V

PUNTOS DE PARTIDA PARA
UN PENSAMIENTO FILOSÓFICO DE DIOS
NO ORIENTADO A LAS CIENCIAS EXACTAS

 

El pensamiento filosófico sobre Dios puede recorrer caminos en la búsqueda intelectual de Dios, a pesar de no saber si y cómo esta búsqueda alcanzará su fin. Ha vuelto a revivir la comprensión del saber de la ignorancia, constitutivo del hombre, una vez que el ideal de las ciencias exactas, hecho patente en éxitos evidentes, perdió para la Filosofía la gran fascinación, que había tenido durante bastante tiempo. El retorno en la Filosofía a la modestia, en general, del saber, pide de los trabajos filosóficos, y a fortiori en la cuestión de Dios, reflexionar sobre las fuentes originales del tema que interesa a todo hombre y pide la reflexión retrospectiva sobre las antiguas rutas. En relación con la crisis del pensamiento sobre Dios, tales caminos en la búsqueda de Dios, van a basarse en ejemplos del pensamiento pre-moderno y en un ensayo de nuestro tiempo. Se comenzará por las rutas del pensamiento, ya clásico, de Agustín y del Cusano. Se presentará, finalmente, el ensayo elaborado por Emmanuel Lévinas en relación crítica con los métodos fenomenológicos y el filosofico-trascendental, para lograr un nuevo pensamiento sobre Dios.

Estos antiguos y nuevos caminos en la búsqueda de Dios, son un ejemplo para la inacabable doble tarea de la existencia humana en el mundo, de espiritualización de lo sensible y de sensibilización de lo espiritual. Según el Cusano, la razón desciende en nuestra alma al sentido, para que el objeto de los sentidos ascienda a ella; y, por el contrario, ascienden los sentidos a la razón, para que la inteligencia descienda a ellos (Coni II, 16, 157): «Intellectus autem ipse in nostra anima eapropter in sensum descendit, ut sensibile ascendat ad ipsum. Ascendit ad intellectum sensibile, ut intelligencia ad ipsum descendat». La mutua imbricación de la forma más transparente pero, sobre todo, más vacía de contenido, y la plenitud más ininteligible pero más rica de contenido, pueden ser como el esquema fundamental de todo intento de interpretación del conocimiento humano. Hay que concebir la intención de las ciencias exactas dentro del esquema de espiritualización y de sensibilización; a diferencia de la Filosofía, logran todo su sentido, en las síntesis objetivas, cuya verdad es concebible de un modo funcional matemático y técnico. La Filosofía conduce, por el contrario, sólo a definiciones del carácter especial de la búsqueda del pensamiento humano, no a resultados dogmáticos. La verdad infinita y el deseo de ella, empuja continuamente al pensamiento fuera de los edificios firmemente ensamblados, apenas tienda a conseguir vivir intelectualmente en ellos y a adquirir certezas definitivas. En esto desempeña un papel menor, si se trata de habitáculos de construcciones antiguas o de nuevas construcciones, el que las supuestamente definitivas certezas poseen carácter afirmativo o negativo. El preguntar filosófico tendría que orientarse a los ensayos de grandes pensadores, pero en manera alguna como si uno pudiese instalarse en las antiguas construcciones.

A pesar de que muy frecuentementen haya «quien se convenza de la verdad de algo, cuando conoce la opinión que un gran hombre emitió sobre ella», lo que en realidad vale es que los filósofos se han de preocupar no de la opinión de otros pensadores, sino sólo de la verdad, (SudB I, 723 < 475>; sobre esto Phaidon 9lb/c). Sobre la cuestión de Dios, nadie puede esconderse tras las opiniones de otros, además de que la respuesta al final, de una manera o de otra, retorna a él. Los que filosofan, que están en camino de búsqueda, han de pronunciarse verazmente y arrojar su vida al platillo de la balanza de la verdad: verba animi proferre et vitam impendiere vero (St 4, 91). En la búsqueda, se trata, en primer lugar, sobre quién es quien pregunta por Dios, por qué cosa se pregunta en esta pregunta de manera que se pueda llegar al convencimiento racional de la existencia de Dios y que la relación entre la cuestión filosófica de Dios y la fe en el Dios viviente, a pesar de todas las diferencias, no han de ser adversarias. Al final, el que busca, es reenviado de nuevo a sí como punto de partida del camino. Mientras el que pregunta por Dios perciba el carácter de riesgo y también la racionalidad del pensamiento filosófico sobre Dios, la verdadera situación del hombre le empuja a una decisión. Conscientes de la necesidad de esta decisión, los pensadores que a continuación se van a considerar, han confiado, con fundamento, en que el nombre de Dios remite a la verdad que promete al hombre la respuesta decisiva a la pregunta por la plenitud suprema del sentido de la vida y a la definitiva iluminación de todas las oscuridades. Su pensamiento se construye sobre las huellas de la trascendencia que existen para atraer al hombre a su camino.


& 14 Conciencia de la incomprensibilidad de Dios
en las
vías de búsqueda de Dios
de Agustín y el Cusano

No existe una Historia de la Metafísica que discurra en un mismo sentido ni como asunción dialéctica de todo el pensamiento anterior en la verdad absoluta, ni como su destrucción que pretende empujarla al nihilismo. Las construcciones de la historia explican pensamientos pasados como puros predecesores de la correspondiente situación presente. O interpretan lo anterior como primer grado de 1as propias concepciones de la verdad absoluta o la explican como la raíz del mal presente. Ambos modos de superar el pensamiento de los antiguos, lo desacreditan y no son objetivos. Quien se confiese a sí mismo que él mismo es incapaz de comprender la verdad del mundo con la apetecida perfección y seguridad, no debería afirmar poder juzgar con seguridad las figuras anteriores de la Filosofia o el poder, incluso, condenarlas. Tendria que rastrear su rigor, fuerza y peligros, y recorrer luego su propio camino bajo la propia responsabilidad. La Filosofía ofreció y ofrece siempre, igual que la vida humana, la oportunidad de logros y fracasos, aunque bajo presupuestos históricos más o menos favorables. Un pensador puede tener confianza, con todo, en el pensamiento tradicional yen su propio juicio, aun cuando hoy apenas se le presta atención a la cuestión de Dios. La verdadera situación del hombre habla a favor de que la cuestión de Dios no dejará nunca descansar el espíritu humano, de la misma manera que las otras preguntas de la Filosofía y de las ciencias.

No se va a tratar del pensamiento metafísico filosófico sobre Dios, orientado a la Física. El pensamiento sobre Dios no metafi'sico se encuentra ya en la Filosofía griega, en Platón. Tendencia que se robusteció en la Filosofía cuando entró en contacto con el discurso bíblico sobre Dios. No es metafísico un pensamiento sobre Dios si supera todo vínculo con la Física del saber dominador: Investigación que responda a la realidad en relación con la pregunta por Dios, pide la renuncia al decisivo querer explicar, necesario en otros casos. Cómo tal pensamiento puede conservar su exigencia argumentativa, se mostrará en Agustín y el Cusano.


a) Dialéctica insoluble entre buscar y encontrar a Dios,
    en el pensamiento filosófico de Agustín

Agustín ve al hombre como un corazón inquieto que no puede alcanzar el deseado pleno descanso en sí mismo sino sólo en Dios: «inquietum est cor nostrum, donec requiescam in te» (C 1, 1). Encontrar el mismo descanso (quies ipsa) supera la fuerza limitada del hombre. La propia ignorancia y la debilidad, le permiten confesar, con todo, su incapacidad y buscar la verdad que despierta el deseo infinito del hombre y empuja a la búsqueda. Buscar y encontrar a Dios hay que entenderlos como sucesos indeducibles. Dios es buscado como aquel que impulsa a buscar (tu excitas) y que hace ver desde sí la irrupción de la eternidad en el tiempo (C 1, 1 y 10, 38). El camino de Agustín sigue la pista de las tendencias naturales de la búsqueda humana. Este camino comienza con un salir hacia fuera (foris), lleva al retorno hacia dentro (intus) y termina en la búsqueda de lo más íntimo (intimum). Agustín experimenta primero el camino hacia dentro. Dice: «Noli foras ire, in te ipsum redi; in interiore homine habitat veritas» (VR 39). Como admite que en el hombre interior hay que encontrar ciertamente verdad pero no la verdad, que él ha buscado como verdad perfecta y que es Dios mismo, continúa en De vera religione: «et si tuam naturam mutabilem inveneris, trascende et te ipsum». En cuanto que la verdad que se puede encontrar en el interior del hombre es, por tanto, fugaz e imperfecta, el que busca se ha de superar, en definitiva, así mismo. Dice Agustín sobre el pretendido fin trascendente de la búsqueda, que es más interior al hombre que busca, de lo que puede serlo él a sí mismo (interior summo meo, vide C 3, 11; para la diferencia vide Enneade I 6, 9; sobre esto AWG y TuT).

El que Agustín, recorra, por una parte, el camino de este retorno así mismo y, por otra, el camino de este trascender, tiene su fundamento en la temporalidad de la existencia humana en el mundo, cuya experiencia comienza con la orientación excitante hacia afuera, que busca su felicidad en el amor y en el ser amado: «Et quid erat, quod me delectabat, nisi amare et aman?» 1 La búsqueda de la felicidad, que fija completamente su corazón en lo pasajero, termina para Agustin, en definitiva, de improviso en el conocimiento de la propia miseria. Este conocimiento lo sitúa en el ejemplo ya arriba mencionado de la experiencia de la muerte de un joven amigo (vide & 2b), del que dice que le ha querido de tal manera como sino tuviese que morir: «quem quasi non moriturum dilexeram» (C 4, 11).

Con la muerte del amigo, al que se había adherido su corazón, se le pasó repentinamente la alegria de la vida, de manera que se ve arrojado a la miseria: «Miser enim eram et amiseram gaudium meum» (C 4, 10). Es asaltado por un doble efecto, por el tedio de la vida (taedium vivendi) y por el miedo a la muerte (moriendi metus) (C 4, 11) y se ve a sí mismo como una gran pregunta: «Factus eram ipse mihi magna quaestio» (C 4, 9). Una primera respuesta a la pregunta en que se ha convertido él mismo, la logra Agustín al conocer que no ha sido la muerte del amigo lo que le ha sumergido en la miseria, sino que ya estaba él anteriormente en la miseria, porque tenía pegado su corazón a lo pasajero como si fuese imperecedero. Conoce ahora la miseria del espíritu, que estaba atado por

1. Vide C 2, 2; sobre esto el Willkommen und Abschied de Goethe (Werke I, 28s.); el final de esta poesía reza: «Y ciertamente, ¡qué felicidad el ser amado! / Y amar los dioses, ¡qué felicidad!»

la amistad a lo perecedero. Apenas pierde al amado, es desgarrado; entonces percibe por esta pérdida la miseria en la que, según la visión de Agustín, ya había estado antes de la pérdida: «Miser eram, et miser est omnis animus vinctus amicitia rerum mortalium et dilaniatur, cum eas amittit, et tunc sentit miserias qua miser est et antequam amittat eas» (C 4, 11).

Esta experiencia le empuja a la búsqueda de una verdad segura y un bien imperecedero. Verdad segura la encuentra primero en el curso de la confrontación con el escepticismo académico (vide CA 3, 14, 30s.), que admite que la verdad está cerrada por principio al hombre, pero afirma simultáneamente, sin caer en la cuenta, un saber absolutamente definitivo. En el caso en el que el escéptico quisiera evitar la autocontradicción, ha de estar abierto a la verdad, por una parte, que no ha encontrado todavía, hasta ahora y por otra, concebirse así mismo como buscador. Agustín encuentra en el hombre interior (in interiore homine) la verdad segura de que él es un buscador que busca la verdad absolutamente perfecta, de que él, por tanto, es el corazón inquieto (cor inquietum) que no puede encontrar el verdadero reposo en sí sino únicamente en Dios. Al descubrirse el hombre como buscador, percibe su ser en un tiempo, determinado por la búsqueda como verdad sustraída al tiempo de la existencia humana en el mundo. En cuanto al ser inmutable del hombre, se manifiesta con esto el carácter temporal de su realización vital. El hombre tiende esencialmente, en la realización temporal del ser, simultáneamente a un bien que no se puede perder. Como bien que no puede arrastrar la tendencia humana contra la voluntad, Agustín conoce la buena voluntad, que puede producir la voluntad sola por sí misma (sola voluntas per se ipsam) (vide DLA 1, 26). Un tal bien supremo en el mundo es únicamente posible si la voluntad se sitúa bajo una ley que tampoco se ha dado a sí misma. Por este camino Agustín sitúa los justificados motivos de la autonomía de la voluntad y está abierto, a la vez, a la interpretación de la ley como mandato de Dios (DLA 1, 11). Con esto la voluntad libre que quiere el orden perfecto de todo (ut omnia sint ordinatissima) como la buena voluntad, aparece como un bien sumo e imperdible (DIA 1, 15).

Pero este bien, no es ya el bien sumamente perfecto, porque no se sigue necesariamente de la buena voluntad el orden perfecto de todo lo que ella quiere. Así la voluntad, aunque como voluntad esté sustraída al devenir y pasar del tiempo, está referida a la temporalidad porque no puede permanecer pura voluntad, ya que quiere la realización del bien. Para contribuir a la realización del bien sumamente perfecto, conocido como exigencia objetiva, la voluntad se ve limitada en esta situación. Las situaciones moralmente relevantes, confrontan al hombre con exigencias siempre nuevas. El bien imperdible de la buena voluntad, que hay que buscar en la realización temporal del carácter humano del ser, no hay que encontrarlo en el tiempo en la perfección buscada, ya que el hombre carece del saber y de la capacidad. El hombre, caracterizado por la ignorancia (ignorantia) y la incapacidad (dificultas), puede confesar siempre, con todo, sus debilidades y buscar la verdad (DIA 3, 52).

La búsqueda de Agustín de la verdad más segura y del bien imperdible, le lleva al rastro de la pregunta por el ser y por el sentido de la temporalidad del hombre. El hombre temporal está determinado por una inquietud que hace que viva tendiendo al fin, pero los cambios tumultuosos (tumultuosis varietatibus) del acontecer del mundo le priva del apetecido descanso (C 11, 39). Se percibe la existencia temporal mundana como la inanidad de una dispersión en los tiempos (distentio). Esta inanidad atrae al recogimiento del espíritu humano en la unidad del tiempo (intentio) que asigna al hombre la búsqueda de la verdad y a realizar el bien como tareas que crean sentido. La insuficiencia de las realizaciones posibles, en último término, provoca que el hombre se oriente a la consumación del tiempo en la eternidad (extensio (vide C 11, 39).

El tiempo es, por tanto, el campo en el cual el hombre llega a ser él mismo, en el que ha de ser probado para llegar a ser en cuanto él mismo receptivo al don infinito para la consumación buscada. Tal reflexión sobre ser y sentido de la temporalidad, en la construcción del camino hacia el interior, son el leitmotive de la Filosofía de Agustín. El camino hacia dentro que enlaza con la relación del hombre con el mundo y consigo, exige, según esto, la espiritualización de la sensibilidad y la sensibilización de lo espiritual 2. Pero el necesario proceso de asimilación sigue siendo para el hombre, en razón de su finitud, un buscar que no puede lograr que le lleve a la plenitud de un encontrar, contando sólo con su sola fuerza finita Los caminos llegan en definitiva, si alcanzan su meta, a la esperanzada disposición para oír y recibir, que no serían ciertamente posibles, si el hombre no se hubiese encontrado a sí mismo previamente como buscador en su libertad finita y oprimida por el sufrimiento (vide SSZA).

Dios es buscado como el Señor del mundo que trae la salvación, que salva todo lo que es de la amenazadora aniquilación (memoria), el que todo lo penetra de claridad (intellectus) y conserva en el amor (amor).

De este modo aparece que la pregunta por Dios de Agustín se dirige a la consumación y conservación del tiempo en la eternidad. La esperanza se dirige desde las realizaciones de la vida humana a los conceptos fundamentales de la doctrina de la Trinidad (vide sobre esto PThA). Ser feliz de un modo duradero es un estado que ningún hombre puede realmente (in re) alcanzar en el mundo pero que todos desean. Este estado se da en el mundo solamente en la esperanza (in spe) (EP 38, 13). Sin esperanza de que el hombre participe alguna vez de aquel fin, se apaga su deseo en el antisentido de la mortalidad de la vida (vita mortalis)

2. Algo semejante pide Maurice Blondel: asimilarse al ser y asimilarse el ser: ut virum agat, toto mundo sese inserendo, et totus mundum sibi inserens (Drp 242/ AP 116s.).

que lleva a la desesperación. La perplejidad fáctica del hombre ante sufrimiento y muerte, llega a sacudir tanto los firmes fundamentos del universo que sólo Dios mismo lo puede preservar del hundimiento.

Un presentimiento de la felicidad esperada (primordia inluminationis tuae) se da sólo en la fe en Dios (C 11, 2). Tal fe posee el valor de confiar en que la fugacidad de todo lo temporal, lo negativo de lo temporal, representa el necesario primer escalón de la posible consumación del ser finito. Esta fe presiente una futura eliminación de la fugacidad de lo temporal, que libere lo temporal de su fugacidad y lo eleve a la eternidad. Fe que espera que la totalidad, por tanto, también lo que existe en el mundo exterior (foris), sea elevado y conservado espléndidamente de un modo nuevo y en la búsqueda del hombre interior (intus) por la fuerza de Dios (intimum). Sobre este fondo, puede decir Agustín, que es feliz precisamente el hombre que ama a Dios, que ama al amigo en Dios y al enemigo por Dios; solamente a tal hombre no se le pierde ningún hombre caro a él, ya que todos los que él ama, son caros en Dios, no los perderá: «Beatus qui amat te et amicum in te et inimicum propter te. Solus enim nullus carum amittit, cui omnes in illo cari sunt, qui non amittitur» (C 4, 14).

Tal fe de que en el amor a Dios nada se perderá de lo amado en Dios, se revela también, por tanto, precisamente como fe en el sentido absoluto de la temporalidad. El tiempo no es algo tenido como de poco valor, que hubiese sido mejor que no hubiera existido. Más bien ha ser alabado Dios como creador del tiempo: «ipsum tempus tu feceras» (C 11, 17). Por esta esperanza y esta confianza, puede amarse lo temporal, a pesar de su carácter intramundano de ser algo que se puede perder, y la pérdida temporal no hace que el corazón del que ama no pueda ser definitivamente lacerado. El sentido supremo de lo temporal no se encuentra en su pasar, sino en su penetrar en la presencia de la eternidad sin fugacidad; solamente en ella puede encontrar la perfección presentida y deseada, un verdadero amor en el tranquilo resplandor de las almas, una en otra, lo que hombre puede hacer con las propias fuerzas (vide como fondo de esta formulación EE 244).

La fe de que en el amor de Dios nada amado en Dios se perderá, es simultáneamente la fe en el sentido de la temporalidad, de manera que Agustín no busca la destemporalización sino eliminar la fugacidad de lo temporal, por tanto la elevación de lo temporal a una felicidad imperecedera de la vida viviente. Obstinarse en las puras posibilidades temporales del hombre, contradice la tendencia inmanente de lo finito que únicamente es capaz de percibir la fugacidad de lo temporal como negación definitiva de la realidad de lo temporal y del propio ser finito. Este defecto de lo temporal, que no puede superar la mortalidad de la existencia fáctica del hombre en el mundo (vita mortalis, mors vitalis) (C 1, 7), es empujada a aferrase rígidamente a lo temporal, a la vuelta hacia fuera. Este aferrarse a lo temporal empuja a la nulidad, de manera que, en definitiva, una alegría mundana sin transcendencia aparece precisamente como la verdadera negación del mundo.

En este sentido, el hombre que percibe y asume sus internas posibilidades, se ve desafiado a la luchar consigo mismo, «contra el mal... contra toda clase de caída en la nulidad...; contra la propia increencia en el disfrute sin trascendencia de la existencia o en la desesperación de la existencia» (EE 435). Una autorreducción frente a lo trascendente, sostenida por la obstinación, en lo que hombre puede hacer con las propias fuerzas únicamente, le arrebata también, finalmente, su ser finito, le degrada a la pura nada contra su deseo más íntimo, ya que el hombre no ha podido darse a sí mismo el ser y porque las fuerzas que utiliza tampoco las ha producido él mismo. En consecuencia, según Agustín, el hombre ha de confesar, al final, que nada puede, en general, por las propias fuerzas, por sí mismo: «Tu enim per te ex viribus tuis nihil potes» (EP 35, 1).

El conocimiento de las propio debilidades humanas es la expresión, coherente con la realidad, de la dialéctica de libertad y gracia, que Agustín interpretó como la característica que define la verdadera situación del hombre en el mundo. En este conocimiento de la ignorancia y de las debilidades está ya siempre el hombre más allá de lo puramente finito. El hombre no necesita abandonar la búsqueda de la verdad ni la tendencia hacia lo bueno; pero ha de confesarse la finitud de su fuerza (humiliter confitera) y buscar, a la vez, la plenitud (quaerere) que él no puede realizar, sino a lo sumo, sólo puede esperar como don (vide DLA 3, 53).

El camino hacia adentro, lleva a una verdad y a un bien, pero no a la verdad perfecta ni al bien sumo, no ya al encuentro con Dios. El imperativo que pedía apartarse de la realidades exteriores y retornar a sí mismo, ha de completarse con el imperativo que le indica cómo superar la propia interioridad. Nadie ha de aceptar que él mismo sea la luz: «Noli putare teipsum esse lucero» (EP 25, 2, 11). Como el hombre es demasiado débil e ignorante para poder comprender a Dios, está en la lejanía de Dios, incluso como buscador de Dios con sus fuerzas finitas, mientras y hasta que no se le revele Dios por sí mismo. Puede ser consciente de su deseo, que rompe los límites del mundo y llama Dios, su fin; dada su capacidad, no puede conocer al verdadero Dios, alcanzar y disfrutar el bien del verdadero Dios. Dios es, en consecuencia, para la búsqueda humana de la verdad aquel que es mejor conocido, cuando es conocido en la ignorancia: qui scitur melius nesciendo (0 2, 44). Agustín remite al hombre tan apremiantemente a su mortalidad y finitud que incluso cree mejor encontrar a Dios en el no-saber que no encontrarle en un supuesto encontrar: non inveniendo invenire potius quam inveniendo non invenire (C 1, 10). Quien se mueve seria y abiertamente por el camino de la búsqueda y busca con la conciencia de que este camino es interminable, perderá menos a Dios que quien pretende haber encontrado ya a Dios. Quien cree haber encontrado a Dios quizás ha encontrado sólo a sí mismo o a un ídolo encubierto. Agustín ve precisamente en la impotencia del no poder poseer, la oportunidad para el ser finito de conservar su propio estado y de recibir la consumación suprema respecto a lo infinito.

A pesar de la distancia fundamental, hay que concebir presente en todas partes al Dios infinito, inalcanzable por las propias fuerzas. En consecuencia, explica Agustín, nada está más separado ni más presente que Dios; si Dios, en cuanto infinito, es, a la vez, necesariamente el más cercano y el más lejano, se puede prolongar este pensamiento con la alusión a que es difícil encontrar el lugar en que esté Dios, pero es más difícil todavía ver en dónde no se encuentre: «quo nihil secretius, nihil praesentius; qui difficilis invenitur ubi sit, difficilius ubi non sit» (QA 34, 77).

El camino que lleva a encontrar a Dios, no es consecuentemente, según Agustín, un camino que el que busca, como tal posee independiente en su finitud, puede recorrer con las propias fuerzas, sino más bien el camino de Dios, por el que Dios, en cuanto tal, puede mostrarse al que busca en su libre acción. En las Confessiones, plantea Agustín expresamente, la pregunta sobre en dónde ha encontrado él a Dios. Comienza con la tesis de que Dios no ha estado oculto ya anteriormente en la memoria y que sólo habría que descubrirlo y ser sacado afuera. En la memoria (memoria), que conserva todas las experiencias como un estómago, (quasi venter animi) no ha de ser encontrado Dios (C 10, 21). Es necesario, por tanto, superar la memoria (memoria) para alcanzar a Dios: «Transibo ergo et memoriam ut attingam eum» (C 10, 26). Agustín ve que no puede haber un lugar terreno donde encontrar a Dios. Dios sólo puede ser encontrado en Dios, por tanto, es encontrado por encima del hombre que le busca: «Ubi ergo te inveni, ut discerem te? Neque enim te inveni, ut discerem te, nisi in te supra me? Et nusquam locus, et recedimus et accedimus, et nusquam locus» (C 10, 37). El espíritu finito humano puede encontrar al Dios infinito en el mundo solamente en la fe, si el Dios infinito se abre y se dirige por sí mismo al que busca.

Nadie puede, en consecuencia, enseñar cómo un hombre puede lograr sobrepasarse a sí mismo de manera que encuentre finalmente a Dios. Esto es válido, aunque, viceversa, haya que decir naturalmente que Dios llena simultáneamente el universo de los seres, en cuanto que algo sólo puede ser, en tanto en cuanto es sostenido por Dios en el ser. Como sin Dios nada podría ser, parece que lo que es, lo abarca Dios en sí: «An quia sine te non esset quidquid est, fit, ut quidquid est capiat te?» Por tanto, no podría ser el hombre, si Dios no estuviese en él: «Non ergo essem, deus meus, non omnino esse nisi esses in me» (C 1, 2).

El hombre puede carecer, sin embargo, de este conocimiento y Agustín no lo ha tenido durante mucho tiempo. El explica que Dios ha estado ciertamente en él, pero no él en Dios; «Mecum eras, et tecum non eram» (C 10, 38). La presencia de Dios permanece la inalcanzable ilusión del deseo humano, si se carece de la fe de que él se cuida del hombre. Si Dios reposase inmutablemente en sí y no acudiese por sí al hombre que busca, toda esperanza sería vana: «Et tamen nisi ad aures tuas ploraremus, nihil residui de spe nostra fieret» (C 4, 10). El hombre puede ser capaz y también es desafiado a plantear la pregunta por Dios. En cuanto preguntante está mientras, sólo en la situación de recibir una respuesta creyendo, pero no a poseerla en el saber. Exclusivamente por sí solo, no sabe nunca hacia dónde apunta la pregunta definitivamente, ya que lo preguntado sigue siendo para él un misterio incomprensible y enigmático.

Este suceso se le abrió a Agustín en el contexto de su propia historia vital. Después de su experiencia en la búsqueda de Dios, encontrar a Dios es solamente posible como acto de Dios, como irrupción de la eternidad de Dios en la temporalidad del hombre. Según esto, explica Agustín, que Dios mismo le ha conducido por la pista de la búsqueda de Dios: Dios le llamó y le gritó y rompió su sordera, brilló e iluminó y ahuyentó su ceguera; Dios le encendió en el amor y él se consumía y suspiraba ahora por él; le ha gustado y ahora tiene hambre y sed de él; Dios le ha tocado y ahora está encendido en la paz de Dios: «Vocasti et clamasti et rupisti surditatem meam, coruscasti, splenduisti et fugasti caecitatem meam, flagrasti, et duxi spiritum et anhelo tibi, gustavi et esurio et sitio, tetigisti me, et exarsi in pacem tuam» (C 10, 38).

El encontrar a Dios, producido por Dios, durante la existencia humana en el mundo no instala al hombre en el reposo de la posesión o en un paraíso separado del mundo, sino que vuelve a excitar la inquietud esencial del hombre de un modo nuevo, con tal de que exista el fin propiamente inquietante en la fe para el corazón inquieto, que no puede encontrar satisfacción en nada finito. Esta inquietud que se agota, bastante frecuentemente, en naderías, alcanza, al encontrar a Dios, aquello que en el mundo está sustentado por la fe y la esperanza y se hace transparente a sí mismo y se convierte para él en su ser más íntimo. Esta autotransparencia de esta inquietud hace posible y necesaria una nueva entrega del hombre a la temporalidad, ya que esta entrega está sostenida ahora en Dios por la esperanza en la vida viviente. Si yo alguna vez –así dice Agustín– estuviese adherido todo entero a ti, entonces no tendría nunca dolor ni fatiga y esta vida sería viva, cuando toda mi vida, estaría llena de ti: «Cum inhaesero tibi ex omni me, nusquam erit mihi dolor et labor, et viva erit vita mea tota plena te». Mientras no haya alcanzado el hombre todavía el fin de su esperanza, no está lleno de Dios (tui plenus non sum), todavía está en la incertidumbre de la trabajosa existencia temporal: «ex qua parte stet victoria nescio» (vide C 10, 39).

Quien ha encontrado la fe en Dios, como Agustín, sigue atado a la temporalidad de la existencia mundana y asediado por ella y por sus acontecimientos. La vida viva (vita viva) la posee el creyente también sólo en la esperanza, no en la realidad. Sólo al final del tiempo en el mundo puede darse en Dios la esperada plenitud. Por eso también se aplica al creyente la frase de Agustín al comienzo de las Confessiones, que nuestro corazón está inquieto hasta que encuentre en Dios el reposo (1, 1). Sólo el descanso en Dios promete la plenitud de la vida viva. El camino hacia adentro provoca, en último término, el conocimiento de la necesidad de la autotrascendencia, porque en la vida temporal está pendiente una última plenitud del sentido. Esta sólo podría encontrarse en una eternidad que se transfiriese al hombre por la libertad de Dios que actúa soberanamente desde sí mismo. La irrupción de la eternidad en la temporalidad del mundo del hombre se da, por tanto, como promesa que sólo puede ser aceptada en la fe y en la confianza.

La confianza creyente tiene la esperanza de que el deseo es una especie de pregustación de la felicidad perfecta, en la que el mundo temporal no aparece como paso previo, que deviene inútil, sino que conserva en figura, desposeída de lo huidizo, su ser finito, el propiamente suyo, en el que incluso el sufrimiento y el mal pueden ser un precioso camino del ser propio finito en Dios. El descanso en Dios es esperado como vida, en la que el hombre recibe la consistencia y la solidez que no pude alcanzar en el mundo: Et stabo et solidabor in te. Este reposo no permite que perezca la figura particular finita del hombre, sino que le confiere más bien permanencia: in forma mea. El le libera de toda carencia, en cuanto que ahora está en la verdad buscada de Dios: in veritate tua (C 11, 40). Como este descanso no elimina la diferencia entre Dios y el hombre, no lleva a la disolución del hombre en lo infinito, sino, simultáneamente, al descanso del hombre en Dios, el mismo descanso (quies tu ipse es), y al descanso de Dios en el hombre (requiescis in nobis). El hombre puede recibir solamente de las manos de Dios la consumación de la tendencia de su ser finito: «A te petatur, in te quaeratur, ad te pulsetur: sic, sic accipietur, sic inveniteur, sic aperiteur» (C 13, 53 y 52).


b) El muro infranqueable del paraíso,
    en la búsqueda de Dios del Cusano

El tiempo, en cuanto que, por una parte, hace posible la existencia mundana del hombre y, por otra, le amenaza simultáneamente con su fugacidad, se interpretó como el problema fundamental que estructura el pensamiento filosófico de Agustín. El tiempo mantiene al hombre en su cuestionabilidad y está abierto a la fe, que recibe el tiempo de las manos de Dios y espera de la acción de Dios que haga entrar la temporalidad del hombre en definitiva en la eternidad, sin dejar que se hunda en lo infinito, de manera que se conserve la particularidad de cada uno lograda en la realización de la libertad finita. Tales principios se encuentran en el pensamiento de Nicolás de Cusa en relación con Agustín, sobre todo cuando interpreta el alma como tiempo intemporal (intemporale tempus: Aeq. 14s./372s.; además GMZ). El pensamiento filosófico-teológico de Nicolás de Cusa, -poco apreciado durante mucho tiempo-, desde comienzos del presente siglo ha obtenido un enfoque nuevo y ha sido investigado científicamente. Su pensamiento estuvo marcado por las graves confrontaciones intraeclesiásticas de su tiempo y amenazado por la descomposición de las órdenes medievales. Como personaje activo de la Iglesia, con cargos de alto rango, legado papal, obispo de Brixen y cardenal romano, estuvo en el centro de los acontecimientos (vide NvK) 3.

Aunque el Cusano asume completamente los problemas sobre el tiempo en la línea de Agustín, lo fundamental de su pensamiento es, sobre todo, lo que designa por coincidencia de opuestos (coincidentia oppositorum). Partiendo de esta coincidencia, creía encontrarse en condiciones de comprender lo inconcebible de un modo a-conceptual, en docta ignorancia (incomprehensibilia incomprehensibiliter amplecterer in docta ignorantia), es decir, por la superación misma de las verdades imperecederas que humanamente pueden conocerse (per transcensum veritatum incorruptibilium humaniter scibilium; DI 3, 263; Epistola Auctoris).

El punto de partida del planteamiento de su trabajo y del subsiguiente camino de su pensamiento se encuentra en el pensamiento de lo máximo (maximum), que, en conexión con la formulación de Anselmo, lo llama como aquello sobre lo cual nada más grande puede existir (quo nihil maius esse potest, DII, 2, 5). Solamente el maximum, en sí mismo, no parece que contenga materia inflamable, porque el Cusano afirma, con la tradición neoplatónica, que la abundancia (abundantia) infinita es una señal esencial del Uno (unum), que es creído como Dios (DII 2, 5). Esta afirmación no es para él, con todo, la solución de todos los problemas sino el punto de partida para el problema que pone en movimiento su pensamiento. El busca concretamente lo maximum no solamente como maximum absolutum, desligado de toda relación y de toda limitación (ab omni respectu et contractione universaliter est absoluta) sino también como Universum cuya unidad está limitada por la pluralidad de lo finito (cuius quidem unitas in pluralitate contracta est). Aunque el pensamiento de lo maximum contractum es el de la suma de todo ser mundano, carece -prescindiendo de la pluralidad en la que existe- de propia subsistencia (no tamen habet extra pluralitatem in qua est subsistentiam; DI I, 2, 6). Así se plantea la tarea de buscar al Uno y Sumo en los muchos seres, en los que realmente subsiste, el Universum máxima y sumamente perfecto, más o menos en su fin (in ipsis pluribus inquiremus unum máximum, in quo universum maxime et perfectissime subsistit actu ut in fine). Esta tarea exige la búsqueda de un maximum que es, a la vez, limitado y absoluto (quod simul

3. Para la investigación es fundamental la edición inacabada (Nicolai de Cusa Opera omnia, iussu et auctoritate Academiae Litteratum Heidelbergensis); como órganos especiales de investigación hay que mencionar las Mitteilungen und Forschungsbeiträge der Cusanus—Gesellschaft.

est contractum et absolutum, DI I, 2, 7). El Cusano busca en esta dirección, simultáneamente, un acceso intelectual a la divinidad de Dios y a la posible absolutez de un ser finito.

Este acceso lo encuentra, por una parte, en la conciencia imponente de la infinitud de Dios que todo lo eclipsa, que intenta representar por medio de conceptos paradójicos: «El Cusano, como dice de sí mismo, aspiraba con celo incansable a lo inconcebible. Conocimiento y sentimiento de que lo absoluto es lo infinito, no le dejaban descanso alguno en la búsqueda de un concepto de Dios noéticamente sin objeciones, y, después de muchos cambios de fórmulas, experimenta "enorme alegría", poco antes de su muerte, en el hallazgo de una todavía nueva (DpMM 212). Ejemplos de tales conceptos de su último año de vida son Possest y Non-aliud (vide los escritos Trialogus de possest de 1460 y De li non aliud. Pos de 1461, NA de 1462). El concepto de Possest es una nueva forma lingüística del Cusano; que se puede traducir como Poderes. Ha de expresar que Dios considerado en sí absolutamente, es el ser real de todo poder o la forma de ser definitivamente simple y a la vez infinita: "deus in se absolute consideratus sit actus omnis posse seu forma simplicissima simul et infinitissima" (Pos 59). En la expresión non-aliud aparece un concepto de Dios que limita el momento de lo conceptuable en el modo del concepto y busca abrir a lo infinito. Sólo superando el carácter del concepto, que convierte algo en finito esencialmente, puede representarse lo infinito conceptualmente. Si es exacto que algo puede ser conocido, en general, sólo cuando es comprendido como algo determinado (aliquid) en la alteridad del otro, Dios, en cuanto es pensado como infinito, ha de ser, en todo caso, incomprensible. Lo no-otro (no-aliud) puede ser, consecuentemente, aludido solamente como algo que de un modo incomprensible está presente en todo lo otro, pero igualmente está sustraído misteriosamente a la comprensión. En este contexto explica el Cusano que los teólogos afirmaron, con razón, que Dios es todo en todo y, sin embargo, nada de todo: "recte theologi affirmarunt Deum in omnibus omnia, licet omnium nihil"» (NA 6, 21/466).

El pensamiento del Cusano sobre Dios, que vive de la superabundancia de entusiasmo por la infinitud de Dios, comienza partiendo, con todo, de la realidad finita del mundo. Esta realidad no sirve de trampolín a lo absoluto, de manera que lo finito fuese, en definitiva, anulado en lo infinito. Más bien se atribuye a lo finito, a pesar de su finitud, un sentido absoluto. La pregunta más excitante del Cusano dice: cómo puede ser lo finito a la vez un máximo (maximum) limitado (contractum) y absoluto (absolutum). En consecuencia, la tarea de su pensamiento supera toda medida de la lógica intramundanamente válida. Según el Cusano ha de ser válido que: «Así como la no coincidencia hay que verla como principio irrefutable de todo nuestro saber racional, la coincidencia puede ser vista como el principio de la "ignorancia" cusana» (IGWN 3).

El que algo finito no sea posible sólo por sí, en general, que pueda concebirse sólo a partir del Dios infinito, lo afirma el Cusano como verdad tan evidente que concede poca atención a las pruebas de la existencia de Dios (vide NC 145s.; pero como esbozo vide DI I, 6, 15-17). El Cusano es sostenido por la certeza de que lo finito sólo puede ser concebido como posibilitado por lo infinito; ciertamente lo finito, que no abandona su ser específicamente finito, está en condiciones de pensar lo infinito, rompiendo los límites de lo finito. Este doble sentido de su pensamiento de Dios, se explicará con el apoyo de la Escritura sobre la visión de Dios (De visione Dei) que compuso el Cusano como introducción a la Teología mística para los monjes del Tegernsee, a ruegos de su Abad Kaspar Aindorffer. El título Visión de Dios designa tanto un genitivo subjetivo, en el que se tratada de Dios como el que ve, como también un genitivo objetivo, que concibe al hombre que quiere ver a Dios, como el que ve. Lo que el Cusano piensa, como introducción a la Teología mística, no va contra la realidad de lo finito ni elimina el valor de la razón finita. No es una disciplina del arcano, inaccesible a la razón: «"Teología mística" es para el Cusano un fenómeno humano generalmente accesible, que hay que mostrar en modelos de pensamiento y de experiencia muy concretos» (NW 152; en contra Enneade 16, 8, 2s.).

A pesar de que el intelectualismo de la razón humana sufre, en definitiva, su fractura, esta misma fractura es sostenida todavía por el intelectualismo. Porque el espíritu humano vive del deseo de lo infinito, el espíritu finito puede conocer que él trasciende todo lo finito, mientras busca acercarse a lo infinito, y que hay que presuponer que lo infinito está presente en él de un modo inconcebible, si es que ha de poder entrar en contacto como esencia finita. De un modo semejante a Agustín logra también el Cusano, por el retorno a sí mismo, una inteligencia de la necesidad de trascenderse a sí mismo, pero en la que el hombre finito no está abandonado precisamente a su disolución en el mar de lo infinito. Este camino hacia Dios lleva a lo más íntimo (intimum) del hombre y así deja al hombre separado de Dios. Por tanto, Dios le es más íntimo de lo que puede serlo para sí mismo (C 3, 11: interior intimo meo). En una relación de contacto con lo infinito, percibe, de un modo inconcebible, el espíritu finito humano, tanto que está envuelto por lo infinito como también, de un modo inexplicable, su diferencia de él, que califica el Cusano como Agustín como creación. En ella lo finito creado es concebido como algo nuevo y propio, creado por Dios de la nada, sin explicarlo como irradiación (rrE n.2.aµptt) o emanación (ixxvoc) del Uno y Todo4.

Como el Cusano persigue en De visione Dei el propósito de dirigir a sus lectores de un modo humano a lo divino (humaniter ad divinas vehere); prefiere

4. Vide VD 10, 38s./ 132s.; además DLA 1, 5; en contra Plotino, Enneade V 1, 6 y VI 8, 18; más indicaciones en APE (116-147).

para su exposición, una exposición alegórica. La imagen del Que-lo-ve-todo le parece una concepción apropiada de Dios. Esta imagen, ante todo abstracta, la explica en pinturas de personas de las que el contemplador tiene la impresión, desde todas las posiciones posibles, que lo pintado mira al contemplador: «Sed inter humana opera non repperi imaginem omnia videntis proposito nostro conventiorem, ita quod facies subtili arte pictorica ita se habet quasi cuncta circumspiciat» (VD, Praefatio 2/94).

El Cusano menciona al principio algunas de tales pinturas y envía a los monjes, junto con el escrito, un retrato que él llama eicona Dei. Han de colgarlo de una pared y agruparse a la misma distancia en tomo a la imagen. Si lo contemplan juntos, percibirán que el pintado mira a cada uno, sólo a él, sea cual sea el lugar desde el cual pueda ser contemplada la imagen: «et quisque vestrum experietur: ex quocumque loco eandem inspexerit, se quasi solum per eam videri» (VD, Praefatio 2/96). En la contemplación de la imagen, han de caminar los hermanos a lo largo de la línea del semicírculo y también hacia la otra parte. Así percibirán que la mirada sigue siempre dirigida a ellos. Quien sabe que la imagen cuelga inmóvil, se maravillará del cambio de la mirada inmutable (admirabitur mutationem inmutabilis visus; VD, Praefatio 3/96). Crece esta admiración cuando uno de los hermanos, que también mira la imagen, recorre el camino simultáneamente en dirección contraria, pero también el otro es acompañado por la mirada de los eicona Dei, de manera que parece que esta mirada se mueve con él y, a la vez, en la dirección contraria. La significación de este ejercicio de contemplación procede, por una parte, de la propia experiencia de cada uno y, por otra, del relato de cualquier otro, que hace igualmente esta experiencia (revelatione relatoris). El relato lleva a saber que aquella mirada no abandona todo lo que mira ni siquiera en movimientos opuestos: «ut sciat faciem illam omnes, etiam contrariis motis incedentes non deserere». Parece que la mirada de Dios se preocupa tanto de cada individuo como si se ocupase solamente del que ve que es mirado y por nadie más: «quo modo visus ille nulum deserit, videt, quod ita diligenter curam agit cuiuslibet quasi de solo eo, qui experitur se videri, et nullo alio curet». El sentido de este ejercicio lo interpreta el Cusano de pasada: que Dios consagra a la criatura más pequeña el mismo cuidado amoroso que a las mayores y que a todo el universo entero: «quod ita habet diligentissima curam minimae creaturae quasi maximae et totius universi» (VD, Praefatio 4/98).

Después de este ejercicio basado en una manifestación sensible, comienza el Cusano con tres notas. La primera conecta con el pensamiento que se trasciende, que concibe a Dios como la cumbre de toda perfección y que, por tanto, le concibe como mayor que lo que puede ser pensado: «Deus etenim, qui est summitas ipsa omnis perfectionis et maior quam cogiari potest». Este pensamiento que sobrepasa la capacidad de pensar, lo introduce como presupuesto de la primera nota. Esta afirma que en la verdadera mirada de Dios todo es más verdadero (verius sit in mero visu Dei), de lo que parece ser en la mirada de la imagen de Dios. El ver de lo que está separado de la limitación de lo finito (visus absolutus) supera de esta manera la capacidad de ver de todo lo que de hecho ve (VD 1, 5/98). El segundo presupuesto comienza con el tema de que el ver en el que ve es distinto según la medida de su limitación finita. El ver, desligado de la limitación de lo finito, aventaja así la capacidad de ver de todo el que ve de hecho. El segundo presupuesto comienza con la afirmación de que el ver en el que ve es diferente según la medida de su limitación finita. El ver limitado abarca, por el contrario, todos los modos del ver. Es como el prototipo de todo ver sin el que no puede haber ningún ver limitado: «Visus autem absolutus ab omni contractione simul et semel omnes et singulos videndi modos complectitur quasi adaequatissima visuum omnium mesura et exemplar verissimum. Sine enim absoluto visu nonpotest esse visus contractus» (VD 2/7100). Como tercer presupuesto pone el Cusano el que las definiciones (rationes) del ser atribuidas a Dios por los juicios humanos no pueden ser realmente diferentes en Dios por la suma simplicidad de Dios (realiter ob summam Dei simplicitatem non posse diferre), ya que Dios contiene de un modo simple en sí todas las definiciones del ser de todas las cosas (in se omnium rationes complicat). En consecuencia, en Dios el tener y el ser son idénticos, igualmente el movimiento y la inmovilidad, el caminar y el reposo y otras determinaciones de este tipo: «Et habere Dei est esse eius, et movere est stare, et currere est quiescere, et ita de reliquis attributis» (VD 3, 8/102). Después de estas notas enlaza el Cusano de nuevo con la contemplación de la eicona Dei y comienza por la interpretación de la verdad que se muestra en la imagen. Algunos de los momentos reconstruibles filosóficamente de esta interpretación, se reconstruirán aquí.

El Cusano señala como punto cardinal decisivo del camino hacia Dios, la voluntad libre (libera volunas). El cambio en Dios, de la pura imagen a la realidad, no es asunto de discusión teórica, sino que depende, en su origen, de la acción de cada hombre, por la que se hace receptivo de la realidad de Dios. Este obrar fundamental para la aceptación del ser de Dios, de la que cada uno es responsable, consiste en hacerse semejante a la bondad (bonitas) de Dios hasta donde sea posible. Según los grados de semejanza crece la receptividad de la verdad (secundum gradus similitudines ero capaz veritatis, VD 4, 10/104). Dios ha prestado al hombre el ser, pero un ser, que como imagen viva (viva imago) de la fuerza de la omnipotencia divina está en condición de influir, por la voluntad libre, en la propia receptividad de la verdad y en la gracia de Dios. Puede esforzarse por la conformidad (conformias) con el ser de Dios, para lo que intenta ser receptivo. Siempre que alguien quiera recibir a Dios, ha de poder convertirse en bueno (bonus), justo (iustus) y misericordioso (misericors). Este esfuerzo, que libremente se responsabiliza, es posible por el amor de Dios que inflama el amor del hombre y enciende su deseo en la dulzura de la vida (dulcedo vitae) (VD 4, 11/104s.).

Porque la bondad de Dios, a la que se quiere asemejar el hombre, existe con absoluta libertad, el hombre es remitido así mismo en el camino de la búsqueda de Dios. Dios, que es la misma libertad (ipsa libertas) deja al hombre incluso la libertad de ignorarle completamente y de alejarse de Él (VD 8, 28/124). Antes de que el hombre pueda buscar acercarse a Dios, ha de haber llegado a ser primero él mismo. Así el ser propio de lo finito no entra en competencia alguna con el ser de Dios, sino que es más bien presupuesto comprensible de la incomprensible presencia en el hombre finito del incomprensible Dios infinito. El Cusano percibe profundamente en el corazón la norma de que él tiene que oírse a sí mismo, como respuesta a su pregunta sobre cómo el Dios inaccesible se regala al hombre. Esta norma va unida a la promesa de que Dios se me dará, si yo me oigo a mí mismo: «Sis tu tuus, et Ego ero taus» (VD 7, 25/120) 5.

El hombre ha de oírse a sí mismo; no se le exige, en un sentido estricto, la negación de su verdadero ser, ni tampoco la subordinación a una Teología extraña. De este modo aparece que el ateísmo humanista que se pone a la defensiva contra una denigración de la condición propia de lo finito y contra el encubrimiento que produce una Teología heterónoma, no puede encontrar ningún punto de apoyo para su posición crítico-teológica en el pensamiento sobre Dios del Cusano. Aquí el Dios infinito no puede volverse, en manera alguna, contra el hombre como competidor en nombre de la verdadera humanidad. Lo que en la confrontación con la figura más importante del ateísmo actual se designó como lucha por la posición central en la totalidad de lo existente, es respecto a la mencionada norma, una empresa completamente insostenible. El ateísmo, que presupone una tal imagen de Dios, y a partir de ella discute la existencia de Dios, comete, con esto, una inconsecuencia grave. No sabe que el conocer la realidad de Dios directamente no está al alcance del pensamiento filosófico sobre Dios. Como el hombre finito no puede conocer a Dios por las propias fuerzas, es remitido, primero a su situación fáctica; él debe, con todo, si se ve correctamente a sí y a su situación, estar abierto a una verdad infinita, sin poderla definir desde sí mismo. Solamente partiendo de lo finito, en el oírse lo finito a sí mismo, puede darse la presencia del Dios infinito en lo finito.

5. Vide GVmF, Kremer menciona (239) que el Cusano presenta una frase de Casiodoro en sentido invertido, que hace depender el poder ser uno mismo del oír a Dios: «tunc ero meus cum fuero mus» (De anima, PL 70, 1308 A). El Cusano, subrayando el ser propio de lo finito, sigue igualmente relacionado con lo infinito, en una serie que va desde Platón (vide p.ej. Politikos 272d-274ec) hasta el pensamiento de Kanten la autonomía de la razón (vide KpV A 58s.).

La norma de primero oírse así mismo, convierte en sin sentido de antemano hablar de Dios como de un competidor o también, viceversa, del hombre como de un competidor de Dios, que aspira a ocupar el lugar de Dios. Dios no puede ser competidor del hombre, en cuanto que es creído, más allá de los opuestos, como la fuente buena de los seres plurales en el mundo. Únicamente en la más santa ignorancia (sacratissima ignorantia) puede saber el hombre sobre Dios (VD 16, 67/164). Aunque Dios es creído como fuente de todo ser limitado, no puede ser opuesto al ser como otro. Solamente la realidad extra divina está definida por la alteridad. Ella frente a Dios es independiente y, en sí, algo otro. Pero Dios es concebido como la oposición de todos los opuestos (oppositio oppositorum) y, por eso, como oposición sin opuestos (oppositio sine oppositione) (VD 13, 54/148).

El Cusano osa incluso afirmar que de Dios como creador que crea (creator creans) solamente se puede hablar fuera de los muros del paraíso (VD 12, 50/144). El hombre no puede concebir al Dios infinito como algo determinado, como otro con el que estuviese en relación directa. El Cusano sabe que le sostiene el conocimiento recibido por revelación, según la cual no hay más camino que lleve a Dios que el que parece completamente inaccesible e imposible a todo hombre y a los filósofos más sabios: «non est via alia ad te accedendi nisi illa qua omnibus hominibus, etiam doctissimis philosophis, videtur penitus inaccesibilis et impossibilis» (VD 9, 37/132). La razón finita del hombre, que posee sus genuinas posibilidades diferenciando y asegurando por precisión y alteridad, concibe, de este modo, que Dios solamente puede ser concebido más allá de la coincidencia de los contradictorios (ultra igitur coincidencia contradictoriorum videri poteris; VD 9, 37/132). La infinitud no tolera alteridad alguna en sí, ya que nada hay fuera de sí, que pueda pensarse fuera de lo infinito: «Infinitas enim non compatitur secum alteritatem, quia cum sit infinitas, nihil est extra eam» (VD 13, 54/150).

Han fallado de antemano todos los intentos de crear una situación de competitividad entre Dios y el hombre, porque la infinitud de Dios, le sustrae a toda comparación: finit ad infinitum nulla est proportio (VD 23, 101/200, vide también DI I, 3: además S. Th. I, 12, 1 obi. 4 y ad 4.). La infinitud en tanto que y mientras sea infinita, no es ni limitable ni participable (incontrahibilis et imparticipabilis; VD 6, 18/112). Quien quisiese comprender el rostro de Dios, debería trascender todos los rostros. Dado que la mirada sobre la tierra por encima del muro del Paraíso sólo puede concebirse a lo sumo como éxtasis gracioso, el que busca es remitido completamente a la realidad limitada que puede concebir en su finitud.

Según el Cusano, en todos los rostros es mirado de hecho el rostro de todos los rostros, aunque sólo encubierto y en imagen: «In omnibus faciebus videtur facies facierum velate et in aenigmate» (VD 6, 21/114; vide el pensamiento de illéité en & 15). Esta inobjetivable relación con lo infinito es comprensible, indirectamente, en el deseo infinito que trasciende todos los fines finitos. El fin del deseo es infinito: «Finis igitur desiderii est infinitum» (VD 16, 68/166). La infinitud del fin del deseo se anuncia en la insaciabilidad del hambre (insaturabilis fames), que no se puede calmar con ningún alimento finito. El hombre desea el alimento que le llega pero que nunca puede ser plenamente consumido, aún cuando continuamente se alimente de él: «cibus, qui ad eum pervenit, et licet continue deglutiatur, tamen nusquam ad plenum potest deglutiri» (VD 16, 70/166). La insatisfacción, en el encuentro con lo finito, es ahora el indicador del deseo de lo infinito, que el hombre no es capaz de producir por sí y del que él sólo puede saber en la ignorancia, que trasciende todo saber y concebir.

El hombre sólo puede saber de Dios solamente que su razón está en la ignorancia y él se conoce en relación con Dios como ignorante: «cuius intellectus est in ignorantia, qui scilicet scit se ignorantem tui» (VD 13, 52/146). La mirada de Dios, sin limitación alguna (visus absolutus), que produce el ser de las criaturas de la nada y que se cuida de ellas, sólo es visible al hombre en la oscuridad de la ignorancia. La visión finita, por ser creada y conservada, hace patente la presencia de la visión infinita de Dios en la visión finita del hombre de una manera incomprensible. El ojo del hombre ve en el ver de Dios, como dijo el Maestro Eckhart: «El ojo por el que yo veo dentro a Dios es el mismo ojo por el que Dios me ve dentro a mí» 6.

El concepto de Dios del Cusano no tiene relación alguna con el panteísmo. El hombre para poder comprender a Dios como fin de su deseo debe estar separado esencialmente del Dios infinito 7. Ni el mundo limitado puede ser como tal Dios, ni puede convertirse en Dios. De la especulación sobre la Trinidad y la Cristología que de ella depende, se sigue el resultado que apoya la interpretación aquí perfilada, a pesar de que el Cusano la expone apoyado expresamente en el fundamento de la fe neotestamentaria (v.gr. VD 16, 67/164; 19, 83s./178s.). Para explicar esto, hay que recordar algunos elementos de esta doctrina teológica. Porque Dios se encuentra más allá de la coincidencia de los opuestos, la razón, si dirige su deseo al Dios infinito, cae necesariamente en la oscuridad de lo in

  1. Vide DW 1, 201; Predigt 12. Este pensamiento que se refiere a la comparación del sol de la Politeia (505a s.), lo ha compuesto Goethe en rimas alemanas (Werke XIII, 323). Los versos dicen:
    Si no fuese el ojo soleado,
    ¿cómo podríamos mirar la luz?
    Sino vive en nosotros la propia
    , fuerza de Dios,
    ¿cómo podría
    . fascinarnos lo divino?

  2. El Cusano se separa de los motivos de la mística, que cae en el peligro de eliminar la diferencia entre lo finito y lo infinito. En este peligro cae el Maestro Eckhart cuando, en la continuación del sermón citado, entiende el ojo del hombre y el ojo de Dios como un ojo, como un rostro, como un conocimiento, como un amor (DW 1, 201; Predigt 12): «mi ojo y el ojo de Dios es un ojo y un rostro y un conocimiento y un amor».

concebible. Al que no entiende, le parece que desea algo vacío de sentido en este deseo. Realmente el muro del Paraíso no se deja remontar por el hombre sin que pierda su ser finito. En los jardines del Paraíso habita solamente el infinito, en el que todo lo opuesto es indiferenciado (vide también Gq 333s.).

La buscada relación del hombre con Dios no puede tener su origen en el hombre. El hecho del humano deseo de lo infinito presupone, con todo, que Dios se ha revelado desde sí al hombre como fin infinito del deseo. La existencia fáctica del hombre finito se remonta, igual que su deseo, de lo infinito a la infinitud de Dios, digna de amarse. Por este deseo Dios se revela como el que ama infinitamente (infinite amans), como el infinitamente amable (infinite amabilis) y como el infinito nexo de unión de ambos (amoris nexus infinitus) porque Dios es deseado simultáneamente como el amante y el digno de ser amado (VD 17, 71/168).

En tanto en cuanto Dios sea considerado simultáneamente como el digno de ser amado y como el amante, podría parecer que la pluralidad y la alteridad se introducen arteramente en él. Pero, a pesar de eso, ha de ser uno y el mismo Dios el que puede ser el fin del deseo humano, si se cree en él como en el amante y en el digno de ser amado. La alteridad que aparece en un primer plano ha de ser concebida, en consecuencia, como la mismidad de lo infinito (VD 17, 75/170: alteritas quae identitas). El Cusano llama amor amable (amor amabilis) al Hijo de Dios. En razón de la intimidad de la unión del Hijo con el amor amante (amor amans), su unión con el Padre es filiación (filiatio) (VD 18, 80-82/176-178). El Cusano concibe, según esto, en el Hijo la mediación entre Dios y el hombre. El hombre puede, por tanto, estar unido con Dios, concretamente por el Hijo de Dios como medio de unión: «Potest igitur homo tibi uniri per filium tuum, qui est medium unionis» (VD 19, 85/182).

Con esto entra en juego, mediante la Cristología, el concepto decisivo que ve al Hijo infinito de Dios en unión con Jesús, el Hijo del hombre. Jesús es visto por el Cusano como la unión de Dios y hombre, que no elimina el ser hombre de Jesús. En Jesús, cree el Cusano, que la filiación humana está unida con la filiación divina de manera que no es posible una separación de este hijo de hombre del Hijo de Dios: «Non est igitur possibilis separatio filii hominis a filio Dei in te Jesu» (VD 19, 86/182s.). La naturaleza humana no puede, de todos modos, unirse de un modo infinito con el Infinito, porque penetraría entonces en la identidad del infinito y cesaría así de ser finito: «Transiret enim in identitate infiniti et sic desineret esse fintum» (VD 20, 87/184). El que el Cusano conciba de un modo especial el ser humano de Jesús, que precisamente no ha ser simplemente absorbido en la infinitud de Dios, manifiesta que la verdad de lo finito mantiene en su pensamiento su propia significación permanentemente hasta en la eternidad.

El Cusano no sólo intenta presentar la infinitud absoluta de Dios por la docta ignorancia (docta ignorantia) sino también pensar la verdadera perfección y la perfecta felicidad del hombre finito de manera que su ser no es eliminado precisamente por la infinitud sino salvado. Unicamente siguiendo este camino es capaz el hombre de conseguir la felicidad que le consuma, la cual es el fin del deseo de lo infinito. El fin del deseo de 10 infinito es el grado supremo de atracción del ser humano hacia la esencia divina (attractio naturae humanae ad divinam in altissimo gradu). Este grado sumo de aproximación, que Nicolás de Cusa, de acuerdo con el mensaje cristiano, cree alcanzado en Jesús, es, a la vez, lo que posibilita que el hombre sea atraído por Dios. Lo que no significa una unión que amalgame con el Dios infinito: «Sed non est simpliciter maxima et infinita, ut est unio divina» (VD 20, 87/184). Plotino, por el contrario, dice del alma que contempla lo verdaderamente amado que ella no solamente se ha convertido en Dios, sino que es Dios (Enneade VI 9, 9, 45-61)

Esta permanente separación del hombre finito de Dios y la posibilidad del acercamiento finito a Dios, hacen posible, tanto el pensamiento de la verdadera absolutez de Dios como también de la verdadera felicidad del hombre, lejos de todo egoísmo. Este acercamiento depende, según las perspectivas del hombre, en primer lugar, del acontecimiento humano de la libertad, ya que el hombre es capaz de recibir a Dios solamente en el grado en que por la propia decisión se ha hecho bueno, justo y misericordioso. Pero en un sentido más profundo, depende de que Dios se haya mostrado ya y siempre como el amable y haya despertado así el deseo humano por lo infinito. A pesar de que esta unión de infinito y finito en el Dios-hombre Jesucristo no parece pensable por el conocimiento finito, puede ser concebido, con todo, como lo que hace posible la esperanza humana de felicidad. En el hombre-Dios, en donde pasa de una consideración filosófica a una teológica de la revelación, ve el Cusano lo finito unido con lo infinito, con lo que no se puede unir: «Et sic finitum te unitur infinito et inunibili». Sólo de esta manera puede concebirse lo inconcebible como goce eterno, en un goce que es la felicidad sumamente gozosa que no puede nunca ser consumida en el disfrute: «Et capitur incomprehensibilis fruitione aeterna, quae est felicitas gaudiosissima numquam consumptibilis» (VD 21, 93/192).