IV

LA ESCUELA ESCOTISTA

 

La doctrina del primado universal de Cristo, con su argumentación basada en la noción de predestinación, en la jerarquía de los seres y en la bondad de Dios como principio último es una cosmovisión que tuvo su origen en Escoto y que ha sido permanentemente reelaborada por sus seguidores.

A través de los siglos la Escuela escotista no ha agregado nada substancialmente nuevo a cuanto ya había expuesto y defendido el maestro. Se asignó una doble tarea, llevada adelante con éxito.

Primero, defender la doctrina del primado de las oposiciones de la corriente contraria, especialmente mediante la demostración de la inconsistencia e insostenibilidad de sus fundamentos. En segundo lugar desarrollar armónicamente todas las virtualidades contenidas en el núcleo de la doctrina de Escoto.

En tiempos más recientes se le añade una tercera tarea, llevada a cabo también con suceso. Con la profundización y ampliación de los estudios bíblico‑positivos, destacar la consonancia perfecta entre la posición escotista y el pensamiento bíblico y patrístico. [1][1]

Las primeras generaciones de los teólogos escotistas, tal como Juan de Bassolis, Antonio Adrea, Pedro de Aquila, Francisco de Meyronnes, exponen nuevamente los grandes argumentos de Escoto añadiéndoles algunos motivos de conveniencia tomados de Alejandro de Hales. La solución escotista se expande fuera de las fronteras de la Orden Franciscana, como lo atestiguan algunos conocidos teólogos, como Dionisio el Cartujo, y Nicolás de Cusa.

El desarrollo de los principios propuestos por Escoto se manifiesta sobretodo cuando se aplica explícitamente la doctrina del primado de Cristo a la gracia y a la gloria de los Angeles, y a la gracia de Adán inocente. Algo más tarde ‑pero no siempre de modo explícito‑ se aplica también al Orden de la creación.  [2][2]

La doctrina de la Realeza universal de Cristo, característica de los seguidores de Escoto, nos permite especialmente medir y valorar dicho proceso de aplicación generalizada de los principios escotistas. [3][3]

En los primeros tiempos la Escuela acompaña sus teorías con una exposición muy lograda de la Escritura. El argumento principal y básico de la opinión tomista consistía en afirmar que la Escritura enseña claramente que el Verbo se ha hecho hombre para redimirnos. Se respondía que sin duda estamos ante una afirmación que es dogma de fe y que nadie puede negar, notando, contemporáneamente que una afirmación verdadera no equivale a una propuesta exclusoria.

La Escritura afirma que el Verbo se ha hecho hombre para redimirnos, pero de aquí no se puede deducir sin más que lo ha hecho solamente ni principalmente por ese motivo. No podemos encontrar ningún texto de la Escritura o de la enseñanza de la Iglesia que apoyen esta última afirmación. Según el pensamiento de los Padres, no es lícito limitar la argumentación a algunas citas textuales, sino que se ha de valorar el conjunto y el contexto general de la revelación y de la tradición de los Padres.

Estudios más recientes y profundos sobre el argumento, han demostrado que los Padres no son nada favorables a la opinión tomista  [4][4]. En los primeros tiempos la polémica con los tomistas sobre este punto particular no ofrecía ningún interés especial. Según la costumbre de la época se discutía a golpes de citas aisladas, sin que se intentase captar el sentido en el conjunto de la Revelación.

El conocido texto de la Carta a los Colosenses es un caballito de batalla. Posteriormente el estudio bíblico‑positivo va aportando una visión de fondo más coherente y global a la exposición teológica y bíblica. El Gran Scheeben ‑profundo expositor de la opinión escotista‑ podía escribir:

El motivo principal es la gloria de Cristo y de Dios mismo. El amor de Dios hacia sí mismo y hacia Cristo es el motivo de la encarnación (...); negamos que tal amor limite su plenitud a las exigencias de la misericordia y que en esta limitación consista el motivo de la encarnación, (...) dado que en último análisis el mundo no es el objetivo final de Cristo, sino que, por el contrario, Cristo es el objetivo final del mundo.

A su juicio esta es la enseñanza esencial de la Escritura y de los Padres. La visión escotista es más coherente con el juicio de la razón (teológica), como ya lo reconocía San Buenaventura. Pero para Scheeben también es más coherente con la piedad creyente (pietatis fidei), dado que es más conforme con las autoridades de la Escritura y de los Santos, lo cual había sido negado por S. Buenaventura.  [5][5]

La exégesis y la teología bíblica posterior confirman siempre más con más claridad afirmación de Scheeben. [6][6]

En el ámbito teológico la opinión escotista se ha venido desarrollando homogéneamente, ampliando su horizonte. El primado universal de Cristo se hace cada vez más consciente y ocupa cada vez más abiertamente el valor que le corresponde en todo el campo del saber teológico. Se venido constituyendo en el centro de toda la teología.

A este fenómeno han contribuido los grandes teólogos escotistas postridentinos, como B. Mastrio, G. de Rada, C. Frassen, F. Faber, S. Dupasquier, todos pertenecientes a las varias ramas de la Orden Franciscana. En la afirmación y desarrollo de la perspectiva escotista fue de valor el pensamiento de tres santos, dos de los cuales doctores de la Iglesia: San Bernardino de Siena, San Lorenzo de Brindis y San Francisco de Sales.

Un lugar eminente le corresponde a M.J. Scheeben, quién volvió a exponer la doctrina del primado de Cristo de modo clásico, penetrante y con horizonte abierto. El teólogo alemán tiene una excelente impostación de la doctrina. El sigue el camino de la comparación y la comunión sintética de los misterios centrales del cristianismo : Trinidad ‑ Encarnación ‑ Gracia. En esta orientación profunda y lúcida, el primado universal del Hombre‑Dios aparece como centro de la revelación en toda su riqueza y extensión.

La teología científica, para comprender toda la importancia de Cristo, debe llegar a considerarlo como el centro de gravedad de todo el universo y entender así el sentido pleno de las palabras: Traeré todas las cosas hacia mí mismo. Debe aceptarlo como el Cristo, el Ungido por excelencia en quien se realiza la más íntima unión y comunicación entre Dios y la creatura. [7][7]

Para Scheeben la teología científica es una profundización homogénea del acto de fe. No se trata de dos maneras de conocer esencialmente distintas entre sí. Al contrario estamos ante dos grados diversos, dos momentos del idéntico conocimiento de la fe. [8][8]

La teología científica se funda sobre dos grandes columnas. La prospectiva de los misterios individuales correspondiente a la intelección analógica de los escolásticos, y la sistemática, o sea la visión unitaria de los individuales en el todo, a fin de que reciban iluminación mutua y sean asumidos en la unidad iluminante del cosmos sobrenatural [9][9].

Para Scheeben, el misterio cristiano es el objeto de la teología. Este misterio tiene en Cristo Hombre‑Dios su realización plena. Nuestra teología, en cada uno de sus aspectos, está relacionada con la sabiduría divina encarnada. Le es proporcional, y de ella recibe el sello Humano‑Divino que le es propio.

Tanto subjetiva como objetivamente la teología es por definición cristológica. Es la ciencia del gran misterio de Cristo. [10][10]

Los actuales seguidores la tendencia escotista, utilizando todos los datos de una larga tradición teológica y con el aporte notable de la teología bíblica, han intentado ubicar lo nuclear de la doctrina del primado universal de Cristo de modo integral en todos los ámbitos de la teología. La han rescatado de una perspectiva estrecha y han abandonado todo contacto o reminiscencia de la punto de partida histórico : Si hombre no hubiese pecado.

Dos corrientes escotistas

La polémica y los puntos de vista parcializados dificultaron el largo camino recorrido por esta doctrina después de Escoto. El tema se entrecruza frecuentemente con la doctrina paralela de la Concepción Inmaculada de María, y con mayor frecuencia aún se diluye y se pierde en la extenuante polémica con la opinión tomista. Y bien sabemos que la polémica puede hacer perder de vista los elementos y los aspectos principales, y limitarse a cuestiones o circunstancias parciales.

Cuando expusimos la opinión tomista destacamos suficientemente los puntos básicos de dicha polémica, las objeciones y discusiones que se originaron, y las respectivas respuestas. Solamente nos resta ahora afrontar una dificultad grave en la opinión escotista, que causó una división entre sus seguidores. Es el tema del decreto de la encarnación pasible e impasible, que contaminó el pensamiento de muchos teólogos.

Una buena parte de los seguidores de Escoto no logró, con estas preguntas como telón de fondo, deducir fielmente todas las consecuencias de los principios del maestro. De hecho, la doctrina del primado universal de Cristo  fue expuesta de modo insuficiente e inconsecuente.

Recordemos el origen y veamos cómo se impuso la controversia. Todos los seguidores de la sentencia que toma el nombre de Escoto, son unánimes en un punto capital: Jesucristo, fruto del amor de Dios, fue querido por él antes de todas las otras creaturas. Todo el universo es, pues, por y para Jesucristo. En la concretez del plan divino, la encarnación comprende la redención y la condición mortal y pasible de la humanidad asumida por el Verbo.

Aquí nace el problema: o bien el decreto divino comprende ya en su momento inicial a Cristo encarnado‑pasible y redentor; o bien tenemos que desdoblar estos dos aspectos. Por una parte afirmamos, pues, que el decreto divino, en su momento inicial, comprende solamente la encarnación, o sea la asunción de una humanidad no destinada de por sí a la muerte, sino impasible como la de Adán antes del pecado. Por otra Dios quiso, en un segundo signo, después de la previsión del pecado de Adán, que Cristo asuma por su causa la humanidad pasible, para ser redentor mediante su muerte.

En cuanto a la substancia, la encarnación es querida por Dios con un decreto absoluto. En cuando al modo, en su existencia pasible, es querida por Dios después de la previsión del pecado de Adán.

En la primera hipótesis, parece que se tendría que admitir necesariamente una consecuencia intolerable y contraria a todo principio seguro: si Dios quiso desde el inicio a Jesucristo como pasible y redentor, el pecado a redimir resultaba una consecuencia directamente querida por Dios. Si Dios preordena a Cristo Redentor antes de toda otra creatura, tenía que existir la materia y el objeto de la redención. Como tal objeto era siempre concebido como mal moral, o pecado, redimir equivalía siempre a hacer pasar del estado de pecado al estado de gracia, La conclusión lógica es que Dios, necesariamente, queriendo a Cristo‑Redentor, debía también querer directamente el pecado. Lo cual es absurdo y blasfemo.

La única salida era aceptar una segunda posibilidad que presentaba, al menos así se pensaba, dificultades mucho menores. Así se introduce la distinción que resultó luego clásica en muchos escotistas. Por una parte tenemos la encarnación impasible, querida inicialmente por Dios, independiente de la previsión del pecado, y por otra la forma pasible de la existencia concreta de Cristo. Tanto que la opinión escotista es a frecuentemente conocida bajo este ropaje.

¿Esta distinción es compatible con el primado universal de Cristo? ¿Es sobretodo conciliable con la voluntad soberana de Dios y con la revelación? ¿No se acaba confesando en Dios un cambio de dirección en su designio, provocado por el pecado de la creatura? ¿La distinción no conduce a admitir muchos de los inconvenientes reprochados a la opinión tomista? ¿Es fiel a los principio solemnes de Escoto que, hablando de Cristo en el orden concreto querido por Dios, se remite siempre al ordinate Volens, al amor incondicionado de Dios y a la prioridad absoluta de la predestinación de Cristo? ¿No representaba esta distinción una concesión y un compromiso con la teoría tomista, pero sin poseer la lógica de este sistema, dado que partía de premisas diversas?

Para los tomistas el pecado original es la razón de la encarnación; para los escotistas que admiten dicha distinción el pecado explica la redención. En ambos casos el pecado tendría el rol de una verdadera causalidad respecto a Cristo, o sería un motivo, total o parcial.

Cristo impasible y pasible

La crítica que los teólogos tomistas han hecho de esta distinción, siguiendo a los Salmanticenses, no es inmotivada ni carece de mordiente. Supongamos que Dios haya querido en primer lugar la substancia de la encarnación y que haya decidido su modalidad ‑la pasibilidad‑ después de la previsión del pecado de Adán. Esto implica atribuir a Dios un acto primero de voluntad confuso e impreciso, privado de la modalidad concreta que la encarnación habría efectivamente de asumir. El plan de Dios no puede fijarse solamente en un objeto posible. Si el plan será concretizado en la existencia, debe estar adornado de todas las circunstancias precisas de su concretez histórica. De lo contrario tal plan será una simple posibilidad o veleidad, no un designio realmente querido por Dios.

El decreto concerniente la encarnación en cuanto a la substancia no sería un verdadero decreto eficaz. La encarnación abstracta y separada del modo concreto de ejecución no es prácticamente ejecutable. Además parecería que dicha distinción es del totalmente desconocida en la tradición teológica y patrística.

Estas son las observaciones que aún hoy se presentan a la opinión escotista que acepta la distinción entre encarnación impasible y pasible, entre la substancia de la encarnación y su modalidad. Distinción que había sido apuntada por Escoto como posibilidad, pero que no integra el la estructura del pensamiento que el mismo elaboró.

Pero tenemos que decir que, sobre este último punto, la acusación es del todo infundada. La distinción entre substancia y modo de la encarnación (Cristo pasible e impasible) fue utilizada desde el momento en que se comenzó a tratar este problema. La utilizan tanto S. Alberto Magno [11][11] como San Buenaventura. Esto la ubica como teoría propia de aquellos teólogos que sostenían que Cristo se habría encarnado aún si Adán no hubiese pecado.

Algunos dice que se puede haber de dos modos de hablar sobre la encarnación. La encarnación es la asunción de la carne. Se puede hablar de la carne asunta de dos modos: o en cuanto a la substancia o en cuando al defecto de la pasibilidad o mortalidad.

La substancia de la encarnación es independiente del pecado, el modo (defectus passibilitatis et mortalitatis) es querido a causa de la redención y por lo tanto después de la previsión del pecado  [12][12], Ya aparece íntegra la distinción que luego adoptarán tantos escotistas.

San Buenaventura es un acérrimo defensor de la opinión contraria, y no hizo ningún comentario específico acerca de esta distinción. Si le hubiera parecido infundada o repugnante a los principios revelados, no habría dejado de hacerlo notar. Tanto más que presenta todas las dificultades posibles, inclusive de modo casi violento, contra la opción que más tarde será la escotista.

S. Tomás habla de la distinción en el Comentario a las Sentencias y no la encuentra inconveniente:

Se podría responder a los argumentos que se aducen en contrario, que hay quiénes opinan que la autoridades citadas (los textos de los Padres) se refieren al advenimiento en la carne pasible por causa de nuestra redención. La redención no hubiera existido sino lo hubiere exigido la esclavitud del pecado. En esos textos no se habla sin más del simple advenimiento en la carne. [13][13]

La Summa Theologica no hace referencia a tal distinción, ni para aprobarla ni para condenarla. Escoto la conoce, pero no constituye un elemento dominante de su pensamiento, ni de su impostación global del primado de Cristo. Su perspectiva, ya lo hemos notado, se apoya únicamente sobre tres motivaciones.

1.- la noción y el ámbito de la predestinación

2.- el amor-bondad-voluntad creadora e incondicionada de Dios

3.- la jerarquía de los valores creados.

Son principios que se refieren a la encarnación tal como fue querida real y concretamente por Dios sin rupturas en su designio. Según Escoto, pues, es Cristo encarnado‑pasible el objeto primero e independiente del designio de Dios.

Impostando el problema en su misma esencia, más allá de toda hipótesis,  y ubicando exactamente la realidad del primado de Cristo en el orden de la intención como presupuesto necesario del primado en el orden de la ejecución, la distinción entre encarnación impasible en la substancia y pasible en la modalidad no tiene ninguna razón de existir. Además es inconciliable con los principios básicos que estructuran el todo de su pensamiento.

De todas maneras tenía que superar algunas dificultades. La redención supone la materia, o sea el pecado a redimir. La forma o modo redentivo de la encarnación, pues, es sucesivo a la previsión del pecado. La Escritura y los Padres (las acostumbradas Autoridades) afirman que la redención fue querida a causa del pecado. Si aceptamos, pues, la opinión de Escoto, a pesar de sus principios estructurantes, tendremos que admitir la mencionada distinción. La respuesta del Doctor Sutil está llena de dudas. La distinción entre substancia y modo de la encarnación no parece ser de su gusto:

Estos textos pueden afirmar que Cristo no habría venido como redentor si el hombre no hubiese pecado. Quizá tampoco siquiera hubiera asumido una carne pasible. [14][14]

Al pensamiento de Escoto no le parecía imposible que aún prescindiendo del pecado, Dios hubiese predestinado a Cristo tal como realmente vino, es decir, en carne pasible. Lo apunta como problema sobre el cual tenía sus dudas. Quizá Jesucristo hubiese venido en carne impasible, quizá también hubiese venido en carne pasible, pero siempre independientemente del pecado.

La redención está indudablemente ligada al pecado. Redimir, en sentido teológico cristiano, significaba únicamente liberar del pecado. Este es un pensamiento corriente en teología. El sentido amplísimo que la Escritura atribuye a la redención es reducido generalmente a la liberación del pecado por obra de la muerte de Cristo.

El punto de partida (terminus a quo) de la redención es la ira de Dios, el punto de llegada (terminus ad quem) es la liberación‑amistad con Dios [15][15]. Aunque esta noción pueda ser en sí misma verdadera, es parcial y no podemos afirmar que agote o traduzca la noción completa de redención que nos ofrece la Escritura.

Hay un punto capital que debemos destacar en esta posición dudosa de Escoto. De acuerdo a sus grandes principios no le parecía absurdo sino por el contrario totalmente consecuente, que Dios hubiese querido desde su primer intento e independientemente de toda otra realidad, a Jesucristo en su realidad concreta de Hombre‑Dios en carne pasible.

El nudo indisoluble, lo que lo dejaba perplejo a pesar de la claridad de la impostación y de los principios era la noción de redención y de redentor. Para él, como para todos los escolásticos, redimir equivalía únicamente a liberar del mal de la culpa. Consecuentemente la redención no puede ser querida por Dios sino después de la previsión de la culpa.

Escoto fue incapaz de superar este punto difícil. Apunta entonces a una segunda posibilidad: quizá no sería venido como pasible, de modo que la pasibilidad‑redención son queridas después del pecado. Quizá... Escoto sentía que esta solución chocaba contra los principios que él mismo había propuesto para probar el primado de Cristo. Pero no sabía dar otra razón del pecado‑redención.

La solución correcta la podría haber encontrado mediante la consecución de una noción más amplia y profunda de los dos conceptos de pasibilidad y de redención. En su tiempo esto era imposible. No le quedaba, pues, sino su quizá ni siquiera como pasible, entre la incertidumbre y la duda. Pero importa señalar que la distinción no se mezcla en las formulaciones y en las argumentaciones concernientes el primer universal de Cristo tal como fue elaborado por Escoto.

Sus primeros discípulos nos muestran claramente que la tendencia del maestro, fiel a los principios que rigen su pensamiento, fue la de mantener siempre a Jesucristo como Cabeza y Redentor, como objeto del decreto divino de la encarnación.

Estos principios superan y trascienden la distinción entre substancia de la encarnación y su modalidad pasible. Proponen una distinción muy diferente que les permitirá sostener la predestinación independiente como Hombre‑Dios‑Redentor sin incurrir en la consecuencia de tener que admitir que Dios quiso directamente el mal a redimir.

Los teólogos hablan de redentor preservante y de redentor liberante. Se siente aquí claramente el influjo de la cuestión de la Inmaculada Concepción de María, entonces vivamente discutida. Jesucristo puede ser predestinado como redentor independientemente de la previsión del pecado. Puede ser realmente redentor sin que ello implique la volición del pecado. Es también un verdadero redentor quien preserva, aleja, custodia del pecado. Aquel que pone la libertad finita en condición de no pecar, por más que por naturaleza propia está dominada por la pecabilidad. Sería en este caso un médico que preserva de la enfermedad y no un médico que libera de la enfermedad ya contraída, afirma Pedro de Aquila.

Se recurre a la doctrina de la Concepción Inmaculada de María. Ella no ha sido liberada de ningún pecado, ni de especie alguna de debitum ni de la necesidad de caer en el común pecado original. Escoto había claramente demostrado que inclusive en este caso entra en función la suprema potencia mediadora y redentora de Cristo.

En la teología escotista las dos doctrinas, la del primado absoluto de Cristo y la de la Concepción Inmaculada de María, ha sido siempre tratadas de modo paralelo. Una iluminación recíproca es, por lo tanto, legítima, tal como siempre han hecho los teólogos escotistas.

La noción de redención no tiene porqué estar exclusivamente unida a la liberación de una culpa cometida o de algún modo existente. La redención se realiza de modo mucho más perfecto cuando es entendida como acción de Cristo que lleva y conduce la libertad creada ‑de por sí abierta al pecado, precisamente porque es limitada‑ a un estado en el cual el pecado ya no es más posible, por la intervención de la gracia que sublima la libertad.

En su significado más profundo redimir quiere decir liberación de la libertad creada de su condición de pecabilidad, mediante la elevación al estado sobrenatural.

Prescindiendo inclusive del pecado, Cristo hubiese venido como redentor, no para liberar del pecado existente, sino para preservar de cualquier tipo de pecado, escribe otro discípulo de Escoto. Se puede afirmar, pues, el decreto divino original quiso concretamente a Jesucristo como redentor, independientemente de la previsión del pecado. De lo cual no podemos concluir que el mal del pecado tendría que ser querido como materia para redimir, porque el objeto primero y esencial de la redención es la libertad limitada y por lo tanto abierta y posibilitada al mal del pecado.

Dios quiere directamente una creatura dotada de libertad finita, expuesta a la pecabilidad. ¡Esto no es efectivamente incompatible con su santidad!

En tal sentido la redención es esencialmente efecto de la bondad de Dios y no de la misericordia. Por su bondad quiso, desde el inicio, en Cristo y mediante Cristo, elevar la libertad creada a una condición de infinita perfección: la unión con Dios en la gloria eterna, fin verdadero del hombre y del ángel. Para lo cual la liberó y redimió de su condición de libertad limitada y precaria, siempre sujeta a la posibilidad de pecar.

Tenemos que prestar mucha atención a esta perspectiva si queremos solucionar las dificultades que se nos presentan. Por el momento es suficiente señalar que los primeros seguidores de Escoto elaboran un concepto más profundo y amplio de la idea de redención al tratar del tema de la Inmaculada Concepción de María. La ubican dentro del tema englobante de la predestinación de Cristo, por el cual suponemos que Dios lo quiso en su concretez histórica desde el origen, sin que esto implique la volición directa del pecado. De modo que se vuelve tan inútil como sin sentido la peligrosa e insostenible distinción entre el sobre decreto acerca de Cristo pasible e impasible.

LA INTUICIÓN DE SAN BERNARDINO DE SIENA

Una segunda dificultad se le presenta a quiénes afirman que Dios ha predestinado a Jesucristo con un único decreto absoluto como Hombre‑Dios‑Redentor: el hecho y el significado de la pasibilidad querida para Cristo. Se pensaba que la pasibilidad y la muerte son defectos, deficiencia, negatividades. Por lo cual Dios no podía quererlas positivamente como condición concreta de la Encarnación. Nada que tenga razón de privación o de carencia puede como tal ser objeto de la voluntad directa de Dios.

Este era otro motivo teológico para afirmar la necesaria distinción entre substancia impasible de la encarnación y modalidad pasible, querida después de la previsión del pecado de Adán. El P. Risi, ardiente defensor de dicha distinción, dice que repugna al ordenado procedimiento de la divina voluntad un decreto original que quiere a Jesucristo pasible. La pasibilidad y la mortalidad son males físicos, que no pueden ser queridos directamente por Dios. Un designio que desde el origen un Cristo Pasible sería, por lo tanto insostenible. [16][16]

Parecería, pues, que solamente el pecado puede justificar el sufrimiento y la muerte de Jesucristo.  No hay muchos teólogos escotistas del período más antiguo que hayan afrontado el tema. De todos modos San Bernardino de Siena conoce bien el problema y propuso uno solución que no carece de profundidad y de fundamento en la enseñanza de las escrituras.  [17][17]

Jesucristo, dice el santo, es el Mediador universal entre Dios y todas las creaturas. Angeles y hombres formarán la Jerusalén celeste, de la cual Cristo es la Cabeza. Siguiendo el Cap. 12 del Apocalipsis, San Bernardino observa que la decisión de los ángeles ‑que hizo bienaventurados a los que permanecieron fieles y condenados a los demás‑ tenía como objeto el misterio del Hombre‑Dios.

Los ángeles fieles obtuvieron la victoria en virtud de la sangre del cordero (Ap. 12,11), es decir, por los méritos de la pasión de Cristo. Se puede objetar ‑continúa el santo‑ que los ángeles no han pecado y que por lo tanto no podrían se admitidos a la amistad con Dios en virtud de la sangre de Cristo.

A lo cual responde:

Jesucristo es el único mediador y reconciliador. Lo llamamos redentor porque satisface perfectamente al Padre por los pecados y es llamado reconciliador, porque nos mereció la gracia. Fue redentor de los hombres que pecaron y tienen necesidad de la gloria de Dios, porque satisface por ellos mediante su cruz santísima. Es reconciliador para los ángeles, porque les mereció la gracia. No fue redentor para los ángeles, porque ellos no han pecado, a no ser que se utilice la redención en sentido amplio. Por lo cual en virtud de los mismos méritos de Cristo los hombres pecadores fueron liberados del pecado y los ángeles fueron preservados del pecado.

San Bernardino es fiel a la sentencia escotista del primado universal de Cristo. Desde el decreto primigenio él ha sido predestinado Dios-Hombre Mediador. Esta suprema mediación fue actuada, en el orden histórico, de modo particular por la pasión y la muerte de Cruz.

La necesidad del hombre se funda solamente sobre la exigencia de Dios ofendido. Hablando vulgarmente Dios tendría que haber podido renunciar a la satisfacción adecuada y así tendría que haberlo hecho en realidad, dado que el aniquilamiento voluntario del Hombre‑Dios es de por sí indigno de Dios. 

El malentendido de base es de pensar que el sufrimiento Cristo es humillante.

La influencia liberadora de Cristo toma dos nombres diversos según sea el objeto hacia cual se dirige; es redención en relación al hombre, porque él es pecador; es reconciliador en relación a los ángeles que no han pecado. En ambos casos la esencia se encuentra en la mediación de Cristo es decir, en el designio de Dios que quiso comunicarse hipostáticamente a Cristo y en él y mediante él conducir a todas las creaturas al orden sobrenatural,

Dios, en Cristo, implanta en el universo una dinámica que conduce, en su momento final, a la liberación de la libertad creada de la condición puramente creatural, que de por sí, como ámbito propio, comporta la posibilidad de pecar. Es este el sentido fundamental de la mediación‑liberación realizada por Cristo; su reconciliación.

Hasta aquí S. Bernardino sigue de cerca cuanto las enseñanzas de Pedro Auriol y Pedro de Aquila. ¿Pero no repugna que la primera intención de Dios haya querido a Cristo‑pasible? No responde S. Bernardino. La muerte y la pasión de Cristo además del sentido expiatorio‑satisfactorio por más real que este sea, poseen un portada más profunda y esencial:

El perfectísimo merecer (propio del Mediador perfectísimo) requiere hacer acciones muy dificultosas, así como padecer por amor de aquel ante el cual desea merecer. Por eso es que era necesario (oportuit) que Cristo muriera, dado que la muerte realiza la plenitud de su amor hacia el Padre y sus hermanos

Pensamiento sumamente audaz, y sin embargo correcto en su perspectiva y presentación. La muerte de Cristo tiene un valor satisfactorio, pero este es un valor segundo y consecuente. El primer valor, el esencial, es la manifestación del amor sin límites de Cristo hacia el Padre y hacia las creaturas. La esencia de la pasión, su alma, es el amor, la caridad. Inclusive prescindiendo del pecado, Cristo fue querido pasible y mortal, porque muriendo manifiesta en la forma más completa su amor al Padre, y el Padre, en la muerte de su Unigénito, realiza la comunicación máxima de su amor hacia fuera de sí mismo. El principio que justifica esta perspectiva de S. Bernardino es enunciado en el evangelio de S. Juan: No hay amor mayor de que dar la propia vida por sus amigos (15,13).

En la solución delineada por S. Bernardino aparece claramente que en razón de su primado universal Jesucristo ha sido querido por Dios desde el principio como Hombre‑Dios, Cabeza del Cuerpo Místico, y al mismo tiempo pasible‑mortal.

El amor que domina y gobierna todo el designio de Dios, explica también la pasión. La expiación‑reparación es una realidad que está contenida potencialmente en el amor que la fundamenta. Porque Jesucristo fue querido como pasible mortal el es reconciliador y Redentor, según sean los efectos que produce en los ángeles o en los hombres. Pero todos los efectos están contenidos en la noción de pasión como revelación y actuación del supremo amor hacia Dios y hacia los suyos.

San Bernardino comenta el conocido texto de San Pablo: Dios se tuvo a bien hacer habitar en El (Cristo) toda la plenitud, y de reconciliar, por medio de El, todas las cosas, tanto las que están sobre la tierra, como las que están en el cielo, actuando la paz mediante la sangre de su Cruz.(Col. 1, 19‑20)

Todas la objeciones que al decreto divino concerniente la encarnación pasible son superadas egregiamente por S. Bernardino.  No admite ‑con muchos discípulos de Escoto‑ que sea necesaria la distinción entre encarnación impasible y pasible, supuesta para la segunda la previsión del pecado. Pero además demuestra su incompatibilidad con el primado de Cristo.

También supera y destruye otros de los argumentos deducidos del binomio pasibilidad‑muerte de Cruz. No hay razones para identificarlos con el mal, ni deben juzgarse incompatibles con la encarnación, dado que no son reducibles a la sola satisfacción‑expiación. Son la manifestación más sublime del amor de Dios y de Cristo. Además, si la pasibilidad‑muerte fueran en sí misma un mal, el hijo de Dios no las podía asumir ¡tampoco después del pecado!

La distinción entre encarnación pasible e impasible predominó entre la mayor parte de los teólogos escotistas. Sin embargo no desapareció la doctrina completa, consecuente, sin medias tintas acerca del primado de Cristo, tal como la propuso Escoto y sus discípulos, P. Auriol y P. de Aquila, S. Bernardino de Siena, y posteriormente S. Francisco de Sales [18][18]. Siempre ha habido teólogos que la sostuvieron, por más que hayan sido siempre numéricamente una minoría.

Entre los cuales merecen ser nombrados dos grandes por la profundidad, la completez y la organicidad de su pensamiento en el siglo XVI S. Lorenzo de Brindis y M.J. Scheeben en el XIX.  San Lorenzo de Brindis, el Doctor Apostólico, es uno de los máximos y más profundos teólogos del primado universal de Cristo. Percibió todo el valor y prospectó maravillosamente su influjo y fecundidad en todo el ámbito teológico y en la vida cristiana. Sus especulaciones y mediaciones son dignas de la más grande atención. [19][19]

EL CRISTOCENTRISMO DE SAN LORENZO DE BRINDIS

Partiendo de la concretez del designio de salvación tal como fue querido por Dios, S. Lorenzo nuclea las consecuencias fundamentales del primado universal de Cristo. Este fue querido por Dios como comunicación de su bondad mediante un decreto eterno. Fue predestinado como Cabeza del Cuerpo místico, independientemente de toda otra creatura, para que fuese fuente, centro y fin de toda cosa. La relación trascendental‑religiosa propia de la creatura en relación a Dios (orden natural), y la trasdendental‑sobrenatural de la gracia (orden sobrenatural), ambas queridas por Dios en Cristo. Confluyen en el Hombre‑Dios que es causa ejemplar, meritoria y final de toda realidad creada. [20][20]

La naturaleza y la gracia dependen de Cristo, primer predestinado. La misma naturaleza humana encuentra en el Hombre‑Dios su causa ejemplar:

Cristo fue objeto de predestinación, no según su naturaleza divina (según la cual era predestinador, no predestinado) sino según su naturaleza humana. En la mente divina fue concebida en primer lugar la forma (naturaleza) que el Verbo tenía que asumir al encarnarse. A imagen y semejanza de aquella forma Dios creó al primer hombre. [21][21]

Por lo cual el hombre existe en la predestinación de Cristo, antes de aparecer en la tierra. Adán es hecho a imagen del Hombre‑Dios y fue totalmente orientado hacia él:

A causa de esta relación con Cristo, establecida por Dios, independientemente de la voluntad humana, el hombre no podrá existir en una situación diversa que la de ser totalmente dependiente de Cristo. Necesariamente, pues, esta tesis se pone como fundamento de todo el curso de la historia humana. [22][22]

La predestinación de Cristo se refiere simultáneamente tanto a la substancia como al modo con el cual ha sido realizada. Jesucristo fue predestinado por Dios para que fuese también principio de reparación. El es querido por Dios como fundamento. De modo que si el edificio a construirse sobre él debiese padecer ruinas, el edificio pueda ser reconstruido sombre los mismos cimientos, sin que cambie el designio de Dios. [23][23]

Jesucristo es principio de gracia y de gloria también para los ángeles de modo tan esencial como para el hombre. El misterio de la Encarnación les fue revelado, y fue tal misterio la prueba y el camino por el cual los ángeles fieles llegaron a la vida eterna. El pecado de Satanás y de los demonios es substancialmente un pecado de rebelión contra Cristo, un pecado de carácter cristológico.

Este carácter del primer pecado permanece y determina todos los demás. El odio de Satanás, vencido por Cristo en el cielo, se transfiere sobre el hombre porque es miembro del cuerpo místico de Cristo. Antes aún de su aparición sobre la tierra, la suerte del hombre depende así de su unión con Cristo, y en último término se decide en Cristo. Su destino es cristocéntrico y su pecado, por influencia del demonio que será siempre el gran jefe de toda rebelión, tendrá el mismo carácter cristocéntrico [24][24].

La justicia original de Adán está dominada por idéntica dimensión cristológica. El hombre no solamente ha sido creado a imagen de Cristo, Hombre‑Dios. También la gracia de la cual fue dotado es gracia de Cristo. La gracia le fue concedida para que pudiese participar de la vida divina y para convertirse vitalmente en alguien capaz de tomar parte en la vida y en la gloria del Hombre‑Dios. La libertad humana tanto como naturaleza, cuanto elevada por la gracia es la semejanza máxima con Cristo y con Dios. Ella hace al hombre capaz de amar y de se modo refleja el Amor de Dios que está al principio de todas la cosas.

Es un amor al mismo tiempo de carácter cristológico. Jesucristo es el Sumo Amante fuera de Dios. Todo otro amor‑libertad será participación del amor y de la libertad de Cristo, como respuesta al de Dios. La metafísica franciscana del amor ha sido desarrollada por S. Lorenzo de modo admirable. El amor y la libertad aparecen como lo que realmente son: el centro de la dignidad de la persona y el motor potente de la historia.  [25][25]

Jesucristo, en su concretez existente no solamente ha sido predestinado por Dios independientemente del pecado, sino que el pecado fue permitido por Dios para gloria de Cristo.

Yo pienso que Dios permitió el pecado del hombre para mayor gloria de Cristo, para glorificar más a Cristo.

El pecado de Satanás y de los suyos, raíz del pecado humano, es un tentativo de hacer que la encarnación fuera un hecho vacío y un fracaso. Por más que la voluntad malvada de la creatura sirve solamente a realizar el designio de Dios. La voluntad de Satanás y de los suyos es conforme a la voluntad de Dios en la cosa querida, pero no en el modo quererla; ¡en el hecho, pero no en el poner la finalidad! [26][26].

¿Cuál es este designio que Dios actúa también mediante la voluntad pecaminosa de su criatura? Es la realización inexorable del primado universal de Cristo, su gloria bajo todos los puntos de vista. El pecado despliega y revela la redención, resultando así objeto de manifestación de la potencia misericordiosa de Cristo, de aquella poder misericordioso que es querido desde el principio por Dios para su Unigénito. Alguien es un gran médico inclusive antes de intervenir y que sólo manifiesta su habilidad curando un mal. El demonio ‑y el hombre‑ sin quererlo ni saberlo, concurrieron a la manifestación del poder del Medico‑Salvador, que es Cristo.

El pecado fue permitido para que se manifestase la gloria de Cristo. De modo análogo como fueron permitidas en el evangelio la enfermedad de tanta gente para que se revelase la potencia del Mesías  [27][27].

San Lorenzo no parece analizar minuciosamente la razón última y precisa por el cual el pecado es permitido por Dios, a mayor gloria de Cristo. Pero podemos partir de su metafísica franciscana del amor, para la cual la bondad‑libertad soberana de Dios esta en la base de la encarnación y de la salvación. Además teniendo en cuenta su clarísima doctrina sobre el primado universal de Cristo, ubicado en un horizonte ilimitado que abraza todo lo existente, podemos encontrar concordancias con la explicación ya indicada por S. Bernardino: la pasión y la muerte de Cristo fueron queridas por Dios para manifestar su amor. Como camino para alcanzar la glorificación de Cristo. La redención es esencialmente expresión del amor de Dios y de Cristo, que comporta la elevación y la liberación de la creatura desde su propia condición de libertad‑amor defectible hacia un estado de amor‑libertad sobrenaturalizada, en cuanto es participación del Hombre‑Dios.

El pecado, que es la actuación de tal defectibilidad, no cambia la prospectiva, no constituye razón de más. De todos modos nos quedan algunas dudas. En S. Lorenzo no aparece la distinción entre encarnación impasible querida antes y encarnación pasible, querida después de la previsión del pecado. En esto el Santo Doctor se demuestra fidelísimo a la doctrina integral del primado universal de Cristo, sin compromisos ni desviaciones.

UN RENOVADOR: M.J. SCHEEBEN

M.J. SCHEEBEN, el gran teólogo alemán del siglo pasado, retoma y  expone de modo más profundo y muchas veces original la doctrina integral del primado universal de Cristo [28][28].

Además de las habituales de la teología occidental, las fuentes de su pensamiento las encontramos especialmente en dos campos: una meditación atenta y controlada de la Escritura vista desde una perspectiva global, y el estudio detenido de los Padres Griegos: S. Ireneo, S, Atanasio, S. Cirilo de Alejandría, S Gregorio de Niza, etc.

De este punto de vista, es el más completo en sus fuentes de información. Por lo cual Scheeben puede con razón ser considerado como un gran iniciador. Su conclusión general es la siguiente: la única doctrina que expresa exactamente la revelación es la del primado universal de Cristo, querido por Dios independientemente de las creaturas y más aún del pecado.

El primer decreto de Dios, que tiene sus raíces en la bondad, en el amor que se comunica ‑afirma Scheeben‑ tiene por objeto el Verbo encarnado‑redentor. En su pensamiento no encontramos huella alguna de la distinción entre Cristo impasible y Cristo pasible. Este hecho es tanto más notable y original cuando después del Concilio de Trento la distinción había resultado doctrina común entre los teólogos defensores del primado de Cristo.

Su atención se concentra en modo particular sobre la muerte de cruz. El quiere liberar la teología de la pasión y de la muerte de Cristo de todo antropocentrismo y hamartiocentrismo. Scheeben observa que la encarnación no es de por sí una humillación del Verbo.

Dios, haciéndose hombre, se abaja al hombre sin abandonar su dignidad. El abajarse es la prueba más perfecta de su grandeza.

Dios desciende libremente. No puede estar constreñido o condicionada por nada más que por sí mismo. Scheeben piensa que una encarnación que fuese querida por Dios principalmente o exclusivamente para la salvación del hombre, después del pecado, sería un absurdo teológico, inconciliable con la noción de Dios.

¿Pero no dice San Pablo que encarnándose el Hijo de Dios se ha vaciado, despojado (ekénosen, Fil. 2, 6‑7) y por lo tanto no se ha también humillado?

Cierto, responde Scheeben... pero no por el hecho de haberse encarnado, sino por haber asumido una naturaleza pasible, mortal, cuando por derecho le correspondía una naturaleza humana gloriosa, dado que era asumida por el Verbo. Es en la encarnación concreta que existe un cierto despojamiento‑humillación dado que el Verbo quiso asumir una naturaleza pasible. [29][29]

Parece asomarse la famosa distinción. Si bien la encarnación fue querida por Dios independientemente de la creatura. Si bien de por sí esto no implica una humillación... Dado que al Hijo de Dios le correspondería una naturaleza humana gloriosa, ¿se podría afirmar entonces que la naturaleza pasible, el despojamiento, fue causado por la necesidad de reparar el pecado del hombre, perfectamente y según justicia? En caso de responder afirmativamente el modo de la encarnación del Verbo sería querido por Dios después de la previsión del pecado y en función de él.

No, responde Scheeben. No es lícito sostener que el modo de la encarnación fue determinado por el pecado y por la necesidad de repararlo de modo condigno. Las mismas razones insuperables que nos impiden sostener que Cristo fue querido esencialmente en función del hombre (substancia de la encarnación), son las que nos impiden aceptar que Dios haya querido la impasibilidad de Cristo esencialmente por el pecado del hombre.

El argumento de la necesidad del hombre se funda sobre solamente sobre la exigencia de Dios ofendido. Pero, hablando genéricamente, Dios tiene que tener el poder de renunciar a la satisfacción adecuada. Si es así, entonces debería haber realmente renunciado, porque de lo contrario el voluntario aniquilamiento del Hombre‑Dios le hubiese sido indigno . [30][30]

El malentendido corriente sobre este punto consiste en pensar que el padecer es humillante. Se considera que el sufrimiento y la muerte son necesariamente una pena. Es una sutil vena de monofisismo se insinúa en muchos teólogos.

Hablando con propiedad el padecer y el morir no son sí mismas cosas ignominiosas. Se convierten en tales solamente cuando pesan sobre el sujeto con necesidad constrictiva, como consecuencia de la naturaleza o del pecado y contra la propia voluntad . [31][31]

No es el caso de Cristo. El él el padecer y el morir tienen otra razón totalmente distinta. Jesucristo asumió voluntaria y libremente la pasibilidad y la muerte. No le han sido impuestas, sino han sido queridas. El sufrir, observa Scheeben, puede ser en este caso el honor y la gloria suprema de Cristo.

¿Cuáles son el sentido y finalidad del sufrimiento? En lenguaje común no podemos preferirlos al gozo. El primero es deficiencia, la segunda plenitud. Pero en relación a los valores superiores, el sufrir y la misma muerte, pueden ser preferibles y mucho más gloriosas que el gozo y el placer.

Se sufre por su propio bien solamente en vista de un bien mayor. Se puede aceptar el sufrimiento para salir al paso de una necesidad y para procurar un bien ajeno. Pero también se sufre con el simple objetivo de manifestar la veneración y el amor por medio del dolor. Esta es una manera más eficaz que todas las obras que se hacen en provecho del amado, y de todos los regalos recibidos.

El someterse de tal modo al padecimiento es un acto de la más pura inmolación, de la más sublime virtud, y consecuentemente más amable que la impasibilidad . [32][32]

El dolor y la muerte de Cristo tienen un valor inmenso como también su inmolación voluntaria; son sumamente dignos como manifestación de amor, en primer lugar hacia Dios y después hacia los hombres. Lo que cualifica y vuelve sublime el padecer es la libertad de afrontarlo y el motivo dominante.

Por eso el sufrir es tanto más honroso, cuanto mayor es la libertad del que sufre, y cuánto menos el amor se limita a la sola necesidad de la persona amada.

Perjudicaríamos el amor de Cristo si pretendemos que él estuvo determinado a padecer únicamente por la necesidad creada por el pecado, en reparación del honor de Dios, y de redención de parte del reo. [33][33]

El antropocentrismo, el hamartiocentrismo y la dialéctica limitada de la muerte de Cristo, en cuanto determinada por la sola satisfacción condigna, son derribados y declarados indignos de Dios y de Cristo, en caso de asumidos como razones últimas. El padecer y la muerte de Cristo valen por sí mismas, y se ubican en un horizonte más amplio.

Cristo se revela sublime en su padecer, si, por ilimitado amor hacia Dios y hacia los hombres, padece más de lo que era requerido estrictamente por la necesidad, Y padece no solamente para satisfacer la necesidad sino para dar a Dios con sus padecimientos la máxima gloria, y a la creatura la prueba de un amor infinitamente más precioso que la ayuda que le presta en las necesidades. [34][34]

El máximo de la humillación, del sufrir, de las muerte queridos por Cristo, son expresión de un amor ilimitado que quiere adorar y glorificar, mediante el aniquilamiento de sí mismo, la soberana, la omnipotente majestad de Dios. La grandeza sin límites de Cristo se revela en la muerte, acto libre de latría y de amor hace Dios. Scheeben observa con mucha osadía que el Verbo fue inducido a asumir la humanidad porque la naturaleza humana ‑a diferencia de la angélica‑ le permitía la muerte para demostrar el amor hacia el Padre.

La gloria máxima de Dios y de Cristo es la cruz.

La muerte de Cristo en la Cruz no puede ser justificada por la necesidad de la Cruz. Al contrario, creemos que Dios, a causa de la gloria de la Cruz, haya vinculado la cruz a la redención del mundo.

Scheeben añade estas graves palabras:

No tenemos ninguna razón especial para considerar la encarnación y la misma humillación del Hombre‑Dios hasta la muerte de Cruz como medio requerido para cancelar y compensar el pecado. No se aprecia al Hombre‑Dios como se lo merece cuando se considera la humillación inherente a su encarnación y a su muerte únicamente como un medio para alcanzar objetivos que o bien están muy por debajo de él, como la redención de los hombres, o son accidentales en el orden del mundo, tal como la debida e imprescindible reparación del pecado.

Para Scheeben la razón profunda de la pasibilidad y de la muerte de Cristo están contenida en la idea de sacrificio como manifestación suma de adoración y de amor hacia Dios. Dado que Jesucristo es el máximo amante de Dios, asumió libremente la naturaleza humana pasible para poderse inmolar y sacrificar muriendo sobre la cruz.

El Sacrificio es el modo más positivo y más perfecto de glorificar a Dios. Si el Hombre‑Dios quiere dar lugar en el modo más real y más perfecto a aquella infinita glorificación de Dios que solo es posible por su intermedio, entonces debe ofrecer a Dios un sacrificio latreútico de valor infinito  [35][35].

El decreto divino acerca del Hombre‑Dios, primero en todos los órdenes, incluye desde el inicio a Jesucristo en su realidad concreta. En su encarnación, pasión y muerte. Sin distinciones. La pasibilidad y la muerte de cruz tienen un valor primordial como manifestación de amor, como sacrificio de adoración hacia Dios y como la forma más perfecta de glorificarlo. La función redentora‑reparadora de la cruz tiene que ser ubicada dentro de este cuadro bien más amplio y esencial.

Aceptando el sacrificio del primogénito, Dios permanece comprometido a acoger en su gracia al género humano, a remover de él la maldición del pecado, a colmarlo de toda bendición espiritual. [36][36]

La redención está implícita en el sacrificio de Cristo, que es esencialmente un acto de amor. Esto es tanto más verdadero cuanto que Cristo ha sido predestinado como Cabeza del Cuerpo místico y centro de la creación. Por lo cual todas las creaturas radicalmente tienen parte en el sacrificio de Cristo. Porque de todos y en nombre de todos, el Primogénito se ha inmolado por todos  [37][37]. El sacrificio de Cristo tiene el valor de consagración de todo el universo a Dios. Responde al amor de Dios mediante el supremo amor de Cristo.

La posibilidad y la muerte de cruz del Hombre‑Dios son la máxima respuesta de amor al amor de Dios que se comunica ad extra. Por lo cual la cruz está incluida dentro del decreto divino que predestinaba a Cristo. La cruz, como la encarnación, no depende de ningún modo del pecado. La muerte de Cruz es querida antecedentemente del pecado. En la muerte de Cruz, como respuesta de amor, esta presente toda virtualidad, también las de la reparación y la de la expiación.

El primado de Cristo en la teología de Scheeben aparece en su extensión y valor máximo. Engloba todo el ámbito de la teología: naturaleza y gracia; predestinación y salvación; el conocimiento de Dios y de la Trinidad, mundo sobrenatural, mariología... todos están signados de un carácter cristológico. Para Scheeben la teología hunde sus verdadera raíces en la cristología. Un simple lectura de sus Misteri es suficiente para captar el profundo carácter cristológico de su teología, especialmente desarrollado a propósito de la gracia, de la mariología y de los sacramentos.

En la cuestión del primado Scheeben tiene una perspectiva unitaria, orgánica, profunda. Su solución sugerida propósito de la pasibilidad y de la muerte de cruz es totalmente original. Hay una cierta afinidad y cercanía con la posición de S. Bernardino, por más que Scheeben haya llegado a su conclusión de modo independiente, mediante el estudio atento de la escritura y de los padres. En ambos la muerte de cruz pertenece a la substancia del decreto divino concerniente la encarnación; no distinguen dos momentos o decretos sino que encara la totalidad de modo unitario. Mientras San Bernardino concibe la pasión y la muerte como prueba suprema de amor, como punto culminante de la respuesta de amor, Scheeben la examina más bien del punto de vista del sacrificio como aniquilamiento voluntario y por amor, en reconocimiento de la soberana libertad y majestad de Dios.

Substancialmente las dos posiciones coinciden. Rompen el angosto cuadro de la reparación‑expiación dentro del cual se le acostumbraba encerrar el valor y el significado de la muerte de Cristo. Abren un horizonte mucho más amplio y verdadero. El amor esta a la base del misterio de Cristo, el amor es la estructura profunda que todos lo domina. Dentro de esta perspectiva se supera segura y limpiamente la dificultad que presenta la pasibilidad de Cristo. Se excluye radicalmente todo atropocentrismo y hamartiocentrismo.

Es fácil ver cómo el progreso teológico realizado por S. Bernardino de Siena, por San Lorenzo de Brindis y especialmente por Scheeben, constituye en el fondo un comentario y una explicitación del famoso texto de Escoto. Dios en primer lugar se ama a sí mismo, y amándose, Dios que se conoce como infinitamente digno de amor, quiere comunicar a otro su amor, no por indignos celos, sino por amor ordenado. El quiso ser amado por alguien distinto de sí mismo, capaz de amarlo  con un amor supremo. Se entiende alguien que esté fuera de sí mismo, pero al cual Dios esté infinitamente unido.

Escoto había puesto ya en relieve que la pasión‑muerte de Cristo deben ser valoradas en la dimensión del amor y de la libertad. Lo que agradó a Dios no fue  la muerte, sino la voluntad del que murió libremente.

Scheeben ‑tampoco lo hace S. Bernardino‑ logra aclarar del todo, la noción de redención, por más que al menos quede claro que redimir signifique mucho más que liberar del pecado.

La idea de divinización que saca de los Padres griegos y que expresa el efecto máximo, primero y fundamental del primado de Cristo en relación con el ángel y con el hombre contiene ya una superación. Ubica la idea de redención habitual de los teólogos occidentales en un horizonte mucho más amplio. El sentido primero de la encarnación radica en su función elevante: introducir la creatura en la vida trinitaria. La función liberadora del pecado le esta totalmente subordinada.

Camino lento y difícil

La doctrina del primado universal de Cristo padeció una lenta evolución teológica. A lo largo de la historia, a veces se quedó en la simple repetición de la doctrina de Escoto, a veces la desarrolló, a veces se desvió de su impostación general.

Hay algunos puntos que han sido definitivamente adquiridos. En primer término hay que señalar el abandono definitivo de la posiciones seudoescotistas, por largo tiempo predominantes, pero insostenibles.

Es inadmisible afirmar que Jesucristo fue querido por la perfección del universo, porque se convierte a Cristo en un medio, poniéndolo en función de las creaturas. Esta postura es totalmente contraria a Escoto. Y lo que es más importante, contradice la doctrina del primado universal.

Es igualmente errada e insostenible es la posición de muchos teólogos escotistas que por una parte quieren mantener los principios básicos de la doctrina y a renglón seguido distinguen entre Cristo pasible e impasible, entre substancia y modo de la encarnación. De modo que una sería querida por Dios antes, el segundo después de la previsión del pecado. Esta solución es inconsecuente con los principios, es infiel a la posición de fondo, es ofensiva para el primado universal. Es una posición dictada por la estrechez de la visión teológica, víctima de una idea parcial, negativa de la redención, y del valor del sufrimiento y de la muerte de Cristo. Su muerte es juzgada desde la perspectiva de la reparación condigna. Tomada como razón última y máxima esta es incapaz de entender el valor de sacrificio de la Cruz.

La corriente escotista consecuente con los principios es la que no hace distinción entre Cristo impasible y pasible dentro de la finalidad del decreto divino. El Hombre‑Dios, pasible, muerto en cruz y resucitado, es el objetivo de decreto divino y por lo tanto independiente de cualesquiera condiciones puestas por las creaturas. Los máximos exponentes de esta corrientes son los primeros discípulos de Escoto, S. Bernardino de Siena, S. Lorenzo de Brindis y Scheeben.

La doctrina del primado se ha ido manifiestando gradualmente en la teología hasta llegar a revelarse en toda su centralidad y fecundidad, hasta abarcar, como es justo, todo el ámbito de la teología. Scheeben es representativo.

El horizonte cristológico y cristocéntrico en teología, no es un aporte nuevo de algunos teólogos protestantes, especialmente de K. Barth, como a veces se quiere creer. Estamos ante una doctrina largamente madurada en la teología católica, y sin las sombras y los errores de la teología protestante.

La doctrina del primado de Cristo está dominada por la bondad de Dios, no por la misericordia, entendida ésta como intervención condicionada por la miseria del hombre. Está dominada por la metafísica del amor. Primado de Cristo y primado del Amor ‑la Agape de Dios‑ están estrechamente vinculados. El Primado se hunde en el mundo de la revelación, especialmente en San Pablo y en San Juan.

Hay también otros puntos que habrá que profundizar, si queremos una visión más orgánica y fiel a la Escritura. Por ejemplo: la relación entre la encarnación, la redención y el pecado; hay varios datos revelados a integrar, tales como el valor de la resurrección.

UNA VOZ NO CATOLICA: K. BARTH

Karl Barth se cuenta entre los contemporáneos que han prestado más atención al primado de Cristo. Lo estudió en toda su extensión, concluyendo que la teología es y debe ser fundamentalmente una cristología. A tratar el tema, al menos de modo explícito y directo, no sigue la corriente de los teólogos católicos. Su impostación es eminentemente bíblica, a la vez que marcada por los motivos más profundos de la reforma protestante. De todos modos llega a conclusiones que coinciden en los puntos centrales, con las que acabamos de defender. El cristocentrismo de Barth es de una amplitud, profundidad, extensión que supera a toda otra doctrina. Siguiendo la Escritura ha deducido todas la virtualidades contenidas en la doctrina del primado de Cristo.

Su elaboración, profunda y rica, esta entrecruzada, aquí y allá, de postulados y puntos de vista típicamente protestantes. Pero nos parece que este hecho no incide en su perspectiva central de primado de Cristo, aunque sí posiblemente a algunas aplicaciones consiguientes. Podemos afirmar que la metodología exquisitamente bíblica de K. Barth enriquece la enunciación de los teólogos católicos, los cuales se mantienen sobre todo en un plano especulativo.

Nos vemos, pues, obligados a presentar un breve resumen del pensamiento de este autor, lo cual será sin duda provechoso para tener un panorama más completo de la doctrina sobre el primado de Cristo. Aunque nos debamos a unas pocas pinceladas, dado que el tratamiento que el autor le da al tema es una amplitud única y difícilmente sintetizable.

Para la bibliografía nos limitamos a señalar las obras siguientes, donde ser podrán encontrar indicaciones más abundantes.

La predestinación

El corazón de la amplísima Kirchliche Dogmatik de Barth, el telón de fondo de todo su pensamiento, la clave de lectura, lo encontramos en la noción de predestinación. No en sentido genérico, sino en cuanto esta se realiza en Cristo. [38][38]

Para Barth, en armonía con esta noción fundamental de predestinación,  una dogmática eclesiástica debe ser cristológica en su conjunto y en sus partes.  [39][39]

La dogmática tiene que ser una cristología consecuente. La dogmática de la Iglesia ‑escribe‑ deber ser cristológica en su conjunto y en cada una de sus partes. Su único criterio es la Palabra de Dios revelada, atestiguada en la Sagrada Escritura y predicada en la Iglesia. Esta palabra revelada es idéntica a Jesucristo. Cuando la dogmática no se comprende a sí misma, ni se hace comprender como cristología, entonces es dominada por elementos extraños y pierde su carácter de dogmática eclesial. El saber cristiano es una concentración cristológica y cristocéntrica.

Para él, la doctrina bíblica de la elección de Cristo constituye el punto central de todos los misterios cristianos. Si bien la noción de la elección y predestinación de Cristo domine toda su Dogmatik, Barth la desarrolla adecuadamente en su segundo volumen [40][40]. Al hablar de la predestinación Barth rechaza las ideas dominantes durante siglos en la teología.

Por ejemplo, la idea agustiniana y calvinista de la predestinación. Su punto de partida es la de una experiencia y constatación: en el mundo hay cristianos y hay paganos y entre los cristianos hay buenos y malos. En una perspectiva escatológica, a la postre algunos hombres se salvan y otros se condenan.

¿Cómo se puede explicar tal diversidad? Mediante la libre decisión de Dios, que en su misericordia eligió a algunos a la vida eterna, no eligiendo a otros. En el fondo tal es la respuesta que Agustín y Calvino nos ofrecen.

La predestinación aparece así como una división de los hombres en dos categorías. División que ha sido hecha por Dios, con todo lo que de tétrico e insoportable que esta afirmación comporta. El defecto del punto de vista agustiniano‑calvinista radica primero en el punto de partida: la búsqueda del hombre. Segundo: concibe la relación salvífica como una relación directa hombre‑Dios. [41][41]

Otros piensan en la predestinación como unos de los aspectos del gobierno de Dios en el mundo. La vinculan con la omnipotencia de Dios. Barth atribuye esta postura a S. Tomás y S. Buenaventura y a muchos teólogos protestantes. En esta perspectiva la predestinación aparece como una concepción determinista del mundo. Es un acto de la omnipotencia irresistible de Dios que quiere libremente la salvación de algunos, abandonando a los demás a la perdición. Fundada sobre la una idea genérica de Dios, la predestinación aparece necesariamente como el acto caprichoso de un tirano.  [42][42]

Estas concepciones que vinculan la predestinación a los atributos absolutos de Dios no siguen la Escritura. Por el contrario ésta enseña que la predestinación es idéntica al libre decreto divino de la Alianza, Es la decisión divina mediante la cual Dios, en Jesucristo, se inclina sobre el hombre y establece con él su Alianza, es decir, su amistad, para introducirlo en el ámbito de la vida divina. La predestinación es un acto de la bondad de Dios. Mejor, de su libertad. Es un don libre y gratuito, una gracia, un acto de amor divino. Es el centro del evangelio, la totalidad de la Buena Nueva. [43][43]

Esto significa que la predestinación coincide con el acto divino que libremente quiso a Cristo, dado que la Escritura nos hace ver  que Cristo es el centro, el motivo, la fuente de la Alianza. En Cristo Dios nos ha manifestado y ha realizado su plan. En Cristo Dios quiso dirigirse al hombre para hacer de la humanidad su pueblo. No debemos vincular la predestinación a los atributos absolutos de Dios, sino al acto de libertad y voluntad divina. La coincidencia con Escoto es evidente.

Barth llega aún más lejos. De acuerdo con la biblia, el Dios que elige no es abstracto: es el mismo Jesucristo. Este no es solamente el objeto pleno de la Alianza y de la elección, sino también el sujeto que elige. Cuando la Escritura habla de la elección del hombre no se refiere al hombre en general o a los individuos en cuanto tales, sino a Israel y especialmente a Cristo, fundamento de todo.

En Cristo Dios elige y predestina a todos. En él es reunido su pueblo. Por lo cual, concluye Barth, la predestinación es esencialmente cristológica, como lo enseña expresamente la Epístola a los Efesios (1, 4‑5). No existen otros concepto de la predestinación en la Escritura. [44][44]

Barth sostiene que Jesucristo es el término primero y perfecto de la elección predestinante y al mismo tiempo es él el que cumple la elección, porque Dios que elige no es abstracto, sino es, en la biblia, concretamente Jesucristo. Esta última concepción por lo menos aparece discutible. Resulta mucho más evidente en la Escritura que quien elige es Dios, el Padre, tal como lo atestigua por ejemplo, la citada carta a los Efesios: Bendito sea Dios y Padre de nuestro señor Jesucristo, el cual (...) nos ha predestinado a ser hijos adoptivos por medio de Jesucristo (1, 3‑5).

La predestinación de Cristo

Para Barth, pues, la esencia de la predestinación es el designio divino que termina en Jesucristo. Es el acto libre, gratuito y eterno de Dios que quiere comunicarse a las creaturas en Jesucristo. Jesucristo está absolutamente al principio de los caminos de Dios y de ellos es la total plenitud. Cristo es objeto de la Alianza de Dios que en él quiso y realizó la Alianza con los hombres. Este plan divino, que es la predestinación y que precede toda existencia de las creaturas, es idéntico a la realidad de la persona divino‑humana de Jesucristo. [45][45]

En el designio de Dios, el Hombre‑Dios preexiste a toda realidad del mundo y coincide con la predestinación eterna. No se trata de extrapolar la encarnación de la historia para ubicarla en el ámbito de la eternidad, como alguien equivocadamente señaló. Lo que es preexistente a la historia es el Verbo encarnando, término del plan divino de la elección y que resultará luego el Verbo encarnado, mediante el decreto de la voluntad de Dios que realiza su existencia histórica. [46][46]

Se trata, pues, partir del Orden de la intención, raíz y premisa necesaria del Orden de la ejecución. Según el primer orden Jesucristo preexiste, en el acto divino de la predestinación, como fundamento eterno de la Alianza actuada concretamente en la historia sagrada y en Jesucristo.

Barth no encuentra dificultad en establecer esta afirmación de principio examinando el pensamiento de S. Pablo concerniente el primado de Jesucristo primogénito de toda la creación (Col. 1, 15). Con más razón el de San Juan en el prólogo de su evangelio. Barth dice, comentando a Juan:

Al principio, junto a Dios, estaba este Unico: Jesucristo. En esto precisamente consiste la predestinación. Todas las implicaciones de tal noción se encuentran originariamente en este dado fundamental y deben ser comprendidas desde este punto de partida [47][47].

El prólogo de San Juan habla siempre de Jesucristo, o como encarnando o como encarnado. No se refiere a la Persona del Verbo prescindiendo de la realidad de la encarnación. La exégesis reciente, en general, es del mismo parecer.

La predestinación no es la glorificación futura que Dios concede a algunos y niega a los demás. Es la elección y la adopción como hijos de los hombres en Cristo, el Hijo unigénito. Es verdad que la adopción presente alcanza desarrollo definitivo en la gloria de la resurrección; pero es la adopción presente que constituye el término de la predestinación, que consiste en la elección de los hombres en Cristo, primer predestinado, centro y fuente de toda otra predestinación.

Según la enseñanza de la Escritura, la predestinación no es un decreto escondido de Dios respecto a la suerte de los hombres después de la muerte. Al contrario, es el plan divino realizado y manifestado en Jesucristo y que tiene como termino la elección y la adopción para ser hijos de los Hombres en El.

A juicio de Barth, el defecto fundamental de quiénes trataron el tema de la predestinación consiste en haberla concebido en vistas al futuro escondido. No tuvieron en cuenta su fundamento, que está al inicio, en la elección y predestinación de Cristo. No descubrieron que ha sido revelada en Jesucristo, que se manifiesta en el tiempo y que se actúa en él, siguiendo los trazos del plan preexistente.

La voluntad eterna de Dios en la elección de Jesucristo es su voluntad de darse en sacrificio por el hombre creado por él y caído. Según la Escritura esto ha sucedido en la Encarnación del Hijo, en sus sufrimiento y en su muerte, en su resurrección de entre los muertos. En esto radica el contenido de la eterna predestinación divina. La elección gratuita de Dios, inicio de toda realidad, es el sacrificio que Dios hace de sí mismo en su decreto eterno. [48][48]

Nada de terrorífico o de imprevisible está contenido en la predestinación; conocemos al Dios que nos eligió y a Aquel a quien Dios ha elegido; sabemos que Dios nos ha predestinado en él.

El hijo de Dios ha decidido entregarse desde toda la eternidad. Junto al Padre y al Espíritu ha elegido unirse al hijo del hombre que se había perdido. Este hijo del hombre, desde toda la eternidad, es el objeto de la elección del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Esta unión real y eterna de este unión eterna de Dios y del hombre es un decreto concreto. Su contenido tiene un nombre y es una persona; se llama y es Jesucristo. No es por lo tanto un decreto absoluto. [49][49]

Se equivoca gravemente quien pone como fundamento de la predestinación algo que no sea Jesucristo, así como quiénes la vinculan a los atributos absolutos de Dios y no a la libre donación en Cristo.

Barth se pregunta también acerca del fundamento que rige esta concepción de la predestinación. ¿No se trata de una construcción de la razón, de una hipótesis teológica, edificada en al aire, sobre la pura fuerza cognoscitiva del hombre?

No, responde. La gracia no sería más gracia si fuese accesible a nuestros análisis racionales y fuese dentro del dominio de nuestra pura búsqueda humana, en la esfera de la teología natural. Conocemos las líneas del plan divino por revelación. Las conocemos en su concretización histórica que es Jesucristo. Si es cierto que Jesús es el Hijo de Dios hecho hombre por los hombres, entonces nosotros podemos afirmar con certeza, que nuestras afirmaciones se apoya sobre la revelación. La voluntad de Dios, actúa en el mismo sentido en la creación, en la cual se revela como un Dios para nosotros [50][50]. En otras palabras: según el orden de la ejecución creemos que Cristo es aquél en el cual Dios no da la salvación; en el orden de la intención, Cristo precede y tiene el primado en orden a todas las creaturas; es el objeto primero de la voluntad salvífica de Dios.

En otros términos, nuestro conocimiento se basa en hechos objetivos y se guía por hechos. Dios nos ha elegido en él desde antes de la fundación del mundo (Ef. 1), El es el primogénito de toda creatura (Col. 1,5). Tal como él mismo lo revela en su existir, en Cristo el contenido de la Alianza preexiste a su actuación histórica. Por el simple hecho de existir en el tiempo, Cristo actúa la alianza y nos revela también el designio de Dios, presupuesto en de la reconciliación y de la salvación histórica [51][51]. Más aún: Jesucristo no es solamente aquél que actúa la alianza: el es la alianza entre Dios y el hombre.

En cuanto Palabra de Dios dirigida a nosotros, como obra de Dios para nosotros (...) el es la Palabra y la obra de la alianza eterna. En la verdad y en la potencia de esta Palabra y de esta obra eterna él pronuncia la Palabra y cumple la obra de la reconciliación en su evento temporal. [52][52]

En el libre decreto de la predestinación, según el cual Dios ha decidido desde toda la eternidad, no quedar solo consigo mismo en la vida trinitaria, sino comunicarse ad extra, está presente la exigencia del Hombre en el cual quiere comunicarse a todos los hombres. La humanidad está ya anticipada, ya asumida en la unidad de la misma existencia de Dios. En este acto libre de la elección gratuita, el Hijo del Padre no es ya solamente el Logos eterno; sino como tal, como verdadero Dios desde toda la eternidad, es contemporáneamente el verdadero Dios y verdadero hombre que será en el tiempo. En el acto divino de la predestinación preexiste Jesucristo, aquel que como Hijo del eterno Padre y como hijo de la Virgen María será el Mediador de la Alianza entre Dios y el Hombre (...) Jesús actúa la alianza y la revela en la historia a la vez que es su fundamente eterno. [53][53]

Hemos citado estos textos para hacer ver cómo para Barth la predestinación de Cristo en el orden de la intención y su primado absoluto son datos revelados y afirmaciones del mismo plano de la ejecución. Para él no estamos, pues, ante una mera opinión teológica, sino ante la misma substancia de la revelación Bíblica.

Resulta curioso notar la casi perfecta consonancia, hasta verbal, con Escoto, cuando Barth describe el movimiento de Dios hacia las creaturas. Dios, por libre y gratuita decisión, quiso comunicarse ad extra, quiso comunicarse de modo perfecto en Jesucristo; en él eligió todos los hombres. Este es el misterio bíblico de la predestinación y la esencia misma del evangelio. Comparemos con el texto de Escoto, ya citado:

La encarnación de Cristo no fue prevista ocasionalmente. Así como el fin era visto de modo inmediato por Dios desde toda la eternidad, así Cristo en su naturaleza humana. Siendo más cercano al fin, fue previsto con anterioridad a todas la demás cosas que habían de ser predestinadas. En primer lugar Dios se entendió a si mismo bajo la razón del Bien Sumo, etc.  [54][54]

Barth hace mención a la polémica entre los teólogos protestantes del siglo XVII, entre los más allá y más acá de la caída. Discusión que es un reflejo paralelo de la ya mencionada entre los teólogos católicos. Se preguntaban si el plano de la predestinación concernía al hombre creable y caíble o más bien al hombre creado y caído. Si el decreto de la predestinación es anterior o posterior a la previsión del pecado. Barth piensa que las dos soluciones están equivocadas. Porque ambas partían del presupuesto de que el objeto de la predestinación fuese directamente le individuo y de que estuviese fundada sobre un decreto absoluto de Dios, distinto de Jesucristo.

Entre las dos soluciones la menos errada es la que se pone más allá del pecado, suponiendo la predestinación antes de la previsión del pecado. La substancia de esta solución es correcta pero debe ser revisada en la prospectiva del primado absoluto de Cristo en el orden de la predestinación. [55][55]

Como síntesis de estas pinceladas sobre el pensamiento teológico de K. Barth podemos decir la enunciación principal, la que en la base de toda la teología es el primado de Cristo en el orden de la intención, revelado en el orden de la ejecución. Según Barth, tal es la enseñanza de la Escritura.

La noción de predestinación no se refiere a un misterio escondido, a un decreto divino acerca del futuro de los individuos: es idéntico a la elección y predestinación del Cristo como primero, como Cabeza, como centro de la salvación. Barth reexpone substancialmente las viejas tesis Escotistas, por más que las presentó de un modo original y autónomo, como síntesis y meollo de la revelación, como consecuencia directa de la lectura y del estudio de la Escritura, sin tener en cuenta la tradición teológica Católica.

El hombre en Cristo.

La noción de Alianza (berith) tiene un peso notable en el pensamiento de K. Barth a la hora de explicar la relación entre Dios y el hombre en Jesucristo. En el A.T., observa Barth, la palabra Alianza designa la relación‑base entre Dios e Israel haciendo uso de una categoría bien determinada. Mediante la Alianza Dios constituye su pueblo y ése se convierte realmente el pueblo de Dios. El mismo Antiguo Testamento nos permite emplear el término Alianza para expresar la relación y la comunión entre Dios y la humanidad entera en Jesucristo. La Alianza con Israel supera los límites nacionales‑raciales y se expande a la entera humanidad. A la luz del Nuevo Testamento, según el cual Cristo reconcilia la humanidad entera con Dios, vemos realizada plenamente la enseñanza del Antiguo Testamento.  [56][56]

En su sentido cabal, la Alianza significa la comunión entre Dios y el hombre en Cristo y mediante Cristo. En la elección y predestinación de Cristo, Dios ha incluido también una segunda elección: la de los hombres. En él , ni junto a él, ni paralelamente o independientemente de él.

Téngase muy en cuenta que cuando la Escritura habla de la elección de los hombres no se refiere inmediatamente a los individuos sino a una comunidad intermedia y mediadora. La comunidad es el objeto directo de dicha elección. Tomándola como punto de partida se puede comprender la elección de los individuos. La doctrina de la predestinación y de las elección de los seres después de Cristo no tiene que apresurarse a hablar de los individuos. Tiene que detenerse antes en la elección de la comunidad como mediadora de la elección de los individuos.

La comunidad, el Pueblo de Dios, ha sido, pues, elegido antes de los individuos y estos no han sido elegido como una serie de granos de arena dispersos que luego se unen para formar la comunidad. Son predestinados en cuanto miembros insertos en una comunidad preexistente.

El termino Gemeinde (comunidad) ha sido escogido expresamente por Barth para indicar algo que no es identificable solamente con las expresiones históricas que asume (Israel‑Iglesia), sino que se extiende a toda la humanidad. Barth encuentra especialmente en los Capítulos IX - XI de la Carta a los Romanos el fundamento bíblico de sus enunciados.

Al hablar de la elección y la predestinación del individuo, Barth trae a colación la prospectiva errónea de la teología clásica. En ella ha predominado impostación de la óptica individualista, que comenzando en las postrimerías del mundo antiguo, pasa por el Renacimiento, y se exaspera en la modernidad, hasta dominar el pensamiento occidental. La fórmula S. Agustín: Deus et anima, presentada como objeto central de la meditación teológica, sintetiza bien esta perspectiva que Calvino acentúa aún más al hablar de la predestinación:

Llamamos predestinación al decreto eterno de Dios por el cual estableció en sí mismo lo que el quería hacer de cada uno de los hombres. [57][57]

La visión individualista concentra todas las relaciones con Dios en la relación individuo‑Dios aunque esta no sea fiel a la Escritura, para la cual el individuo es dominado por Cristo y por la comunidad. La predestinación en la Biblia es opuesta a todo individualismo. Si bien su objeto último son los individuos; lo son en Cristo y no aisladamente  [58][58]. Por no estar directamente conectadas con la doctrina del primado de Cristo no examinamos las ideas de Barth acerca de la salvación de todos los hombres y la teoría de la substitución, típica de la teología protestante.

Nos hubiera gustado una cierta mayor profundidad ontológica de parte de Barth cuando concibe la unión entre Cristo y los hombres como efecto de la encarnación y cuando incluye la predestinación de todos en la de Cristo. Pero Barth descarta a priori todo enunciado que tenga sabor diverso al de la mentalidad y de la terminología bíblica. Son siempre una intromisión de elementos humanos en la palabra de Dios. Además su mentalidad protestante le impide concebir la relación de los hombres con Cristo en modo ontológico, reduciéndola al sólo ámbito moral.

Queda aún un problema muy importante: interpretar el pecado y la redención en coherencia con las líneas planteadas en la predestinación y el primado de Cristo.

Barth lo afronta expresamente confrontando la predestinación de Cristo y la Alianza con su obra de reconciliación (Versöhnung). La Alianza que existe desde el principio, según la intención divina, ha sido posteriormente turbada por el pecado. Esta es la razón por la que, históricamente, asume la forma de reconciliación. Como es superación de un obstáculo, suprime una división. Todo hombre inicia su existencia, no manteniendo la Alianza, sino rompiéndola a causa del egoísmo radical que lo domina. El pecado es concebido como un gravísimo accidente (Zwischenfall) que perturba la Alianza. La unión con Dios en Cristo comporta, pues, como primer efecto, la superación del pecado del hombre [59][59]. Sin embargo, el accidente del pecado no rompe ni modifica el designio primigenio de la Alianza que no pura reacción ante el pecado ni está de ningún modo condicionada por él.

La alianza es obra de Dios y de su fidelidad inconmovible. En la Alianza se realiza lo que Dios ha querido desde el principio, gratuita e incondicionadamente, en Jesucristo. Inclusive entendida como reacción al pecado, la Alianza lleva a término el plan primigenio de Dios que el pecado no ha tocado y menos aún interrumpido. El designio divino de la alianza en Cristo el fundamento permanente e inmutable de la reconciliación. El designio divino que quiso la amistad con el hombre no fue hecho trizas por el pecado. La misma reconciliación adviene como consecuencia de la Alianza preexistente, que es su base y presupuesto (Grud, Voraussetzung).  [60][60]

Dentro del esquema mencionado, el tema de la reconciliación, nos conduce aún mayores profundidades: a examinar la relación entre Alianza y Creación. Barth la examina en coherencia con su visión del primado de Cristo: la alianza, actuada por Cristo según el plan eterno de la reconciliación, requiere un campo y un espacio convenientes: la existencia del mundo y del hombre. Por lo cual la creación es requerida por la Alianza y esta a su vez es el fin de la creación. Como se puede observar en este tema, que Barth desarrolla en modo amplísimo (es el tema del tercer tomo de su Dogmatik), el primado de Cristo es el punto de partida para comprender la naturaleza de la cosmología, el valor teológico del universo.

La antropología es parte esencial de la cosmología teológica; y aquí también la doctrina del primado universal de Cristo es la clave para comprender y resolver los problemas. Si la creación está dominada y finalizada por la predestinación de Cristo y por la Alianza, entonces la intención primigenia de Dios respecto del hombre es más amplia que la intención creadora. En otras palabras, el orden da la naturaleza está inmerso en un cuadro más vasto y más elevado: el de la Alianza sobrenatural en Jesucristo

Dios al crear , afirma Barth, no quiso solamente la existencia humana (el Sein del hombre), sino también y más aún su salvación (el Heil), que es la perfección sobrenatural de su existir creatural. La salvación no es elemento constitutivo de la existencia del hombre, sino su esjaton, su plenitud según la dimensión cristológica. Se podría decir que aquí Barth explicita y hace propia la afirmación de S. Buenaventura quien dice que el orden sobrenatural existe en el hombre no por naturaleza, pero sí desde el nacimiento (non a natura, sed a nativitate).

Por lo cual la salvación, aunque domine totalmente el ser creatural del hombre, no es requerida por él: es un don libre de Dios, es la gracia en el sentido completo de la palabra. No es deducible desde abajo, es conoscible solamente mediante la palabra de Dios. El hecho que la intención divina de la Alianza supera y domina el orden creatural, supuesto que lo finaliza y lo perfecciona, nos permite concluir que tal intención precede la curación, que es antes según el orden de la predestinación. La destinación del hombre a la Alianza en Cristo es el motivo, la razón y el fundamento de la voluntad creadora divina.  [61][61]

También aquí podemos reencontrar el mismo punto de vista de Escoto, que tiene como eje la jerarquía de los valores y del ser:  El que quiso ordenadamente, parece que primero quiso lo que está más cerca del fin...

Solamente que Barth, como siempre, no establece sus conclusiones con un razonamiento teológico sino fundándose en la exégesis inmediata de la Sagrada Escritura. A pesar de lo cual Barth desarrolla el primado universal de Cristo con pleno rigor y con una amplitud de horizonte única en la historia de la teología. Este es el perno de la demostración: en el hecho, en el orden de la ejecución, la Sagrada Escritura nos manifiesta que Cristo es el centro y el término de toda obra de Dios ad extra, tanto en el ámbito de la gracia como en el de la naturaleza. Desde aquí se remonta al orden de la intención para concluir que la predestinación de Cristo es verdaderamente el corazón y la substancia del plano divino que comprende naturaleza y gracia. Notable también aquí la coincidencia entre Escoto y Barth. La noción de predestinación es para ambos la llave maestra y el motivo central que permite comprender e ilustrar la doctrina del primado de Cristo y sus vastísimas implicaciones. A pesar de que la noción de predestinación, no es del todo idéntica en ambos, esto no incide en la elaboración teológica del primado de Cristo desde la perspectiva de la predestinación.

H. Bouillard ‑quien estudió en una obra extensa las líneas capitales del pensamiento teológico de Barth‑ juzga así la teología de este autor sobre el primado de Cristo según la perspectiva de la predestinación:

Es necesario reconocer en primer lugar que este capítulo de la Dogmatik, lleno de comentarios sutiles de la Biblia, desarrollando alegremente una composición temática análoga a una sinfonía, renueva enteramente el contenido del tema de la predestinación. Ningún teólogo debería tratar en adelante dicho tema sin tener en cuenta esta contribución, la más importante que he visto desde hace mucho tiempo. Su mérito esencial reside en su intención fundamental: substituir la noción de un decreto escondido con la del misterio revelado en Jesucristo. Así se revela el sentido bíblico de la predestinación que los exegetas han sabido frecuentemente reconocer, pero al cual los teólogos no se han todo referido con suficiente rigor.  [62][62]

De acuerdo con cuando concierne la belleza del tratamiento Barthiano del argumento: es verdaderamente digno de un gran teólogo. Queremos observar, sin embargo, que no se trata solamente de una renovación del problema de la predestinación. Estamos ante una afirmación solemne y meditada de la doctrina del primado universal de Cristo, que es el verdadero telón de fondo y el motivo dominante de toda la teología de Barth y por lo tanto el alma misma de su amplísima Dogmatik, como en otro lugar lo reconoce el mismo Bouillard [63][63]. Desde este punto de vista que debe ser juzgada la doctrina de la predestinación en Barth y no simplemente como un problema particular.

En segundo lugar, y teniendo en cuenta la precisión precedente, no podemos afirmar que Barth fue un innovador absoluto sobre este punto. La historia de la teología católica lo demuestra copiosa


[1][1] Para un información sobre la actividad más reciente de la escuela escotista en orden a la teología positiva bíblico-patrística, pueden consultarse la numerosas obras del P.G. BONNEFOY, OFM, verdaderamente benemérito en este campo. Especialmente léase: Il Primato de Cristo nella Teología contemporanea, in: Problemi e orientamenti II, pág. 123‑236. Y también: La Primauté du Christ selon l'Ecriture et la Tradition, Roma, 1959

[2][2] El P Risi, en su obra monumental e informadísima (Sul motivo della incarnatione del Verbo, vols. 4, Roma-Brescia 1898), analiza y expone detalladamente los aportes de la Escuela escotista

[3][3] Cfr. SANNA A. Ofm. Conv. La Regalità di Cristo secondo la Scuola Fracescana, Oristano 1951

[4][4] Ver: URRUTIBÈHÈTY Chr. OFM.; Christus, Alpha et Omega, seu de Christi universali Regno, Lilla 1920; J.B. DU PETIT-BORNAND, OFM.Cap. De Primatu D.N.J.C. et causa motiva incarnationis, Barcelona 1902

[5][5] Cfr. I Misteri del Cristianesimo, C.V. #64

[6][6] Véase la obra del P.O. BONNEFOY. La primauté du Christ; LATTANZI U. Il Primato universale di Cristo secondo le Sacre Scritture, Roma 1937

[7][7] I Misteri del Crist. V, # 64

[8][8] Dogmatik I n 887

[9][9] Sobre este aspecto del pensamiento de Scheeben ver PANCHERI, F.S. Il Pensiero di Scheeben y S. Tomasso, Padova 1956. cap I

[10][10] I Mister., cap. XI, #110

[11][11] ver en III Sent. Dist. 20, a 4

[12][12] III Sent. Dist., 1, a.2. q.2.

[13][13] III, Dist. 1.q.3.

[14][14] Op. Ox. III Dist. 7, q.3.

[15][15] Cfr. S.Tomás, Sum Theol, q 49, aa 1‑3.

[16][16] Cfr. op cit. pág. 263 ss, II; pag 208ss

[17][17] Nos servimos del Sermo 56 de Passione Domini; 3. pars princ. a.1. c.1. (ver la Opera Omnia de S. Bernardino, ed. Quaracchi. 1956, vol V

[18][18]ver Traité de l'Amour de Dieu II, 4

[19][19]San Lorenzo expuso su pensamiento en varias obras que no son tratados teológicos en sentido estricto, sino temas teológicos en orden a la predicación. Para la síntesis de su pensamiento sobre el primado universal de Cristo nos hemos servido especialmente del P. Borak H, OFM.Cap. Theologia historiae in doctrina S. Laurenti Brundusini, en Laurentianum 1 (1960) pág. 37‑97. Se pueden también consultar: S.Bernardino de S.G. Rotondo, OFM Cap, Theses fraciscanae de motivo primario incarnationis. Expositio cum speciali respectu ad S. Laurentium a Brundusio, in: Collect.Franc. (1934), pág. 546‑563; Dominiec of Herndon, OFM.Cap. The absolute primacy of Christ Jesus and his Mother according to St. Lawrence of Brindisi, in: Collect.Franc. (1952), pág. 113‑149

[20][20] Cfr. BORAK, art.cit. pág 33‑35

[21][21] Explanatio in Genesim, Opera Onmia, VI, pág. 198

[22][22] BORAK, 1, c. pág. 35

[23][23] Ivi, pág. 34

[24][24] Ivi,. pág 35ss

[25][25] Ivi, pág 39‑42

[26][26] BORAK, art. Cit. Pág. 48

[27][27] Ivi. pág. 57‑59

[28][28] Ver: I Misteri del cristianesimo, cap. V; Dogmatik III. nn. 372 ss.

[29][29] I Misteri, cap., V. #64

[30][30] Ivi

[31][31] Ivi

[32][32] Ivi

[33][33] Ivi

[34][34] Ivi

[35][35] I Misteri #65

[36][36] Ivi

[37][37] Ivi

[38][38] Los escritos de K.Barth son muy numerosos, y están distribuidos en el arco de varios decenios. Muestran un desarrollo no siempre homogéneo de su pensamiento, ya bien vigoroso y estructurado desde la aparición de su primera obra, "La Carta a los Romanos", en 1919.  Para un conocimiento del desarrollo del pensamiento bartiano ver a BOULLARD H.; K. Barht, Genése et évolution de la théologie dialectique, Paris 1957

[39][39] Kirchliche Dogmatik, Erster Band, Zweiter Teil, pag 135. Al citar los varios volúmenes de la Dogmatik, emplearemos el número romano para indicar el volumen y el arábigo para las diversas partes del volumen.

[40][40] El volumen comprende dos partes, la primera fue publicada en 1940, la segunda en 1942

[41][41] Dogm. II/2, pag. 40‑44

[42][42] Ivi. pág. 46‑51

[43][43] Ivi, pág 1‑18

[44][44] Ivi. pág. 65 ss

[45][45] Dogm. II/2, pág. 116

[46][46] Ivi

[47][47] Ivi, pág. 157

[48][48] Dogm. II/2, pág. 175‑176

[49][49] Ivi pág 171

[50][50] Dogm. IV /1, pág. 46‑48

[51][51] Ivi

[52][52] Ivi, pág 70

[53][53] Ivi

[54][54] II Sent. Disti. XIX, quaestio unica

[55][55] Dogm. II/2, pág. 154

[56][56] Dogm. IV/1, pág. 22‑35

[57][57] Inst. Chris. III, 21, 5, Cfr. Dogm. II/2, pág 337 ss

[58][58] Dogm. II/2, pág 341 ss

[59][59] Dogm. IV/1, pág 70 ss

[60][60] Ivi. IV/1, pág. 48 ss

[61][61] Dogm. IV, pág. 46 ss

[62][62] Op.Cit. Vol I, pág, 141 ‑ 142

[63][63] Cfr. Id. Genèse et évolution de la théologie dialectique, París, 1957; pág. 221-258)

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