Buscar la verdad
Por
J.R. Ayllón
De pequeña me decían: ¿Por qué no vas a jugar en vez de hacer
preguntas más grandes que tú? Pero yo quería la verdad. Quería la verdad de
mi vida y en mi vida. Quería una verdad que me hiciese comprender también la
verdad de todas las demás vidas. Después, cuando crecí, me dijeron que la
verdad no existía o, mejor dicho, que existían tantas como hombres hay en el
mundo, y que buscar la verdad era una pretensión infantil, ingenua e inútil.
Susanna Tamaro
51.
La duda, la opinión y la certeza
¿Qué hace bueno el diagnóstico de un médico? ¿Qué hace buenas la
decisión de un árbitro y la sentencia de un juez? Sólo esto: la verdad. Por
eso, una vida digna sólo se puede sostener sobre el respeto a la verdad. Pero
conocer la verdad no es fácil. De hecho, la credibilidad que otorgamos a
nuestros propios conocimientos admite tres grados: la duda, la opinión y la
certeza. En la duda fluctuamos entre la afirmación y la negación de una
determinada proposición. Por encima de la duda está la opinión: adhesión a
una proposición sin excluir la posibilidad de que sea falsa. El hombre se ve
obligado a opinar porque la limitación de su conocimiento le impide alcanzar
a menudo la certeza: puede llover o no llover, puedo morir antes o después de
cumplir setenta años. La libertad humana es otro claro factor de
incertidumbre: hablar sobre la configuración futura de la sociedad o de
nuestra propia vida, es entrar de lleno en el terreno de lo opinable. Lo cual
no significa que todas las opiniones valgan lo mismo. Si así fuera, se ha
dicho maliciosamente que habría que tener muy en cuenta la opinión de los
tontos, pues son mayoría. Séneca aconsejaba que las opiniones no debían ser
contadas sino pesadas.
Llamamos escéptico al que niega toda posibilidad de ir más allá de la
opinión. Por tanto, el escepticismo es la postura que niega la capacidad
humana para alcanzar la verdad. La palabra procede del griego sképtomai, que
significa examinar, observar detenidamente, indagar. En sentido filosófico,
escepticismo es la actitud del que reflexiona y concluye que nada se puede
afirmar con certeza, por lo que más vale refugiarse en la abstención de todo
juicio. Por fortuna, no todo es opinable. Lo que se conoce de forma
inequívoca no es opinable sino cierto. Y no se debe tomar lo cierto como
opinable, ni viceversa: no puedes opinar que la Tierra es mayor que la Luna,
ni asegurar con certeza que la república es la mejor forma de gobierno.
La certeza se fundamenta en la evidencia, y la evidencia no es otra cosa que
la presencia patente de la realidad. La evidencia es mediata cuando no se da
en la conclusión sino en los pasos que conducen a ella: no conozco a los
padres de Antonio, pero la existencia de Antonio evidencia la de sus padres,
la hace necesaria. La existencia de Antonio, al que veo todos los días, es
para mí una certeza inmediata; la existencia actual o pasada de sus padres, a
los que nunca he visto, también me resulta evidente, pero con una evidencia
no directa sino mediata, que me viene por medio de su hijo.
La condición limitada del hombre hace que la mayoría de sus conocimientos no
se realicen de forma inmediata. Son pocos los hombres que han visto las
moléculas, los fondos marinos, la estratosfera o Madagascar. La mayoría de
los hombres tampoco han visto jamás, ni verán nunca, a Julio César o a
Carlomagno. Sin embargo, conocen con certeza la existencia de esas y otras
muchas personas y realidades. Su certeza se apoya en un tipo de evidencia
mediata: la proporcionada por un conjunto unánime de testigos. En un caso, la
comunidad científica; en otro, las imágenes de todos los medios de
comunicación; y si se trata de hechos o personajes del pasado, los
testimonios elocuentes de la historia y de la arqueología.
Estas evidencias mediatas se apoyan no en propios razonamientos sino en
segundas o terceras personas. Si no admitiéramos su valor, si no creyéramos
a nadie, nuestros padres no podrían educarnos, la ciencia no progresaría, no
existiría la enseñanza, leer no tendría sentido... Es decir, si sólo
concediésemos valor a lo conocido por uno mismo, la vida social, además de
estar integrada por individuos ignorantes, sería imposible. Por tanto, es
necesario y razonable dar crédito, creer.
¿Puede tener certeza quien cree? Sabemos que la certeza nace de la evidencia.
¿Qué evidencia se le ofrece al que cree? Sólo una: la de la credibilidad
del testigo. El que no ha estado en América cree en los que sí han estado y
atestiguan su existencia. El que nunca ha visto a Hitler cree a los que sí lo
vieron. Y antes que Hitler, Napoleón, el Cid o Nerón. En todos estos casos
es evidente la credibilidad de los testigos. Y entre esos casos debemos
incluir los que dan origen a algunas creencias religiosas. Por eso, la fe
-creer el testimonio de alguien- es una exigencia racional, y su exclusión es
una reducción arbitraria de las posibilidades humanas.
52. La inclinación subjetiva
Si la verdad es la adecuación entre el entendimiento y la realidad, depende
más de lo que son las cosas que del sujeto que las conoce. Ese sentido tienen
los versos de Antonio Machado:
¿Tu verdad? No, la Verdad,
y ven conmigo a buscarla.
La tuya, guárdatela.
Es el sujeto quien debe adaptarse a la realidad, reconociéndola como es, de
forma parecida a como el guante se adapta a la mano. Pero no siempre sucede
así. El subjetivismo surge precisamente cuando la inteligencia prefiere
colorear la realidad según sus propios gustos: entonces la verdad ya no se
descubre en las cosas sino que se inventa a partir de ellas.
La causa más frecuente del subjetivismo son los intereses personales. Con
frecuencia, la atracción de la comodidad, de la riqueza, del poder, de la
fama, del éxito, del placer o del amor, pueden tener más peso que la propia
verdad. Por eso, si suspendo un examen, nunca será por no haberlo estudiado
sino por mala suerte o por exigencia excesiva del profesor. Y si el suspendido
es un niño, mamá jamás dudará de la capacidad de la criatura: antes
pondrá en duda la idoneidad del profesor o del libro de texto, o asegurará
que su hijo es listísimo aunque "algo" vago y despistado.
El subjetivismo, además de afectar a lo más trivial, también deforma las
cuestiones más graves: el terrorista está convencido de que su causa es
justa; la mujer que aborta quiere creer que sólo interrumpe el embarazo; el
suicida se quita la vida bajo el peso de problemas no exactamente reales,
agigantados por su enfermiza subjetividad; al antiguo defensor de la
esclavitud y al moderno racista les conviene pensar que los hombres somos
esencialmente desiguales.
Para que la verdad sea aceptada es preciso que encuentre una persona habituada
a reconocer las cosas como son, y el que vive según sus exclusivos intereses
suele carecer de la fortaleza necesaria para afrontar las consecuencias de la
verdad. Pero al hombre no le resulta fácil hacer o pensar lo que no debe. Por
eso, para evitar esa violencia interna, si se vive de espaldas a la verdad se
acaba en la autojustificación. La historia humana es una historia plagada de
autojustificaciones más o menos pobres. Ya decía Hegel que todo lo malo que
ha ocurrido en el mundo, desde Adán, puede justificarse con buenas razones.
Al menos, puede intentarse.
53. El peso de la mayoría
Por su identificación con la realidad, la verdad no consiste en la
opinión de la mayoría, ni el el común denominador de las diferentes
opiniones. Por eso, elegir como criterio de conducta lo que hace o piensa la
mayoría de la gente constituye una pobre elección, y suele ser la coartada
de la propia falta de personalidad o del propio interés. Además, invocar la
mayoría como criterio de verdad equivale a despreciar la inteligencia. En
este sentido, E. Fromm piensa que el hecho de que millones de personas
compartan los mismos vicios no convierte esos vicios en virtudes; el hecho de
que compartan muchos errores no convierte éstos en verdades; y el hecho de
que millones de personas padezcan las mismas formas de patología mental no
hace de estas personas gente equilibrada.
Es un gran error confundir la verdad con el hecho puro y simple de que un
determinado número de personas acepten o no una proposición. Si se acepta
esa identificación entre verdad y consenso social, cerramos el camino a la
inteligencia y la sometemos a quienes pueden crear artificialmente ese
consenso con los medios que tienen a su alcance. Es como decir que ya no
existe la verdad, y que se debe considerar como tal aquello que decide quien
tiene poder para imponer mayoritariamente su opinión. "Por suerte, la
opinión pública todavía no se ha dado cuenta de que opina lo que quiere la
opinión privada", decía el director de una importante empresa de
comunicación.
La mentira se puede imponer de muchas maneras, y no sólo con la complicidad
de los grandes medios de comunicación. Sin ellos, Sócrates fue calumniado
hace más de dos mil años: "Sí, atenienses, hay que defenderse y tratar
de arrancaros del ánimo, en tan corto espacio de tiempo, una calumnia que
habéis estado escuchando tantos años de mis acusadores. Y bien quisiera
conseguirlo, mas la cosa me parece difícil y no me hago ilusiones.
Intrigantes, activos, numerosos, hablando de mí con un plan concertado de
antemano y de manera persuasiva, os han llenado los oídos de falsedades desde
hace ya mucho tiempo, y prosiguen violentamente su campaña de calumnias"
(Platón, Apología de Sócrates).
Sócrates representa la situación del hombre aislado por defender verdades
éticas fundamentales. Pertenece a esa clase de hombres apasionados por la
verdad e indiferentes a las opiniones cambiantes de la mayoría. Hombres que
comprometieron su vida en la solución a este problema radical: ¿es
preferible equivocarse con la mayoría o tener razón contra ella?
54. La pregunta de Pilatos
¿Qué es la verdad? La famosa pregunta de Pilatos es el gran interrogante
de toda la humanidad, porque la vida humana es un laberinto que sólo puede
recorrer con seguridad quien conoce sus caminos. Con metáfora parecida al
laberinto, se nos sugiere que lo que vemos de la realidad podría ser
solamente la primera planta de un enorme edificio con innumerables pisos por
encima y bajo tierra. No es mala imagen, pero nos gustaría un poco más de
rigor y acudimos a Stephen Hawking, uno de los astrofísicos sucesores de
Einstein, tristemente famoso por su condena a silla de ruedas por esclerosis
múltiple. Al final de su ensayo Breve historia del tiempo, se atreve a decir
que la ciencia jamás será capaz de responder a la última de las preguntas
científicas: por qué el universo se ha tomado la molestia de existir.
¿Eso significa que moriremos en nuestra ignorancia? Pascal reconoce que
apenas sabemos lo que es un cuerpo vivo; menos aún lo que es un espíritu; y
no tenemos la menor idea de cómo pueden unirse ambas incógnitas formando un
sólo ser, aunque eso somos los hombres. Otro matemático y filósofo como
Pascal, Edmund Husserl, afirma que la ciencia nada tiene que decir sobre la
angustia de nuestra vida, pues excluye por principio las cuestiones más
candentes para los hombres de nuestra desdichada época: las cuestiones sobre
el sentido o sinsentido de la existencia humana.
No sabemos muy bien quiénes somos ni quién ha diseñado un mundo a la medida
del hombre, pero sospechamos que detrás de esa ignorancia se esconde el
fundamento de lo real. Los grandes pensadores de todos los tiempos han sido
personas obsesionadas por esa curiosidad. Todas sus soluciones han sido
siempre provisio-nales, pero han nacido de la experiencia dolorosa de la gran
ausencia. Pues al salir al mundo y contemplarlo, se les ha hecho patente lo
que Descartes llamaba el sello del Artista.
La ciencia nació para explicar racionalmente el mundo, pero descubrió con
sorpresa que la explicación racional del mundo conduce muy lejos. Así
surgió la filosofía, para explicar lo que hay más allá de lo que vemos.
Con otras palabras: cuando la ciencia se asomó a las profundidades de la
realidad material, descubrió que la realidad material no era toda la
realidad: había algo más. Ese algo más se esconde dentro y fuera de la
materia. Dentro de todos los seres aparecen dos cualidades inmateriales: el
orden y la finalidad. Pero es el ser humano quien acapara en su interioridad
el mayor número de aspectos inmateriales: sensaciones y sentimientos,
razonamientos y elecciones libres, responsabilidad y autoconciencia. El cuerpo
humano es estudiado por la Medicina y la Biología, pero la interioridad
humana exige una ciencia diferente. Fueron los griegos quienes se plantearon
por primera vez estas cuestiones de alcance metafísico.
Fuera de la materia también hay algo más, como una tercera realidad. Lo
mismo que el arqueólogo sabe que las ruinas son huellas de espléndidas
civilizaciones, cualquier hombre puede interpretar toda la realidad como una
huella: la de un artista anterior y exterior a su obra. En ese momento empieza
a filosofar. El historiador puede preguntarse quién pulió el sílex o
escribió la Odisea. El que filosofa se pregunta algo mucho más decisivo:
quién ha diseñado el universo.
Así, el intento de comprensión del laberinto nos lleva a Dios. El tema de
Dios quizá no esté de moda, y quizá no sea políticamente correcto. Pero es
que Dios tampoco es un tema, y está muy por encima de las trivialidades de la
espuma política. La razón humana llega a Dios en la medida en que pregunta
por el fundamento último de lo real. En esa misma medida podemos afirmar,
como Kant, que Dios es el ser más difícil de conocer, pero también el más
inevitable. De hecho, aunque está claro que Dios no entra por los ojos,
tenemos de Él la misma evidencia racional que nos permite ver detrás de una
vasija al alfarero, detrás de un edificio al constructor, detrás de una
acuarela al pintor, detrás de una página escrita al escritor. Esto lo
expresa de forma magnífica San Agustín:
Pregunta a la hermosura de la tierra, del mar, del aire dilatado y difuso.
Pregunta a la magnificencia del cielo, al ritmo acelerado de los astros, al
sol -dueño fulgurante del día- y a la luna -señora esplendente y temperante
de la noche-. Pregunta a los animales que se mueven en el agua, a los que
moran en la tierra y a los que vuelan en el aire. Pregunta a los espíritus,
que no ves, y a los cuerpos, que te entran por los ojos. Pregunta al mundo
visible, que necesita de gobierno, y al invisible, que es quien gobierna.
Pregúntales a todos, y todos te responderán: "míranos; somos
hermosos". Su hermosura es una confesión. ¿Quién hizo, en efecto,
estas hermosuras mudables sino el que es la hermosura sin mudanza?
La pregunta de Pilatos era retórica y no esperaba respuesta. Por eso no la
recibió. Pero si el gobernador romano se hubiera tomado la molestia de
informarse un poco más sobre el acusado, quizá hubiera temblado al saber que
aquel judío ya se había pronunciado al respecto con una afirmación jamás
oída a ningún hombre: "Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida".
Gentileza
de http://www.arvo.net/
para la BIBLIOTECA CATÓLICA DIGITAL