Aristóteles De Anima

LIBRO SEGUNDO
LIBRO TERCERO

 

LIBRO PRIMERO

capítulo1

En que se recorren minuciosamente las múltiples cuestiones con que ha de enfrentarse el presente estudio en torno al Alma

capítulo2 Que recoge y expone las doctrinas de otros filósofos en torno al conocimiento y al movimiento como rasgos característicos del alma
capítulo3 Donde se critica la teoría según la cual el alma se mueve por sí atendiéndose de modo muy especial a la versión platónica de la misma
capítulo4 En que se comienza rechazando la teoría del alma-armonía y se termina criticando la doctrina que concibe al alma como número automotor
capítulo5 Se continúa y concluye la crítica de las distintas teorías acerca del alma y se atiende extensamente a aquélla según la cual el alma está constituida de elementos

 

CAPÍTULO PRIMERO

En que se recorren minuciosamente las múltiples cuestiones con que ha de enfrentarse el presente estudio en torno al Alma

 

Partiendo del supuesto de que el saber es una de las cosas más valiosas y dignas de estima y que ciertos saberes son superiores a otros bien por su rigor bien por ocuparse de objetos mejores y más admirables, por uno y otro motivo deberíamos con justicia colocar entre las primeras la investigación en torno al alma.

Más aún, parece que el conocimiento de ésta contribuye notablemente al conjunto del saber y muy especialmente al que se refiere a la Naturaleza: el alma es, en efecto, como el principio de los animales. Por nuestra parte, intentamos contemplar y conocer su naturaleza y su entidad, así como cuantas propiedades la acompañan: de éstas las hay que parecen ser afecciones exclusivas del alma, mientras que otras parecen afectar además, y en virtud de ella, a los animales como tales. En cualquier caso, y desde todos los puntos de vista, resulta dificilísimo llegar a tener convicción alguna acerca de ella. Pues al ser esta investigación —me refiero a la investigación en torno a la entidad v la esencia— común también a otros muchos tratados, cabría pensar que existe un método único para todos y cada uno de aquellos objetos cuya entidad queremos conocer, como ocurre con la demostración en el caso de los accidentes propios; de manera que resultaría necesario investigar semejante método. Si, por el contrario, no existe un método único y común en torno a la esencia, entonces el empeño se hace más difícil todavía, puesto que será necesario determinar cuál es el modo de proceder adecuado para cada caso. Pero una vez aclarado esto —si se trata de demostración o de división o incluso de cualquier otro método— la cuestión da lugar aún a múltiples dificultades y extravíos en lo que se refiere a cuáles son los principios de que ha de partir la investigación: y es que los principios son distintos cuando son distintos los objetos, como ocurre con los números y las superficies.

Resulta, sin duda, necesario establecer en primer lugar a qué género pertenece y qué es el alma —quiero decir si se trata de una realidad individual, de una entidad o si, al contrario, es cualidad, cantidad o incluso cualquier otra de las categorías que hemos distinguido— y, en segundo lugar, si se encuentra entre los seres en potencia o más bien constituye una cierta entelequia. La diferencia no es, desde luego, desdeñable. Pero además habrá que investigar si es divisible o indivisible e igualmente si todas las almas son de la misma especie o no y, en caso de que no sean de la misma especie, si se distinguen por la especie o por el género. Ocurre, en efecto, que cuantos actualmente tratan e investigan acerca del alma parecen indagar exclusivamente acerca del alma humana. Ha de tenerse cuidado, pues, no vaya a pasarse por alto la cuestión de si su definición es única como la del animal o si es distinta para cada tipo de alma, por ejemplo, del caballo, del perro, del hombre, del dios —en cuyo caso el animal, universalmente considerado, o no es nada o es algo posterior—. E igualmente por lo que se refiere a cualquier otro atributo que pueda predicársele en común.

Más aún, si lo que hay son muchas partes del alma y no muchas almas, está el problema de si ha de investigarse primero el alma como totalidad o las partes. Por lo demás, es también difícil de precisar cuáles de estas partes son por naturaleza diversas entre sí y si procede investigar primero las partes o bien sus actos, por ejemplo, el inteligir o bien el intelecto, el percibir sensitivamente o bien la facultad sensitiva; e igualmente en los demás casos. Pero si se concede prioridad a los actos, surgiría nuevamente la dificultad de si se han de estudiar sus objetos antes que ellos, por ejemplo, lo sensible antes que la facultad sensitiva y lo inteligible antes que el intelecto.

Por otra parte, y según parece, no sólo es útil conocer la esencia para comprender las causas de las propiedades que corresponden a las entidades (por ejemplo, en matemáticas saber qué es la recta, la curva, la línea, la superficie para comprender a cuántos rectos equivalen los ángulos de un triángulo), sino que también —y a la inversa— las propiedades contribuyen en buena parte al conocimiento de la esencia: pues si somos capaces de dar razón acerca de las propiedades —ya acerca de todas ya acerca de la mayoría— tal como aparecen, seremos capaces también en tal caso de pronunciarnos con notable exactitud acerca de la entidad. Y es que el principio de toda demostración es la esencia y de ahí que a todas luces resulten vacías y dialécticas cuantas definiciones no llevan aparejado el conocimiento de las propiedades o, cuando menos, la posibilidad de una conjetura adecuada acerca de las mismas.

Las afecciones del alma, por su parte, presentan además la dificultad de si todas ellas son también comunes al cuerpo que posee alma o si, por el contrario, hay alguna que sea exclusiva del alma misma. Captar esto es, desde luego, necesario, pero nada fácil. En la mayoría de los casos se puede observar cómo el alma no hace ni padece nada sin el cuerpo, por ejemplo, encolerizarse, envalentonarse, apetecer, sentir en general. No obstante, el inteligir parece algo particularmente exclusivo de ella; pero ni esto siquiera podrá tener lugar sin el cuerpo si es que se trata de un cierto tipo de imaginación o de algo que no se da sin imaginación. Por tanto, si hay algún acto o afección del alma que sea exclusivo de ella, ella podría a su vez existir separada; pero si ninguno le pertenece con exclusividad, tampoco ella podrá estar separada, sino que le ocurrirá igual que a la recta a la que, en tanto que recta, corresponden muchas propiedades —como la de ser tangente a una esfera de bronce en un punto por más que la recta separada no pueda llevar a cabo tal contacto; y es que es inseparable toda vez que siempre se da en un cuerpo—. Del mismo modo parece que las afecciones del alma se dan con el cuerpo: valor, dulzura, miedo, compasión, osadía, así como la alegría, el amor y el odio. El cuerpo, desde luego, resulta afectado conjuntamente en todos estos casos. Lo pone de manifiesto el hecho de que unas veces no se produce ira ni terror por más que concurran afecciones violentas y palpables mientras que otras veces se produce la conmoción bajo el influjo de afecciones pequeñas e imperceptibles —por ejemplo, cuando el cuerpo se halla excitado y en una situación semejante a cuando uno se encuentra encolerizado—. Pero he aquí un caso más claro aún: cuando se experimentan las afecciones propias del que está aterrorizado sin que esté presente objeto terrorífico alguno. Por consiguiente, y si esto es así, está claro que las afecciones son formas inherentes a la materia. De manera que las definiciones han de ser de este tipo: el encolerizarse es un movimiento de tal cuerpo o de tal parte o potencia producido por tal causa con tal fin. De donde resulta que corresponde al físico ocuparse del alma, bien de toda alma bien de esta clase de alma en concreto. Por otra parte, el físico y el dialéctico definirían de diferente manera cada una de estas afecciones, por ejemplo, qué es la ira: el uno hablaría del deseo de venganza o de algo por el estilo, mientras el otro hablaría de la ebullición de la sangre o del elemento caliente alrededor del corazón. El uno daría cuenta de la materia mientras el otro daría cuenta de la forma específica y de la definición. Pues la definición es la forma específica de cada cosa y su existencia implica que ha de darse necesariamente en tal tipo de materia; de esta manera, la definición de casa sería algo así como que es un refugio para impedir la destrucción producida por los vientos, los calores y las lluvias. El uno habla de piedras, ladrillos y maderas mientras el otro habla de la forma específica que se da en éstos en función de tales fines. ¿Cuál de ellos es, entonces, el físico? ¿El que habla acerca de la materia ignorando la definición o el que habla solamente de la definición? ¿Más bien el que lo hace a partir de lo uno y lo otro? ¿Qué pasa, pues, con cada uno de aquéllos? Que no hay nadie que se ocupe de las afecciones que son inseparables de la materia, abstrayéndolas de ésta, es más bien el físico quien se ocupa de todas aquellas afecciones y acciones que corresponden a tal tipo de cuerpo y a tal tipo de materia. En cuanto a aquellas afecciones que no son consideradas tales, su conocimiento corresponde a otros: de algunas se ocupa el artesano según los casos, por ejemplo, el carpintero o el médico; de las afecciones inseparables se ocupa, a su vez, el matemático si bien abstractamente y en cuanto que no son afecciones de tal tipo de cuerpo; el metafísico, en fin, se ocupa de las realidades que existen separadas en cuanto tales.

Pero hemos de regresar al punto deL cual ha arrancado este discurso. Decíamos que las afecciones del alma no son separables de la materia natural de los animales en la medida en que les corresponde tal tipo de afecciones —por ejemplo, el valor y el miedo— y que se trata de un caso distinto al de la línea y la superficie.

 

CAPÍTULO SEGUNDO

Que recoge y expone las doctrinas de otros filósofos en torno al conocimiento y al movimiento como rasgos característicos del alma

 

Puesto que estamos estudiando el alma se hace necesario que —al tiempo que recorremos las dificultades cuya solución habrá de encontrarse a medida que avancemos— recojamos las opiniones de cuantos predecesores afirmaron algo acerca de ella: de este modo nos será posible retener lo que dijeron acertadamente así como tomar precauciones respecto de aquello que puedan haber dicho sin acierto. El comienzo de la investigación, por otra parte, consiste en proponer aquellas propiedades que de manera especialísima parecen corresponder al alma por naturaleza. Ahora bien, lo animado parece distinguirse de lo inanimado principalmente por dos rasgos, el movimiento y la sensación y ambas caracterizaciones acerca del alma son aproximadamente las que hemos recibido de nuestros predecesores: algunos afirmaron, en efecto, que el alma es primordialmente y de manera especialísima el elemento motor. Y como, por otra parte, pensaban que lo que no se mueve no puede mover a otro, supusieron que el alma se encuentra entre los seres que se mueven. De ahí que Demócrito afirme que el alma es un cierto tipo de fuego o elemento caliente; siendo infinitos en número las figuras y los átomos, concluye que los de figura esférica son fuego y alma y los compara con las motas que hay en suspensión en el aire y que se dejan ver en los rayos de luz a través de las rendijas; afirma que el conjunto originario formado por todos los átomos constituye los elementos de la Naturaleza en su totalidad (Leucipo piensa de manera semejante); de ellos, a su vez, los que tienen forma esférica son alma ya que tales figuras son especialmente capaces de pasar a través de todo y de mover el resto estando ellas mismas en movimiento: y es que parten del supuesto de que el alma es aquello que procura el movimiento a los animales. De donde resulta también que la frontera del vivir se encuentra en la respiración; en efecto, cuando el medio ambiente contrae a los cuerpos empujando hacia el exterior aquellas figuras que —por no estar jamás en reposo— procuran a los animales el movimiento, la ayuda viene de fuera al penetrar otras semejantes en el momento de la respiración. Y es que estas últimas, contribuyendo a repeler la fuerza contractora y condensadora, impiden que se dispersen las figuras ya presentes en el interior de los animales; éstos, a su vez, viven hasta tanto son capaces de realizar tal operación.

Parece, por lo demás, que la doctrina procedente de los pitagóricos implica el mismo razonamiento: efectivamente, algunos de ellos han afirmado que el alma se identifica con las motas en suspensión en el aire, si bien otros han afirmado que es aquello que mueve a éstas. De éstas lo afirmaron porque se presentan continuamente en movimiento aunque la ausencia de aire sea total. A la misma postura vienen a parar también cuantos afirman que el alma es lo que se mueve a sí mismo: es que todos ellos, a lo que parece, parten del supuesto de que el movimiento es lo más peculiar del alma y que si bien todas las demás cosas se mueven en virtud del alma, ella se mueve por sí misma; conclusión ésta a la que llegan al no haber observado nada que mueva sin que esté a su vez en movimiento. También Anaxágoras, de manera similar, afirma que el alma es la que mueve —e igualmente quienquiera que haya afirmado que el intelecto puso en movimien to al universo— por más que su afirmación no es exactamente igual que la de Demócrito. Pues éste identificaba sin más alma e intelecto: la verdad es la apariencia; de ahí que, a su juicio, Homero se expresó con justeza al decir que Héctor yacía con la mente sin sentido. No recurre al intelecto como potencia relativa a la verdad, sino que, por el contrario, sinonimiza alma e intelecto. Anaxágoras, por su parte, se expresa con menos claridad: a menudo dice que el intelecto es la causa de la armonía y el orden, mientras que en otras ocasiones dice de él que es el alma, por ejemplo, cuando afirma que se halla presente en todos los animales, grandes y pequeños, nobles y vulgares. No parece, sin embargo, que el intelecto entendido como prudencia se dé por igual en todos los animales, ni siquiera en todos los hombres.

Todos aquellos que se fijaron en el hecho de que el ser animado se mueve supusieron que el alma es el motor por excelencia. Los que se han fijado, sin embargo, en que conoce y percibe los entes identifican el alma con los principios: si ponen muchos, con todos ellos, y si ponen uno sólo, con éste. Así, Empédocles establece que el alma se compone de todos los elementos y que, además, cada uno de ellos es alma cuando dice:

Vemos la tierra con la tierra, el agua con el agua, el divino éter con el éter, con el fuego el fuego destructor, el amor con el amor y el odio, en fin, con el dañino odio.

También y de la misma manera construye Platón el alma a partir de los elementos en el Timeo: y es que, a su juicio, lo semejante se conoce con lo semejante y, por otra parte, las cosas se componen de los principios. De manera similar se especifica, a su vez, en el tratado denominado Acerca de la Filosofía, que el animal en sí deriva de la idea de Uno en sí y de la longitud, latitud y profundidad primeras, siendo el proceso análogo para todo lo demás. También, y según otra versión, el intelecto es lo Uno mientras que la ciencia es la Díada: ésta va, en efecto, de un punto de partida unico a una única conclusión; el número de la superficie es, a su vez, la opinión y el del sólido es la sensación: se afirma, pues, que los números constituyen las ideas en sí y los principios y, además, que proceden de los elementos y que ciertas cosas se disciernen con el intelecto, otras con la ciencia, otras con la opinión y otras con la sensación. Estos números, por lo demás, son las ideas de las cosas. Y puesto que el alma les parecía ser a la vez principio de movimiento y principio de conocimiento, algunos llevaron a cabo una síntesis de ambos aspectos, afirmando que el alma es número que se mueve a sí mismo. Discrepan, sin embargo, sobre cuáles y cuántos son los principios, especialmente aquellos autores que ponen principios corpóreos y aquellos otros que los ponen incorpóreos; de unos y otros discrepan, a su vez, los que proponen una mezcla estableciendo que los principios proceden de ambos tipos de realidad. Discrepan además en cuanto al número de los mismos: los hay, en efecto, que ponen uno sólo mientras otros ponen varios. De acuerdo con todas estas teorías dan cuenta del alma. Y no sin razón han supuesto que aquello que mueve a la Naturaleza ha de contar entre los primeros principios. De ahí que algunos hayan opinado que era fuego: éste es, en efecto, el más ligero y más incorpóreo de los elementos, amén de que se mueve y mueve primordialmente todas las demás cosas.

Demócrito, por su parte, se ha pronunciado con mayor agudeza al explicar el porqué de cada una de estas propiedades: alma e intelecto son la misma cosa, algo que forma parte de los cuerpos primarios e indivisibles y que mueve merced a la pequeñez de sus partículas y su figura; explica cómo de todas las figuras la mejor para el movimiento es la esférica y que así son el intelecto y el fuego. Anaxágoras, a su vez, parece afirmar que alma e intelecto son distintos —como ya dijimos más arriba— si bien recurre a ambos como si se tratara de una única naturaleza por más que proponga especialmente al intelecto como principio de todas las cosas: afirma al respecto que solamente él —entre los entes— es simple, sin mezcla y puro. Pero, al decir que el intelecto pone todo en movimiento, atribuye al mismo principio tanto el conocer como el mover. Parece que también Tales —a juzgar por lo que de él se recuerda— supuso que el alma es un principio motor si es que afirmó que el imán posee alma puesto que mueve al hierro. Por su parte, Diógenes —así como algunos otros— dijo que el alma es aire, por considerar que éste es no sólo lo más ligero, sino también principio, razón por la cual el alma conoce y mueve: conoce en cuanto que es lo primero y de él se derivan las demás cosas; es principio de movimiento en cuanto que es lo más ligero. Heráclito afirma también que el principio es alma en la medida en que es la exhalación a partir de la cual se constituye todo lo demás; es además lo más incorpóreo y se encuentra en perpetuo fluir; lo que está en movimiento, en fin, es conocido por lo que está en movimiento. Tanto él como la mayoría han opinado que los entes se hallan en movimiento.

Cercano a los anteriores es también, a lo que parece, el punto de vista de Alcmeón acerca del alma: efectivamente, dice de ella que es inmortal en virtud de su semejanza con los seres inmortales, semejanza que le adviene por estar siempre en movimiento, puesto que todos los seres divinos —la luna, el sol, los astros y el firmamento entero— se encuentran también siempre en movimiento continuo. Entre los de mentalidad más tosca, en fin, algunos como Hipón llegaron a afirmar que el alma es agua; su convicción deriva, al parecer, del hecho de que el semen de todos los animales es húmedo; este autor refuta, en efecto, a los que dicen que el alma es sangre, replicando que el semen no es sangre y sí es, sin embargo, el alma primera. Otros, como Critias, han afirmado, por el contrario, que el alma es sangre, partiendo de que lo más propio del alma es el sentir y esto le corresponde al alma en virtud de la naturaleza de la sangre. Todos los elementos han encontrado, por tanto, algún partidario, si exceptuamos la tierra; nadie se ha pronunciado por ésta a no ser quien haya afirmado que el alma proviene de todos los elementos o se identifica con todos ellos.

En resumidas cuentas, todos definen al alma por tres características: movimiento, sensación e incorporeidad. Cada una de estas características se remonta, a su vez, hasta los principios. De ahí que los que definen al alma por el conocimiento hagan de ella un elemento o algo derivado de los elementos coincidiendo entre sí en sus afirmaciones a excepción de uno de ellos: afirman, en efecto, que lo semejante es conocido por lo semejante y, puesto que el alma conoce todas las cosas, la hacen compuesta de todos los principios. Por tanto, todos aquellos que afirman que hay una única causa y un único elemento, establecen también que el alma es ese único elemento, por ejemplo, el fuego o el aire; por el contrario, aquellos que afirman que los elementos son múltiples, hacen del alma también algo múltiple. Anaxágoras es el único en afirmar que el intelecto es impasible y que nada tiene en común con ninguna otra cosa: cómo y por qué causa conoce siendo de naturaleza tal, ni lo ha dicho ni se deduce con claridad de sus afirmaciones. Por otra parte, aquellos que ponen las contrariedades entre los principios construyen el alma a partir de los contrarios, mientras que los que establecen como principio alguno de los contrarios —por ejemplo, lo caliente o lo frío o cualquier otro por el estilo— establecen también paralelamente que el alma es sólo uno de los contrarios. De ahí que busquen apoyo en los nombres: los que afirman que el alma es lo caliente pretenden que zén (vivir) deriva de zein (hervir); los que afirman que el alma es lo frío pretenden que psyché (alma) deriva su denominación de psychrón (frío) en razón del enfriamiento (katápsyxis) resultante de la respiración.

Estas son las doctrinas transmitidas en torno al alma así como las causas que han motivado el que estos autores se expresen al respecto de tal manera.

 

CAPÍTULO TERCERO

Donde se critica la teoría según la cual el alma se mueve por sí atendiéndose de modo muy especial a la versión platónica de la misma

 

Analicemos, en primer lugar, lo relativo al movimiento ya que, a buen seguro, no sólo es falso que la entidad del alma sea tal cual afirman quienes dicen que es aquello que se mueve a sí mismo —o bien aquello que tiene la capacidad de moverse a sí mismo—, sino que además es imposible que el movimiento se dé en el alma. Por lo pronto ya ha quedado explicado con anterioridad que no es necesario que lo que mueve se encuentre a su vez en movimiento. Pero es que además y puesto que todo lo que se mueve puede moverse de dos maneras —puede, en efecto, moverse ya por otro ya por sí: decimos que es movido por otro todo aquello que se mueve por encontrarse dentro de algo que está en movimiento, por ejemplo, los marineros que, desde luego, no se mueven de igual manera que el navío ya que éste se mueve por sí y aquéllos por encontrarse dentro de algo que está en movimiento. Esto resulta evidente si se atiende a las partes del cuerpo: el movimiento propio de los pies (y, por tanto, también de los hombres) es la marcha; ahora bien, tal movimiento no se da, en nuestro supuesto, en los marineros— en fin, puesto que moverse significa dos cosas distintas, veamos ahora en relación con el alma si es que se mueve por sí y por sí participa del movimiento.

Puesto que cuatro son las clases de movimiento —traslación, alteración, corrupción, crecimiento— el alma habrá de moverse o conforme a una de ellas o conforme a varias o conforme a todas. Por otra parte, si no es por accidente como se halla en movimiento, el movimiento habrá de corresponderle por naturaleza; y si esto es así, entonces le corresponderá también por naturaleza el lugar, ya que todos los tipos de movimiento señalados se dan en un lugar. Así pues, si la entidad del alma consiste en moverse a sí misma, el movimiento no le corresponderá por accidente, como le ocurre a la blancura o a una altura de tres codos: también éstas están ciertamente en movimiento, pero por accidente, ya que lo que realmente se mueve es el cuerpo en que se encuentran; de ahí que no les corresponda un lugar. Por el contrario, sí habrá un lugar para el alma, si es que participa por naturaleza del movimiento. Más aún: si el alma está dotada de un movimiento natural podrá ser movida también violentamente y si es movida violentamente, estará dotada también de un movimiento natural. Y lo mismo ocurre a su vez con el reposo ya que el término ad quem del movimiento natural de algo constituye el lugar en que reposa naturalmente, así como el término ad quem del movimiento violento de algo es el lugar donde violentamente reposa. Ahora bien, de qué tipo serían los movimientos y reposos violentos del alma es algo que no resulta fácil de explicar ni siquiera para los que se empeñan en hacer divagaciones. Más aún, si el alma se mueve hacia arriba, será fuego; si hacia abajo, será tierra ya que éstos son los movimientos de tales cuerpos. Y lo mismo ha de decirse respecto de los movimientos intermedios. Otro argumento: puesto que el alma aparece como aquello que mueve al cuerpo, es lógico que produzca en él aquellos movimientos con que ella a su vez se mueve. Pero si esto es así, será verdadera también la afirmación inversa, a saber, que el movimiento a que está sometido el cuerpo es el mismo que aquel a que está sometida el alma. Ahora bien, el cuerpo está sometido al movimiento de traslación, luego el alma se desplazará —al igual que el cuerpo—cambiando de posición ya en su totalidad ya en alguna de sus partes. Pero si esto fuera posible sería igualmente posible que volviera a entrar en el cuerpo después de haber salido de él: de donde resultaría que los animales podrían resucitar después de muertos.

Por lo que al movimiento accidental se refiere, cabría que fuera producido por otro: cabe, en efecto, que el animal sea impulsado violentamente. Pero, en cualquier caso, un ser al que corresponde entitativamente moverse por sí mismo, no le corresponde ser movido por otro a no ser accidentalmente, del mismo modo que lo que es bueno por sí y para sí no puede serlo ni por otro ni para otro. Suponiendo que en realidad se mueva, lo más apropiado sería decir que el alma es movida por los objetos sensibles. Por lo demás, si se mueve a sí misma es obvio que está moviéndose y, por tanto, si todo movimiento consiste en que lo movido se aleje en cuanto tal, el alma se alejaría de su propia entidad, suponiendo que no se mueva por accidente, sino que el movimiento pertenezca por sí a su misma entidad.

Los hay incluso que afirman que el alma imprime al cuerpo en que se encuentra los mismos movimientos con que ella se mueve: así, Demócrito, cuyas afirmaciones resultan bastante cercanas a las de Filipo el comediógrafo. Este dice, en efecto, que Dédalo dotó de movimiento a la estatua de madera de Afrodita vertiendo sobre ella plata viva. Demócrito, por su parte, afirma algo parecido cuando dice que los átomos esféricos arrastran y mueven al cuerpo todo porque se hallan en movimiento, siéndoles imposible por naturaleza detenerse. Nosotros, por lo demás, preguntaríamos si son estos mismos átomos los que producen el reposo: resulta difícil y hasta imposible explicar de qué modo podrían producirlo. Aparte de que no parece que el alma mueva al animal en absoluto de este modo, sino a través de cierta elección e intelección.

En esta misma línea, el Timeo presenta también una explicación de carácter físico sobre cómo el alma mueve al cuerpo: al moverse ella misma mueve simultáneamente al cuerpo por estar ligada a él. Y es que una vez que estuvo compuesta a partir de los elementos y dividida conforme a los números armónicos de manera que poseyera sensibilidad y armonía connaturales y el universo se desplazara armónicamente, el demiurgo curvó en forma de circunferencia la trayectoria rectilínea; además, tras dividir la unidad en dos circunferencias tangentes en dos puntos, volvió a dividir una de ellas en siete circunferencias, de manera que coincidieran las traslaciones del firmamento y los movimientos del alma.

Pero, en primer lugar, no es correcto afirmar que el alma sea una magnitud: evidentemente Platón da a entender que el alma del Universo es como el denominado intelecto y no como el alma sensitiva o apetitiva, ya que el movimiento de éstas no es de traslación circular. Pues bien, el intelecto es uno y continuo a la manera en que es la intelección; la intelección, a su vez, se identifica con las ideas y éstas constituyen una unidad de sucesión como el número y no como la magnitud; luego el intelecto no tendrá tampoco este tipo de unidad, sino que o carecerá de partes o, en cualquier caso, no será continuo a la manera de una magnitud.

Además, si es magnitud ¿cómo inteligirá?: ¿todo él o en alguna de sus partes? Se trataría en este caso de una parte entendida bien como magnitud bien como punto —si es que procede llamar también parte a este último—. Si intelige, pues, en un punto es evidente que —al ser éstos infinitos— no podrá recorrerlos en absoluto. Si, por el contrario, intelige en una parte entendida como magnitud, inteligirá lo mismo múltiples o infinitas veces. Y, sin embargo, es obvio que puede hacerlo una sola vez.

Por otra parte, si basta con que tenga contacto con el objeto en cualquiera de sus partes, ¿a qué viene el movimiento circular e, incluso, el tener en absoluto magnitud? Y si es necesario para que intelija que esté en contacto con el objeto en la totalidad de la circunferencia, ¿a qué viene el contacto en las partes? Más aún, ¿cómo inteligirá lo divisible con lo indivisible o lo indivisible con lo divisible? Sin embargo, el intelecto ha de ser necesariamente el círculo: el movimiento del intelecto es, en efecto, la intelección, así como el movimiento del círculo es la revolución; por tanto, si la intelección es revolución, el intelecto habrá de ser el círculo cuya revolución es la intelección.

Pero ¿que inteligirá siempre? Ha de inteligir siempre, desde luego, toda vez que el movimiento circular es eterno. Ahora bien, las intelecciones prácticas tienen límite —pues todas ellas tienen un fin distinto de sí mismas— y en cuanto a las intelecciones teóricas, están igualmente limitadas por sus enunciados. Todo enunciado es, en efecto, o definición o demostración: en cuanto a las demostraciones, no sólo parten de un principio, sino que además tienen de alguna manera su fin en el silogismo o en la conclusión; y si no tienen fin, desde luego que no regresan de nuevo al principio, sino que siguen una trayectoria rectilínea al avanzar asumiendo siempre un término medio y un extremo; el movimiento circular, por el contrario, regresa de nuevo al principio. En cuanto a las definiciones, todas son limitadas.

Más aún, si la misma revolución se repite muchas veces, por fuerza inteligirá lo mismo muchas veces. Y, sin embargo, la intelección se asemeja a la acción de detenerse y al reposo más que al movimiento. Y lo mismo pasa con el silogismo. Pero es que, además, lo que no es fácil, sino violento, no puede ser feliz. Ahora bien, si el movimiento no constituye su entidad, estaría en movimiento antinaturalmente. Además, y por otro lado, el estar mezclado con un cuerpo sin poder separarse de él es algo que produce dolor: tal unión, por tanto, ha de resultarle odiosa si es que —como suele decirse y es parecer de muchos— es mejor para el intelecto el no estar unido a un cuerpo. También queda sin explicar, en fin, la causa de que el firmamento se desplace con movimiento circular. Pues ni la entidad del alma es causa de este desplazamiento circular —sino que se mueve así por accidente— ni tampoco es el cuerpo la causa: en último término lo sería el alma en vez de él. Pero tampoco se especifica que se trata de algo mejor: y, sin embargo, Dios debió hacer que el alma se moviera circularmente precisamente por esto, porque es mejor para ella moverse que estar inmóvil, moverse así que de cualquier otra manera.

Dejemos ahora a un lado tal investigación puesto que es más bien propia de otro tratado. Por lo demás, tal teoría, así como la mayor parte de las propuestas acerca del alma, adolecen del absurdo siguiente: que unen e introducen el alma en un cuerpo, sin preocuparse de definir ni el por qué ni la manera de ser del cuerpo. Este punto, sin embargo, parece ineludible: pues uno actúa y otro padece, uno mueve y otro es movido cuando tienen algo en común y estas relaciones mutuas no acontecen entre elementos cualesquiera al azar. Ellos, no obstante, se ocupan exclusivamente de definir qué tipo de realidad es el alma, pero no definen nada acerca del cuerpo que la recibe, como si fuera posible —conforme a los mitos pitagóricos— que cualquier tipo de alma se albergara en cualquier tipo de cuerpo: parece, efectivamente, que cada cosa posee una forma y una estructura peculiares. En definitiva, se expresan como quien dijera que el arte del carpintero se alberga en las flautas. Y es que es necesario que el arte utilice sus instrumentos y el alma utilice su cuerpo.

 

CAPÍTULO CUARTO

En que se comienza rechazando la teoría del alma—armonía y se termina criticando la doctrina que concibe al alma como número automotor

 

En torno al alma se nos ha transmitido aún otra opinión digna de crédito para muchos y no inferior a cualquiera de las expuestas; opinión que, por lo demás, ha dado sus razones —como quien rinde cuentas— en discusiones habidas en común. Los hay, en efecto, que dicen que el alma es una armonía puesto que —añaden— la armonía es mezcla y combinación de contrarios y el cuerpo resulta de la combinación de contrarios.

Pero, por más que la armonía consista en una cierta proporción o combinación de elementos, no es posible que el alma sea ni lo uno ni lo otro. Añádase que el mover no es una actividad propia de la armonía y que, sin embargo, todos se la atribuyen al alma —por así decirlo— de modo primordialísimo. Por otra parte, encaja mejor con los hechos aplicar la palabra armonía a la salud y, en general, a las virtudes corporales que al alma: para comprobarlo sin lugar a dudas, bastaría con intentar atribuir las afecciones y acciones del alma a cualquier tipo de armonía; a buen seguro que resultaría difícil encajarlas. Más aún, puesto que al utilizar la palabra armonía se suele aludir a dos cosas distintas —de una parte y en sentido primario se aplica a la combinación de aquellas magnitudes que se dan en seres dotados de movimiento y posición, cuando encajan entre sí de tal modo que no dejan lugar a ningún elemento del mismo género; de otra parte y derivadamente, se alude a la proporción de los elementos en mezcla— ni en un sentido ni en otro es correcto aplicarla al alma. En cuanto a concebir a ésta como la combinación de las partes del cuerpo, se trata de algo verdaderamente fácil de refutar: múltiples y muy variadas son, en efecto, las combinaciones de las partes; ¿cómo y de qué ha de suponerse, entonces, que son combinación el intelecto, la facultad sensitiva o la facultad desiderativa? Pero es que resulta igualmente absurdo identificar al alma con la proporción de la mezcla, dado que la mezcla de los elementos no guarda la misma proporción en el caso de la carne y en el caso del hueso. La consecuencia sería que se tienen muchas almas por todo el cuerpo, puesto que todas las partes provienen de la mezcla de los elementos y la proporción de la mezcla es, a su vez, armonía y, por tanto, alma.

En cuanto a Empédocles, cabría pedirle una contestación a las siguientes preguntas: puesto que afirma que cada una de las partes existe conforme a cierta proporción, ¿es el alma la proporción o más bien algo que, siendo distinto de ella, se origina en los miembros?; además, ¿la amistad es causa de cualquier tipo de mezcla al azar o solamente de la mezcla conforme a la proporción?; ¿es la amistad, en fin, la proporción o bien algo distinto y aparte de la proporción? Esta opinión lleva consigo ciertamente dificultades de este tipo.

Pero si el alma es algo distinto de la mezcla, ¿por qué desaparece al desaparecer la mezcla en que consiste la esencia de la carne o de cualquier otra parte del animal? Además, si cada una de las partes no posee un alma —ya que el alma no es la proporción de la mezcla—, ¿ qué es lo que se corrompe cuando el alma abandona el cuerpo?

De todo lo dicho se desprende con evidencia que el alma ni puede ser armonía ni se desplaza en movimiento circular. No obstante, sí que es posible —como decíamos— que se mueva por accidente y también que se mueva a sí misma en cierto sentido: por ejemplo, si el cuerpo en que el alma se encuentra está en movimiento y este movimiento es producido por ella; pero no es posible que se mueva localmente de ninguna otra manera. De cualquier modo sería más razonable preguntarse si el alma se mueve a la vista de los siguientes hechos: solemos decir que el alma se entristece y se alegra, se envalentona y se atemoriza y también que se encoleriza, siente y discurre; ahora bien, todas estas cosas parecen ser movimientos, luego cabría concluir que el alma se mueve. Esto último, si embargo, no se sigue necesariamente. Pues por más que entristecerse, alegrarse o discurrir sean fundamentalmente movimientos y que cada una de estas afecciones consista en un ser movido y que tal movimiento, a su vez, sea producido por el alma —por ejemplo encolerizarse o atemorizarse consiste en que el corazón se mueve de tal manera, discurrir consiste en otro tanto, ya respecto a este órgano, ya respecto a cualquier otro y, en fin, algunas de estas afecciones acaecen en virtud del desplazamiento de los órganos movidos, mientras otras acaecen en virtud de una alteración de los mismos (cuáles y cómo, es otro asunto)— pues bien, afirmar, con todo y con eso, que es el alma quien se irrita, sería algo así como afirmar que es el alma la que teje o edifica. Mejor sería, en realidad, no decir que es el alma quien se compadece, aprende o discurre, sino el hombre en virtud del alma. Esto no significa, en cualquier caso, que el movimiento se dé en ella, sino que unas veces termina en ella y otras se origina en ella: por ejemplo, la sensación se origina en los objetos correspondientes mientras que la evocación se origina en el alma y termina en los movimientos o vestigios existentes en los órganos sensoriales.

El intelecto, por su parte, parece ser —en su origen— una entidad independiente y que no está sometida a corrupción. A lo sumo, cabría que se corrompiera a causa del debilitamiento que acompaña a la vejez, pero no es así, sino que sucede como con los órganos sensoriales: y es que si un anciano pudiera disponer de un ojo apropiado vería, sin duda, igual que un joven. De manera que la vejez no consiste en que el alma sufra desperfecto alguno, sino en que lo sufra el cuerpo en que se encuentra, y lo mismo ocurre con la embriaguez y las enfermedades. La intelección y la contemplación decaen al corromperse algún otro órgano interno, pero el intelecto mismo es impasible. Discurrir, amar u odiar no son, por lo demás, afecciones suyas, sino del sujeto que lo posee en tanto que lo posee. Esta es la razón de que, al corromperse éste, ni recuerde ni ame: pues no eran afecciones de aquél, sino del conjunto que perece. En cuanto al intelecto, se trata sin duda de algo más divino e impasible.

De todo esto se desprende con claridad que no es posible que el alma se mueva; ahora bien, si no se mueve en absoluto, es claro que tampoco podrá moverse por sí misma. Por lo demás, de todas las opiniones expuestas la más absurda, con mucho, es decir que el alma es número que se mueve a sí mismo. Quienes así piensan han de cargar con consecuencias imposibles: en primer lugar, las que resultarían de que el alma se moviera; además, otras peculiaridades resultan tes de considerarla como número. ¿Cómo se va a entender, en efecto, que una unidad se mueva —por quién y de qué manera— si es indivisible e indiferenciada? Pues si es motor y móvil habrá de estar diferenciada. Más aún, puesto que se dice que una línea al moverse genera una superficie y un punto una línea, los movimientos de las unidades constituirán también líneas, ya que un punto es una unidad que ocupa una posición y el número del alma, a su vez, está en un sitio y ocupa una posición. Más aún, al restar de un número cualquiera otro número o una unidad, el resultado es un número distinto; y, sin embargo, las plantas —al igual que muchos animales— continúan viviendo aun después de divididos y teniendo, al parecer, la misma especie de alma. Por otra parte, no parece que haya diferencia alguna entre hablar de unidades y de corpúsculos: pues si convertimos los corpúsculos esféricos de Demócrito en puntos, de manera que sólo quede la magnitud, seguirá habiendo en ellos algo que mueve y algo que es movido exactamente igual que lo hay en el continuo: y es que lo que acabamos

de decir se cumple no porque haya una diferencia mayor en cuanto al tamaño, sino porque se trata de una magnitud. De ahí que necesariamente ha de haber algo que mueva a las unidades (distinto de ellas). Ahora bien, si el alma es el elemento motor en el animal, lo será también en el número; de donde resultará que el alma no es el motor y el móvil, sino exclusivamente el motor. Por otra parte, ¿cómo es posible que el alma (siendo motor) sea una unidad? Desde luego que alguna diferencia habrá de tener respecto de las demás; pero ¿cuál puede ser la diferencia en el caso de un punto como tal aparte de la posición? Por otra parte, si suponemos que las unidades y puntos que corresponden al cuerpo son distintas de las del alma, las unidades de ambos ocuparán el mismo lugar, ya que cada una ocupará el lugar de un punto. Y si puede haber dos puntos en el mismo lugar, ¿qué impedimento existirá para que pueda haber infinitos?: en efecto, aquellas cosas cuyo lugar es indivisible son también indivisibles. Suponiendo, por el contrario, que los puntos que corresponden al cuerpo constituyen el número del alma —o bien que el número del alma resulta de los puntos que corresponden al cuerpo—, ¿por qué no tienen alma todos los cuerpos?: en todos ellos, desde luego, parece haber puntos y además infinitos. Por último, ¿cómo va a ser posible que los puntos se separen y desliguen de los cuerpos cuando las líneas no se disuelven en puntos?

CAPÍTULO QUINTO

Se continúa y concluye la crítica de las distintas teorías acerca del alma y se atiende extensamente a aquélla según la cual el alma está constituida de elementos

 

Dos son —como acabamos de señalar— los absurdos en que desemboca la doctrina expuesta: por un lado, viene a coincidir con la de quienes afirman que el alma es un cuerpo sutil; por otro lado, cae en el absurdo peculiar de la doctrina de Demócrito según la cual el movimiento es producido por el alma. En efecto: si el alma se encuentra en todo cuerpo dotado de sensibilidad y si además suponemos que el alma es un cuerpo, necesariamente habrá dos cuerpos en el mismo lugar. En cuanto a aquéllos que dicen que es un número, o bien habrá múltiples puntos en un único punto o bien todo cuerpo tendrá un alma suponiendo que ésta no sea un número diferente y distinto de los puntos que pertenecen al cuerpo. Otra consecuencia sería que el animal es movido por un número; así —decíamos— es como Demócrito mueve al animal: ¿qué más da, en efecto, hablar de esferas diminutas o de unidades grandes o, en suma, de unidades en movimiento, si en cualquiera de los casos resulta necesario mover al animal a base de que aquéllas estén en movimiento? Así pues, quienes pretenden juntar movimiento y número en un mismo principio vienen a parar a estas dificultades y a otras muchas por el estilo; y es que no sólo no es posible que tales rasgos constituyan la definición esencial del alma, sino que ni siquiera pueden ser propiedades accidentales suyas. Para ponerlo de manifiesto bastaría con intentar explicar las afecciones y acciones del alma —por ejemplo, razonamientos, sensaciones, placeres y dolores, etc.— a partir de semejante definición. Como ya dijimos más arriba, a partir de tales rasgos no resultaría fácil ni adivinarlas siquiera.

Tres son, por tanto, las maneras de definir el alma que se nos han transmitido: unos la definieron como el motor por antonomasia precisamente por moverse a sí misma; otros, como el cuerpo más sutil o más incorpóreo (acabamos de analizar qué dificultades y contradicciones comportan estas teorías); queda, por último, examinar la definición según la cual el alma se constituye a partir de los elementos. Sus autores afirman que ha de ser tal para que pueda percibir sensorialmente los entes y conocer cada uno de ellos; pero inevitablemente se encuentran abocados a múltiples consecuencias lógicamente insostenibles. Establecen, pues, que el alma conoce lo semejante con lo semejante (y afirman a continuación que el alma está constituida a partir de los elementos) como si con ello quedara garantizado que el alma se identifica con todas las cosas. Ahora bien, los elementos no son las únicas cosas que conoce, sino que hay además otras muchas o, mejor, son infinitas las cosas que están constituidas a partir de ellos. Sea, pues, que el alma conoce y percibe sensorialmente los elementos de que está constituida cada cosa; pero ¿con qué conocerá o percibirá sensorialmente el conjunto, por ejemplo, qué es dios o el hombre o la carne o el hueso o cualquier otro compuesto? Y es que cada uno de éstos no está constituido por elementos amalgamados de cualquier manera, sino conforme a cierta proporción y combinación como Empédocles mismo afirma respecto del hueso:

 

Por su parte la tierra agradecida en sus amplios crisoles recibió dos partes de las ocho de la luminosa Nestis y cuatro de Hefesto. Y se formaron así los blancos huesos.

 

De nada sirve, pues, que los elementos estén en el alma si no están además las proporciones y la combinación: cada elemento conocerá a su semejante, pero nada habrá que conozca al hueso o al hombre, a no ser que éstos estén también en el alma. Por lo demás, no hace falta ni decir que tal supuesto es imposible: ¿a quién se le ocurriría, en efecto, preguntarse si dentro del alma hay una piedra o un hombre? Y lo mismo ocurre con el bien y el no bien. Y del mismo modo en todos los demás casos.

Más aún: puesto que «ente» tiene múltiples acepciones —ya que puede significar bien la realidad individual bien la cantidad o la cualidad o cualquier otra de las categorías que hemos distinguido—, ¿estará constituida el alma a partir de todas ellas o no? No parece, en cualquier caso, que los elementos sean comunes a todas ellas. ¿Estará, pues, constituida solamente a partir de aquellos elementos que son propios de las entidades? ¿Cómo es, entonces, que conoce también cada uno de los demás entes? ¿Dirán acaso que hay elementos y principios propios,de cada género y que el alma está compuesta de todos ellos? Entonces el alma será cantidad, cualidad y entidad. Pero es imposible que, estando compuesta a partir de los elementos de la cantidad, sea entidad y no cantidad. A quienes afirman que el alma está constituida de todos los elementos, les sobrevienen estas dificultades y otras por el estilo. Por lo demás, resulta igualmente absurdo afirmar, por un lado, que lo semejante no puede padecer influjo de lo semejante y afirmar, por otro lado, que lo semejante percibe sensorialmente lo semejante y que lo semejante conoce con lo semejante, para terminar estableciendo que percibir sensorialmente —y también inteligir y conocer— consisten en padecer un cierto influjo y un cierto movimiento.

Muchas son, por tanto, las dificultades y obstáculos que lleva consigo afirmar —como Empédocles— que los distintos tipos de objetos se conocen por medio de los elementos corporales, es decir, al ponerse los objetos en relación con algo semejante que hay en el alma; una prueba más de ello es lo siguiente: que aquellas partes de los cuerpos de los animales que están constituidas exclusivamente de tierra —por ejemplo, los huesos, los tendones y los pelos— no perciben objeto alguno, ni siquiera los semejantes por más que, según tal teoría, deberían hacerlo. Más aún, a cada uno de los principios le corresponderá mayor cantidad de ignorancia que de conocimiento; cada elemento conocerá, en efecto, una cosa, pero desconocerá otras muchas, en realidad, todas las demás. A la doctrina de Empédocles, por su parte, le ocurre además que dios resulta ser el más ignorante: sólo él, desde luego, desconoce uno de los elementos —el Odio— mientras que los seres mortales conocen todos, por estar constituidos de todos ellos. Y en general, ¿por qué causa no tienen alma todos los entes, dado que todo lo que existe o bien es elemento o bien procede de uno, varios o todos los elementos?: por fuerza conocerá, pues, uno, varios o todos los elementos. Cabría preguntarse también qué es lo que mantiene unidos los elementos del alma: éstos son, en efecto, a modo de materia y, por tanto, aquello que los mantiene unidos —sea lo que sea— es de rango más elevado. Ahora bien, es imposible que haya nada mejor ni superior al alma y más imposible aún que haya nada mejor o superior al intelecto. Es, desde luego, absolutamente razonable que éste sea lo primigenio y soberano por naturaleza. No obstante, estos autores afirman que los elementos son los entes primeros.

Por otra parte, tampoco hablan de todas las clases de alma, ni cuantos afirman que está constituida a partir de los elementos basándose en que conoce y percibe sensorialmente los entes, ni cuantos la definen como el motor por antonomasia. En efecto, no todos los seres dotados de sensibilidad son capaces además de producir movimiento: es obvio, desde luego, que ciertos animales son inmóviles en cuanto al lugar a pesar de que éste es, a lo que parece, el único movimiento con que el alma mueve al animal. La misma objeción cabe hacer también a cuantos constituyen el intelecto y la facultad sensitiva a partir de los elementos: pues es obvio que las plantas viven a pesar de que no participan ni del movimiento local ni de la sensación y es igualmente obvio que muchos animales carecen de razonamiento. Y por más que se aceptaran estos extremos y se estableciera que el intelecto es una parte del alma —e igualmente la facultad sensitiva— ni siquiera en tal supuesto se hablaría ni con universalidad acerca de toda clase de alma ni en su totalidad acerca de cualquiera de ellas. Por lo demás, de esto mismo está aquejada la doctrina contenida en los llamados Poemas Orficos cuando en ellos se afirma que desde el universo exterior penetra el alma, al respirar, arrastrada por los vientos. Sin embargo, no es posible que suceda esto a las plantas ni tampoco a ciertos animales, puesto que no todos respiran. Pero este detalle les pasó por alto a los autores de tal conjetura. Por otra parte, aun cuando resultara necesario constituir el alma a partir de los elementos, no sería en absoluto necesario hacerlo a partir de todos: cualquiera de las partes de la contrariedad se basta para juzgarse a sí misma y a su opuesto. Conocemos, en efecto, por medio de la recta no sólo ésta, sino también la curva, ya que la regla es juez para ambas. La curva, sin embargo, no juzga ni de sí misma ni de la recta.

Otros hay además que afirman que el alma se halla mezclada con la totalidad del Universo, de donde seguramente dedujo Tales que todo está lleno de dioses. Pero esta afirmación encierra ciertas dificultades: en efecto, ¿por qué razón el alma no constituye un animal cuando está en el aire o en el fuego y, sin embargo, sí lo constituye cuando está en los cuerpos mixtos, a pesar de que suele afirmarse que es más perfecta cuando está en aquéllos? Cabría preguntarse además por qué razón el alma que está en el aire es mejor y más inmortal que la que se encuentra en los animales. El absurdo y la paradoja acompañan, por lo demás, a ambos miembros de la alternativa: pues calificar de animal al fuego o al aire es de lo más paradójico y no calificarlos de animales, habiendo alma en ellos, es absurdo. De otro lado, estos autores parecen suponer que el alma reside en los elementos basándose en que un todo es específicamente idéntico a sus partes; y puesto que, en definitiva, los animales resultan animados al recibir en sí el elemento correspondiente del medio que los rodea, se ven obligados a afirmar que el alma, universal, es también específicamente idéntica a sus partes. Ahora bien, si se supone que el aire extraído del ambiente al respirar es específicamente idéntico a éste, mientras que el alma particular no es específicamente idéntica a la universal, ocurrirá evidentemente que en el aire que se inspira se encontrará una parte del alma pero no otra. Con que necesariamente sucederá que o bien el alma es homogénea o bien no se halla en cualquier parte del todo.

De lo dicho, pues, se desprende con evidencia que ni el conocer le corresponde al alma por estar constituida a partir de los elementos ni resulta tampoco adecuado ni verdadero afirmar que se mueve. Ahora bien, puesto que conocer, percibir sensorialmente y opinar son del alma, e igualmente apetecer, querer y los deseos en general; puesto que además el movimiento local se da en los animales en virtud del alma —e igualmente el desarrollo, la madurez y el envejecimiento—, ¿cada una de estas actividades corresponde a la totalidad del alma y, por tanto, inteligimos, percibimos sensorialmente, nos movemos, hacemos y padecemos cada uno de estos procesos con toda ella o, por el contrario, los distintos procesos corresponden a partes distintas del alma? El vivir, ¿se da solamente en una de estas partes, en muchas, en todas, o tiene, incluso, alguna otra causa? Hay quienes dicen que el alma es divisible y que una parte intelige, otra apetece. ¿Qué es, entonces, lo que mantiene unida al alma si es que es divisible? No, desde luego, el cuerpo; más bien parece lo contrario, que el alma mantiene unido al cuerpo, puesto que, al alejarse ella, éste se disgrega y destruye. Así pues, si es un principio distinto de ella lo que la mantiene unida, con mayor razón aún habrá que considerar que tal principio es el alma; pero, a su vez, habría que preguntarse de nuevo si tal principio es uno o múltiple: si es uno, ¿por qué no va a ser una también directamente el alma?; y si es divisible, una vez más el razonamiento irá en busca de aquello que lo mantiene unido, con lo cual tendremos un proceso al infinito. Cabría además preguntarse, en relación con las partes del alma, qué poder posee cada una de ellas respecto del cuerpo, ya que, si la totalidad del alma es la que mantiene unido a todo el cuerpo, conviene que, a su vez, cada una de ellas mantenga unida alguna parte del cuerpo. Esto, sin embargo, parece imposible: es difícil incluso de imaginar qué parte —y cómo— corresponde al intelecto mantener unida.

De otro lado, salta a la vista que las plantas y, entre los animales, ciertos insectos viven aún después de haber sido divididos, como si los trozos poseyeran un alma idéntica específicamente ya que no numéricamente: cada una de las partes tiene, en efecto, sensibilidad y se mueve localmente durante un cierto tiempo. No es nada extraño, por lo demás, que no continúen haciéndolo indefinidamente ya que carecen de órganos con que conservar su naturaleza. Sin embargo, no es menos cierto que en cada uno de los trozos se hallan todas las partes del alma y que cada una de éstas es de la misma especie que las demás y que el alma total, como si cada parte del alma no fuera separable de las demás, por más que el alma toda sea divisible. Parece, además, que el principio existente en las plantas es un cierto tipo de alma: los animales y las plantas, desde luego, solamente tienen en común este principio. Principio que, además, se da separado del principio sensitivo si bien ningún ser posee sensibilidad a no ser que posea también aquél.