* Conferencia habida el 9 de febrero de 1994 en Madrid dentro de las “Jornadas Escotistas”, organizadas por la Federación Interfranciscana de España (c. Joaquín Costa, 36)
Hay
muchos maestros en la historia a quienes podemos llegarnos para pedir
lecciones, como hay muchas fuentes a donde ir a buscar agua. Sin
exclusivismos, pero con un afán de escuchar las mejores lecciones, nos
acercamos ahora a uno de los antiguos maestros, en quien los franciscanos
siempre creímos, pero que sólo en nuestros días ha recibido el espaldarazo
oficial de la Iglesia, la cual se ha hecho garante de la validez de su
enseñanza.
En
el franciscanismo como lección de vida, carisma o sistema, o actitud —no
importa qué nombres se quieran dar a esa atmósfera vital alentada y
presidida por Francisco... en el franciscanismo digo—podemos destacar, como
estadios estabilizadores de su proceso, tres momentos que resultan
complementarios y que se concretizan en tres personajes paradigmáticos:
Francisco, que es el original poético, dando a esta adjetivación el sentido
profundo de una intuición vivida; Buenaventura, organizador realista de un
impulso que él orienta hacia una consumación en la mística; y Juan Duns
Escoto, el metafísico, que, en su esfuerzo intelectual de casi destilación
química de los conceptos, pone al descubierto la entraña pura de lo que
puede llamarse núcleo fontal desde donde se expande toda la vivencia
franciscana.
“Quiera
el espíritu y la memoria (de Escoto) iluminar con la luz misma de Cristo los
afanes y las esperanzas de nuestra sociedad”, dijo el Papa en la homilía de
la beatificación de Escoto”
[1] .
Una
aportación, aunque sea reducida y parcial, a esta iluminación es lo que
pretendo con este mi estudio Si no siempre logro la diafanidad deseable, me
puede valer como excusa, además de la ayuda del lector, lo que escribe José
Antonio Merino en su Historia de la Filosofía franciscana: que Escoto es un
“autor difícil, pero no escabroso, abstracto, pero no evasivo, sutil,
pero no serpenteante”
[2] . Es decir, que no se anda por las ramas,
tira directo al centro de las cuestiones. Un estilo distinto del acostumbrado
en nuestra literatura periférica, que, de tanto preparar la entrada en los
problemas, no llegan las más de la veces a calar en lo esencial.
Pero
¿cuáles son los afanes y las esperanzas de nuestra sociedad? Si nos atenemos
a las palabras que más resuenan en nuestros oídos o nos impresionan a
través de nuestras lecturas, parece que el hombre de hoy se afana, más o
menos esperanzado, por lograr un mundo en que reinen “la justicia, la paz y
la libertad”. Son tres palabras que se escriben lo mismo en todos los
papeles, que suenan lo mismo en todos los discursos, que parecen un ideal
único, en el que convergen todas las inteligencias y todos los corazones.
Pero la realidad es que esas palabras, materialmente idénticas, encuentran en
la mente de cada persona tan diversas resonancias, que en su actuación
práctica, por lo que hasta ahora nos enseña la historia y la experiencia,
sólo han servido las más de las veces para desgarrarse mutuamente. (Es
aquello de Carlos V y Francisco I de Francia: los dos estaban de acuerdo sobre
un punto y por ello se hicieron la guerra: los dos convenían en querer para
sí la ciudad de Milán). Tal es la realidad: en nombre de la justicia—pseudo‑justicia—se
toman las venganzas personales y se desencadenan las guerras; en nombre de una
pseudolibertad se quebranta la justicia, mientras en nombre de una pseudo‑paz
personal se elude el compromiso de una responsabilidad activa en los
conflictos de la justicia y la libertad.
Es,
pues, evidente que no bastan las proclamaciones grandilocuentes de “justicia,
paz y libertad” para hacer santos nuestros afanes y esperanzas.
Reconozcamos, con todo, que es un signo positivo de nuestro tiempo que las
llamadas urgentes a estos valores se escuchen por doquier. Así los libros de
moral que insisten con seriedad de cátedra en que “el compromiso ético
de la caridad cristiana hoy se concretiza en la opción neta a favor de las
tres grandes causas de una emancipación solidaria: la causa de la justicia
económica frente al desequilibrio provocado por la explotación de los
pobres; la causa de la inicua carrera de armamentos, y la causa de la libertad
política frente a regímenes totalitarios de cualquier signo”
[3] . Lo mismo las octavillas mendicantes,
como las distribuidas en Denver durante las jornadas mundiales de la Juventud
por un grupo de jóvenes libaneses, abogando por un mundo de vida en plenitud
donde el amor, la libertad, la justicia la autenticidad y la trasparencia en
la verdad fueran los principios eficazmente rectores de nuestro mundo. “Líbano
Message” se titulaba esa voz de una nación tan despiadadamente machacada
por la confluencia de odios y egoísmos extranjeros, aprovechando las
disensiones internas, en que todos seguramente buscan “apasionadamente>>
“justicia, paz y libertad”.
Algo
importante falla en la humanidad y no basta constatarlo con lamentos, como el
lanzado al mundo en el verano de 1993 por un grupo internacional de
científicos reunidos en Érice (Cecilia) y del que se hizo eco la prensa. La
idea del comunicado era que la ciencia sola es impotente para imponer una
cultura de paz entre los hombre, cuando los gobiernos siguen invirtiendo en la
fabricación y en la inventiva de nuevos armamentos cada vez más
destructores.
Pienso
que no es inútil esta introducción, un tanto prolija, para escuchar luego el
pensamiento de Escoto. Pero estimo oportuno salir todavía al paso de una
posible perplejidad lo mismo del lector ingenuo o malicioso que del honrado y
culto: ¿Tiene realmente validez significativa para el mundo de hoy la
invocación de un personaje medieval que, al parecer, solo se ocupo en cavilar
sobre cuestiones sutiles ajenas ya a las preocupaciones de nuestro tiempo? La
respuesta ha de comenzar por dejar claro un supuesto difícilmente discutible
para quienes sinceramente se lamentan y de verdad añoran soluciones eficaces
a los problemas humanos. Y es que soluciones de fondo y a gran escala
solamente son posibles si están respaldadas por una idea motriz. Valga, como
ejemplo de este sentimiento, el testimonio del periodista italiano Scalfari
director del cotidiano romano “La Republica”. Este señor Scalfari, en una
especie de elegía frente a la sociedad actual escribía no hace muchos meses:
“Todos los valores morales se encuentran en crisis. No sólo el comunismo
y el socialismo, también la autodeterminación, el liberalismo, la autonomía
de la conciencia, el imperio de la mayoría: todo se resiente, todo está
confuso. La gente se encuentran perpleja, los individuos están atemorizados e
inciertos, hay nostalgia de trascendencia, falta y necesidad de paternidad...
Nosotros, hombres modernos, estamos perdiendo la noción de la ley moral”
[4] .
La
ley moral. Sabemos que esos moralistas laicos, como Scalfari, apelan en el
fondo a un imperativo moral kantiano, que se pierde en una subjetividad
inmotivada, en un porque sí que puede dar lugar seguramente a corazones
generosos, que, huyendo por instinto del egoísmo, logran una moral sin apoyo
y, por tanto, sin fuerza objetiva para orientar la vida con la consistencia
que el hombre normal exige.
Digamos
sin más rodeos que para nosotros cristianos existe un imperativo de alcance
más profundo: la exigencia de una caridad que tiene a Dios una justificación
sin fisuras. Es lo que predicamos y oímos a diestro y siniestro. Lo malo es
que también este slogan cristiano se puede manipular y, de hecho, se manipula
en función de puntos de vista varados en las conveniencias personales. Y en
nombre de la caridad—de la que decimos que, bien ordenada, comienza por uno
mismo, o por nosotros mismos, (mi familia, mi pueblo, mi nación, mi raza, mi
religión)—en nombre de ese principio ponemos un orden en el amor, que, al
tomar fuerza sólo hacia dentro, vacía lo exterior—lo que no es yo o
nosotros—de todo sentido que no sea utilitarismo egoísta; y el ansia tan
cacareada de justicia, de paz y libertad se absolutiza en un para mi, para
nosotros tan contundente, que el amor—falsamente llamado de caridad—se
convierte en el vivero latente o explosivo, de todas la injusticias, guerras y
tiranías.
Por
incomprensible que ella parezca, la historia es testigo incontestable de que
todo eso se ha dado en el mundo cristiano en nombre de lo que se quería creer
caridad. El aspecto individual de las conciencias es cosa para el examen
particular de cada uno. Teóricamente sabemos que el Evangelio es otra cosa,
cuando lo proclamamos como mensaje de justicia, de paz y de libertad. Lo han
predicado y vivido en su autenticidad muchos cristianos a través de los
tiempos. Dechado modélico, en cuya línea hay que colocar al beato Juan Duns
Escoto, es san Francisco de Asís. Es sólo dentro del marco del amor
cristiano donde será dado entender el alcance de las ideas de “justicia,
paz y libertad”.
Pasamos
ya a preguntar directamente a Escoto cómo entiende él el amor evangélico,
al amor cristiano y de qué manera se forjan en él, recibiendo la fuerza para
hacerse vivencia real, esos deseos humanos de “justicia, paz y libertad”.
Escoto,
en su visión del amor, es un servidor fiel del Evangelio y un intérprete
riguroso de san Francisco. Cierto que se dan en él, también en este punto y
de manera relevante, las características de “difícil y sutil, pero nada
evasivo ni serpenteante”, que señalábamos arriba citando al P. Merino.
Nosotros—por mi culpa—hemos andado hasta aquí con rodeos. Escoto entra
directamente “a matar”. Y por ello su lección sobre el amor, entendida y
vivida, es base firme para la realización personal de cada hombre o mujer, y
lo sería en consecuencia para una perfecta convivencia social en verdadera
justicia, paz y libertad.
¿En
qué consiste el amor verdadero? Ya san Agustín habló de dos amores
divergentes, como factores de dos ciudades tan diferentes entre sí como el
bien y el mal: amor de Dios y amor de uno mismo. “Dos amores fundaron,
pues, dos ciudades, a saber: el amor propio hasta el desprecio de Dios, la
terrena; y el amor de Dios hasta el desprecio de sí mismo, la celestial. La
primera se gloría en sí misma, y la segunda en Dios, porque aquélla busca
la gloria de los hombres, y ésta tiene por máxima gloria a Dios, testigo de
su conciencia”
[5] . Escoto conjuga esta dos realidades para
llegar al punto álgido de la metafísica del amor, que no es abstracción
inocente o aséptica, sino desafío práctico a la psicología y a través de
ella a la ética de quien quiera vivir con autenticidad radical la vida
cristiana que equivale a la única vida verdadera.
La
verdadera justicia la hace surgir Escoto del primer estudio del amor. O si se
quiere es la justicia la que ordena el amor para que sea amor verdaderamente
constructivo, amor bueno. Es claro que el amor empieza por Dios, el supremo
Bien. Pero no hay que amar a Dios primariamente —subrayo primariamente—porque
sea un bien para mí. Esto equivaldría a ponerle una medida haciéndolo bien
relativo y limitado. Hay que amarlo porque es el Bien absoluto. Eso es la
caridad, el amor de benevolencia. Y consecuentemente, mi amor al prójimo, a
todos los demás, sólo será según Dios, amor de caridad, si los amo y
estimo como el bien que son en sí mismos. Un amor motivado exclusivamente
porque aquel a quien amo me favorece, aunque sea incluso en un aspecto de
provecho espiritual, es, desde el principio al fin, simple egoísmo.
Pero
nos preguntamos con un cierto nerviosismo ¿es posible, no sólo
psicológicamente, sino metafísicamente, amar sin que sea uno mismo el centro
y razón última del propio amor? Precisamente en este punto es donde el genio
de Escoto descubre el filón metafísico y psicológico en que aparece la
absoluta racionabilidad de la paradoja evangélica que exige perder la vida
para encontrarla. Escoto es el teólogo y el filósofo de la libertad y, por
eso, es el filósofo y el teólogo del amor. La voluntad, según él, no es
sólo un apetito o tendencia intelectual que, como todo apetito o tendencia
natural, no puede sino buscar en el otro o en lo otro la realización del
propio bien, con una libertad limitada a escoger un bien parcial u otro según
los aspectos que el entendimiento le presente. La voluntad es razonable y
libre en sí misma y por sí misma. Como razonable, es capaz de ver la
diferencia entre el bien relativo de su tendencia natural, subjetivo y
limitado, y el bien objetivo, que en Dios es absoluto e ilimitado, y en las
demás creaturas posee también un valor independiente de conveniencias
circunstanciales. Y en cuanto libre, puede adaptar su tendencia no al impulso
medido por su propia naturaleza (la utilidad subjetiva, egoísta), sino
condicionándola a la bondad objetiva de un bien reconocido en sí mismo y
querido como tal, previamente a cualquier utilitarismo propio. Esto equivale a
decir que la voluntad, en la autonomía de su ejercicio, no es inevitablemente
esclava de sus propios impulsos, sino que tiene capacidad de salir de sí
misma y hacer justicia al bien objetivo como tal, es decir afirmarlo y
quererlo sin someterlo a la estrechez de la propia conveniencia. A esta
racionalidad o sensatez primordial de la voluntad la llama Escoto “affectio
iustitiae”, que podemos traducir como “afecto o amor justo” (amor de
benevolencia). Pero la voluntad, como simple apetito o tendencia natural,
busca también su propia perfección subjetiva, lo que le hace considerar los
objetos de su amor a la nueva medida de la propia utilidad. Escoto llama a
esta tendencia “affectio commodi”, afecto o amor de conveniencia (amor de
concupiscencia). Este último aspecto del amor no es de por sí desordenado.
Escoto no es el puritano que reniega de los motivos subjetivos de la utilidad
propia, como harán, por ejemplo, desde premisas distintas desde luego, Lutero
o Kant, al considerar inmorales las acciones motivadas por el temor al castigo
o por amor a la recompensa. Lo importante es poner orden en el amor. Es el
principio del “amor ordenado” (que Escoto aplicará también con éxito
teológico al analizar el motivo de la Encarnación). Y este principio del “amor
ordenado” es tan sencillo como decir que la “affectio institiae” (el
amor justo) tiene que orientar y condicionar la “affectio commodi” (el
amor inferior o más limitado). Cuando se hace al revés, es decir, se
condiciona el amor de Dios o de sus creaturas a las ventajas que puedan
reportarnos, nos convertimos en algo que no somos: el centro del mundo y el
ser absoluto; y nos descalabramos bajo un peso para el que no estamos hechos.
Sería
un error pensar que todo esto son elucubraciones abstractas sin aplicación
real. Equivaldría a relegar a la utopía la exigencia evangélica de dejar
todo para seguir a Cristo, amarlo más que a las propias cosas, más que a la
propia vida, amar como Cristo hasta la muerte. La doctrina de Escoto acerca
del “amor ordenado”, como toda su teología, es eminentemente evangélica
y eminentemente práctica. La nobleza v la superioridad de la “affectio
iustitiae” se sigue de su capacidad reguladora y moderadora [6]
. Sin la “affectio iustitiae” la voluntad
no tendría posibilidad de ser contenida o refrenada [7]
. Es, por tanto, conforme a la naturaleza de
la voluntad el que deseemos nuestra perfección; pero este deseo deberá
manifestarse en segundo lugar: porque dentro del orden objetivo del universo,
nosotros, hombres, no somos el bien mayor. Esta es la humildad de la verdad,
por lo que Escoto afirma que “los buenos, aunque no pudieron ni quisieron
no amar la propia felicidad deseándola con amor de concupiscencia (affectio
commodi), sin embargo no la antepusieron al amor de Dios como bien en sí
mismo, sino que la pospusieron a este amor”
[8] .
No
es difícil ver aquí el fundamento de una ética individual y social que
sobrepasa el bien del sujeto sea como individuo o como grupo. Y en visión
franciscana nos encontramos aquí con la base de la fraternidad universal, con
que Francisco dio calor y color humano a su amor de benevolencia hacia todas
las creaturas, sobre todo a los hermanos y hermanas, hombres y mujeres.
También se percibe aquí la lógica de anteponer el bien espiritual del otro
a cualquier consideración del propio bienestar material. Y desde el punto de
vista social aparece cómo la categoría del “bien común” sólo se
sostiene como bien mayor objetivo en cuanto apoyado en el bien supremo que es
Dios.
De
nuevo podría alguien insistir: Muy bien todo eso como teoría abstracta; pero
la realidad concreta no es así. Todos miramos las cosas desde nosotros mismos
y esto no hay quien nos lo quite. Ese amor al bien en sí, como previo al amor
propio es de hecho una exigencia contraria a la naturaleza humana, una
violencia al instinto radical primero que es el de conservación.
Pues
Escoto dice que no—y ahí está la raíz de nuestros pecados individuales y
sociales—. Esa afirmación que parece de perogrullo es mirar sólo
parcialmente nuestra naturaleza. Hemos visto que Escoto descubre el nivel de
la libertad en la misma racionalidad de la voluntad, capaz de valorar el bien
objetivo más allá de las propias conveniencias y de amarlo según este
valor, y, en el caso de Dios, bien supremo, amarlo por encima de todos los
otros bienes, incluso el propio. Y esto no es hacer violencia a la naturaleza,
sino amar como conviene a la creatura libre. “Nada tan razonable,
dice Escoto, como el deber de amar a Dios sobre todas las cosas y al
prójimo como a uno mismo; porque esto no es otra cosa que la ley natural
escrita en nuestros corazones”
[9] . Por otra parte, sabemos que el pecado
del hombre no es en el fondo otra cosa que el vuelco del orden del amor. Las
consecuencias son evidentes.
Por
otra parte, y ya desde un punto de vista matizadamente franciscanos, podemos
ver, a través del profundo análisis teológico de Duns Escoto, cómo se
presenta con luz nueva el núcleo de la espiritualidad seráfica, la
espiritualidad del primado del amor. Un amor justo que es libertad frente a
cualquier cadena, comenzando por la del propio egoísmo que trata de
esclavizarnos atándonos a bienes sin consistencia. Es, en sustancia, la
libertad de los hijos de Dios, que desde El busca la justicia en las
relaciones humanas y, destruyendo las luchas de los egoísmos, sería la
fuerza de cohesión para la paz en una convivencia solidaria. (Se me ocurre
aquí traer a colación la descripción simbólica que Juan Pablo I hacía del
cielo y del infierno: En los dos recintos se sirve el mismo sabroso guiso de
arroz. Los comensales de ambas partes tienen atadas a una mano las mismas
larguísimas cucharas, que cargan en una cacerola común. Mientras los del
infierno se debaten desesperadamente en un esfuerzo inútil por llevar la
cuchara a propia boca; los del cielo, solidarios entre sí, dan de comer al de
enfrente y de él reciben cómodamente el alimento) [10]
.
Es
claro que en Escoto no se encuentran semejantes anécdotas. Pero sí puede
encontrarse aplicación de sus principios a las realidades de la vida
individual y social. Que ajustó sus actitudes personales a sus principios lo
sabemos por el hecho de la santidad de su vida. Caso aleccionador es su
decisión de mantenerse fiel al Papa cuando tantos otros religiosos cedieron
ante la injusticia del rey francés Felipe IV el Hermoso. A Escoto el gesto le
costó el destierro de París que cortaba su carrera hacia el grado de Maestro
en Teología. Lo que no tenemos es una exposición sistemática sobre la
proyección social de los temas justicia, paz y libertad. No comentó, que se
sepa, los textos políticos de Aristóteles y menos todavía fue un sociólogo
o moralista al estilo de hay. Nos tenemos que contentar con alusiones más o
menos explícitas en cuestiones teológica que se interfieren con los temas
aludidos.
Si
nos fijamos de modo más directo en el tema de la libertad, podríamos
distinguir en Escoto, al lado de la libertad natural o esencial, irrenunciable
por ser constitutiva de la naturaleza humana, una libertad adquirida, como
hábito de la voluntad que se perfecciona a medida que la “affectio
iustitiae” se hace cada vez más señora de la “affectio commodi”; y una
libertad, por así decirlo, circunstancial (Escoto diría circunstanciada)
[11] referida a la independencia y capacidad
de decisión frente a la voluntad de otros hombres [12]
, Aquí entra la libertad civil y política.
De
esta libertad Duns Escoto afirma rotundamente: “Por ley de naturaleza
todos nacemos libres... y nadie es propiedad de otro”
[13] . Sin embargo, tiene ante los ojos la
realidad social de señores y siervos, que no parece posible sea abolida. Pero
Escoto condena con fuerza la “vilis servitudo”, en que el hombre era
reducido a mero objeto al servicio del señor precisamente la libertad que un
hombre tiene para someterse a otro y la exigencias del bien común frente a la
libertad de los malhechores. Y aunque considera necio e irracional someter la
propia libertad a la de otro, si no es por motivos superiores, dice que, una
vez decidido tal sometimiento, se debe de mantener. Ello quiere decir que a
favor de la libertad justa—en el ámbito de la “affectio institiae”—se
puede perder la libertad mal usada por la “affectio commodi” y con grave
daño del bien común. De todos modos Escoto considera la libertad como un
bien en sí mismo. Dice expresamente que “la libertad es la cosa más
preciosa y noble del alma y, consiguientemente del hombre” [14]
.
Sobre
la pena de muerte para Escoto es claro que solo Dios es dueño y señor de la
vida del hombre. La ley divina manda “no matar” [15]
. Y a ningún súbdito le está permitido
dispensar de la ley de su superior, por lo que ninguna ley positiva puede
decirse justa cuando establezca ajusticiar a un hombre en casos en los que
Dios no haya dispensado, como ocurría en el Antiguo Testamento con los casos
de blasfemia, homicidio, adulterio. Es injusta, según él, la pena de muerte
por el robo, aunque parezca que les estuvo permitido a los judíos. Pero
piensa que en el N. T., al ser abolida, implícitamente por Jesús, la pena de
muerte contra el adulterio, hay que suponer abolida tal pena contra el hurto,
que es menos grave que el adulterio, según el mismo A. T., en Proverbios 6,
30‑33: “No se desprecia al ladrón cuando roba para llenar su
estómago, porque tiene hambre. Mas si le sorprenden, paga el séptuplo, tiene
que dar todos los bienes de su casa. Pero el que hace adulterar a una mujer es
un mentecato, un suicida es el que lo hace, encontrará golpes y deshonra y su
vergüenza no se borrará”. Y advierte: “Ahora bien, la pena contra el
adulterio ha sido revocada, conforme a las palabras de Juan 8, 10s: '¿Ninguno
te ha condenado, mujer?.. Pues tampoco yo te condeno, vete y en adelante no
peques más'. Por tanto, con más razón se mitigará el rigor contra el
hurto, en el caso de encontrarse en la ley mosaica” [16]
.
Concretamente
Escoto considera justa la pena de muerte por homicidio. Pero añade que, donde
no esté establecido tal ley, ningún privado puede aplicarla [17]
, Siempre será preferible usar la
misericordia antes que la justicia.
La
paz, como tema de reflexión teológica, la toca Escoto sólo accidentalmente:
Antes del pecado, afirma, la paz se mantendría mediante un régimen
comunitario de los bienes materiales. Después del pecado se ha hecho
necesaria la división de los bienes con el derecho a la propiedad privada,
precisamente para conservar la paz [18]
. Es
la prudencia del príncipe la que especialmente ha de contribuir a favorecer
la paz mediante leyes justas [19]
. Tratando de la bienaventuranza ”dichosos
los pacíficos u obradores de paz” dice que la paz se mantiene cuando el que
preside, lo hace rectamente y cuando el súbdito a su vez correctamente
obedece [20]
. ¡La paz, fruto de la justicia! Son, pues,
el derecho de propiedad y la autoridad correctamente desempañada los factores
esenciales para la paz en el mundo, después del pecado. Se ven claramente
designados el aspecto individual y el aspecto social en función
complementaria. Por otra parte quiero subrayar que Escoto no es pesimista
respecto de la capacidad humana de organizarse y vivir ordenadamente. El
pecado original, según él, no dejó a la humanidad en una incapacidad moral,
sólo superable mediante reglamentos impuestos desde fuera por la autoridad
divina positiva. Aunque surgió una nueva situación de conflicto agravado
entre la “affectio iustitiae” y la “affectio commodi”, bastaba la
iniciativa de la recta ratio para encontrar los caminos aptos a fin de
controlar de manera justa la nueva situación “Es cierto, afirma Escoto, que
también después del pecado los hombres tenían suficiente sabiduría y
prudencia para establecer leyes de modo sabio y prudente” [21]
. Y aunque sostiene que antes del pecado los
bienes materiales eran comunes, no piensa ya como un ideal para el mundo
actual volver a un sistema semejante. Esto nos muestra a un Escoto
completamente ajeno a las utopías milenaristas. La distribución de los
bienes materiales como propiedad privada, en la situación que nos afecta de
desajuste entre la “affectio iustitiae” y la “affectio commodi”, entre
el amor justo y la propensión egoísta, hemos visto que es, según él, un
presupuesto para una convivencia social pacífica. “Lo que era natural antes
de la caída, ha cesado de serlo, y la comunidad de los “dominio” (es
decir, las cosas que ahora se delimitan por la propiedad privada) no es ya
aplicable, como no sea a pequeños grupos de personas ligadas por el voto de
pobreza, las cuales están al mismo tiempo sometidas al voto de obediencia,
permitiendo así que los mejores resuelvan con su autoridad los conflictos
inevitables. Esto indicaría que, cuando las cosas son comunes, habrá que
usarlas siempre bajo el control del superior.
Partiendo
del principio de libertad, que excluye el dominio de un hombre sobre otro,
concluye que, de haber continuado la humanidad en la situación previa al
pecado, no habría sido necesario más que un mínimo de autoridad: la paterna
(no entra en su horizonte la posibilidad de un matriarcado). La obediencia a
los padres la considera un acto “justo según la ley de la naturaleza”.
Ello implica que la deficiencia congénita del ser humano mientras no llega a
la madurez del juicio adulto sería suplida por la autoridad paterna, que es
evidentemente una ley presidida por el principio del amor. El pecado original
perturbó la armonía primigenia; y los hombres tuvieron que recurrir a otros
medios para salvar la convivencia y no degenerar en pura horda. Notemos que
Escoto, en confrontación con Aristóteles y santo Tomás, no define al hombre
como “Zoon politikón” (animal politicum) por naturaleza. El principado o
autoridad política es una consecuencia del pecado original; en el estado de
inocencia no habría existido otra autoridad más que la paterna [22]
.
Se
ve, pues, que para Duns Escoto la autoridad política no se deriva
directamente, como consecuencia necesaria, de la naturaleza humana. Es preciso
encontrarle otro origen, que para Escoto es la “recta ratio”. Esta es la
que libremente decide, de modo más o menos explícito, la aceptación de una
autoridad extraña respecto de la autoridad natural del paterfamilias. Una tal
aceptación libre de una nueva autoridad puede ser llamada “contrato social”,
no plenamente identificable con las teorías modernas del liberalismo. Sería
un contrato libre, ciertamente dictado por la recta razón, pero no con la
necesidad de un instinto inevitable. La originalidad se encontraría, según
Gandillac, “en el cuidado por definir jurídicamente el vínculo
contractual sobre el que reposa primariamente la "auctoritas" del
legislador” [23]
Establece, pues, una diferencia entre la
autoridad paterna que constituye la familia y la autoridad civil. La primera
es la sola originariamente natural, mientras la segunda tiene su raíz en una
convención libre. Esto permite deducir fácilmente cómo la sociedad y su
política deben estar al servicio de la familia, y no viceversa.
Cuando
Duns Escoto se refiere a las relaciones de la autoridad no familiar, sean los
señores (patrones) o los príncipes, con sus súbditos que delinquen, les
exhorta siempre a la misericordia dejando de lado lo que sería exigible en
términos de estricta justicia. No se trata en Escoto de un simple impulso
sentimental. Su idea del derecho y de la ley no es la de un mecanismo rígido
e implacable. Aludiendo al caso de una guerra “justa” no duda, según los
criterios de su tiempo, sobre la licitud de matar al enemigo, considerándolo
como “rebelde contumaz”. Pero añade inmediatamente que, también en este
caso límite, la misericordia debería sustituir en un cristiano al rigor del
“ius positivum” [24]
. Es oportuno señalar que también la ley
natural (tema especialmente interesante en Escoto) tiene para él lo que
podríamos llamar “la flexibilidad del amor”. Todo ello nos lleva a
constatar directamente lo que apunta Gandillac al respecto de la doctrina
social que se transparente en Escoto:
“Cuanto
el Doctor sutil dice sobre la ley natural y sus límites, sobre el
consentimiento social y la elección, sobre la propiedad y su traspaso, sobre
la condición servil y la autoridad paterna y política, etc. refleja a
grandes trazos la imagen de una antropología que forma parte de la más
auténtica herencia franciscana”25.
Y
el inglés C. R. S. Harris, en una obra sobre Escoto, subraya su tendencia a
proteger la libertad del individuo en las teorías políticas y económicas y
cree que el Doctor Sutil:
“ha
establecido con gran claridad los elementos esenciales de una teoría de la
sociedad humana que estaba llamada a revolucionar no sólo el pensamiento,
sino también la práctica del mundo occidental y es en él en quien se puede
vislumbrar en un sentido real el inicio de la ciencia política moderna”
[25]
.
Lástima
que esta ciencia política moderna con todas las cosas buenas que se leen en
la mayoría, por no decir en todas las Constituciones de los Pueblos, se
queden en el aire al teorizar sobre la justicia, la paz y la libertad sin más
fundamento que la veleidad del mismo ser humano. Es hermosa la nostalgia del
amor verdadero que se refleja, por ejemplo, en la divagación literaria de un
moralizador laico respondiendo a una joven quejumbrosa. Este le habría
escrito: “Estoy desorientada. A mi alrededor veo nulidad y vacío. No merece
la pena esforzarse... También se fue el amor. O también se estancó,
¿quién sabe? No estamos para amores”. Y la respuesta: “Yo, sin embargo,
creo en el poder salutífero y milagroso del amor. Hay que acercarse a él con
humildad, porque nadie está obligado a dárnoslo, y agradecerlo si se nos da,
y darlo nosotros sin esperar trueque. Nuestra soledad puede ser, para otros,
muy buena compañía. Y viceversa”. Hermoso, pero no trasciende el límite
de la personal utilidad. Del amor trascendente, de la “affectio iustitiae”,
parece hablar más bien José Luis Martín Descalzo cuando escribe: “El
amor es cosa muy tierna y delicada. Y, si es auténtico, es mucho más
importante que la vida. ¿O acaso queda vida cuando el amor se ha ido?”
[26] .
El lenguaje, difícil y duro, no deja al lector mecerse en suavidades poéticas semejantes. Hace entrar directamente en la realidad escueta del amor sin paños calientes, en el Dios sin condicionamientos egoístas, único garante para una humanidad que, sólo desde el corazón de cada hombre poseído de tal amor, podría realizar la auténtica justicia en la paz y la libertad. Desde san Francisco y espabilados con el aguijón metafísico de Escoto, sea nuestro oficio de franciscanos dibujar sobre el mundo con nuestra vida el arco iris de ese maravilloso amor. Será la mejor poesía.
[1] Acta Apost. Sed, LXXXV (9 oct. 1993) 886; Analecta OFMCap, 109 (1993) 16 Traducción propia del texto original italiano. Al hablar aquí de “beatificación” de Escoto entendemos el hecho del reconocimiento oficial, por parte de la Iglesia, de su calidad de “beato desde tiempo inmemorial”.
[2] J. A. MERINO, Historia de la filosofía franciscana, Madrid, BAC, 1993, P. 177
[3] M. VIDAL, L'etica cristiana, Roma 1992, p 570.
[4] Diario Italiano de Roma “La Repubblica” (domingo 22‑VIII‑1993). Articulo E Woftyla impugna la croce... (pp. 1 y 12).
[5] “Fecerunt itaque civitates duas amores duo, terrenam scilicet amor sui usque ad contemptum Dei, caelestem vero amor Dei usque ad contemptum sui. Denique illa in se ipsa haec in Domino gloriatur. Illa enim quaerit ab hominibus gloria”.: huic autem Deus conscientiae testis, máxima est gloria”. De civitate Dei, 14, 28; PL 41, 436. Edición española en BAC 171, Madrid 1958, p. 985‑986.
[6] “Nobilior autem secundum rationem est affectio iustitiae affectione commodi, quia regulatrix eius et moderatrix secundum Anselmum, et propria voluntati in quantum libera est, cum affectio commodi esset eius, etiamsi voluntas libera non esset”. Ord IV, d. 49, q. 5 n. 3; XXI 173a. (La indicación final en las citas de Escoto corresponde el volumen y página de las obras de la edición de Vives, París 1892‑1895. La edición critica Vaticana (Vat) se indica expresamente.
[7] “Quando ergo accipitur, quod voluntas consona voluntati naturali semper est recta quia et illa semper est recta; respondeo et dice, quad si consonat sibi in eliciendo actum (sicut illa eliceret si ex se sola ageret) non est recta, quia habet aliam regulam in agenda quam illa non haberet si ex se sola ageret; tenetur enim sequi voluntatem superiorem in moderando illam inclinationem naturalem, ex quo in potestate eius est moderari, vel non moderari quia in potestate eius est non summe agere, vel non tantum quantum potest”. Ord II, d. 6, q. 2 n. 10; XII 355b.
[8] “Et cum dicitur, commodum non velle nequit; respondeo, boni nec potuerunt, nec voluerunt nolle sibi beatitudinem, etiam sibi concupiscendo; sed illam non voluerunt plus sibi, quam Deo bene esse in se, sed minus, quia illud velle ita potuerunt moderari per libertatem”. Ibid. m 12;,XII, 356ab.
[9] “Quid rationabilius quam Deum tamquam finem ultimum super omnia debere diligi et proximum sicut se ipsum? ‑ id est 'ad quod se'... Quia in ómnibus (praeceptis) videtur esse quasi quaedam explicatio legis naturae, quae scripta est in cordilbus nostris”. Ord. Prol., p. 2, q. un.; Vat. I, n. 108, p. 70).
[10] A LUCINI (Juan Pablo II), Illustrissimi. Lettere del Patriarca. 3 ed., Padova 1978, 225‑226. Termina el relato con un pensamiento de Manzoni “Más que en estar bien se debería pensar en hacer bien, y entonces estaríamo todos mejor”
[11] Dice del acto moral “Bonitas moralis in actu non dicit nisi relationem, quia actum esse circunstantianatum debitis circunstantiis non est aliquid absolutum in actu, sed tantum comparatio debita eius ad illa quibus debet convenire”. Ord, I, d 17, pars 1, q. 2, n. 60; Vat. V, 163)
[12] Cf. I. GAVRAN, “The idea of freedom as a basic concept of human existence according to John Duns Scotus”, en De doctrina loannis Duns Scoti (Acta Congressus Scot. internat. Oxoniu et Edimbutgi), Romae 1968, val. II (Problemata philosophica), pp. 645‑669.
[13] “...de lege naturae omnes nascuntur liberi; tamen servitus, vel magis proprie subiectio filialis ad patrem, est de lege naturae, puta obedientia filialis pertinens ad disciplinationem... Ista autem servitus, de qua loquimur, secundum quam dominus potest vendere servum, sicut pecudem..., ista non est inducta nisi aliqua lege positiva. Sed an justa?.. ista vilis servitus non potest esse inste inducta, nisi dupliciter: uno modo, quia aliquis voluntarie se subiecit tali servituti, licet talis subiectio esset fatua, imo forte contra legem naturae, quad homo libertatem suam a se abdicet... Alio modo, si aliquis libertas eorum nocet eis et reipublicae...” 0rd, IV, d. 36, q. 1, n. 2; XIX, 446a‑b. “Servus non est domini secundum omnia sed secundum aliqua est sui iuris..., quamtumque sit servus, est tamen homo, et ita liberi arbitrii; ex quo patet magna crudelitas fuisse in prima inductione servitutis, quia hominem arbitrio liberum et dominum suorom actuum ad virtuose agendum, facit quasi brutum”. Ibid.. n. 9. p. 453a.
[14] “Libertas est pretiossima res, et nobilissima, quae est in anima, et per consequens in homine, et ideo pro rebus vel bonis temporalibus nullo modo debet vendi”. Report. Par. IV d. 15 q. 4 n. 38; XXIV 246a.
[15] “Ad propositum, lex divina absolote prohibuit, non permittas hominem occidi et nulli licet inferiori in lege superioris dispensare; ergo nulla lex positiva constituens hominem occidendum, justa est, si in illis casibus statuat, quos Deus non excipit”. Ord, IV, d. 15, q. 2, n. 7; XVIII, 374b.
[16] “Sed poena de adulterio est revocata in illo Ioan. octavo: Nemo te condemnavit mulier, nec ego te condemnabo, vade, iam amplius noli peccare. Multo magis ergo revocatus esset rigor contra furtum, si fuisset statutus in lege Mosaica”. Ord. IV, d. 15, q. 3, n. 9; XVIII, 375b. Cf Ibid., no. 7‑8, pp. 374b‑375a.
[17] Cf. Ord, IV, d. 15, q. 3, n. 6 XVIII 367a.
[18] “...De primo, dice quod de lege naturae non est quod dominio rerum sunt distincta sicut patet in Canone, dist. 8 et 22, quaest. 1 cap. Dilectissimus, quia in statu innocentiae non fuit talis distinctio dominiorum vel rerum temporalium, sed fuissent omnibus omnia communia. Nec lege divina, quia secundum Augustinum, dist. 8 cap. 8 et sequente, iure divino non fuissent dominio rerum distincta tempere innocentiae, nec multo magis iure naturae, et per consequens, tunc vixissent homines secundum legem naturae, et divinam, unusquisque sine usurpatione proprii dominii, in communi dominio omnium rerum, nec tunc fuisset ius scriptum, vel lex positiva, quae cuilibet suum dominium distincte reddidisset; sed fuissent omnia communia, et hoc propter duas causas ut propter pacificam conversationm conservandam, et necessitatem cuiuslibet supplendam. Pacifica enim conversatio hoc exigebat tempore innocentiae, ut quilibet acciperet quad sibi erat utile et necessarium ad sustentationem naturae, et non plus aut minus, secundum quod indiguisset... Sed post peccatum introducuntur diversa rerum dominio, ut hoc dicatur tuum, et illud meum; et hoc fuit necessarium illo tempere post lapsum, ut non omnia essent communia, propter causas praedictas. Primo propter pacificam conversationem conservandam inter homines... Propter secundam, scilicet necessitatem cuiuslibet supplendam, quia communia non bene curantur, nec custodiuntur, sed propria...” Report Par., IV, d 15, q. 4, no. 7‑8; XXIV, 233b‑234b).
[19] “Unde princeps habens prudentiam in se vel in suis consiliariis, potest condere legas justas ad pacem conservandam”. Ibid., n. 11, 235b.
[20] “AIiam speciem (iustitiae), quae dividitur in dominationem iustam et obedientiam exprimit per illud: Beati pacifici Pax quippe servatur in hoc quad praesidens recta regit, et subditus recta obedit”. Ord., III, d. 34, q. un., n. 19; XV, 524b.
[21] “Constat autem quod post lapsum potuerunt homines habere sapientiam et prudentiam ad sapienter et juste condendas legas”. Retort. Par. IV, d. 15, q. 4, n. 9; XXIV, 234b.
[22] “Constat autem quod post lapsum potuerunt homines habere sapientiam et prudentiam ad sapienter et juste condendas legas. Sed unde habuerunt auctoritatem? Respondeo quod omnis auctoritas vel est praesidentiae paternae respectu filiorum simul conviventium... et illa auctoritas semper mansit in lege naturae... Et haec auctoritas et modus praesidentiae paternalis non fuit destructa per Legislatorem Iuris scripti, vel legis Mosaicae, sed multo magis confirmata... Alia est auctoritas Principis ad subditos. In civitate enim, vel terra, congregabuntur primo multae gentes extraneae et diversae, quarum nulla tenebatur alteri obedire quia nullus habuit auctoritatem super alium, et tunc ex mutuo consensu omnium propter pacificam conversationem inter se habendam, potuerunt aligere unum ex eis Principem”. Report. Par., iV, d. 15, q. 4, no. 9‑11; XXIV, 234b‑235b.
[23] M. de GANDiLLAC, “Loi naturelle et fondements de l'ordre social selon les principes du bienhereux Duns Scot”, en De doctrina loannis Duns Scoti (Acta Congressus Scot. Internat. Oxonii et Edimburgi, Romae 1968, val. II (Problemata philosophica), p. 703.
[24] “Alio modo servitus potest esse iure belli, ut victor faciat servum. Sed de hoc dubito, nisi vacando servum victum servatum praeservando eum a morte, et non occidendo eum, cum victus fuerit, est opus midericordiae”. Report. Par., IV, d. 36, q. 2, n. 6; XXIV, 459b.
[25] “Yet in a few sentences he has stated very clearly the essential elements of a theory of human society which was to revolutionize not only the thought but the practice of the Western world, and it is to him that we can trace in a very real sense the beginnings of modern political science”. C. R. S. HARRIS, Duns Scotus, vol. II (The philosphical doctrines of Duns Scotus), Oxford 1927, 357.
[26] J. L. MARTÍN DESCALZO, Razones para la esperanza, Madrid 1984, p. 120.
Gentileza
de http://www.franciscanos.net
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