El afecto
Por
J.R. Ayllón
En nueve de cada diez casos, el afecto es la causa de toda
felicidad sólida y duradera.
C. S. Lewis
6.-La
primera forma de amar
Una forma sencilla y excelente de disfrutar de la vida es el afecto. Es la
primera forma de amar y la más democrática, al alcance de todas las
fortunas, pues se reduce a la mera satisfacción de estar juntos. De algunas
mujeres podemos asegurar que no provocarán grandes pasiones, y de algunos
hombres que les costará tener amigos, pues unas y otros parece que no tienen
nada que ofrecer. Pero todo el mundo puede mirar y ser mirado con afecto,
también el feo, el estúpido y el de carácter difícil. C. S. Lewis dice que
no se necesita nada manifiestamente valioso entre quienes une el afecto, y por
eso pueden ser tratados con mucho afecto un minusválido y un deficiente
mental.
El afecto -sigo de cerca a Lewis- ignora barreras de edad, sexo, inteligencia
y nivel social. Por eso puede darse entre un jefe de Estado y su chófer,
entre un premio Nobel y su antigua niñera, entre Don Quijote y Sancho Panza,
aunque sus cabezas vivan en mundos diferentes. En este sentido no puede ser
más elocuente el testimonio de Jesús Jorge García, chófer del doctor
Vallejo-Nágera. Se lo contaba en 1990 a José Luis Olaizola en La puerta de
la esperanza, el libro que narra la vida y la enfermedad mortal del famoso
psiquiatra.
La sustancia del afecto es sencilla: una mirada, un tono de voz, un chiste,
unos recuerdos, una sonrisa, un paseo, una afición compartida. La mirada
afectuosa nos enseña en primer lugar que las personas están ahí, y después
que podemos pasar por alto lo que nos moleste de ellas, que es bueno
sonreírles, y que podemos llegar a tratarlas con cordialidad y aprecio. El
afecto puede surgir y arraigar sin exigir cualidades brillantes, y por eso
podemos conseguirlo con poco esfuerzo. Pero tampoco tenemos derecho a él.
Más bien, tenemos la esperanza razonable de ser estimados por familiares,
amigos y colegas si nosotros y ellos somos más o menos normales, si no somos
insoportables.
Lewis asegura que, en nueve de cada diez casos, el afecto es la causa de toda
felicidad sólida y duradera. Pero matiza su afirmación aclarando que esa
felicidad sólo se logra si hay un interés recíproco por dar y recibir.
Además de sentimiento, el afecto requiere cierta dosis de sentido común,
imaginación, paciencia y abnegación. De lo contrario, "si tratamos de
vivir sólo de afecto, el afecto nos hará daño".
7.-El viejo y el mar
En la más célebre de sus novelas, Hemingway nos habla de un viejo pescador
que salía cada mañana en su bote y llevaba tres meses sin coger un pez. Un
muchacho le había acompañado los primeros cuarenta días, hasta que sus
padres le habían ordenado salir en otro bote que capturó tres buenos peces
la primera semana. Pero el viejo había enseñado al muchacho a pescar desde
niño, y el muchacho no lo olvidaba.
-Yo podría volver con usted. Hemos hecho algún dinero.
-No -dijo el viejo-. Tú sales en un bote que tiene buena suerte. Sigue con
ellos.
-Pero recuerde que una vez llevaba ochenta y siete días sin pescar nada y
luego cogimos peces grandes todos los días durante tres semanas.
-Lo recuerdo -dijo el viejo-. Y sé que ahora no me has dejado porque hayas
perdido la esperanza.
Entristecía al muchacho ver al viejo regresar todas las tardes con las manos
vacías, y siempre bajaba a ayudarle a descargar los aparejos. Un día propuso
al viejo tomar una cerveza en el puerto, y estuvieron charlando.
-¿Puedo ir a buscarle sardinas para mañana?
-No. Ve a jugar al béisbol.
-Si no puedo pescar con usted, me gustaría ayudarle de alguna forma.
-Me has pagado una cerveza -dijo el viejo-. Ya eres un hombre.
Después marcharon juntos camino arriba hasta la cabaña del viejo, mientras
el lector se siente cautivado por la profunda humanidad de ese afecto.
-¿Qué tiene para comer? -preguntó el muchacho al llegar a la cabaña.
-Una cazuela de arroz amarillo con pescado. ¿Quieres un poco?
-No. Comeré en casa.
El muchacho sabía que no había ninguna cazuela de arroz amarillo con
pescado.
-Déjeme traerle cuatro cebos frescos.
-Uno -dijo el viejo.
-Dos -replicó el muchacho.
-Dos -aceptó el viejo-. ¿No los habrás robado?
-Lo hubiera hecho. Pero éstos los compré.
-Gracias -dijo el viejo con sencillez.
"Ahora voy a por las sardinas", dijo el muchacho, y añadió:
"abríguese, viejo. Recuerde que estamos en septiembre". Cuando
volvió, el viejo estaba dormido en una silla, a la puerta de la cabaña. El
sol se estaba poniendo. El muchacho cogió la frazada del viejo de la cama y
se la echó sobre los hombros. El periódico yacía sobre sus rodillas y el
peso de sus brazos lo sujetaba allí contra la brisa del atardecer. Estaba
descalzo. El muchachó entró un rato en la cabaña y, cuando volvió, el
viejo estaba todavía dormido.
-Despierte, viejo -dijo el muchacho, y puso su mano en una de sus rodillas.
El viejo abrió los ojos y por un momento fue como si regresara de muy lejos.
Luego sonrió.
-¿Qué traes? -preguntó.
-La comida -dijo el muchacho-. Vamos a comer.
-No tengo mucha hambre.
-Vamos, venga a comer. No puede pescar sin comer.
-Habrá que hacerlo -dijo el viejo, levantándose y cogiendo el periódico y
doblándolo. Luego empezó a doblar la frazada.
-No se quite la frazada -dijo el muchacho-. Mientras yo viva, no saldrá a
pescar sin comer.
-Entonces vive mucho tiempo y cuídate -dijo el viejo-. ¿Qué vamos a comer?
-Frijoles negros con arroz, plátanos fritos y un poco de asado.
El muchacho lo había traído de la Terraza en una tartera. Traía en el
bolsillo dos juegos de cubiertos, cada uno envuelto en una servilleta de
papel.
-¿Quién te ha dado esto?
-Martín. El dueño de la Terraza.
-Tengo que darle las gracias.
-Yo ya se las he dado -dijo el muchacho-. No tiene que dárselas usted.
-Le daré la ventrecha de un gran pescado -dijo el viejo.
El muchacho había traído dos cervezas con intención de devolver las
botellas.
-Muy amable de tu parte -dijo el viejo-. ¿Comemos?
-Es lo que yo proponía -respondió el muchacho.
-Pues ya estoy listo -dijo el viejo-. No necesito tiempo para lavarme.
¿Dónde se lavaba?, se preguntó el muchacho. El pozo del pueblo estaba a dos
manzanas de distancia, camino abajo. "Debí de haberle traído agua
-pensó el muchacho-, y jabón y una buena toalla. ¿Por qué seré tan
desconsiderado? Tengo que conseguirle otra camisa y una chaqueta para el
invierno y alguna clase de zapatos y otra frazada".
-Tu asado es excelente -dijo el viejo.
-Hábleme de béisbol -le pidió el muchacho.
-En la liga americana, como te dije, Los Yankees -dijo el viejo muy contento.
-Hoy perdieron -le dijo el muchacho.
-Eso no significa nada. El gran Di Maggio vuelve a ser lo que era.
Y siguieron hablando de béisbol.
-¿Quién es realmente el mejor manager, Luque o Mike González?
-Creo que son iguales.
-El mejor pescador es usted.
-No. Conozco otros mejores.
-Qué va -dijo el muchacho-. Hay muchos buenos pescadores y algunos grandes
pescadores. Pero como usted ninguno.
-Gracias. Me haces feliz. Ojalá no se presente un pez tan grande que nos haga
quedar mal.
-No existe tal pez, si está usted tan fuerte como dice.
-Quizá no esté tan fuerte como creo -dijo el viejo-. Pero conozco muchos
trucos y tengo voluntad.
-Ahora debiera ir a acostarse para estar descansado por la mañana. Yo
llevaré otra vez las cosas a la Terraza.
-Entonces buenas noches. Te despertaré por la mañana -dijo el viejo.
-Que duerma bien.
El muchacho salió. Habían comido sin luz en la mesa y el viejo se quitó los
pantalones y se fue a la cama a oscuras. Enrolló los pantalones para hacer
una almohada, poniendo el periódico dentro de ellos. Se envolvió en la
frazada y durmió sobre los otros periódicos viejos que cubrían los muelles
de la cama. Se quedó dormido en seguida y soñó con África, en la época en
que era muchacho y con las largas playas doradas, a veces tan blancas que
lastimaban los ojos. El viejo siempre soñaba con África, y cuando en sueños
olía la brisa de tierra, despertaba, se vestía y se iba a despertar al
muchacho.
La puerta de la casa donde vivía el muchacho no estaba cerrada con llave. La
abrió calladamente y entró descalzo. El muchacho estaba dormido en un catre
en el primer cuarto y el viejo podía verlo claramente a la luz de la luna
moribunda. Le cogió suavemente un pie y lo apretó hasta que el muchacho
despertó y se volvió y lo miró. El viejo le hizo una seña con la cabeza y
el muchacho cogió sus pantalones de la silla junto a la cama y, sentándose
en ella, se los puso. El viejo salió fuera y el muchacho vino tras él.
Estaba soñoliento y el viejo le echó el brazo sobre los hombros y dijo:
-Lo siento.
-Qué va -dijo el muchacho-. Es lo que debe hacer un hombre.
Hasta aquí, el resumen de las primeras páginas de El viejo y el mar. Si el
lector piensa qué es lo que hace surgir entre un pobre viejo y un muchacho
ese entrañable afecto, sin duda le parecerá decisivo el talante del viejo,
hecho de optimismo, cordialidad y ganas de vivir. El muchacho posee parecidas
cualidades, pues no en vano ha tenido cerca a un hombre en cuyo retrato leemos
que "todo en él era viejo, salvo sus ojos, y éstos tenían el color
mismo del mar y eran alegres e invictos". Como apuntaba Lewis, el afecto
no necesita cualidades brillantes, pero sí virtudes.
Gentileza
de http://www.arvo.net/
para la BIBLIOTECA CATÓLICA DIGITAL