Una historia de la felicidad
Por
J.R. Ayllón
Ningún proyecto les sería imposible. No conocerían el rencor,
ni la amargura, ni la envidida. Pues sus medios y sus deseos se armonizarían en
todo punto, en todo tiempo. Darían a este equilibrio el nombre de dicha y, con
su libertad, su prudencia y su cultura, sabrían preservarla, descubrirla en
cada instante de su vida común.
Perec
35.
Una pareja en París
La cita de Georges Perec con la que abrimos este capítulo está tomada de su
novela Las cosas. Se trata de un breve relato protagonizado por una joven
pareja que sueña con ser feliz en un apartamento bien amueblado. La sala de
estar tendría una librería de madera de cerezo y un diván de cuero negro.
En invierno, corridas las cortinas, con varios puntos de luz y grandes zonas
en penumbra brillarían todas las cosas: la madera barnizada, la seda densa y
rica, el cristal tallado, el cuero... Sería un puerto de paz, una isla de
felicidad.
A Jèrôme y Sylvie les habría gustado ser ricos. Habrían sabido vestir,
mirar, sonreír como la gente rica. Les habría gustado andar, vagar, elegir,
apreciar. Su vida habría sido un arte de vivir. De hecho, vivían rodeados
por las ofertas falaces y cálidas de un París que era una perpetua
tentación, y deseaban sucumbir a esa tentación cuanto antes y para siempre.
Pero el horizonte de sus deseos estaba tenazmente cerrado y sus grandes
sueños pertenecían al mundo de la utopía. Porque vivían en un piso
diminuto. La falta de espacio resultaba agobiante ciertos días. Apenas
podían moverse y respirar. Aunque se anexionaran en sueños los pisos
contiguos, siempre acabarían encontrándose con lo suyo, lo único realmente
suyo: treinta y cinco metros cuadrados.
Jèrôme tenía veinticuatro años. Sylvie tenía veintidós. Les hubiera
gustado, como a todo el mundo, entregarse a un ideal, sentir una necesidad
imperiosa que hubieran llamado vocación, una pasión que los hubiera empujado
y colmado. Por desgracia, sólo conocían una: la de vivir mejor, y los
agotaba. El enemigo era invisible y estaba dentro de ellos, los había
podrido, gangrenado, destrozado. Perec nos dice que, en el fondo, Jèrôme y
Sylvie eran dóciles productos de un mundo que se mofaba de ellos. De un mundo
donde era obligado desear siempre más de lo que se podía adquirir. Por eso
estaban hundidos hasta el cuello en una tarta de la que sólo obtenían
migajas.
36. Un imposible necesario
Suelo abordar el tema de la felicidad con una historia que muestre a mis
alumnos el carácter problemático de esa ineludible aspiración humana. Sólo
entonces emprendemos un repaso a la historia del pensamiento, para ver cómo
se ha interpretado a lo largo de los siglos la satisfacción e
insatisfaccción de este deseo. A los sistemas éticos les gustaría
conducirnos de la mano hasta la felicidad, y no se puede decir que no lo hayan
intentado. Sobre todo en la antigüedad clásica se pensó que esa meta era
asequible, y se identificó la felicidad con el placer, con la tranquilidad de
espíritu, con la virtud..., sin que los resultados fueran muy satisfactorios.
En el inicio de la modernidad, los ilustrados fueron protagonistas de un
renovado interés por la felicidad, concebida en la forma pragmática que se
ha denominado utilitarismo. A comienzos del tercer milenio, la felicidad sigue
siendo tan escurridiza e improbable como siempre.
"Me dice ven, y cuando voy se echa a volar". Así canta Ana Belán
la atracción inevitable que convierte la vida humana en búsqueda constante
de un paraíso que no encontramos en ningún mapa. La felicidad es la gran
asignatura pendiente en el plan de estudios de la vida misma, la gran laguna
de todo currículum. Porque la buscamos por dentro, por fuera, por encima y
por debajo de todo lo que hacemos. Porque ocupa y envuelve nuestra vida
entera, vestida casi siempre de ausencia. Julián Marías ha explicado
admirablemente que las cosas que perseguimos nos interesan en la medida en que
van a traernos la felicidad, o la van a hacer más probable, o la van a
restablecer si se ha perdido. Y su contradictoria condición de
"imposible necesario" muestra el peso real e inmenso que tiene en
nuestras vidas.
Empeño que nos deja perplejos por su necesidad vital y su superlativa
vaguedad. Porque el querer ser feliz no es objeto de libre decisión:
constituye una exigencia que no puede quitarse de la circulación. De hecho,
la felicidad puede definirse como el conjunto de todas aquellas cosas que la
voluntad es incapaz de no querer. Josef Pieper, un reconocido filósofo
alemán, explica que en el acto mismo de nuestra constitución como personas,
sin que nadie nos preguntase, fuimos disparados como una flecha hacia un
determinado blanco, y como consecuencia de ese inicial impulso, hay en nuestra
trayectoria una inercia sobre la cual no tenemos poder alguno, porque esa
fuerza impulsora somos nosotros mismos.
Sabemos que no sabemos dónde buscarla, pero la buscamos con todo lo que somos
y tenemos. Ella, por su parte, juega con nosotros porque llega sin previo
aviso y se va cuando quiere. Goza de completa libertad e independencia para
entrar y salir de nuestra vida. Y cuando se digna visitarnos, su visita es
fugaz y caprichosa, siempre nos coge por sorpresa, y la experimentamos como un
regalo inmerecido. Así lo expresa Pedro Salinas:
Y súbita, de pronto
porque sí, la alegría.
Sola, porque ella quiso,
vino. Tan vertical,
tan gracia inesperada,
tan dádiva caída,
que no puedo creer
que sea para mí.
37. En Grecia y Roma
Aristóteles constata que casi todo el mundo llama felicidad al máximo bien
que se puede conseguir, pero reconoce que nadie sabe exactamente en qué
consiste. Unos creen que es el placer, la riqueza o los honores. Otros piensan
que es otra cosa. A menudo, la misma persona cambia de opinión y, cuando
está enferma, piensa que la felicidad es la salud; si es pobre, la riqueza;
si es inculta, la cultura. Para constatar que casi nadie sabe exactamente en
qué consiste la felicidad, el lector puede lanzar esa pregunta entre sus
amigos.
La historia, por boca de sus máximos protagonistas, le da puntualmente la
razón. Sólo dos ejemplos. Abderramán III, en cincuenta años de poder y
esplendor, nos dice que anota en su diario "los días de pura y
auténtica felicidad que he disfrutado: suman catorce". Napoleón,
jovencísimo dueño y señor de media Europa, escupe aburrimiento, asegura que
la grandeza y la gloria le resultan insípidas, y nos regala esta perla:
"A mis veintiocho años he agotado todo".
Por naturaleza, el hombre es animal, es racional y es social. Desde las
primeras páginas de la Ética a Nicómaco, Aristóteles retrata al hombre
excelente como una síntesis de tres formas de vida: la biológica, la social
y la intelectual. Nuestra naturaleza necesita salud, alimento y otros
cuidados, pero el que quiera ser feliz no necesitará esos bienes exteriores
en gran número y calidad, pues con recursos moderados se puede lograr la
excelencia. La vida en sociedad es otra condición necesaria de la felicidad.
Y en el origen y plenitud de la vida social, la amistad. "Sin amigos
nadie querría vivir, aunque tuviera todo tipo de bienes". Por eso,
"sería absurdo atribuir al hombre feliz todos los bienes y no darle
amigos, que parecen constituir el mayor de los bienes exteriores".
El análisis aristotélico de la felicidad es completo y matizado. Su resumen,
empleando sus mismas palabras, podría ser lo que sigue: la felicidad consiste
en la virtud, sin olvidar que necesitamos bienes materiales, pues es muy
difícil hacer algo cuando se carece de recursos; y entre esos recursos, los
amigos y las riquezas. Y como esto no depende totalmente de nosotros, está
claro que la felicidad requiere cierta buena suerte. En este sentido, si algo
es un don divino, más debe serlo la felicidad, puesto que es la mejor de las
cosas humanas.
Séneca y los estoicos proclaman que la felicidad se encuentra en la
liberación de las pasiones. Para evitar desengaños, cultivan la indiferencia
hacia los bienes que la fortuna puede dar o quitar. El estoico quiere ser
autosuficiente, bastarse a sí mismo. Se diría que pretende ser feliz con
independencia de la misma felicidad, sustituyendo la felicidad por el sosiego.
Pero la pretensión de amputar el deseo es imposible. Y si fuera posible, su
fruto serían seres humanos disecados.
38. Ilustrados y utilitaristas
La felicidad fue la gran obsesión del Siglo de las Luces, tan próximo al
nuestro en sus planteamientos de fondo. "No tenemos otra cosa que hacer
en este mundo que procurarnos sensaciones y sentimientos agradables",
escribía Madame du Châtelet, la gran amiga de Voltaire. El mañana es
incierto y el más allá está oscuro. Busquemos la felicidad en la tierra. Y
pronto. Así razonaban los moralistas ilustrados. Su filosofía tendrá una
sola meta: la búsqueda y captura de la felicidad.
Deberíamos recordar, aconseja uno de ellos, que los egipcios no fueron
felices, ni los cultivados griegos, ni los poderosos romanos, ni la Europa
cristiana. Y no lo fueron porque nunca se lo propusieron seriamente,
científicamente. La felicidad de los ilustrados es calculada y programada, y
ello les exije conformarse con un producto devaluado. Para los creyentes en la
diosa Razón, moderar la imaginación y razonar a fondo es el punto de partida
de una vida feliz. La imaginación no debe anticipar los males, ni
magnificarlos, y tampoco debe perseguir alegrías inaccesibles y multiplicar
los espejismos. Con la serena razón debemos ver la vida como es, sin pedir lo
que no puede ser. No nos quejemos de una condición mediocre. Pensemos
cuántas calamidades no hemos tenido que soportar. "Los esclavos, los que
no tienen de qué vivir, los que sólo viven con el sudor de su frente, los
que languidecen con enfermedades crónicas, son una gran parte del género
humano. ¿Qué ha faltado para que fuésemos de ella? Aprendamos cuán
peligroso es ser hombres y contemos las desdichas de que estamos exentos como
otros tantos peligros de que hemos escapado" (Fontenelle, Du bonheur).
Con este pragmático realismo, administremos nuestros pequeños pero reales
bienes. Huyamos de las alboratadas pasiones, que sólo provocan trastornos y
penas. Busquemos la vida tranquila y la armonía con nosotros mismos. Y si
alguien piensa que esa vida es aburrida, no discutiremos con él: ¿qué idea
tendrá de la condición humana el que se queja de estar sólo tranquilo? Es
cierto que la mala fortuna siempre nos puede jugar una mala pasada, pero si
estamos alerta podemos prevenir muchos azares. En la medida en que vigilamos,
somos los conductores de nuestra propia vida. Vivamos en el presente y
llenemos nuestros días de sus pequeñas alegrías: una conversación
agradable, un rato de deporte, una lectura. Lo presente es lo que importa,
pues el porvenir es un charlatán que nos engaña a menudo. No nos pongamos
trágicos, ni siquiera al pensar en la muerte; ni siquiera al tenerla delante.
Cultivemos el buen humor, ese vestido que deberíamos llevar todos los días.
Pongamos sobre nuestra nariz unas gafas benevolentes para que todo adquiera
color risueño. El día que los hombres sonrían desaparecerán muchos venenos
del espíritu.
Al establecimiento de la felicidad universal debía contribuir una nueva
virtud: la tolerancia universal. Si alguien niega su necesidad y sus ventajas,
puede ser considerado como un auténtico monstruo. Hemos de convivir por el
respeto, no por el hierro y el fuego. Por desgracia, el optimismo universal de
los ilustrados no desembocó en la tolerancia ni en la concordia política.
Los filósofos no gobernaron los Estados, pues lo siguieron haciendo los
eternos Maquiavelos. Tampoco hubo, por supuesto, paz universal. El progreso
científico también hizo progresar la capacidad militar de destrucción. En
cualquier momento, el hambre y la peste aparecían y diezmaban algunas
provincias. "En todas partes se sufría, como es ordinario. Sin embargo,
la Europa occidental quería persuadirse de que vivía en el mejor de los
mundos posibles; y la doctrina del optimismo era su gran recurso" (Paul
Hazard, El pensamiento europeo en el siglo XVIII).
La felicidad ilustrada tiene su traducción pragmática en Gran Bretaña: el
utilitarismo. Se trata de una nueva versión del hedonismo, al modo de Epicuro:
buscar inteligentemente el placer y evitar el dolor. Ahí está la felicidad,
único fin de los actos humanos para Stuart Mill, "única prueba por la
cual se juzga la conducta humana; de donde se sigue necesariamente que éste
debe ser el criterio de la moral". Aunque parece un criterio moral claro
y verificable, no lo es en absoluto. Sus propios fundadores no se ponen de
acuerdo. Bentham ideó un cálculo hedonístico para medir la mayor felicidad
posible para el mayor número posible. A su juicio, sólo el placer es la
fuente genuina de la felicidad. Después, Mill distinguió entre placeres
inferiores y superiores, según un criterio cualitativo: "Es mejor ser un
Sócrates desgraciado que un cerdo satisfecho".
MacIntyre, en su Historia de la Ética, señala que el problema de escoger
como criterio moral conceptos como placer, deber o felicidad consiste en su
degeneración. Nacen como nociones que apuntan a ciertas metas, y se
transforman en posibilidad de dirigirse a cualquier meta. Si placer y
felicidad significan algo diferente para cada persona, el utilitarismo ya no
sirve como criterio, y si significan algo determinado, entonces es falso que
todos los hombres lo deseen o deban desearlo. Por otra parte, sólo se debe
aspirar a la felicidad para el mayor número cuando en la sociedad se aceptan
normas básicas de conducta decente. ¿Qué aplicación tendría el principio
de máxima felicidad en una sociedad que pone su aspiración común en el
asesinato en masa de los judíos?
39. Teresa de Calcuta en internet
Encontré su resumen de la felicidad navegando por la red, como un tesoro a la
deriva informática, como un regalo capaz de sorprender a cualquier internauta.
Transcribo lo que apareció en mi pantalla:
El día más bello: hoy.
La cosa más fácil: equivocarse.
El obstáculo más grande: el miedo.
El mayor error: abandonarse.
La raíz de todos los males: el egoísmo.
La distracción más bella: el trabajo.
La peor derrota: el desaliento.
Los mejores maestros: los niños.
La primera necesidad: comunicarse.
La mayor felicidad: ser útil a los demás.
El misterio más grande: la muerte.
El peor defecto: El mal humor.
El ser más peligroso: el mentiroso.
El sentimiento más ruin: el rencor.
El regalo más bello: el perdón.
Lo más inprescindible: el hogar.
La ruta más rápida: el camino correcto.
La sensación más grata: la paz interior
El arma más eficaz: la sonrisa.
El mejor remedio: el optimismo.
La mayor satisfacción: el deber cumplido.
La fuerza más poderosa: la fe
Los seres más necesitados: los padres.
Lo más hermoso de todo: el amor.
Gentileza
de http://www.arvo.net/
para la BIBLIOTECA CATÓLICA DIGITAL