EL PRIMADO UNIVERSAL DE CRISTO

Francisco Javier Pancheri OFM conv

 

 

INTRODUCCIÓN

 La doctrina del Primado Universal de Cristo es, sin lugar a dudas, una tesis típica de Escoto. Es uno de los puntos sobresalientes de su obra teológica. Junto a la tesis de la Inmaculada Concepción de María fue visto por los teólogos que se inspiraron en el Doctor Sutil como un elemento característico de su magisterio. Por otra parte, entre ambas afirmaciones existe una profunda unidad.

No apoyamos estas ideas por orgullo de escuela o por capillismo. Estamos convencidos de que el Primado Universal de Cristo ha sido claramente afirmado en la revelación, y constituye como el corazón del cristianismo.

Partiendo de sus comienzos inseguros y limitados hasta llegar al presente, nos proponemos seguir el desarrollo de la doctrina del primado paso a paso y en sus líneas fundamentales. Si bien es cierto que aún no hemos llegamos a formulaciones definitivas, el tema está ocupando siempre más el lugar central y esencial que le corresponde. [1][1]

I

LOS GRANDES INICIADORES

 

El desarrollo alcanzando por la doctrina del primado de Cristo entre los Padres griegos es notable. Muchos de ellos desarrollaron una visión cristológica bien definida y englobante. Tenían una concepción de la gracia que les permitía comprender mejor el rol fundamental del primado de Cristo. Su Cristología estaba dominada por la llamada teoría física de la encarnación, En ella el misterio de Cristo se dirige y realiza especialmente en la divinización del hombre.

San Ireneo, San Atanasio y San Gregorio de Niza [2][2] son los defensores más autorizados de los grandes principios inspiradores que posteriormente conducirán explícita y necesariamente a la teología del primado universal de Cristo. San Cirilo de Alejandría y San Máximo el Confesor, son sus representantes más conocidos. En este texto de San Máximo vemos formulada perfectamente la doctrina del primado de Cristo:

El misterio de Cristo se encuentra admirablemente escondido (Cfr. Ef. 3.2.). Cristo es el fin feliz para el cual todas las cosas han sido hechas. Esta es el designio divino conocido antes del origen de las cosas. De este propósito procede toda gracia y él no es efecto de ninguna otra gracia.

Dios produjo todas las cosas con esa finalidad. En ella se conjugan tanto los fines de la providencia divina, como los fines de las cosas que son gobernadas por dicha providencia, en cuanto en Él han sido creadas todas por Dios.

En este misterio se abarca toda la historia temporal, si me es permitido expresarlo de este modo. Manifestando la Bondad paterna sin dejar lugar a dudas, y mostrando palmariamente el fin por el cual recibieron el principio del ser las cosas que han sido hechas. Porque por Cristo, o por el misterio de Cristo, se han originado en Cristo toda la historia y todos los seres que han existido en el tiempo. De Él todos han recibido el motivo y la finalidad para que nacieran al ser.

Lo primero que ha sido creado en el tiempo es la Unión Hipostática y ella acabará siendo manifestada en Cristo en los últimos tiempos. [3][3]

Con otra perspectiva e intereses de fondo, la teología occidental comienza a exponer el misterio del primado de Cristo en forma autónoma. El tema aparece en el medioevo como mera reminiscencia episódica, citando algún texto de los Padres griegos. Se le ubica dentro del marco peculiar de las preocupaciones y predilecciones occidentales: la redención y el pecado.

Desde sus preludios la impostación latina asume una coloración y una ambientación diferentes del pensamiento griego. La doctrina del primado de Cristo nace encuadrada dentro de la doctrina de la redención y por ella será dominada.

En tal dirección San Anselmo trazará una trayectoria precisa y rigurosa. El padre de la escolástica, como su principal punto de partida, condicionará profundamente la doctrina del primado en la teología latina.

Más allá de una impostación general diferente, es importante subrayar que en la teología latina el problema asume una formulación hipotética, expresada en la bien conocida pregunta:

¿ Si Adán no hubiera pecado, El hijo de Dios se habría encarnado?

La sentencia es íntimamente dependiente de la mentalidad dominante con la cual se aborda el problema: una visión polarizada en torno al pecado y la redención.

La mentalidad hamartiocéntrica [4][4] es la llave maestra para la comprensión de todos los demás problemas teológicos, incluido el del primado de Cristo. El principal problema de la teología occidental consistía en cómo entender la conexión entre pecado a reparar y Cristo Redentor.

Desde esta perspectiva se formulaban las siguientes preguntas:

*  ¿la función redentora de Cristo goza de una tal preeminencia como para englobar a todas las demás finalidades de la encarnación?

*  Entre los diversos motivos concretos de la encarnación, ¿cuáles el principal y subordinante?

*  ¿lo es por acaso la redención del pecado?

*  Si éste último es el motivo decisivo, tal como parece evidente en la Escritura, ¿Se habría encarnado Cristo si no hubiese acontecido el pecado de Adán?.

La mentalidad hamartiocéntrica pasa naturalmente a la formulación hipotética del asunto. La premisa general que ha conducido a la formulación hipotética del problema, incluye evidentemente en sí misma la respuesta. Al partir del presupuesto de que el objetivo, o fin, o motivo dominante de la venida de Cristo es la redención del pecado, el hamartiocentrismo llega necesariamente a la conclusión que Cristo no existiría sino hubiese intervenido el pecado de Adán.

La formulación hipotética contiene en sí misma una respuesta previa contenida en la mentalidad hamartiocéntrica. Este modo de introducir el problema llegará a ser tan común y tan obvio, que lo adoptarán inclusive quiénes luego darán una respuesta bien diferente a la pregunta. Para estos tales la formulación hipotética será apenas un buen estorbo.

En conclusión: el primer lugar, la teología occidental no encara directamente la doctrina del primado de Cristo en sí, sino en conexión con los temas del pecado y de la redención; en segundo término, su punto de partida será la ya tradicional formulación hipotética.

Estos dos puntos característicos son consecuencia del antropocentrismo y hamartiocentrismo dominantes: ésta perspectiva de fondo impedirá durante varios siglos un verdadero estudio del primado de Cristo. El tema del primado será apenas un pequeño apéndice de la doctrina de la redención, en vez de ser el núcleo del misterio cristiano de la salvación.

LA INFLUENCIA DECISIVA DE SAN ANSELMO

El famoso libro de San Anselmo: Cur Deus Homo (Porqué Dios se ha hecho hombre), compuesto en los albores del siglo XII, es el primer tratado que examina específicamente el tema de la redención. El problema de la finalidad de la encarnación es planteado a partir de su sugestivo título.

La teoría de la satisfacción, que domina la celebérrima obra anselmiana, será uno de las cuestiones más constantes durante toda la escolástica. La teología tridentina la ha hecho perdurar hasta nuestros días.

El pensamiento de San Anselmo sobre la redención se apoya en dos puntos fundamentales:

1. La noción de Dios sapientísimo y justísimo, señor soberano del hombre;

2. El hecho universal del pecado original, fuente de toda otra culpa personal. Este instala al hombre en un estado de muerte espiritual, y hace que contemporáneamente subsista en cada persona la obligación de poseer la justicia original. El hombre pecador mantiene el destino al fin sobrenatural al cual Dios ha elevado a toda la humanidad.

Establecidos estos dos puntos que la revelación enseña sin sombra de duda, Anselmo pretende demostrar con razones necesarias tanto la conveniencia como la necesidad de la muerte en Cruz.

Si queremos valorar la portada exacta de las razones necesarias de San Anselmo, es bueno recordar que el autor no se sitúa desde el punto de vista de la razón. Al contrario, parte de la fe, de la búsqueda del nexo que une las verdades reveladas. En ésta perspectiva anselmiana, el Cur Deus Homo (Porqué Dios se ha hecho hombre) adquiere inmediatamente una tonalidad de fondo: la encarnación se sitúa explícitamente en relación al pecado y a sus consecuencias. La óptica es eminentemente hamartiocéntrica y antropocéntrica. Por añadidura la redención aparece dominada por las nociones de justicia, débito, deberes y derechos, pena y satisfacción.

San Anselmo advierte que el pecado es una ofensa casi infinita a Dios. Consiste en un defraudarlo en sus derechos y en el honor que le es debido, y esto con ilimitada gravedad. Dado que la ofensa se mide por la persona ofendida y no por el ofensor. Dios es persona infinita y por eso el pecado es una culpa, un robo de gravedad ilimitada.

La ofensa hecha a Dios con el pecado no puede quedar impune. Al contrario, exige o satisfacción o pena proporcionada.

Es imposible que Dios renuncie al propio honor (que ha sido defraudado por el pecado): o bien el pecador restituye a Dios voluntariamente lo que le adeuda (es decir, le ofrece una satisfacción); o bien Dios se la toma por sí mismo, quiéralo o no el pecador (infligiéndole una pena proporcionada). Es necesario, pues, que al pecado se siga o bien la satisfacción o bien la pena[5][5].

Esta lógica ha sido dictada por las exigencias de la justicia de Dios. Apelando a la bondad de Dios se podría pensar que éste tiene poder como para perdonar el pecado. Pero la bondad no obra sin la justicia y por eso es que el simple perdón es imposible: equivaldría a poner al mismo nivel al justo y al injusto. Dios debe exigir el honor que se le es debido, dado que es justo. Los derechos de su justicia implican exigencias incondicionales: o la pena por el pecado, o la satisfacción proporcionada a fin de que el orden de la justicia sea restablecido.

Sin embargo, la pena no es una desenlace posible, dado que la humanidad entera debería ser condenada al infierno: tal sería la pena proporcionada. Si tal cosa sucediera, el plan divino de salvación se vería totalmente frustrado, porque nadie se podría salvar.  Sea como fuere, el plan divino tiene que llevarse a cabo, a pesar de todas las deficiencias del hombre. Porque Dios es fiel e infalible.

Si no tenemos más remedio que descartar el dilema: o pena o satisfacción proporcionada, como única salida solamente nos queda la primera de las dos alternativas... la satisfacción[6][6].  Queda en pie otra pregunta: ¿quién puede satisfacer por el pecado?

Un hombre que no tuviera ningún tipo de pecado tampoco podría satisfacer. Ni alguna otra creatura, ni un ángel, porque la satisfacción comporta que sea dada a Dios algo que no le anteriormente debido por algún título. Y todo lo que es y todo lo que posee la creatura lo debe enteramente a Dios como creador. Todo posible homenaje creatural ya le es debido a Dios y no puede por ello ser ni ofrecido ni aceptado como satisfacción.

Peor aún: dado que la ofensa del pecado no tiene límite, y es de gravedad infinita, la eventual reparación ofrecida por una creatura sería siempre finita. Contrariamente a lo que sucede con la ofensa, la satisfacción se mide por la dignidad de la persona que hace la reparación, no por aquella a la cual está dirigida[7][7].

He aquí muy bien descrita la dramática situación: Dios debe exigir una satisfacción proporcionada al pecado, y ninguna creatura la puede ofrecer. Por las razones aludidas tampoco es solución aceptable el escoger entre el simple perdón y la pena generalizada.

Solo queda una salida para que el orden pueda ser restablecido, tal como es debido: Solo Dios puede dar una reparación adecuada a Dios.

Sin embargo la humanidad no puede permanecer ajena a la satisfacción, dado que ella es la culpable. Dios en cuanto tal no puede satisfacerse a sí mismo, porque tal sería pura ficción jurídica.

Para que sea posible una especie de satisfacción que cumpla con todos los requisitos es necesario contar con un hombre‑Dios, Jesús Cristo.

¿Este razonamiento no presupone afirmar que el hombre obliga a Dios a querer la encarnación? Anselmo responde que no. Porque habiendo Dios creado libremente al hombre, y habiéndolo libremente elevado al fin sobrenatural, el querer la encarnación procede solamente de su voluntad salvífica. [8][8]

No olvidemos que la formulación está en estrecha dependencia de la mentalidad dominante hamartiocéntrica con la cual se aborda el problema.

No acaban aquí las deducciones. ¿Con qué actos podría Jesucristo satisfacer por el pecado? No ciertamente con aquellos que ya les son debidos a Dios por otros títulos, como por ejemplo, con actos de obediencia, de amor, de adoración. A Jesús le queda solamente una posibilidad de satisfacer: la muerte voluntaria.

Jesucristo, siendo inocente y exento de todo pecado, no tenía la obligación de morir: no estaba sujeto a la muerte. Unicamente mediante la aceptación libre de la muerte de Cruz, Jesucristo puede dar verdadera satisfacción. De ese modo ejecuta un acto libre y no debido a Dios por ninguno otro título. Al ser ofrecido por el Hombre‑Dios es una acción de valor infinito, porque su persona infinita dignifica infinitamente sus actos[9][9].

Anselmo concluye de ese modo su Cur Deus Homo, estableciendo la necesidad de la encarnación y la de la muerte de Cruz. Así califica el libro de San Anselmo un estudioso, profundo conocedor de la teología de la redención:

En realidad es una obra magistral, tanto por su originalidad como por la influencia que tuvo en la iglesia. Una obra que asegura a Anselmo un puesto junto a los Padres más sublimes de la Iglesia. Aún hoy es vigente por la potencia ideológica con que ha sido expresada. Es lo más fuerte y quizá lo más completo que nos ofrece la literatura cristiana en torno al misterio de la redención. [10][10]

La terminología, la perspectiva y la temática de San Anselmo se convertirán en clásicas en la teología occidental. Ejercerán una profunda influencia en el pensamiento posterior. Las nociones de:

* satisfacción, de reparación de condigno, mediante obras no debidas por otro título;

* la entidad de la ofensa y de la satisfacción que se miden en proporción inversa;

* la infinitud de la ofensa hecha a Dios con el pecado, las exigencias de la justicia divina...;

y otras ideas más, pasarán a la posteridad, determinando no sólo el método, sino también la óptica de toda la discusión en torno a la relación entre Cristo y el pecado.

El antropocentrismo y el hamartiocentrismo encontraron en Anselmo un muy eficaz portavoz. En este contexto el pecado adquiere una importancia tal como para producir una brecha entre bondad y justicia divina, que sólo podrá ser eliminada mediante la encarnación y por la muerte de Cruz. No se siente repugnancia alguna al admitir que Dios haya querido la existencia de Jesucristo por y a causa del pecado. Porque la causa precisa y adecuada de la encarnación es la satisfacción de condigno.

¿Podremos afirmar que Anselmo haya sido fiel a la herencia de los Padres y a las enseñanzas de la Escritura?

Anselmo expone la encarnación como resultante inmediato de la exigencia de los derechos de la justicia de Dios. En este punto no es fiel a los datos de la Sagrada Escritura. Al contrario para la Escritura la encarnación es iniciativa de la bondad divina, y como consecuencia de tal iniciativa divina gratuita que Jesucristo da a Dios toda gloria. No existe en la Escritura oposición alguna entre los atributos divinos en razón del pecado.

Para aclarar este aspecto era necesario demostrar que la redención es iniciativa del amor que regala y que perdona. Y este es un tópico que San Anselmo no subraya suficientemente. [11][11]

El defecto más grave de la concepción anselmiana es su total desatención del valor de la encarnación como misterio de divinización del universo, según la admirable concepción de los Padres griegos. El juridicismo latino, ya presente en Tertuliano y Agustín, predomina absolutamente en Anselmo.

Para colmo de males este juridicismo se tiñe con matices de justicia germánica. Esta supone que un noble ofendido debía exigir adecuada satisfacción y ésta no de cualquiera, sino de uno de sus pares.

El pensamiento anselmiano se nos presenta como un círculo frío y abstracto de dar‑tener, dentro de un rígido esquema de honor lesionado y de satisfacción adecuada. Se tiene la impresión de estar dentro de un mundo mecánico de valores jurídicos‑morales donde se ha perdido toda dimensión de intimidad personal.

En el designio de la redención no entran en diálogo personas, sino conceptos que giran y se enroscan sobre sí mismos. Anselmo fue empobreciendo la óptica patrística al centrar la encarnación exclusivamente en torno a la noción de satisfacción que, más grave aún, es entendida en sentido cuantitativo. La teología occidental, que lo seguirá muy de cerca en esta senda, soportará graves secuelas.

Si la noción de satisfacción es el punto focal se produce una subversión en las posturas teológicas. Desaparece en cierto modo la iniciativa de Dios que salva al Hombre dándole por amor a su propio Hijo, y aparece en primer plano la iniciativa del que da a Dios la satisfacción requerida, por medio de Cristo, su representante ante él mismo.

El límite principal de la teoría de Anselmo no es lo que él ha dicho expresamente, sino lo que ha omitido. Habló poco y nada de la gracia, del amor de Dios como raíz de la obra redentora de Cristo y de la gracia santificante como resultado final.  [12][12]

Si queremos medir la distancia que separa de los Padres, especialmente de los Griegos, la doctrina de Anselmo y sus consecuencias teológicas en relación a los motivos fundamentales de la encarnación, tenemos que confrontarlo con San Cirilo de Alejandría, su máximo exponente. El gran alejandrino, que es un eco de vasta tradición, considera la encarnación como inicio de los caminos de Dios.

Jesucristo es el fundamento de toda realidad creada, y fue querido por Dios antes de la fundación del mundo, como principio de nuestra elevación sobrenatural. Su potencia divinizadora es tal que, habiendo sido la creatura racional sometida a la prueba de la libertad limitada y habiendo caído en el pecado, el fundamento inamovible sigue siendo Cristo, y el principio su resurrección, sin que el pecado cambie en un ápice el designio de la bondad de Dios. [13][13]

No cabe dudas: San Anselmo ha contribuido, y mucho, a conformar la mentalidad teológica occidental, y especialmente a preparar la solución que encontrará su formulación programática en la aserción: Si el hombre no hubiere pecado, Cristo no hubiere venido (Si homo non pecasset, Christus non venisset).

ALEJANDRO DE HALES

En el medioevo la solución de San Anselmo no fue la única. Encontramos otras opiniones divergentes que encararon el tema de modo diverso.

Entre otros merece ser recordado Ruperto de Deutz, algo posterior a Anselmo. La concepción de Ruperto no es sistemática. Su pensamiento sobre el tema es fragmentario y no siempre uniforme. Sin embargo del conjunto de su obra aparece clara esta conclusión general:

* Dios ha creado el universo por amor y para la gloria de Cristo, para preparar su corte y su dominio.

* El Verbo se hizo hombre para tener hermanos de los cuales ser el primogénito.

* La encarnación ha sido querida por Dios independientemente y antes del pecado.

* Hombres y ángeles fueron creados en vistas del Hombre‑Dios, quien es la causa ejemplar de la creación. [14][1]

Entre los teólogos de la Escolástica primitiva del siglo XIII encontramos algunos ilustres expositores del tema. El primero de ellos es Alejandro de Hales[15][2].

El mayor mérito de la obra consiste en haber sabido encarar el problema sistemáticamente y en profundidad. El trabajo intenta jerarquizar y valorizar el tema de la finalidad concreta del misterio de la encarnación. Alejandro expone variados argumentos para ilustrar la independencia de la encarnación en relación al pecado. El principal es el conocido: bonum est diffusivum sui, fundamental para explicar la existencia del mundo en el pensamiento platónico y neoplatónico.

Dios es el Sumo Bien, observa Alejandro. La difusión, la expansión de tal bondad se efectúa primero al interior (ad intra) de Dios y produce las personas divinas. Tal efecto no agota todas las posibilidades contenidas en el principio enunciado, dado que aún es posible pensar en una expansión hacia afuera (ad extra).

Si es verdad que al Bien le corresponde la suma expansión, es conveniente que se difunda en la creatura. La difusión no puede ser en verdad suma si el sumo Bien no alcanza a unirse a la creatura. Por tal motivo fue conveniente que Dios se uniera a la creatura, y muy especialmente a la humana, tal como lo he demostrado. Ello supone que aunque tal creatura no hubiese caído, aún así se uniría a ella el Sumo Bien. [16][3]

Estamos ante un argumento a priori, deducido de la misma naturaleza de Dios. Dado que Dios es el Sumo Bien tiene que comunicarse de modo sumo, inclusive hacia el exterior de sí mismo. Esta afirmación equivale a establecer apriorísticamente la encarnación. Los argumentos de la Summa Fratris Alexandri pueden ser calificados, pues, de apriorismos. Recordemos, por ejemplo, el argumento montado sobre las nociones de persona‑naturaleza en Dios, y el de la creatura racional enteramente beatificable. El problema fundamental de toda la argumentación es que estamos ante argumentos a priori.

Otra cita análoga: Si aceptamos que lo es perfecto ha de ser atribuido a Dios, deberíamos afirmar la encarnación. En efecto:

* En el misterio trinitario tenemos una naturaleza -la divina‑ in pluribus personis (en varias personas).

* Subsiste abierta una posibilidad no actuada: la existencia de una persona en varias naturalezas.

* Esto no es posible sino mediante la encarnación, es decir mediante la Unión Hipostática. En ella se abre la posibilidad de que una persona divina se una con una naturaleza creada además de la divina, porque dos naturalezas infinitas no son posibles.

* Es, pues, conveniente que la naturaleza divina se una con la naturaleza creada para mostrar la perfección de la personalidad Divina.

* Ya explicamos como tal unión no conviene a cualquier creatura sino a la humana.

* También dejamos en claro que tampoco es conveniente para cualquiera de las personas en la Trinidad, sino solo al Hijo.

De lo cual se concluye que mas allá de la hipótesis de la caída de la naturaleza humana, tenemos que deducir la conveniencia de la unión en la persona del Hijo[17][4].  La naturaleza humana, síntesis del universo entero, es beatificable según el alma y según el cuerpo. Pero si lo consideramos en sí mismo y en su propia naturaleza, Dios no tiene sentidos que puedan ser beatificados, sino solamente el intelecto... Por esta razón es conveniente que Dios sea corporal y sensible si es cierto que todo el hombre será beatificado. De lo cual se deduce la conveniencia de la encarnación[18][5]. Este argumento ha sido tomado de una obra erróneamente atributiva a San Agustín. [19][6]

Encontramos otro argumento de carácter positivo aducido por la Suma para responder a la objeción extraída de la liturgia (el felix culpa). La Sagrada Escritura nos permite entrever que Lucifer y los suyos cayeron porque rehusaron aceptar a Jesucristo, el Hombre-Dios, como a su propia fuente de beatificación sobrenatural. Por lo cual la encarnación fue antecedente a toda previsión del pecado.

En la Suma Halensis se nos ofrecen un gran abanico de argumentos a favor de la encarnación. Un panorama rico y variado en motivaciones. Hemos de dejar bien claro que no estamos ante razones necesarias, sino sólo ante motivos de conveniencia. Un primer grupo de argumentos se apoya en la bondad y en la omnipotencia ordenada de Dios. La Suma articula de este modo su presentación:

Dios es bondad suma y poder sapientísimo. Era, pues, de esperar una obra tan maravillosa como la encarnación, comunicación perfecta de Dios hacia su exterioridad. Tal obra, de hecho, en realidad existe. No tenemos más remedio, por lo tanto, que concluir, que tiene su razón de ser en la bondad y en el poder sapientísimo de Dios. Por tal razón en ningún modo depende del pecado, sino que ha sido querida por Dios con antecedencia.

La Summa Fratris Alexandris deduce de la Escritura un segundo grupo de argumentaciones. Trae a colación un texto exegético de San Bernardo que relaciona la caída de Lucifer y la encarnación. Es un comentario a las palabras del libro de Jonás, 1,12: Por mi causa se originó la tempestad[20][7].

Lucifer supo que en el futuro el Hijo de Dios iría a asumir la naturaleza humana. Vidit et invidit; unde invidia fuit causa casus diaboli (vio y envidió, por ello es que la envidia fue la causa de la caída del diablo). Su pecado de soberbia consistió en la rebelión contra Cristo, Hombre‑Dios. Más adelante, convirtiendo la naturaleza humana en pecadora, procuró imposibilitar la encarnación para el hombre. Por lo cuales evidente que Lucifer conoció la unión de la naturaleza humana a Dios, sin que existiese aún el pecado. Por consiguiente, los motivos de la encarnación prescinden del pecado. [21][8]  El argumento fue vuelto a usar por varios teólogos posteriores, entre los cuales Suárez y Scheeben.

Otra prueba se toma de la enseñanza de San Agustín: Dios se ha hecho hombre para beatificar al hombre total [22][9], para ser verdad y vida para el hombre. Esto ocurrió en prescindencia del pecado. Aunque no existiese naturaleza humana caída, estarían dadas las condiciones para probar la conveniencia de la encarnación.

Hemos planteado varios argumentos de la Suma que quisieron probar que la encarnación es independiente del pecado. Creo que ha sido posible medir la perspectiva global y la capacidad persuasiva de los argumentos. Por más que la encontramos profusamente en la misma Summa, es claro el deseo de escapar de la mentalidad anselmiana, al menos en parte. [23][10]

El autor busca por todos los medios romper con la perspectiva antropocéntrica y hamartiocéntrica, poniendo en evidencia el valor intrínseco de la encarnación. La creatura es ontológicamente inferior a la encarnación y ésta superior en todo a la creatura. Por lo cual, en cuanto a su existencia, la encarnación tiene que ser independiente de la creatura.

Los argumentos de mayor peso no se fundamentan en la Sagrada Escritura, sino que se deducen de consideraciones apriorísticas de la naturaleza divina. Uno de los defectos más de fondo y la debilidad mayor de los argumentos radica en que los motivos de la encarnación no se formulan a partir de la historia salutis y consecuentemente en la libertad divina. El problema es que se intenta comprenderla a partir de la naturaleza divina y de sus propiedades (bondad, sabiduría, omnipotencia,  comunicabilidad). Un acontecimiento ‑ es decir una realidad dependiente de la libertad divina‑ no puede ser deducido partiendo de la inmediatez de la naturaleza divina.

El razonamiento de la Summa sigue en este asunto a San Anselmo, quien una vez aceptada la realidad del pecado, deducía, directamente de los atributos divinos (la bondad, la justicia  y la sabiduría de Dios) la necesidad de la satisfacción por la obra del Hombre‑Dios.

No podemos aceptar las razones necesarias, que son la consecuencia del modo deductivo de encarar el tema de la encarnación. Así lo demostraron con Santo Tomás los teólogos posteriores. Sea los acontecimientos en sí, como sus modos posibles de existencia dependen de la libertad divina. No pueden ser deducidos de la naturaleza sino solamente de la revelación. En caso contrario la creación y todas las obras divinas ad extra serían necesarias.

Menos aún podemos deducir, a partir de la Bondad y de la Omnipotencia divina, obras que por ser creadas por Dios fuera de sí mismo tendrían que ser totalmente proporcionadas a dichos atributos divinos. En ese caso deberíamos afirmar que Dios, sumo bien y por lo tanto sumamente comunicable, debería producir necesariamente obras que fueran infinitas.

La Summa mantiene en vigor y confiere más autoridad a la persuasión de que la encarnación no depende exclusivamente del pecado. Sus razones de conveniencia no lo tienen en cuenta. Pero su demostración no es muy acertada, puesto que no se fundamenta en la revelación sino en motivos a priori, deducidos de la naturaleza divina.

Hablando de la predestinación de Cristo ‑en la cuestión siguiente‑ la Summa afirma que Cristo es la causa de la predestinación de todos [24][11]. Pero no usa el argumento de la predestinación, que será fundamental para Escoto en la defensa de su propia tesis.

Las motivaciones apriorísticas reaparecen cuando se considera la encarnación en su relación con el universo. Parecería que la Summa presenta a la encarnación como perfección del universo, como su vértice, y por lo tanto casi como deducible de la valoración del mismo universo. Esta manera de proponer el tema es totalmente errónea porque Cristo termina subordinado al universo. La encarnación no está siendo comprendida a la luz de la revelación, sino deducida apriorísticamente del conocimiento del mundo, del mismo modo que en los argumentos precedentes era deducida partiendo de la naturaleza de Dios.

El método apriorístico es aquí menos concluyente, porque el mundo no exige la encarnación como su culminación. Lo contrario sería negar el mundo de lo sobrenatural. Jesucristo no aparece como corona del universo, sino como su raíz, fuente, y finalidad, lo cual es totalmente diverso.

Para apreciar las argumentaciones de la Summa tenemos que tener en cuenta sus puntos de vista. Propone solamente demostraciones de conveniencia, ilustraciones de las verdades que nos enseña la fe, y nunca demostraciones estrictamente racionales. Es importante tener presente tanto los motivos teológicos como los temas desarrollados en la Summa. Por una parte serán refutados por los teólogos posteriores que también sostuvieron que la existencia de la encarnación es independiente del pecado. Y por otra muchos de sus adversarios repetirán frecuentemente las argumentaciones de la Summa como si ellas fueran las únicas pruebas de dicha tesis.

SAN BUENAVENTURA

El doctor Seráfico pretende discutir amplia y cuidadosamente el problema. Signo evidente de su interés es que entre los grandes doctores del Medioevo es él quien lo estudia con mayor resolución y energía.

Teniendo en cuenta el horizonte teológico contemporáneo, la temática con la cual presenta los argumentos en favor de ambas soluciones es muy variada. La discusión es minuciosa. El análisis es completo. Por lo cual San Buenaventura es un punto de referencia obligado y fundamental en la evolución de la doctrina de la relación entre encarnación y redención.

Tenemos que examinar atentamente la doctrina del Doctor Seráfico sobre la tema que estamos estudiando, dado que ha sido motivo constante de inspiración ‑no siempre confeso‑ para los que defienden que la encarnación depende de la previsión del pecado.

San Buenaventura introduce el problema hablando de la congruitas (congruencia) de la encarnación  [25][12]. Tal congruencia o conveniencia es analizada de modo especial ex parte Dei. Si por la fe admitimos el hecho como revelado podemos afirmar que éste no repugna (es contrario) a la santidad divina. Se nos presenta, por el contrario, como absolutamente digno de Dios y conveniente a su perfección. Bajo todo punto de vista la obra de la encarnación conviene, es de gran coherencia con el ser de Dios, tanto en cuanto a su infinitud, como en cuanto a su perfección, su piedad y liberalidad.

En la encarnación resplandecen maravillosamente el poder, sabiduría y bondad de Dios [26][13].

Buenaventura presenta diversas motivaciones analíticas de tal conveniencia:

1.‑     El poder, la sabiduría y bondad infinitas de Dios deben manifestarse de modo perfecto y esto sucede solamente cuando Cristo es producido. El es su efecto en cierto modo infinito.

2.‑     La perfección del orden del universo exige que el Primero se asocie con el Ultimo en la serie de los seres. El Primero, por quien fueron hechas todas las cosas es el Verbo de Dios. El Ultimo creado ha sido el hombre. Por esta razón, a fin de que el círculo fuese perfecto, era conveniente que el Verbo se uniera al Hombre.

3.‑     En la única naturaleza de Dios existen tres personas divinas. A fin de contar con una total perfección en el orden de la comunicación, era conveniente que existiese también una persona divina en varias naturalezas. Tal cosa solamente puede ser realizada en la unión de la persona divina con la naturaleza limitada.

4.‑     Dios es remunerador infinito. Era conveniente que beatificase al hombre según toda su naturaleza, alma y cuerpo. Pero los sentidos exteriores del cuerpo no pueden ser beatificados sino con la visión corpórea. Por tal razón era conveniente la encarnación: de ese modo también el cuerpo podría ser beatificado en la visión de Cristo glorioso, Hombre‑Dios.

5.‑     Para superar la enfermedad del pecado del hombre, se requería un mediador que fuese Hombre y Dios. Por eso se advierte que la obra de la encarnación es congruente en grado sumo a la piedad divina  [27][14].

Es fácil constatar la variedad de los motivos aducidos para evidenciar la conveniencia de la encarnación.

En su serie de motivos de congruencia, San Buenaventura se apropia de todos los argumentos de la Summa Fratris Alexandri, añadiendo algunos más, subrayando reiteradamente que solamente son reflexiones a partir del conocimiento del hecho de la encarnación, y jamás deducciones que puedan exigirla a partir del análisis de la naturaleza de Dios y del universo.

No se pretende plantear la ratio que fundamenta el hecho de la encarnación, sino de mostrar cómo ésta no desdice de la perfección de Dios, a fin de responder a eventuales objeciones, y para hacer comprender mejor la unidad que existe entre el hecho y los atributos divinos.

Un argumento de conveniencia nunca es una demostración. Cuando San Buenaventura los pone en la mesa, deja bien en claro su posición, y redimensiona la tentativa de los teólogos precedentes que parecían confundir el argumento de conveniencia con el demostrativo.

La ratio praecipua de la encarnación

Luego de librar el terreno de toda interferencia equívoca, el Seráfico entra en lo más vivo del problema : ¿cuál es la razón interna de la encarnación?

Hay que notar que la finalidad extrínseca está totalmente fuera de tema. Dios, en cuanto autor de la encarnación, en su obrar se orienta siempre por su sapientísima voluntad de comunicar y manifestar su gloria. Y el fin último de su obrar no puede ser otro que él mismo. [28][15]

No se trata de probar si la encarnación es conveniente o no. No se quiere demostrar la posibilidad de ambas hipótesis. La encarnación en cuanto tal ha sido querida por Dios en la actual economía de salvación. Toda la discusión versa sobre un hecho, preciso y bien determinado. Por más que en su discurso recurren expresiones hipotéticas, San Buenaventura no pretende jamás referirse a hechos hipotéticos.

La pregunta central se formula de modo siguiente: ¿Cuál es el sentido y la función fundamental de la encarnación en el presente orden de la salvación ? ¿Cuál es su ratio principal?.

San Buenaventura utiliza una terminología irreprochable. No se pregunta por el motivo, sino por la razón de la encarnación. El primer término refiera una realidad que influye desde el exterior, y sólo el mismo Dios puede mover a Dios a obrar. El segundo término, por el contrario, quiere evidenciar el significado interior de la acción, el principio íntimo de su inteligibilidad, lo que se denomina y determina como el primero de sus componentes. San Buenaventura, al no querer hablar de un motivo, y al referirse solo a una razón de la encarnación, demuestra haber entendido el sentido exacto de la cuestión.

El seráfico apela a la autoridad de los teólogos :

Estamos frente a una doble opinión de los maestros en torno al tema que nos ocupa. Esta frase evidencia que en su tiempo existían dos opiniones nítidas sobre el argumento, a cada una de ellas se les reconocía efectiva probabilidad. Para que podamos apreciar su valor intrínseco y la formulación de los argumentos, antes de exponer su propia opinión, refiere ambas sentencias con todo cuidado y exactitud,

Expone una primera opinión que aduce la distinción entre la naturaleza de la encarnación y la modalidad pasible de su concreta existencia. Aceptada la distinción, se afirma que la ratio principal de la naturaleza de la encarnación, el sentido fundamental del misterio, es la múltiple perfección del hombre que dimana de la dignidad misma de la acción. La encarnación está orientada a la perfección del hombre, y consiguientemente a la perfección del universo, en cuanto éste completa y culmina al ser humano, en su triple dimensión de naturaleza, gracia y gloria.  [29][16]

Podemos entendemos fácilmente cómo la encarnación es la plenitud y perfección del hombre en el triple orden de la naturaleza, de la gracia y de la gloria.

En el orden natural la encarnación es la consumación de toda posible modalidad de existencia humana, y porque de ese modo el hombre, la mejor obra de Dios, se une a lo Primero, que es el Verbo.

En el de la Gracia, dado que Cristo, Cabeza de la Iglesia, confiere un esplendor particular a todos sus miembros, y porque todos los méritos provienen de y se aumentan con el mérito de Cristo.

En el de la gloria, porque Cristo es fuente de gozo muy especial para el hombre, precisamente porque él es Hombre‑Dios.

Podemos tener en cuenta también otras consecuencias. Por ejemplo, el de haber satisfecho todas las aspiraciones de la naturaleza humana. La naturaleza humana era altamente capaz de existir unida con la naturaleza divina. Esta capacidad, que era sólo potencia, se convierte en una realidad plena por el hecho de la encarnación. La encarnación produce tales efectos prescindiendo de la condición moral de la humanidad, es decir del pecado original. Se concretizan directamente como una nueva relación con la humanidad en cuanto tal. La ratio principal de la encarnación no tiene ninguna relación con el pecado.

Pero no podemos olvidar que en su concretez histórica la encarnación asumió la modalidad pasible y mortal. La razón principal de la pasibilidad es la redención del pecado, la liberación del género humano. De modo que solamente la modalidad pasible y no la substancia de la encarnación está en relación con el pecado. Podemos concluir que solamente la pasibilidad y la substancia de la encarnación es consecuencia de la previsión del pecado [30][17].

Con cierto entusiasmo, San Buenaventura elenca a favor de esta opinión una larga serie de argumentos distribuidos a lo largo de los sed contra introductorios a la discusión. Son tomados de los atributos divinos y de la reflexión sobre el ser del hombre y el del universo.

Allí recuerda las  consecuencias insostenibles que se deducen de la opinión contraria, que sostiene que la razón principal de la encarnación es la reparación del género humano, probando dicha afirmación con muchas razones de congruencia. La redención se convierte hasta tal punto la razón principal, en relación a toda otra consideración, que, a no ser que el género humano no hubiere caído, el Verbo de Dios, no se habría encarnado. No se hace ninguna distinción entre substancia y modalidad de la encarnación: substancia y modo están condicionados por la redención. Consecuentemente la encarnación ha sido querida por Dios después de la previsión del pecado.

Una vez que hubo expuesto ambas opiniones, aún antes de formular las razones que las motivan, el Seráfico Doctor expresa un juicio de fondo:

Solamente puede decir cuál de las dos opiniones es la más verdadera aquel que se ha dignado encarnarse por nosotros. Es difícil optar por alguna de las dos, puesto que ambas sentencias son católicas y son sostenidas por varones católicos. Ambas, de modo diverso, excitan el alma a la devoción.

Sin embargo Buenaventura opta decididamente por la segunda opinión. Después de sus mismas observaciones parecería una opción injustificada. Pero un motivo general interviene en favor de la segunda:

Parecería que la primera opinión es más coherente con el juicio de la razón, mientras que la segunda, tal como aparece explicada, está más de acuerdo con la piedad creyente (pietatis fidei).

La razón fundamental de su opción es que la segunda sentencia está más de acuerdo con la piedad creyente, con la enseñanza de la Escritura y con los Santos Padres. No podemos nosotros afirmar cosas contrarias a lo que nos ha sido revelado por las palabras sagradas cuándo éstas nos ofrecen argumentos tan importantes y nobles. Parecería más coherente con la piedad creyente afirmar que la razón principal de la encarnación es la liberación del género humano, que no sostener la opinión contraria. 

Entre los textos explícitamente citados por el Seráfico encontramos a Mt. 18 y Gál. 4,45. Para él no entra en discusión que toda la Sagrada escritura sostiene y enseña tal doctrina. Entre los Padres cita a San Agustín, en el comentario a la primera carta a Timoteo: Vino a este mundo para salvar a los pecadores (1,1). La glosa aludida sobre el mismo texto, pertenece a San Bernardo.

Además de este motivo, para él concluyente, San Buenaventura nos presenta otras razones teológicas para demostrar que la segunda opinión es más consonante con la piedad del creyente. La primera sentencia, observa, se apoya fundamentalmente en una subordinación de Cristo al universo. Si afirmamos que la encarnación es postulada por la perfección del universo, estamos suponiendo que de algún modo Dios está aprisionado dentro de los límites del universo. Si afirmamos que en caso contrario Dios no concluiría la obra comenzada, suponemos algún tipo de necesidad de la encarnación.

El misterio de la encarnación está por encima de todas las exigencias creaturales, y es una obra absolutamente gratuita del amor de Dios. Es por eso que la segunda opinión, que pone en relieve esta realidad fundamental, es más acorde con la piedad. Para San Buenaventura esta es la objeción capital y decisiva contra la primera sentencia.

Los demás motivos son de menor peso. Dice, por ejemplo, que para la segunda opinión el misterio de la encarnación es de tal magnitud que no debe acontecer sino por una causa de máxima importancia. Tal causa no puede ser ni el hombre ni el universo, sino solamente Dios, o sea, para aplacar la ira divina y restaurar todas las cosas. La redención en cuanto satisfacción es la razón principal para la encarnación.

Pensar que Dios se encarna para destruir las culpas del hombre inflama más al fiel que meditar en la consumación de las obras comenzadas. Es preferible adoptar la perspectiva más conforme con las auctoritates (Escritura, Padres), porque contribuye en mayor grado a la piedad agradecida para con Dios.

Teniendo en cuenta tales motivos debemos optar por la segunda opinión, aunque no aparezca tan sutil como la precedente, porque es más conforme con la piedad creyente, honra más a Dios, enaltece más el misterio de la encarnación, e inflama más ardientemente nuestro afecto. [31][18].

Consecuente con estas premisas, San Buenaventura, refuta profusamente la larga serie de argumentos a favor de la primera opinión.

Los cuatro primeros no son de gran peso, porque se centran apriorísticamente sobre las exigencias de la creatura en relación a la encarnación, siendo ésta absolutamente gratuita. El Doctor Seráfico tiene buen cuidado en mostrar su insuficiencia.

Los otros cinco son de orden diverso. Se apoyan efectivamente sobre la preeminencia de Cristo en el orden actual de la encarnación. El quinto afirma que si la encarnación tiene su razón principal en la redención, Jesucristo aparece entonces como un opus occasionatum (obra ocasionada), lo cual es absurdo. El sexto acentúa aún más el absurdo, observando que la ocasión para la encarnación del Hijo de Dios sería el pecado y la malicia del hombre, de modo que al hombre la malicia le reporta ventajas.

El séptimo y octavo argumentos parten del hecho de que Cristo en el orden actual es Cabeza de la Iglesia, y no sólo según la naturaleza divina, sino también según la humana. Dado que el orden de la salvación es históricamente único, de tal hecho se deriva que Cristo Cabeza ha sido querido por Dios, antes de la previsión del pecado. Por último, el matrimonio, por institución divina y tal como lo enseña San Pablo (Ef. 5,32), significa la unión de Cristo con la iglesia. Pero el matrimonio fue establecido antes de la previsión del pecado, y por lo tanto también Cristo lo fue con anterioridad  [32][19].

San Buenaventura no se encuentra ya tan cómodo cuando responde a esta serie de argumentos. En cuanto a la ocasionalidad de la predestinación de Cristo observa que no es verdad que en la segunda opinión Cristo sea predestinado en ocasión de. Dios libremente quiere a Cristo después de la previsión del pecado. Habiendo creado al hombre, previendo su culpa, queriendo su redención, hizo de modo tal que reconociera la necesidad de ser sanado. Lo principal en la intención fue la reparación del pecado, en relación a la condición posible de la caída. La respuesta no es para nada satisfactoria.

La respuesta salta del orden de la ejecución al de la intención, y no aclara nada. El problema radica precisamente en determinar si en el plan divino actual, en el orden de la intención, la predestinación de Cristo, es o no es dependiente de la previsión del pecado, y por ende ocasionada por ella. San Buenaventura afirma que Dios prevé al hombre y a su pecado y quiere su reparación en Cristo. Por lo cual éste existe después de la previsión del hombre pecador, y es ocasionado por el pecado. [33][20]

Es también poco satisfactoria la respuesta que da a la argumentación basada en el único orden de la salvación, del cual Cristo, Hombre‑Dios, es cabeza única de un orden único. En este punto San Buenaventura extrae todas las consecuencias implícitas en la postura que sostiene. Con toda lógica termina afirmando francamente que hay dos órdenes de salvación, uno antes del pecado, del cual Dios es directamente la cabeza, y otro después del pecado, del cual Cristo es la cabeza, en cuanto Hombre‑Dios. Los ángeles, por lo tanto no son miembros del cuerpo místico de Cristo. [34][21]

* ¿Esta solución está en armonía con la revelación?

* ¿Se puede defender que existen dos órdenes de salvación?.

* ¿No es Jesucristo el único mediador para todos?.

* La lógica de la segunda opinión sostenida por San Buenaventura reclama necesariamente la afirmación de dos órdenes de salvación. Tal conclusión es inconciliable con la revelación. ¿Este dato debería ser suficiente para ver que sus premisas son frágiles e insostenibles?

Sea como fuere, una vez admitido el principio, San Buenaventura deduce lealmente las consecuencias.

Las mismas observaciones se imponen también en lo que concierne al significado tipológico del matrimonio. Responde que el matrimonio tiene dos significados: la unión de Dios con la Iglesia por el amor, y la unión en la unidad de la persona.

El primer significado, según la caridad, habría existido inclusive aunque el hombre no hubiera pecado. El segundo es, en propiedad, el orden actual de la salvación. A pesar que San Pablo afirma expresamente que el matrimonio de Adán inocente es símbolo de la unión de Cristo con la Iglesia. Para salvarse de tal argumento, San Buenaventura se ve obligado a aceptar dos órdenes de salvación, lo cual es insostenible, por más que se deduce necesariamente de sus premisas.

Observaciones

No podemos negar que San Buenaventura ha examinado el problema con extremo cuidado, con amplitud de miras, analizando cada uno de sus posibles matices. A pesar de que toda la persona del autor participa intensamente en la discusión del tema, éste no alcanza a ocupar todo el horizonte de su teología. En el conjunto de su pensamiento es sin duda un tema muy importante y no marginal, pero sigue siendo uno entre tantos problemas teológicos.

Para medir adecuadamente el peso del primado de Cristo en la teología de San Buenaventura, hay que recordar la función esencial que Jesucristo asume en toda su teología, tal como aparece, por ejemplo, en las Quaestiones disputatae, en De scientia Christi, De perfectione evangelica, en el famoso sermón: Christus unus omnium magister, y  en las Collationes: De decem praeceptis, de Septem donis, e In Exameron.  [35][22]

En estos escritos Jesucristo aparece enérgicamente como principio de todo conocimiento y fuente de toda vida. La teología bonaventuriana es cristocéntrica en su estructura. La cuestión del primado de Cristo en el orden efectivo de la salvación conquista, por derecho propio, una importancia fundamental en el pensamiento del Seráfico, aunque el mismo doctor no la desarrolla explícitamente de ese modo. Es necesario poner en evidencia que el cristocentrismo de San Buenaventura es difícilmente conciliable con la razón principal que él mismo le asigna a la encarnación.

Otro aspecto a destacar es el modo general de impostar el problema. Buenaventura da un paso decisivo en relación a los teólogos precedentes. Distingue claramente el ámbito de las conveniencias, que nacen del examen del misterio de la relación de la encarnación con Dios y con el hombre. El campo de la individuación de la razón principal es intrínseco al misterio mismo en el orden global de la salvación.

Aquí radica el verdadero problema. La encarnación es un opus ad extra, y por lo tanto está en dependencia de la libre voluntad de Dios. No podremos, pues, entender su razón principal mediante el examen de la naturaleza y de los atributos esenciales de Dios, sino sola y únicamente en la revelación sobrenatural que nos notifica y manifiesta el designio de la salvación.

El progreso alcanzado por San Buenaventura a este propósito, será una adquisición definitiva en el estudio de la cuestión.

El argumento ex pietate

Al optar entre las dos opiniones San Buenaventura se guía únicamente por el examen de las fuentes de la revelación. Adopta y defiende la segunda porque le parece más fundada en el dato revelado. Esta ha de ser preferida porque es más acorde con la piedad creyente, a pesar de que la primera parezca más armónica con el juicio de la razón.

El argumento ex pietate es decisivo en la solución adoptada. La argumentación ex pietate es frecuente en San Buenaventura. Un estudioso de su teología la define así:

Entre dos posiciones teológicas, una de las cuales es teóricamente más cercana a la verdad, y otra prácticamente más religiosa... ésta es más verosímil.  [36][23]

El encarar la razón principal de la encarnación por el lado de la reparación del género humano, nos permite conocer a Dios del modo más sublime como Bondad Misericordiosa, y nos inflama en grado sumo para amarlo. Tal como lo atestigua la revelación, debemos adoptar tal punto de vista, porque es más consonante con la piedad.

Dos son los motivos capitales que determinan la opción de San Buenaventura: la argumentación ex pietate, y el convencimiento de que la revelación afirma la liberación del hombre del pecado es la razón principal de la encarnación.

El Santo no condena la distinción introducida por la primera opinión entre substancia y modalidad de la encarnación. Confiesa que esta distinción es más sutil que la segunda, más lógica en su impostación, más coherente con el juicio de la razón.

Con todo sabe captar con maravillosa precisión la debilidad de algunos argumentos teológicos a favor de la primera opinión traídos a la discusión por autores precedentes, quiénes se apoyaron sobre la concepción de la encarnación como culminación y perfección del universo. San Buenaventura recuerda que si se pone a Cristo como corona del universo de algún modo se está aprisionando a Dios dentro de los límites de la perfección del universo, e se introduce en Dios cierta necesidad frente a la encarnación. No se podría expresar mejor la fragilidad y la inutilidad de deducir la encarnación tanto a partir del universo, como de la capacidad perfectible del hombre.

Equivaldría a subordinar a Cristo a las creaturas. Esta es la conclusión que quiere subrayar de modo absoluto, y de todas las maneras posibles. Por lo cual la crítica de Buenaventura a este tipo de argumentos es valiosísima.

Lo mismo podemos decir de sus observaciones a propósito de los argumentos que en la primera opinión son deducidos de la noción del primado de Cristo. Aquí se palpa cómo San Buenaventura intenta, aunque no lo logra, escapar a toda costa del antropocentrismo y del hamartiocentrismo que por otra parte son inmanentes a la posición que adopta. Sus respuestas no son convincentes, y al final se encuentra atrapado por la lógica ineluctable de su posición, no teniendo más remedio que afirmar dos órdenes de salvación. Uno sin Cristo, antes del pecado, y otro con Cristo, después del pecado. No consigue superar el escollo inaceptable de hacer depender a Cristo del pecado y de la malicia del hombre. Aquí se demuestra de modo evidente la debilidad intrínseca de la segunda opinión. De todos modos San Buenaventura no vacila en sacar todas las consecuencias implícitas en su opción.

Concluyendo, podemos decir que el Doctor Seráfico ha sabido delinear la temática y las motivaciones capitales de la segunda opinión con rigor y decisión singular. Entre los muchos discípulos y seguidores que dicha sentencia encontrará a través de los siglos y hasta en el presente, nadie sabrá darle una formulación más completa, aducir argumentos más probatorios, y con mayor fuerza y coherencia. Nadie ha dicho más y mejor sobre nuestro argumento de lo que él ha escrito.

La segunda opinión recibirá luego el nombre de tomista. Pero nos parecería más conveniente el de bonaventuriana, si con tal adjetivo queremos referirnos a su origen y al autor que la ha formulado de modo más completo.

SANTO TOMAS

El Doctor Angélico trata el presente argumento en muchas de sus obras que se escalonan lo largo de todos los años de su actividad teológica. Con excepción de algunos matices, su pensamiento se mantiene constante. [37][24]  No enfrenta directamente la cuestión del primado de Cristo, sino la relación entre encarnación y redención dentro del itinerario del pensamiento anselmiana.

En la exposición del Angélico tenemos que hacer hincapié en el modo general de impostar la cuestión. Mientras que San Buenaventura pretendía formular la razón principal de la Encarnación, Santo Tomás emplea siempre la formulación hipotética.

Utrum si homo non pecasset, si por acaso si el hombre no hubiese pecado, Deus incarnatus fuisset, Dios se hubiera encarnado. Formulación que ulteriormente se generalizaría. La diferencia con San Buenaventura no es sólo superficial. Tomás es explícita y directamente dependiente del Cur Deus Homo de Anselmo.

El Doctor Seráfico llega a la proposición condicional al fin de la discusión del problema: Si el hombre no hubiese pecado, Dios no se habría encarnado. Su perspectiva general y la investigación no están para nada ligadas a tal hipótesis. San Buenaventura entiende individualizar, a la luz de la revelación, la razón principal, o sea la inteligibilidad interior de la encarnación y el significado del misterio en el orden concreto actual, querido por la providencia.

Por más que evidentemente no intenta examinar una pura hipótesis, una posibilidad abstracta, sino que quiere iluminar una realidad de hecho, Santo Tomás propone siempre la cuestión en forma hipotética. Es importante poner de relieve la divergencia desde la apertura misma del problema. En diversos estudios de la cuestión encontramos afirmaciones que a este propósito responden poco a la verdad.

Frecuentemente se enfatiza que mientras Santo Tomás es siempre concreto y realista en su modo de proceder, los otros por el contrario juegan siempre en el terreno de lo irreal y se hamacan entre hipótesis. No podemos aceptar, por ejemplo, el juicio de un discípulo reciente de Santo Tomás, según el cual Santo Tomás se rehusa cambiar por hipótesis el terreno de la realidad histórica, no quiere ser conducido por mucho tiempo en el terreno de lo hipotético. La solución de Santo Tomás es impuesta por el realismo de su punto de partida. [38][25]

Al contrario, en los hechos fue la autoridad de Santo Tomás la que hizo prevalecer la impostación hipotética en la formulación problema. Sin embargo es también verdadero que Angélico, en su forma hipotética de formular el problema, solamente asumió lo que ya había sido formulado en algunos textos patrísticos. Notamos la expresión algunos textos patrísticos, porque no es ésa la forma más habitual con la que los Padres tratan el problema, ni siquiera en aquellos que, como San Agustín, la adoptan explícitamente. [39][26]

Por ejemplo, así se expresa San Agustín en un Sermón: Si homo non perisset, Filius Hominis non venisset [40][27]. Este texto no sólo fue conocido por Santo Tomás, sino que es citado expresamente en el artículo correspondiente de la Summa.

La opinio preferenda

Santo Tomás coincide con San Buenaventura en la solución de la cuestión y asume las mismas motivaciones. Sólo que Santo Tomás adhiere con menos entusiasmo, diríase que con más cautela. Parece estar menos convencido.

En el comentario a las Sentencias abre su pensamiento con la afirmación un poco escéptica que San Buenaventura había antepuesto a la discusión:

Respondo diciendo que la verdad de esta cuestión sólo la puede saber el que nació y se entregó porque libremente lo quiso [41][28].

La misma postura la encontramos en la Summa Teológica. Luego de haber presentado las dos posiciones, dice que parecería que hay que asentir más a la sentencia de quiénes sostienen que el Verbo no se habría encarnado si el hombre no hubiese pecado [42][29]. La razón de tal preferencia se fundamenta en la enseñanza de la Escritura. Solamente la revelación puede darnos a conocer las verdades que están sobre toda exigencia natural y que dependen de la libre voluntad de Dios. Puesto que en la Sda. Escritura se afirma en todos los pasajes que la razón de la encarnación es el pecado del primer hombre, es más conveniente decir que la encarnación es una obra ordenada por Dios para remedio del pecado. De modo que no existiendo el pecado no existiría la encarnación.

Hay que aclarar que tal afirmación es verdadera sólo cuando se habla del orden actual, porque Dios, en abstracto, podría encarnarse aunque el hombre no hubiese pecado.  [43][30]

Al tratar de la conveniencia de la Encarnación, Santo Tomás refiere algunos de los argumentos que apoyan la primera opinión:

* es conveniente que los misterios invisibles de la vida divina se manifiesten visiblemente;

* Dios es Suma Bondad, y por lo tanto era conveniente que se manifestase ad extra de modo perfecto....

Considera otros argumentos en el artículo de la Suma que trata del motivo concreto de la encarnación. Son aquellos que se deducen de la capacidad de la naturaleza humana, y en este campo, tanto Santo Tomás, como San Buenaventura, tienen buen recaudo en señalar que la encarnación no es de ningún modo deducible de la naturaleza humana considerada en sí misma.

Es menos convincente la réplica al argumento extraído de la predestinación de Cristo [44][31]. El Angélico no adjudica a esta argumentación ningún peso decisivo en la solución del problema. El la considera más consecuencias que puntos de partida.

La posición de Santo Tomás, como ya dijimos, es menos resuelta que la de Buenaventura. Para el Doctor Angélico el problema no parece revestir una importancia decisiva para la cristología, y menos aún para la concepción global de la teología. Se trata de un problema marginal.

En el comentario de las Sentencias su solución presenta aún más matices. Luego de haber expuesto los argumentos (idénticos a los de la Suma) a favor de la sentencia que hace depender la encarnación del pecado, añade :

Otros afirman que por la encarnación del Hijo de Dios no solamente ha sido consumada la liberación del pecado, sino también la exaltación de la naturaleza humana y de todo el universo. Y que aunque no hubiese existido el pecado, la encarnación, por esta doble causa, hubiese acontecido. Esto puede ser sostenido con probabilidad. [45][32]

Santo Tomás adopta finalmente la segunda opinión, a la cual parece que hay que dar más asentimiento a causa de la enseñanza de la Escritura y de los Padres. Pero no la respalda con la misma convicción de San Buenaventura.

En este punto nos vemos obligados a trazar una línea divisoria bien marcada entre Santo Tomás y los tomistas, como observa  Risi [46][33]. El autor, luego de advertir el equilibrio de Santo Tomás, nota que por el contrario los tomistas no siempre se mantuvieron en los justos límites. Violentando textos clarísimos, inventaron teorías caprichosas, y algunos dijeron extravagancias y exorbitancias apenas creíbles, que chocan con el buen sentido y la razón.

El tomismo posterior sostiene la única tesis válida es que la previsión del pecado es antecedente a la de Cristo. Defiende que es la única en armonía con la Sagrada Escritura, cuando la opinión preferida por Tomás fue considerada por él mismo la opinión más probable, la más conveniente, nunca una certeza teológica. Para él la opinión contraria goza de verdadera probabilidad, aunque menor, y no es una sentencia errónea. El mismo Santo Tomás dice que los grados del asentimiento son variados, según estemos ante categorías de juicio dudoso, probable o cierto. [47][34]

Para entender el pensamiento del Angélico sobre este tema, es necesario recordar que para él la gracia de los ángeles y de Adán inocente depende de Cristo de modo esencial y no solo accidentalmente, como afirman muchos tomistas. [48][35]

Para Santo Tomás ángeles y hombres son miembros del cuerpo místico de Cristo, y por lo tanto Cristo es verdadera cabeza unívoca y universal. En otras palabras: la predestinación de todos es consecuente y dependiente de la de Cristo. De estas premisas tendría que deducirse evidentemente que Cristo fue predestinado antes de la previsión del pecado e independientemente de él. Santo Tomás, sin embargo, no formula nunca una conclusión que habría hecho insostenible la segunda opinión calificada como probable. ¿Cuál es la razón ?.

En primer lugar el argumento de la predestinación no fue nunca elemento determinante en el tratamiento que el Angélico da a este problema. En segundo lugar ‑ este nos parece el motivo principal‑ en razón de su modo de concebir la finalidad, más como ordenación física que metafísica. Los ejemplos de los cuales se sirve para ilustrar su pensamiento siempre son de orden físico  [49][36]. En tal concepción la finalidad tiene una relación casi extrínseca, exterior, con el ser que en ella alcanza su objetivo.

Por tal motivo Dios pudo modificar el fin, tanto de un ser individual como del mismo universo, sin que estas modificaciones cambien su naturaleza. Para esta concepción ficisista de la finalidad no resulta imposible ni contradictorio que Dios, después del pecado, haya cambiado el fin sobrenatural. Antes era un orden de gracia que no incluía a Cristo. Después, al contrario, tal orden tuvo en Cristo su fin, sin que sufriese por ello una mutación sustancial.

Este es el punto más importante para comprender el sucederse de dos órdenes sobrenaturales, ya apuntados en San Buenaventura, y que posteriormente serán tradicionales en la Escuela tomista, por más que ordinariamente no se le presta la debida atención.

Más adelante veremos que Escoto pondrá en evidencia con incomparable lucidez y profundidad metafísica el equívoco insostenible en la concepción ficisista de la finalidad. Por tal razón el argumento de la predestinación tendrá para Escoto una importancia decisiva. Importancia que no le atribuyen ni San Buenaventura ni Santo Tomás.

Risi ha resumido correctamente la posición del Angélico al respecto:

En la época del Santo Doctor se traían a colación algunos textos bíblicos que parecían formular claramente la segunda sentencia. Análogamente se citaban algunos testimonios de dos o tres padres que para la encarnación del Verbo parecían excluir todo otro motivo excepto el remedio del pecado. El Angélico, que asociaba docilidad suma a sumo ingenio, en deferencia a la autoridad y especialmente en obsequio a San Agustín, se decidió por la segunda sentencia.  [50][37]

Santo Tomás nunca fue partidario de la otra sentencia porque creyó ver en la Sagrada Escritura y en la tradición de los Santos Padres el argumento que debería prevalecer sobre toda otra consideración teológica, por más seductora que fuese. Lo mismo dígase de la Inmaculada Concepción de María.  Creyó que estaba fuera de toda duda que en toda la Sagrada Escritura la razón de la Encarnación debe ser atribuida al pecado del primer hombre. Este dato debía decidir el problema.

El plan de la Summa

La posición de Santo Tomás se evidencia más por la estructura general de la Suma más que por la lectura de textos que tratan directamente del argumento que nos ocupa. Una visión global hará entender mejor la perspectiva general de su modo de entender la situación de Cristo en ámbito global de la teología. Podremos valorar los motivos profundos por los cuales la encarnación asume un rol bien determinado en coherencia con unos principios generales. Estudiando el plan de la Summa veremos porqué el tomismo posterior va más allá de la letra de los artículos dedicados por el Angélico a la cuestión. El tomismo comprendió bien lo que estaba implícito en los principios generales de Santo Tomas.  [51][38]

El criterio redaccional de la Summa es el camino de acceso indispensable para lograr una inteligibilidad global del pensamiento del Angélico y de su visión total de la teología. Es más fácil y más justo leer y entender los análisis y las afirmaciones de las distintas cuestiones y de cada uno de los argumentos a la luz sintetizante de los motivos de fondo, de la estructura que rige toda la obra. Lo impone una metodología correcta. [52][39]

La investigación sobre la estructura de la Suma llega a algunas afirmaciones fundamentales, que pueden ser resumidas en algunos puntos claves.

Santo Tomás opta por un Ordo disciplinae proveniente del concepto aristotélico de ciencia que le sistematiza la teología. Para Aristóteles, la ciencia y especialmente la filosofía, es un conocimiento per altissimas causas (mediante las causas últimas) de la realidad, de acuerdo al cuádruple aspecto de la causalidad: eficiente‑final; material‑formal. Es un conocimiento que posee el carácter de universalidad y necesidad. En este entramado aristotélico Santo Tomás inserta el principio neoplatónico del exitus‑redditus (salida y retorno) de las creaturas en relación a Dios.

La Summa se divide en partes en base a estas premisas, a la vez que las partes adquieren cohesión por el orden lógico que de ellas deriva. La Historia de la salvación se valora con mucha dificultad en esta sistematización. En cuanto obra contingente, gratuita y libre de Dios, no posee caracteres de necesidad. Santo Tomás introduce a Jesucristo al fin de la Obra (en la Tertia Pars.), una vez terminada toda la teología, inclusive cuando había acabado ya de tratar no solamente todo el orden de la naturaleza, sino también todo el orden sobrenatural.

Encontramos en la Summa una sucesión de tres planos: uno universal, el de la creación; otro particular, el de la gracia, que supone el primero, y finalmente el hipostático del Hombre‑Dios, que supone los dos anteriores [53][40].

La teología de la creación, la de la gracia y la del orden sobrenatural son en la Suma antecedentes y prescindentes de la aparición de Cristo. Jesucristo es pensado como modalidad concreta del retorno a Dios. Esta visión complexiva nos permite descubrir las motivaciones profundas que determinan a Santo Tomás a ver la encarnación como remedio para el pecado, y condicionada, por lo tanto, al pecado. La cristología no ocupa un puesto central en el plan de la Summa. Aparece, al contrario como un anexo a una realidad totalmente ya constituida en sí misma según principios metafísicos universalmente necesarios. Aparece como medio para actuar el retorno impedido por el obstáculo del pecado.

Jesucristo no es concebido como cabeza del universo, sino que lo va deviniendo en el decurso de la historia. Cristo es un sobreañadido a la noción‑realidad de la gracia como amistad con Dios, la cual de gracia de Dios se convierte en gracia de Cristo.

No es por efecto casual observa Person, que la cristología ha recibido el puesto que ocupa en la obra principal de Tomás. Tal lugar es consecuencia natural y necesaria de la estructura fundamental del pensamiento de Santo Tomás en relación con el conjunto de la exposición.  [54][41]

Dicho ordenamiento, y especialmente el rol que en él le cabe a Jesucristo, provoca objeciones de extrema gravedad.

* ¿Refleja esta especulación la enseñanza de la escritura acerca de Cristo y su primado universal, que le corresponde en todos los órdenes?

* ¿Podemos aceptar la afirmación que Jesucristo no es el motivo y la razón del exitus, de la salida de Dios, sino solamente camino de regreso, o mejor, solo una modalidad del regreso?

* ¿Podemos por ventura conciliar la afirmación clave en la Suma, de que Cristo es medio, con todo lo que dice la escritura acerca de su función fundamental como cabeza de toda creatura, en la cual Dios nos ha predestinado antes de la fundación del mundo (Ef. 1,4), y en la cual han sido hechas todas las cosas en el cielo, y en la tierra, de modo que él existe antes que todas las cosas, y todo subsiste en él (Col, 1, 16‑17)?.

* ¿Podemos compartir la afirmación de que Cristo sea solamente una modalidad redentora en el orden sobrenatural, preexistente o no?

* ¿No tenemos que afirmar, por el contrario, que la elección y la adopción de hijos son realidades que derivan totalmente de Cristo?

* ¿No parece imposible encajar la noción bíblica de la historia de salvación dentro del cuadro griego de una metafísica de salvación?.

E. Gilson, haciendo una recensión del estudio de P. Chenú, en el cual se demostraba que el plan de la Summa es el que acabamos de mostrar, acepta completamente tanto sus premisas como sus conclusiones. El que quiere ser tomista tiene que aceptar no sólo el plan de la Summa, sino sus conclusiones implícitas. Añadía, sin equívocos ni medios términos: Quien se avergüenza de llegar hasta este punto, no aferra la esencia de la teología tomista: se avergüenza de Santo Tomás.  [55][42]

El P. Congar también está de acuerdo con la afirmación anterior, y concluye que la Summa presenta aquí una opción ineludible [56][43]. Sea como fuere, la estructura de la Summa nos permite captar  el pensamiento de Santo Tomás sobre el primado de Cristo con mayor precisión que el artículo que le dedica expresamente a la cuestión, titulado: Utrum si homo non pecasset, Deus incarnatus fuisset (Si acaso el hombre no hubiera pecado, Dios se habría encarnado).

En la elaboración sistemática de su pensamiento teológico, a través de la mediación teológica de Cayetano, el tomismo posterior, con pleno derecho, reclamará dicha sentencia para Santo Tomás de Aquino. Teniendo en cuenta las ideas generales que dominan la estructura de la Summa, no se puede menos que concordar con la siguiente conclusión lógica:

La predestinación de Cristo a Hijo de Dios presupone necesariamente la presencia del pecado de Adán de acuerdo al decreto actual de la encarnación, tal cual nos es revelado por la Sagrada Escritura (...).

Para el Angélico no solamente la esencia de la encarnación y las acciones del Verbo Encarnado están ordenadas a la Redención, como a su fin próximo, para ser causa de nuestra salvación, sino que la existencia misma de la encarnación está vinculada, de hecho, a la voluntad de Dios que quiere la redención humana.  [57][44]

JUAN DUNS ESCOTO

La figura de Escoto reviste una importancia teológica decisiva, tanto para la cuestión de la inmaculada Concepción como para el tema del primado de Cristo.

La autoridad de San Buenaventura y de Santo Tomás en favor de la dependencia de la encarnación en relación a la previsión del pecado era de tal peso que sólo un genio de la talla de Escoto podría asegurar a la sentencia contraria la posibilidad de consolidarse. Con su genio teológico y su influencia decisiva Escoto supo renovar completamente la perspectiva teológica de dicha tesis, eliminándole toda imprecisión. Expuso la doctrina en su real portada, y por más que no haya deducido explícitamente todas las consecuencias de sus esclarecedores principios estructurantes, logró hacer adivinar que la doctrina del primado de Cristo es capital para la misma concepción del cristianismo y de la teología.

Escoto no ingresa al tema global a través de la puerta estrecha del si el hombre no hubiera pecado..., sino que lo presenta en sí mismo, directamente. Poniéndose en el corazón del misterio de Cristo y de la salvación ve que es necesario abandonar las estrecheces y las ambigüedades del antropocentrismo y del hamartiocentrismo, para fijar la atención en el centro mismo del misterio de la salvación: la gratuita y libre vocación de la humanidad en Cristo a la vida eterna, querida por Dios en su bondad predestinante.

La discusión sobre el primado de Cristo no es presentada como una de las cuestiones teológicas, sino como el problema esencial y englobante de toda la Teología. Si queremos aferrar convenientemente la novedad y la profundidad de la solución de Escoto, tenemos que tener presente los puntos fundamentales de su pensamiento, indispensables para abarcar en su luminosidad y grandeza reales la cuestión del primado. Esta dimensión se olvida con frecuencia.

Entre los principios básicos de Escoto recordamos especialmente su concepción de la libertad y de la contingencia. En este punto podemos entrever el núcleo de la visión escotista de la realidad y la llave maestra para captar todo su pensamiento. No se trata de conceptos puramente filosóficos elaborados a partir de la experiencia humana. Es una concepción eminentemente teológica: Escoto supo puntualizar la noción bíblica de Dios y del hombre, en contraposición a la naturalística y ficisista del pensamiento griego aristotélico.

Una larga y cómoda tradición hostil intenta siempre presentar la noción de libertad y voluntad en Escoto como ciego voluntarismo.  Para mejor comprensión del tema recomendamos la admirable y científica obra de Hoeres. Fácilmente demuestra que la doctrina escotista de la libertad constituye el punto más alto del pensamiento cristiano ante el naturalismo de la filosofía Griega.

La noción de libertad como autodeterminación y como decisión por el bien conforma el marco teológico general. Está a la base de todo problema concerniente a la relación entre el mundo y Dios, entre la suma libertad divina y la libertad del hombre. Por eso en Escoto la salvación cristiana aparece esencialmente como Historia Sagrada y no como metafísica naturalística. La doctrina del primado de Cristo constituye el centro y la esencia misma del misterio de la salvación, la substancia de la Historia Salutis.  Campea por doquier la libertad como raíz y fuente propia de la historia.

No parece incomprensible que algunos estudiosos vean en la solución dada por Escoto al problema del primado de Cristo la aplicación del principio naturalístico neoplatónico del bien difusivo de sí, en el sentido de la necesidad de comunicación existente en Dios. ¡Escoto es, por el contrario, el teólogo que estructuró todo su pensamiento en la noción de libertad, rechazando radicalmente ‑como ningún otro lo ha hecho jamás‑ el necesarismo greco‑aristotélico!. El amor según Escoto, es esencialmente diverso y distinto de todo obrar meramente natural. De toda necesidad en cuanto la voluntad es siempre, en todo operante, libre por esencia. La teología de Escoto es diametralmente opuesta a la mentalidad neoplatónica como de la naturalística aristotélica.

No se podrá jamás entender la profundidad de la solución de Escoto, su originalidad y sus motivos intrínsecos sin un adecuado conocimiento de su doctrina sobre la libertad. Precisamente en la libertad‑amor es que se traduce la persona en su valor más alto y exacto. La historia de la salvación es ininteligible si no descubrimos en ella la actuación concreta del amor‑libertad. Aquí se manifiesta radicalmente la diversidad profunda entre mentalidad físico‑naturalística griega y mentalidad histórica‑personalista‑cristiana. La opción debe ser hecha a este nivel.

El argumento de la predestinación

Escoto vincula el tema global del primado universal de Cristo a la doctrina sobre la predestinación de Cristo. Propone al primado como la esencia y el contenido mismo de la predestinación divina actuada en el orden concreto de la salvación, de modo tal que predestinación y primado de Cristo coinciden esencialmente [58][1].

Después de haber tratado sobre la predestinación en relación a la gloria de Cristo y a la unión hipostática, Escoto introduce el argumento preguntándose:

Aquí tenemos dos dudas. La primera, si tal predestinación (la de Cristo) preexija necesariamente el pecado (lapsum) de la naturaleza humana, lo cual aparecen asentir muchas autoridades.

La presentación del problema es absolutamente nueva. Escoto conduce el tema a sus auténticas raíces, le da fisonomía propia y plenitud teológica. Remitirse a la predestinación es entender el rol y la función de Cristo en el plan de salvación y por lo tanto en su relación con la creación entera, con las obras de Dios ad extra. Implica referir todo el orden sobrenatural y natural a la voluntad libre y sapientísima de Dios, a su amor soberano y gratuito como principio eminente que todo conduce, ilumina y gobierna.

La idea de predestinación, en su acepción generalísima y fundamental, significa en primer lugar que la voluntad de Dios no está de ninguna forma condicionada por las escrituras al realizar el plan de salvación: es libre y soberana en grado sumo. La libertad, o sea el amor de Dios, es el principio de cada cosa, la explicación última del orden de salvación que comprende naturaleza y gracia.

Escoto define así la noción general de predestinación:

En primer lugar la predestinación es la preordenación de alguien a la gloria y en segundo lugar de las otras cosas que están en orden a la gloria.  [59][2]

De modo inmediato, la predestinación supone la ordenación a la gloria eterna, que es como su fin propio. En modo derivado implica también lo que está en orden a la gloria, a saber, las modalidades, los medios, las realidades concretas y necesarias para poder obtener tal fin.

En esta noción Escoto concuerda con San Tomás, aunque en ambos sea diferente la referencia de la predestinación a la voluntad divina. El Angélico define la predestinación como la Razón de la conducción de la creatura racional hacia la vida eterna, eternamente existente en la mente divina [60][3]. Ambos enseñan que el fin y el término propio y total de la predestinación es la gloria. La gracia, los méritos, la cooperación de la voluntad, son elementos que están ordenados al fin (ea quae sunt ad finem). Los medios, para designarlos con términos mecanicistas. Son dependientes y subordinados al fin. Tanto por Escoto como para San Tomás la predestinación es ante praevisa merita, es decir, absolutamente gratuita. Es fruto del amor libre y creador de Dios, es un puro querer bien, un don excelso de Dios que participa la propia vida a la creatura.

Si la predestinación, prosigue Escoto, es don gratuito de Dios que no depende bajo ningún concepto de la creatura, se deberá afirmar a fortiori, que precede a la previsión del pecado que es defecto y privación. No puede estar condicionada por nada positivo en la creatura, y mucho menos por lo negativo. La predestinación en su noción y realidad general y esencial es absolutamente anterior e independiente de la previsión del pecado. Escoto observa que si eso vale para todos, hombres y ángeles, deberemos afirmar que es especialmente válido para Cristo, el mayor de los predestinados: la noción común se realiza en él de modo, perfecto Esto es mucho más verdadero que la predestinación del alma que será predestinada a la gloria suprema.  [61][4]

Por consiguiente de ningún modo la predestinación de Cristo puede depender de la previsión del pecado. Es fruto del amor especialísimo de Dios que libre y gratuitamente quiere comunicarse y participar perfectísimamente la propia vida divina a Cristo. En efecto, éste no es uno de los tantos predestinados, sino que es querido para el máximo de gloria y unión con Dios, en cuanto Hombre‑Dios.

La argumentación saca a relucir la relación ontológica y causal de la predestinación de Cristo en relación a las demás predestinaciones. Aquella se revelará más independientemente aún del pecado. Es el famoso argumento que se apoya en el Ordinate volens, piedra angular de la demostración de Escoto:

El que quiere ordenadamente, sin excepción alguna, debe querer primero lo que está más cercano al fin. Se ha de querer la gloria con anterioridad a la gracia. Entre los predestinados a la gloria, antes tendría que querer la gloria para quien está más próximo a la obtención del fin. Quiere la gloria para el alma de Cristo antes de quererla para cualquier otro. Para todos los demás antes quiere la gracia y la gloria y luego prevé sus hábitos opuestos, el pecado y la condenación. Por lo tanto, antes que prever la caída de Adán, quiso la gloria del alma de Cristo.  [62][5].

Para valorar en su justa medida el valor teológico de la argumentación, hay que recordar que la voluntad es racional en grado sumo, y que para Escoto lo es de modo muy especial la voluntad divina. No es solamente autodeterminación sino también determinarse hacia el bien preconocido. La voluntad no es una potencia  indeterminada, indiferente;  es  consciente autodeterminación por el bien. Cuánto más perfecto es el conocer ‑que sin embargo jamás es causa del acto libre‑ tanto más perfecta es también la voluntad‑libertad.

La libertad, inseparable de todo acto de voluntad, no es para Escoto como para Santo Tomás, capacidad de elección, pura indiferencia frente a varias alternativas, consecuencia el último juicio de la razón. Según esta concepción, cuanto más crece la claridad en el conocer, la evidencia, tanto más disminuye la libertad. La fe es libre porque es oscura. En la vida eterna el acto beatífico de la voluntad no será ya libre, porque allí está la visión beatífica, etc. Para Escoto, por el contrario, el acto de voluntad será tanto más libre cuanto más perfecto el conocimiento previo, por lo cual la libertad será total en la vida eterna. La libertad en su valor absoluto, existe en acto infinito en el que Dios se ama y se quiere a sí mismo. Estamos, pues, ante concepciones profundamente diversas.

El Ordinate volens, referido a Dios, indica precisamente una voluntad que expresa, vive en sí el máximo de la intelectualidad y de la santidad. Así como siempre la libertad exige el previo conocimiento, así la libertad plena supone la suma comprensión previa. [63][6]

En segundo término, también para Escoto es válido el conocido principio: Ens et bonum convertuntur. El bien es propiedad trascendental del Ser.

El objeto adecuado y propio de la voluntad‑libertad divina es el ser infinito de Dios, sumo Bien. La perfección de la voluntad de Dios tiene por lo tanto dos aspectos: actividad de la naturaleza divina y relación libre con el bien sumo que es la misma naturaleza divina. La primera es la perfección ontológica. La segunda es la perfección moral.

Escoto distingue estos aspectos con extraordinaria claridad. La primera, la perfección ontológica, compete al querer cuando se lo considera en sí mismo. La segunda compete a la voluntad en cuanto se relaciona con el objeto. Las dos perfecciones dependen estrechísimamente una de la otra, porque el contenido exacto de la esencia de la voluntad libre está en su ordenación a lo racional. [64][7]

Una vez admitidos estos aspectos de la voluntad divina, libertad perfecta y santa por esencia, no es posible afirmar, sin negar tal perfección, que Dios haya subordinado lo que es más perfecto a lo que es menos. Así como el ser se ordena al ser, así el bien se orienta al bien. La gradación ontológica de los seres expresa en su relación una jerarquía de ser‑bien que es manifestación del Ordinate Volens. Afirmar que el hombre fue hecho para el perro o para criar perros, de modo que el bien del perro condicione la existencia del hombre y agote su finalidad sería la negación de la racionalidad y santidad de la voluntad divina.

Afirmar que Cristo fue ocasionado por el pecado de Adán y que fue querido como remedio para el pecado, implica invertir la escala de valores del Ser‑Bien. Equivale a declarar que la máxima creatura, el Hombre‑Dios, es ocasionada por el pecado y subordinada al hombre. Incluyendo la negación del ordinate volens y de la perfección moral de la voluntad divina. Invirtiendo esta solución imposible afirmamos, al contrario, que Dios quiere a Cristo, Hombre‑Dios no sólo independientemente del pecado y nunca esencialmente en función del pecado, sino que quiere a hombres y ángeles en función de Cristo. Porque éste está más cercano al fin. O sea que Dios quiere a Cristo como Arquetipo, Fuente y Mediador de todo predestinado. Y puesto que la predestinación precede por naturaleza propia a la previsión del pecado y no depende de él, a fortiori la predestinación de Cristo será independiente del pecado.

El Orden Natural de hecho es querido por Dios en vistas del Orden sobrenatural, que tiene su principio y su fin en Jesucristo. Basados, pues, en el mismo axioma del Ordinate volens dedujimos que también el universo es querido por Dios en función de Cristo y no viceversa.

Escoto, en su latín duro y descarnado, nos presenta la predestinación como acto y fruto del amor gratuito de Dios. Este se dona libremente ad extra. Se comunica en gradación diversa y por ende jerárquica, a las diversas creaturas, teniendo como centro de ella a Cristo, Hombre‑Dios. Dios quiere comunicarse de modo tan sublime como para introducir en Jesucristo a todas las creaturas en el seno mismo de la Trinidad. La suprema obra de Dios que es Cristo, es el primero, el arquetipo y el paradigma de toda otra comunicación, tanto en el orden de la gracia como en el de la naturaleza. Contemplando la historia de salvación, viendo entrecruzarse las causalidades en el orden efectivamente querido por Dios, Escoto escribe:

Dios se ama a sí mismo. Amándose, Dios se conoce infinitamente digno de amor. Y quiere comunicar a otros su amor, no por interés indigno, sino por amor ordenado (amor puro). Así El quiere ser amado por otro que lo ame con el máximo amor; se entiende otro que esté fuera de sí, pero al cual esté perfectamente unido.  [65][8]

Ese tal es Cristo, Hombre‑Dios, y en Cristo Dios se comunica a todas las demás creaturas.

Al principio era el amor

Queda perfectamente encuadrada y delineada la doctrina de la predestinación con todo lo que implica en relación a Cristo y a las restantes creaturas. Hemos descartado los argumentos conocidos por la tradición teológica, y que aparentemente pueden ser adoptados como pruebas del Primado de Cristo, pero que en realidad sólo lo entienden a medias y carecen de valor.

En primer término el origen y la causa de la predestinación es el amor de Dios. No necesitamos recordar que para Escoto el amor es sinónimo de libertad y de voluntad: acto de amor y acto libre coinciden. Sólo desde el amor‑libertad divinos podemos entender exactamente la relación entre Dios y las creaturas. La contingencia esencial de las creaturas encuentra en el amor libre de Dios la razón de su existencia. Ningún otro teólogo ha logrado delinear como Escoto este punto fundamental de la relación entre Dios y la Creatura.

Escoto no se cansa de repetir que la voluntad es potencia libre por esencia, oponiéndola al obrar naturalmente. Este no es libre y se ubica dentro de a las formas de causalidad ajenas a la voluntad.

El modo de producir la acción no puede ser sino doble, escribe Escoto. O bien la potencia está determinada intrínsecamente a obrar de forma que, en cuanto de ella depende, no puede dejar de obrar sino impedida desde el exterior. O al contrario la potencia no está determinada intrínsecamente a obrar, sino que puede hacer lo opuesto, puede obrar o no obrar. La primera se llama naturaleza, la segunda voluntad. Por lo cual la división radical de los principios activos está entre el obrar como naturaleza y como voluntad [66][9]. La potencia volitiva, según su razón formal, es libre.  [67][10]

Con mayor razón tenemos que ubicar la raíz del orden sobrenatural solamente en el amor gratuito de Dios, en su bondad creadora. El producto más sublime del amor de Dios ad extra ha de ser un amante excelso, alguien que es capaz de amar a Dios perfectamente. Al amor creador de Dios (razón última y dominante de su comunicarse ad extra) corresponde el amor de la más perfecta de sus obras ad extra como respuesta al amor de Dios. El amor es el valor sumo y fundamental tanto de la actividad de Dios como de la creatura racional. El amor, que es libertad racional, es la expresión suprema de la relación Dios‑Cristo, Dios‑Hombre. El amor no es realmente relación entre dos cosas, entre dos objetos, entre dos seres, sino entre dos personas. Y el amor libertad es precisamente lo que califica la persona como tal en su modo preciso de existir y de obrar. Entre otras posibles consecuencias de esta amplísima visión, será suficiente señalar que para Escoto, el amor‑libertad, el amor‑donación, es la llave maestra para poder determinar teológicamente la esencia y el valor de todas las acciones de Cristo, que son respuesta de amor al amor Creante de Dios.

Es evidente y queda fuera de toda discusión que Escoto transforma fundamentalmente los diversos argumentos ya conocidos en pro de la independencia de Cristo en relación al pecado. Especialmente los argumentos derivados del axioma neoplatónico del Bien difusivo de sí y a los que se basaban sobre la concepción de Cristo como perfección y corona del universo y de la humanidad. Alejandro Hales hizo de ellos muy buen uso.

Escoto rechaza y refuta absolutamente la idea que Cristo sea producido por las exigencias impuestas por el bien difusivo de sí, que sea el resultado de la lógica del bien que se debe expandir. No hay nada que sea tan contrario al pensamiento de Escoto como este obrar necesario referido a Dios y a su actividad. Si existe un modo de pensar que repugna a Escoto y que contrasta diametralmente con su teología es el emanatismo físico‑naturalista, impersonal, propio del platonismo. El obrar se divide, según Escoto, en dos modalidades esenciales. El obrar naturalmente propio de las realidades infra‑personales, obrar en base a movimientos instantáneos o recibidos del exterior; también el intelecto es potencia que obra naturalmente. El segundo modo de obrar el obrar libre competencia exclusiva de la voluntad; es movimiento por autodeterminación, desde lo intrínseco. Esto es lo que constituye el valor específico de la persona. Escoto no ceja en declarar que la libertad divina es la única razón de la contingencia de la creatura. Que la voluntad es por esencia libertad. Que la libertad es un modo radicalmente diverso del obrar naturalmente. Basta recurrir a estas ideas‑fuerza de Escoto para entender por qué y en qué medida rechaza la conocida argumentación que se apoya sobre el bien difusivo de sí, entendida como exigencia necesaria de comunicación en el sentido neoplatónico.

A raíz de un grave y gratuito desconocimiento de su pensamiento, frecuentemente se presenta a Escoto como corifeo de un voluntarismo ciego. Según las conveniencias se lo presenta como adherente del necesitarismo griego, con igual ignorancia de su teología. Un autor escribe en relación al primado de Cristo: Postulado como el primer contenido de los decretos divinos, en función de las exigencias de la difusión del Bien supremo, la encarnación puede aparecer en el escotismo como una especie de realidad metafísica, metahistórica, atemporal, de derecho. Primer inteligible a interpretar en una lógica absoluta de la difusión del Bien. Se ha comprendido a Escoto a partir de la lógica del Diffusivum sui. Es difícil poder atribuir a Escoto, en una frase tan breve, tantas ideas equivocadas y totalmente infundadas. Lo mínimo exigible es referirse al pensamiento real de Escoto y no a una cómoda caricatura.

En este punto el Doctor Sutil se diferencia por lo tanto de la Suma Fratris Alexandri. No así San Buenaventura que presenta sus mismos argumentos. En Escoto no encontramos traza de deducción a priori a partir de la naturaleza divina y de su bondad esencial. Sus motivaciones, al contrario, se apoyan todas en la libertad de Dios, y tienden a ilustrar la historia de salvación como historia sagrada, vale decir como expresión de la libertad divina. Este es un punto de importancia decisiva para ver como Escoto supo encarar con precisión el problema y resolverlo de la única manera teológica apropiada.

El mismo destaque debe realizarse a propósito de los motivos de la tradición precedente, fundada en la relación de la encarnación con el hombre y con el universo. Argumentos que con justicia Buenaventura refutaba, porque destruían la libertad divina, y porque deduciendo desde abajo la necesidad de la encarnación, le negaban la sobrenaturalidad.

Afirmar que la encarnación tiene como fin principal la perfección del universo y del hombre implica incluir a Cristo dentro del universo y de la humanidad como sus exigencias necesarias. Por lo tanto ‑observa correctamente San Buenaventura‑ se encierra de algún modo a Dios dentro de la perfección del universo y pone en la encarnación algún tipo de necesidad, al decir que no es causa de la perfección de los demás [68][11].

La afirmación de que Cristo fue querido, independientemente del pecado, como corona del universo y de la humanidad, que tan frecuentemente se ha hecho pasar por doctrina escotista, es un modo de ver diametralmente opuesto al suyo. En virtud del principio base que el menos es ordenado en función de lo más según el ordinate volens, se debe afirmar que el universo y el hombre son queridos en razón de Cristo y no viceversa. O sea que Cristo no es corona o vértice del universo y del hombre, sino su fuente, su término, su motivo de existir. Y no por exigencia apriorística deducible del universo y del hombre, sino porque Dios quiere que todas las cosas estén centradas en Cristo, y lo quiere libre y gratuitamente, en su propio designio efectivo de salvación.

La razón de la encarnación no radica en la perfección del universo ni en la del hombre, y ni siquiera en la perfección intrínseca del Hombre‑Dios, de Cristo; o en la gloria que Cristo rinde a Dios. Tal razón solo ha de encontrarse en la libre voluntad de Dios que libremente quiere comunicarse ad extra. La existencia de Cristo y de todos los beneficios que tal existencia comporta para el hombre y para el universo, derivan primeramente del amor libre de Dios y de Cristo, y en Cristo primer querido se difunden hacia las demás creaturas.

Este es el sentido profundo de las lapidarias afirmaciones de Escoto en el famoso texto citado que traduce el ordinate volens:

Dios se ama a sí mismo. Y amándose, Dios que se conoce infinitamente digno de amor, quiere comunicar a los otros su amor. No por indigno interés, sino por amor ordenado. Así quiere él ser amado por otro que lo ame con el máximo amor. Se entiende de otro que esté fuera de sí pero al cual esté también perfectamente unido.

La historia de la salvación queda así sustraída a todo necesitarismo y naturalismo y es aceptada en su valor esencial: fruto de la libertad creadora y gratuita de Dios. Contemporáneamente, Jesucristo, producto supremo y perfectísimo de tal amor‑libertad, aparece como centro‑fuente y término de toda donación ulterior, de acuerdo a la relación del Esse‑Bonum que guía racionalmente la voluntad moralísima de Dios, Ordinatissime Volens.

Escoto se ubica en el punto exacto: para explicar la doctrina del primado de Cristo se pone en la perspectiva de la historia de salvación. Además expone los principios teológicos‑bíblicos fundamentales para comprenderlo e ilustrarlo. Rompe un horizontalismo estrecho, refuta los argumentos inconsistentes, abre el verdadero panorama de una cristología consecuente. La noción de predestinación ‑con lo que implica de libertad divina y de orden‑ es la puerta que le permite entrar en el edificio por el camino justo.

Los dos teólogos que han tratado con mayor profundidad el argumento del primado de Cristo ‑M.J. Scheeben y el protestante K. Barth‑ demuestran el valor decisivo de la perspectiva de Escoto. Por caminos e inspiración diversos reproponen el problema de la misma manera y con idéntica amplitud de miras. Justamente ambos ven en la doctrina del primado de Cristo la esencia misma y el corazón de la revelación y de la doctrina cristiana.

Consecuencias

La predestinación de Cristo, con lo que implica, es el centro de la historia de salvación. Es el principio y el término de todas las obras de Dios: todo orden de las creaturas, todo don y realidad están centradas ‑por voluntad divina‑ en Cristo. Creación y gracia, gloria, fe y teología son cristológicas.

El primado de Cristo se sitúa al interior de la misma densidad ontológica de todas las realidades creadas, y en el valor salvífico que Dios produce en ellas. Tal cosa no es ni exigido ni reclamado por el hombre o por el universo. Tampoco, cualquier modo que fuese, se le impone a Dios en virtud de sus atributos esenciales. Es así porque Dios ha querido libremente este orden concreto. No se trata, pues, de saber lo que Dios podría haber hecho, sino de entender las líneas fundamentales del plan efectivamente actuado por Dios.

Se equivocan algunos manuales que afirman que Duns Escoto, partiendo de la creación, intenta establecer una necesidad puramente abstracta de la encarnación. Inclusive sin culpa original Dios se habría hecho hombre, porque la unión con la humanidad hubiese sido necesaria para dar a la obra de la creación perfecto acabamiento. Es totalmente errado por tres motivos: primero, porque Escoto es el teólogo que más ha elaborado la doctrina de la libertad de Dios ante la creación, eliminando toda forma de necesitarismo; segundo, porque Escoto no habla nunca de la encarnación como perfeccionamiento de la creación, sino que afirma exactamente lo opuesto; tercero, porque Escoto no trata jamás de la cuestión en abstracto, sino que parte siempre del orden actual concreto.

A fortiori la encarnación no puede estar determinada por el pecado. La misma noción de predestinación lo excluye, y es incompatible con la racionalidad y moralidad del Ordinatissime Volens que es Dios. A estas afirmaciones Escoto añade otros argumentos secundarios, que son como corolarios.

Es imposible sostener que la encarnación sea un bien ocasionado ‑por el pecado o por el hombre‑ mientras que la gloria de los demás elegidos y predestinados, ángeles y hombre, no es nunca ocasionada, sino querida directamente por Dios antes de la previsión de otros acontecimientos, antes de todas las cosas que están ordenadas al fin.

Es inverosímil e insostenible que Adán haya sido destinado a una gloria mucho menor antes del pecado y a otra mayor después de la caída. En primer instancia predestinado a la gloria sin Cristo. Después del pecado y a causa de él a la gloria en Cristo, intrínsecamente más perfecta que la primera. Si Cristo fuese sólo predestinado como redentor del pecado, debería alegrarse por la caída de Adán, dado que debería la existencia a su pecado.

Ninguna criatura es predestinada debido a la previsión del pecado ajeno (tantum quia alius praevisus est casurus). En la hipótesis manejada sólo Cristo, el mayor de los predestinados, se encontraría en esta singularísima y humillante situación: posee, claro está, la propia predestinación a Dios, pero premisa y requerida la caída de Adán como condición.

Las instancias de razón

Algunos teólogos ven en la exposición de Escoto una antropomorfización de Dios, puesto que distingue un antes y un después en la naturaleza simplicísima de su voluntad. El plan del Ordinate Volens supone que primero Dios se ama a sí mismo, luego se ama a sí mismo en provecho de los demás, después quiere a Cristo, etc.

Esto parece contradictorio con la simplicidad de Dios. Molina sostenía que por tal razón han de ser desechadas las instancias de Escoto. Molina, ¡el teólogo de la ciencia media, virtuoso inigualable en atribuir a Dios momentos antecedentes, intermedios y consecuentes! Varios teólogos tomistas siguen la opinión de Molina para quitarse de encima el molestísimo argumento del Ordinate Volens.

Admitamos ‑escribe el P. Ciappi, O.P.‑ que el hombre actúe de acuerdo al ordinate volens, queriendo primero el fin y luego los medios ordenados al fin. De nuestra parte nos contentamos, con el Atquinate, de saber que en la voluntad divina, al igual que su inteligencia, no hay prioridades de tiempo o volición o causalidad, dado que allí es simultáneo.

¿Qué teólogo ha negado alguna vez la absoluta simplicidad divina?. A pesar de lo cual tomistas y molinistas se sirven hasta la exasperación de las instancias de razón en la controversia sobre la predestinación y la gracia. Se admite pacíficamente el recurso a las instancias de razón en los tratados de Dios Trino y De gratia. Es necesario... si es que se quiere afirmar algo de Dios. Pretender excluir las instancias de razón solamente a propósito de la Encarnación da la impresión de eludir el argumento. Cuando el tomismo afirma, por ejemplo, que la predestinación de Cristo presupone en Dios la previsión del pecado hace también recurso a las instancias de razón.

La necesidad de distinguir entre un antes y un después en el decreto divino deriva de una realidad que supone un orden en el cual las distintas partes o elementos están interrelacionados. Según se trate del orden lógico y ontológico tendremos prioridades lógicas o causales‑ontológicas, y las dos prioridades no siempre coinciden. Todo orden contingente depende de Dios, por lo cual es necesario que la razón de ser del orden de las cosas hacia el fin preexista en la mente divina, decía San Tomás. [69][12]

Los hombres estamos ligados, por nuestro modo de discurrir, a las categorías de tiempo y espacio. Por eso traducimos frecuentemente según prioridades espacio‑temporales nociones que están más allá del tiempo y del espacio.

Decimos que la causa está antes del efecto, por más que la relación causal de por sí no implica temporalidad. El antes no sirve solo para designar el modo de relación entre dos términos. Cuando decimos que Dios existe antes que el mundo empleamos una expresión temporal para expresar una relación cualitativa causa‑efecto, sabiendo bien que en Dios no hay tiempo. Distinguir un antes y un después en la voluntad o en la inteligencia de Dios no implica antropomorfizar a Dios. Solo pretende expresar el orden de causa‑efecto que existe entre las cosas en cuanto éstas tienen su origen en Dios.

Es indispensable distinguir el orden lógico del orden ontológico para apreciar correctamente la solución de Escoto acerca del primado de Cristo y para superar muchas dificultades de las objeciones. El orden lógico concierne al ámbito de la pura posibilidad: el perfecto es anterior al menos perfecto, el simple anterior del compuesto, etc.

La prioridad lógica no es temporal, sólo es racional. En el orden ontológico, a la inversa, la causa es anterior al efecto. El ser mayor anterior al menor. Por más que sea formulada con terminología propia del ámbito espacio‑temporal la prioridad ontológica no es reducible al tiempo‑espacio. Abrahán, por ejemplo, es anterior a Isaac, porque es su padre. Pero Abrahán existe en Dios eternamente, no temporalmente como causa de Isaac, y por esa razón decimos que quiere primero a uno y luego a otro, sin por ello introducir temporalidad en Dios.

San Francisco de Sales escribe inequívocamente a propósito de tales instancias de razón escribe nítidamente San Francisco de Sales:

Teniendo en cuenta el orden de la voluntad, cuando digo que Dios ha visto y querido primero una cosa y luego otra, es evidente que entiendo que en El todo sucede en un único y simple acto de voluntad. Sin embargo, no es menos verdadero aplicar a Dios el orden, la distinción, la dependencia de las cosas, como si se hubiesen sucedido varios actos de su inteligencia y voluntad. Cuando una voluntad recta se determina a querer diversos objetos, ama más al que es más amable. Consecuentemente la soberana providencia de Dios, en el designio eterno de todo lo que habría de producir, primero quiso y amó como preferencia y excelencia al más amable objeto de su amor, nuestro Salvador. Y luego, por orden, las demás creaturas, según que pertenezcan en menor grado a su servicio, honor y gloria.  [70][13]

Otro presupuesto que no podemos dejar de lado para entender el pensamiento de Escoto es la bien conocida distinción ente el ordo intentionis y el ordo executionis. Ambos miran al concretísimo orden de salvación querido por Dios, pero desde puntos de vista diversos. El orden de la intención no se refiere, como algunos quieren hacer creer, al mundo de los puros posibles, así como el Orden de la ejecución se tendría que referir sólo al ámbito de la realidad. Al contrario, los dos son momentos del mismo orden concreto.

Siguiendo el ejemplo de San Pablo [71][14], el plan divino de salvación puede ser considerado como designio de Dios en su actuar ordenadamente en el tiempo. Es la actuación gradual del designio de Dios en la historia sagrada. Solo al final, en la escatología, el orden de la ejecución realiza totalmente el orden de la intención.

El conocimiento del orden de la intención es de extrema importancia para conocer y valorar el orden de la ejecución, en cuanto revela sus líneas, su sentido. El Plan global que influye en las diversas partes, en cada uno de sus momentos puede ser entendido correctamente sólo desde el todo que los conduce.

El Orden de la intención del plan de salvación no puede ser deducido de la noción de Dios, del hombre, o del universo, porque es un acto libre de Dios. Lo podemos entrever solamente por la revelación y de lo que se nos manifiesta a través del mismo orden de ejecución. La historia sagrada ha llegado a su término en Jesucristo, a pesar de que aún no ha producido todos sus efectos. El ésjaton, en el cual se conjugan los dos órdenes, nos permitirá conocer el orden de la intención del modo más apropiado. El punto terminal de la historia sagrada nos proporcionará el criterio y la medida para valorar las partes individuales de la misma historia. Será la llave para leer exactamente cada uno de sus momentos.

El ésjaton consiste, según la revelación, en la participación de las creaturas en la vida eterna como miembros del cuerpo de Cristo. Consiste en ser introducido como hijos en el Hijo en la koinonía de las personas divinas. Tal es el plan de salvación en su realización terminal. Partiendo de Cristo, centro y principio global de salvación podemos entender las grandes líneas del plan divino y percibir el valor de cada uno de los momentos de la historia sagrada en su relación al todo que es Cristo.

Jesucristo es el primero en el orden de Ser (in ordine essendi) del plan de salvación. Es también el primero en el orden de conocer (in ordine cognoscendi). Es el supremo principio de inteligilibidad de todas las cosas: del universo, del hombre, de la gracia y de la gloria. En el Orden concreto querido por Dios no es posible, fuera de Cristo, una teología de las realidades creadas o una teología de lo sobrenatural. Es solo cuestión de no olvidar nociones teológicas muy comunes. Las recordamos porque el pensamiento de Escoto es frecuentemente mal comprendido por no tenerlas en cuenta.

El orden del amor

Las consecuencias fundamentales de la perspectiva y de la solución de Escoto al problema del primado de Cristo aparecen especialmente en torno a las cuestiones capitales de la unidad del plan de salvación y de la relación entre bondad y justicia divina. Afirmando la unidad y la irreversibilidad del plan divino de salvación que tiene en Cristo su centro, Escoto supera y resuelve el dualismo de la solución de San Buenaventura y de San Tomás.

No existen dos órdenes de salvación: uno antes del pecado, que no incluía a Cristo, y otro, después del pecado, que se centra en Jesucristo. Este no puede haber llegado a ser la cabeza de un universo pre‑existente y ya finalizado inclusive en el plano sobrenatural. El es cabeza de todas las creaturas desde el inicio del designio Divino. No sobreviene, no se inserta tadíamente sino que preside el origen de cada cosa. La fractura ocasionada por el pecado no es decisiva en el sentido que cambie el plan divino. No es ruptura total: permanece siempre la orientación sobrenatural en Cristo.

Cristo, según la voluntad predestinante de Dios, es inconmovible fundamento de la adopción ‑como la llaman los Padres latinos‑ o de la divinización ‑como prefieren designarla los Padres griegos‑ desde el inicio de las obras de Dios: ninguna creatura, o acción de la creatura puede hacer ineficaz, mutable, reversible, el plan divino. La Escritura enseña siempre que Dios es fiel, para subrayar la infalible ejecución de su designio.

Es inconcebible pensar cómo un orden ya constituido y finalizado puede ser substituido por otro con un fin diverso sin implicar una ruptura metafísica entre el antes y el después. Jesucristo no puede llegar a ser, devenir, un fin nuevo sin implicar una nueva creación, al menos si queremos dar al término fin su verdadero valor.

Jesucristo no es solamente el centro del reditus, del regreso de las creaturas a Dios, como quieren San Buenaventura y San Tomás. Es también el principio y centro del exitus a Deo. No solo quien nos conduce a Dios, sino también aquel en el cual salimos de Dios. La vuelta a Dios en Cristo ‑asumida en su real valor‑ postula necesariamente también el salir en Cristo de Dios. La Sagrada Escritura ‑especialmente San Pablo‑ enseña claramente que todas las obras de Dios ad extra están regidas por Cristo en todo momento y en todo sentido. El momento terminal, es ésjaton, lo revela sin duda alguna. Por eso es que la creación no es una premisa cristiana. Todo es, ya desde el inicio, cristológico y cristocéntrico.

Es la superación de un pensamiento inconsecuente que tiende a desplazar a Cristo hacia el margen. La voluntad divina sustituye a la metafísica. La formulación hipotética queda superada. El motor o motivo del obrar es intrínseco a la misma libertad.

Para Escoto libertad no es pura indeterminación, y ni siquiera solamente autodeterminación. Esto equivaldría a indiferencia o espontaneidad irracional y por ende incompatible a la persona en cuanto tal. La libertad es autodeterminación por el bien, decisión autónoma por el bien: es obrar sumamente moral. La noción‑realidad del bien es constitutivo esencial de la libertad. La voluntad jamás es movida desde fuera: no es movida, se mueve por autodecisión, porque de lo contrario no sería ya voluntad‑libertad.

La relación de la voluntad al bien puede ser considerada bajo dos aspectos: como bien distinto de la voluntad, exterior a ella, y por eso como bien a conseguir : en este sentido es término de la voluntad y no causa de la volición.

O como bien querido por sí mismo, en cuanto bien o sumo bien. Tampoco en este caso puede ser motivo de la voluntad de Dios. No podemos concebir un bien que le sea externo y que la determine a obrar. Un bien cuya consecución completaría la persona que realiza el acto volitivo. Nada hay que pueda ser para Dios un bien a conseguir, siendo él el bien por excelencia.

No puede existir ningún moviente intrínseco capaz de atraer la voluntad divina: no existe ningún motivo para su obrar. La voluntad moralísima de Dios ama y quiere únicamente como donación, como comunicación. En este proceso de donación, la voluntad actúa en armonía con el Bien y la Sabiduría absolutas que están en su naturaleza infinita. Es el Ordinatissime Volens.

Debe existir, pues, una ratio sapientísima que guía su querer ad extra, pero nunca un motivo de la creación. La noción bíblica de la centralidad absoluta de Cristo, es una de las conquistas más relevantes, ricas y bíblicas de la teología de Escoto, e inclusive de toda la teología.

El presupuesto de la encarnación no es el pecado, la redención, sino el amor libre de Dios. El efecto fundamental de la encarnación en relación a los hombres es la elección sobrenatural, la adopción o divinización en Cristo. No es la reparación o restitución de una alienación histórica, de un acto pecaminoso, sino la orientación total originaria de la humanidad entera. No es la superación de una deficiencia de orden moral, sino la elevación sobrenatural y la superación divina de la deficiencia metafísica del hombre, por la cual de pura creatura ha sido hecha hijo adoptivo de Dios en Cristo, partícipe de la misma vida divina.

En esta diferente perspectiva, o la superación de la deficiencia moral, o la superación de la deficiencia metafísica de la creatura, es que las dos concepciones evidencian su diversidad profunda. Para la primera Cristo es solamente medio para el retorno, con todo lo que eso implica de marginalidad y de ocasionalidad. Para la segunda Cristo es el centro de la salida y del retorno a Dios, Camino, Verdad y Vida, con todo lo que ello comporta. Es el primado universal de Cristo en su significado bíblico y teológico.

El actual y concreto orden de salvación en Jesucristo aparece esencial y primariamente como orden del amor, entendiendo por esto la comunicación gratuita, libre e incondicionada de la vida divina en Jesucristo.

El Ordo amoris que preside la obra de la encarnación nos conduce a la consideración de otro de los aspectos importantísimos de la solución escotista al problema del primado de Cristo: la relación entre encarnación y redención.

La redención en el cuadro de la encarnación

A esta altura es claro que para Escoto la redención está enmarcada dentro del gran cuadro de la encarnación. Es uno de sus momentos. Contrariamente a cuanto afirman San Buenaventura y San Tomás, la encarnación no está en función de la redención sino exactamente al revés.

La divinización‑adopción en Cristo, que significan esencialmente la superación de la deficiencia metafísica del hombre, no postulan como punto de partida el pecado, sino la finitud falible del hombre. La liberación del pecado es por eso un momento posterior, un caso en el cual se aplica la función divinizante de la encarnación. Dado que, por el pecado, el hombre ya no es finitud falible, sino falibilidad actuada en el obrar. Sin embargo este hecho no cambia el sentido y la dimensión fundamental de la encarnación. Para el mismo Cristo la muerte tiene el valor de pasaje a la resurrección. Es la encarnación en su devenir, en su desarrollo histórico en vistas a alcanzar el esjaton, la plenitud. Es el actuarse de la encarnación como historia.

Desde esta perspectiva Escoto critica los mismos fundamentos y revierte el hamartiocentrismo de San Anselmo, de influencia decisiva en la teología posterior.

Abordando el argumento de la redención, Escoto expone primero la sintética teología anselmiana del Cur Deus Homo y la condensa en cuatro postulados, Según San Anselmo:

 

Primero

hay que afirmar que fue necesario redimir al Hombre

 

Segundo

 

que no pudo ser redimido sin la satisfacción.

  

Tercero

 

que la satisfacción tenía que ser hecha por un Dios-Hombre.

 

 

Cuarto

 

que el modo más conveniente fue por medio de la pasión de Cristo.

 

Escoto niega el carácter necesario de las cuatro conclusiones. En la redención, como en la encarnación, el principio es siempre el Orden del amor de Dios, y por lo tanto el de la libertad y de la gratuidad, nunca el de la necesidad. En la muerte de Cruz se debe manifestar la libre actuación del camino histórico de Cristo, sin una determinación desde abajo. Es solamente la soberana voluntad de Dios ‑libremente cumplida por Cristo‑ quien decidió la serie de sucesos de la salvación:

Todas las cosas que fueran hechas por Cristo en relación a nuestra redención no fueron necesarias, a no ser que presupongamos la ordenación divina que así lo haya mandado. Por lo cual sólo con necesidad de consecuencia fue necesario que Cristo padeciera. Sin embargo el todo fue simplemente contingente (Contigens simpliciter), tanto de modo antecedente como consecuente.  [72][15]

Escoto comprende correctamente los aspectos negativos de la solución anselmiana a la vez que repropone el motivo central de la suya propia. El plan de salvación, obra exquisitamente libre de Dios, no admite ningún tipo de necesidad, y menos aún un tipo de necesidad impuesta por la culpa del hombre. La ordenatio divina es la única fuente. La existencia de Cristo, su vida y su muerte, son efectos del amor libre, no dictados de la lógica del pecado‑satisfacción. Escoto excluye, desde su misma raíz toda forma de necesitarismo, sea cual fuere. La voluntad se mueve, jamás es movida desde el exterior, particularmente la voluntad divina.

No existe ninguna lucha o tensión entre el Orden del Amor y el Orden de la Justicia. Este es la expresión del Orden el Amor. No existe justicia que exija de modo necesario, con la muerte del Hombre‑Dios, satisfacción. Siempre en toda circunstancia será la intervención libre de Dios ‑y como respuesta la de Cristo‑ la única llave y el sólo punto de vista correcto para entender la ratio del plan de salvación. Inclusive la modalidad concreta de la encarnación, la vida sufriente y la muerte en Cruz han de ser juzgadas y entendidas en el marco del Orden del Amor. De aquí nace nuestra filial admiración y reconocimiento hacia el designio divino:

El hombre podría haber sido redimido de otro modo. A pesar de lo cual, Dios lo redimió así, por su libre voluntad. Mucho le debemos, y mucho más que si su obrar hubiera sido necesario y no hubiéramos podido ser redimidos de otro modo.   [73][16]

Escoto opone siempre su respuesta fundamental a toda la argumentación anselmiana en base a la necesidad. No es la necesidad sino la libertad divina la que campea por doquier. El orden del amor resplandece y aparece siempre. El Orden de la justicia está dentro del primero, y de él es una manifestación admirable, no una oposición.

¿Cómo juzgar el hamartiocentrismo de San Anselmo con el antropocentrismo derivado, y la tensión entre bondad y justicia divina, originada por el pecado, tensión que sólo la muerte del Hombre‑Dios puede aplacar, y que por lo tanto debe aplacar, porque estamos ante atributos divinos?  Concluye Escoto:

Si queremos salvar a Anselmo digamos que todas sus razones se aducen presuponiendo la ordenación divina que así determinó que el hombre fuese redimido; (...) porque no existió ninguna necesidad.  [74][17].

Para salvar a Anselmo hay que abandonar su hamartiocentrismo y el consecuente necesitarismo y poner siempre al origen y como razón de todo la libertad divina, el Orden del Amor. ¿Qué queda entonces, de la perspectiva y de la literalidad del Cur Deus Homo? Sea como fuere, la de Escoto es una concepción radicalmente opuesta a la de San Anselmo y a la de sus seguidores.

Con estas acentuaciones Escoto rechaza totalmente la concepción anselmiana porque es incompatible con el primado de Cristo y el Orden del Amor que lo fundamenta, porque es incompatible con el plan de salvación. El mundo de Escoto es el bíblico de la libertad: excluye cualquier tipo de necesitarismo y por lo tanto se ubica como alternativa radical a la concepción naturalística o intelectualista del pensamiento griego.

La posibilidad de la encarnación

Escoto da una solución clara y profunda al problema del primado. El tema es conducido a sus verdaderas raíces y encarado en su justa dimensión. Jesucristo, en el orden actual y concreto de la historia de salvación, es el primer predestinado y por lo tanto causa ejemplar, eficiente, final ‑para usar de la terminología aristotélica‑ de la elección y de la predestinación de todas las creaturas: Jesucristo no está en función de las creaturas sino viceversa.

Se repetía continuamente que a tal solución se oponen las Autoridades de la Escritura y de los Padres. San Buenaventura y San Tomás estaban persuadidos que la Escritura enseñaba que el Hijo de Dios por nosotros y por nuestra salvación descendió de los cielos, excluyendo toda argumentación en contrario. Aceptar que el Verbo de Dios no se hubiese encarnado sin que el hombre hubiese caído es para San Buenaventura más acorde con la piedad de la fe. Porque es más coherente con las autoridades de los Santos y de la Sagrada Escritura. Para San Tomás en todos los pasajes de la Escritura se asigna al pecado del primer hombre la razón de la encarnación.

Escoto responde que, sin duda, tales autoridades testifican un hecho revelado. Pero no es lícito extender sus enseñanzas más allá del hecho mismo. No es legítimo hacer de una proposición asertiva una proposición exclusiva, porque caeríamos en un paralogismo que nos conduciría continuamente al absurdo. Una cosa es afirmar que el Verbo Encarnado se encarnó para redimirnos, otra es decir que se encarnó solo para redimirnos.

Todas las autoridades pueden resumirse así: Cristo no hubiese venido como Redentor, a no ser que el hombre pecase, y quizá lo mismo pueda decirse de la pasibilidad. [75][18]

El Doctor Sutil recurre a la distinción ya conocida por San Buenaventura y San Tomás entre la substancia de la encarnación y su modalidad pasible. La substancia es predestinada antes de toda creatura y a fortiori antes del pecado. La modalidad, en cambio, es querida por Dios después de la previsión del pecado.

En esta respuesta de Escoto ‑retomada luego por casi todos sus discípulos‑ destacamos algunas afirmaciones. En primer lugar Cristo no hubiese venido en cuanto Redentor a no ser que hombre cayese. En segundo lugar: la redención no hubiese tenido lugar si el hombre no hubiese pecado.

Parece, pues, evidente que para Escoto redimir y liberar del pecado son sinónimos. Aquí concuerda con la mentalidad de la teología del tiempo. Admitido lo anterior, la conclusión se impone evidente: la modalidad de la pasión, en la encarnación, debe ser querida por Dios después de la previsión del pecado. Y aún más, si es que la pasión y la muerte de Cristo, al menos de hecho, son queridas a causa del pecado, el sentido primero de la muerte de Cristo es expiatorio‑satisfactorio.

Aquí Escoto se enrola en la tradición anselmiana. Pero encontramos otro elemento que vuelve a diferenciarlo: la pasión y la muerte de Cristo están ligadas a la reparación del pecado libremente de parte de Dios. Nos proceden de una necesidad de satisfacción de condigno por la culpa, como pretendía San Anselmo.

Cristo no hubiese venido como Redentor si el hombre no hubiese pecado, quizá lo mismo se haya de decir de la modalidad pasible. La pasibilidad no fue exigida por la encarnación, la cual es también posible sin incluir la pasibilidad. Pero ni siquiera el pecado la postula necesariamente. Porque, prescindiendo del pecado, la pasibilidad no es incompatible con la encarnación. Escoto afirma que si no existiese el pecado quizá la encarnación hubiese sido impasible, pero no necesariamente. La pasibilidad es, pues, una modalidad querida libremente por Dios como remedio del pecado. Pero de ningún modo impuesta desde abajo, porque aún sin el pecado Dios podía querer una encarnación pasible. Aunque es más probable que en esta hipótesis hubiese sido impasible.

De nuevo aquí Escoto se opone a toda forma de necesitarismo de tipo Anselmiano. El amor del Padre haría posible una reparación de condigno por el pecado aún si Cristo fuera impasible. No solamente la encarnación es totalmente gratuita, lo es también la pasibilidad y la muerte de Cruz.

Todas las cosas que hizo Cristo acerca de nuestra redención no fueron necesarias sino presupuesta la ordenación divina.

El amor libre de Dios preside todo momento y toda modalidad de la historia de salvación. Se puede pensar que Dios haya querido la modalidad de la pasibilidad de Cristo, su muerte en Cruz, para revelar mejor su amor, y no por necesidad objetiva de una reparación de condigno, que puede ser también realizada de otros modos:

Para acicatear nuestro amor hacia él, según creo, hizo estas cosas: porque quiso que el hombre estuviese más agradecido a Dios. Está siempre presente el gran tema del amor como razón última de todo.

El nervio de la demostración de Escoto contra las bien conocidas razones anselmianas, que fueron luego las de tantos teólogos posteriores, radica en ésta consideración fundamental: Para que Cristo redima al Hombre mediante su muerte no concurre ninguna otra necesidad fuera de la necesidad de consecuencia, es decir supuesto que Dios haya ordenado tal modo de redención.

Por ejemplo: si corro, me muevo; tal es la necesidad de consecuencia. Tanto el antecedente como el consecuente son simplemente (simpliciter) contingentes, tanto el correr como el moverme. Análogamente fue contingente que Cristo padeciera la muerte, así como contingente fue la previsión de que hubiera de padecer. No concurre ninguna otra necesidad fuera de la de consecuencia. Si previó que habría de padecer, padecerá, quedando como contingentes tanto el antecedente como el consecuente.

Donde hay contingencia es decir en todo lo que no es Dios, debemos poner la libertad divina como causa y principio resolutivo último, nunca la necesidad. Porque ninguna causa de otra causa puede exonerar de la contingencia. A no ser que pongamos la causa primera como causa inmediata que actúa de modo contingente. Es este punto Escoto se aparta notablemente de San Tomás.

La doctrina de Escoto a propósito de la relación entre redención y pecado es muy clarificadora.

La tradición Anselmiana, adoptada por Santo Tomás, afirmaba que la encarnación era necesaria en la hipótesis que Dios haya querido una satisfacción de condigno por el pecado. Dice el mismo San Tomás el pecado cometido contra Dios tiene cierta infinitud, a causa de lo infinito de la divina majestad: la ofensa es tanto más grave, cuanto mayor es aquel contra el cual se delinque [76][19]. Por tal motivo ninguna pura creatura es capaz de dar a Dios una satisfacción de condigno por la culpa del pecado. En caso de Dios querer una satisfacción de condigno debe querer un Hombre‑Dios.

Escoto rechaza, y por varias razones, esta manera de ver el problema. El pecado no reviste una infinita gravedad. Una pura creatura, dotada por Dios de suma gracia, podría satisfacer de condigno por el pecado, en caso de Dios haber querido escoger esta solución. La conexión entre redención por obra de Cristo y el pecado es extrínseca y depende de la pura voluntad de Dios; no es postulada por ninguna exigencia intrínseca, y ni siquiera por la hipótesis de la satisfacción de condigno.

La redención, como la encarnación, es pura manifestación del amor de Dios: Todas las cosas que han sido hechas por Cristo en orden a nuestra redención no fueron necesarias, a no ser que presupongamos la ordenación divina que así lo haya establecido. Solo con necesidad de consecuencia fue necesario que Cristo padeciera. La obra global fue simpliciter contingente, tanto lo antecedente como la consecuente [77][20]. En la obra de Escoto el Orden del amor es verdaderamente dominante en todo instante de la vida de Cristo, todo es expresión del amor gratuito y libre de Dios y del amor de Cristo.

Algunas observaciones nos harán percibir algunas incongruencias, acentuadas por sus seguidores, con los principios ya expuestos sobre el primado de Cristo. Es óptima y totalmente pertinente la observación básica que jamás se debe hacer de una afirmación asertiva otra exclusiva. Si bien la Escritura enseña que el Verbo se encarnó para salvarnos y redimirnos, no podemos concluir sin más que se encarnó solamente por tal motivo. Ni siquiera principalmente por él. Tanto San Buenaventura como San Tomás, quiénes consideraban su sentencia más probable que la contraria, confiesan implícitamente que no existen enseñanzas reveladas categóricas y de valor exclusivo para la propia opinión.

La enseñanza indudable del primado absoluto de Cristo por parte de la Escritura nos induce más bien a considerar las afirmaciones concernientes a la redención en su contexto más amplio y capital, tal como lo hace Escoto.

Sin embargo, no parece totalmente armónica con el primado de Cristo la distinción entre substancia de la encarnación, querida antecedentemente de la previsión del pecado, y su modalidad pasible, decretada después de la previsión del pecado. ¿No se hace así depender la obra máxima de Cristo del pecado del Hombre? Lo que había sido expulsado por la puerta se mete por la ventana. Si Cristo no está subordinado al pecado en el ser, ¿no lo aparece en el obrar?

Escoto, a diferencia de tantos discípulos suyos, subraya con total energía la gratuita disposición divina en el querer la muerte de Cristo. Esta no es requerida como condición necesaria para redimir el pecado. Es modalidad que expresa de modo maravilloso el amor de Dios y de Cristo. De modo que el vínculo entre la posibilidad y pecado es reducido al mínimo. El pecado es simplemente una conditio sine qua non, y no causa de la pasibilidad y de la muerte. Pero el vínculo permanece y es una sombra en la doctrina del primado.

No sin razón los tomistas siempre han puesto graves dificultades frente a la distinción entre substancia y modalidad. Dios quiere la encarnación de modo concreto y determinado con un acto único, como substancia y como modalidad. No se puede admitir que Dios haya querido primero la substancia de modo indeterminado y luego de la previsión del pecado haya determinado el modo concreto. La primera volición indeterminada es incomprensible e inoperante. O bien se deberá decir que Dios quiso a Cristo impasible (substancia y modo) y que luego de la previsión del pecado cambió la modalidad (pasible). Pero esto es absurdo y equivaldría admitir lo que Escoto quiere excluir a toda costa: una determinación desde abajo que se refleja en Cristo.

Los tomistas concluyen correctamente que se deberá admitir que la predestinación concierne, tanto a la substancia como a la modalidad, como acto único eficaz. Si Cristo es querido antes del pecado, se debe decir que fue querido como Cristo‑Redentor. Admitida ésta premisa exacta concluyen que, dado que la redención supone el pecado, es necesario afirmar que Cristo fue querido por Dios después del pecado y por el pecado. Esta deducción cuestiona la doctrina certísima del primado, y es refutada decididamente por Escoto.

¿Entonces?

Debe haber un punto oscuro, equivocado, que esté causando la aparente insuperabilidad de las dos posiciones. La misma perspectiva de Escoto genera incongruencias y contrastes, y nos parece que el punto oscuro está ubicado en la noción de redención.

Redimir equivalía exclusivamente a liberar el pecado. Las sucesivas controversias con el pensamiento protestante agudizaron en las respectivas escuelas respectivas tal persuasión de fondo. De allí nacen las oposiciones insalvables.

Escoto, con intuición de genio, había logrado desbloquear el pensamiento teológico en relación a la Concepción Inmaculada de María. Esto parecería chocar, en un callejón sin salida, con la noción de la redención universal de Cristo. Escoto introduce el concepto de redención perfecta y allana el camino desarrollando y profundizando la idea que parecía obstáculo insuperable.

En la doctrina del primado de Cristo la noción de redención sigue siendo el obstáculo fundamental. También aquí Escoto tuvo la genialidad de ubicar la relación de los hombres con Cristo en la dimensión ontológica más que en la dimensión moral. La elección, la adopción o divinización de los hombres en Cristo, es el significado primero y fundamental de la encarnación y no la reparación de una alienación operativa. Estamos ante el problema de la superación de la deficiencia metafísica de la creatura, antes y mucho más que de la superación de una deficiencia orden moral.

El Doctor Sutil echó las bases para profundizar y liberar la excesivamente estrecha noción de redención. Pero en éste punto no llegó a una formulación límpida, explícita, decisiva, tal como había hecho para la Inmaculada. Esta sombra, agravada por sus secuaces, pesará durante siglos sobre la solución al problema del primado de Cristo.

Valoración final

La exposición esquemática de la peculiar articulación del pensamiento de Escoto nos ha hecho avizorar inmediatamente la profunda originalidad de su teología sobre el primado de Cristo. En este tema es realmente pionero. Tanto por la novedad de la perspectiva, como especialmente por el horizonte vastísimo en el que sitúa el problema.

Quiénes trataron el tema antes que él no lograron verlo dentro del amplio espectro propio de tal doctrina, y por ende no pudieron sustraerla a cierta marginalidad. Ubicaron el Primado dentro de las premisas de la encarnación, como elemento casi ajeno al misterio en sí mismo. Para Escoto en cambio, el problema atañe a toda la cristología. Constituye la concepción‑base de todo el misterio.

La noción de predestinación como elección y realización del plan divino de salvación es la llave de su perspectiva y de su solución. La predestinación en vista en su concretez y actualidad de libre donación divina, de participación voluntaria de la vida divina.

La concepción rigurosa de la libertad como modalidad esencial de la comunicación divina es la condición fundamental para comprender como la donación es acto de amor personal y no pura necesidad natural.

Partiendo de la idea de predestinación en el sentido pleno que tiene en la Sagrada Escritura, Escoto la identifica radicalmente con la predestinación de Cristo. Queda así perfectamente clara la razón fundamental del primado universal de Cristo. A la vez que se constituye en el corazón mismo de toda la teología, en lugar de aparecer como una de sus tesis marginales. Porque Cristo es centro, manantial, término del plan divino de salvación y por lo tanto de todas las obras de Dios ad extra.

El Padre J. Bissen ofm. observa justamente a éste propósito:

Esta cuestión de la predestinación de Cristo puede ser considerada o en sí misma o en conjunción con la encarnación. Del primer modo es tratada por Alejandro de Hales, San Buenaventura y San Tomás, y no aparece que en éstos autores se establezca especial relación de un asunto con otro. Del segundo modo la encontramos en Pecham y especialmente en Escoto, quien se pregunta abiertamente sobre el motivo de la encarnación como cuestión secundaria en relación a la principal de la predestinación de Cristo. [78][21]

La consecuencia fundamental de tal modo de encarar el problema del primado de Cristo es el predominio absoluto del Orden del Amor sobre el Orden de la Justicia. La predestinación es un acto libre, gratuito de Dios, procede de su iniciativa soberana y es manifestación sobrenatural de su bondad. Es por lo tanto incondicionada e independiente de las creaturas, es fruto gratuito de su amor que quiere comunicarse. Expresión perfecta del amor comunicante de Dios que es Jesucristo, quien se manifiesta como el sumo amante entre aquellos seres que son distintos de Dios. Es respuesta excelsa del amor donante de Dios.

Si en la raíz de la predestinación está el amor infinito y gratuito de Dios, en el centro del ser ‑término máximo de tal amor fecundísimo‑ está el amor reflejo y respuesta al amor de Dios. Se trata, pues, de una verdadera metafísica del amor que no excluye la metafísica del ser, sino que la incluye y engloba en el modo perfecto del ser que es la persona. Al amor divino ‑la realidad más sublime de la vida infinita que es Dios‑, corresponde en Cristo el amor como punto focal máximo. Esta visual nos abre un horizonte amplísimo y nos proporciona el principio fundamental para captar el sentido, el valor fundamental y la dimensión dominante de la vida de Cristo: de su pasión, de su muerte, de su resurrección.

Todo hamartiocentrismo y todo antropocentrismo queda así descartado de raíz. El centro y el alma de la actividad y de la vida de Cristo es el amor hacia el Padre. Este es el valor determinante, de modo que nociones tales como expiación y satisfacción, deben ser comprendidas como aspectos muy reales pero secundarios y derivados del dominante y frontal. Lo mismo podemos afirmar de las nociones de muerte sacrificial y reparación. Tienen que ser leídas y entendidas dentro del cuadro absolutamente preeminente y determinante del amor de Cristo como respuesta al amor gratuito y creativo del Padre. En resumen: el Orden de la Justicia no es independiente y ni siquiera paralelo al Orden del amor, siendo solo uno de sus aspectos derivados.

No se puede hablar, en rigor de términos, de un motivo o causa de la encarnación, sino solamente de su razón. En efecto, el amor de Dios es soberano y creativo: no ama lo que encuentra amable, como sucede entre las creaturas. Produce lo que ama, porque Dios no depende de cosa alguna.

San Tomás hace ésta observación de fundamental importancia para entender la naturaleza del amor de Dios:

Nuestra voluntad no es causa de la bondad de las cosas, al contrario, se mueve por ella como hacia un objeto. El amor con el que queremos a alguien no es causa de su bondad, al contrario, sea verdadera o solo estimada, es ella la que provoca el amor con el cual queremos, y con el que queremos conservar el bien poseído y alcanzar el aún no habido: con éste fin obramos. Pero el amor de Dios es el que infunde y crea la voluntad en las cosas. [79][22]

No hay, pues, un motivo de la encarnación, sino solo una razón. Es decir, una explicación e inteligibilidad interior, que consiste precisamente en el ser comunicación suprema del amor libre y omnipotente de Dios. Donde hay libertad no puede coexistir un moviente externo, una causa exterior que determina y mueve, porque en tal caso quedaría destruida la libertad. El plan de salvación es historia y no metafísica.

De los dos principios y consideraciones principales señaladas se desprende una tercera afirmación fundamental: hay una cierta jerarquía entre las creaturas fundada en su grado de ser ‑natural y sobrenatural‑, el cual es consecuencia y término de la predestinación de Dios y de su amor creativo. Esto vale particularmente para los seres que son personas (Cristo, ángeles, hombres), en cuanto son capaces en sentido pleno del orden sobrenatural.

En virtud de tal jerarquía la Sagrada Escritura nos dice que el hombre, como imagen de Dios, es rey y centro de las creaturas. No solo por el dominio que ejerce sobre ellas, sino porque en el hombre existen realizados todos los valores de las demás creaturas, amén de los valores de persona‑libertad que lo distinguen. Cristo es Hombre‑Dios, valor supremo fuera de Dios en sí mismo y por lo tanto es centro y fin de todas las demás creaturas.

Su persona divina hace que Cristo sea el valor supremo de todas las demás personas creadas y que su amor sea manantial, norma y vida de todos los demás amores. Así como el universo es un reflejo del hombre, así todas las creaturas son un reflejo de Cristo. Es él su arquetipo, el primogénito, el motivo y el fin. De él reciben su sentido último. La respuesta del amor de Cristo es fuente de toda otra respuesta creada. Por lo cual Cristo, cual primer predestinado, es primero en todo orden y bajo todo aspecto. Nunca puede estar condicionado desde abajo, porque él es siempre condicionante y dominante.

La perspectiva y los principios apuntados conducen a conclusiones vastísimas, que pueden ser resumidas de este modo:

1.-     Puesto que Cristo posee un verdadero primado universal, debemos afirmar que no solo el reditus in Deum es cristocéntrico, sino vigor y motivo lo es el exitus a Deo.

2.-     El orden de salvación es único y tiene a Cristo en su  centro, por lo que no podemos hablar de un orden sobrenatural  sin Cristo antes del pecado, y de otro con Cristo a la  cabeza después del pecado.

3.-     El pecado de Adán no ha roto ni cambiado el orden de la salvación: ¡Dios es fiel!

4.-     Todo el plan de salvación tiene su raíz en la libertad de  Dios y no en el naturalismo necesitarista del Bonum diffusivum sui.

5.-     Porque dominada por el necesitarismo y por el hamartiocentrismo, hay que rechazar la teología anselmiana del Cur Deus homo, por más que haya tenido una acogida casi universal entre los teólogos escolásticos.

6.-     Jesucristo y el orden de salvación no pueden ser deducidos de lo alto es decir de la naturaleza de Dios (principios neoplatónicos del bien difusivo de sí). Tampoco pueden deducirse desde abajo, es decir del universo o del hombre. Jesucristo no es corona del universo ni perfección del hombre, sino todo lo opuesto: gracia. Hombre y universo han sido hechos por Cristo, son difusión y dilatación de Cristo. Menos aún podrá ser consecuencia del pecado del hombre y de la noción de satisfacción de condigno por la culpa.

7.-     Si Jesucristo es el principio, centro y término de toda creatura, en el orden concreto querido por Dios, también es el principio supremo de intelección de todo lo existente, la respuesta definitiva de toda la realidad. Por lo tanto la teología es cristología por naturaleza propia, dado que no puede ser sino teología de la historia de la salvación.

8.-     El necesitarismo naturalista greco‑aristotélico deberá ser sustituido por la visión bíblico‑cristiana, fundada sobre la persona y la libertad. El cristianismo debe ser concebido como historia sagrada de salvación. Como toda historia, la sagrada supone la libertad de Dios y de Cristo y del hombre. La  concepción cristiana apoyada sobre la libertad se ubica como  antítesis de la griega, dominada por la necesidad impersonal.

Se trata de vastísimas perspectivas que implican una concepción global de la teología. Escoto ha incluido la redención dentro del marco de la encarnación y ha delineado la salvación como superación de la deficiencia ontológica de la persona y de la libertad de la creatura antes y mucho más que como superación de la deficiencia moral (la del pecado). Por eso hay quiénes lo acusan de haber desvalorado la redención. Se dice que de ése modo se opone a San Francisco: mientras que el Santo de Asís gozó de un sentido y piedad vivísimos por la pasión de Cristo, Escoto y los franciscanos que lo siguieron se orientan por caminos opuestos.

La acusación es inconsistente. Escoto, al contrario, permite entrever el motivo profundo de la piedad de San Francisco hacia la pasión de Cristo. El Orden del Amor, dominante en su teología, evidencia el aspecto más esencial de la pasión y de la muerte de Cristo. El alma de San Francisco, eminentemente evangélica, no está dominada por el esquema jurídico del Orden de la justicia, sino por el Orden del Amor.

Con éstas notas conclusivas no queremos afirmar que Escoto haya elaborado una teología perfecta y definitiva del primado de Cristo, y así lo demuestra la historia de la teología. Hay en él puntos poco felices que parecen incompatibles con sus propios principios fundamentales, especialmente el de la distinción entre substancia y modalidad de la encarnación y la noción restringida y excesivamente jurídica de la redención, que amenazan todo el edificio.

Sobre todo Escoto carece, como todos los teólogos medievales de una investigación bíblica más abierta y segura sobre el tema, tanto que da la impresión de estar elaborando una audaz construcción teológica más que una lectura atenta de la revelación. ¡Cuánto mayor fuerza adquiriría su pensamiento con un estudio bíblico exegético‑positivo!. Pero no podemos acusar de tal carencia a la época en que le tocó vivir. A pesar de tal deficiencia no se puede negar a su teología del primado de Cristo una inspiración central claramente bíblica. Tampoco se puede negar que Escoto constituye un punto firme y fundamental en la historia teológica de éste problema verdaderamente capital en la teología cristiana.



[1][1] La bibliografía sobre el argumento del primado universal de Cristo es vastísima, como podemos fácilmente imaginar. Indicamos solo algunas obras, en las cuales abundan a su vez referencias bibliográficas, dado el carácter histórico‑teológico de la investigación sobre la materia: RISI F. Sul motivo primario dell'incarnazione del Verbo, vol. 4, la tradición escolástica y al pensamiento teológico hasta la época del autor.‑ BONNEROY G.F.,OFM, Il Primato di Cristo nella teología contemporánea, en: Problemi e orientamenti di Teología dogmática II, Milano,1957; ID. La primauté du Christ selon l'Ecriture et la Tradition, Roma, 1959; muy abundante especialmente en el primer estudio son las indicaciones bibliográficas.‑ GALTIER P. S.J., Les deux Adam, París 1947.‑ GRILL MEIERA., Zumrich‑Kóln, 1957, pág. 269‑299. KUNG H., Rechtfeertigung, Einsiedeln, 1957, pág. 277‑300.‑  ALFARO G., S.J., Sur le motif de l'encarnation, en Problémes actuels de Christologie, a cargo de BOUESSE H. y LATOUR J.J. (1962) pág. 35‑80.

[2][2] Cfr. GROSS J. La divinisation du chretien d`aprés les Peres grecs, París 1938.‑ MERSCH E. Le Corps Mystique du Christ, 3a. ed. Bruxelles 1951.

[3][3]  Ad Thalasium, q. 60; P.G. Migne 90, pág. 585

[4][4]  "Hamartía" en griego significa pecado, y por eso la expresión se podría traducir por algo así como "pecado‑céntrica".

[5][5] Cur Deus Homo, I cc 14‑15

[6][6] Ib. I cc 11‑19

[7][7] Ib. c 23

[8][8] Ib.II cc 4‑9

[9][9] Ib. cc 10‑19

[10][10]  RIVIERE,  Le dogme de la Redemption au début du Moyen Age, pág. 391

[11][11]  RICHARD, op. cit. pág. 136

[12][12]  OGGIONI, Il mistero della redenzione, en Problemi e orientamenti de teologia domestica, vol. II, Milano, pág. 227

[13][13]  Cfr. de S. Cirilo,  Thesaurus. V. Asert. 15; PG, vol. 75 pág. 293 296

[14][1]  Ver la obra de Ruperto de Deutz en PL (Migne) vol 167‑170

15 2  La "Summa Theologica Fratris Alexandri" ha sido atribuida por siglos a Juan de la Rochelle (libros I y III) y a Guillermo de Melitón (libro IV), y a un tercer autor (quizás Eudes Rigaud para el libro II). Estos autores extrajeron la materia de sus trabajos de obras de S. Alejandro de Hales, incluyendo algo de sus propios escritos. Es probable que el inspirador del plan de la obra sea el mismo Alejandro. La Summa Fratris Alexandri ha sido editada críticamente por Quarachi, en 1924 y siguientes, acompañada de amplísimos estudios críticos. Para un juicio complexivo acerca de la unidad de la gran obra y de sus líneas fundamentales, véase a GOESMANN Elisabeth; Eine theologische Untersuchung del Summa Halensis, Munchen, 1964.

[16][3] Sum. Theol. II Quaest. un. trac. I, q 3, tit. 2; Opera Omnia. IV, pág. 41 42

[17][4] Ib. pág. 42

[18][5] Ib.pág. 41

[19][6] Ver : De Spiritu et Anima, PL vol.40 col. 785

[20][7] PL 183, pág. 37 Sermo I De Adventu

[21][8] Ib.pág. 42

[22][9] Ib.

[23][10] Véase por ejemplo,en Inq. un. Trac. I, q.1, cc. 1‑7, donde el "Cur Deus homo" de S. Anselmo está presente, no sólo en las grandes citas, sino como motivación dominante de toda la doctrina.

[24][11] Op.cit.,q. III, Op. Omn. 46‑47

[25][12] III Sent.Dist. I ar. 2. q. 1, Opera Omnia pág. 19‑21

[26][13] Ib

[27][14] Ib

[28][15] Ver II Sent. Dest. I, p.II, a2. q.1

[29][16] Ver en III Sent. Dist. I, a.2; q.2. Conclusio

[30][17] Ib

[31][18] Op. cit. q.2

[32][19] Ib. Op. Omnia, pág. 22‑23

[33][20] Para un examen más detallado de la solución bonaventuriana, ver: RISI, op. cit., vol. I pág. 21 ss

[34][21] Cfr. III Sent. Dist. XIII, a.2; q.3

[35][22] 38 de estos escritos de S.Buenaventura han sido editados en el vol. V de la Opera Omnia

[36][23] BOUJEROL, op.cit.ib

[37][24] Cfr. q.29,a.4; Comm. in I Tim; Summ Theol. III q.1, a3

[38][25] P. PERET, O.P.; A propós de la primauté du Christ; en Revue des Scienc. philos. et Théol. 1983. pág. 69‑70; 112

[39][26] Cfr. SPINDELER A.,  Cur Verbum caro factum, Das Motiv der Menschwerdung und das Verhaltniksder Erlosung zur Menschwerdung Gottes in den christologischen Glaubenskampfen des vierten un funten christilichen Jahrbunderts. Muchen 1936

[40][27] PL 38 pág. 940

[41][28] III Sent. dist. I, q 1, a 3

[42][29] S.Th. III, q1, a3

[43][30] Ib

[44][31] Ib. ad 3um, 4um, y 5um

[45][32] IIISent. Dist.I, a3, respondeo dicendum

[46][33] Op. cit. I, pág. 35

[47][34] ver. S.Th. III, q2, a9

[48][35] S.Th. III, q8, a34

[49][36] De Ver. q22, a8; Sum. contra Gent. III 88;S. Th. I‑II, q9, a6

[50][37] Op. cit. pág. 35

[51][38] En estos últimos años el plan de la Summa ha sido objeto de mucha atención, y no tanto bajo el aspecto histórico‑literario, sino bajo el temático‑metodológico. Para una presentación y valoración crítico‑teológica de los estudios sobre este tema, ver a : BUFFI,I; Un bilancio delle recenti discussioni sul piano della Summa Theologica; en La Scuola Cattolica, Suppl. 2, \1963\,  pag. 147‑176; Suppl.3 /1963/, pag. 295‑326

[52][39] Los estudiosos recientes que han marcado una huella profunda en esta búsqueda, y con resultados substancialmente idénticos, son especialmente: CHENU,M.D., O.P.; Introduzzione allo studio di S.Tomasso d'Aquino, Firenze 1953 (La primera edición francesa es del 1950). HAYEN A.,O.P.; Saint Thomas d'Aquin et la vie de l' Eglise, Louvain, 1952; PERSON E. Le Plan de la Somme Theologique et le rapport "Ratio-Revelatio, en Revue philosophique de Louvain, 56 /1958/ pág. 547‑572.

[53][40] Cfr. PERSON, art cit. pag. 563

[54][41] Ib. pág. 553

[55][42] Bulletin Thomiste, 1953, pág. 10

[56][43] Cfr. La Foi et la théologie, Tournai, 1962, pág. 203‑205

[57][44]  CIAPPI L., O.P.;             Il motivo dell`incarnazione et "Les Deux Adam" di P. Galtier, en Sapienza, 1950, pág. 103/104

[58][1] Ver III Sent. Dist. III q. 3

[59][2] III Sent. Dist. III q.3

[60][3] San Th. I, q. 27, a. 1

[61][4] III Sent. Dist. III, q. 3, n. 2

[62][5] Idem

[63][6] I Sent. Prol. q. 4; n. 34

[64][7] HOERES. op. cit. pág. 91

[65][8] Reportatio parisiensis, en III Sent. Dist. 7. q. 4...

[66][9] Metaphys IX, cap. 15, n.4

[67][10] Col. 16, n.8

[68][11] San Buen. II Sent. 1; a.2; q.2

[69][12] Necesse est quid ratio ordinis rerum in mente divina preexistat: San Th. I.p. 20, a.1

[70][13] Tratado del amor de Dios, II.c.4.

[71][14] Ef. 1,3ss

[72][15] Idem. 10

[73][16] Idem

[74][17] Idem

[75][18] III Sent. Dist. 7, q. 3

[76][19] San Th. III, q. 1, a. 2, ad 2um

[77][20] Oxon. III, q.20, n.20

[78][21] Antonianum, n.12, pág. 4

[79][22]  San Th. I. q.20, a.2