II

NECESIDAD Y DIFICULTADES
EN LOS CONTENIDOS DE LAS
AFIRMACIONES SOBRE EL SER DE DIOS


Qué
o incluso quién sea Dios, es una pregunta a la que se puede responder de maneras muy distintas. Se podría, por ejemplo, tematizar una imagen de Dios marcada por un intelectualismo especulativo y tematizar a Dios como primera causa (causa prima) o como causa de sí mismo sin principio (causa si), contrapuesta a una imagen de Dios escéptica sobre la posibilidad del conocimiento metafísico, o que expresa a Dios con categorías ante todo emocionales como fin trascendente del deseo. Los respectivos fundamentos originan imágenes de Dios diferentes y divergentes. A partir de la divergencia de las concepciones puede alimentarse la suposición de que las perspectivas especiales de los individuos tengan un influjo decisivo en la imagen de Dios. Esta suposición se robustece si la imagen de Dios de exitosos hombres de acción, satisfechos consigo, con el mundo y con su dios, se compara con las concepciones de Dios de hombres de poco empuje y fracasados. Otro ejemplo útil puede ser la tensión insalvable entre una concepción de Dios deísta y una mágica. Según el deísmo, Dios es concebido como autor del mundo, pero sin que tenga luego un influjo alguno en el mundo; según las concepciones mágicas, las potencias divinas desempeñan un papel importante en los acontecimientos del mundo, pero de tal manera, que se pretende forzarlas y disponer de ellas por medio de prácticas rituales. Aun cuando todas estas concepciones fundamentadas de modo diferente, puedan llevar al error, son defendidas tácticamente, no rara vez, con convicción y compromiso.

En todo caso, podría basarse en un engaño la aparente evidencia con la que se presupone, a veces, que es claro lo que se piensa cuando se habla de Dios. Es conocido cómo Tomás para probar la existencia de Dios concluye sus cinco vías con fórmulas que suenan todas de un modo parecido, afirmando que el resultado del proceso de la argumentación de todas, es conocido por Dios (S. Th. I, 2, 3c; p.ej. «et hoc omnes intelligunt Deum»). Estas vías llegan al concepto de primer motor, que no es movido por nada, a la primera causa operante, a la causa de la necesidad, a la causa de la perfección y finalmente al gobernador del mundo.

Se da cierta diversidad en Tomás en el resultado de las cinco vías, que no puede integrarse sin más, bajo un concepto de Dios. Tomás evita así simular una intelección, y presupone como ya evidente que no podemos saber qué es Dios (quid est); con lo que la proposición de que Dios es (propositio, Deus est) no puede ser conocida por sí misma (quia nos non scimus de Deo quid est, non est nobis per se nota; S. Th. I, 2, 1). Quien quisiera definir las propiedades de Dios, podría caer, en definitiva, en la duda de si la palabra Dios, que parece poder adaptarse camaleónicamente a proposiciones de intención diferente, de individuos o de grupos, pueda decir, en general, algo racional. Tales dudas se nutren de proposiciones sumamente divergentes sobre el ser de Dios, que se expresan en confesiones diferentes sobre Dios. Estas diferencias han provocado a veces oposición entre los creyentes, cuyo desenlace han sido guerras de religión. Las enemistades que se justifican por su relación con Dios, pueden desorientar a quien busque seriamente, porque dan la impresión de que desaparece el sentido del discurso sobre Dios. Quien en nombre de Dios le rompe la cabeza a otro o instiga a creyentes en Dios a acciones agresivas, perjudica quizás más un pensamiento verdadero sobre Dios que la crítica racional que pueda oponerse con la razón. En todo caso, la diversidad del discurso sobre Dios favorece a los que dudan que incluso la pura posibilidad de expresiones inteligentes sobre el ser de Dios, la consideran críticamente.

Ante estas dificultades, se entiende la tesis de Hans Blumenberg sobre la situación de la pregunta por Dios en el hombre actual: «Si él tiene o no un Dios, es secundario, en relación con el concepto con el que puede comprenderse todavía qué signifique tener uno» (Mtpas 15). Un juicio semejante sobre las dificultades actuales en el tratamiento de la pregunta por Dios se encuentra en Robert Spaemann. Dice concretamente: «El problema no es si Dios existe, sino qué signifique esta pregunta en general y si la respuesta con el sí o no, constituye una diferencia, en general» (FBWG 54). Como individuos, grupos y naciones enteras se han aprovechado continuamente del nombre de Dios para intereses claramente egoístas, se podría caer en la sospecha, absolutamente plausible, de que la raíz de todo mal está en una funcionalización antropológica del concepto de Dios.

Evidentemente no hay que tomar esta funcionalización antropológica de Dios como si fuese, sobre todo, un logro perverso de la modernidad, la cual, por otra parte, aparece cada vez más claro que ha tenido consecuencias letales para la fe en Dios. Un dios popular, del que se espera la victoria del propio pueblo contra otro en la guerra, creándoles circunstancias ventajosas, en la economía yen las demás circunstancias de la vida, es sustituible y frecuentemente también realmente sustituido, apenas dé pruebas de ser más débil frente a un dios de un pueblo adversario, porque se le concibió precisamente funcionalmente. Relacionado con tales reflexiones escribió, por ejemplo, Agustín De civitate dei, la apología del Cristianismo ante la derrota de Roma, que los adversarios del Cristianismo veían como castigo infligido por los viejos dioses por haberse separado Roma del culto pagano (esp. CD 1).

Hay que mantener, en consecuencia, que el conocimiento y la denigración de la funcionalización de Dios en la práctica de la religión, consciente o inconsciente, es un cometido de la Filosofía y Teología que se reitera permanentemente, que se retorna de hecho frecuentemente en la historia. La necesidad de tal purificación se basa en la visión de que el hombre, ser inseguro, que únicamente puede mantenerse en la vida convirtiendo en útil su mundo en torno, tiende continuamente a la funcionalización de todo aquello de que puede disponer y que esta inclinación puede obstruir la mirada al ser absoluto de la verdad, según al análisis de las Formas del saber hecho por Scheler (vide & 3 a.). El actual diagnóstico critico citado de Spaemann, que atestigua sobre la sociedad moderna que, de modos diferentes, ya poseyó plenamente la función de Dios (FBWG 58), no está justificado, aunque no, por eso, tendria que derivarse un descrédito de la modernidad. Las funciones que en la moderna sociedad, a diferencia de otras anteriores, ocupa el trabajo en la ciencia, en la técnica y socialización, son de tal tipo que no se espera, por razones especialmente válidas, que Dios las realice. A pesar de todo, tales expectativas de Dios han sido alimentadas, sobre todo, en la historia premoderna, aunque en manera alguna únicamente en ella.

Mientras, aparecerá que el hombre, incluso cuando asume sus tareas en el mundo con todas sus fuerzas, ha de plantearse preguntas que van más allá del mundo, siempre que busque entenderse y entender su mundo. Lo que se manifiesta como un error, desde el punto de vista de la Filosofía, la prohibición, ocasionalmente hecha, de que el hombre no debía entrar en juego como punto de partida del pensamiento de Dios. La siguiente tesis de Spaemann, prescindiendo de la situación concreta del hombre en el mundo, puede expresar también algo correcto: «Si Dios existe, entonces hay que definir únicamente desde Dios lo que el hombre necesita» (FBWG 59). Esta frase tiene, evidentemente, consecuencias inaceptables en el caso en que Dios fuese concebido como un tirano sin corazón cuya voluntad se la arrogan autodesignados profetas que se presentan con exigencias autoritarias. La pregunta decisiva no reza, consecuentemente, si el hombre puede ser el punto de partida de la pregunta por Dios y del pensamiento de Dios sino cómo tenga que serlo.

Esta proposición de que, si Dios existe, hay que determinar únicamente desde Dios lo que el hombre necesita, crea dificultades ulteriores. Si se tiene en cuenta la situación del hombre y se evita una especulación abstracta, él reconoce en ella el inadvertido presupuesto de que Dios se encuentra directamente con el hombre en el mundo y le muestra claramente lo que necesita. Pero si fuese de otra manera completamente distinta y la divinidad de Dios se mostrase en el mundo únicamente mediante otras realidades, entonces el que busca sería devuelto a éstas y a sí mismo. Es seguro que Dios se malogra en cuanto se abusa de él como función para mantener y elevar la vida. Pero el hombre sigue siendo él mismo aun cuando, incapaz, quisiese asegurarse a Dios como función de sus necesidades: Una relativización funcional convertiría a Dios en nada y se escaparía como agua entre los dedos su buscada absolutez.

Las dudas suscitadas por los discursos divergentes y contradictorios sobre Dios siguen en vigor mientras se acepte el requisito de que sólo puede valer como racional lo que es comprensible de manera concreta y unívoca. Todo lo determinado ha de ser pensado incuestionablemente a partir del hombre. Quien, por tanto, pretenda poder ver el mundo con los ojos de Dios, usurpa un punto de vista desde el cual se romperá, a la vez, la cabeza en Dios. Como los que filosofan pueden pensar en Dios a partir de su situación, pero no se pueden imaginar cómo pueda ser Dios en sí mismo, existe la posibilidad de una discusión filosófica en la que se examinen los conceptos que hablan en pro o en contra del pensamiento de Dios, con tal de que al pensar en Dios se trate concretamente de un asunto propio del hombre.

Tal manera de pensar en Dios, nada tiene que ver con la funcionalización antropológica. Mientras esta funcionalización tropieza, en principio, con fronteras irremontables, un espíritu finito no puede sustraerse a la visión de que la verdad absoluta que se puede pensar formalmente, en todo caso, es mayor que la verdad que pueda concebir perfectamente en su contenido. Solamente en la automodestia del espíritu, confesada la diferencia entre la verdad condicionada cognoscible y la buscada verdad absoluta, responde él a la propia verdad finita. Solamente en ella es posible también el pensamiento filosófico de Dios.

Sólo esta visión de la propia finitud permite que no se violente el propio ser del hombre ni que se vulnere la verdad presentida de Dios. Desde la autolimitación del espíritu finito puede ser pensada la verdad infinita. Este pensar en Dios es posible, por tanto, sólo por infiniciones de contenidos del espíritu humano, pero no por definiciones de Dios, que sólo desfigurarían su infinitud 1.

1. El concepto de Infinition ha sido concebido y formulado en sí mismo; ciertamente, existe esta palabra en otros autores (p.ej. TI XIII, XV, 257s.; TU 26, 28, 410 ss.), pero con otra significación (vide & 15); una significación semejante a la que aquí se insinúa se encuentra en Wei 234.


& 4 El problema de la pregunta
por las
propiedades y por la esencia de Dios

Todo lo que el hombre encuentra en el mundo, lo conoce como aquello que, en cada caso, de alguna manera es en sus propiedades, ya sean perceptibles en un primer plano u ocultas, y que representan, más o menos, distintivos o fuerzas permanentes que se manifiestan en producciones absolutamente diferentes. Las propiedades diferencian, por tanto, algo existente de otro existente, de manera que aparece como tal cosa especial y no como algo distinto. En eso han de concebirse necesariamente las propiedades especiales, a su vez, como distintivo de la finitud de aquello a lo que están unidas. Sólo lo finito parece, por tanto, que ha de concebirse como un ser determinado.

Así el pensamiento trascendente, producido por el espíritu finito del hombre, cuando pretende concebir conceptualmente la verdad absoluta e infinita, parece un incesante caminar a tientas. Ante esto es posible renunciar, por una parte, a una actividad, realizada en su contenido, del trascender, sabiendo, por lo demás, que con esto está abierta la puerta, que el hombre por sí mismo no puede atravesar, para el advenimiento de lo inconcebible. Por otra, son posibles ensayos intelectuales que expresen la realidad que soporta el ser y la vida del hombre y del mundo. En tanto, se pueda afirmar que ya en la realización irrefleja del ser, existe una respuesta implícita a la pregunta teóricamente incontestable por algo absoluto, es con todo inevitable la pregunta de si y cómo ha de hablarse o no sobre Dios. Si se pregunta, con la necesaria sobriedad, conociendo la constitutiva ignorancia sobre la verdad infinita, entonces, las dificultades que aquí se acumulan, pueden concebirse como signo positivo de la posible presencia de lo infinito en un pensamiento finito, por tanto, no como argumento contra la afirmación de la existencia de Dios. Una realidad infinita que lo finito pudiese concebir de un modo determinado, se manifestaría, precisamente por su supuesta claridad, como cosa puramente del pensamiento, como quimera.


a) La significación equívoca del humano no-poder-conocer el ser de Dios

Dios, como explica Agustín, es mejor conocido en la ignorancia (02, 44: qui scitur melius nesciendo). La razón humana puede conocer el carácter condicionado de lo condicionado y de esta manera, a la vez indirecta y negativamente, la idea de lo absoluto como origen sin presupuesto, no puede saber, con todo, cómo pueda ser en sí mismo el mismo ser absoluto. Agustín ve con tal agudeza el peligro de malograr el fin en el hipotético saber que afirma que es mejor encontrar a Dios en el no-encontrar que no encontrarle en el encontrar (C 1, 10: non inveniendo invenire potius quam inveniendo non invenire te). Su advertencia de no aceptar precipitadamente haber encontrado a Dios, proviene de la conciencia de que Dios sobrepasa toda capacidad finita de comprensión. Aquel ser finito que creyese haber concebido, en consecuencia, a Dios, mostraría, sólo con esto, que nada ha entendido precisamente de este asunto. Quien filosofe con esta confesión de que sabe de su ignorancia respecto a lo absoluto, pero que no puede contentarse con lo condicionado y se abre, en consecuencia, a lo absoluto trascendiendo aquello que encuentra directamente, cierra el paso a los discursos burlones de los ateos. A pesar de las dificultades que parece presentar el saber de la ignorancia, hay que aferrarse a éste por mor del asunto.

Quien afirme que ha encontrado a Dios, en el ámbito del pensamiento filosófico, sitúa lo encontrado bajo un concepto de tal clase, por ejemplo, como el que afirma que Dios es la primera causa en el nexo causal cósmico (causa prima). Esta causa primera es concebida, al mismo tiempo, por ser indeducible, como causa de sí mismo (causa sui). Criticando tal concepto de Dios dice Martin Heidegger: «Dios entra en la Filosofía por una componenda que, en primer lugar, concebimos como periferia de la esencia, la diferencia de ser y ente. La diferencia constituye el plan para construir la esencia de la Metafísica. La componenda da por resultado el ser y lo atribuye como fundamento que hay que sacar-afuera, el cual fundamento mismo a partir de lo fundamentado por él necesita de la correspondiente fundamentación, es decir, de la causación por la cosa más primigenia. Esto es la causa sui. Así suena el nombre adecuado a la realidad de Dios en la Filosofía» (luD 64). Heidegger apunta, por la ruta de la periferia al centro del ser, a que la metafísica no percibe todavía la diferencia entre ser y ente y la preeminencia del ente está bloqueada. No hay que aceptar, por cierto, su diagnóstico pasando por encima toda la historia, porque el pensamiento filosófico sobre Dios no tolera, sin violencia, que se le encierre en este común denominador. Pero muestra una estructura que aparece fácticamente y que descubre sus consecuencias aniquiladoras para el concepto del verdadero Dios. Una causa primera puede ser interpretada de tal manera, en todo caso, que de sus predicados formen parte aquellos que son significativos para las cuestiones de si y hasta dónde el mundo y su acontecer sean deducibles y manejables a partir de su origen. Así el concepto sobre Dios se acercaría, de un modo extraño y comprometedor, al saber dominador, que nada tiene que ver, la mayoría de las veces, con lo infinito ya que lo finito no puede disponer de él. Pero, no está decidido si la intepretación de Heidegger define de un modo apodíctico el concepto de causa primera. Quien atribuye al concepto de causa primera (causa prima) únicamente la significación negativa de que Dios no es causado por otro o que se le puede pensar como segunda causa, no podrá sacar de él la consecuencia de la cognoscibilidad y posibilidad de dominio del mundo. Quien, con todo, sacase esta consecuencia, pondría de manifiesto, a la vez, que está operando larvadamente una estrategia para asegurarse que ni en su punto de partida ni en su meta tiene necesidad de querer saber nada sobre la pregunta por Dios.

Una tendencia a conocer que apunte a una dirección concreta, alcanza, a veces, caminos y fines que conocía el que busca no al comienzo, como posibles. A un investigador que busque la explicación causal de procesos perceptibles le puede suceder que durante su investigación se le descubra algo completamente distinto y más importante de lo que podía esperar. Podría descubrir que puede trabajar con éxito con el material existente y con sus conceptos, pero que no entiende en manera alguna en su origen la posibilidad de la existencia del material ni el fundamento de la atribución de los conceptos. Ciertamente que ha de presuponer, como material del conocimiento, el ser independiente objetivamente de lo que conoce, sin que, con todo, tenga la menor idea sobre si y durante cuánto tiempo existe. A pesar de que puede concebirse la libertad de contradicción de los conceptos como logro de la razón, es desconocido cómo llega a poder ensamblar el material de los conceptos. El éxito en la aplicación de los conceptos es, para el conocimiento, un factum imprevisible, casual e insatisfactorio.

Al investigador le podría llamar la atención, en la búsqueda de las conexiones causales, además su finalidad y belleza que le sitúan, en cierto modo, en otro carril y que le producen admiración en donde había buscado solamente explicaciones. En la admiración, se le presenta la realidad comprensible de un modo incomprensible en una luz que la hace transparente otra realidad diversa, no directamente comprensible. Apenas intenta por ese camino una definición conceptual de Dios, como arquitecto del mundo, parece que se evapora el fin apetecido de esta definición. El hombre que pretende concebir a Dios a partir de lo mundano, sufre verdaderos tormentos de Tántalo ya que puede comprender siempre la presencia de Dios únicamente en el no concebir. Por una comprensión conceptual de la realidad del mundo que penetra hacia el fundamento del suceso, se le puede abrir siempre la verdad infinita al espíritu atento a la verdad, sin comprenderla. Cómo y de qué manera penetra Dios en el pensamiento flosófico, no se puede, según esto, examinar sencilla y inequívocamente. Más bien parece que penetra a través de todas las grietas de la finitud a la vez, pero que también puede escurrirse. Estas dificultades han de esclarecerse en un ejemplo antiguo y en uno más reciente. Sea el primer ejemplo la interpretación del término Primera Substancia de Aristóteles. El segundo ejemplo informa sobre la polémica en torno a la posibilidad de un uso autosemántico de la palabra Dios en la Filsofía analítica. En ambos casos hay que considerar la equivocidad de lo que algo es, para preparar a las dificultades de un discurso suficientemente definido sobre Dios.

Si es exacto que el concepto de substancia (ousia) designa en el pensamiento griego a la vez independencia e identidad, entonces hay que seguir preguntando a qué ser o ente se le puede aplicar el sentido de ousia2. Aristóteles distinguió, como es sabido, entre primera y segunda substancia. Con la interpretación tradicional, que se remonta a Boecio, quien se apoya únicamente en las proposiciones del escrito sobre las categorías, sólo el concreto ente singular se puede tener (tode ti) como primera substancia (p.ej. Sócrates), por el contrario, el qué es (tí éstin), como segunda substancia (p.ej. hombre) 3. Aun cuando la interpretación de Boecio tuvo un amplio influjo, si se tienen en cuenta otras formulaciones de Aristóteles, es indiscutible que es insuficiente y que descuida, en consecuencia, la multiplicidad de estratos del problema propio del pensamiento aristotélico, el que informan recientes investigaciones (vide Aristo 376-389).

Aristóteles habla también, de la primera substancia, al menos, de dos maneras diferentes. Así designa incluso el qué es de una cosa como su primera substancia: (Mp Z, 1032 b 1s.). Lo que es la antítesis de la interpretación, convertida en clásica, de Boecio. Esta tesis, que se aparta de la interpretación dominante, puede justificarse a partir de los principios del Hilemorfismo, en el que el ente mundano es concebido como algo compuesto de materia (yle) y forma (morfé) (ejemplo Ani B, 412 a 5-9). En el análisis de los elementos de un compuesto hilemorfo, la forma es concebida como algo superior a la materia. En cuanto que algo independiente no puede estar en todo caso en algo que yace en el fondo se deduce en definitiva que como primera substancia como ente singular y simultáneamente como principio forma (eidos) es únicamente Dios en cuanto substancia suprema no hecha 4. La independencia, que caracteriza la substancia parece que se da ya a primera vista en el ente concreto individual que se encuentra en la experiencia sensible. Este ente finito que aparece en la percepción, aparece con todo observado más de cerca, como devenido y compuesto, por tanto, preciamente no como un individuo independiente en el sentido de una primera substancia verdadera.

Con otro ropaje se da un problema semejante en la reciente discusión en torno a los criterios de proposiciones con sentido, como se expone de una u otra forma en la Filosofa Analítica. Ahí se plantea, por ejemplo, la cuestión de si la palabra «Dios» puede o no usarse con sentido como concepto predicativo o como nombre, y si no habría que renunciar, en el caso en que ambas posibilidades crearan dificultades, al uso autosemántico de esta palabra, según el cual tiene significación

  1. Vide APS 89 (respecto al sentido de ovoLa en el Fedón de Platón).

  2. En Categorías de Asristóteles, col. 182; las segundas substancias muestran, según esta interpretación, lo que son las primeras (col. 189): «Quare quid sint primae substantiae secundae mostrant».

  3. Vide las indicaciones en Aristóteles 379. También Tomás de Aquino asumió este uso linguístico (De ente 1: «substantia prima simplex, quae Deus est»).

por sí mismo. De hecho, el uso de la palabra Dios, según los criterios de sentido de una Filosofía del Lenguaje constructivista, no se puede justificar ni como predicado ni como nombre. La palabra Dios no vale de hecho nada como predicado para objetos posibles de la experiencia como, por ejemplo, la palabra «rojo» que se puede usar y que puede atribuirse posiblemente al color de las hojas de una flor. Exactamente igual parece imposible justificar el uso de la palabra Dios como nombre si no nos es conocida la realidad a la que se refiere este nombre propio y que con él la puede nombrará.

Por esta razón, propuso Friedrich Kambartel llamar pagano al uso de la palabra Dios como predicado y como nombre y preferir un uso puramente sistemático de esta palabra. En consecuencia Dios no ha de dejar de ser tema del pensamiento como realidad para sí mismo. Cuando se habla de Dios ha de hacerse, sin embargo, únicamente con expresiones compuestas como p.ej.: «Vivir en Dios». La expresión Vivir en Dios parece que tiene necesidad con todo de una intepretación como la misma palabra Dios. En todo caso, Friedrich Kambartel presenta, adicionalmente, una definición interpretativa que introduce como propuesta para una significación sistemática conveniente de la palabra Dios. Define la vida en Dios como «vida en la fe con la esperanza de alcanzar la paz» 6. El que se puede tener en cuenta como realmente más claro un uso lingüístico synsemántico frente al autosemántico, hay que ponerlo en duda, además de que el uso synsemántico de la palabra Dios en la fórmula «Vivir en Dios», no habla claramente por sí misma, sino que necesita, en primer término, de una definición de sentido reducido, que su autor sostiene como inteligible lingüístico-filosóficamente.

Podría preguntarse además, por el contrario, retorciendo este proceso, si todas las significaciones que pueden expresarse en el uso linguístico autosemántico de un modo supuestamente unívoco no requeriria propiamente de un discurso complementario. Por medio de un discurso inequívoco, se oculta concretamente el que en manera alguna es evidente que existan hombres en el mundo y que ellos encuentran cosas en este mundo que entusiasman por su belleza, por ejemplo, la rosa a la que se puede atribuir el color rojo. Quien esto advierta, puede decir algo complementario respecto a lo que puede decir unívocamente sobre las cosas. Este discurso adicional eliminaría de las cosas su aparente evidencia y haría rastreable un fuego invisibe que parece arder secretamente en las cosas y que hace posible, ante todo, que sean. No se pretende con

  1. Vide LP 105s., 126; la diferencia entre nombre propio y nombre común consiste en «que los nombres propios pueden nombrar cada vez un objeto, siempre exactamente, mientras que los predicados pueden ser atribuidos a muchos objetos» (32).

  2. Vide Th-135; en una definición reducida respectiva y antropológicamente se interpretan las expresiones Gracia, Viernes Santo, resurrección, testimonio, confesión, proclamación y consuelo. Así se llamarán atinadamente efectos benéficos de la fe en Dios, pero se le sustrae a estafe simultáneamente el fundamento radical.

esta indicación apoyar ninguna mixtificación; hay que aludir, con todo, a la ininteligibilidad del hecho de la existencia y del ser de la cosas en el mundo y del ser del mundo en general, lo que es un positivo impulso para el pensamiento esencialmente trascendente de la Filosofía.

Aunque se describieron aquí, sólo con pocos rasgos, la problemática sobre la substancia en la Filosofía aristotélica y el modo de proceder de la Filosofía analítica, la consecuencia es que –independientemente de la controvertida discusión que se da en ambos campos– al menos el resultado de la pregunta qué es algo, puede desplegarse desde horizontes de clase diferente. En todos estos horizontes actúan predecisiones, se advierta o no se advierta. La Filosofía tiene como misión reflexionar sobre estas predecisiones que permanecen normalmente incuestionadas. Se le exige, por tanto, a la Filosofía que mencione expresamente, qué predecisiones hay que encontrar. Tomamos como formal definición de predecisión en lo que sigue el principio de que respecto a la pregunta por Dios hay que preferir la decisión que corresponda tanto a la situación verdadera del hombre con sus oportunidades y sus necesidades como también la que haga patente el fin del pensamiento que trasciende el mundo en su buscada divinidad.

El humano no-poder-saber en torno al ser de Dios aparece no sólo o, sobre todo, como resultado de una carencia, aunque puede experimentarse como tal, al menos, en un primer plano, tanto por el creyente como por el que duda. Como el no-poder-saber desenraíza al hombre del contexto total cerrado que descansa en sí, puede concebirse también positivamente, es decir, como lo que hace posible el propio ser finito del hombre y simultáneamente como expresión real de la soberana libertad de Dios. Apenas alguien pudiese hablar de modo definido de lo infinito, en ese preciso momento o sería transformada su propia finitud por la infinitud de Dios, o la infinitud de Dios estaría al alcance de la mano del hombre. Únicamente abandonando la usurpada afirmación de un saber en relación con la verdad absoluta del mundo, puede un hombre finito realizar, en consecuencia, su vida pensado y creyendo en el Dios infinito.

Cuanto más penetren el amor y la confianza en la relación entre los hombres tanto menos se caracterizará su mutua conducta por el cálculo y la transacción. Cuanto más se abandone alguien a otro en el amor, tanto menos querrá prejuzgar de un modo concreto su ser; más bien se abrirá lleno de confianza al ser del amado, que hace que desde sí se le abra a éste. Sólo reservando juicios precedentes y abriéndose al ser propio del otro son posibles, en el trato con la persona amada, la paciencia y la pelea, la satisfacción y la renuncia. El no-poder-saber del ser siempre especial del hombre es el signo de su libertad, que sólo puede desarrollarse si es respetada. Quien pretendiese, por tanto, conocer el ser de Dios, a quien se le puede denegar por lo menos, la libertad, éste no conocería precisamente el ser de Dios, sino un producto de su imaginación.

La ignorancia, que hay que confesar, presenta un inevitable terreno de ataque a toda polémica orientada contra el pensamiento de Dios. Aquí se puede unir, en su punto supremo, la sospecha de carencia de sentido positivista contra la Metafísica, como sistema libre de contradicción, lo que, en cierta medida, no mueve ruedecita alguna en el reloj del mundo. Esta impugnabilidad del pensamiento filosófico sobre Dios tiene al menos dos caras. Por una parte, nadie que busque, no necesita apartarse del camino de su pensamiento trascendente hacia Dios. La reflexión posterior del saber de la ignorancia que se interroga a sí mismo críticamente sobre un pensamiento sobre Dios, aparece precisamente como el único camino posible de una comprensión que no entiende lo infinito por lo finito. En cuanto todo lo que pueda concebir un espíritu humano finito no es, en todo caso, lo infinito, es necesario renunciar a los conceptos corrientes y de otro modo que por la definición hacer realizable en lo posible racionalmente un, por así decir, concepto de Dios, en torno al contenido del que se trata en la pregunta por Dios. Esto va a ser investigado en lo que sigue.


b) La necesaria seguridad en la pregunta por lo infinito

En las reflexiones filosóficas sólo se puede pensar en la verdad infinita a partir del hombre; con todo, hay que preguntar, de qué modo haya que hacer esto y si lo infinito que ahí aparece puede ser tenido como verdad, a la que designar, en primer lugar, con el nombre de Dios. Parece que la situación sea un callejón sin salida: quien conciba el concepto de Dios de un modo determinado, hace a Dios finito, no habla, por tanto, en manera alguna de lo infinito; pero quien pretenda hablar de él de un modo indeterminado, malogra el fin igualmente; o pone inadvertidamente debajo de lo que dice una significación determinada o manifiesta, posiblemente con gran carga emocional, algo completamente indeterminado en su contenido, por ejemplo, como en la poesía de Christian Morgenstern Das grosse Lalula7.

Del hecho de que se vea que es necesario que el pensamiento que trasciende los límites del mundo, nace una doble máxima. Por una parte, la indeterminación del resultado se tomará como un signo significativo de todo lenguaje sobre lo infinito, adecuado al hombre finito; pero, por otra, usará el lenguaje sobre Dios, de

7. Werke 1, 16; la primera estrofa de esta poesía provista de signos de pregunta, signos de exclamación y dobles puntos reza: [Nota del trad.: se trata de un puro juego de letras sin significado alguno]:

Kroklokwafzi? Sememeni!
Seiokronto-prafliplo:
Bifzi, bafzi, hulalemi;
quasti basti bo...
Lalu lalu lalu lalu la!

tal manera, que las direcciones del trascender tengan la certidumbre necesaria y que ni perjudiquen el ser propio finito del hombre, ni depraven la soberanía absoluta del Dios infinito. La primera objeción importante posible contra el pensamiento filosófico sobre Dios, se refiere a la inseguridad inevitable del lenguaje sobre Dios, y que conduce a una noche, en la que todos los gatos son pardos. Esta consecuencia, cree Hegel verla en la proposición: en lo absoluto A=A, todo es uno, porque esta proposición se opone al conocimiento que distingue y cumplido o que busca y exige cumplimiento y que, por esta razón, tenga que conceptuarse como el candor del vacío en el conocimiento (PhdG 19). Una segunda objeción importante subordina el discurso sobre Dios a que diga sólo algo que ya ha sido dicho en el mundo de otra manera, más o menos como en la frase de que el mundo es en verdad cinco veces mayor de lo que parece (vide FBWG 54). En un caso, parece que se le ha sustraído al pensamiento la necesaria seguridad, en el otro, parece, por el contrario, que no hay absolutamente ya más distinción real entre la afirmación y la negación de la existencia Dios, a no ser una percepción sentimental subjetiva del mundo, que, con la aceptación de la existencia de Dios, espolvorea un poco de azúcar, para hacernoslo algo más apetitoso.

A la primera objección, se le puede oponer la prueba de que la renuncia a concebir a Dios nada tiene en común con intentos que quieren lograr, por caminos irracionales, en exaltaciones nebulosas, la certeza aparente que no fue posible por el camino del concepto. No es suficiente «la intención de mantenerse alejado del concepto y de la necesidad», «como de la reflexión que únicamente habita en la finitud» (PhdG 15). La renuncia consciente a aceptar que se pueda hablar de Dios conceptualmente, puede concebirse más bien como el primer intento de aproximación infiniente a un lenguaje de acuerdo con la realidad sobre Dios. La inaccesibilidad de Dios al pensamiento conceptual, fue mejor ilustrado, no en el ejemplo de Hegel de la noche que todo lo iguala sino en el conocido ejemplo que nos llega desde Platón de la luz, que hace posible ver todo lo que ve el ojo humano, pero que es en sí misma inaccesible por su superclaridad como la del sol y que sólo puede explicarse por metáforas (Politeia 505a ss.).

El pensamiento sobre Dios tiene absolutamente necesidad, con todo, de momentos conceptuales en el sentido sólo en que se entiende lo conceptuable como fundamento de la ruptura de los límites de su contenido hacia lo inconcebible. Por ejemplo, se puede ver que la causalidad de la naturaleza, por la que Ios procesos de la naturaleza, necesarios y calculables, son algo casual, porque la causalidad de la naturaleza ha de concebirse como causalidad derivada, no como primigenia ni transparente en sí misma. Ya sólo por eso puede producir también la homogeneidad del curso de la naturaleza. Mientras las causas de la naturaleza actúen con necesidad mecánica sin discreción, aparecen simultáneamente como ciegas contra sí mismas, contra su contenido y contra su posible sentido.

Si se pretende oponer a la segunda objeción, parece que la situación argumentativa es más difícil, ya que hay que partir de que se puede pensar en Dios únicamente sin que se le pueda convertir en objeto de la investigación científica. Según esto, parece que, de hecho, se presenta el caso de que, a pesar de todo el esfuerzo por hablar de Dios, se habla continuamente sólo de otras cosas. Esto puede suceder cuando se tiene la intención de hablar categóricamente del Dios infinito; pero este lenguaje no cuenta, en defintiva, con ninguna posibilidad de lograr lo que pretende. No puede ser fácilmente anulada frente a dudas pertinaces la sospecha, en todo caso, de que por medio de referencias indirectas no se alcance inequívocamente lo que se pretende el pensamiento de Dios.

Parece que Wittgenstein elimina la base a todo el pensamiento trascendente. Dice: «Una respuesta que no se puede expresar, no puede tampoco expresar la pregunta. El enigma no existe. Si se puede plantear en general una pregunta, entonces puede también ser contestada» (TLP 6, 5). Contra esto hay que tener en cuenta si no es que el hombre se experimenta a sí mismo como pregunta que él mismo no puede contestar. En el caso de que hubiese una respuesta, tendría que venir de otro lado. En todo caso la afirmación de Wittgenstein de permanecer en la inmanecia, no pretende degradar la verdad trascendente, buscada en la Filosofía. Concretamente lo explica así: «El método conecto de la Filosofía sería propiamente éste: No decir nada más que lo que se puede decir, por tanto, frases de la Ciencia de la naturaleza –algo, por tanto, que nada tiene que ver con la Filosofía–, y luego siempre que otro quisiese decir algo metafisico, darle a entender que no ha dado significación alguna a ciertos signos de sus frases» (TLP 6, 53).

De todos modos, con Wittgenstein se puede apelar a la contingencia de los fenómenos en el mundo y exponer la proposición, cargada de razones, de que la existencia fáctica del mundo hay que concebirla a partir del mundo como contingente. Esta conciencia remite, según Wittgenstein, a algo místico (TLP 6, 44). La seguridad, cotidianamente aceptada, del conocimiento científico objetivo se evapora apenas la percepción deje de encontrar algo que valga como objeto para el conocimiento. Por eso dice Agustín en el análisis del tiempo en las Confesiones que él no sabría que no habría pasado, si nada pasase, que no habría futuro si nada se acercase, y que igualmente que no habría presente, si nada hubiese presente (C 11, 17). Para que, en consecuencia, algo puede ser tenido por existente en general, ha de darse primero algo que percibir para el que percibe. También el saber dominador, del que se enorgullecen a veces los hombres no rara vez sin razón, aparece, como un conocimiento que flota sobre el precipicio. El precipicio pone en claro que la supuesta seguridad del saber dominador necesita todavía de otro fundamento, ya que él mismo no se puede asegurar absolutamente.

También Kant vio el camino natural de la razón humana de un modo semejante, a pesar de que era consciente de que «no se sostiene cada una en lo mismo». Según Kant, nuestra razón comienza «no por conceptos, sino por la experiencia común y pone como cimiento, por tanto, algo existente». Cuando la razón humana comienza a elaborar este suelo aparece que su búsqueda no puede permanecer en el ámbito de la experiencia. Por eso continúa Kant: «Pero este suelo se hunde sino descansa sobre las rocas inconmovibles de lo absolutamente necesario. Pero esto mismo flota sin apoyos cuando fuera y debajo de él hay espacio vacío, y él mismo no lo llena todo y, por tanto, no deja lugar alguno para el porqué, es decir, en realidad, es infinito» (KrV B 612). Ninguna consideración de lo naturalmente dado puede aquietar la razón, sino que la lleva, en el caso en que se mantenga en su curso natural, al pensamiento de un infinito, por el que es referida al pensamiento de Dios.

En consecuencia dice Kant sobre qué fenómenos sean algo dado: «Pues la existencia de los fenómenos, no fundamentada en sí misma en manera alguna, sino que siempre está condicionada, nos exige mirar en torno hacia algo diferente de todos los fenómenos, por consiguiente, a un objeto inteligible, en el que cese la contingencia» (KrV B 594). Aunque este abismo no ofrezca punto alguno de apoyo a una mirada que busca conocimientos objetivos al modo del saber dominador, permite con todo una visión de la abismalidad del conocimiento humano, cuyas determinaciones pueden seguirse de ahí en adelante.

De qué modo, a partir de determinaciones del espíritu finito humano, se tienda el comienzo de un puente hacia lo infinito, del que algo puede leerse, que pueda ponerse en relación con el ser de Dios, se va a investigar, en su contenido, en los dos apartados siguientes. Está claro, por las consideraciones hasta ahora hechas, que el ser de Dios hay que pensarlo de manera que sirva como punto de partida de las argumentaciones en pro de su existencia, es una ilimitación de todo lo conceptual con la conciencia de la automodestia del pensamiento. La certeza de que pueda pensarse en el ser de Dios, proviene de la finitud percibida en su contingencia. La certeza de las definiciones aducidas en pro de la existencia de Dios, les viene, por tanto, de las preguntas del preguntante; son, a la vez, destilados de su gesto de pregunta. El gesto de la pregunta se mueve en el ámbito de lo finito, pero vive, sin embargo, solamente de su punto de referencia infinito e innombrable.

Según esto, las llamadas propiedades de Dios tienen un doble origen. Designan, por una parte, la negación de toda forma de definición y así se conciben como infiniciones de definiciones finitas. La necesidad de tales infiniciones no puede proceder, con todo, solamente de la negación de la finitud de lo que existe en el mundo; necesitan, adicionalmente, para ser conocidas, más bien de la anterior conciencia de un incondicionado, concebido, a la vez, como infinito. Las infiniciones parece que necesitan lógicamente de una atracción infinita que permita a lo finito sobrepasarse primero en el pensamiento.

Hay que mencionar algunos de Ios conceptos en cuestión que expresan la necesidad de esta fuerza de atracción. Aristóteles explica el origen del movimiento como atracción de lo sumamente perfecto que mueve como algo amado (Mp L, 1072b 4s). Según Descartes, la pregunta sobre cómo pueda aparecer en lo finito la conciencia de lo infinito, lleva a una prueba de la existencia de Dios. Admite que algo no puede proceder de la nada y algo perfecto no puede provenir de algo menos perfecto: «Hinc autem sequitur nec posse aliquid a nihilo fieri, nec etiam id, quod magis perfectum est... ab eo quod minus» (MPP III, 14). Si aparece en el espíritu finito del hombre el pensamiento de una perfección suma, no puede proceder de él, ha de ser producido, por tanto, de una substancia existente infinita (MPP 1H, 22). Digamos con Hegel que lo absoluto no podría ser concebido por lo finito «si no estuviese en y por sí ya en nosotros y quisiese estarlo» (PhdG 69). Este fuego de la fuerza de atracción de lo divino parece, a veces, seguir ardiendo incluso en las negaciones. Por ejemplo Ludwig Feuerbach se mueve por el pensamiento de reducir la Teología, no solamente a Antropología, sino también, viceversa, de divinizar el ser del hombre (WC 20; además & 10b).

Esta superación, doblemente fundada, de la finitud es existencialmente constatable especialmente ante la muerte. Si todo fuese finito y no existiese la realidad de lo infinito, la muerte sería únicamente un factum, ocioso para el hombre meditar sobre ello. Probablemente el hombre, como los animales, no podría convertir la muerte y la floreciente cultura en torno a la muerte en objeto de su reflexión. La percepción de la negatividad de la muerte presupone, al menos, un ser mental más allá de la muerte. Un raro deseo de lo infinito hace experimentable, ante todo, la finitud de lo finito. Sólo la presencia de lo infinito, la infinición de contenidos del espíritu finito, hace posible de un modo indeducible una visión de la finitud, una auto-definición del espíritu finito en el autoconocimiento.


c) Dificultades de nombrar el ser de Dios en la transición al pensamiento infinidor

En la reflexión sobre qué posiciones son posibles respeto a la pregunta por el ser de Dios, se pueden investigar las propiedades que tradicionalmente son atribuidas a Dios; pero hay que tener en cuenta también los ensayos o de reducir las propiedades de Dios a una propiedad única esencial o incluso de afirmar absolutamente la carencia absoluta de propiedades en Dios. Quien cree que puede nombrar propiedades puede ensayarlo por la vía de afirmaciones positivas, puede elegir la vía de la negación de definiciones finitas y, finalmente, trazar el camino de la ascensión de conceptos, que son pensables en tal ascensión, pero a los que nada real les puede responder en el mundo 8.

8. Estas vías son conocidas desde la Escolástica como via affirmativa, via negativa y via eminentiae; vide B/W 141 (con not. 24,158s.).

El ensayo de definir el ser de Dios por una propiedad fundamental o de tomar lo absoluto como carente de propiedades, se puede sostener desde intenciones completamente diferentes. Por una parte, puede tener el ensayo como meta mostrar la radical alteridad de Dios frente a todo lo diverso definible en sus cualidades dentro del mundo. De acuerdo con este propósito únicamente se podría hablar de él por determinaciones negativas, según las cuales, por ejemplo se le concibe como el infinito, el totalmente otro, el absolutamente único o el inmutable. El lenguaje sobre el infinito expresa la oposición a lo finito y limitado en general, el lenguaje sobre lo totalmente otro, la oposición a todas las posibilidades penables de la realidad mundana, el lenguaje sobre el Uno e Inmutable acentúa, por el contrario, la oposición a las fracturas internas y externas que hacen que el ser mundano esté determinado por su patente fragmentación, desgarro y temporalidad.

Pero el ensayo de reducción puede tener también como fin, atribuirle como finalidad al absoluto las necesidades del hombre. El peligro de degradación de Dios a puro medio para el logro de fines humanos, puede darse en la interpretación de Dios como puro fundamento del mundo, como se expuso en el Deísmo. Los deísmos parecen interpretar la naturaleza en conjunto solamente en sí como base sólida de la existencia humana en el mundo. Dios es necesario únicamente como garante anónimo de esta solidez. Heidegger interpreta la metafísica occidental, en conjunto, en la línea de una tal finalización. Así la metafísica es para ella combinación de una subjetividad humana que busca alcanzar con su conocimiento el origen absoluto junto con el dominio sobre todo. Esta interpretación es un reto a la Metafísica y, en todo caso, posee fuerza purificadora. Heidegger lo ha desarrrollado en la interpretación de Platón y Nietzsche, ante todo, (p.ej. PLW, HW,1V). Su, a veces, poderosa construcción de la historia, puede ser relativizada, sin perjuicio de su posible función catártica, considerando la Teología filosófica de Platón. Sobre si existe, en general, un tal ser general homogéneo de la Metafi'sica y de si está determinado en su motivo central por la tendencia al predominio de la subjetividad, no es necesario decidirlo aquí. Sea como sea, es seguro que un pensamiento sobre Dios dominado por la voluntad de poder, sería una blasfemia contra Dios. En este sentido Heidegger se pronuncia críticamente contra el concepto de Dios como valor supremo: «El último golpe contra Dios y contra el mundo suprasensible consiste en que Dios, el ser del ser, es degradado a valor supremo». Este concepto, visto desde la fe es blasfemia contra Dios simplemente (IIW 259s.). Por este motivo habla Heidegger, en otro lugar, de que el pensamiento ateo está más cerca del Dios divino, porque para él es más libre, de lo que la Onto-Teo-Lógica quisiera confesar (luD 65).

Los esfuerzos del racionalismo moderno por desarrollar la verdad del mundo en sistemas de la Metafísica con el esfuerzo del espíritu humano, encontraron pronto un contradictor en el que la finita subjetividad del hombre posee ciertamente su derecho limitado, pero sin ser excesivo, ni aparentar un saber absoluto de lo absoluto. En este sentido hay que entender la eliminación del saber crítico de Kant, que abre, por consecuencia interna, un espacio a la fe (KrV B XXX). La razón humana, en el limitado campo del conocimiento experiencial, «se constituye en juez, que necesita de testigos para contestar a las preguntas que él les propone» (KrV B XIII). Pero el conocimiento calificativo, con todo, fracasa ya en relación con el desconocido presupueto en los fenómenos, si se le considera cómo sea en sí mismo (como la llamada cosa en sí; vide KrV B XXVIs.), y sobre todo en relación con Dios. En estas preguntas, el hombre no puede desempeñar ya el papel de Juez constituido; más bien se convierte aquí en el destinatario de preguntas incontestables (KrV A VII), que puede plantear pero que sólo puede responder por la fe. La exigencia de que Dios debería ser pensado en su contenido inequívocamente si se quisiera probar su existencia, tiene el fallo de nacimiento de que el cumplimiento de esta exigencia echa a perder, por el contrario, de antemano, la posibilidad de lograr el fin apetecido. Según esto, la afirmación aparentemente paradójica que es mejor saber de Dios en la ignorancia, encuentra su justificación racional en la peculiaridad del fin de la pregunta.

Existen igualmente tradiciones firmes que atribuyen a Dios ciertas propiedades sin que quede claro de qué fuentes proceden. En primer lugar, pueden aducirse como propiedades esenciales de Dios la omnipotencia, la suma bondad y la autosuficiencia. Estas propiedades representan claramente la directa transformación de positivos rasgos del ser del hombre en infinitos; ellos rompen los límites de la finitud en el poder, en la carencia de bondad y en toda necesidad humana, en general, y especialmente la dependencia de otras personas 9. Estas propiedades pueden concebirse, en consecuencia, como infiniciones de definiciones del ser finito del hombre. Si Dios no fuese omnipotente no podría dirigirse a él la esperanza del hombre, si no fuese sumamente bueno parecería entonces como un déspota despreciable, si no fuese autosuficiente carecería de la perfección del ser, que promete al hombre el deseado cumplimiento de su aspiración. Ni la carencia relativa ni la total falta de perfecciones en lo finito podrían ser, con todo, la fuente primigenia de la que brotase el pensamiento de la perfección infinita, que siempre es pensada simultáneamente en todas las afirmaciones en relación con Dios.

De Dios se piensa esencialmente la perfección suma. Esta perfección solamente se puede ser pensada, de un modo determinado, en su contenido sólo a partir de realidades imperfectas, que carecen de la absluta perfección. Cierta-

9. La autosuficiencia de Dios puede concebirse de manera que existe en Dios mismo vida personal. El pensamiento de una vitalidad interior a Dios ha llevado continuamente la Filosofía, desde el Neoplatonismo hasta el Idealismo alemán, a la elaboración especulativa de la doctrina de la Trinidad.

mente existe la relativa perfección de realidades imperfectas; pero las carencias muestran que la perfección de lo finito es algo deficiente. Ya el concepto de perfección contiene un motivo trascendente, la indicación a una señal formal, a veces a una propiedad de Dios. Tomás toma la realidad finita, en cuanto tiende a la perfección, como trasfondo de su cuarta vía para probar la existencia de Dios (S. Th. I, 2, 3c). Hay que concebir, en todo caso, a Dios como la perfección absoluta (perfectio perfectionum).

Todavía resta preguntar qué es lo que puede concebirse como perfección finita, imperfecta, que hay que infinir hacia Dios, cómo hay que proceder en la infinición y cómo hay que valorar el resultado de la infinición. Las dos dificultades, que yacen en el fondo de estas tres preguntas, provienen, por una parte, de que pueden ser infinidas realidades absolutamente opuestas en su contenido, por otra, de que estas aceptadas definiciones han de ser referidas a la realidad del mundo y han de ser examinadas en su fuerza afirmativa.

En relación a la mencionada primera pregunta surge el problema de por qué no puede ser infinida la maldad de lo finito. Está claro que la desesperación a la que puede sucumbir alguien ante las experiencia de una terrible desgracia, lo arrastra a la inanidad infinita simultáneamente a todo, de la misma manera que las experiencias de belleza gratificante convierten el mundo, en cierta medida, en claro y sano. El hombre, en la experiencia de la realidad concreta, está ya siempre claramente con sus pensamientos en su significación infinita. El hombre posee también la capacidad de la infinición de lo malo; esto encuentra, por ejemplo, su realización en el pesimismo, en el nihilismo o en la tesis de la absurdidad de la existencia. Aun cuando es absolutamente posible, por tanto, infinir lo malo, es claro, con todo, que tal cosa infinita no habría que llamarla Dios. Solamente hay que aceptar lo infinito como Dios si le incumbe la perfección infinita. Con qué seguridad puede ser conocido o creído que exista un tal Dios, es una pregunta que se tratará más tarde; quede aquí en firme únicamente que en la concepción del ser de Dios, no se puede infinir lo malo. Quien atribuya a Dios algo malo infinito, no habla de Dios, sino que da a entender más bien que no cree en la realidad y eficiencia del Dios inconcebible.

Respeto a la segunda pregunta hay que investigar cómo se puede lograr el que por medio de la infinicion no se toque la existencia de lo infinido. En lo finito, si es que Ludwig Feuerbach lo vio correctamente, la finitud de las definiciones es simultáneamente indicativa de existencia de cada uno (vide WC 35 y 50; además & 10b.). Aquí hay que preguntar si la finitud de definiciones puede considerarse también como criterio válido de la existencia de lo infinito. En esto aparece que una infinitud concebida a la vez puramente a partir de lo finito, sería igualmente una mala infinitud, una infinitud a la que todavía le seguiría estando adherida la imperfección de lo finito. Lo finito no puede definirse a la vez por perfecciones contrarias. En infiniciones orientadas al ser de Dios, no puede alcanzarse la infinitud por la suma infinita de finitos, sino únicamente convirtiendo en infinito lo finito desde dentro. La infinición tiende a una perfección, que el hombre puede esperar en el mundo de un modo indeterminado, pero que no la puede ni pensar en su contenido ni mucho menos realizar.

Así es comprensible la respuesta a la tercera pregunta, ya que las infiniciones son ilimitaciones concebidas a partir de lo finito hacia lo infinito, por tanto, no son determinaciones de lo infinito en sí mismo. La perfección se encuentra en los hombres, hasta donde sea posible en el mundo, de modo finito, sobre todo, en la lograda realización de una ejecución del ser libre en todos los aspectos, lo que hay que admitir a fortiori en Dios. En la infinición de perfecciones finitas se ha de estar dispuesto en consecuencia, de antemano, a la libertad indisponible de lo infinito, que no es determinable a partir de lo finito. Las infiniciones abren lo finito y al espíritu finito a lo infinito, pero reflejan en su resultado únicamente realidades finitas.

En último término hay que tener en cuenta todavía las dos dificultades que yacen en el fondo de las tres dichas preguntas. La primera dificultad consiste en que definiciones opuestas se ponen como fundamento de las infiniciones, por tanto, definiciones que parecen amenazar con la contradicción interna la posibilidad del pensamiento de Dios. Esta dificultad se podría intentar resolver con el concepto de la coincidencia de los opuestos en lo infinito (coincidentia oppositorum). En la coincidentia oppositorum formuló el Cusano un concepto que expresa conceptualmente un procedimiento practicado durante mucho tiempo en la Filosofía 10. En el pensamiento de Dios están unidas definiciones, que, al menos en lo finito, se contradicen entre sí, por ejemplo, vitalidad e inmutabilidad, movimiento y reposo, instantaneidad y supratemporalidad. Cómo se puede concebir la coincidencia de los opuestos en lo infinito, lo explica el Cusano con imágenes de la Geometría y de la Física; así la línea del círculo infinito coincide con la recta (DI I, 11, 29); el movimiento infinito de una peonza manifiesta simultáneamente su reposo (Pos 19). El rechazo, bíblicamente fundado, del discurso sobre la inmutabilidad de Dios puede que no esté injustificado en principio (vide UG). El cual no se refiere a la intención de los que piensan filosóficamente en Dios. En todo caso Platón habló también expresamente de la imprevisibilidad de la actuación divina. En tanto Dios, como dijo Platón, actúa inesperadamente y, como dijo Aristóteles, es concebido como vida suma, no puede ser inmutable según el modo finito de concebir; una

10. Aristóteles interpretó el primer motor inmóvil (neweov xivovv áxwrhov) como realidad y como suma y eterna vida, vide Mp 1, 1072 a 20-1073 a 36. Respecto al Cusano vide & 14 b.

interpretación del pensamiento platónico y aristotélico, como Ontología dogmático-metafísica, necesita de corrección (vide & 11).

La otra dificultad procede de atribuir a la realidad del mundo fácticamente existente propiedades que se afirman de Dios. Así se puede preguntar, frente a los sufrimientos terribles que se dan en el mundo si «una divinidad omnipotente es sumamente buena (en su dirección del mundo, solamente la podamos concebir así) o es totalmente ininteligible» 11. Ya antes de la problemática de la Teodicea, que todavía hay que estudiar, hay que hacer notar que la inteligibilidad es una categoría personal, que está en relación con propósitos secretos y con la indisponible libertad de lo opuesto. Inteligibilidad es siempre un asunto de confianza o de desconfianza, no de compatibilidad lógica de atributos. No se puede eliminar el atributo de la inteligibilidad de Dios, no hay que esperarlo en todo caso. Pero hay que tener en cuenta que la inteligibilidad de acciones de personas queridas sólo puede ser creída y han de ser creídas, sino ha de sufrir detrimento el amor.