ahí, y en lo cual quepa una complacencia narcisista, sino el proyecto radical que constituye a cada uno, en el cual verdaderamente consiste.

 

Hemos visto con claridad que la ilusión corresponde sobre todo a los proyectos, o a aquellos contenidos que se asocian al proyecto de tal manera que se convierten en ingredientes del yo proyectivo. Y esto permite entender que la ilusión afecte a la mismidad en este sentido riguroso. En definitiva, tener ilusión por uno mismo quiere decir vivir ilusionadamente. La ilusión es el carácter de ese vivir, y se da cuando convergen dos dimensiones necesarias: el amor efusivo a la realidad y la autenticidad del proyecto. La complacencia en lo real—mejor dicho aún, el amor de complacencia— no significa forzosamente que el hombre esté satisfecho de lo que es; más bien lo excluye; la ilusión se refiere a lo que pretende ser, más exactamente a quien pretende ser y siente que tiene que ser, aunque tenga graves dudas de llegar a serlo o incluso esté persuadido de que no llegará nunca. Lo decisivo es que en eso, acaso inaccesible, está su mismidad.

 

Es la situación inversa de aquella en que el hombre se identifica con sus «posesiones» en sentido lato, desde las dotes personales hasta la figura social o la riqueza. La admirable expresión española «estar metalizado» muestra con estupenda concisión de qué se trata: la identificación del hombre con su dinero, con su riqueza, de modo que su realidad consiste en ella. Las formas de vida caracterizadas por este tipo de actitudes son las que excluyen la ilusión por sí mismo y hacen sumamente improbable cualquier otra forma de ilusión. Porque la avidez de riqueza, títulos, poder, fama o lo que sea «cosifica» esas cosas, les da carácter de efectivas o posibles posesiones, y en esa medida las despersonaliza y las separa del yo proyectivo, autor de la posibilidad de ilusión.

 

La ilusión en la amistad

Me he ocupado largamente de la amistad en otras ocasiones, desde hace más de treinta años, desde «Una amistad delicadamente cincelada» (en Ensayos de convivencia) hasta La estructura social y, sobre todo, La mujer en el siglo XX. No quiero repetir lo que ya dije, sino recordar lo indispensable para que sea inteligible el ingrediente de ilusión que la amistad puede encerrar, y que no consideré explícitamente en los libros mencionados.

 

Es notorio que para muchos hombres —por lo menos en España— la tertulia ha sido una de las principales fuentes de ilusión en sus vidas (y aquí se unen dos palabras casi exclusivamente españolas). La asistencia al café —tal vez en otras épocas al mentidero o sus equivalentes— era el placer cotidiano, que se anticipaba ilusionadamente día tras día (en ocasiones, más de una vez cada día). Para las mujeres, en pueblos y aldeas, era equivalente el mercado, o la charla al ir a la fuente a llenar los cántaros. (Una vez dije en la India, con aprobación vivísima de los que me escuchaban, que el agua corriente en las casas es admirable y deseable, pero que había significado la desaparición de ese rato de tertulia en torno a la fuente, en la plaza, sin que fuera sustituido.) Hay que tener en cuenta las relaciones de vecindad, especialmente en las noches de verano, hasta hace bien poco. El costumbrismo, los sainetes, la zarzuela nos han dejado preciosos testimonios de todo ello.

 

Se dirá que se trata de formas secundarias de amistad, bien lejanas de las ejemplares que estudiaron griegos y romanos, éstos en tantos tratados De amicitia. Es cierto; lo interesante es que aun en esas formas hay un elemento de ilusión. ¿Por qué? Porque la amistad es siempre una relación humana de carácter individual y desinteresada, no utilitaria. El amigo no es tratado nunca como «cosa», como «algo» de lo que se espera utilidad, servicio, placer, sino como alguien, como persona. Que los amigos se presten servicios, que se obtenga de ellos alguna utilidad, es otra cosa, derivada de una amistad que en principio es desinteresada.

 

En la tertulia hay el elemento de lo reiterado y lo consabido, cuyo interés mostré antes. Unamuno, en Paz en la guerra, vio esto con perspicacia al describir la tertulia en la chocolatería bilbaína de Pedro Antonio Iturriondo. «Pedro Antonio deseaba el invierno porque, una vez unidas las noches largas a los días grises y llegadas las lloviznas tercas e inacabables, empezaba la tertulia en la tienda. Encendido el brasero, colocaba en torno de él las sillas y, gobernando el fuego, esperaba a los contertulios. Envueltos en ráfagas de humedad y de frío iban acudiendo.» Aparecen los rasgos característicos: deseo, espera, preparativos del escenario, expectativa de la llegada de los contertulios. Y en seguida añade Unamuno la enumeración individual y pormenorizada; cada uno es presentado con una acción o un gesto consuetudinario: lo que hace cada vez que entra en la tienda, aquello con lo cual se cuenta: «Llegaba el primero, soplando, don Braulio, el indiano... Venían luego: frotándose las manos, un antiguo compañero de armas de Pedro Antonio, conocido por Gambelu; limpiando al entrar los anteojos, que se le empañaban, don Eustaquio, ex oficial carlista acogido al convenio de Vergara, del cual vivía; el grave don José María, que no era asiduo, y, por último, el cura don Pascual, primo hermano de Pedro Antonio, refrescaba la atmósfera al desembarazarse airosamente de su manteo. » Unamuno añade todavía un párrafo que subraya, junto al valor de la reiteración, la ilusión que todo ello produce: «Y Pedro Antonio saboreaba los soplos de don Braulio, el frote de manos de Gambelu, la limpia de los anteojos de don Eustaquio, la aparición imprevista de don José María y el desembozo de su primo, y a las veces se quedaba mirando el reguero de agua que corría por el suelo chorreando de los enormes paraguas que los contertulios iban dejando en su rincón, mientras arreglaba él con la badila la brasa, echándole una firma. »

 

Cabe, sin embargo, un grado superior de amistad, la estrictamente personal, entre dos hombres —o dos mujeres—, que en ocasiones puede extenderse a alguno más, siempre que las relaciones sean rigurosamente personales y no meramente de grupo. En este caso, podríamos decir que la amistad es el concurso de dos vidas —excepcionalmente de más—, esto es, el camino paralelo anticipado y esperado. Las trayectorias vitales se entrelazan (al menos, alguna de las trayectorias de uno con alguna de las del otro). Los amigos se proyectan personalmente juntos, y esa compañía en el mismo argumento de la vida, anticipada y cumplida, que potencia cada una de las vidas individuales, es vivida con ilusión, que puede ser muy viva e intensa.

 

La condición necesaria es la personalidad de los amigos y de su relación: si esta es tópica, utilitaria, inercial, falta la ilusión. Es lo que sucede en las meras relaciones de trabajo, la camaradería, salvo cuando la repetición cotidiana va personalizando tácitamente la relación, sin que llegue a expresarse y reconocerse como tal. Unamuno, siempre tan penetrante en la exploración de la vida humana, planteó lo que en mi libro Miguel de Unamuno llamé «el hueco de la personalidad» al contar La novela de don Sandalio, jugador de ajedrez: el narrador ha jugado largo tiempo, silenciosamente, con don Sandalio, sin la menor confidencia, sin saber nada de él ni de su vida aparte del juego; y cuando deja de acudir, cuando sabe que ha tenido desgracias, que está en la cárcel, finalmente que ha muerto, se encuentra con que se le ha muerto don Sandalio, a quien ha imaginado, con cuya presencia silenciosa ha contado día tras día, cuya personalidad ha ido labrando en torno al hueco de ese silencio.

 

El ejemplo que me parece más luminoso es el de la amistad entre Don Quijote y Sancho. Hay entre ellos una constante transmigración: Sancho se desliza, por decirlo así, en la vida de Don Quijote; el cariño hace que, a pesar de ver su locura, lo tome en serio; se pone en su punto de vista, se asocia a su proyecto de caballero andante, lo comprende y en esa medida lo comparte; pero permanece instalado en su propia vida, en su actitud realista, utilitaria, desengañada, socarrona, en medio de las vigencias sociales dominantes; por eso sirve de intermediario entre la demencia quijotesca y la cordura a ras de tierra de la gente: va y viene, establece una comunicación que permite a Don Quijote circular por el mundo sin que los tropiezos sean demasiado graves. Y, mientras Sancho se quijotiza, Don Quijote asiste en la persona cercana de su escudero a la forma de vida de los que no son caballeros andantes, y no pierde contacto con el mundo que llaman real. Aquella escena inolvidable en que Don Quijote, que no ha visto ni sentido nada montado en Clavileño, frente a los estupendos relatos de Sancho, promete a éste creerlos, con la condición de que Sancho le crea sus visiones en la cueva de Montesinos, es la culminación de esa singular y desigual amistad, transida de ilusión recíproca, que impregna la totalidad del Quijote, que se va transformando y matizando, con fuerte diferencia entre sus dos partes.

 

Maestros y discípulos

Hay una forma particular de amistad que ha tenido en la historia singular relieve y alcance, que ha sido uno de los motores de la historia, y sobre todo de la transmisión y creación de la cultura: la que existe, la que puede existir al menos, entre maestros y discípulos.

 

Es una amistad, salvo excepciones, desigual: en función, por supuesto; casi siempre, en edad. Durante mucho tiempo ha sido predominantemente masculina; en nuestra época, y cada vez más, abarca a los dos sexos, y ni siquiera el papel de maestro está restringido al varón. Esto hace que esa relación sea mucho más compleja y matizada. Y un elemento característico es la desigualdad numérica: no se trata de dos amigos, ni de varios en condiciones análogas, sino de una polaridad: un maestro y varios discípulos (si esto no ocurre, se trata de casos excepcionales).

 

Lo más propio de esta relación es que es intrínsecamente argumental, tan programática que la docencia comprende entre sus elementos un programa más o menos fijo y explícito. El maestro tiene que enseñar algo; los discípulos han de aprenderlo; si se toma una perspectiva algo distinta, se trata de la formación (paideía, Bildung) de unos jóvenes por una persona mayor que intenta sacar de ellos (educatio) su contenido más verdadero. Los proyectos vitales actúan, pues, en esa relación. Por eso es normal —aunque no forzosamente frecuente— que esa relación se convierta en amistad, que puede ser muy profunda y duradera. (Secundariamente puede haberla entre los discípulos, y de hecho las más vivaces y largas amistades suelen tener ese origen, pero son diferentes de la que aquí me interesa. En ocasiones, pero no siempre, están nutridas por la amistad hacia o con el maestro, que establece el proyecto común en torno al cual se constituye la amistad de los estudiantes entre sí. )

 

Lo que quiero señalar, lo que me mueve a considerar aparte la amistad nacida de la docencia, es que un ingrediente suyo suele ser —tiene que ser si la docencia misma es profunda— la ilusión. Si los estudiantes no esperan ilusionados la llegada del maestro, su presencia, su enseñanza, no funciona para ellos como maestro, sino a lo sumo como «docente» o «profesor». Si el maestro, por su parte, no siente ilusión por su menester, y concretamente por sus discípulos, en grado muy alto por algunos, su función es una forma deficiente, una degeneración de una vocación. Uno y otros tienen que esperar, anticipar, sentir complacencia, asociarse a las trayectorias ajenas. Si esta ilusión falta, la auténtica función no se cumple.

 

Y esta es una de las razones, quizá la más fuerte, de la crisis de la docencia en nuestro tiempo. La masificación, la politización —que lleva a la utilización o manipulación—; el hecho de que la docencia se haya convertido en una «profesión» no desdeñable, no demasiado mal retribuida, abrazada por muchos que la ejercen como otra cualquiera, sin particular vocación; la falta de estimación o admiración de los estudiantes por los maestros, su desconfianza inicial, todo eso hace que en muchos casos las funciones docentes, y en particular las universitarias, se realicen sin ese elemento de ilusión, que en Platón era interpretado como un ingrediente erótico —pero la voz griega éros es extraordinariamente ambigua e induce a confundir cosas muy diversas—. Es posible que si en las lenguas en que se ha pensado —en español hasta ahora no demasiado— hubiera existido la palabra ilusión en su sentido positivo, en el que aquí nos ocupa, muchas cosas que parecen oscuras o inquietantes resultasen más claras.

 

No es ajeno el erotismo a la docencia, ya que, como hemos visto, la ilusión tiene su raíz en la condición amorosa de la vida humana; pero precisamente la ilusión significa, partiendo de esa instalación, un vector de dirección distinta de lo que se entiende primariamente por erotismo. La confusión verbal lleva inevitablemente a la confusión de las realidades. Podríamos decir que ni la ilusión en la relación maestro-discípulo consiste en erotismo ni es ajena a él. La cosa se complica y reclama más finura de análisis si tenemos en cuenta que esa relación puede ser, y de hecho es hoy, entre personas del mismo o de distinto sexo. Y esto nos lleva a plantear la cuestión decisiva: ¿qué significa la ilusión cuando, más allá de las cosas, los proyectos o las personas del propio sexo, se refiere a la que sienten recíprocamente el hombre y la mujer?

 

Entre varón y mujer

Creo que la forma plena y saturada de la ilusión es la que se da entre el varón y la mujer en cuanto tales, quiero decir cuando se pone en juego su condición sexuada, y se proyectan el uno hacia el otro, en cualquier vector, desde su instalación respectiva. Cuando el hombre vive a la mujer como tal (y análogamente a la inversa), el temple de esa relación es estrictamente lo que venimos llamando ilusión.

 

En el capítulo XVII de la Antropología metafísica estudié la «condición sexuada», y a él remito para la plena intelección de lo que voy a decir. Me limitaré a recordar los puntos indispensables para ver cómo la ilusión se realiza de manera eminente sobre este supuesto. «La disyunción entre varón o mujer afecta al varón y a la mujer, estableciendo entre ellos una relación de polaridad. Cada sexo co-implica al otro, lo cual se refleja en el hecho biográfico de que cada sexo 'complica' al otro. Diremos entonces que la condición sexuada no es una 'cualidad' o un 'atributo' que tenga cada hombre, ni consiste en los términos de la disyunción, sino en la disyunción misma, vista alternativamente desde cada uno de sus términos. » Y más adelante: «Primariamente me proyecto desde mi sexo hacia el otro. La condición sexuada, lejos de ser una división o separación en dos mitades, que escindiese media humanidad de la otra media, refiere la una a la otra, hace que la vida consista en habérselas cada fracción de la humanidad con la otra. » «La condición sexuada introduce algo así como un 'campo magnético' en la convivencia (no es casual que, desde el descubrimiento de los fenómenos magnéticos, se haya recurrido con frecuencia a la metáfora del magnetismo para sugerir la atracción o fascinación del sexo); la vida humana en plural no es ya 'coexistencia' inerte, sino convivencia dinámica, con una configuración activa; es intrínsecamente, por su propia condición, proyecto, empresa, ya por el hecho de estar cada sexo orientado hacia el otro. »

 

Ese «magnetismo» tiene un carácter general, aunque proyectivo: es la orientación o referencia de un sexo hacia el otro, el que hace posible en cada uno la realización de la condición sexuada; pero no es todavía la ilusión. Esta tiene algunos requisitos, el fundamental la personalización del proyecto y de su término. La atracción puede sentirse manera genérica; no es forzoso que incluya el elemento esencial de anticipación o futurición; éste puede darse, pero* consiste en anticipación de la individualización personal de esa atracción; podríamos decir que es anticipación de la ilusión, que se ha experimentado otras veces, con la cual se cuenta, que se anuncia tal vez antes de existir. La ilusión es ilusión por alguien, en este caso, por una mujer determinada. Suele nacer a lo largo de las etapas de un descubrimiento, en la medida en que el término de la ilusión se va mostrando como alguien único, irreductible, inconfundible, insustituible; es decir, cuando se constituye en su estricta personalidad. Por eso la ilusión admite grados, y se intensifica o decae, hasta su posible anulación (el riesgo de la desilusión). La razón de esto es que la persona es siempre algo arcano, secreto, en principio inaccesible, en su último núcleo incomunicable. El interés que el hombre siente por la mujer (inclúyase siempre la situación inversa, que omito para no reiterar las precisiones) hace que se sienta impulsado a la exploración, por supuesto imaginativa, de su persona oculta, latente tras la corporeidad, y en especial el rostro, en que esa interioridad o intimidad se denuncia o manifiesta. Esa exploración requiere ser ya ilusionada para ser eficaz; sólo mediante la ilusión se puede penetrar en esa realidad que está «detrás» del rostro visible. Dicho en otros términos, la anticipación de la persona, la expectativa de su manifestación, es ya un primer grado de ilusión. Todo ello es, naturalmente, activo: es una empresa, un proyecto personal, algo en que el sujeto está envuelto e implicado.

 

A medida que se avanza, se va descubriendo esa persona oculta, y a la ilusión del proyecto se suma la ilusión por lo descubierto, por la persona que se patentiza y manifiesta, a la cual se llega. Este es el momento en que se inserta la posibilidad de error, que acecha a todas las empresas humanas; es posible la ilusión en el viejo, tradicional sentido etimológico de engaño: si lo que se descubre no suscita ilusión, el proceso se interrumpe y sobreviene la desilusión.

 

Si esto no es así, la ilusión se va incrementando, intensificando, adquiriendo nuevos grados de realidad. Como no se trata de nada instantáneo ni momentáneo, como vimos antes, sino que supone duración, el comienzo de una trayectoria más o menos larga, esta ilusión naciente, creciente, se va asociando con el torso del proyecto vital del que la experimenta, se entrelaza con él, adquiere un carácter estrictamente biográfico. Es imposible entender una vida humana si no se conocen sus ilusiones, al menos las más vivaces.

 

En ellas se realiza, quizá más que en otra cosa, la condición propia, aquello en que cada uno más propiamente consiste. Y no se olvide que ese proceso de descubrimiento a que me he referido, el de la persona que es objeto de ilusión, me envuelve a mí: me voy descubriendo a mí mismo en la medida en que despliego esa interioridad en que yo también consisto, y que yo también tengo que explorar. Neque ego ipse capio totum quod sum, ni yo mismo comprendo todo lo que soy, decía San Agustín. Y lo mismo puede decirse de la persona que suscita la ilusión, la cual se descubre progresivamente, «iluminada» por ella, siempre que esa ilusión sea conocida y compartida por la persona ilusionante. El descubrimiento personal es, por tanto, triple: de la persona por quien se siente ilusión, por parte del que la siente; del sujeto de ella, que se va aclarando y desplegando al hilo de su proyecto ilusionado; finalmente, de la persona ilusionante, a sus propios ojos, a la luz de la ilusión que despierta, en la medida en que la conoce o la adivina.

 

Hay que advertir que la desilusión no significa forzosamente engaño o error, «ilusión» en sentido negativo. Como se trata de realidades humanas, y estas son cambiantes, arguméntales, dramáticas, es posible que lo que desilusiona no sea estrictamente la persona que ilusionó, sino su cambio, la nueva trayectoria en que acaso ha entrado, posiblemente una pérdida de autenticidad. También cabe la desilusión del sujeto por cansancio o abandono, por versatilidad, finalmente por su propia inautenticidad. Drama es algo que le pasa a alguien, y no puede perderse de vista la condición dramática de la ilusión y de las vidas de las personas implicadas en ella.

 

Pero no basta con hablar de varón y mujer. Hay una relación originada en su disyunción polar, que se actualiza cuando esa condición funciona con intensidad suficiente, y entonces suscita la ilusión; pero dentro de esa relación caben muy diversos vectores, distintas maneras de proyección, y de ellas dependen los contenidos y las formas de la ilusión.

 

Belleza e ilusión

Reciprocidad no es paralelismo. La relación entre el hombre y la mujer es mutua e intrínseca: sin la referencia a la mujer, no se es varón; sin la referencia al varón, no se es mujer. Ambas determinaciones no son estáticas o internas al que las posee, sino intencionales o, mejor aún, proyectivas. Pero esto no quiere decir que sean rigurosamente simétricas, de manera que se pueda tomar un punto de vista o el otro, sin variación del contenido. La diferencia entre hombre y mujer, que es el núcleo de esa polaridad, afecta a la realidad de cada uno de ellos, y a la forma concreta de su mutua referencia. El motor primario de la ilusión del hombre por la mujer es la belleza. ¿Podría decirse lo mismo de la ilusión de la mujer por el hombre? Creo que no, a menos que se tome la palabra belleza en un sentido tan lato —y tan vago— que pierda la mayor parte de su interés. No es que la belleza sea ajena al varón; pero se le aplica en otro sentido, a falta de mejor y más ajustada palabra; habría que pensar en el sentido de la schöne Seele de los románticos alemanes (del cual, por cierto, no estaría excluida la mujer, pero con una variación profunda: el «alma bella» femenina no solo es otro tipo de alma, sino que le pertenece otra clase de belleza). En la Antropología metafísica contrapuse la gravedad y la gracia como formas propias, respectivamente, del hombre y de la mujer.

 

Voy a atender aquí, por tanto, a la belleza de la mujer en cuanto estímulo y «argumento» de la ilusión del varón. Un hecho enorme de nuestro tiempo —aunque no lo parezca así a los que son ciegos para cuanto no es económico-social y, en última instancia, político— es el descenso medio de la percepción y estimación de la belleza, y de sus efectos sobre el que la contempla. La sensibilidad para la belleza ha disminuido en los últimos dos o tres decenios, y correlativamente su reacción ante ella, la movilización que suscita en el conjunto de la persona masculina. Creo que esta es una de las más fuertes razones de que el nivel de la ilusión haya descendido de manera alarmante en ese mismo tiempo; y como la ilusión me parece uno de los resortes más propiamente humanos y que pueden ser más enérgicos, temo que ello signifique una debilitación de lo específico y más valioso del hombre.

 

Es algo misterioso la belleza, especialmente la del rostro, que es el fenómeno más inutilitario del mundo. No sirve para nada. Todavía la belleza del cuerpo es o puede ser, aunque no siempre, indicio de salud, fortaleza, aptitud para la reproducción. Una cara bonita no tiene más utilidad ni más capacidad funcional que una fea o neutra, si esta es normal y no deforme. Finalmente, la significación sexual del rostro es mínima; apenas es erógeno; en cambio, es lo más erótico. No se entiende bien por qué nos interesa, emociona, apasiona tanto algo que literalmente no sirve para nada.

 

Casi siempre se ha entendido la belleza desde el punto de vista de las formas. Esto es hasta cierto punto verdad de la belleza corporal, y el arte, sobre todo la escultura, ha respaldado esa interpretación; pero es muy discutible que pueda aplicarse a la belleza de la cara. Hay una norma, cuya vigencia es mucho más fuerte para el cuerpo que para la cara, variable según los países o las épocas; pero cuando se trata de la cara, se encuentra que es sumamente vacilante e imprecisa.

 

En todo caso, y aun en la medida en que pueda aceptarse, este criterio vale para una forma —secundaria en mi opinión— de la belleza, la que hace tiempo llamé «de fuera a dentro». Esta belleza consistente en cierta disposición formal nos complace ciertamente, la contemplamos, la admiramos. Está sujeta a alteración —por lo menos, a la del envejecimiento—; y si la forma se altera, la belleza se deteriora o incluso se desvanece. Pero hay algo aún más importante, y es que esta belleza, una vez contemplada, concluye: está vista, queda perfecta en el sentido latino de esta palabra.

 

Hay, sin embargo, otra forma de belleza —que no es incompatible con la primera, y normalmente la incluye—. Es la belleza que se puede llamar de dentro a fuera. No consiste tanto en una forma como en algo que, por decirlo así, la sostiene internamente; es una singular fuerza interior, una tensión que se derrama por las facciones y las hace vivir. Por cierto, esa tensión, que afecta primariamente al rostro, se extiende al cuerpo desde él y le proporciona una capacidad de incitación y atracción que va más allá de lo morfológico, que no le viene de lo que tiene de organismo, sino de que es el cuerpo de ese rostro.

 

Esta forma de belleza, por lo general más duradera, relativamente independiente del deterioro externo, más ligada a la expresión que a lo estrictamente plástico, revela en el rostro una intimidad personal que solamente es accesible en él o en la palabra. Esa tensión o fuerza interior de que antes hablaba vivifica el rostro y le confiere una belleza que corresponde a la realidad personal, proyectiva, descubriendo quién es, mostrando en forma visible un proyecto de vida en esa dimensión de la feminidad, realizado individualmente, ligado a la corporeidad.

 

A esta belleza de carácter biográfico, programático, se puede asistir; no es meramente contemplada. La visión es el punto de partida hacia adentro, que permite entrever, tal vez descifrar o hacer transparente, la intimidad de la mujer contemplada; y al mismo tiempo, por ese carácter argumental, esa belleza se despliega en una trayectoria a la cual se asocia —virtual o realmente— el que la mira.

 

Por eso me parece el modelo más claro y evidente de lo que es ilusión. Más que el atractivo sexual, dominado por la presencia y el presente, esta belleza despierta la expectativa, la anticipación, el sentido de la empresa. Se presenta como algo que hay que «seguir», explorar, articular con las múltiples dimensiones de una vida concreta. No tiene término, se extiende ante el contemplador como un camino abierto, que llama, que encierra, en forma visual, un carácter de vocación.

 

En esa belleza se revela, como un estímulo de esa disyunción polar en que la condición sexuada consiste, lo promisor de esa referencia al otro sexo, pero no genéricamente, de manera abstracta o intercambiable, tampoco de manera simplificada y elemental, como en el apetito sexual, sino en la complejidad de la persona; pero tampoco prescindiendo de su corporeidad, sino en su integridad, en su condición de alguien corporal, justamente aquello en que consiste la persona humana, única de que tenemos intuición.

 

En esa belleza abierta e interminable, que nace de una intimidad inaccesible y secreta y se manifiesta en una corporeidad expresiva con la cual se puede convivir, se encuentra el ejemplo más claro y vivo de lo que llamamos ilusión.

 

Ilusión y amor

Vimos cómo el nacimiento en la época romántica, sobre todo en la poesía, del sentido innovador y positivo de la palabra «ilusión» tiene casi siempre un supuesto amoroso. La ilusión, en boca de los poetas, es primariamente ilusión por la mujer amada (hay algún caso inverso, por ejemplo en Gertrudis Gómez de Avellaneda, que entiende por «ilusión de amor» la referida al hombre). Lo más interesante es que durante mucho tiempo el uso de la palabra es limitado, incluso cuando se presenta y expone su contenido más propio. El ejemplo más claro es la famosa novela de Juan Valera, Pepita Jiménez (1874). Si no recuerdo mal, no aparece en ella ni una sola vez la palabra «ilusión»; y sin embargo no conozco otra obra literaria en que la ilusión desempeñe un papel más importante. El enamoramiento de Don Luis de Vargas, el seminarista de veintidós años, por Pepita Jiménez, la jovencísima viuda de veinte, hasta el momento de su desenlace es mínimamente sexual. Por su vocación sacerdotal, que cree sincera, y que lo es hasta que se enfrenta con otra más fuerte que lo asalta inesperadamente, por el supuesto de castidad en que se mueve, por el repertorio de lecturas religiosas que le sirve para interpretar sus estados de ánimo, el joven descarta todo elemento explícita y directamente sexual en su visión de Pepita y en su relación con ella. ¿Es esto anormal, por lo menos un caso límite? Creo que no. Es posible que la condición «eclesiástica» de Don Luis, su educación, su profunda vinculación a su tío el Deán, haga llegar hasta una edad juvenil pero que ha rebasado la adolescencia un actitud que en esta es normal y frecuentísima, y todavía más en la mujer, a menos que sea perturbada desde fuera, por la presión de interpretaciones que ejercen por lo menos tanta violencia sobre lo «espontáneo» como la formación del Seminario en el personaje de Valera.

 

La actitud del joven seminarista frente a Pepita es absolutamente sexuada desde el primer momento. La ve como una mujer, y como una mujer preciosa, encantadora, admirable. La contempla con delicia, la observa con minuciosa atención, pormenorizada y gozosa, entra en el círculo personal de la muchacha, inicia con ella formas de convivencia que se van haciendo más cercanas, ricas, matizadas, tupidas. Su condición hace que todo eso le parezca ajeno al amor. Pone entre paréntesis todo lo que pudiera ser amoroso o sexual en esa relación que va absorbiendo su atención progresivamente. Eso lo tranquiliza, hasta el momento en que la viveza de sus sentimientos, la intensidad de su proyección hacia Pepita, lo hacen sobresaltarse y sospechar; en ese momento tiene que empezar a interrogarse sobre su propia realidad (siempre arcana en una medida mayor o menor).

 

Aunque el narrador nos informa mucho menos sobre Pepita, es evidente que inicialmente le ocurre algo muy parecido, si bien, con menos teorías en la cabeza y una inteligencia espontánea muy despejada, pronto empieza a ver más claro el significado de esta situación. Prolonga los vectores presentes, y descubre antes que el hombre su destino estrictamente amoroso, que en cierto momento se manifestará con apasionada violencia en él.

 

Pepita Jiménez es la historia de una ilusión, y por eso es una espléndida historia amorosa. La larga demora en el ilusionado descubrimiento de la mujer, en la polarización del varón hacia la persona femenina —y no la «hembra»—, hace que ésta se vaya manifestando, presentando en la riqueza de su realidad, en varias dimensiones, sin simplificaciones abruptas. Y cuando surge el amor y es reconocido y aceptado, incluso en forma apasionada, lleva dentro toda esa acumulación de contemplación y convivencia que le da la ilusión de que se ha nutrido.

 

Cuando Don Luis, ante la evidencia de su amor, le propone a Pepita una idealización espiritual de él, la mujer, en un espléndido arranque, se rebela contra esa interpretación espiritada y que intenta eliminar la corporeidad y todas las determinaciones reales de la persona amada: «Yo ni siquiera concibo a V. sin usted. Para mí es V. su boca, sus ojos, sus negros cabellos, que deseo acariciar con mis manos; su dulce voz y el regalado acento de sus palabras, que hieren y encantan materialmente mis oídos; toda su forma corporal, en suma, que me enamora y seduce, y al través de la cual, y sólo al través de la cual se me muestra el espíritu invisible, vago y lleno de misterios... Yo amo en usted, no ya sólo el alma, sino el cuerpo, y la sombra del cuerpo, y el reflejo del cuerpo en los espejos y en el agua, y el nombre y el apellido, y la sangre, y todo aquello que le determina como tal Don Luis de Vargas; el metal de la voz, el gesto, el modo de andar y no sé qué más diga. »

 

No puede decirse mejor, ni en menos palabras, como una réplica que condensa enérgicamente todo lo que Don Luis ha ido explicando al Deán, sin querer verlo, sin acabar de verlo, pero tan claramente, en una larga serie de interminables cartas. No es que a Pepita «le guste» Don Luis; no es que se sienta atraída por su corporeidad; es que en ella se realiza, determina y hace visible quién es Don Luis, de quien Pepita se ha enamorado, de ese único alguien corporal que es cada hombre o cada mujer cuando no se los sustituye por teorías.

 

Ortega definía el amor en sentido estricto —que no se confunde con la atracción sexual, la vanidad, la pasión o el afecto— como «la entrega por encantamiento». Creo que sería más riguroso hablar de ilusión, en la medida en que esta es anticipadora, expectativa, argumental, futuriza. Me parece improbable que se dé verdadero amor sin incluir como ingrediente esencial suyo la ilusión —y, una vez más, la ausencia de la palabra dificulta por lo menos la plenitud de la vivencia; la falta de expresión compromete la significación—.

 

¿Y la inversa? La ilusión por la mujer (o la situación recíproca) ¿es forzosamente amorosa? Hay que distinguir. Creo que toda relación entre varón y mujer, si la cualidad de ambos términos está viva, si no se ha desvanecido por habitualidad, decadencia o ausencia de las cualidades que la hacen viva y actual, se mueve en el «elemento» del amor, es decir, incluye su posibilidad, y en ese sentido es al menos incoativamente amorosa. Con mayor razón la ilusión, en la que entra con el relieve que hemos visto la percepción y goce de la belleza, y que enlaza la biografía de la persona que suscita la ilusión con la de la persona ilusionada. Pero la ilusión no es amor, no es todavía amor, aunque sí condición de su posibilidad auténtica, hasta el punto de que si la ilusión no llega a florecer, o se extingue, o es muy débil, o se la pasa por alto, las probabilidades del amor son mínimas (y esto explica que pueda haber una historia del amor, con inmensas diferencias entre los diferentes pueblos y entre las diversas épocas de cada uno).

 

Siempre me ha interesado, y he escrito varias veces sobre ella, esa relación entre varón y mujer que es la amistad —a diferencia del amor sensu stricto y de todas las relaciones impersonales o meramente tangenciales, carentes de intimidad personal—. La pobreza del lenguaje en este capítulo obliga a llamar «amistad» a una relación radicalmente distinta de la amistad entre hombres o entre mujeres (que a su vez son muy diferentes). Es conocida mi alta estimación, incluso mi entusiasmo por ese tipo de amistad (véase, sobre todo, La mujer en el siglo XX), cuyas consecuencias personales y sociales son de excepcional valor e influjo.

 

Pues bien, esa amistad está hecha principalmente de ilusión, y de ésta depende su intensidad, perfección y viveza. Los grados de la amistad intersexual se pueden medir por los de la ilusión de la cual se nutre. Y, como la amistad en todas sus formas —a diferencia del amor— exige reciprocidad, también tiene que ser mutua la ilusión que la acompaña y vivifica. Por supuesto, y este es uno de sus caracteres decisivos, esa reciprocidad no significa igualdad: puede ser más enérgica y viva la ilusión de uno de los dos amigos; pero si no existe en ambos, la amistad no pasará de un modo deficiente.

 

Todavía diría más: a la ilusión de cada uno por el otro tiene que agregarse una ilusión compartida: la de ambos por su amistad. Solamente esto le confiere ese carácter argumental que ha surgido una vez y otra en estos análisis, y que es el nervio de todas aquellas posibilidades humanas en las cuales queda envuelta la mismidad de la persona.

 

Pero todavía hay que preguntarse por la función de la ilusión en la forma radical del amor entre varón y mujer: esa que se llama en español (y en alguna otra lengua) enamoramiento.

 

La ilusión en el enamoramiento

Si se entiende la palabra 'enamoramiento' en su sentido más profundo, no es el proceso por el cual se llega uno a enamorar (propuse alguna vez llamar a esto 'enamoración'), sino el estado en que queda el que se ha enamorado. En la terminología antropológica que he usado hace tiempo, es una instalación (sobre ello pueden verse los capítulos XXII y XXIII de Antropología metafísica y el último de La mujer en el siglo XX). Por ello le pertenece la duración, una relativa permanencia. No es un acto, ni una serie de actos, sino una forma del estar. Se puede amar, es decir, realizar ciertos actos dirigidos a una persona, proyectarse hacia ella amorosamente, sin estar en rigor enamorado.

 

El enamoramiento consiste en que la persona de la cual estoy enamorado se convierte en mi proyecto. No me proyecto hacia ella, sino con ella, como ingrediente de mi proyecto. Sin ella, no soy en rigor yo. En los libros citados he formulado algunas precisiones más, a las que me remito, en gracia a su concisión: El amor es la forma de la vocación personal en cuanto el hombre es una persona sexuada. Finalmente: La entrega libre y necesaria al enamoramiento auténtico es la forma suprema de aceptación del destino, y eso es precisamente lo que llamamos vocación.

 

Está claro que el enamoramiento no se reduce a actos, ni siquiera se identifica con aquellos, de condición amorosa, que brotan de él. Los actos del enamorado parten de su instalación, cualquiera que sea su carácter; la mayor parte de ellos no son amorosos, pero podríamos decir que no «rompen» ni interrumpen la instalación en que consiste el enamoramiento, que «transcurre» o fluye por debajo de todos los actos.

 

Esto es lo que ha hecho pensar que el amor realizado, por ejemplo en el matrimonio, deja pronto de ser amor en sentido estricto, se hace habitual, rutinario, trivial, inerte. Esta opinión se convierte en un lugar común, sobre todo en algunas épocas. Y, sin embargo, por su carácter de instalación y, sobre todo, por consistir en que la persona amada se incluye en el proyecto del que ama, en su mismidad en el más profundo sentido, el enamoramiento postula, exige la permanencia, en principio para toda la vida y aun más allá de ella. ¿Cómo es posible?

 

Aquí es donde interviene la ilusión. Ella introduce la anticipación, la expectativa, la futurición, en el seno de la instalación. Dicho con otras palabras, impide que se haga estática o inerte, mantiene vivo su carácter vectorial, proyectivo. Se convierte en el argumento básico, subyacente a todos los demás, particulares, de la convivencia. El enamorado, haga lo que haga, está vertido hacia la persona amada, distendido temporalmente hacia el futuro, en la espera del instante siguiente, sin límite ni terminación. Es la forma más enérgica, tensa, absorbente de ilusión.

 

Gracias a ella se asegura la pervivencia del enamoramiento. Cuando éste es recíproco, a la ilusión por la persona amada se añade la ilusión por su ilusión, y ambas se entrelazan en una única trayectoria vital, que es al mismo tiempo irreductiblemente dual. ¿Cómo describir y hacer inteligible esta situación sin recurrir a la palabra 'ilusión'? Es un hecho que nunca se la ha usado —en la mayoría de los casos, no se la ha podido usar— para entender una de las formas decisivas de la vida humana. Pero esto quiere decir —atrevámonos a llegar hasta el final— que nunca se la ha entendido plenamente. Sirva esto simplemente de ejemplo de cómo la intelección de lo humano es deficiente.

 

VII.    LA ILUSIÓN EN LA PRESENCIA Y EN LA AUSENCIA

 

Lo latente

En la medida en que la ilusión envuelve una anticipación, una expectativa, en que tiene un carácter futurizo, le pertenece intrínsecamente una referencia a lo que está ausente; por lo menos, todavía ausente, porque no ha llegado —un día, por ejemplo— o porque no he llegado yo al objeto de la ilusión. En ese sentido, siempre hay en la ilusión un elemento de latencia, que es una incitación a que eso latente se patentice y manifieste.

 

No sería excesivo ni inoportuno traer a este contexto el sentido griego de la verdad como alétheia, descubrimiento, desvelamiento, manifestación o patencia. El conocimiento se moviliza por el deseo de llegar a la verdad, es decir, de quitar el velo que cubre o encubre la realidad, para dejarla descubierta y manifiesta. La forma plena de ese deseo es precisamente la ilusión; y creo que la vocación intelectual depende en grado altísimo de que esté vivificada o no por la ilusión.

 

Al comienzo de su Metafísica, Aristóteles dice que todos los hombres tienden por naturaleza a saber, y pone como muestra de ello el gusto que tienen por las percepciones, por la aísthesis, y sobre todo por la visión, por la que viene de los ojos. La palabra que usa Aristóteles es órexis, que suele traducirse por 'deseo', 'apetito' o 'tendencia'. ¿No sería adecuado traducirla, ya que se puede en español, por 'ilusión'? Aristóteles añade: «Pues no sólo para nuestros quehaceres, sino también cuando no vamos a hacer nada, preferimos el ver, por así decirlo, a todos los demás sentidos. Y la causa es que nos hace más notorias las cosas y pone de manifiesto muchas diferencias. » Ese carácter inutilitario, ese interés por ver las cosas «cuando no vamos a hacer nada», por ellas mismas, ¿no va admirablemente bien al sentido que, más de dos milenios después, iba a adquirir la palabra española ilusión?

 

Todavía se podría ir más lejos. La famosa palabra filosofía, entendida tradicionalmente como «amor a la sabiduría», en algunos casos como «afición», ¿no podría interpretarse como ilusión por saber? ¿No incluiría esta traducción el elemento de complacencia en la realidad, que me parece esencial? Y no es esto solo. Explicaría el carácter personal de la filosofía, el hecho de que no consiste en sus resultados, en lo «conocido», en las tesis a que pudiera reducirse, sino que es primariamente un hacer del hombre, en que éste queda envuelto, ligado a su trayectoria biográfica.

 

No se puede olvidar la incitación que tiene que acompañar a la latencia para que nos mueva a preguntarnos por ella, a intentar arrancarle su velo y descubrirla. Sin ella, no se moviliza el pensamiento, al menos el pensamiento en sentido riguroso, el filosófico. La infrecuencia de la ilusión en la actividad intelectual de algunas épocas —sin ir más lejos, la nuestra— explicaría la relativa esterilidad de una gran porción del trabajo acumulado.

 

En este sentido, alguna forma de ausencia se da siempre en la ilusión, aunque se parta de la presencia que impulsa a ir más allá. El quehacer o tarea que nos ilusiona nos remite a lo que no está dado; el viaje por el cual sentimos ilusión es por lo pronto un proyecto, y ese carácter lo conserva mientras se está realizando. La persona —realidad viniente, nunca «dada», por muy presente que esté— se dilata hacia el futuro, y la ilusión por ella consiste muy principalmente en su descubrimiento.

 

Esto diferencia la ilusión del «gusto», el «placer», etcétera. No es que estos elementos sean ajenos a la ilusión, pero a lo sumo la acompañan, son concomitantes; la ilusión no consiste en ellos. Todo lo que se reduzca a lo actual, presente, dado, poseído, es ajeno a la ilusión. Podemos caracterizarla por incluir un horizonte de latencia, de donde le viene su condición programática y su interna necesidad de continuidad, de perduración, en principio ilimitada. Y como esto no es seguro, a la ilusión le pertenece inexorablemente la amenaza, no ya de su incumplimiento, sino de que le sobrevenga su anulación interna: como la sombra al cuerpo, acompaña a la ilusión el fantasma de la desilusión, y ello refuerza su dramatismo.

 

La ilusión de la presencia

La máxima intensidad de ilusión se da en la presencia henchida de futuro, que pide y promete continuidad, que es camino hacia lo mismo, como la epídosis eis autó de Aristóteles, progreso hacia lo mismo o hacia sí mismo. La mera expectativa o anticipación tiene un elemento de quejumbre, de dolorosa privación; la realización, si significa término o conclusión, sustituye la ilusión por la «satisfacción», cosa bien distinta; la presencia que no acaba es la fórmula plenaria de la ilusión.

 

Es difícil encontrar una expresión más adecuada de lo que es la ilusión —salvo la falta de ese nombre— que las poesías de San Juan de la Cruz. En las formas de la ausencia, la inminencia, la presencia, aparece de manera prodigiosa:

 

¡Ay!, ¿quién podrá sanarme?
Acaba de entregarte ya de vero.
No quieras enviarme
de hoy más ya mensajero,
que no saben decirme lo que quiero.

Y todos cuantos vagan
de ti me van mil gracias refiriendo,
y todos más me llagan,
y déjame muriendo
un no sé qué que quedan balbuciendo.

 

Este último verso tembloroso, casi tartamudo, «un no sé qué que quedan balbuciendo», transmite con increíble fuerza la vivencia de la ilusión incumplida, inminente pero todavía en ausencia. Y luego:

 

Cuando tú me mirabas,
 su gracia en mí tus ojos imprimían;
por eso me adamabas,
y en eso merecían
los míos adorar lo que en ti vían.

Y, finalmente, la prodigiosa estrofa de la presencia ilusionada:

Descubre tu presencia,
y máteme tu vista y hermosura;
mira que la dolencia
de amor, que no se cura
sino con la presencia y la figura.

 

La aprehensión de la realidad es progresiva, y en principio inacabable. La presencia no significa el acabamiento de esa aprehensión, sino el comienzo de su plenitud, que experimenta desde entonces un interno incremento e intensificación. Podríamos decir que se avanza hacia la realidad ilusionante, hasta llegar a la presencia; pero esta no es una detención, sino una prosecución del avance dentro de esa realidad. Toda realidad, no se olvide, es inagotable, y por ello su aprehensión no tiene término; especialmente si se trata de realidad humana, hecha de sustancia dramática.

 

Si en lugar de las concepciones tradicionales de la razón se piensa en la razón vital como aprehensión de la realidad en su conexión (según la fórmula que usé por primera vez en la Introducción a la Filosofía, 1947), como la razón es la vida misma en su función de comprender, se ve claramente el carácter progresivo y sin término del proceso de aprehensión. Una vez dada la presencia, es menester la penetración ilimitada de esa presencia.

 

Pero habría que tener en cuenta los diferentes modos de presencia que son posibles, y que se han multiplicado en nuestro tiempo, lo cual prueba la modificabilidad de la estructura empírica de la vida humana. No es lo mismo hacer un viaje que contemplar una colección de fotografías; se tendería a pensar que lo primero da la presencia de una ciudad o país, y lo segundo es la mera representación de algo ausente; pero si se piensa en una película en el cine o la televisión, la cosa es dudosa: la percepción es menos inmediata, pero mucho más rica en perspectivas, distancias, detalles que lo que el viaje real permite; y, por otra parte, la «condensación» de lo relevante en un tiempo muy breve da una fuerza de presencia extraordinaria al cine, mientras que en la visión real y directa eso mismo se diluye y pierde intensidad. La cualidad de la ilusión es diferente según se trate de una cosa o de otra, pero no sería fácil negar el carácter de presencia a la que llamamos ficticia.

 

Y si se piensa en la presencia personal, y por tanto en la ilusión que se siente por una persona, la fotografía, el retrato pictórico o la estatua, el cine, el teléfono, la carta, representan grados varios de una escala entre presencia y ausencia, que no es lineal sino mucho más compleja y, podríamos decir, pluridimensional.

 

La cuestión decisiva, para comprender la ilusión y, en general, todas las relaciones personales, sería esta: ¿qué se pretende en cada caso de una persona? Creo que sobre esto hay muy escasa claridad, y ello impide medir con precisión y rigor el logro o fracaso de esas relaciones, en qué medida son satisfactorias o desembocan en decepción. Muchas veces lo que se llama desilusión es simplemente la inadecuación de la ilusión proyectada sobre alguien; quiero decir la confusión respecto a lo que realmente se pretendía de ella. Pienso que la aterradora frecuencia de los fracasos amorosos o matrimoniales en los últimos decenios no es explicable, aparte de otros factores que habría que tener en cuenta, sino por una falta de claridad sobre lo que el hombre pretende de la mujer, y a la inversa, en cada una de las múltiples relaciones que entre ellos son posibles.

 

El futuro como ausencia

Hemos visto desde el comienzo de este estudio que la futurición acompaña siempre a la ilusión, ya que esta tiene su raíz en la condición intrínsecamente futuriza del hombre y consiste en tensión anticipadora, que impregna hasta la presencia. Pero hay una forma de futuro que no se presenta como inminente, ni siquiera como accesible —al menos con seguridad—, sino como algo distante, quizá remoto, acaso improbable, porque no llegue a cumplirse o porque yo no llegue a él. Esta es la razón de que esté usando la palabra futuro, y no porvenir, que ha aparecido con mayor frecuencia en estas páginas.

 

La ilusión afecta de manera muy especial al futuro, con algunas condiciones. La primera, que esté al alcance de la mirada biográfica. Se puede tener ilusión, y muy viva, por una persona ausente pero que va a venir o a quien voy a ir a encontrar. Por una relación más atractiva, en la cual se espera entrar. Por una visita, una carta, una llamada telefónica, siempre que su probabilidad esté en el horizonte. En La voz a ti debida, dice Pedro Salinas:

 

¡Si me llamaras, sí,
si me llamaras!

Tú, que no eres mi amor,
¡si me llamaras!

 

Hay la ilusión del niño por «ser mayor», a veces por un cauce concreto de vida, más o menos borrosamente entrevisto, como cuando se le pregunta: ¿qué vas a ser? Por supuesto se siente ilusión futura, y aun remota, por los hombres y mujeres que serán los hijos o los nietos. El muchacho o la muchacha que aún no se han enamorado tienen vivísima ilusión por el amor que aún no conocen en acto, que adivinan por lo que «se dice», por la ficción literaria, por el cine, por fenómenos psicofísicos que anuncian su posibilidad o su cercanía. (No sé si esta ilusión, capital en la vida humana, se conserva ahora, por lo menos en grado apreciable, al cabo de bastantes años de «facilidad», trivialización, «educación sexual» y prosaísmo. Si esto es así habría que ponerlo en la cuenta de los fracasos amorosos de que antes hablé. )

 

El investigador, el artista, el escritor tienen ilusión por sus proyectos, aunque sean lejanos, aunque duden de si llegarán a realizarlos. Esa ilusión es el motor que impulsa, a veces durante largos años, hacia ciertos descubrimientos, cuadros, edificios, músicas, libros, teorías.

 

Cuando un siglo se acerca a su final, surge una curiosa ilusión por el siglo futuro —piénsese cuántas veces se ha usado esta expresión, o concretamente «el siglo XX» en el último decenio del pasado, y hace ya tiempo que aparecen menciones, a veces ilusionadas, del siglo XXI.

 

Además de estar al alcance de la mirada, es menester que el futuro sea imaginable, con razonable concreción, para que sea posible sentir ilusión por él. Un caso especial es el «inventor», tipo humano definido por la ilusión, sin la cual simplemente no es posible. Algo análogo se encuentra en el actor ávido de encarnar ciertos papeles, de vivir vicariamente algunas vidas que le parecen atractivas y deseables. Habría que buscar un elemento de ilusión en el revolucionario, anticipador de un futuro incitante; pero este tipo ha dejado de existir prácticamente, desde que los que así se llaman creen que ya se sabe lo que hay que hacer —y en general, lo que va a pasar— y que basta con mirar un libro y, casi siempre, seguir un manual de instrucciones técnicas, no muy diferente del de un electricista o reparador de aparatos domésticos. Y, naturalmente, no se puede olvidar —aunque hoy tiende a olvidarse— la forma de vida ilusionada del agricultor, que espera las estaciones y anticipa las fases de la labranza y finalmente la cosecha.

 

Habría que preguntarse —como en todas las dimensiones de la vida— por las diferencias entre la mujer y el hombre. Se suele pensar que el hombre, más activo, más emprendedor, tiene más ilusiones que la mujer, a la que se supone pasiva, receptiva, relativamente inerte. Sobre esa pasividad tengo las mayores reservas, que señalé en libros antes citados; pero, en todo caso, lo que no es dudoso es que en la mujer desempeña un papel relevante la expectativa. El futuro concreto, a corto o largo plazo, tiene un puesto decisivo en la vida femenina. Y hace posible —sólo posible— que una gran parte de ella transcurra bajo el signo de la ilusión. La cotidianeidad de la vida de la mujer, su cuidado de la casa y las personas próximas, día tras día — e incluso hora por hora, con unas horas que no son las abstractas del reloj sino las que articulan la jornada y le dan configuración y un mínimo argumento—, hace que tenga una serie de «plazos» elementales, que parecen modestos, pero llenos de significación. Se dirá que esto puede aplicarse a la «mujer de su casa», ocupada de los menesteres domésticos y familiares, pero no a la mujer «profesional». No creo que esto sea exacto: toda mujer, aunque tenga ocupaciones de cualquier tipo, tiene que llevar a última hora algo así como una casa, y esto la devuelve a esas ocupaciones cotidianas.

 

Lo que ocurre es que una tenaz labor de desprestigio de todo esto ha conducido a que un número muy crecido de mujeres las ejerzan a regañadientes y sin ilusión, lo cual no parece gran ganancia. Es un caso más de ese fenómeno de la «proletarización», entendida como descontento de la condición y no de la situación (de lo que se es y no de cómo le va a uno).

 

No se olvide que esa expectativa de la mujer por el futuro concreto tiene aspectos más hondos que el de la jornada habitual. La gestación, los nueve meses de espera del nacimiento del hijo, normalmente con ilusión, es el primer gran ejemplo. Y desde entonces, las etapas del nacimiento y la crianza, vividas más de cerca por la mujer que por el hombre, dan una estructura de sucesivas anticipaciones, posiblemente ilusionadas, a la vida de la mujer.

 

En cambio, una excesiva —y no enteramente justificada— estimación de la juventud hace que la mujer rara vez anticipe con ilusión las próximas edades. Mientras el hombre ve con frecuencia las etapas de su biografía como fases de un proceso de «llegar» —a donde sea—, la mujer las ha mirado casi siempre como pasos de un envejecimiento. Es posible que la enorme prolongación de la juventud en la mujer y la larga duración de una madurez que en muchos sentidos no es inferior a aquella, en combinación con la asociación, mucho más estrecha, a las actividades que antes eran patrimonio de los hombres, disipen esa hostilidad al tiempo y hagan que la mujer recobre la ilusión por el despliegue temporal y argumental de su biografía.

 

La ilusión y el pasado

La otra gran forma de ausencia, junto al futuro, es el pasado; no lo que será, sino lo que fue y ya no es. Por su carácter de proyección, anticipación, futurición, la ilusión, vuelta hacia el porvenir, resiste bien esa forma de ausencia que es el futuro lejano o inseguro. Pero el pasado ¿no es contrario a su propia consistencia? ¿Puede sobrevivir la ilusión al paso del tiempo, puede existir respecto a lo pretérito? Es esta una delicada cuestión.

 

Es un tópico del pensamiento medieval que la memoria del bien perdido es lo más triste. Boecio dice: In omni adversitate fortunae infelicissimum est genus infortunii fuisse felicem («En toda adversidad de la fortuna el género más infeliz de infortunio es haber sido feliz»), Y Santo Tomás de Aquino: Memoria praeteritorum bonorum... in quantum sunt amissa, causat tristitiam («La memoria de los bienes pretéritos... en cuanto están perdidos, causa tristeza»). Dante Alighieri fue el que dio forma perdurable y bellísima a esta idea; son las palabras de Francesca, que evoca su amor y su muerte con Paolo:

 

Nessun maggior dolore
che ricordarsi del tempo felice
nella miseria.

 

Ortega, sin embargo, escribe: «El Nessun maggior dolore, de Dante, me parece una idea falsa y convencional. Cuando el hombre 'venido a menos' nos habla de su esplendor pasado, parecen vagar sobre su quejumbre sonrisas valetudinarias. »

 

¿Qué pensar ante estas contrapuestas autoridades y —lo que es más— razones? Infortunio, tristeza, dolor: eso se siente indudablemente al recordar el bien perdido, la felicidad pasada. Pero, como Ortega sugiere, ¿es todo dolor? Creo que la clave es precisamente la ilusión. Recordar es revivir; al rememorar el pasado venturoso, se rehace el movimiento temporal hacia el futuro, se renueva la situación originaria. La tristeza y el dolor son inevitables, y pueden ser lacerantes; no es una idea falsa, aunque Ortega lo piense así; esa sonrisa valetudinaria que cree percibir en el que evoca el esplendor pasado corresponde, pienso yo, a la ilusión que no se ha desvanecido, que reverdece en el recuerdo.

 

Se pueden volver los ojos con ilusión a la felicidad desaparecida, y precisamente por eso es su desaparición más dolorosa. Es la persistencia de la ilusión la que no permite el consuelo, el fácil engaño de que aquel bien perdido no fue tanto, de que la felicidad no fue real o de tantos quilates. Una cosa es la desilusión, la pérdida de la ilusión, otra bien distinta es la pérdida de lo que daba ilusión, de lo que la suscitaba. Por debajo de la pérdida, dando fe de ella, haciéndola dolorosa, la ilusión sobrevive. Hay que volver a los maravillosos versos de La vida es sueño:

 

Solo a una mujer amaba...
Que fue verdad, veo yo,
en que todo se acabó,
y esto solo no se acaba.

 

Lo que Calderón dice del amor, puede decirse de la ilusión, tan íntimamente asociada a él como hemos visto, de tal manera que si la ilusión no alcanza la plenitud al expresarse, al nombrarse, al ser vivida con conciencia clara, algo le falta al amor mismo.

 

La ausencia irrevocable

La ausencia —en la distancia, en el futuro, en el pasado— no es objeción suficiente contra la ilusión, como hemos visto; incluso puede ser un estímulo o un ingrediente suyo. La ilusión es siempre un encaminamiento hacía aquello que la suscita o despierta, y el que la siente se orienta hacia esa realidad, sin que sea obstáculo su lejanía o improbabilidad, o las dificultades que lo separan de ella. Pero hay una situación extrema, en que la ausencia es absoluta, definitiva, irrevocable; puede ser la frustración total de una vocación: el pintor ciego, el atleta paralítico, el orador mudo; sobre todo, y en forma más frecuente y radical, la ausencia de la muerte.

 

¿Puede sobrevivir a ella la ilusión? Si no fuera un libro excesivamente literario —aunque admirable por su trasfondo biográfico, en la medida en que se transparenta bajo su elaboración—, habría que aducir La vita nuova del Dante, compuesta poco después de la muerte de su amada Beatrice Portinari en 1290. La primera parte sobre todo, la memoria del primer encuentro con la niña Bice, vestita di nobilissimo colore, umile e onesto, sanguigno, con la angiola giovanissima, hasta que, pasados nueve años, le aparece vestita di colore bianchissimo, lo mira con inefable cortesía, lo saluda una y otra vez, con la sonrisa tan deseada; todo eso es la maravillosa historia del nacimiento de una ilusión, que se revive cuando ya Florencia se ha quedado sola, cuando Beatrice ha salido de este mundo.

 

Y la ilusión penetra también las Rime in morte di Laura, de Petrarca, al repasar el poeta la historia de su amor, al evocar la presencia perdida, al imaginar encuentros imaginarios o esperar uno real. Así el soneto XXXIV, que comienza:

 

Levommi il mio pensier in parte ov'era
Quella ch'io cerco e non ritrovo in terra

(«llevóme el pensamiento adonde estaba / la que busco en la tierra y nunca encuentro»).

 

O, si se prefiere un ejemplo español, recuérdese la Égloga I de Garcilaso:

 

¿Quién me dijera, Elisa, vida mía,
cuando en aqueste valle al fresco viento
andábamos cogiendo tiernas flores,
que había de ver, con largo apartamiento,
venir el triste y solitario día
que diese amargo fin a mis amores?

Divina Elisa, pues agora el cielo
con inmortales pies pisas y mides,
y su mudanza ves, estando queda,
¿por qué de mí te olvidas y no pides
que se apresure el tiempo en que este velo
rompa del cuerpo y verme libre pueda,
y en la tercera rueda,
contigo mano a mano,
busquemos otro llano,
busquemos otros montes y otros ríos,
otros valles floridos y sombríos
donde descanse y siempre pueda verte
ante los ojos míos,
sin miedo y sobresalto de perderte?

 

La ilusión persiste, a pesar de la ausencia irreparable. ¿Irreparable? —se dirá—. ¿No está transida de esperanza, no hay una última confianza en que se pueda superar la irrevocabilidad? Es cierto; pero si la ilusión es plena y no fingida, si es más que un juego, envuelve algo que llamaríamos decisión de no perecer, si no fuera porque se mueve en una zona más honda que la voluntad. Cuando Gabriel Marcel dice: Toi que J'aime, tu ne mourras pas («Tú a quien amo, no morirás»); cuando Antonio Machado, al soñar con su muerta Leonor, oscila entre la esperanza y la desesperanza, concluye:

 

¡Eran tu voz y tu mano,
en sueños, tan verdaderas!...
Vive, esperanza, ¡quién sabe
lo que se traga la tierra!

ambos afirman, frente a la irrevocabilidad de la ausencia, la irrevocabilidad de la ilusión.

 

La ilusión por el gran Ausente

El caso límite de la posibilidad de la ilusión es Dios, el gran Ausente, a quien «nadie ha visto nunca» (Deum nemo vidit unquam). Creo que hay que distinguir la fe en Dios, la esperanza de llegar a él, incluso el amor a Dios, de esa dimensión nueva y delicada de la vida humana, la ilusión, que venimos explorando gracias a la significación original que ha sobrevenido en español a una vieja palabra latina. Muchos dirán que Dios es una «ilusión» en el sentido tradicional, algo sin verdadera realidad, a última hora un engaño. Lo que aquí me interesa es ver si puede tenerse ilusión por él, y cuál es su contenido, y en qué forma modifica los otros modos de referencia.

 

Hace mucho tiempo toqué una cuestión que me parece de la mayor importancia, y que tiene conexión con esta. Advertía la diferencia entre proyectarse hacia la otra vida y proyectar la otra vida. Esto último tiene considerables dificultades; requiere un ejercicio intenso de la imaginación, y la verdad es que la mayor parte de la literatura religiosa y de la teología no incita a ello. Por eso es frecuente una proyección inerte y automática, que no llena de contenido la expectativa de una vida perdurable entendida de manera abstracta y que no se imagina como tal vida, como lo que los hombres entendemos cuando pronunciamos esta palabra, refiriéndose a la nuestra. Para sentir ilusión por la otra vida es menester entenderla dándole el significado que para nosotros tiene, sumando y restando lo que sea, subrayando cuanto sea menester que se trata de otra, pero de manera que nos siga pareciendo vida.

 

Sin un elemento de proyecto, no hay tal vida en el sentido humano, biográfico; sin circunstancialidad (la Jerusalén celeste), esa vida es inconcebible; sin conexión con nuestra vida terrenal, una vida no es nuestra. Sobre esto hablé largamente en el capítulo final de La estructura social (1955), y cada vez me parece más importante. Hace falta imaginar la vida ultraterrena —aunque se esté seguro de que no será «así»—, para poder auténticamente desearla, para que se pueda encender la ilusión por ella.

 

En cuanto a Dios, es sorprendente hasta qué punto se ha debilitado la vivencia de misterio, que en época reciente subrayó tanto Rudolf Otto: mysterium tremendum, mysterium fascinans. Con enorme fuerza aparece esto en San Agustín: Et inhorresco et inardesco: inhorresco, in quantum dissimilis ei sum; inardesco, in quantum similis ei sum («Me horrorizo y me enardezco: estoy horrorizado en cuanto soy desemejante a él; estoy enardecido en cuanto me asen mejo a él»). Ese misterio inaccesible, pero al que se puede uno acercar, en el cual se puede intentar penetrar, nos produce ilusión.

 

La distinción que hace San Anselmo en el Monologion entre fe viva y fe muerta (viva et mortua fides) se podría interpretar en la perspectiva de la ilusión. La fe viva es operante, la muerta, ociosa; pero lo decisivo es que la operosa fides vive, porque tiene vida de amor, mientras que la fe ociosa no vive porque carece de ese amor o dilectio (non absurde dicitur et operosa fides vivere, quia habet vitam dilectionis sine qua non operaretur, et otiosa fides non vivere, quia caret vita dilectionis cum qua non otiaretur). Y lo aclara diciendo que la fe viva cree en aquello en que debe creerse, mientras la fe muerta cree sólo aquello que debe creerse (viva fides credere in id in quod credi debet, mortua vero fides credere tantum id quod credi debet). Y este es el nervio de la prueba ontológica de la existencia de Dios en el Proslogion, como mostré va a hacer medio siglo.

 

La ilusión de Dios impregna toda la poesía de San Juan de la Cruz. El amor del alma por él aparece como empresa, busca, ausencia incitante que llama:

 

¿Adonde te escondiste,
Amado, y me dejaste con gemido?
Como el ciervo huiste,
habiéndome herido;
salí tras ti clamando, y eras ido.

¡Oh cristalina fuente,
si en esos tus semblantes plateados
formases de repente
los ojos deseados
que tengo en mis entrañas dibujados!

 

Y la expectativa del goce tiene inconfundible carácter proyectivo, programático, lejos de toda instantaneidad o «eternización»:

 

Gocémonos, Amado,
y vámonos a ver en tu hermosura
al monte y al collado,
do mana el agua pura;
entremos más adentro en la espesura.

Y luego a las subidas
cavernas de la piedra nos iremos,
que están bien escondidas;
 y allí nos entraremos
y el mosto de granadas gustaremos.

Allí me mostrarías
aquello que mi alma pretendía;
y luego me darías
allí tú, vida mía,
aquello que me diste el otro día...

 

La intrínseca vinculación entre ilusión y amor exige que el amor de Dios, si tiene en verdad contenido amoroso y no es la designación abstracta de un tipo de conducta, incluya en sí, como el hilo que hacia él conduce, sabiéndolo o no, con uno u otro nombre, un elemento de ilusión.

 

El verbo de la ilusión: desvivirse

Ilusión es un nombre; pero a algo tan activo, proyectivo y dramático le pertenece una acción verbal, lingüísticamente un verbo. Hay, ciertamente, el verbo 'ilusionar', en forma pronominal 'ilusionarse'; pero significa la acción o proceso por los que se llega a la ilusión o se provoca en otro, mediante los cuales se está ilusionado. Pero una vez que se está ilusionado, ¿qué se hace? ¿En qué consiste propiamente la vida del que está ilusionado, dominado por la ilusión?

 

Es maravilloso que ese verbo exista, y que sea precisamente otro de esos prodigiosos hallazgos de la lengua española, otro de los secretos de esa manera de estar instalado y proyectarse que es la nuestra. Ese verbo es el extrañísimo desvivirse.

 

El Diccionario de Autoridades lo definía ya: «Amar a otro con vehemencia, o apetecer alguna cosa con tanto ahínco, que parece se muere por ello. » La última edición (1970) del Diccionario académico da una definición ligeramente distinta, y acaso no superior: «Mostrar incesante y vivo interés, solicitud o amor por una persona o cosa. » Las traducciones que dan los diccionarios a otras lenguas son de una pobreza y vaguedad desilusionantes. No saben qué hacer con esta extraña palabra española. ¿Será que sólo los que hablamos español nos desvivimos?

 

En 1953 publiqué un artículo con ese título, «Desvivirse» (incluido en Ensayos de convivencia). Advertía yo que es palabra probablemente renacentista, que data por lo menos del Viaje de Turquía, atribuido con bastante fundamento al doctor Andrés Laguna; pero lo que ya entonces me interesaba era la significación de esa rara palabra, que ni se imagina en otras lenguas. Permítaseme recordar algunas cosas de las que escribí:

 

«¿De qué secretos fondos del alma española ha nacido esta extraña palabra, desvivirse? ¿Cómo ha venido nuestra lengua a hacer privativo y reflexivo a un tiempo el verbo vivir? Cuando el español se interesa profunda y apasionadamente por algo, cuando siente amor, afán, solicitud, cuidado, preocupación, inquietud, impaciencia o viva esperanza, decimos que se desvive. La filosofía de estos últimos decenios ha mostrado que la vida consiste en preocupación o cuidado; eso es vivir; pero cuando cae en la cuenta de que lo que le pasa es eso, el español lo llama desvivirse.

 

»Envuelve, por lo pronto, una fuerte personalización. No olvidemos que, mientras los demás hombres suelen morir, el español prefiere morirse. Los españoles nos comemos un trozo de pan, nos damos un paseo, y al final nos morimos. No nos hemos atrevido a decir 'vivirse' —Unamuno lo usa alguna vez, pero enfáticamente y con un grano de sal—, pero hemos inventado un verbo privativo —si es que es privativo— y gracias a él, ya que no nos vivimos, nos desvivimos.

 

»Yo no puedo dejar de ver una punta de ironía en este atroz verbo que me ocupa; al decir 'desvivirse', el español se burla un poco de su extremosidad, y esto me parece esencial: la palabra 'desvivirse' no es una palabra 'seria'. Es uno de los pocos resquicios por donde se filtra, como un viento, el escaso y casi impalpable humor de nuestro pueblo.

 

»Pero el humor y la burla son siempre ambiguos: una de cal y otra de arena. Se afirma y se niega a un tiempo la misma cosa. Desvivirse dice en una sola palabra, y sin retórica, sino poéticamente, lo mismo que el verso 'Vivo sin vivir en mí'. Porque, por lo visto, vivir quiere decir vivir en mí, permanecer, quedar en sí mismo. Cuando estamos muy afanados decimos: 'Esto no es vivir. ' Cuando el hombre está fuera de sí, de su asiento, de sus casillas, es decir, de su morada —sin tomar demasiado en serio la morada, y esto es decisivo: es toda la distancia que va de las 'casillas' a las 'Moradas' con mayúscula—, tiene la impresión de que no vive; pero, como, naturalmente, no hace otra cosa que vivir, invierte los términos y dice que ese vivir no es cosa que lo valga, sino al contrario, que se está desviviendo.

 

»Pero mientras el verbo vivir es —según dicen— intransitivo y permanece sosegadamente en sí mismo sin pasar a otra cosa, desvivirse es siempre 'desvivirse por algo'. Cuando algo nos llama y tira de nosotros, nos arranca de nuestro sosegado centro y nos arrebata, cuando sentimos afán vivísimo y no nos bastamos a nosotros mismos, nos desvivimos. El desvivirse es la forma suprema del interés. Pero, ¿qué es el interés más que inter esse, estar entre las cosas? Cuando nos interesamos es que estamos ahí, con las cosas, desviviéndonos. Y si vivir es estar entre las cosas que nos rodean y solicitan, en nuestra circunstancia, ¿hay otro modo de vivir que interesarse, quiero decir, desvivirse? ¿No ocurrirá que el que no se desvive no vive tampoco?»

 

Esto, entre otras cosas, decía yo en remota fecha de ese verbo desvivirse, exclusivo nuestro y que me entusiasma. Pues bien, veo en él el correlato de la ilusión. Con algunas diferencias importantes. Sobre todo, que en la palabra 'ilusión', en el sentido nuevo que le da nuestra lengua, no hay ironía ni humor. Ilusión sí es una palabra seria. Y su temple, el registro lingüístico a que pertenece, es precisamente la ingenuidad, mejor aún la inocencia. Se tiene ilusión, cuando se tiene, de buena fe; el que está ilusionado podrá ser un iluso —es el riesgo que se corre—, pero en cuanto ilusionado está vuelto hacia la realidad que lo ilusiona, proyectado hacia ella, con todas sus potencias, sin reservas. ¿No es asombroso que la palabra illusio, engaño, escarnecimiento, burla o error, palabra resabiada, cautelosa, escéptica, haya venido a significar la versión inocente, activa, confiada, amorosa hacia la realidad, y sobre todo la realidad personal? La forma plena y positiva de desvivirse es tener ilusión: es la condición de que la vida, sin más restricción, valga la pena de ser vivida. Esas dos palabras nuestras españolas nos permiten descubrir, desde nuestra propia instalación, una dimensión esencial de la vida humana, su condición amorosa, su inseguridad, su dramatismo.

Madrid, 1 de mayo de 1984.