Freud y la religión

Por Aquilino Polaino-Lorente



Abordar el tema, tan amplio como espinoso, de "Freud y la religión" exige forzosamente tomar posición respecto de él, comprometerse. El contenido calificativo de ese compromiso, para quien, como el autor, se dedica al estudio apasionado de la psiquiatría y psicología, entraña un límite inevitable. Desde el horizonte dibujado por mis conocimientos este abordaje viene ya particularizado. La postura para contemplar el paisaje psicoanalítico será la exclusivamente científica. Ello supone perspectivismo indigente e incompleto, puesto que al tratar del problema de la religión parece imprescindible el concurso del teólogo. Limitaciones personales aparte, surge también otra, adscrita más bien a lo objetivo. Resulta que las referencias de Freud a la religión, además de ser numerosas, se despliegan y dispersan a todo lo ancho de sus vastas publicaciones. Su sistemática, cabría añadir, es la ausencia de sistematización. Esto, por cuanto se refiere a las referencias directas de .la religión. Indirectamente, es lícito suscribir la opinión de que toda su obra -sobre todo la del "segundo Freud", a partir de 1932, está salpicada de contenidos que, mejor o peor ligados a lo religioso, lo determinan e influencian decisivamente.

De todas formas, el interés por la religión o más exactamente dicho, por una interpretación de lo religioso en el hombre, comienza en el Freud tardo. Desde 1913 en que termina de escribir Totem y tabú, la preocupación religiosa, anida en su alma, e irá in crescendo desaforada y casi de un modo enloquecido, hasta su Moisés y la religión monoteísta (1938) - la última de las obras que acabó a un año de su muerte-, en que lleva a la plenitud blasfema del absurdo la interpretación de su personal problema en torno a la religión judía.

La escalada intensiva de estas preocupaciones debería ser estudiada: arrojaría bastante luz sobre el problema de lo religioso en la obra del psicoanalista vienés.

La extensión limitada del presente capítulo me impone la difícil tarea de seleccionar algunos aspectos de la teoría freudiana. Por eso el lector encontrará sólo los dos pilares más fundamentales, en nuestra opinión, sobre los que se edifican aquellas hipótesis. Estos no son otros que el "principio del placer" y el impulso a la destrucción o "instinto de muerte". Adviértase que a partir de ellos se teje el dogmatismo psicoanalítico y que, por tanto, su presencia en la hermenéutica que el autor hace de lo religioso es pura consecuencia de aquel dogmatismo, y no algo específico de esta hermenéutica.

En Freud lo religioso se subordina a lo psicoanalítico, y no a la inversa. De ahí que la instrumentalización de lo religioso apunte, sobre todo, a conseguir una legitimidad para su personal método. Representa, en cierto modo, el frustrado intento de ganar "lo científico" y resellarlo a través de una vía acientífica. En las líneas que siguen veremos un poco de la ineficacia de tan grandes esfuerzos.

La idea de la filiación divina

La esclavitud y dependencia a que somete Freud la religión, no rebasa el cerrado límite del funcionalismo. La actitud religiosa que encontró en sus enfermos el psicoanalista vienés fue traducida como un símbolo encargado de apaciguar las angustias humanas.

Para Freud, la paternidad divina, no es lo primero, sino más bien una sustitución necesaria del hombre angustiado. El desvalimiento del hombre, el estado indigente de su naturaleza, fueron situados por el autor en la angustia originaria de la primera infancia. La solución vendría por el lado de los padres que, con su amparo, además de aminorar tal angustia, producirían en el hijo una cierta imagen de omnipotencia.

Esas primeras frustraciones infantiles no irían más allá del encuentro paterno-filial, en que se agotarían. De estas relaciones, Freud hace derivar la idea de la paternidad de Dios. El niño crecido, que alcanza la edad adulta, continúa necesitando esa imagen simbólica de paternidad y amparo: al no encontrarla en sus padres naturales, por haberse eclipsado con el paso de los años, la hace reaparecer en el seno de su fantasía, con el nombre de Dios. Lo importante según su concepción no es que Dios exista o no -cosa que pertenecería al orden ontológico (1), y es
una cuestión que ni siquiera se plantea-, sino la función que a nivel simbólico esta idea ejerce en el hombre, protegiéndole y amparándole en sus frustraciones e inseguridades (2).

Por eso, en la interpretación freudiana, la Omnipotencia divina está al servicio del hombre y no a la inversa. No es el hombre, pues, el que se religa -se somete- a esa Omnipotencia, sino que contrariamente es ésta la que se somete a aquél.

Reparando un poco en estas paradojas conviene advertir que la idea de paternidad divina se encuentra en el hombre de un modo primario, gracias a la Revelación, y no de un modo secundario y puramente vicario, como pretendió Freud.

Gracias a la Revelación, que nos ha manifestado la Paternidad de Dios, Freud ha podido vertebrar los distintos puntos de su teoría. De no haber existido ésta, el hombre jamás hubiera llegado a la noción de un Dios Padre, por muy buenos tratos que hubiese recibido de sus progenitores durante la primera infancia.

Parece muy atinada la observación de López lbor cuando afirma que "en los libros de psicología y aun de teología, se lee que la imagen de Dios, del Padre celestial, no es más que una proyección de la imagen del padre. Los mandamientos de la Ley de Dios son la trasposición de las coerciones e inhibiciones del padre, imponiendo su autoridad caprichosa sobre los hijos". La misma pastoral y disciplina de la Iglesia se halla contaminada de ese virus, se dice. Y nadie se para a pensar si las cosas no serán al revés. Porque lo cierto es que así como la maternidad resulta muy patente biológicamente, la paternidad hay que descubrirla todavía. Y ahora se empieza a pensar si la imagen del poder no surge en el hombre a través de la imagen de Dios. Es decir, que ésta es primordial, es un "a priori" inscrito en la conciencia humana, como Kant decía del tiempo y del espacio (3).

Tampoco parece haber penetrado Freud suficientemente en el problema de la frustración y la angustia derivada de ésta. Dice López Ibor: "la angustia del hombre contemporáneo es una angustia ontológica. (. . .) La frustación del hombre va ligada con el sentimiento de dependencia del ser trascendente. De la frustración y, por tanto, de la angustia le libera al hombre la fe en Dios, en un Dios que le concede la vida de la libertad. De ahí la grandeza y la miseria del hombre y, lo que es más importante, la existencia de la Gracia actuando sobre ella. (. . .) El dialogar con Dios transforma la frustración en humildad y la angustia en gracia" (4).

En torno a la omnipotencia

Por otra parte, la "omnipotencia" a lo Freud resulta más bien una impotencia, en tanto que se la hace depender del hombre, de sus antojos y caprichos, y le está subordinada como una esclava a su amo. Si esto fuera así -que no lo es-, la religión entendida de este modo, naturalmente que contribuiría al narcisismo humano en no pequeña proporción (tesis fundamental de la que parte Freud). En efecto, el hombre se convertiría en el ser omnipotente y antojadizo que utiliza a Dios como a un esclavo para satisfacer "a nivel simbólico" sus apetencias infantiles.

En este punto se hace más transparente la inversión de la religación: Es Dios el que aparece religado al hombre. La religión se convierte así en una superestructura racionalista, gracias a la cual el hombre puede desangustiarse. Pero la cosa no es tan fácil como para tener cabida en el estrecho esquematismo apuntado.

Al hacer residir el fin de la vida humana en el "principio del placer”, Freud reduce la religión -especialmente la cristiana- a una construcción mítico-cultural-subjetivista, encaminada a persuadir al hombre de su propio valer, a sembrar en su intimidad el sentimiento de la más chata de las omnipotencias. El motor del primer pensamiento religioso sería, en la versión psicoanalítica, el placer.

La creencia, como sentimiento inconsciente, satisfaría, de una manera todopoderosa y fantástica, nuestro deseo infantil de omnipotencia, la aspiración radical a convertirnos en el ombligo del mundo.

El silogismo freudiano se construye de un modo parecido al siguiente:

- La religión conduce y acrecienta el narcisismo humano (al posibilitar la vivencia de una omnipotencia simbólica sostenida por la imaginación).
- Todo narcisismo es una neurosis (en cuanto que aparta al hombre del principio de la realidad).
- Luego la religión neurotiza.

Lo que en ninguna forma está probado es que la premisa mayor sea verdadera. Además si fuera verdadera la premisa menor, el psicoanálisis, por su afán desculpabilizador, devendría en el protagonista etiológico de mayor rango en el desencadenamiento de la neurosis (5). En cierto modo, el psicoanálisis como tratamiento --es un hecho aceptado por todos- desencadena en su viaje hacia la salud una neurosis intermedia o de transferencia.

En Freud, el uso de la hermenéutica se convierte en el eje principal de sus afirmaciones. Pero interpretar no es sinónimo de demostrar. Y demostrar. . ., no parece haber demostrado ninguna de las tesis sostenidas en torno a la religión.

Reconoce además (por ejemplo, en su correspondencia con el pastor protestante Pfister) (6), que el psicoanálisis, a pesar de todo lo dicho, no consigue aniquilar la religión y que, en consecuencia, el ateísmo en muchos casos no puede ser causado desde el mismo. Ya comprobaremos más adelante la ambigüedad de estas afirmaciones.

Más resuelto e intransigente parece en su postura de sostener que la religión "conduce al narcisismo (7). Conviene por esto penetrar, siquiera un poco, en las paradojas que el narcisismo ofrece a la interpretación freudiana de la religión.

Lo cristiano y lo narcisista

Vale la pena analizar las posibilidades de ensamblar lo narcisista y lo cristiano, hasta el extremo de una identificación entre ambos.

El narcisista no acepta a los otros, sino en la medida que protegen y acentúan su narcisismo (le adulan, le alaban, le contemplan y le gratifican). Por esto el narcisista instrumentaliza el amor. Su relación queda así manipulada hasta el estrechamiento de que los juicios de los demás son importantes, absolutos (a pesar de su relativismo), en tanto que con él se relacionan. El narcisista acapara o intenta acaparar la atención de los demás en torno suyo.

Por el contrario, la caridad cristiana es universal: los importantes son los demás. La jerarquía de un cristiano recorre estos escalones: primero Dios, después los demás, en tercer lugar yo. El olvido de sí intenta ser radical en la religión católica. Su apertura rebasa el ámbito familiar, local, patriótico, personal, íntimo y subjetivo. Todo lo sufre por los elegidos. Tanta apertura, que se hace "todo con todos para salvar (que es servir) a todos". La plasticidad fecunda de su entrega plenifica su aperturismo hasta no querer otra cosa que el servicio a los demás. Puede decirse que, para el apóstol, sólo habrá camino "de ida": su meta está más allá de sí. Siendo esta meta transcendente a uno mismo, sólo se alcanza con el olvido y la negación del yo. El principio y el fui del caminar son los otros.

En el narcisista se da cerrazón, clausura, movimiento centrípeto e inmanente, hermetismo. Su yo es el polo en donde se encontrarán o por donde ha de pasar toda relación humana. Su camino no tiene más que una dirección: la de regreso. Antes de llegar a las cosas, ya está de vuelta. Llega a ellas en tanto que regresa de ellas, o las hace depender de sí mismo. Su meta está más acá y por debajo de sí, lo que hace imposible que en su modo de estar situado aparezca un horizonte. El comienzo y el final de su camino es su yo: un yo que necesita de los otros en la medida que los olvida al necesitarlos. Los otros son el resultado trivial de su yotización del mundo. Los otros interesan en cuanto que trenzan al yo, es decir, en cuanto que con sus afirmaciones apuntan al propio yo y devienen en otros yo.

Si la autenticidad del cristiano consiste en ser lo que Dios quiere (cumplir su voluntad) -y ésta es su mejor salud espiritual y psíquica-, la autenticidad del narcisista reside en que Dios sea lo que él quiere (para satisfacer los caprichos de su inmadurez). El cristiano se somete a Dios al esperar en Dios. El narcisista somete a Dios al hacer que Dios esté como a la espera de sus necesidades. El cristiano se abre al mundo al elevar al otro como elemento primordial con el que se tejen sus encuentros. El narcisista se clausura a sí mismo y en el replegamiento sobre sí se sirve del otro en tanto que otro que "sí mismo".

El cristiano, tras el olvido del yo -olvido no total, pues su servicio al otro se hace comprometiendo el yo-, se enriquece y autentifica en el encuentro con otros tú, en tanto que unidos por la fe y el amor al «Ego sum». El narcisista empobrece y desfigura cualquier otro tú, al incorporarlo, como un sillar más, al edificio de su yo. La preocupación enfermiza, por sí mismo, oscurece al verdadero yo, ahora abaratado, opaco y esclavo por su dependencia de los juicios de los otros.

El cristianismo, al hacerse dependiente de Dios -también en tanto que instrumento desvelador de Dios para los demás-, alcanza la independencia de sí mismo, y de los otros; pone distancias a la tiranía del propio yo y conquista el más alto grado de la libertad humana, precisamente por su condicionamiento religioso, libre y naturalmente elegido.

El narcisista, al despreocuparse totalmente de los otros -los otros se le aparecen como otros yo-, se hace dependiente, hasta la esclavitud, de los impulsos tiránicos de un yo narcisista. Su independencia (fingida) respecto a los otros, tórnase en dependencia radical. Su inmadurez y necesidad de afecto reclaman el apoyo afectivo y continuo de cuantos le rodean.

Por la fe, los hombres encuentran exacta solución a un principio de narcisismo, más o menos presente en todos nosotros; y encuentran también el estatuto divino para desarrollar la libertad humana en toda su estatura. Con la Revelación cristiana, el hombre descubre la realidad más auténtica, el hombre deviene en un ser que cree para salvarse.

La religión en una definición interpretativa

La religión en la concepción freudiana -ya se ha señalado antes-, nace de una interpretación muy particular, no exenta -naturalmente- de las influencias proyectivas de su autor (sería poner a Freud en un difícil aprieto, si tuviera que demostrarnos lo contrario). Pero es preferible que él mismo nos hable.

En su opinión no existen diferencias entre lo supersticioso y lo religioso, pues, en última instancia, ambas esferas se fundamentan "en proyecciones de elementos psíquicos al mundo exterior" (8). La religión es el sistema que protege el propio narcisismo a través de la creación de un fantasma (dios), al que la imaginación adorna de una benévola omnipotencia, fiel al servicio del narcisista. «El origen de la religión reside en la necesidad de protección del niño inerme y deriva sus contenidos de los deseos y necesidades de la época infantil, continuada en la adulta» (9).

Las creencias, para Freud, son el andamiaje de un esqueleto ahuyentador de la angustia. El hombre concibe a Dios a imagen y semejanza de su padre carnal. Su actitud para con El repite, en alguna forma, el modo de la relación sostenida con sus progenitores. Dios se agota en una sublimación de la figura paterna (10). No sería Dios quien concibe al hombre a su imagen y semejanza, sino al revés. Se advierte de modo bastante diáfano el fraude hecho al cristianismo, en el que en el fondo parece haberse inspirado. Con esta inversión inmanentista de lo cristiano, se degrada lo religioso a lo baladí, a un puro epifenómeno humano o, si se quiere, a su excrecencia más racionalista y protectora: el padre sería primero sustituido por un tótem, que a su vez sufriría una segunda sustitución (más desarrollada y civilizada), deviniendo en otro modo de paternidad (simbólica) a la que llamamos "dios".

Sobre la base de semejantes interpretaciones, Freud intentará arrancar de sus pacientes el concepto de Dios -concepto, que no fe, pues Freud no llega a la noción de la fe-, como un artefacto "patológicamente sobreprotector” de la inferioridad humana. El análisis en su recorrido de larga duración y alcance, logrará arrasarlo, "devolviendo" al hombre su máxima importancia: la de creer en su aparente propia omnipotencia. Freud no cree que Dios exista y, por tanto, tampoco concibe que sus pacientes puedan creer en Dios.

Ahora bien, la aceptación de la impotencia humana, aun con ser muy importante, no lo es todo. ¿Qué sentido tiene el reconocimiento de la misma? ¿Acaso explica ella el sentido de la vida humana en las tesis freudianas? ¿Puede dar, tal vez, razón de la existencia del hombre?

Por esta vía no se alcanza sino lo inefable y enigmático del hombre. Si hasta aquí Freud ha buscado en la religión tal y como él la entiende- un pilar confirmador para su `principio del placer", ahora dará un giro completamente opuesto para fundamentar en la misma base su instinto de muerte y el fenómeno de la culpa.

La religión nacería de la conciencia de culpa (11), de unos hijos asesinos de su padre. El sentimiento angustioso de culpabilidad se apaciguaría por una sumisión obediente. La obcecación llega tan lejos en su intensidad que se convierte en blasfemia: el sacramento de la Sagrada Eucaristía reemplazaría a la antigua comida totémica. La Iglesia, por ejemplo, sería fruto de una coerción exterior encaminada a evitar su disolución para hacer perseverar esa ilusión de vencer el miedo atroz de una masa presa de una culpabilidad preñada de pánico.

La religión es considerada bajo esta perspectiva como una psicosis de grupo, por la que el hombre se evade de una realidad pregonera de su culpabilidad ansiosa. La religión se interpretaría como la gran neurosis obsesiva, colectiva. El culto, la piedad, se convierten en el ceremonial sustitutivo y perseverante de los neuróticos obsesivos. El sistema de prohibiciones, patológicamente presentes en estos enfermos, es equiparado a las prescripciones específicas del cristianismo. En ambas estructuras se habían substituido los impulsos hostiles e incestuosos reprimidos por otros fenómenos simbólicos que preservarían del estallido instintivo. La religión supondría un disvalor, una superestructura metapsicológica que vendría a patentizar la verdad de la teoría freudiana al poner en evidencia su poder patógeno.

Nuevo dogmatismo

El "camino hacia la madurez incondicional y absoluta del hombre no tendría más remedio que hacer escala en el psicoanálisis. Si el hombre no puede creer ya en Dios, habrá de creer en el psicoanálisis para salvarse. Lo único que, en el freudismo, puede sustituir a la religión es "la ciencia"; en definitiva "la religión es algo que sobra al hombre perfecto y maduro" (12), un obstáculo invencible que se interpone en su caminar hacia la conquista de la madurez. La ciencia con Freud se diviniza, deviene en la religión nueva a la que el hombre debe someterse.

En este punto el creador del psicoanálisis asume los modales del fanatismo profético: como la religión ha comenzado ya su proceso de aniquilación, al perder su función informadora del mundo, es preciso crear una nueva ética --Ia del psicoanálisis- fundamentada en otras prescripciones que no estén condenadas a desvanecerse (13).

Mediante afirmaciones de este estilo se busca que el psicoanálisis alcance su pretensión inconfesada de eternidad, constituyéndose en el voceador más legítimo -pero indemostrado- de la auténtica concepción del mundo. A pesar de haber acuñado su regla suprema, consistente en que "nuestro deseo es ver al enfermo adoptar por sí mismo sus decisiones" (14), el disolvente de toda moral, sin embargo, exige para sí el puesto de pontífice máximo de una nueva religión (15). Una paradoja contradictoria y falaz late en el fondo de esta postura. Frente a la exclusividad dogmática exigida por la escuela psicoanalítica -vulgarizadora de los términos ortodoxia y heterodoxia, que tomó prestados del cristianismo-, que desautoriza a cualquier intruso no adscrito a la casta, Freud reclama para su intervencionismo interpretativo de lo religioso, el status de lo científico. Ahora bien, se trata de una "ciencia" -la de Freud- que por cuanto atañe a lo religioso elimina, como punto de partida, su propio objetivo: la realidad religiosa. Freud olvida -¿acto fallido? ¿olvido pretendido?, diríamos, siguiendo su terminología que a cada ciencia corresponde un objeto. Y la teología tiene el suyo propio también.

Parodiando a Etienne Gilson, cabría afirmar que la psicología de Freud "va del ser al conocer, buscando en el conocer las condiciones a priori del ser" (para negarlo) (16). El ambiente idealista y apodíctico del psicoanálisis freudiano, está tan saturado y dogmatizado que conduce directamente y sin otra posibilidad al irracionalismo. Lo real se desintegra en fragmentos tan irreconocibles, que el hombre se evapora, se hace sombra encarcelada en las mallas del modelo psicoanalítico. Una niebla pegajosa parece invadir, devoradora, el sentido mismo de la vida humana. El modelo que ha querido subsistir a la realidad, y rehacerla, no consigue atenuar en el hombre la huella de Dios, origen y fin de la criatura, Causa Primera a la que se remiten todos sus efectos.

En Freud no se da la duda vacilante de algunos filósofos. Surge en él, más bien una agresividad hambrienta por destruirlo todo, . . . incluso a sí mismo. Su ataque furioso a la religión, tan furioso como infundado, apenas si logra rozarla superficialmente. Lo que tal vez sí consigue es una absolutización ignorante de la realidad espiritual. Pero el carácter apodíctico de la misma, unido al intento relativista y nihilista de lo realmente absoluto, concluye, como ha escrito Camso, en la "absolutización de lo relativo" (17), en donde lo relativo es sinónimo de lo instintivo. Sin embargo, este absoluto instintivo, no puede sostenerse. Vale la pena reproducir, al respecto, unas palabras de Maritain: "Comprendemos (. . .) que todo el juego de los instintos, por numerosos, por poderosos que sean, queda abierto en el hombre, implica una determinación relativa que no encuentra su conclusión normal y su regulación más que en la razón, de manera que la indiferenciación de los instintos ante tal o cual estado deja abierta la posibilidad de fijaciones anormales; comprendemos que si determinadas perversiones aparecen como un regreso hacia un estado infantil de la evolución de los instintos, media, sin embargo, una diferencia esencial entre la no-integración infantil y la desintegración, siempre complicada con reintegraciones anacrónica y discordantes, que es lo propio del estado patológico" (18).

El principio del placer

Concebida la tendencia instintiva con la necesidad radical de los determinismos, la razón vendría a entorpecer la homeostasis humana, por lo que la religión iluminadora de ésta, no sería sino el sistema mítico y culturalista al que sacrificar la salud del hombre a costa de la represión de sus instintos hedonistas. En el seno de este esquematismo la libertad no puede estar más que de parte de lo instintivo. Es más, viene a coincidir y superponerse a las fuerzas instintivas, con cuyo despliegue se le confunde. Pero las cosas no son del todo así. Dice Zubiri (19): "Si el mecanismo de las tendencias del hombre fuera un ajuste y la adaptación una resultante de las tendencias, no es que la libertad no existiría, sino que no hubiera ocurrido nunca el fenómeno de la conciencia. Precisamente por que el hombre existe como realidad inconclusa, por ser las tendencias inconclusas, porque no llevan por sí mismas a una respuesta, es por lo que queda abierta el área de mi intervención. En el momento en el que afloran a la conciencia, las tendencias no sólo tienden, sino que presentan como una pretensión. La situación reclama que yo me haga cargo de ella, reclama mi intervención. ¿En qué consiste esta intervención, este reclamar? La intervención está exigida por las tendencias mismas. De una manera inicial y radical, análogamente a cómo el tener que resolver la situación emerge de estas tendencias. El reclamar una intervención mía es algo que está pedido exigitivamente por la estructura misma de las tendencias. La libertad está exigida por lo que no es libertad, esto es, por las tendencias. No es exacto decir sencillamente que las tendencias se dejan gobernar por la razón. No es que las tendencias se dejen gobernar, sino que exigen que en un momento determinado el hombre ejecute estos actos por los que se gobierna... Es la estructura íntima de las tendencias quien abre la posibilidad de hacerse cargo de la situación, y, por tanto, del ejercicio de la libertad. Las tendencias exigen que el hombre intervenga, que el hombre sea libre".

También Frankl ha mostrado el balanceo de la teoría freudiana sobre su débil fundamentación: "La teoría del principio del placer pasa por alto el carácter esencialmente intencional de toda actividad psíquica. En general, el hombre no quiere el placer, sino que quiere, sencillamente, lo que quiere. Los objetos de la voluntad humana son muy diferentes los unos de los otros, mientras que el placer siempre sería el mismo, tanto en el caso de una conducta moralmente valiosa como en el de un comportamiento del "principio del placer" ha de conducir en el aspecto moral a una nivelación de todas las posibles finalidades humanas... Kierkegaard expresó este mismo pensamiento con palabras muy bellas cuando dijo que "la puerta hacia la dicha se abre tirando hacia fuera. Quien se empeña en abrirla empujando hacia dentro, lo que hace es cerrarla. Quien busca por encima de todo la dicha se bloquea por ese solo hecho el camino que conduce a ella. Por donde, en última instancia, nos encontramos con que toda aspiración a la dicha -a esa supuesta meta "final” de la vida humana- es ya de por sí algo sencillamente imposible. (. ..) La consumación de la vida viene a ser como una magnitud vectorial: tiene dirección o sentido, se endereza a la posibilidad de valor reservada a cada individuo humano y en torno a cuya realización gira la vida" (20).

Los extremos de un reduccionismo

El esquematismo impuesto hace que los preceptos del decálogo sean desnudados hasta quedar simplificados en dos prohibiciones: la del incesto y la de matar.

Al lector que conozca un poco de la teoría freudiana no le sorprenderá este reduccionismo resultante. Si lo nuclear son el instinto de placer y el de muerte, la maniobra acomodaticia de la religión a estas teorías no tiene más remedio que despreciar los restantes mandamientos, por ricos que sean, para poder llegar, con mucho esfuerzo, a ensamblar apenas unas equivalencias (que, como se ve, no son tales). El hombre queda limitado y atenazado entre estas dos posibilidades únicas: o el placer sensual o la destrucción. Prescindir de todas las otras posibilidades simplifica, hasta los límites de lo destructivo, la realidad evidente de la naturaleza humana.

Lo trucado de la operación no se limita a lo religioso. Dice Freud: "La sociedad reposa, pues, sobre la responsabilidad común del crimen colectivo; la religión sobre la conciencia de culpabilidad y el remordimiento; y la moral, sobre las necesidades de una nueva sociedad y sobre la expiación exigida por la conciencia de culpabilidad" (21). El pesimismo freudiano dibuja el mundo más negro de todos los mundos. Al partir del hedonismo (principio del placer) determina el punto de llegada: la disolución del hombre en el materialismo sin relieve (impulso a la destrucción e instinto de muerte). La visión desgarrada y nihilista del modelo está amenazada por el pragmatismo paralítico de la evolución ciega (22).

El amargo resultado del racionalismo psicoanalítico no se hace esperar. Parece, pues, natural que en alguna de sus cartas, Freud defina la felicidad, como "el cumplimiento diferido de un deseo histórico", algo que "sólo es posible al cumplimiento de un deseo infantil" (23).

Si la religión es negada por Freud, es porque previamente Freud ha negado al hombre. Haciendo de él una nada vacía, la felicidad se abarata hasta lo placentero, como satisfacción instantánea y no elegida por el hombre, sino impuesta por la tensión que han alcanzado determinadas necesidades. El hombre del freudismo está cerrado a las posibilidades del dolor y la alegría humanas. Los polos de su estrechado espectro afectivo cristalizan en una culpa y un placer impuestos -y, por impuestos, faltos de libre determinación- que, en la obligatoriedad de lo determinativo, no pueden alcanzar el encuentro con un Dios que perdone. La blasfemia hermenéutica del movimiento viciado de su antropología viene a negar rotundamente la posibilidad misma de la antropología.

A. P-L.


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Bibliografía y Notas

(1) La religión cristiana no es mera religión de deseos, de deseos de que Dios exista -todo lo anhelados que se quiera-, sino una religión de realidades, verificables por la fe (una fe, con obras que surgen del compromiso entre el hombre que existe y Dios que es). Conviene distinguir entre el deseo de que Dios exista -que ni es la fe ni constituye una religión sensu strictu-, y la existencia del deseo de Dios, enraizada y hecha posible precisamente gracias al compromiso realista con El que es, con el Ipsum purum esse.
(2) La reducción de Dios a un simple concepto -con toda su carga de simbolismo, eso sí- precipitó a Freud en el surco impotente y confuso del nominalismo.
(3) López Ibor, J.J.: De la noche oscura a la angustia, Ed. Rialp, Madrid, 1973, pp. 110-111.
(4) Ibid, págs. 32-33.
(5) Confrontar a este respecto la obra del psicoanalista Karl Meninge, quien considera indispensable -raro ejemplo entre los psicoanalistas- al proceso curativo, el que el enfermo admita, se enfrente y acepte su culpa; también su culpabilidad moral.
(6) Freud-Pfister, Briefe 1873-1939. Frankfurt, 1963.
(7) El dios de Freud es un Jano, una funcionalidad polar bifronte: o es el dios de la sublimación placentera, o es el dios de la culpa y la muerte.
(8) Freud, S.: Obras completas, Tomo I, pág, 318.
(9) Ibid., Tomo XVII, pág. 194.
(10) Ibid., Tomo VIII, pág. 196.
(11) La culpa en Freud tiene un antecedente en el principio del placer y su consecuente en el instinto de destrucción. A mitad de camino entre los dos la culpa asfixia al hombre al cerrarle el camino hacia el perdón. Un estudio para ser meditado en relación con este problema, en el que no entro por haberme referido a él en el anterior capítulo, es el de J.B. Torelló, Psicoanálisis y confesión, Rialp, Madrid, 1963. El problema es allí estudiado bajo la luz cristiana y el oscurecimiento psicoanalítico.
(12) Obras completas, Tomo XIV, pág. 43.
(13) Ibid,, Tomo XVII, pág. 150.
(14) Ibid.,`Tomo II, págs. 282-283.
(15) El dogmatismo freudiano es un hecho demasiado comprobado para que le dedique aquí una más dilatada atención. Las discrepancias con Adler y Jung, en los que pretenciosamente se llamaron I y II Congresos Psicoanalíticos, así lo evidencian. A ello se añaden los dogmas estrictamente analíticos acuñados por Freud, y que deben ser profesados fiduciariamente por cualquier aspirante a psicoanalista.
(16) Gilson, Etienne: Le réalisme méthodique. Sobre todo el capítulo IV, pág. 85.
(17) Caruso, Igor A.: Análisis psíquico y síntesis existencial, Labor, Barcelona, 1954, pág. 22.
(18) Maritain, J.: Cuatro ensayos sobre el espíritu en su condición carnal, Desclée de Brouwer, Buenos Aires, 1943, pág. 47.
(19) Citado por Rof Carballo, J.: Patología psicosomática, Madrid, 1950, pág. 443.
(20) Frankl. V.E.: Psicoanálisis y existencialismo, F.C.E., Méjico,
1950, págs. 20, 50-60. Este libro debiera meditarse frecuentemente, sin limitarse a una lectura superficial.
(21) Obras completas, Tomo VIII, pág. 197.
(22) Las influencias del evolucionismo en Freud son tan importantes en la vertebración de sus teorías, que exigirían un estudio especial. La lectura de Darwin causó una de sus primeras motivaciones en la decisión de estudiar medicina. Luego, las influencias de Atkinson, y Robertson Smith, significaron la fuente donde Freud bebió para realizar su análisis de lo religioso (aun a pesar de haberse superado muchas de estas hipótesis desde la propia etnología), alrededor del año 1939. Existe algo irracional en esta lealtad inquebrantable de Freud a un evolucionismo mítico, superado desde su nacimiento.
Acaso esta lealtad sólo fuera la tapadera para afirmarse a sí mismo, encontrando en ella un esbozo de ilegítima justificación para lo indemostrable de sus afirmaciones.
La salpicadura evolucionista rebasa lo específico del puro dinamismo humano. En su furor, alcanza la interpretación de lo religioso, que atraviesa obligadamente distintas etapas (animismo fetichismo, politeísmo y monoteísmo) en busca de un pretendido perfeccionamiento. La religión reducida a "cosa" sería objeto necesitado también de la perfección evolucionista.
La concepción hegeliana de la historia, reactivada en el dogmatismo hipotético de Lubbock, Frazer, Tylor y Spencer, entre otros muchos, debieron alimentar las raíces del pensamiento freudiano hasta conquistar una fecundidad tan abortiva como confusa.
De ahí que a pesar de su pretensión de "neutralidad estrictamente científica", su obra descanse sobre un a priori indemostrabIe filosóficamente e inverificable científicamente.
(23) Obras completas, Tomo XXII, págs. 282-y-318.

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En Aquilino Polaino-Lorente, Acotaciones a la antropología de Freud, Universidad de Pira (Perú), Biblioteca breve de temas actuales, nº5
© Universidad de Piura, 1984.
© Aquilino Polaino-Lorente, 1984.
© Edición digital Arvo Net 2002
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Gentileza de http://www.arvo.net/
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