III

LA TERCERA VIA DE FRANCISCO SUÁREZ

Francisco Suárez fue un teólogo doctísimo y profundo. Dejó una huella relevante, tanto en la cuestión del primado de Cristo como en otros campos del saber teológico.

Extraordinario conocedor de la teología del pasado, supo valorar atentamente las posturas diferentes. A pesar de su eclecticismo subyacente, muy frecuentemente criticado, en todo  problema afrontado supo hacer valer su propia personalidad de gran teólogo.  [1][1]

En el gran tratado De Incarnatione y en varias obras posteriores, Suárez expone profusamente su opinión sobre el primado; evidencia un pensamiento poseedor de los más variados matices, que sabe recoger todos los aspectos del problema. Suárez demuestra haber medido con exactitud la portada verdaderamente fundamental de la cuestión. En su obra están el tema del primado condiciona radicalmente tanto el mundo de la gracia como el de la naturaleza, tanto el humano como el angélico.

Supo captar perfectamente que no se encontraba ante una pequeña disputa ociosa  o marginal, sino frente aun tema básico para las grandes respuestas de toda la perspectiva teológica cristiana. De este punto de vista, Suárez se eleva como un gigante en medio de todos los demás teólogos que ocuparon de la cuestión después de Escoto.

Después de haber resaltado la conveniencia de la encarnación [2][2], afronta el problema de la causa primera y de la razón por la cual la encarnación ha sido predestinada y realizada, causa sin la cual no hubiera tenido lugar. Desde el principio establece la necesidad de reconocer en los actos divinos del intelecto y de la voluntad un cierto orden según el antes y el después, es decir momentos o signos sucesivos, sabiendo que en Dios estos actos eternos son absolutamente simultáneos.

A pesar de que en Dios no haya un antes y un después, existe un fundamento por el cual nosotros tenemos derecho a concebir tales actos de modo sucesivo:

Si bien Dios entiende y quiere todo en un  único  acto simplicísimo, dado que entre la ciencia y la voluntad, y entre las mismas cosas conocidas o amadas, existe una cierta conexión e interdependencia;  para explicarla concebimos nosotros  como anterior y posterior lo que en realidad es uno en la mente o en la voluntad de Dios. De modo que distinguimos en estos actos signos anteriores y posteriores, no de acuerdo a la realidad de las cosas, sino según la razón. En este sentido se explica el orden  que no es negado por ningún teólogo y que frecuentemente es utilizado por S. Tomás. [3][3]

Una vez asentada este premisa necesaria, Suárez propone el problema en sus términos clásicos:  Nos preguntamos si, en la presciencia de Dios ,la voluntad de la encarnación es antecedente o subsecuente al pecado.

Esto equivale a preguntarse si Dios quiso la encarnación como bien en sí, o si la quiso en subordinación al pecado; dicho de otro modo, si Cristo de habría encarnado si Adán no hubiese pecado.

Después de haber presentado sucesivamente las dos soluciones clásicas en el tema, presenta una tercera, la suya propia, que tiene la ambición de satisfacer las exigencias de las dos primeras, conciliándolas en una síntesis superior.

Ente las dos soluciones precedentes, Suárez ingeniosamente sostiene la escotista. Su demostración se caracteriza por la riqueza de la documentación escriturística y patrística.

Pasando a la argumentación teológica, Suárez, examinando las nociones de providencia y de predestinación ,demuestra que Dios quiso la encarnación prescindiendo del pecado. Concluye afirmando:

Dios no puede haber querido este misterio solamente porque se ha presentado y preconocido la ocasión del pecado. Esto equivale a decir que él mismo habría permitido el pecado para que de él se tomara la ocasión de comunicarse a los hombres de modo inigualable.

La sentencia común de todos los teólogos coincide en que la elección y la predestinación a la gloria, precedieron la permisión del pecado original. Dado, pues, que Cristo es el supremo predestinado y la Cabeza del Reino de Dios, fue predestinado no solamente antes de la previsión del pecado de Adán, sino también antes que fuesen predestinados los ángeles y los hombres, miembros de Cristo en el reino de Dios.

Cristo, continúa Suárez:

Es la causa Ejemplar y final de la predestinación y de la elección de los demás. La elección y la predestinación de los hombres anteceden la permisión del pecado, y de por sí pertenecen a la misma voluntad por la cual Dios quiso comunicarse a sí mismo a los hombres.  Con mucha mayor razón tanto la elección como la predestinación de Cristo tiene que pertenecer a idéntica voluntad, y en ella ocupa el primer lugar, como causa de todo lo demás. [4][4].

Se puede observar que Suárez retoma la argumentación fundamental de Escoto. A pesar de lo cual tenemos que observar inmediatamente una particularidad: la conexión que Suárez instala entre encarnación y pecado.

Él observa que esta conexión existe: el pecado fue permitido por Dios como ocasión de comunicarse a los hombres de modo inigualable; un mundo en el cual existe el pecado es ocasión para que Dios pueda donarse y comunicarse en la manera más perfecta; lo cual no podría suceder en un universo sin pecado. Es un afirmación grave y fundamental para Suárez y que el escotismo no podría jamás subscribir. A continuación veremos todo el peso que Suárez atribuye a este inciso.

Terminadas las predichos argumentos, precisando mejor cuál fue la razón primera o el motivo de la encarnación, Suárez afirma que la razón primera  fue la excelencia del mismo misterio y los otros bienes que se obtienen por su medio, sin que fuera necesariamente requerido un remedio del pecado (...). Si aceptamos que Dios quiso la encarnación en aquel primer signo, no la procuró como remedio contra el pecado (dado que fue prevista y querida antes de la previsión del pecado); (...) por consiguiente la deseó por sí misma y por el mismo bien que en ella se encuentra y que de ella podría seguirse sin tener en cuenta el pecado. [5][5]

Suárez aporta una prueba decisiva en favor de la tesis que defiende que Jesucristo, en el orden actual, ha sido querido por Dios antecedentemente a la previsión del pecado. Tanto Adán inocente como los Angeles encuentran en Cristo la causa meritoria de la gracia y de la gloria.  Puesto que, como es evidente, la gracia de Adán inocente y la de los Angeles ha sido previstas antes del pecado, lo fue a fortiori Jesucristo su Cabeza.

Suárez es claramente el principal defensor de la tesis según la cual de los méritos y de la causalidad de Cristo depende esencial y totalmente la glorificación de los ángeles, por lo cual El es su Cabeza en sentido pleno y perfecto, así como lo es de los hombres.

Para apoyar su tesis, entre los muchísimos Padres y Teólogos, Suárez cita con todo derecho al mismo S. Tomás, totalmente explícito en el argumento. [6][6]

Cuanto sea el peso del argumento de la dependencia esencial de la gracia y de la gloria de los Angeles en el tema del primado de Cristo, se lo puede deducir del hecho que los partidarios lógicos y abiertos de la opinión tomista que defiende la dependencia de la encarnación del pecado, se ven obligados a negar tal dependencia esencial, colocándose directamente en contra de la explícita afirmación de S. Tomás.

Suárez, al tratar la cuestión del primado de Cristo, desarrolla y expone la dependencia de los Angeles de Cristo, con todas sus implicancias. No toca el tema sólo en el Tratado De la encarnación, sino también en De los Angeles, escrito al fin de su vida   [7][7].

Un punto oscuro y frágil

Expuesta de modo docto y agudo la solución de la escuela de Escoto, Suárez se hace una pregunta básica: ¿Jesucristo ha sido predestinado por Dios, antecedentemente a la previsión del pecado, y en cuanto redentor mediante la pasión y la muerte?. [8][8]

Esta es la cruz, la dificultad máxima con la cual se topa la opinión escotista. Suárez responde: Jesucristo no fue  al principio predestinado por Dios como redentor, solamente lo fue después de la previsión del pecado: antes de la permisión y de la propia y absoluta previsión del pecado, Cristo no fue predestinado como redentor de los hombres. Solamente lo fue después de haber permitido el pecado.  [9][9]

¿Pero acaso no sostiene Suárez, con toda la fuerza posible, que la elección, la gracia y la gloria de los Angeles y de Adán inocente derivan de Cristo, antes de la previsión del pecado? Es cierto, responde. Pero hay que observar que en relación a los Angeles  y  a Adán inocente Jesucristo fue  querido  como Glorificador. Hasta podríamos decir como verdadero Salvador, si entendemos correctamente este término.

Jesucristo puede ser llamado Justificador y Glorificador de los Hombres, y también su Salvador, en cuanto este nombre puede significar que es el Autor de la salvación, inclusive si el pecado no ocurriese  [10][10].

En el De Angelis , Lib. VI. c. 2, afirma con la misma decisión: Podemos decir que Cristo fue Salvador y Glorificador de los Angeles, pero no fue su Redentor.

Suárez  sabe que de ese modo deja los flancos descubiertos a  graves objeciones. Intenta seguir su camino en medio de dudas. Observa que desde el primer momento de la predestinación Jesucristo puede ser llamado y previsto como Redentor. Redentor en cuanto a la capacidad y suficiencia; dado que ha sido preordenado con tal alta dignidad como para que su obra hubiese sido más que suficiente como remedio, si éste hubiese sido necesario.

Cita a este propósito este célebre texto de S. Cirilo [11][11].

Nuestro primer fundamento es Cristo, y sobre él todos nosotros hemos sido edificados antes del inicio del mundo. Del mismo modo que en la presciencia de Dios antecedió la bendición  a la maldición, la promesa de la vida a la condena a la muerte, la libertad de la adopción a la esclavitud del diablo . [12][12]

Jesucristo ha sido previsto casi como redentor radical, en cuanto tiene en sí la potencia de actuar la redención. Pero la obra efectiva redentora es querida eficazmente por Dios después de la previsión del pecado: no hizo Dios en Cristo un cuerpo acomodado a las pasiones, hasta no haber visto el pecado, para el cual no era suficiente ningún otro sacrificio.

Aquí aparece el tema del valor de la muerte de Cristo: ha sido querida solamente como satisfacción del pecado: La muerte y las  demás penas han sido asumidas en primer lugar  como satisfacción.  [13][13]

Esta noción bastante restringida del valor de la muerte de Cristo es una de las constantes de la teología postrindentina, y tiene sus raíces en la antigua impostación de S. Anselmo. Restringiendo el significado de la muerte de Cruz al solo valor satisfactorio, este pensamiento teológico no solo no tendrá condiciones de poder resolver convenientemente la doctrina del primado de Cristo, sino que no logrará entender el valor fundamental de su muerte, que en primer lugar es un acto de amor y de adoración perfectísima de Dios. A causa de esta deficiencia, el antropocentrismo y el hamartiocentrismo dominan también el horizonte de Suárez.

Otra limitación grave, común a Suárez y a otros teólogos, es la de reducir la noción de redención solamente a la liberación del pecado. Nadie es redimido, si no esta bajo el pecado afirma Suárez como principio absoluto.

Puestas estas dos premisas: ‑la muerte de Cristo tiene solamente valor satisfactorio; ‑redimir significa solamente liberar del pecado; es evidente que Suárez, inclusive sosteniendo que Dios quiere la encarnación antecedentemente del pecado, se  ve obligado a afirmar:

1.‑     Los Angeles no han sido redimidos por Cristo, porque no han pecado ni ha satisfecho por ellos; por lo cual en relación a ellos es solamente Glorificador.

2.‑     La redención en concreto está ligada esencialmente al pecado y es querida  después de él, como la medicina supone la enfermedad.

Hay dos gravísimas dificultades contra esta solución y Suárez las discute abiertamente.

La primera se centra en la noción de la voluntad infalible de Dios.  En el decreto efectivo querido por Dios Jesucristo ha venido en carne pasible. Si Dios hubiese tenido una verdadera voluntad acerca de la encarnación antes del pecado, Cristo hubiese venido lógicamente en carne impasible, su voluntad se hubiese realizado infaliblemente, en cuanto ninguna creatura la puede condicionar. Puesto que Jesucristo no vino en carne impasible se debe correctamente concluir que Dios no quiso que viniese de ese modo, ni siquiera desde el inicio.

Suárez responde: Dios quiso la encarnación en forma impasible con voluntad antecedente; la voluntad antecedente equivale a voluntad condicionada,  por lo cual se debe decir que Dios hubiese querido a Cristo impasible, si la necesidad causada por el pecado no hubiese requerido otra modalidad. Por lo cual Dios quiso la encarnación con una voluntad absoluta y eficaz, tanto en cuanto a la substancia del misterio de la Persona, como en la concretez de esta naturaleza individua; el modo no lo definió hasta que no previó y permitió el pecado.  [14][14]

Nuestro autor se apropia de una afirmación corriente en muchos seguidores de Escoto.

¿Recurriendo a la acostumbrada distinción entre substancia y modo de la encarnación, se resuelve la dificultad? Si Dios quiso verdaderamente la encarnación, la quiso no solamente  como substancia, sino según todas las modalidades concretas pues de lo contrario introducimos en Dios un modo de absurdo de querer.

Admitida como válida la distinción, ¿no se deduce que una realidad maravillosa y de sumo valor como la muerte de Cristo depende del pecado? De este manera ¿no se aceptan todas las dificultades insuperables hechas valer contra las opinión tomista que hace depender la encarnación del pecado de Adán?

Para obviar esta dificultar Suárez escogerá su tercera vía.

Suárez tiene que superar otro escollo. El sostiene que Jesucristo es la fuente de la gracia y de la gloria de los Angeles y que es su glorificador y Salvador. Pero niega que sea su Redentor, porque no los ha librado del pecado ni muerto por ellos. Pero podríamos afirmar que es su Redentor porque los libró de caer en el pecado, porque los preservó de él. ¿No se podrá decir que en el caso de los Angeles existió una redención mejor, preservativa?

Es una apertura del problema que habría podido conducir a una solución radical: Jesucristo fue previsto y querido desde el primer  instante como redentor glorificante de  todas  la creaturas...

Pero Suárez observa que la opinión es insostenible, a pesar que algunos la defiendan.

No es suficiente decir que habrían podido pecar y que fueron preservados por Cristo (...). Esto no es suficiente para hablar de redención en propiedad de términos, porque redención significa pagar un precio por otros.

Redimir significa liberar de una culpa efectivamente contraída, y no solamente preservar de caer en pecado. Si bien S. Bernardo, por ejemplo, y Dionisio el Aeropagita, dicen expresamente que Cristo redimió a los Angeles Santos preservándolos de la caída, sus expresiones no son totalmente propias y rigurosas, pues llaman redención  a toda liberación del pecado; nosotros sin embargo hacemos uso de los términos en su sentido literal y riguroso. Estamos ante la repetición monótona del principio: Nadie es redimido si no ha caído en pecado.

En ese caso nos deberíamos preguntar, si no los redimió mediante su muerte, ¿en virtud de cuáles méritos Jesucristo es el santificador de los Angeles?

En virtud de los méritos obtenidos por Cristo mediante los actos de caridad que animaron toda su vida. Pero no por la muerte de cruz, porque Jesucristo ha muerto solamente por aquellos que habían sido destinados a la muerte:

Los Angeles no están destinados a la muerte, por lo tanto Cristo no murió por ellos. La razón radica en que la muerte no ha sido asumida en beneficio de los Angeles sino solamente en el de los hombres caídos. La gracia no ha sido concedida a los Angeles en previsión de los méritos fundados en la muerte de Cristo, sino absolutamente en la caridad y en la bondad de las obras de Cristo a los hombres.

Repite varias veces esta idea: Cristo mereció por los Angeles mediante todos los actos de caridad y de religión de su vida, siempre excluida su muerte; esta vale solo para los hombres, porque siendo la muerte de cruz sacrificio satisfactorio, puede ser ordenada solamente como expiación del pecado de los hombres. [15][15]

¡Es verdaderamente asombroso que un teólogo de la talla de Suárez haya podido hacer semejantes afirmaciones! Sus nociones de redención y su modo de concebir el valor expiatorio de la muerte de Cristo lo ponían en un impase insuperable, no le permitían otra vía de salida. Se podría observar que las consecuencias absurdas tendrían que haber hecho dudar de la legitimidad de las premisas. Negando que la preservación del pecado se pudiese considerar verdadera redención y sosteniendo que ésta consiste únicamente en la liberación de la esclavitud del pecado, Suárez pierde de vista el hecho clamoroso de la Concepción  Inmaculada de María  ¿Acaso no ha  sido  ella verdaderamente redimida y de modo perfectísimo, precisamente en cuanto preservada del pecado?

Suárez está entre los más perspicaces defensores de la Concepción Inmaculada, y en base a los principios expuestos, tendría que haber declarado que María no fue redimida. Aunque, siguiendo a Escoto, afirma que fue redimida por Cristo en modo perfectísimo porque fue preservada de contraer el pecado. ¿Porqué no aplicar a los Angeles el mismo principio que hace valer para María?

 En segundo lugar: ¿cómo se puede razonablemente sostener que Jesucristo mereció para los Angeles con todos los actos de su vida, excluida la muerte de cruz? ¿No subyace en toda acción de Cristo la misma trama interior de la muerte? Toda la vida de Cristo está dominada por la muerte‑resurrección: ¿cómo se pueden separar, respecto al mérito, la vida de la muerte? La caridad de Cristo, que tiene en la muerte de cruz su expresión máxima, ¡deberá ser excluida para dejar el puesto solamente a los otros hechos de su vida!

Estos interrogantes manifiestas en este punto la debilidad de la posición de Suárez. Nos muestran su comprensión totalmente insuficiente y restringida del valor de la muerte de Cristo. Para Suárez se reduce a la satisfacción de condigno. No ha logrado percibir el valor esencial de su muerte: el amor adorante de Cristo hacia el Padre que se expresa en la donación total. De ese modo ha dejado de lado uno de los motivos fundamentales de la Escritura y de la revelación. Por eso es imposible para Suárez y para sus seguidores formular la doctrina del primado de Cristo Redentor y zafarse de las dificultades insalvables que nacen necesariamente de su modo limitado e insuficiente de concebirla.

Los dos motivos

La investigación teológica de Suárez no se agota en el análisis de  las dos opiniones tradicionales, ni en su  manifiesta preferencia por la solución escotista. Por una parte, para Suárez es absolutamente cierto que la excelencia intrínseca del misterio de la encarnación es motivo suficiente e incondicionado para su concretización. Por otra, sostiene que hay que tener en cuenta también otros motivos. Por ejemplo, la exaltación del universo, la suprema comunicación de la bondad de Dios, la redención del pecado del hombre. Suárez sostiene que entre estos motivos  la  redención es totalmente  suficiente  para  la encarnación.

El motivo suficiente y adecuado de querer (Dios) la Encarnación no fue único, sino múltiple. No estamos ante motivos parciales, sino globales y autosuficientes.

Los diversos motivos no tienen que ser tomados en su conjunto. De su suma no resulta una única razón. Al contrario, cada uno de ellos, en prescindencia de los demás, es de por sí totalmente suficiente para determinar la encarnación. Consecuentemente, tanto la excelencia del misterio como la redención, a igual nivel, cada una en su orden, son razones autónomas, suficientes y decisivas. El error de las dos sentencias tradicionales es la pretensión  de  optar solamente una única razón  para  la encarnación. Si se conjugan ambas se podrá llegar a un síntesis satisfactoria.

Luego de esta ambientación Suárez presenta su solución propia.

Podemos también presentar una tercera sentencia intermedia (la suya), que ubicada entre ambas (la escotista y la tomista) las logra integrar. Si bien hemos de afirmar que la razón prevalente  de la volición de este misterio es su  misma excelencia, y no nuestra redención, también es cierto que Dios quiso este misterio por ambas razones. La voluntad divina se vio inclinada por ellas consideradas en conjunto, como un todo.

Dios quiso la encarnación concretamente por dos razones distintas, y cada una de ellas, independientemente de la otra, es motivo suficiente del decreto divino. Aunque cuando consideramos el orden concreto efectivizado, vemos que entre los dos motivos suficientes  existe una conexión. Tenemos que ubicar su validez autónoma, según Suárez, en aquel plan del conocimiento divino que es objeto de la ciencia media. Dios ve en sí mismo los varios motivos posibles, las decisiones hechas por las causas libres en las diversas hipótesis y circunstancias, y lo que hubiera existido  según las diversas hipótesis causales  si  éstas estuvieses ante condiciones diferentes. En este orden propio de la ciencia media, tanto la excelencia de la encarnación como la redención aparecen como motivos distintos y cada uno plenamente válidos, de parte de Dios, para querer la encarnación. Y esto en el orden, no de los puros posibles, sino de los posibles hipotéticos y condicionados.  El paso de las hipótesis a la realidad sobreviene por libre y gratuita decisión de la voluntad divina, que opera su opción‑decisión guiada por la sabiduría divina. Al fin y al cabo Dios efectivizará aquella hipótesis que manifestará, en el modo más perfecto, la bondad, la justicia divina en un mismo acto simplicísimo.

Entre los varios órdenes hipotéticos, Dios escogió el de la encarnación conectada con el pecado a reparar, dado que solamente este orden manifiesta los atributos divinos de modo óptimo, en modo perfecto. Para entender esta modalidad hay que tener en cuenta aquel propósito primero: Dios quiso comunicar su Persona a la naturaleza humana, y decretó hacerlo en modo perfectísimo o más apto para mostrar sus atributos.

Suárez no se cansa de repetir este pensamiento: dado que un orden en el cual la encarnación está unida la pecado a redimir es el más perfecto entre los posibles, Dios lo escogió guiado de su sabiduría.  Dado que el acto del querer divino es único y simplísimo, los dos motivos, que son distintos en el orden de los posibles condicionados, son queridos por Dios de modo único. Porque él quiso realizar un universo que manifestase los propios atributos del modo más perfecto. Esto puede acontecer únicamente en el caso de la encarnación redentora del pecado.

Si comparamos la voluntad de la encarnación con la voluntad de permitir el pecado, no podemos decir que una sea anterior a la otra. Son totalmente simultáneas.

Considerando, pues, el orden de los posibles condicionados ‑el orden de la Ciencia media‑ tienen razón tanto los escotistas como los tomistas, declara Suárez. Se puede decir tanto que Cristo hubiera venido inclusive sin el pecado, como que Cristo ha venido solamente para la redención del pecado, porque ambos motivos son válidos y autosuficientes para motivar la opción de Dios. Pero si del orden de los posibles condicionados pasamos al real, al querido concretamente por Dios, los dos motivos  coexisten simultáneamente en la voluntad de Dios. Suárez concluye que en la tercera vía, que es la síntesis, se concilian y se afirman las instancias  verdaderas  de las tesis y de  las  antítesis precedentes. No le queda sino concluir con optimismo:

Si aceptamos mi sentencia acerca del modo de la predestinación de Cristo, que juzgo totalmente correcta, no pienso que pueda existir algún disenso en la presente controversia. Apenas, posiblemente, en el modo de concebirla y explicarla.

La tercera vía es una ilusión

El optimismo de Suárez acerca de su propia solución no es justificado. Su tercera vía no encuentra espacio entre las dos precedentes. Acaba por caer en una o en otra, porque entre las dos proposiciones. Entre las dos aseveraciones: o el Verbo se ha encarnado prescindiendo del pecado y su contraria, el Verbo se ha encarnado a causa del pecado, no hay vía media posible.

Por más que si minimise el contenido de la afirmación, nadie pretende que sea posible que el motivo de la encarnación esté simultáneamente conectado y desconectado, dependiente y no dependiente de la previsión del pecado.  Es claro que Suárez para conciliar ambas tendencias comenzó por sostener la escotista y terminó cayendo en la tomista. [16][16]

Suárez sostiene que Dios quiso, de hecho y concretamente, quiso la encarnación como redención del pecado a fin de realizar su plan de modo perfecto y como conviene necesariamente a su sabiduría. Cae al final en la solución tomista después de haber demostrado ampliamente que la redención es independiente del mismo pecado.

¿Abierta contradicción?

No lo parece. Cuando Suárez sostiene la opinión escotista, habla de pura posibilidad, de hipótesis. Nadie jamás ha negado la posibilidad de tal sentencia en cuanto pura hipótesis. De modo que Suárez no ofrece ninguna solución al problema,  porque la cuestión versa no solamente sobre los posibles, sino precisamente sobre el orden concreto y real. Y en cuanto concierne al orden real querido por la voluntad divina, los dos motivos indicados por Suárez no son paralelos y autónomos. Uno influye sobre el otro y solamente uno de los dos será determinante. Para Suárez, el motivo determinante es la reparación del pecado, dado que realiza de modo perfecto el plan divino.

Suárez repite frecuentemente que la excelencia intrínseca del misterio, independientemente del pecado, y la glorificación del universo, son motivos aptos y suficientes para mover la voluntad de Dios, análogamente a como lo es también la redención del pecado. Pero es muy distinto afirmar que algo es apto, en cuanto posibilidad, a mover la voluntad de Dios que sostener que algo la haya movido realmente. Cuándo habla de modo concreto Suárez recurre a la reparación de la culpa como modo perfecto y por lo tanto como único motivo válido de la voluntad divina. Además él asume de la terminología tomista los conceptos característicos de motivo, causa, condición, etc.

Además de caer en la solución tomista que Suárez inicialmente había juzgado severamente, una vez que se acepta el mismo punto de partida, su tercera vía no tiene el valor de la lógica  que existe  en el tomismo.  Más aún, Suárez cae en abiertas contradicciones consigo mismo. Señalemos algunas.

El primer relieve grave que podemos hacer se refiere a su modo de impostar la solución. Repite varias veces que la opción concreta de este orden de Providencia, en el cual la encarnación está unida al pecado, es ocasionada porque Dios quiso obrar siempre de modo perfecto. Entre los varios modos posibles optó por aquél, porque  solamente aquél le permitía comunicarse  de  modo perfecto. Parece que Suárez cae aquí en aquel  optimismo metafísico que luego hará famoso a Leibniz (optimum ex parte operis: lo mejor desde el punto de vista de la obra)

Si así fuera Suárez se expone a todas las críticas que han demostrado lo sofista y absurdo de todo optimismo metafísico. Pero si nuestro autor se refiere ‑como parece más justo‑ al modo de obrar divino (el querer lo perfecto del punto de vista del agente), en ese caso su demostración no tiene envergadura ni peso. Porque Dios obra siempre de modo perfectísimo ‑ es decir divino‑  en cada una de sus producciones y no obra  más perfectamente en una que en otra hipótesis.

Toda la demostración suareciana centrada sobre el modo perfecto de comunicarse como norma absoluta y determinante del obrar divino, se apoya sobre un fundamento muy débil  por no decir peligroso e inaceptable.

 Pasando a las argumentaciones estrictamente teológicas observamos lo siguiente. Suárez acepta como cosa teológicamente cierta que los Angeles han sido santificados y glorificados por los méritos de Cristo, aunque no mediante los adquiridos por la muerte de Cruz.  En la tercera vía los méritos de Cristo son todos dominados por la muerte de Cruz, dado que Dios no podía querer la encarnación si no de modo perfecto es decir, como redención del pecado. Quiso la muerte de Cristo como motivo determinante.  ¿En virtud de cuáles méritos precedentes a la muerte de Cruz y pertenecientes a una encarnación que prescinde del pecado han sido santificados los ángeles, si una encarnación tal es un pura posibilidad, y solamente existe concretamente la encarnación que supone el pecado como "condición sin la cual no" (conditio sine qua non)?

Más aún: si la permisión del pecado es necesaria para que Dios decrete la encarnación de modo perfecto, se deberá decir que el pecado es necesario a la perfección del mundo querido por Dios. ¿Cómo se puede afirmar que el pecado, que es negatividad, pueda colaborar a la perfección del universo si la perfección es positividad?

Afirmar que el misterio no se hubiera actuado en el estado de naturaleza inocente, dado que para conseguir la  condición perfecta y condigna era necesaria la presencia de la culpa, implica consecuentemente la afirmación de que el mundo inocente, tal como fue creado por Dios y tal cual hubiera  debido conservarse, por expreso mandato dado a Adán, no era perfecto. Según Suárez, el principal motivo por el cual fue decretada la encarnación, fue el perfeccionamiento del universo. Es  un despropósito intolerable afirmar que el mundo, tal cual había sido creado por Dios, y tal cual debería conservarse no era perfecto. [17][17]

Tenemos, por el mismo motivo, que afirmar que Dios quiso que Adán se mantuviese en el estado de inocencia, y así se ordenó expresamente. Contemporáneamente Dios no lo quiso verdaderamente, dado que habiendo establecido la actuación de la encarnación de modo perfecto, Dios debería también querer la caída de Adán. El mismo Suárez estaba convencido de la contradicción de su pensamiento en este tema [18][18]. Varios años más tarde, revisando  sus  afirmaciones,  confiesa abiertamente que, a pesar de los esfuerzos realizados (no olvidar que el eclecticismo de Suárez dependió en gran medida de las directivas impuestas por sus superiores) no se podía convencer que Jesucristo, en el presente decreto, hubiera sido querido en conexión con el pecado o en su dependencia.

Nunca pude consentir en esta sentencia. Pienso de modo absoluto que si Adán no hubiese tenido que pecar, la Unión del Verbo con la humana naturaleza se hubiera igualmente realizado, inclusive sin tener que asumir la tarea redentora. [19][19]

A pesar de la debilidad intrínseca de la solución presentada por la tercera vía, Suárez dio un notabilísimo impulso a la profundización de los problemas concernientes al primado de Cristo. No solamente por su perspicacia y erudición, sino especialmente porque expuso y delineó la amplitud de la cuestión y porque supo anclarla más en la Escritura y a la tradición patrística. Suárez será un punto de referencia común para todos los teólogos sucesivos, hasta nuestros días.


[1][1] Publicó en 1590 un gran tratado "De Incarnatione", mientras era profesor de teología en Alcalá. Existen dos ediciones de esta obra, la de Venezia (coleti) y la Vivés (París 1856‑1866). En la Opera Omnia de Suárez, el "De Incarnatione" comprende los tomos 17‑18. En esta edición los diversos tratados no fueron ordenados por orden cronológico de composición, sino por el de temas comunes a varios tratados teológicos. Esta distribución tiene el defecto de no tener en cuenta las variaciones sucesivas del pensamiento del autor, por lo cual las obras más recientes, como el tratado de "Angelis", publicado por el autor en 1620, ocupa los  tomos  2‑3,  mientras  que  el  de  la Encarnación, cronológicamente  precedente en 30 años, esta colocado en los tomos 17‑18. El tema esta tratado con mucha amplitud en la obra que lleva el título "De Angelis" (1620) que pertenece al último período de la actividad teológica de Suárez.

[2][2] De Incarn. Disp.III

[3][3] Id. Dis. V. Sect. 1

[4][4] Id. Sect. III. Suárez en su exposición se sirve de la ciencia media; pero aquí tal noción no incide de modo determinante en su demostración

[5][5] Id. Sect. IV

[6][6] S. Tomás afirma que la gracia de Adán inocente depende de Cristo, en Summ.Theol. III q.1, a.3 ad 5um; II‑II 1.2, a.7; que también la gracia de los Angeles está referida a Cristo: Cfr. Summ.Theol. I, q. 57, a.5, ad. 1um; q. 64, a.1 ad 4um; que Cristo es verdadera Cabeza tanto de los Angeles como de los Hombres: ver III, q. 8, a. 4

[7][7] Cfr. De Angelis. Lib. V, c.6; lib VII, c.13; en el De Incarnatione, ver Disp. XLII, De merito Christi in angelos.

[8][8] De incarn. Disp. V, Sect. 3

[9][9] Id

[10][10] Id

[11][11] De Incarn. Disp. V, Sect. 3

[12][12] Thesaurus, ib. V, c.8. Ver P.G. Vol. 75, 168

[13][13] De incarn. Disp. XLII, Sect., 2

[14][14] De Angelis, Disput. XLII, Sect. 2

[15][15] Id

[16][16] RISI, op. cit. vol. I, pág. 201

[17][17] RISI, op.cit. pág. 209

[18][18] Cfr. De Incarnat. Disp. V, Sect. 5

[19][19] De Angelis, Lib. 7, cap. 13, n 9