& 3 Poder afirmativo del pensamiento
que trasciende en la pregunta
filosófica por Dios


Los momentos esbozado sobre la situación del hombre tenían como contenido la imposibilidad de una autocomprensión y realización de la vida perfecta y la necesidad del trascender. Incitan a una libre toma de posición ante esta situación ambigua que suscita la pregunta por Dios. La toma de posición inevitable, en la doble dirección, corre el peligro de encubrir los fenómenos. En primer lugar, se puede asumir el hecho pero sin percibir en él una referencia a una perfección completamente diferente en el más allá. En segundo lugar, se pueden mal interpretar y afirmar los fenómenos que se refieren a la captación de las cosas divinas de manera que el pensamiento que persevera en el preguntar, osa demasiado poco. De este modo la carencia de autocomprensión y realización de la vida han de compensar y superar las experiencias que llevan a la superación de lo finito por el saber absoluto. Frente a ambas posibilidades de univocación que oculta la situación humana está el pensamiento trascendente, que se sabe en la cuestionabilidad.

De todos modos hay que conceder que no se ha introducido el nombre de Dios en la ruta del pensamiento recorrido hasta ahora. En donde ya se ha hablado de Dios, hay que tomarlo como anticipo que necesita de una explicación ulterior y que ha de continuarse ulteriormente en la secuencia de las preguntas por el ser de Dios. Pero quien creyese que el movimiento de la trascendencia del espíritu humano hacia una poderosa realidad desconocida hubiese que eliminarla por un propósito fundamentalmente ilustrado, dice más de lo que puede el hombre. Contra las objeciones que provienen de partes opuestas hay que mostrar, por tanto, que la situación del hombre exige plantear preguntas que apuntan a la trascendencia. Son adversarios los negadores ilustrados de Dios, luego los que huyen indiferentes de la cuestión de Dios y finalmente los supuestamente sabedores de Dios. Nietzsche no tenía razón, en manera alguna, cuando llamaba a Dios respuesta de puño grosero, como la prohibición de puño grosero: ¡no tenéis que pensar! (EH; KSA 6, 279). Por tanto, es necesario plantearse pensar la cuestionabilidad del todo, la cual, contra la concepción nietzscheana, no se encubre sino que se abre por el pensamiento de Dios.

Según esto hay que combatir especialmente las posiciones que coinciden en que poseen un saber supuestamente superior, aunque también contrario en el contenido. En lo que sigue hay que determinar más exactamente la constitución natural metafísica del hombre, que le hace preguntar en dirección a la trascendencia. Aunque se dijese con Kant que el país de la verdad, en el sentido de una verdad como la que el hombre puede conocer objetivamente en el mundo, sea una pura isla, envuelta por el caos, el saber en tomo a los límites del conocimiento humano no lleva entonces a tomar con indiferencia lo incognoscible, al océano tormentoso, que envuelve la isla37.

La investigación de la identidad del que pregunta, que conducía a los primeros indicios de la disposición metafísica natural, presenta lo que hay que preguntar puramente en una forma vacía, segura para el camino ulterior, pero no ofrece una indicación inequívoca del contenido de la verdad buscada. Este contenido buscado con la pregunta por Dios aparece en sus contornos en las experiencias que trascienden la inmanencia, pero sin que sea posible afirmarlo definitivamente porque está únicamente presente en vivencias huidizas, de contactos llenos de presentimiento o de su ausencia. Si se quiere superar el vacío que se produce en la comprensión de uno mismo y en la realización de la vida, habría que relacionarlos con contenidos como los que aparecen en las experiencia de la admiración y del temor.

El pobre contenido de un autoconocimiento, libre de dudas, que se va a elaborar, hay que relacionarlo, lógicamente, con la consumación de lo bello manifestado en raros y fugaces momentos. Igualmente hay que relacionar las posibilidades limitadas de una realización lograda de la vida con la experiencia que hace posible la vida humana de un ser querido, en el que el mundo aparece claro y santo. Las experiencias de desgracias que perturban esta experiencia fundamental obligan a ver que la deseada felicidad no se encontrará, en todo caso, en este mundo en el que existen tan innumerables y terribles males. La solución al problema planteado se va a buscar en la interpretación de la disposición natural metafísica del hombre, siguiendo el hilo conductor de las preguntas por la verdad, por la libertad y por la finitud. La fugacidad de lo temporal se concibe como fin formal de la realización del ser humano por medio del conocimiento y acción. Respecto a este fin, puede el hombre conocer alguna verdad innegable, pero en sí, finita; de la misma manera es finita la libertad humana, ya que es capaz de mal uso y no puede realizar de manera perfecta el bien que puede querer. La finitud de la verdad y de la libertad, alcanzables en el mundo, son expresión de la natural disposición metafísica del hombre ya que ambas realidades tienden

37. KrV B 294s.; Kant quiere mostrar en este fragmento en primer lugar «que los puros conceptos de la inteligencia nunca pueden ser de uso trascendental, sino siempre únicamente empírico» (303). La Ontología, como doctrina sistemática, ha de ser sustituida, en consecuencia, por una Analítica de la inteligencia. Aunque la Posibilidad real de las cosas en sí mismas no pueden ser conocidas y el concepto de cosa es en sí un puro concepto fronterizo, no es forjado caprichosamente, ya que está en relación con la limitación de la sensibilidad (311). Queda abierto un espacio que limita los principios empíricos. Aunque Kant no introduce objeto alguno del conocimiento no-empírico, aparece que la respuesta a la pregunta que plantea sobre si nosotros, con lo que puede ser conocido «podamos estar satisfechos o también que tengamos que estar satisfechos por necesidad» (295) es divergente. Para el hombre vale que no le es suficiente «dejarse puramente exponer lo que es verdadero, sino lo que se desea saber» (296): de esta manera llega el pensamiento al problema de la infinitud, que aparece todavía en Nietzsche (vide & 10 c).

a la perfección infinita 38. En la fugacidad de lo temporal, en la que el hombre intenta acercarse a su meta trascendente, se encuentra él como espíritu que busca la verdad absolutamente perfecta. En la acción por medio de la buena voluntad, puede querer lo bueno perfecto, combatir contra la contingencia de los sucesos temporales, sin poder dominar, con todo, las consecuencias de su querer. La finitud de la realización de estos dos fines esenciales de la realización del ser humano, lleva al espíritu a trascender, ya que en lo que es posible alcanzar, se da una suspensión de la satisfacción buscada. En qué dirección marcha este movimiento de la trascendencia, lo mostrarán las Infinitiones del II capítulo.


a) Cercanía y lejanía del espíritu que pregunta sobre una verdad absoluta y perfecta

La Metafísica fue ocasionalmente desacreditada como sueño (SP) como mentira (WL) o como problema aparente (SchP). En todo caso, no es necesario maravillarse de si lo llamado impulsivamente divino por el hombre, en una consideración fría y objetiva amenace perder su divinidad inmediata y su función de referencia a algo que parece hundirse en algo aquejado de magia o en un puro sentimiento. La belleza cautivante de tales momentos una vez desaparecidos, dejan al hombre maravillado o decepcionado, de manera que el deseo de una satisfacción permanente que él une a ellos, puede parecer un sueño que le aliena del verdadero ser y de la verdadera vida. Con esto, las experiencias que fundamentan el trascender parece que apartan al que busca del verdadero objetivo y que apuntan a la nada. Este desenmascarar, -gesto ilustrado-, el deseo, como imagen falsa que induce al error, no parece corresponder a la naturaleza humana. Como sustitutivo de decepciones sufridas se presentan fantasmagorías que descargan al hombre de su finitud y debilidad. Quienes buscan tal descarga, se dejan hechizar, al menos momentáneamente, por el disfrute increyente de la trascendencia, por ejemplo, en shows de ilusionistas o en sesiones que suelen aplacar las necesidades llamadas religiosas. Incluso personas que han perdido la fe parecen soñar, de vez en cuando, en una felicidad que sobrepasa lo cotidiano. Esperan, satisfacer su deseo de trascendencia, no ciertamente del cielo, sino con sesiones de ilusión, que pueden equivaler al nuevo opio del pueblo 39.

Podría defenderse, por tanto, la opinión, aparentemente ilustrada, que las experiencias por las que es atraído al incomprensible deseo de la trascendencia, le

  1. Es insuficiente el puro «sentido y gusto de lo infinito» (vide Rel 53) o también el sentimiento numinoso (vide He 6s.).

  2. La lucha de Karl Marx contra un mundo cuyo aroma espiritual es la religión (KHR 208) no ha sido ganada. No carecía completamente de fundamento Marx cuando la calificó la religión de opio del pueblo; vide MRCG 23-28.

alejan ciertamente de la realidad sobriamente considerada, que hacen que la vida, por la fuerza de la fantasía sea digna de vivirse. Esta opinión admite la necesidad del transcender pero ha perdido la fe en la realidad de lo trascendente. Es el deseo que ha perdido la esperanza, es decir, una aceptación deficiente de que estas experiencias señalan a algo que ocultaban como el presentimiento de algo en el mundo, pero que no puede ser aceptada como realidad verdadera e infinita 40. Aunque el trascender la táctica realidad forma parte claramente de la naturaleza del hombre, es claro también que pueden encontrar los hombres su deseo infinito, que es aguijoneado por experiencias tanto positivas como negativas con creyente confianza pero también con prudente escepticismo o incluso con desconfianza increyente.

Las experiencias, que encienden el deseo infinito del hombre con momentánea felicidad, son interpretadas a veces, con todo, como conocimiento inmediata que descubre a veces ya en la vida en el mundo la verdadera realidad. Jakob Friedrich Fries dijo en este sentido: «Al conocimiento por sentimiento puro, yo lo llamo presentimiento de lo eterno en lo finito» (WGA 176). Aunque el presentimiento de una realidad trascendente es claramente un momento que acompaña las experiencias felices, no han de confundirse con conocimiento. Su verdadero sentido consiste en situar al pensamiento en la pista de una realidad completamente distinta y de un modo de comprensión futuro, completamente distinto. El verdadero sentido del presentimiento lo comprende Novalis con los siguientes pensamientos: «Nunca nos comprenderemos completamente, pero nos comprenderemos y podemos comprendernos mucho más de lo que comprendemos» (Blüthenstaub 6). Qué es lo que objetivamente lleve en sí este dato, no se puede contestar a partir de presentimientos. Esta tesis, de que con el presentimiento se dé ya el conocimiento de una realidad trascendente, sería de hecho, como Kant subraya con razón, la muerte de la Filosofía. Kant discute la tesis de que el presentimiento de lo suprasensible sea «una capacidad de aprehensión de lo que ningún concepto alcanza» (VTP A 406s.). Los puros sentimientos no pueden llevar en el mundo al conocimiento, y ya sólo por el motivo de que tales sentimientos pueden ser dirigidos en cada momento por otros sentimientos a direcciones nuevas y opuestas.

También parece que aceptar el conocimiento directo de la verdad absoluta, eliminaría la seriedad propia de la existencia del hombre, acosada por todas sus luchas, su miseria y sufrimiento. Quien acepte alguna vez las fecundas artimañas del hombre en el mundo, será zarandeado, incluso el creyente, de una parte a otra

40. Para el concepto de Ahnung (= presentimiento) vide WGA 237s.: «La religiosidad no consiste puramente en la fe en lo eterno, sino en la devoción. Devoción es estado de ánimo propio de ella, despertado precisamente por la sanción de lo eterno en lo finito de la naturaleza».

hasta el final por preguntas muy difíciles. Eso es lo que muestra el relato de Walter Dirks sobre su visita a su amigo Romano Guardini mortalmente enfermo (según luV 132s.): «Quien lo ha vivido no olvidará lo que le confió el anciano en el lecho del dolor. Que él no se dejará solamente preguntar en el último juicio sino que él mismo también preguntará; que él espera con confianza que el ángel no le escamoteará la verdadera respuesta a las preguntas que no pudieron contestar ningún libro ni siquiera la misma Escritura, ningún dogma y ningún magisterio, ninguna "Teodicea" ni Teología, ni siquiera la propia: ¿Por qué Dios para salvar da terribles rodeos, el sufrimiento de los inocentes, la culpa?» La experiencia de la desgracia elimina no solamente la satisfacción burguesa, intramundana de los sin Dios, sino de la misma manera, la pretendida seguridad de una supuesta inteligencia de la verdad del plan divino sobre el mundo. Esta quiebra de la autosatisfacción de lo finito, es indiferente que despierte una esperanza o si, como pura aniquilación de lo finito, no pueda transmitir ningún conocimiento de la verdad del mundo.

Quien busque aquí verdadero conocimiento ha de recorrer, en consecuencia, otros caminos. Cuando se busca verdad, se pregunta e investiga normalmente, dentro de contextos espontáneamente ventajosos. Lo que en todo caso es válido para las normas metodológicas de las ciencias positivas. Lo que se hace pasar por verdadero, se encuentra allí bajo la inconsciente dirección de ventajas espontáneas. Parece que la peculiaridad del preguntar e investigar filosófico sea no satisfacerse con opiniones ni procedimientos axiomáticos sino dirigirse a la verdad incondiconada. Este, por ejemplo, parece ser todavía el caso de la Metafísica fenomenológica de Martin Heidegger, que deja ciertamente de lado a Dios como verdad absoluta, pero reclama, con todo, un punto de arranque incondicionado para su explicación. Dice Heidegger: «Filosofía es Ontología universal fenomenológica, que parte de la hermenéutica de la existencia, que en cuanto Analítica de la existencia ató el cabo del hilo conductor de todo preguntar filosófico allí de donde procede y a donde vuelve» (SuZ, 51).

Esta propiedad, digna de suma atención, del preguntar filosófico aparece todavía en el escepticismo, que ha abandonado el fin de buscar la verdad absoluta. Es patente que, ya el escepticismo se apoya en la conciencia del carácter condicionado de la verdad supuestamente incondicionada. La conciencia en que se apoya explica que mide la tesis sometida precisamente por él a examen, tomando como medida la verdad incondiconada, a la que abandona explícitamente por inalcanzable. Como mostró ya Hegel, la preocupación de caer en error, «presupone, por tanto, algo como verdad y apoya en ello sus indecisiones y consecuencias lo que él mismo ha de someter antes a prueba sobre si ello es verdad»; ella presupone por ejemplo concepciones del conocimiento y de lo absoluto y admite que de todos modos el conocimiento es verdadero, ya que admite que la verdad no puede ser alcanzada; por eso, según Hegel, se da lo «que se llama miedo ante el error antes de reconocer el miedo ante la verdad» (PhdG 69s.).

Antes de continuar persiguiendo el sentido y el resultado posiblemente seguro de la búsqueda de la verdad incondicionada de quien pregunta filosóficamente, hay que recordar que los caminos de la búsqueda pueden distinguirse, ante todo, por el grado y por los motivos de certeza. Estas diferencias pueden seguirse a lo largo de toda la historia de la filosofía desde la visión fundamental de Platón en las comparaciones centrales de la Politeia (505a-517a); hay que tener en cuenta especialmente la alegoría de la línea, en la que Platón partiendo de presupuestos esbozados apunta al comienzo sin presupuestos. Heidegger habla todavía en este contexto cuando dice: «El nivel de una ciencia se define por hasta dónde es capaz de una crisis de sus conceptos fundamentales» (SuZ 13). Son decisivos no solamente el grado y los motivos de la certeza sino también las diferentes intenciones que pueden esconderse, en cada caso, tras la búsqueda de la certeza. Aunque algún aspecto casual haga cuestionable su formación concreta, pueden servir aquí como útiles hilos conductores las «Formas del saber» desarrolladas por Max Scheler (vide PW 75-84). Scheler distinguió en su análisis de los modos del saber humano entre saberdominador, saber del ser y saber de la redención. Él ordena estos tres modos del saber, tres campos de objetos ya que cada uno se sirve de ellos «para la transformación de un ser», «o de las cosas, o de la forma de formación del hombre mismo, o de lo Absoluto» (PW 77).

Scheler caracteriza el primer modo de saber de la siguiente manera: «El primer modo de saber, el saber del rendimiento y de la dominación, sirve a nuestro posible poder técnico sobre la naturaleza, sociedad e historia. Es el saber de las ciencias positivas especializadas que sostienen toda nuestra civilización occidental» (PW 77). Las ciencias positivas están condicionadas por el vivo impulso de dominio sobre la naturaleza y se sirvieron de la razón únicamente como medio auxiliar. En ellas se trata únicamente del posible provecho, no de la verdad (PW 78).

La segunda forma de saber, el saber sobre el ser o el saber sobre la formación, lo caracteriza por medio de muchos rasgos. Es importante para el saber del ser «procurar eliminar lo más posible toda conducta ávidamente instintiva». En lugar del puesto del dominio, se encuentra «una conducta amorosa que busca los fenómenos primigenios y la ideas del mundo». En esto se prescinde «de la existencia real de la cosas», porque se trata de captar el ser de las cosas, no su posesión. El conocimiento del ser no es «ciertamente independiente de toda experiencia, pero sí del Quantum de la experiencia o de la llamada "inducción"» (PW 79). Tales conocimientos poseen validez «para el ser como es por sí mismo y en sí mismo. Tienen prolongación "trascendente" y así serán el trampolín de toda "crítica Metafísica"». Son los auténticos conocimientos de la razón, que están en aguda oposición con el intelecto de los animales orientados a la adaptación y tienen una doble posibilidad de aplicación: en las ciencias positivas circunscriben los presupuestos supremos de los campos correspondientes de investigación; en «la Metafísica, sin embargo, son los mismos conocimientos del ser que Hegel llamó precisamente de un modo muy plástico "ventanas hacia lo absoluto "» (PW 79s.).

Según Scheler «la vinculación de los resultados de las ciencias positivas consagradas a la realidad lleva a la primera Filosofía consagrada al ser, y las dos vinculaciones con los resultados de las disciplinas de los valores... a la Metafisica», en primer lugar a una Metafísica de problemas fronterizos, luego también a la Metafísica de lo absoluto. Entrambos está situada la Antropología filosófica. A partir de esta posición intermedia, la verdad de la Metafísica de lo absoluto que busca el hombre, confrontado en primer lugar con la Metafísica de los problemas fronterizos, se convierte finalmente en el saber salvífico (PW 81s.).

Que se dé un resultado en la búsqueda del saber del ser o incluso del saber salvífico, parece, al menos, en primer término, cuestionable. Lo seguro es que el hombre puede preguntar por tales saberes a-funcionales, que no nacen de funciones de la vida. Mientras alguien sepa que puede preguntar buscando de tal modo, se ha encontrado a sí mismo como buscador de la verdad a-funcional. Este encontrar, absolutamente seguro, aunque deja ver su contenido por medio de una verdad indigente, hace ver en qué sentido haya que entender el saber socrático sobre la ignorancia como el supremo saber humano. Es decir, es el saber que sabe que la verdad perfecta buscada absoluta en su contenido, sólo puede ser encontrada en una arjé anipocetos, por tanto, en realidad que hay que concebirla en el ser soberano en cuanto simplemente independiente de todo lo otro (vide Politeia 510b).

La verdad que busca el hombre a partir de su impulso más íntimo es una verdad, a la vez, agraciante, de la que espera le posibilite una vida sin miedo. Concordando con esto Agustín señaló como fin de todo hombre, el deseo de una vida sin miedo (cupere sine metu vivere) que les haga partícipes de la satisfacción beatificante de su deseo (DIA 1, 10). Ya Aristóteles pensó también, por este motivo, como la forma suprema de vida (NE I, 1096a s.) la vida contemplativa (j3íos 6cwnrliixós) a la que no afectan los azares de la vida en el mundo y le atribuyó una consumación que el hombre no puede alcanzar por su propio esfuerzo (NE X, 1177a 12s.). Esta vida sólo podría vivirla el hombre si actuase en él algo divino41.

Existe por tanto una diferencia entre la verdad que es cognoscible independientemente de las funciones de la vida, que los hombres en el tiempo hallan de improviso y que pueden, con todo, buscar la verdad incondicionada, y el fin per-

41. NE X, 1177b 26-28.

fecto de la búsqueda de la verdad. Esta diferencia pone al hombre en una tensión existencial entre una verdad perfecta indigente en su contenido pero absolutamente cierta y la verdad perfecta en su contenido, pero insegura para el hombre. Según Platón, el verdadero ser del hombre significa ser un ser intermedio entre sabiduría e ignorancia; este ser intermedio no queda satisfecho ni con lo fáctico, ni se ve en posesión de la sabiduría divina buscada (vide Symposion 202a-2903a). Quien filosofa ve que muchos, mejor, incluso quizás todos sus juicios dependen en su contenido de condiciones que posiblemente nunca será capaz de penetrar. Podría ser que estuviese arraigada en ellos el ansia por conservar y elevar la vida, que hiciese degenerar su conocimiento, en lo que Scheler llama el saber caracterizado como dominador. Mientras reconoce esto, sabe, a la vez, que sólo una tal verdad puede ser un fin definitivo de su búsqueda de la verdad, totalmente independiente de todo condicionamiento. En todo caso, un espíritu que pregunta reconoce que puede preguntar por la verdad independientemente de si ella pueda ser bien acogida, indiferente o mal acogida por el hombre. Esta verdad sería indeterminada en su contenido, y permitiría incluso la protesta contra el mundo como es 42. Quien ve que puede preguntar por la verdad absoluta y satisfactoria, reconoce que se encuentra, por la naturaleza de su espíritu, a la vez, cercano y distante de esta verdad. La pregunta por Dios no puede, por tanto, plantearse a capricho o ignorarla; es una pregunta necesaria que posee un fundamento seguro en la natural constitución metafísica del hombre; este fundamento sólo puede poseer, con todo, la pregunta por Dios, si junto con la indicada capacidad para la verdad del espíritu humano se presupone igualmente su libertad y su finitud.

Se puede recordar aquí la búsqueda de la Verdad de Agustín, que se le manifestó en último término como camino de búsqueda de Dios. Agustín concibe el camino de búsqueda humana de la verdad en tres grados (vide VR 72; además & 14 a.). La búsqueda que comienza por la vuelta hacia fuera (foris) encuentra ya verdad en el hombre interior (intus) en cuanto que el espíritu humano se reconoce en el retorno a sí mismo como un ser situado en el tiempo, que busca la verdad absoluta (reditio ad seipsum). El autoconocimiento de sí como ser temporal no deja descansar en sí satisfecho al espíritu sino que más bien implica el trascender según un doble imperativo. Este doble imperativo exige del hombre la realización de su ser como el de alguien que busca en el mundo e igualmente la apertura a una verdad trascendente, divina, libre de las debilidades y de la inestabilidad de la verdad que se encuentra en el interior del hombre (intimum). La equívoca verdad que el hombre puede conocer a partir de su capacidad finita, es

42. Parece que tiene razón, en un primer término, Hans Blumenberg cuando dice (Mtpas 12): «Algo por el hecho de ser, no es ya bueno».

en sí hipertensa y en su absoluta significación, se revela así en un doble sentido como un reto a su libertad


b) La presupuesta libertad del que pregunta respecto a lo puramente fáctico y finitud de su capacidad

Quien ve que puede concebir el pensamiento de una verdad absoluta, ve, a la vez, que este pensamiento sería en sí eliminado si hubiese penetrado en la conciencia como resultado de una serie causal que opera ciegamente. El hombre puede, consecuentemente, preguntar por la verdad absoluta y reconocerse en esta pregunta como espíritu que busca la verdad absoluta, por carente de esperanza que pueda parecer esta tendencia en relación con el conocimiento de la verdad del todo. Con el solo pensamiento de la buscada absolutez ya se ha encontrado lo buscado como saber formal sobre la absolutez exigida de la misma verdad buscada, un saber ciertamente pobre, saber, con todo, absolutamente válido. El pensamiento se mueve de antemano, como mostró Hegel acertadamente en el elemento de la verdad (PhG 29). El conocimiento absolutamente cierto del espíritu, en el que se reconoce como un ser que busca la verdad absoluta, hay que concebirlo al mismo como actividad libre del espíritu, en la que es independiente de condiciones y que puede pensar también esta absolutez. En el concepto de un verdadero conocimiento se da también a la vez el pensamiento de una causalidad primigenia, sin que pueda ser conocida o pensada en su concreto modo de ser. El problema de la libertad será planteado en relación con Kant y Agustín. Ambos muestran que la libertad humana, concebida radicalmente, lleva al conocimiento de su finitud e indigencia, y por tanto a un fraccionamiento de su supuesta autarquía Kant concibió la libertad primero como espontaneidad del conocimiento, es decir, como condición trascendental de posibilidad de todo conocimiento necesario y universal, y subraya que esta capacidad del conocimiento finito permanece irrecognoscible porque ha de ser concebido como presupuesto de toda exigencia de verdad, sin que, sin embargo, pueda ser conocido como objeto miembro de una serie causal. Con lo que ha de admitirse la absoluta espontaneidad del conocimiento aunque no pueda verse su posibilidad (vide p.ej. KrV B 3s. B 68s. 92s. B 129s. 150s.).

Sin duda, que el primigenio concepto de causalidad, que se impone por el solo concepto de conocimiento absoluto, habría que concebirlo, ante todo, en relación con una realidad que existe necesariamente por sí misma. En este sentido, piensa Hegel, que Dios «tendría el derecho indiscutible..., de que se comience por El» (WdL 79; vide también luD 44). Este pensamiento se aproxima a la figura de argumentación de las pruebas de la existencia de Dios, que todavía hay que presentar e investigar (& 8). Aparece que la forma de espontaneidad que ha de presuponerse como condición de posibilidad de la pregunta por la verdad incondicionada, está caracterizada, desde múltiples puntos de vista, por la finitud de su capacidad. La finitud de la espontaneidad aparece en que ésta necesita de un material sensorial dado para la realización del conocimiento (KrV B 74-82) y en que reconoce la plenitud de contenido de la verdad absoluta reconocida como ideal, pero cuya existencia no es capaz de alcanzar por una prueba concluyente (KrV B 599-611). En este sentido, las pruebas de la existencia de Dios fracasan por la finitud de la razón humana, que, en principio, está abierta a lo infinito, pero que sólo puede conocer lo finito. A pesar de que no tenga conocimiento de su posibilidad, la absoluta espontaneidad del finito espíritu humano puede ser válida, con todo, por el contexto de la reflexión teórica 43.

La hallada espontaneidad del conocimiento representa una causalidad primigenia que no puede ser conocida objetivamente en el mundo pero que hay que presuponer si es que ha de ser pensable el conocimiento objetivo. Si se acepta que la razón finita no alcanza el conocimiento de lo absoluto, entonces el hecho de que pueda preguntar por lo absoluto hay que considerarlo como un fenómeno digno de notar. El fenómeno ininteligible por sí mismo de la pregunta por lo absoluto, se manifiesta en razón de la indeducibilidad de lo finito, a su vez, como presencia de lo infinito en lo finito. Esta pregunta sólo puede indicar algo absoluto si ella misma es absoluta; de esta manera prueba que el pensamiento del que pregunta es realidad absoluta, aunque finita. Si ella tampoco alcanza el conocimiento del contenido pleno de lo absoluto, puede tenerse ciertamente como un firme fundamento de la imposibilidad-de-actuar de las realidades trascendentes, que se encuentran positivamente en la libertad práctica y, en último término, en Dios.

Esta presencia indeterminada de lo absoluto en la Filosofía trascendental teórica tuvo amplias consecuencias para el ulterior camino del pensamiento de Kant. Sin la idea teórica de la espontaneidad absoluta, no sería pensable el concepto práctico de libertad. Dice Kant: «Es sumamente notable que en esta idea trascendental de libertad se fundamente el concepto práctico de la misma» (KrV B 561). Viceversa «la eliminación de la libertad trascendental eliminaría, a su vez, toda libertad práctica» (KrV B 562). Si el conocimiento humano no fuese la capacidad de una espontaneidad absoluta aunque finita, nada tendría que ver con la verdad y la libertad, sería un sueño vacío. La visión de la no imposibilidad de la libertad trascendental ya crea, por tanto, contra las objeciones que se apoyan en la concepción determinista de la casualidad de las ciencias clásicas de la natu-

43. Kant explica este pensamiento de la siguiente manera (Vide KrV B 568): «Este carácter inteligible nunca podría ser conocido directamente, porque nada podemos percibir hasta donde aparece; pero deberían pensarse, según el carácter empírico, de la misma manera que debemos situar en el pensamiento en general un objeto trascendental en el fondo de los fenómenos con el pensamiento, aunque ciertamente no sabemos de él qué sea en sí mismo».

raleza, el espacio que hace posible la aceptación de la libertad práctica. Estas ciencias pueden afirmar la validez de sus afirmaciones, sólo en tanto que presuponen, consciente o inconscientemente, la espontaneidad de la capacidad del conocimiento.

Para la afirmación positiva de que existe la libertad práctica en la realización de las acciones humanas de la voluntad, se requiere un ulterior punto de partida. Bajo libertad práctica se entiende una causalidad que la voluntad, independiente de la causalidad de la naturaleza, es capaz de definir a partir de la autonomía de la razón. Este concepto que se le impone al hombre por la causalidad de la naturaleza que opera ciegamente, se diferencia de la causalidad por libertad, en que percibe en las situaciones morales relevantes la exigencia del deber absoluto de la razón práctica. Así se ve situado en una realidad encubierta en la realidad objetivada de las ciencias de la naturaleza. Los distintivos de esta exigencia de deber son su indeducibilidad, que se comprueba por la aparición repentina e imprevista de la situación moralmente relevante y que, de esta manera, hace consciente la libertad e instituye su validez absoluta, percibida por la razón, y su orientación a un orden perfecto del mundo, aún cuando no pueda alcanzarse éste por actos o por la acción humana. Quien asaltado por la mala conciencia, cuando, por ejemplo, se tiene el propósito de lograr secretamente una ventaja injusta a costa de los otros, o cuando repentinamente percibe que tiene la inclinación a ser infiel así mismo o a otros hombres, descubre en sí una conciencia que aparece indeducible, que contiene, a su vez, en su voluntad una exigencia que obliga absolutamente y que, definitivamente, está orientada aun orden perfecto. Indeducibilidad, absolutez y perfección de la exigencia moral son los distintivos de la exigencia a la voluntad, por la que la voluntad es interpelada en su responsabilidad y situada en un horizonte inabarcable, en el que se abre a la pregunta por Dios.

Con el carácter indeducible de la conciencia de la ley moral, el hombre se percibe independientemente de su propia opinión, fuera del contexto causal de la naturaleza, abandonado así como actor y a su responsabilidad. Por poco que le pueda enseñar quizás la razón precisamente qué tenga que hacer en situaciones moralmente relevantes, no está en condiciones de ver cómo puede aparecer repentinamente dentro de la naturaleza la conciencia de una obligación. En esto se plantean seguramente muchas más preguntas de las que pueden ser contestadas. Entre estas preguntas, por una parte, las hay tales que ponen en duda la posibilidad de la verdadera libertad finita en relación con un Dios omnipotente (vide sobre esto & 10d.). Opuesto a estas preguntas sobre un autor prepotente de la libertad finita, aparece, por otra parte, que la conciencia de libertad con la aceptación de estar casualmente condicionado, puede producir, tanto teórica como prácticamente, una crisis aguda de sentido. De la pregunta sobre cómo hay que concebir lo absoluto, que ha de presuponerse en general en todo conocimiento, en el que hay que pensar por lo demás la realidad condicionada, brota con fuerza la pregunta que lleva ulteriormente a lo que hace posible absolutamente la libertad finita, que se encuentra sin saber cómo está en el mundo y que desconoce su origen.

La absolutez de la exigencia racional de la ley moral revela esto como ley inmutable de la razón y, al mismo tiempo, como eterno mandato de Dios 44. Esta doble significación del carácter absoluto de la ley moral, va unida a la esencia más íntima de su exigencia, que, no tiene como fin realizar, ante todo, exteriormente lo moralmente mandado, sino la determinación de la voluntad. Agustín habló, de un modo parecido, de que lo bueno de la buena voluntad que la voluntad sola puede alcanzar por sí misma, (sola voluntas per se ipsam) es un bien tan grande que únicamente necesita ser querido, para ser poseído (tam magnum bonum, velle solum opus est, ut habeatur; vide DLA 1, 26s.). Solamente el actuar legal, de acuerdo con la ley, no se orienta, en manera alguna, a las exigencias morales en la observancia de la ley cuando ésta se observa no por la ley misma sino por astucia o cálculo (KpV A 126s.). Aunque el hombre, bajo la exigencia de la ley moral, está remitido a su propia razón y al ejercicio de su libertad en manera alguna es, con todo, el soberano señor del acontecer. Más bien en este estar remitido precisamente a sí mismo como ser responsablemente libre, le sopla un viento, que procede de otros planetas. Aunque la decisión moral de la voluntad es necesariamente en su núcleo un acontecimiento interior, no es claro ni para el mismo sujeto de la voluntad, si en la decisión concreta –para hablar con Agustín– actúa él ahora por los motivos de la ley temporal o de la eterna, si su voluntad –dicho con Kant– se ha decidido por los móviles de la legalidad o de la moralidad. Por eso explica Kant: «La moralidad propia de las acciones (mérito y culpa), nos está, por tanto, completamente oculta, incluso la de nuestra propia conducta» (KrB 579 n.). Quien reconoce y asume la exigencia de la ley moral tiene necesidad de un experto del corazón, que ponga al descubierto la verdad que acontece en el interior. De la aceptación de la finita libertad práctica también se sigue, por tanto, la necesidad de aceptar al juez divino. Kant dice en este sentido: «El fallo de un experto del corazón ha de concebirse tal que del carácter general del acusado, no de las apariencias del mismo, se definen las acciones que se apartan de la ley o que concuerdan con ella» (RGV B 84s., spc. 95s.). La absolutez de la exigencia de la ley moral impulsa a la plena conformidad de la voluntad con su exigencia, por tanto, a la santidad, de la que piensa Kant que es una «perfección de la que no es capaz ningún ser racional del mundo de los sentidos, en

44. Respecto a la ley suprema y eterna de la razón vide DLA 1, 15. De un modo semejante llega Kant a la autonomía de la razón, (esp. KpV A 58-68); los verdaderos deberes que se siguen de ella deben, según Kant, ser propuesto simultáneamente como mandatos de Dios (KpV A 233; RGV B 138s.).

ningún punto del tiempo de su existencia», aunque prácticamente se le exija necesariamente (KpV A 220). Quien reconoce esta seriedad de la exigencia de la ley moral, llega necesariamente al concepto de un juez sabio, justo y benévolo, ante cuyo rostro sólo pueda tener sentido el ejercicio de la libertad humana45.

La buena voluntad tiende, como dice Agustín, a la realización del orden perfecto del mundo (ut omnia sint ordinatissima); el fin es el buen orden del hombre y del mundo, no solamente la buena voluntad (bona voluntas), la cual es de todos modos el núcleo del fin perfecto (DIA 1, 15). Es insuficiente, por tanto, haber querido la buena voluntad. No la voluntad que quiera ser buena voluntad es, por tanto, lo bueno, sino la que quiere lo bueno por lo bueno. Porque toda buena voluntad tiende por su mismo ser a la realización de lo bueno que quiere, pero que no puede llevar a cabo por el propio esfuerzo, cae en la definición del concepto de bien sumo en una dialéctica a la que Kant responde con el concepto trascendente de la doctrina de los postulados. La exigencia de la santidad de la voluntad, inalcanzable en el mundo por el esfuerzo humano, conduce, según Kant, al postulado de la inmortalidad del alma (KpV A 219s.). La posibilidad del sumo bien derivado que ha de exigir la razón práctica por motivos morales (es decir, del mundo moral) Lleva a Kant al postulado de la existencia de Dios, de lo que se tratará extensamente cuando se explique la prueba moral de la existencia de Dios (sobre la doctrina de los postulados de Kant vide & 8e; además KESZ, esp. 374-387).

La visión de la ignorancia y dificultad (ignorantia und difficultas) del hombre que abandona la realización del orden perfecto (ut omnia sint ordinatissima), llevó a Agustín a la dialéctica de libertad y gracia, ya que la libertad finita en relación con su fundamento, su ejecución y su fin necesario, depende de un poder sin el que ella no puede ser lo que tiene que ser46. Semejantes puntos de partida para una doctrina de la gracia, que no vaya contra la doctrina de la libertad, sino que la presuponga, se encuentran en Kant, quien defendió la concepción de que la moral no presupone ciertamente religión alguna, pero que lleva a ella ineludiblemente (RGV B III-X) 47. La libertad de elección, a la que el hombre se sabe expuesto en las situaciones morales relevantes, lleva, en ulteriores pasos a trascender la realidad fáctica y a dirigir el pensamiento a la religión. Ella somete al hombre a la obligación de la finitud. En toda elección, se da necesariamente una

  1. En el concepto del Juez benévolo, que actúa por un amor indebido, se convierte en infinito el concepto finito del oficio de Juez. La infinitud del amor y de la justicia, no constituyen, en él, oposición alguna; videZa IV; KSA 4, 324; ahí se puede reconocer indirectamente el deseo de Nietzsche de una coincidencia de amor y de justicia en lo infinito.

  2. Vide la indicación en APE, esp. c XI: Der praktische Weg zum höchsten Gut und die Dialektik von Freiheit und Gnade, 268-295.

  3. Vide KkR, esp. el capítulo: Freiheit und Gnade, 129-167. Para el problema de la imputación de la decisión de la voluntad y de los puntos de partida que de ello se siguen para una apertura de la Filosofía de Kant respecto a la doctrina de la gracia, vide FGbT.

suspensión de la satisfacción, el consciente asumir la responsabilidad y la implícita referencia a un juicio, del que el hombre mismo no puede escapar.


c) La temporalidad del hombre,
    horizonte de su pregunta por la eternidad

La constitución metafísica natural del hombre se caracteriza en que en la búsqueda del espíritu de una verdad absoluta ya ha encontrado verdad absoluta, si se ha encontrado a sí mismo como buscador. Esta verdad, por la indigencia de su contenido necesita de una consumación, a la que es capaz de acercarse, pero que no puede alcanzar nunca por el esfuerzo propio, porque el origen, ser y sentido del todo se dan esencialmente antes de toda posibilidad del pensar y actuar finitos. El conocimiento de esta verdad incondicionada, pero pobre, lleva más allá del pensamiento de la libertad trascendental y práctica. En el concepto de libertad de Kant, se puede encontrar un triple sentido: la libertad de la causalidad de la naturaleza (libertad trascendental), la libertad para la ley moral (libertad práctica) y además la libertad de una elección entre lo bueno y lo malo (libertad de elección, que a pesar del carácter incondicionado de la obligación elije entre condicionado e incondicionado, entre posibilidades de un mismo plano) 48.

La libertad práctica se da en el mundo mediada por la conciencia indeducible de la ley moral, en cierto modo, fácticamente de un modo imprevisto. Ella, tanto en el ejercicio de sus acciones como en la tendencia al cumplimiento perfecto del deber moral, se ve expuesta a unas exigencias y aún en el caso en que les correspondiese con las fuerzas limitadas, mantienen una suspensión en la consumación 49. Motivo, ejercicio y fin de la libertad del hombre como ser racional finito superan sus fuerzas; con todo, siguen en el campo visual del hombre el fin de la perfección moral como tarea exigente, en definitiva como esperanza más allá de toda capacidad finita.

Como conclusión hay que resumir el resultado de las consideraciones sobre el hombre como lugar y portador de la pregunta filosófica por Dios. El resumen se basa en la concepción del howbre como ser que está determinado, por una parte, por el tiempo y, por otra, sólo el tiempo que se le ha dado lo puede realizar

  1. Vide & 1 b; FGbT esp. 35-43; vide etiam el concepto de trascendencia (TI 5/TU 39).

  2. Según esto no hay que pedir del hombre logros sino, fomento del sumo bien posible en el mundo; vide p.ej. KkR 88: «La explicación conceptual lleva al resultado entonces de que el bien sumo es un deber incondicionado del hombre que hay que fomentar según sus fuerzas, puede, sin embargo, desear solamente la realización perfecta del sumo bien, pero la ha de querer también porque presenta un ideal necesario moral de la razón pura práctica, ante el cual ni puede ni debe quedar indiferente, pero cuya realización ha de dejar al buen criterio de un omnipotente ente moral primordial, que hay que postular».

propiamente mediante la actividad interior. Agustín ha convertido este contexto, fundado en el ser del hombre entre el espíritu finito y el tiempo en objeto de reflexión; las reflexiones que van a seguir recogen ampliamente en su fondo el análisis del tiempo hecho por él (vide C 11).

El hombre entra en el mundo y tiempo, sin poder saber por sí mismo de dónde, a dónde y para qué le sucede este entrar. Es claro, por lo demás, que no hay nada pasado, si nada hubiese pasado (si nihil praeteriret), ningún tiempo futuro si nada viniese (si nihil adveniret), y ningún tiempo presente, si nada tuviese ser (si nihil esset). Si nada viniese y nada pasara en el pasado, el presente ya no sería más tiempo sino eternidad. El tiempo tiene en el mundo, por tanto, un carácter esencialmente transitorio (quia in praeteritum transit). Por eso, es parte del ser del tiempo la tendencia al no-ser (non vere dicamus tempus esse, nisi quia tendit non esse). A este ser del tiempo está sujeto el hombre independientemente de su voluntad (C 11, 17). Aunque el hombre ha llegado al tiempo sin ser preguntado y en sus opiniones sobre ser, sentido del tiempo y mundo está influido de un modo multiforme por su medio, el tiempo desafía a cada uno a una exclusiva toma de posición. A pesar de que se está inevitablemente atado a un modelo de respuestas dadas de antemano, la necesidad de actuar, tema que elaboró especialmente Blondel, empuja a cada uno a enfrentarse a estas preguntas con total seriedad y a planteárselas como tarea cuya solución decide la pregunta por el sentido de su vida (vide A).

El hombre no solamente desconoce el origen de su llegada al tiempo del mundo, sino que no tiene claro, en manera alguna, lo que se refiere a su propio ser. Lo cierto es que su ser es de naturaleza temporal y, consecuentemente, al menos a primera vista, habría que situarlo más bajo el título de llegar-a-ser que de ser. Con una mirada más precisa, aparece, con todo, que ya en la pura percepción del tiempo como tiempo se presupone un momento que sobrepasa la transitoriedad de lo temporal, que aparentemente todo lo aniquila. Si no hubiese nada, en general, que no distase de la mutabilidad de lo temporal, no podría percibirse ningún cambio. En la realización de la existencia temporal mundana, según esto, está cada vez más presente como pura variabilidad del devenir, ya que el devenir en cuanto devenir no podría percibirse sin algo que no permaneciese en manera alguna. La pregunta filosófica se interpretará sobre el fondo de esta visión en conjunto, como intento de destemporalización de lo temporal 50. El discurso sobre la destemporalización de lo temporal parece malograr, si embargo, el fin del deseo humano en cuanto que renuncia a su origen en el tiempo

50. Vide AA 268; ahí existe como motivo del pensamiento griego la pregunta por la permanencia en el cambio temporal. La finalidad de la Metafísica de Plotino es la destemporalización (Einl40): «Eternidad como principio de la estructura del espíritu hace paradójica a esta simultaneidad, sobre todo, ontológicamente posible y lógicamente pensable».

y mundo. En consecuencia no se hablará en lo que sigue de la destemporalización sino de la eliminación de la fugacidad de lo temporal 51.

El tiempo, que parece dominar todo lo mundano, existe sólo impropiamente como tiempo en el ámbito de la realidad sensorialmente percepible. En la percepción aparece que lo percibido se da en estado mutable; que lo mutable esté en relación con el tiempo, es, con todo, consecuencia de la constitución del que percibe porque lo percibido, sin la asociación producida por el tiempo, se hundir fa en la pura diferencia sin relación alguna. Según la explicación del tiempo de Nicolás de Cusa, el alma percibe que lo extenso se encuentra en un ser cambiante, pero que el cambio presupone tiempo; reconoce, por tanto, que el tiempo está presente en lo temporal solamente en la alteridad. Dice el Cusano: Anima «percipit corpus esse in esse transmutabili, et quod non fit transmutatio nisi in tempore. Percipit igitur tempus esse in temporalibus aliter et aliten> (Aeq 14/372). Esto temporal, según Agustín, con quien va de acuerdo el Cusano, no tiene ser como pasado, futuro o presente, en cuanto que lo pasado ya no es, lo futuro todavía no es, pero lo presente es sin extensión, por tanto, el fragmento inextenso está marcado entre un pasado inexistente y un futuro inexistente: «Praeteritum enim iam non "est" et futurum nondum "est"... praesens autem nullum habet spatium» (C 11, 18.20).

Lo sensiblemente perceptible tiene ser, ante todo, por el que percibe, el cual necesita del ir y venir de las percepciones independientes de él, pero, sobre todo, une en la unidad de tiempo los datos inconexos mediante la memoria (memoria), la espera (expectatio) y la intuición (contuitus). Por tanto, no hay que hablar propiamente de tiempos pasado, presente y futuro sino solamente del presente de lo pasado, del presente de lo presente y del presente de lo futuro: «nec propie dicitur: tempora "sunt" tría, praeteritum, praesens et futurum, sed fortasse propie diceretur: tempora "sunt" tria, praesens de praeteritis, praesens de praesentibus, praesens de futuris». El ser de los tiempos se capta sólo en el alma, concretamente en la memoria como el presente de lo pasado, en la intuición como presente de lo presente, y en

51. La pregunta por la permanencia del ser, finito la plantea Rainer Maria Rilke en la poesía siguiente sobre el problema del tiempo:

Palabra maravillosa: ¡pasar el tiempo!
Detenerlo sería el problema.
Pues a quién no atemoriza,
¿dónde hay algo permanente?,
¿dónde un ser finito en todo esto?
Mira, el día se hace lento,, frente
a todo espacio, que le lleva a la noche;
Levantarse fue estar y estar será depositar,
y lo que yace voluntariamente se desvanece.
Las montañas reposan, por las estrellas esplendidísimas
pero también en ellas centellea el tiempo.
Ay, en corazón salvaje pernocta sin techo lo imperecedero.

la espera como presente de lo futuro: «Sunt enim haec in anima tria quaedam et alibi non video, praesens de praeteritis memoria, praesens de praesentibus contuitus, praesens de futuris expectatio» (C 11, 26). Ya por la reflexión sobre la percepción de lo cambiante temporal es necesario para Agustín la ascensión a una dimensión que no pueda estar totalmente sujeta a la mutabilidad del tiempo 52.

El ser fluyente del tiempo es inteligible, con tal de que lo temporal, por la visión de lo presente, esté unido en la unidad del tiempo, el pensamiento que recuerda lo pasado y la espera de lo futuro, por la dilatación del espíritu (distentio animi) en los tiempos. El espíritu, no elimina, con esto, el tiempo, sino que lo explica como la consumación de una presencia que abarca todos los tiempos. Agustín expresa la ruta del espíritu que busca la perfección de un tiempo fugaz, en el cambio de dilatación (distentio) a través de la extensión (extensio) hasta su dilatación en la eternidad (intentio) (C 11, 39). El Cusano habla de tiempo perfecto (tempus perfectum), que contiene en sí todos los tiempos (Aeq 17/374s.). El espíritu finito, si es consciente en la percepción del tiempo en cuanto tiempo, está más allá de la transitoriedad y puede concebirse a sí mismo como tiempo atemporal (tempus intemporale) (Aeq 14ss./372s.). Mientras el espíritu se entiende en el fenómeno de la percepción del tiempo dada en el hombre en cualquier tiempo como tiempo intemporal, que necesita que lo temporal esté dado, entran simultáneamente en el campo visual la estructura formal y, en su contenido, los momentos de la realización concreta del ser humano (vide GMZ; además KrV, 131).

Se plantea así, por una parte, la tarea de decir de qué manera lo temporal es reducido a la unidad por esta realización del ser, y, por otra, cuál es el contenido esencial de la actividad unificadora. Como modos genuinos de la realización del ser humano, que están al servicio del logro de la verdad, de la justicia y de la felicidad se adujeron el conocer, el querer y el actuar. Cuya perfección, hasta donde la capacidad del hombre la pueda alcanzar, queda, con todo, a la zaga de lo que en las experiencias de lo bello, del amor y de los momentos plenos, brilla como un relámpago. Como tales perfecciones superan infinitamente la capacidad del hombre, suscitan admiración entusiasta. Como la permanencia de perfecciones y la activa destrucción de posibilidades de perfección se experimentan como antisentido, producen dolor, tristeza y rebelión. En la realización de su ser genuino, está orientado el hombre a la perfección de su vida en comunidad con otros hombres y con el mundo en general, que puede presentir, pero que no puede realizar por sí mismo. Ya que hay que llamar eternidad al origen de la perfección que busca el hombre, puede verse con Nicolás de Cusa, cuando considera el tiempo intemporal, que el alma misma es la semejanza de la eternidad; según el Cusano ella

52. Su trayectoria se distingue esencialmente de la de Plotino, en que «primero se pregunta por el ser de la eternidad, antes de plantear convenientemente la pregunta por el ser del tiempo» (vide Ein/ 10: además SSZA).

mira por sí (per se) la eternidad de la vida y busca, a veces, una plenitud del tiempo en la que pueda encontrar reposo; como imagen del reposo divino, puede el alma encontrar únicamente reposo en Dios en el mismo reposo: «Haec consideratio temporis intemporaies manifestat animam esse aeternitatis similitudinem, atque quod anima intuetur per se tamquam per similitudinem aeternitatis ad aeternitatem vitae; quam solum appetit siut intellectualis imago vitae seu quietis aeternae suam veritatem, cuius est imago, sine qua no potest habere quietem. Quietis enim imago in quiete tantum quiescit» (Aeq 19/376). El Cusano alude al arco de tensión que Agustín ha trazado a lo largo de toda la composición de las Confesiones; éste comienza con la inquietud del corazón humano y termina con su descanso en Dios (del cor inquietum en 1, 1 hasta la quies ipse en 13, 53; vide TuT).

La meta de la vida temporal del hombre es la presencia de una cumplida, auténtica y perfecta realización del ser, en la que nada pasa y nada se pierde.

Este fin hay que concebirlo con Agustín como la totalidad de una acción completamente acabada (actio tota finita) como lo ejemplifica el cantar un canto (vide C 11, 38), que llega a su perfección al final. Su esperanza de que toda la vida sea recogida como realidad cumplida y no caiga en la nada, depende completamente, por tanto, de una realidad infinitamente superior al tiempo del mundo y que, a pesar de ello, preste atención a la tendencia temporal del hombre.

Únicamente a partir de esta realidad trascendente, que en el lenguaje religioso se llama Dios, le puede caer en suerte al hombre la consumación perfecta a la que apunta implícitamente su acción. Pero porque esta consumación es únicamente pensable como fruto de una colaboración entre libertad y gracia, va unida necesariamente mientras, vive en el tiempo de su vida, tanto a la posibilidad de la esperanza como a la posibilidad de la desesperación. Con estas posibilidades el hombre se encuentra en la tensión que caracteriza esencialmente su ser. Un creyente puede enfrentarse con esperanza a la posibilidad de la consumación de lo temporal en lo eterno. Como hombre de esperanza se expresa Agustín en esta línea precisamente. El la designa como su esperanza, cuando llegue un día, ya recorrido su camino, en que esté adherido por entero con todo su ser a Dios de manera que desaparezca entonces el dolor y toda preocupación, su vida sea viva, como totalidad cumplida en Dios: «Cum inhaesero tibi ex omni me, nusquam erit mihi dolor et labor, et viva erit vita mea tota plena te» (C 10, 39).

A partir de la presencia temporal de las realidades que no pueden ser comprendidas, queridas y apetecidas adecuadamente por la percepción de lo temporal, crece el anhelo de eliminar la fugacidad de lo temporal, en la que pasan las necesidades cambiantes del tiempo y está superada la necesidad de la temporalidad que va unida al esencial estar en suspenso un mundo consumado en el tiempo, pero es conservado sin perderse, lo realizado en el tiempo. Por qué vericuetos lleva este impulso de fuga al pensamiento de Dios, se investigará en el siguiente capítulo.