¿La moral ayuda a pensar bien?

Entrevista con Alfonso Aguiló,
Vicepresidente del Instituto Europeo de Estudios de la Educación (IEEE)

 

Algunos piensan que cada uno debe ir sacando de su experiencia personal sus propios criterios morales, y que, por tanto, inculcar a una persona unos principios morales preestablecidos es un modo de lavarle el cerebro.

 

Sin embargo, lavar el cerebro a una persona es disminuir su capacidad de juzgar razonadamente; pero educar a las personas para desarrollar el hábito de ser veraces, o generosas, o justas, o respetuosas con los demás, no puede decirse que atente contra su capacidad de tomar decisiones razonables, sino justamente al revés. Los buenos hábitos morales refuerzan la capacidad de juzgar razonablemente. En cambio, cuando faltan, resulta más fácil que se extravíe la razón. Sobre estas cuestiones entrevistamos hoy a Alfonso Aguiló, autor del libro 25 Cuestiones actuales en torno a la fe (Editorial Palabra, Colección “Hacer Familia” nº 59, Madrid, octubre 2001).

LA EDUCACIÓN ÉTICA LIBERA

—¿Qué diría usted a los que valoran poco la educación moral porque dicen que no siempre está claro qué es lo bueno o lo malo...?

Es cierto que hay aplicaciones prácticas en las que no es fácil discernir lo mejor de lo peor, pues la ética no es una ciencia exacta, como pueden serlo las matemáticas, pero hay muchas cosas que están bastante claras y son accesibles a cualquiera que busque la verdad ética con empeño y rectitud.

La moral es una ciencia a veces difícil, y su aprendizaje está efectivamente sujeto a posibles errores, pero esos posibles errores no disminuyen importancia de la moral, ni su necesidad, de la misma manera que el hecho de que una persona se equivoque al sumar no significa que las matemáticas estén equivocadas, ni que sean poco importantes. El fallo y el error son inherentes al obrar humano, y también a la educación y la enseñanza (incluidas las matemáticas), pero ese riesgo no debe disuadirnos de buscar la verdad moral ni de ayudar a los demás a buscarla.

Todo hombre percibe en su interior la existencia de una ley que no se dicta a sí mismo y a la cual debe obedecer. La moral es decisiva para la dignidad del hombre. Por eso, desatender el deber moral no hace al hombre más libre, como si fuera algo de lo que al hombre conviniera liberarse, sino que lo degrada, lo desplaza a un escalón infrahumano, y lo aparta de la felicidad.

¿CON QUÉ DERECHO HABLA LA IGLESIA?

—¿Y qué diría a quienes aceptan una ley moral natural, pero piensan que la Iglesia no tiene derecho a decir cuál es esa ley natural?


En primer lugar les diría que la Iglesia goza de libertad de expresión, como cualquier otra instancia social en una sociedad democrática. Por tanto, es perfectamente legítimo que la Iglesia hable con libertad sobre lo que considera bueno o malo, como lo hacen los gobiernos, los sindicatos, las asociaciones que defienden la naturaleza, y como lo hace todo el mundo.

—Bien, pero dicen que la Iglesia no puede imponer su criterio y dictar leyes al Estado...

La Iglesia no lo pretende, desde luego. Pero se considera en el deber de aportar a la sociedad la luz de la fe. Una luz que puede iluminar profundamente y con gran eficacia muchos aspectos de la vida civil y responder a muchos interrogantes que se plantean.

Además, es interesante recordar que la idea de la separación entre la Iglesia y el Estado fue un legado cristiano, y un factor determinante para el avance de la libertad. Antes del cristianismo había una identidad generalizada entre la constitución política y la religión. En todas las culturas, el Estado poseía un carácter sagrado, y ese fue, por ejemplo, el principal punto de confrontación entre el cristianismo y el imperio romano, que toleraba las religiones privadas sólo si reconocían el culto al Estado. El cristianismo no aceptó esa condición, y cuestionó así la construcción fundamental del imperio romano y del antiguo mundo.

Esa separación, además, no es entendida así en todas las religiones. Por ejemplo, la esencia misma del Islam no la admite, pues el Corán es una ley religiosa que regula la totalidad de la vida política y social, todo el ordenamiento de la vida. La Sharíah configura la sociedad de principio a fin. La Iglesia, en cambio, se limita a recordar lo que considera que son los principios morales fundamentales, y se dirige a todos aquellos que quieran escucharla. Y como es natural, no está obligada a que su mensaje coincida con lo que diga o haga el poder establecido. Por eso la Iglesia pide libertad para hablar.

¿IMPONER VALORES RELIGIOSOS A LA SOCIEDAD CIVIL?

—Algunos se quejan de que la Iglesia parece querer imponer a la sociedad civil sus valores religiosos.


La Iglesia no trata de imponer a nadie una religión o unas creencias. El Concilio Vaticano II recordó con claridad el esmero que la Iglesia y los católicos han de tener por respetar la libertad religiosa de todos los hombres. La Iglesia católica expresa con libertad su mensaje, dirigido a los fieles católicos y a todos los hombres de buena voluntad que quieran escucharlo. No sería sensato decir que, por el simple hecho de hablar, la Iglesia pretende imponer sus valores a la sociedad civil. Sólo hace uso de la libertad de expresión, a la que, por fortuna, todos tenemos derecho.

Uno de los cometidos de la Iglesia católica es despertar la sensibilidad del hombre hacia la verdad, el sentido de Dios y la conciencia moral. La Iglesia procura infundir coraje y aliento para vivir y actuar con coherencia, para aportar convicciones que sean un buen fundamento para la vida del hombre. Y lo hace hablando a las conciencias de todos, aunque muchas veces sea una tarea ingrata y desagradecida, como sucede cuando se dirige a algunos poderes que parecen no querer que nadie opine sobre lo que hacen.

El Papa y los obispos están dispuestos a decir la verdad, aunque se enfrenten con una oposición cultural, pequeña o grande. Y lo hacen en sus declaraciones y documentos contra el racismo o la xenofobia; o cuando rechazan la cultura del divorcio, o defienden el derecho a la vida de los aún no nacidos, o de los minusválidos, o los enfermos terminales; cuando cuestionan la laxitud sexual o cuando alientan a las naciones a ser fieles a su compromiso con la libertad y la justicia para todos. La Iglesia protestará cada vez que corra peligro la vida humana, ya sea por el aborto, la explotación de niños, malos tratos a mujeres, injusticias económicas, abandono de enfermos o inmigrantes, o por cualquier forma de abuso o explotación.

—La Iglesia emitirá su juicio si quiere, pero luego es la mayoría parlamentaria quien decide...

Por supuesto, y la Iglesia es la primera en aceptarlo. Pero si la mayoría parlamentaria decide legalmente algo injusto, no por eso se convertirá en justo. Uno de los principales cometidos de la Iglesia es sensibilizar a los hombres ante los valores morales y denunciar a quien atente contra ellos, sea quien sea, porque ni el Estado ni nadie es soberano absoluto de las conciencias ni de la sociedad.

—¿Pero con qué autoridad se opone la Iglesia al poder político legítimamente constituido?

La Iglesia expresa en voz alta un criterio ético o moral. No se presenta como un tribunal o un censor universal, ni trata de ir dando lecciones a nadie. Simplemente considera que ha recibido de Dios una luz sobre el hombre, de la cual se derivan, a su entender, los derechos y deberes humanos. Y expresa su criterio, como cualquier otra persona o institución. La Iglesia emite, en una situación determinada, un juicio moral; procura denunciar el mal, sacar a la luz el bien y animar a los hombres a buscar soluciones de forma positiva, porque se considera responsable no sólo de su bien particular, sino del bien de todos, y debe pedir que se respete el derecho de todos.

LA FUERZA DE LOS ESTEREOTIPOS

—¿Y por qué no se escucha más a la iglesia?


Habría que hacer un esfuerzo para superar viejos estereotipos. Es muy conocida la narración de Kierkegaard sobre el payaso y la aldea en llamas. El relato cuenta cómo en un circo de Dinamarca se declaró un incendio. El director del circo pidió a uno de los payasos, que ya estaba preparado para actuar, que fuera corriendo a la aldea vecina para pedir auxilio y avisar de que había peligro de que las llamas se extendiesen hasta la aldea, arrasando a su paso los campos secos y toda la cosecha. El payaso corrió a la aldea y pidió a sus habitantes que fuesen con la mayor urgencia al circo para apagar el fuego. Pero los aldeanos creyeron que se trataba de un truco ideado para que asistiesen en masa a la función. Aplaudieron y hasta lloraron de risa.

Al payaso le daban aún más ganas de llorar. En vano trataba de explicarles que no se trataba de un truco ni de una broma, sino que debían tomarlo muy en serio y que el circo estaba ardiendo realmente. Su énfasis no hizo sino aumentar las carcajadas. Creían los aldeanos que estaba desempeñando su papel de maravilla, y reían despreocupados..., hasta que por fin las llamas llegaron a la aldea. La ayuda llegó demasiado tarde, y tanto el circo como la aldea fueron consumidos por las llamas.

Esta narración puede ilustrar la situación por la que a veces pasan los cristianos, o la propia Iglesia como tal, cuando comprueban su fracaso en el intento de que los hombres escuchen su mensaje. Aunque se esfuercen en presentarse con toda seriedad, observan que muchos escuchan despreocupados, sin temor al grave peligro del que se les advierte.
La Iglesia se encuentra muchas veces con una enorme y agobiante dificultad para remover algunos estereotipos del pensamiento o del lenguaje, con la tristeza de no conseguir hacer ver que la fe es algo sumamente serio en la vida de los hombres. Por eso es preciso por parte de los cristianos un esfuerzo de comprensión, de explicación, de capacidad comunicativa.

¿Y UNA ÉTICA LAICA?

—Algunos defienden que sólo valdría una ética laica, sin tintes religiosos, y que la religión quede como algo personal de cada uno.


Puede y debe haber un debate social laico sobre la ética, pero lo que sería un abuso es pretender silenciar las convicciones morales de los demás –sea una persona, la Iglesia, o cualquier institución–, sólo porque esas ideas o esas personas tienen conexión con unas creencias religiosas. Actuar así no es neutral ni laico, sino injusto, pues supone dejar hablar sólo al que no es creyente.

Por otra parte, pienso que cuando Dios está presente –y presente sin pretender acomodarlo al propio capricho, se entiende–, es más fácil que se observen las leyes morales. En cambio, quien prescinde voluntariamente de Dios y no admite que haya nadie superior a él que juzgue sus acciones, se encuentra más indefenso ante la tentación de convertirse en la única instancia que decide lo que es bueno o malo, en función de sus propios intereses. ¿Por qué ayudar a una persona que difícilmente me podrá corresponder? ¿Por qué perdonar? ¿Por qué ser fiel a mi marido o mi mujer cuando es tan fácil no serlo? ¿Por qué no aceptar esa pequeña ganancia fácil? ¿Por qué arriesgarse a decir la verdad en vez de dejar que sea otro quien pague las consecuencias de mi error?

Sin religión es más fácil dudar si vale la pena ser fiel a la ética. Sin religión es más fácil no ver claro por qué se han de mantener conductas que suponen sacrificios. Eso no significa que el creyente obre siempre rectamente, ni que no se engañe nunca; pero al menos no está solo. Está menos expuesto a engañarse a sí mismo diciéndose que es bueno lo que le gusta y malo lo que no le gusta. Sabe que tiene dentro una voz moral que en determinado momento le advertirá: basta, no sigas por ahí.

Carlos Azarola

 

Gentileza de http://www.arvo.net/
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