HOMERO Ilíada / Odisea

 

 

1. "Glauco, hijo de Hipóloco, y el hijo de Tideo

coincidieron, ávidos de lucha, en el espacio entre ambos bandos.

Cuando ya estaban cerca, avanzando el uno contra el otro,

díjole el primero Diomedes, valeroso en el grito de guerra:

«¡Sobresaliente guerrero! ¿Quién eres tú de los mortales?

Nunca te he visto en la lucha, que otorga gloria a los hombres,

antes. Sin embargo, ahora estás muy por delante de todos

y tienes la osadía de aguardar mi pica, de luenga sombra.

¡Desdichados son los padres cuyos hijos se oponen a mi furia! (...)»

Respondíole, a su vez, el esclarecido hijo de Hipóloco:

«¡Magnánimo Tidida! ¿Por qué me preguntas mi linaje?

Como el linaje de las hojas, tal es también el de los hombres.

De las hojas, unas tira a tierra el viento, y otras el bosque

hace brotar cuando florece, al llegar la sazón de la primavera.

Así el linaje de los hombres, uno brota y otro se desvanece.

Si quieres, sábete también lo siguiente, y te enterarás

bien de mi linaje, que ya muchos hombres conocen:

hay una ciudad, Éfira, en el fondo de Argos, prado de caballos

y allí vivía Sísifo, que fue el más astuto de los hombres,

Sísifo Eólida. Y he aquí que éste tuvo por hijo a Glauco.

Y, por su parte, Glauco engendró al intachable Belerofontes.

A éste belleza y amable valentía los dioses le otorgaron.

Mas Preto maquinó contra él maldades en el ánimo,

porque era muy superior a él, y lo desterró del pueblo

de los argivos, a quienes Zeus había sometido al cetro de Preto.

La mujer de éste, la divina Antea, concibió enloquecido deseo

de unirse a él en secreto amor. Pero no logró

convencer los buenos instintos del belicoso Belerofontes.

Entonces aquélla dijo con mentiras al rey Preto:

«¡Ojalá mueras, Preto, o mata a Belerofontes,

que ha querido unirse en el amor conmigo contra mi deseo!»

Así habló, y la ira prendió en el soberano al oírlo.

Eludía matarlo, pues sentía escrúpulos en su ánimo;

pero lo envió a Licia y le entregó luctuosos signos,

mortíferos la mayoría, que había grabado en una tablilla doble,

y le mandó mostrárselas a su suegro, para que así pereciera.

Marchó a Licia bajo la intachable escolta de los dioses

y en cuanto llegó a Licia y a la corriente del Janto,

amistosamente lo honró el soberano de la anchurosa Licia.

Durante nueve días lo hospedó y nueve bueyes sacrificó.

Pero al aparecer por décima vez la Aurora, de rosados dedos,

entonces le preguntó y solicitó ver la contraseña

que había traído consigo de parte de su yerno Preto.

Cuando la funesta contraseña de su yerno recibió,

mandóle, en primer lugar, a la tormentosa Quimera

matar. Era ésta de raza divina, no humana:

por delante león, por detrás serpiente, y en medio cabra,

y exhalaba la terrible furia de una ardiente llama.

Pero logró matarla, fiado en los portentos de los dioses.

En segundo lugar luchó contra los gloriosos sólimos,

la lucha en su opinión más feroz que contra hombres entabló.

En tercer lugar, mató a las varoniles amazonas.

Pero, a su regreso, urdió contra él otro sagaz engaño:

escogiendo de la anchurosa Licia a los mejores varones,

los apostó en emboscada; mas no regresaron de nuevo a casa,

pues a todos los mató el intachable Belerofontes.

Cuando fue conociendo que era el noble vástago de un dios,

lo retuvo allí, le ofreció a su propia hija por esposa

y le dió la mitad de todos sus regios honores.

Y los licios le acotaron un predio excelente entre los demás,

fértil campo de frutales y labranza del que obtener lucro.

Aquélla dio a luz tres hijos al belicoso Belerofontes:

Isandro, Hipóloco y Laodamía.

Junto a Laodamía vino a yacer el providente Zeus,

y ésta alumbró a Sarpedón, de broncíneo casco, igual a un dios.

Pero cuando también aquél se hizo odioso a todos los dioses,

por la llanura Aleya iba solo vagando,

devorando su ánimo y eludiendo las huellas de las gentes.

A su hijo Isandro, Ares, insaciable de combate,

lo mató cuando luchaba con los gloriosos sólimos.

A su hija la mató Artemis, la de áureas riendas, irritada.

E Hipóloco me engendró a mí, y de él afirmo haber nacido.

Me envió a Troya y con gran insistencia me encargó

descollar siempre, sobresalir por encima de los demás

y no mancillar el linaje de mis padres, que los mejores

con mucho fueron en Éfira y en la anchurosa Licia,

Ésas son la alcurnia y la sangre de las que me jacto de ser.»

Así habló, y Diomedes, valeroso en el grito de guerra,

se alegró, y clavó la pica en el suelo, nutricio de muchos,

y dijo con lisonjeras palabras al pastor de huestes;

«¡Luego eres antiguo huésped de la familia de mi padre!

Pues una vez Eneo, de casta de Zeus, al intachable Belerofontes

hospedó y retuvo en su palacio durante veinte días.

Se obsequiaron con bellos presentes mutuos de hospitalidad:

Eneo le dio un cinturón reluciente de púrpura,

y Belerofontes una áurea copa de doble asa,

que yo dejé en mis moradas al venir aquí.

Pero de Tideo no me acuerdo, porque aún pequeño me

dejó, cuando en Tebas pereció la hueste de los aqueos.

Por eso ahora yo soy huésped tuyo en pleno Argos,

y tú lo eres mío en Licia para cuando vaya al país de los tuyos.

Evitemos nuestras picas aquí y a través de la multitud.

Pues muchos troyanos e ilustres aliados tengo para matar,

si un dios me procura a alguien y yo lo alcanzo con mis pies.

Y tú también tienes muchos aqueos para despojar al que puedas.

Troquemos nuestras armas, que también éstos se enteren

de que nos jactamos de ser huéspedes de nuestros padres.»

Tras pronunciar estas palabras, ambos saltaron del carro,

se cogieron mutuamente las manos y sellaron su compromiso.

Entonces Zeus Crónida hizo perder el juicio a Glauco,

que con el Tidida Diomedes intercambió las armas,

oro por bronce, unas que valían cien bueyes por otras de nueve."

Ilíada VI, 119 y ss.

 

2. "«¡Aquiles! Me mandas, caro a Zeus, declarar

la cólera de Apolo, el soberano flechador.

Pues bien, te lo diré. Mas tú comprométete conmigo, y júrame

que con resolución me defenderás de palabra y de obra,

pues creo que voy a irritar a quien gran poder sobre todos

los argivos ejerce y a quien obedecen los aqueos.

Poderoso es un rey cuando se enoja con un hombre inferior:

incluso si en el mismo día digiere la ira,

mantiene el rencor aún más tarde, hasta satisfacerlo,

en su pecho. Tú explícame si tienes intención de salvarme.»

En respuesta le dijo Aquiles, el de los pies ligeros:

«Recobra el buen ánimo y declara el vaticino que sabes.

Pues juro por Apolo, caro a Zeus, a quien tú, Calcante,

invocas cuando manifiestas vaticinios a los dánaos,

que mientras yo viva y tenga los ojos abiertos sobre la tierra,

nadie en las cóncavas naves pondrá sobre ti sus manos pesadas

de entre todos los aqueos, ni aunque menciones a Agamenón,

que ahora se jacta de ser con mucho el mejor de los aqueos.»

Y entonces ya cobró ánimo y dijo el intachable adivino:

«Ni es una plegaria lo que echa de menos ni una hecatombe,

sino que es por el sacerdote, a quien ha deshonrado Agamenón,

que no ha liberado a su hija ni ha aceptado el rescate,

por lo que el flechador ha dado dolores, y aún dará más.

Y no apartará de los dánaos la odiosa peste,

hasta que sea devuelta a su padre la muchacha de vivaces ojos

sin precio y sin rescate, y se conduzca una sacra hecatombe

a Crisa; sólo entonces, propiciándolo, podríamos convencerlo.»

Tras hablar así, se sentó; y entre ellos se levantó

el héroe Atrida, Agamenón, señor de anchos dominios,

afligido: de furia sus negras entrañas a ambos lados muy

llenas estaban, y sus dos ojos parecían refulgente fuego.

A Calcante en primer lugar dijo, lanzando malignas miradas:

«¡Oh adivino de males! Jamás me has dicho nada grato:

siempre los males te son gratos a tus entrañas de adivinar,

pero hasta ahora ni has dicho ni cumplido una buena palabra.

También ahora pronuncias ante los dánaos el vaticinio

de que por eso el flechador les está produciendo dolores,

porque yo el espléndido rescate de la joven Criseida

no he querido aceptar; pero es mi firme voluntad tenerla

en casa; pues además la prefiero antes que a Clitemnestra,

mi legítima esposa, porque no es inferior a ella

ni en figura ni en talla, ni en juicio ni en habilidad.

Pero, aun así, consiento en devolverla, si eso es lo mejor.

Yo quiero que la hueste esté sana y salva, no que perezca.

Mas disponedme en seguida otro botín; que no sea el único

de los argivos sin recompensa, porque tampoco eso está bien.

Pues todos lo veis: lo que era mi botín se va a otra parte.»"

(Il. I 74-120)

 

3. "Mi madre, Tetis, la diosa de argénteos pies, asegura que a mí

dobles Parcas me van llevando al término que es la muerte:

si sigo aquí luchando en torno de la ciudad de los troyanos,

se acabó para mí el regreso, pero tendré gloria inconsumible;

en cambio, si llego a mi casa, a mi tierra patria,

se acabó para mí la noble gloria, pero mi vida será duradera

y no la alcanzaría nada pronto el término que es la muerte."

(Il., IX 410-416)

 

4. "Si es verdad que en tu mente, preclaro Aquiles, sopesas

el regreso y de ningún modo deseas defender las veloces naves

del destructor fuego ahora que la ira ha invadido tu ánimo,

¿cómo podría quedarme lejos de ti, hijo mío, aquí solo?

Soy la escolta que te dió Peleo, el anciano conductor de carros,

aquel día en que te envió de Ftía ante Agamenón, cuando sólo

eras un niño ignorante aún del combate, que a todos iguala,

y de las asambleas, donde los hombres se hacen sobresalientes.

Por eso me despachó contigo, para que te enseñara todo eso,

a ser decidor de palabras y autor de hazañas."

(Il., IX 434-443)

 

6. "[Es Zeus Olímpico quien habla] «Es de ver cómo inculpan los

[hombres sin tregua a los dioses

achacándonos todos sus males. Y son ellos mismos

los que traen por sus propias locuras su exceso de penas.

Así Egisto, violando el destino, casó con la esposa

del Atrida y le dió muerte a él cuando a casa volvía.

No accedió a prevenir su desgracia, que bien le ordenamos

enviándole a Hermes, el gran celador Argifonte,

desistir de esa muerte y su asedio a la reina, pues ello

le atraería la venganza por mano de Oreste Atrida

cuando fuese en edad y añorase la tierra paterna.

Pero Hermes no puedo cambiar las entrañas de Egisto,

aun queriéndole bien, y él pagó de una vez sus maldades.»"

(Odisea, I 32-43)

 

7. "No pretendas, Ulises preclaro, buscarme consuelos

de la muerte, que yo más querría ser siervo en el campo

de cualquier labrador sin caudal y de corta despensa

que reinar sobre todos los muertos que allá fenecieron."

(Od., XI 487-491)