René Descartes Discurso del método

 

Si este discurso parece demasiado largo para ser leído de una vez, se le podrá dividir en seis partes: en la primera se encontrarán diversas consideraciones sobre las ciencias; en la segunda, las principales reglas del método que el autor ha investigado; en la tercera, algunas referentes a la moral, que ha sacado siguiendo este método; en la cuarta, las razones por las que prueba la existencia de Dios y del alma humana, que son el fundamento de su metafísica; en la quinta, el orden de las cuestiones de física que ha investigado, y particularmente la explicación del movimiento del corazón y de algunas otras dificultades que pertenecen a la medicina, además de la diferencia que existe entre nuestra alma y la de los animales; y en la última, algunas cosas que estima que se requieren para avanzar más de lo que él ha conseguido en la investigación de la naturaleza, así como las razones que le determinan a escribir.

 

PRIMERA PARTE

El buen sentido es la cosa mejor repartida del mundo, pues cada uno piensa estar tan bien provisto de ella que incluso aquellos que son los más difíciles de contentar en cualquier otra cosa no tienen en esto costumbre de desear más del que tienen. En lo cual no es verosímil que todos se engañen; más bien esto testimonia que la facultad de juzgar bien y de distinguir lo verdadero de lo falso --que es propiamente lo que se nombra buen sentido o razón, es naturalmente igual en todos los hombres; y así, que la diversidad de nuestras opiniones no viene de que unos sean más razonables que otros, sino solamente de que conducimos nuestros pensamientos por diversas vías y no consideramos las mismas cosas. Porque no es bastante tener buena la mente, sino que lo principal es aplicarla bien. Las más grandes almas son capaces de los más grandes vicios y las más grandes virtudes, y los que no marchan más que muy lentamente pueden avanzar mucho más, si siguen siempre el camino recto, que los que corren alejándose de él.

Por lo que a mí respecta, no he presumido nunca de que mi espíritu fuera en nada más perfecto que el común de la gente; incluso he deseado frecuentemente tener el pensamiento tan rápido o la imaginación tan neta y distinta o la memoria tan amplia o tan presente como la de algunos otros. Y no sé de otras cualidades fuera de éstas que sirvan para perfeccionar al espíritu; pues por lo que se refiere a la razón o el sentido en cuanto que es la sola cosa que nos hace hombres y nos distingue de los animales, quiero creer que- está toda entera en cada uno, siguiendo en esto la opinión común de los filósofos que dicen que no se da el más o el menos sino en los accidentes y no en las formas o naturalezas de los individuos de una misma especie.

Pero no temo decir que creo haber tenido mucha suerte por haberme encontrado desde mi juventud en ciertos caminos que me han conducido a consideraciones y máximas con las que he formado un método por el que me parece que tengo el medio de aumentar gradualmente mi conocimiento y de elevarlo poco a poco al punto más alto que la mediocridad de mi espíritu y la corta duración de mi vida le permitan alcanzar. Porque he recogido ya de ello tales frutos, que, aunque en el juicio que yo formo de mí mismo trato siempre de inclinarme a la desconfianza más bien que a la presunción, y que, mirando con ojo de filósofo las diversas acciones y empresas de todos los hombres, no hay en ellas casi ninguna que no me parezca vana e inútil, no dejo por eso de recibir una enorme satisfacción por el progreso que pienso haber hecho ya en la investigación de la verdad y de concebir tales esperanzas para el futuro, que, si entre las ocupaciones de los hombres, puramente hombres, hay alguna que sea sólidamente buena e importante, me atrevo a creer que es la que yo he elegido.

Sin embargo, puede ocurrir que me equivoque y que no sea más que un poco de cobre y de vidrio lo que tomo por oro y diamantes. Yo sé hasta qué punto estamos sujetos a equivocarnos en lo que nos atañe, y hasta qué punto también los juicios de nuestros amigos deben sernos sospechosos cuando nos son favorables. Pero trataré de hacer ver en este discurso cuáles son los caminos que he seguido y de representar en él mi vida como en un cuadro, a fin de que cada uno pueda juzgar sobre ella y que, conociendo por el rumor común las opiniones que sobre ella se formarán, sea éste un nuevo medio de instruirme que añadiré a aquellos de que me suelo servir.

Pero mi propósito no es enseñar aquí el método que debe seguir cada uno para conducir bien su razón, sino solamente hacer ver de qué forma he tratado yo de conducir la mía. Los que se aventuran a dar preceptos se deben de juzgar más hábiles que aquellos a quienes se los dan, y si yerran en la menor cosa, son por ello censurables. Pero no proponiendo este escrito más que como una historia o, si preferís, como una fábula, en la que se encontrarán, entre algunos ejemplos que pueden ser imitados, otros acaso que se tendrá razón para no seguir, espero que será útil a algunos sin ser dañoso a nadie y que me quedarán todos agradecidos por mi franqueza.



He sido educado en las letras desde mi infancia y yo tenía un deseo enorme de conocerlas, porque se me había persuadido de que por su medio podía uno adquirir un conocimiento claro y seguro de todo lo que es útil a la vida. Pero en cuanto hube acabado todo el ciclo de estudios al término del cual es uno recibido en las filas de los doctos, cambié enteramente de opinión. Pues me encontraba embarazado por tantas dudas y errores que me parecía no haber conseguido, tratando de instruirme, otro provecho que el de descubrir más profundamente mi ignorancia. Y sin embargo había estado en una de las más célebres escuelas de Europa, en la que yo pensaba que debía haber hombres sabios si los hay en algún lugar de la tierra. Había aprendido allí todo lo que los otros aprendían; y no contentándome aún con las ciencias que se nos enseñaban, había recorrido todos los libros que habían podido caer en mis manos que trataban de aquellas ciencias que se consideran más curiosas y raras. Además, sabía los juicios que los otros hacían de mí y no veía que se me estimase inferior a mis condiscípulos, aunque entre ellos hubiera ya algunos destinados a reemplazar a nuestros maestros. Y en fin, nuestro siglo me parecía tan floreciente y tan fértil en mentes preclaras como cualquiera de los anteriores. Lo que hacía que me tomase la libertad de juzgar por mí a todos los demás y de pensar que no había en el mundo doctrina alguna que fuese como la que se me había hecho esperar.

No dejaba, sin embargo, de estimar los ejercicios de que se ocupan en las escuelas. Sabía que las lenguas que en ellas se aprenden son necesarias para entender los libros antiguos, que la belleza de las fábulas despierta el espíritu; que las acciones memorables de las historias lo levantan, y que, leídas con discreción, ayudan a formar el juicio; que la lectura de todos los buenos libros es como una conversación con las gentes más honradas de los siglos pasados, que son sus autores, e incluso una conversación estudiada en la que sólo nos descubren sus mejores pensamientos; que la elocuencia tiene fuerzas y bellezas incomparables; que la poesía tiene delicadezas y dulzuras maravillosas; que las matemáticas contienen invenciones muy sutiles y que pueden ser de gran utilidad, tanto para contentar a los curiosos como para hacer mas fáciles todas las artes y disminuir el trabajo de los hombres; que los escritos que tratan de las costumbres contienen abundantes enseñanzas y exhortaciones a la virtud que son muy útiles; que la teología enseña a ganar el cielo; que la filosofía proporciona el medio de hablar verosímilmente de todas las cosas y hacerse admirar de los que saben menos; que la jurisprudencia, la medicina y las demás ciencias proporcionan honores y riquezas a quienes las cultivan; y en fin, que es bueno haber examinado todas, incluso las más supersticiosas y falsas, a fin de conocer su justo valor y guardarse de ser engañados por ellas.

Pero yo creía haber consagrado ya bastante tiempo a las lenguas y también a la lectura de los libros antiguos y a sus historias y fábulas. Pues es casi lo mismo conversar con gentes de otros siglos que viajar. Bueno es saber algo sobre las costumbres de diversos pueblos, para juzgar más acertadamente de las nuestras y no pensar que todo lo que es contrario a nuestras formas sea ridículo o irrazonable, como suelen hacer los que no han visto nada. Pero cuando se emplea demasiado tiempo en viajar, se convierte uno en extranjero en su propio país; y cuando se es demasiado curioso de las cosas que se practicaban en los siglos pasados, se permanece ordinariamente muy ignorante de las que se practican en el nuestro. Además, las fábulas hacen imaginar como posibles, acontecimientos que no lo son, y aun las historias más fieles, aunque no cambien ni aumenten el valor de las cosas para hacerlas más dignas de ser leídas, omiten al menos casi siempre las circunstancias más bajas y menos ilustres; de donde viene que el resto no parece tal como es, y que los que regulan sus costumbres según los ejemplos que de allí sacan, caen en las extravagancias de los paladines de nuestras novelas y conciben designios que sobrepasan sus fuerzas.

Estimaba mucho la elocuencia y me enamoraba la poesía; pero pensaba que una y otra son dones del espíritu más que frutos del estudio. Los que tienen más robusto el razonamiento y digieren sus pensamientos mejor, para hacerlos claros e inteligibles, pueden siempre persuadir mejor de lo que proponen, aunque no hablen más que bajo bretón y no hayan nunca aprendido retórica. Y los que logran las más agradables invenciones y las saben expresar con más ornato y dulzura, no dejarán de ser los mejores poetas, aunque el arte poético les sea desconocido. Me complacía sobre todo en las matemáticas a causa de la certidumbre y evidencia de sus razones; pero aún no advertía su verdadero uso, y pensando que sólo servían para las artes mecánicas, me extrañaba de que, siendo sus fundamentos tan firmes y sólidos, no se hubiese edificado sobre ellas nada más elevado. Como, por el contrario, comparaba los escritos referentes a las costumbres de los antiguos paganos, a soberbios y magníficos palacios edificados sobre arena y barro; ponen muy altas las virtudes y las hacen parecer estimables sobre todas las cosas del mundo, pero no enseñan a conocerlas lo suficiente, y a menudo lo que designan con tan bello nombre no es más que insensibilidad, orgullo, desesperación o parricidio.

Yo veneraba nuestra teología y pretendía tanto como cualquier otro ganar el cielo; pero habiendo aprendido como cosa muy segura que no está el camino menos abierto a los más ignorantes que a los más doctos y que las verdades reveladas que allí conducen están por encima de nuestra inteligencia, no me hubiese atrevido a someterlas a la debilidad de mis razonamientos, pues pensaba que para intentar examinarlas y lograr éxito en ello, se necesitaba alguna extraordinaria asistencia del cielo y ser más que hombre.

No diré nada de la filosofía, sino que, viendo que ella ha sido cultivada por los más excelentes ingenios que hayan vivido desde hace muchos siglos, y que, sin embargo, no se encuentra en ella todavía cosa alguna sobre la que no se dispute, y en consecuencia que no sea dudosa, no tenía bastante presunción para esperar en ello más éxito que los otros; y considerando cuántas opiniones diversas puede haber sobre una materia, sostenidas por gentes doctas, sin que pueda encontrarse más que una sola que ser verdadera, casi reputaba por falso todo lo que no era más que verosímil. En cuanto a las otras ciencias, puesto que toman sus principios de la filosofía, juzgaba que no se podía haber edificado nada sólido sobre fundamentos tan poco firmes. Y ni el honor ni el provecho que prometen eran suficientes para invitarme a aprenderlas, pues, gracias a Dios, no me sentía de tal condición que me obligara a convertir la ciencia en oficio para alivio de mi fortuna; y aunque no hiciese profesión cínica de despreciar la gloria, hacía poco caso de aquella fama que no se adquiere sino con falsos títulos. Y en fin, respecto a las malas doctrinas, pensaba conocer ya bastante lo que valían para no ser engañado por las promesas de un alquimista, ni por las predicciones dr un astrólogo, ni por las imposturas de un mago, ni por los artificios o la jactancia de aquellos que hacen profesión de saber más de lo que saben.



Por esto tan pronto como la edad me permitió salir de la sujeción de mis preceptores, abandoné por completo el estudio de las letras. Y resolviéndome a no buscar otra ciencia que la que podría encontrar en mí mismo o en el gran libro del mundo, empleé el resto de mi juventud en viajar, en ver cortes y ejércitos, en frecuentar gentes de humores y condiciones diversos, en recoger experiencias distintas, en probarme yo mismo en las ocasiones que la fortuna me proporcionaba y en hacer en todo momento tal reflexión sobre las cosas que se presentasen que pudiese sacar de ellas algún provecho. Pues me parecía que podía encontrar mucha más verdad en los razonamientos que hace cada uno sobre los asuntos que le importan, y cuya consecuencia debe castigarle inmediatamente después si ha juzgado mal, que en los que hace un hombre de letras en su gabinete, referentes a especulaciones que no producen efecto alguno y que no le traen otra consecuencia sino, acaso, la de acrecentar su vanidad tanto más cuanto estén más alejadas del sentido común, ya que habrá debido emplear tanto más ingenio y artificio para tratar de hacerlas verosímiles. Y tenía siempre un deseo extremado de aprender a distinguir lo verdadero de lo falso, para ver claramente en mis acciones y marchar con seguridad en esta vida.

Es verdad que mientras no hacía más que considerar las costumbres de los demás hombres, apenas encontraba en ellas sobre qué estar seguro, y notaba casi tanta diversidad como había notado antes entre las opiniones de los filósofos. De suerte que el mayor provecho que saqué de ello fue que viendo varias cosas que, a pesar de que nos parecen muy extravagantes y ridículas, no dejan de ser admitidas comúnmente y aprobadas por otros grandes pueblos, aprendí a no creer nada demasiado firmemente referente a aquello de que sólo me habían persuadido el ejemplo y la costumbre; y así me libré poco a poco de muchos errores que pueden ofuscar nuestra luz natural y nos hacen menos capaces de escuchar a la razón. Pero, después que hube empleado algunos años en estudiar así en el libro del mundo y en tratar de adquirir alguna experiencia, tomé un día la resolución de estudiar también en mí mismo y de emplear todas las fuerzas de mi espíritu en escoger los caminos que debía seguir; lo que me salió mucho mejor, me parece, que si no me hubiese alejado jamás de mi país y de mis libros.

 

SEGUNDA PARTE


Estaba entonces en Alemania, adonde me había llamado la ocasión de las guerras que allí no han terminado todavía; y cuando volvía de la coronación del emperador para incorporarme al ejército, el comienzo del invierno me detuvo en un lugar en donde, no encontrando conversación alguna que me distrajera y no teniendo, de otra parte, por dicha, ni cuidados ni pasiones que me turbasen, permanecía todo el día en una habitación con una gran estufa, en la que disponía de tranquilidad para entregarme a mis pensamientos. Entre los cuales, uno de los primeros fue el ocurrírseme considerar que frecuentemente no hay tanta perfección en las obras compuestas de varias piezas y hechas por manos de diversos maestros como en aquellas que ha trabajado uno solo. Así se ve que los edificios que un solo arquitecto ha empezado y acabado son habitualmente más bellos y están mejor ordenados que los que varios han tratado de recomponer, sirviéndose de viejos muros, que habían sido levantados para otros fines. Así, esas antiguas ciudades que, no habiendo sido al comienzo más que aldeas, han llegado a ser al cabo del tiempo grandes ciudades, están ordinariamente tan mal dispuestas, si se las compara a esas plazas regulares que un ingeniero traza según su fantasía en una llanura, que, aunque considerando cada uno de sus edificios separadamente, se encuentra en ellos frecuentemente tanto o más arte que en los otros, sin embargo, al ver cómo están alineados, aquí uno grande, allí otro pequeño, y cómo hacen las calles curvas y desiguales, se diría que es el azar, más bien que la voluntad de algunos hombres provistos de razón, quien los ha dispuesto de esta manera. Y si se considera, no obstante, que ha habido siempre algunos funcionarios que han tenido el cargo de cuidar los edificios de los particulares para hacerles servir al ornato público, se comprender bien que es difícil hacer cosas perfectamente acabadas trabajando sobre las obras de otro. Así me imaginaba que los pueblos que fueron antes semisalvajes y que no se han civilizado sino poco a poco, no han hecho sus leyes sino a medida que la incomodidad de los crímenes y las querellas les ha forzado a ello, no pueden estar tan bien gobernados como aquellos que desde el punto en que se reunieron han observado las constituciones de algún legislador prudente. Como es muy cierto que el estado de la verdadera religión, cuyas ordenanzas sólo Dios, ha hecho, debe estar incomparablemente mejor regulado que todos los demás. Y, para hablar de cosas humanas, creo que si Esparta estuvo antiguamente tan floreciente no fue a causa de la bondad de cada una de sus leyes en particular, visto que varias de ellas eran muy extrañas e incluso contrarias a las buenas costumbres, sino a causa de que habiendo sido inventadas por uno solo, tendían todas al mismo fin. Y así, pensaba que las ciencias de los libros, al menos las de aquellos cuyas razones no son más que probables y no tienen demostraciones, habiéndose compuesto y engrosado poco a poco con opiniones de diversas personas, no se aproximan tanto a la verdad como los simples razonamientos que puede hacer naturalmente un hombre de buen sentido sobre las cosas que se le presentan. Y así, aún pensaba que porque hemos sido todos niños antes de ser hombres y hemos sido largamente gobernados por nuestros apetitos y nuestros preceptores --que eran frecuentemente contrarios los unos a los otros-- y que ni los unos ni los otros nos aconsejaban acaso siempre lo mejor, es casi imposible que nuestros juicios sean tan puros y sólidos como lo serían si hubiéramos tenido el completo uso de razón desde el momento de nuestro nacimiento y nunca hubiésemos sido conducidos sino por ella.

Es verdad que no vemos que se derriben todas las casas de una ciudad con el solo objeto de rehacerlas de otra manera y de hacer más bellas las calles; pero se ve que algunos hacen derribar las suyas para reedificarlas y que incluso, en ocasiones, son obligados a ello, cuando amenazan ruina y los cimientos no se conservan bien firmes. A cuyo ejemplo me persuadía de que no sería sensato que un particular se propusiese reformar un Estado cambiando todos sus fundamentos y derribándolo para enderezarlo; ni aun siquiera reformar el cuerpo de las ciencias o el orden establecido en las escuelas para enseñarlas, pero que sobre todas las opiniones que yo había recibido hasta entonces como acreditadas, nada mejor podía hacer que emprender de una vez la tarea de eliminarlas, a fin de poner en su lugar después otras mejores, o bien las mismas, cuando las hubiera ajustado al nivel de la razón. Y creo firmemente que por este medio lograré conducir mi vida mucho mejor que si me limitase a edificar sobre viejos fundamentos y no me apoyase más que sobre los principios que de joven había aprendido sin haber examinado jamás si eran verdaderos. Puesto que, aunque encontrase en esto diversas dificultades, no me parecían sin remedio, ni comparables a aquellas con las que se choca en la reforma de las menores cosas que tocan lo público. Esos grandes cuerpos son demasiado difíciles de levantar cuando han sido abatidos o incluso de sostenerlos cuando crujen, y sus caídas tienen que ser forzosamente muy duras. Además, por lo que respecta a sus imperfecciones, si las tienen, como basta para mostrarlo la misma diversidad que hay entre ellos, la costumbre las ha suavizado mucho sin duda, e incluso ha evitado o corregido insensiblemente muchas de ellas mejor que se podría hacerlo eficazmente por la prudencia. Y en fin, esas imperfecciones son casi siempre más soportables de lo que sería su cambio, del mismo modo que los grandes caminos que serpean entre montañas se hacen poco a poco tan llanos y tan cómodos, a fuerza de ser frecuentados, que es mucho mejor seguirlos que intentar ir más rectamente trepando sobre las rocas y descendiendo hasta los precipicios.

Por esto no puedo aprobar de ningún modo a esos hombres enredadores e inquietos que, no habiendo sido llamados por su nacimiento ni su fortuna al manejo de los negocios públicos, no dejan de hacer en ellos siempre, en idea, alguna nueva reforma; y si pensase que hay en este escrito la menor cosa por la que se me pudiera sospechar partícipe de esta locura, soportaría con pesar que fuese publicado. Mi designio se limita a tratar de reformar mis propios pensamientos y edificar sobre un terreno enteramente mío, y si os presento aquí el modelo, habiéndome complacido bastante mi obra, a nadie aconsejo por ello que la imite. Aquellos a los que Dios haya otorgado mejor sus gracias tendrán acaso designios más elevados; pero temo que este mío sea ya demasiado atrevido para muchos. La misma resolución de deshacerse de todas las opiniones que antes se han recibido no es un ejemplo que deba seguir cada uno. Y el mundo no está compuesto apenas más que de dos clases de ingenios a los cuales de ninguna manera conviene: a saber, de aquellos que, creyéndose más hábiles de lo que son, no pueden impedir la precipitación de sus juicios ni tener bastante paciencia para conducir en orden todos sus pensamientos; de donde viene que, si se tomasen una vez la libertad de dudar de los principios que han recibido y de apartarse del camino común, nunca encontrarían el sendero que es preciso seguir para ir más derecho y quedarían extraviados para toda la vida; por otro lado, están aquellos que teniendo bastante razón o modestia para juzgar que son menos capaces de distinguir lo verdadero de lo falso que otros, por los que pueden ser instruidos, más bien deben contentarse con seguir las opiniones de esos otros que no buscar otras mejores por sí mismos.

En cuanto a mí, me encontraría sin duda en el número de estos últimos si no hubiera tenido más que un solo maestro o no hubiese sabido las diferencias que han existido siempre entre las opiniones de los más doctos. Pero habiendo aprendido desde el colegio que no podría uno imaginar nada tan extraño o tan increíble que no hubiera sido dicho por alguno de los filósofos, y además, habiendo reconocido en mis viajes que los que tienen sentimientos opuestos a los nuestros no son por eso bárbaros ni salvajes, sino que algunos usan de la razón tanto o más que nosotros, y habiendo considerado cómo un mismo hombre, con su mismo espíritu, según se ha educado desde su infancia entre franceses o alemanes, se hace diferente de lo que sería si hubiese vivido siempre entre chinos o caníbales, y cómo hasta en las modas de nuestros vestidos la misma cosa que nos ha gustado hace diez años, y que acaso nos gustará otra vez dentro de otros diez, nos parece ahora extravagante y ridícula, de suerte que más bien es la costumbre y el ejemplo quienes nos persuaden que algún conocimiento cierto, y que, no obstante, la pluralidad de los votos no es una prueba que valga para las verdades un poco difíciles de descubrir, porque es más verosímil que las encuentre un hombre solo que no todo un pueblo, yo no podía escoger a nadie cuyas opiniones me pareciese que debían ser preferidas a las de otro y, por tanto, me encontraba como obligado a emprender por mí mismo la tarea de conducirme.



Pero, como un hombre que marcha solo y en tinieblas, resolví ir tan lentamente y usar de tanta circunspección en todo que, aunque no avanzase sino muy poco, al menos me guardara de caer. Incluso no quise comenzar a desechar enteramente algunas de las opiniones que se habían podido deslizar en mí anteriormente sin haber sido llevado a ellas por la razón, antes que no emplease bastante tiempo en proyectar la obra que emprendía y en buscar el verdadero método para alcanzar el conocimiento de todas las cosas de que mi espíritu fuera capaz.

De joven, había estudiado un poco, de las partes de la filosofía, la lógica, y de las matemáticas el análisis de los geómetras y el álgebra, tres artes o ciencias que parece que debían contribuir en algo a mi propósito. Pero, examinándolas, me di cuenta de que, por lo que respecta a la lógica, sus silogismos y la mayor parte de sus restantes instrucciones nos sirven más bien para explicar a otro lo que ya se sabe o, incluso, como el arte de Lulio, para hablar sin juicio de lo que se ignora, que para aprender algo nuevo; y aunque contiene, en efecto, muchos preceptos muy buenos y verdaderos, hay, sin embargo, tantos otros mezclados con ellos que resultan perjudiciales o superfluos, que es casi tan imposible separar unos de otros como sacar una Diana o una Minerva de un bloque de mármol aún no desbastado. Por lo que hace, luego, al análisis de los antiguos y al álgebra de los modernos, aparte de que no se refieren sino a materias muy abstractas y que no parecen de ninguna utilidad, la primera está siempre tan sujeta a la consideración de las figuras que no puede ejercitarse el entendimiento sin cansar mucho la imaginación; y en la última, está uno de tal manera sujeto a ciertas reglas y cifras que se ha hecho de ella un arte confuso y oscuro que embaraza el espíritu, en lugar de una ciencia que lo cultiva, lo que hizo que yo pensara que era preciso buscar otro método que, encerrando las ventajas de estos tres, estuviese exento de sus defectos. Y como la multitud de leyes proporciona frecuentemente excusas a los vicios, de modo que un Estado está tanto mejor ordenado cuanto, no habiendo más que muy pocas leyes, son estrictamente observadas, así, en lugar del gran número de preceptos que componen la lógica, creí que tendría bastante con los cuatro siguientes, con tal que tomase la firme y constante resolución de no dejar de observarlos una sola vez.

El primero era no recibir jamás por verdadera cosa alguna que no la reconociese evidentemente como tal; es decir, evitar cuidadosamente la precipitación y la prevención y no abarcar en mis juicios nada más que aquello que se presentara a mi espíritu tan clara y distintamente que no tuviese ocasión de ponerlo en duda.

El segundo, dividir cada una de las dificultades que examinara, en tantas parcelas como fuere posible y fuere requerido para resolverlas mejor.

La tercera, conducir por orden mis pensamientos, Comenzando por los objetos más simples y más fáciles de conocer para subir poco a poco, como por grados, hasta el conocimiento de los más complejos, incluso suponiendo un orden entre aquellos que no se preceden naturalmente los unos a los otros.

Y el último, hacer en todo enumeraciones tan completas y revisiones tan generales que quedase seguro de no omitir nada.



Esas largas cadenas de razones, enteramente simples y fáciles, de que los geómetras suelen servirse para llegar a sus más difíciles demostraciones, me habían permitido imaginar que todas las cosas que pueden caer bajo el conocimiento humano están enlazadas de esta misma manera y que, únicamente con tal que nos abstengamos de recibir por verdadera la que no lo sea y que guardemos siempre el orden preciso para deducir unas de otras, no puede haber ninguna tan alejada que al fin no lleguemos a ellas, ni tan ocultas que no las podamos descubrir. Y no me costó mucho trabajo buscar por cuáles debería comenzar, pues ya sabía que era por las más simples y más fáciles de conocer; y considerando que entre todos los que han buscado la verdad en las ciencias, sólo los matemáticos han podido encontrar algunas demostraciones, esto es, algunas razones ciertas y evidentes, no dudaba que había que empezar por las mismas que ellos han examinado, aunque no esperaba ninguna otra utilidad sino que habituaran mi espíritu a nutrirse de verdades y a no contentarse con finas razones. Pero no por eso concebí el propósito de intentar el aprendizaje de todas esas ciencias particulares que se llaman comúnmente matemáticas, y viendo que, aunque sus objetos sean diferentes, están todas de acuerdo en no considerar en ellos más que las diversas relaciones o proporciones que allí aparecen, pensaba que más valía que examinase solamente estas proporciones en general, sin suponerlas más que en los objetos que sirvieran para hacer su conocimiento más fácil, incluso sin sujetarlas a ellos de ningún modo, para poder aplicarlas después mejor a todos los demás a los que conviniera. Luego, habiéndome dado cuenta de que para conocerlas tendría en algunas ocasiones necesidad de considerarlas cada una en particular y otras veces de retenerlas o comprenderlas en conjunto, pensaba que para considerarlas mejor en particular las debería suponer en líneas, porque no encontraba nada más simple ni que pudiera representarme más distintamente en mi imaginación y en mis sentidos; mas que para retenerlas o comprenderlas era preciso que las designara por algunas cifras, lo más cortas que fuera posible, y que, por este medio, tomaría lo mejor del análisis geométrico y del álgebra y corregiría todos los defectos de uno y otra.

Y efectivamente, me atrevo a decir que la exacta observancia de estos pocos preceptos, que yo había escogido, me dio tal facilidad para desentrañar todas las cuestiones a que se refieren estas dos ciencias que en dos o tres meses que empleé en examinarlas, habiendo comenzado por las más simples y las más generales, y siendo cada verdad que encontraba una regla que luego me servía para encontrar otras, no solamente alcancé muchas que antes había juzgado muy difíciles, sino que me parece también que al fin podía determinar en las que ignoraba por qué medios y hasta dónde era posible resolverlas. En lo que no os pareceré acaso demasiado vanidoso si consideráis que no habiendo más que una verdad sobre cada cosa, cualquiera que la encuentra sabe sobre ella tanto como se puede saber, y que, por ejemplo, un niño instruido en aritmética, si hace una suma siguiendo sus reglas, se puede asegurar, por lo que se refiere a esta suma, que ha encontrado todo lo que la mente humana puede encontrar; pues, en fin, el método que enseña a seguir el orden verdadero y a enumerar exactamente todas las circunstancias de lo que se busca, contiene todo lo que da certidumbre a las reglas de la aritmética.

Pero lo que más me contentaba de este método era que por medio de él estaba seguro de usar en todo mi razón, si no perfectamente, al menos lo mejor que me fuese posible, aparte de que sentía, practicándola, que mi mente se acostumbraba poco a poco a concebir más neta y distintamente sus objetos y que no habiéndola sujetado a ninguna materia particular, me prometía aplicarla tan útilmente a las dificultades de las otras ciencias como lo había hecho a las del álgebra. No que me atreviese por ello a emprender el examen de todas las que se presentaran, puesto que eso mismo hubiera sido contrario al orden que el método prescribe, sino que, habiéndome dado cuenta de que sus principios debían ser todos tomados de la filosofía, en la cual yo no encontraba todavía nada cierto, pensé que sería preciso ante todo tratar de establecerlos en ella, y que siendo ésta la cosa más importante del mundo y en donde eran más de temer la precipitación y la prevención, no debía intentar llevarlo a cabo hasta que no hubiese alcanzado una edad mucho mas madura que la de veintitrés años que entonces tenía, y no antes de haber empleado mucho tiempo en prepararme a ello, tanto desarraigando de mi espíritu todas las malas opiniones que en él había recibido anteriormente, como acopiando muchas experiencias que suministrasen después materia a mis razonamientos, y ejercitándome siempre en el método que me había prescrito con el fin de afianzarme en él cada vez más.

 

TERCERA PARTE

Finalmente, como no basta, antes de comenzar a reedificar el alojamiento en que se habita, con derribarlo y proveerse de materiales y arquitectos o ejercitarse uno mismo en la arquitectura, y además, haber trazado cuidadosamente el plano, sino que es preciso también proveerse de algún otro en que uno pueda alojarse cómodamente mientras dura el trabajo, así, para no permanecer irresoluto en mis acciones tanto como la razón me obligara a serlo en mis juicios, y para no dejar de vivir desde entonces lo mejor que pudiese, me forjé una moral provisional, que no consistía más que en tres o cuatro máximas que quiero participaros.

La primera era obedecer a las leyes y costumbres de mi país, manteniendo constantemente la religión en la que Dios me ha concedido la gracia de ser educado desde mi infancia, y gobernándome en todo lo demás según las opiniones más moderadas y más alejadas del exceso que fuesen comúnmente recibidas en la práctica por los más sensatos entre aquellos con quienes tendría que vivir. Pues, comenzando desde entonces a no contar para nada con las mías propias, que quería someter a examen, estaba seguro de no poder hacer otra cosa mejor que seguir las opiniones de los más sensatos. Y aunque acaso hay gentes tan sensatas entre los persas o los chinos como entre nosotros, me parecía que lo más útil era regularme según aquellos con los que tendría que vivir; y que para saber cuáles eran verdaderamente sus opiniones, debía atender más bien a lo que practicaban que a lo que decían, no solamente porque a causa de la corrupción de nuestras costumbres hay pocas gentes que se atrevan a decir todo lo que creen, sino también a causa de que muchos lo ignoran ellos mismos; pues siendo la acción del pensamiento por la que se cree una cosa distinta de aquella por la cual uno conoce que la cree, se presentan frecuentemente la una sin la otra. Y entre varias opiniones igualmente recibidas, no escogía sino las más moderadas, tanto a causa de que son siempre las más cómodas de practicar, y verosímilmente (o probablemente) las mejores, siendo todo exceso habitualmente malo, como también a fin de desviarme menos del verdadero camino, si me equivocaba, que si, habiendo escogido una de las extremas, fuese la otra la que hubiera sido preciso seguir. Y particularmente ponía entre los excesos todas las promesas por las cuales se cercena algo de la propia libertad; no porque yo desaprobase las leyes que para remediar la inconstancia de los espíritus débiles permiten, cuando se tiene algún buen propósito, o incluso para la seguridad del comercio, si el propósito no es más que indiferente, que se hagan votos o contratos que obliguen a perseverar en ellos; pero como yo no veía en el mundo nada que siempre permaneciera en el mismo estado y, por lo que a mí respecta, me comprometí a perfeccionar cada vez más mis juicios y nunca a empeorarlos, hubiese pensado que cometía una gran falta contra el buen sentido si, por aprobar entonces alguna cosa, me considerara obligado a mantenerla como buena mucho después, cuando acaso hubiera cesado de serlo o cuando yo hubiese cesado de estimarla como tal.

Mi segunda máxima era de ser lo más firme y resuelto en mis acciones que pudiera, y no seguir menos constantemente las opiniones más dudosas, una vez que me hubiera determinado a ello, que si hubiesen sido muy seguras; imitando en esto a los viajeros que, encontrándose extraviados en un bosque, no deben errar girando de un lado a otro, ni menos pararse en un sitio, sino marchar siempre lo más rectamente que puedan en una misma dirección y no cambiarla por débiles razones, aunque sólo el azar acaso les haya determinado a escogerla en un principio, pues por este medio, si no llegan justamente a donde desean, al final llegarán, al menos, a alguna parte, en donde verosímilmente estarán mejor que en medio de un bosque. Y así, no sufriendo las acciones de la vida frecuentemente dilación alguna, es una verdad muy cierta que cuando no está en nuestra mano discernir las opiniones más verdaderas, debemos seguir las más probables; y aun en el caso en que no advirtamos un mayor margen de probabilidad en las unas que en las otras, debemos sin embargo determinarnos en favor de algunas y considerarlas nunca más como dudosas por lo que se refiere a la práctica, sino como muy verdaderas y ciertas, porque la razón que nos ha determinado a ello es cierta. Y esto fue capaz, desde ese momento, de librarme de todos los arrepentimientos y remordimientos que agitan comúnmente la conciencia de esos espíritus débiles y vacilantes que se dejan arrastrar inconstantemente a practicar como buenas cosas que después juzgan malas.

Mi tercera máxima era la de intentar siempre vencerme a mí más bien que a la fortuna y cambiar antes mis deseos que el orden del mundo, y generalmente, acostumbrarme a creer que no tenemos enteramente nada en nuestro poder excepto nuestros propios pensamientos, de modo que cuando hemos hecho todo lo que podemos respecto a las cosas exteriores, todo lo que falle para tener éxito es, respecto de nosotros, absolutamente imposible. Y esto sólo me parecía suficiente para impedirme desear nada en el porvenir que no consiguiese, y así, para tenerme contento; pues nuestra voluntad, no inclinándose naturalmente a desear sino aquellas cosas que nuestro entendimiento le representa como posibles de alguna manera, ciertamente, si consideramos todos los bienes que están fuera de nosotros como igualmente alejados de nuestro poder, no tendremos nunca el pesar de carecer de aquellos que nos parecen ser debidos a nuestro nacimiento, cuando estemos privados de ellos sin culpa nuestra, como no echamos de menos no poseer los reinos de China o Méjico, y haciendo, como se dice, de la necesidad virtud, no desearemos más estar sanos estando enfermos o estar libres estando en prisión, que ahora deseamos tener cuerpos de una materia tan poco corruptible como los diamantes o alas para volar como los pájaros. Pero confieso que se necesita un largo ejercicio y una meditación frecuentemente reiterada para acostumbrarse a mirar todas las cosas desde este ángulo; y creo que es principalmente en esto en lo que consistía el secreto de aquellos filósofos que han podido en otro tiempo substraerse al imperio de la fortuna, y a pesar de los dolores y la pobreza diputar la felicidad a sus dioses. Pues, ocupándose sin cesar en considerar los límites que les estaban prescritos por la naturaleza, quedaban tan perfectamente persuadidos de que nada estaba en su poder más que sus pensamientos que esto sólo bastaba para impedirles la afección por otras cosas, y disponían de ellos tan absolutamente que tenían cierta razón al estimarse más ricos, más poderosos, más libres y más dichosos que los demás hombres que, no teniendo esta filosofía, por favorecidos que estén por la naturaleza y la fortuna, nunca disponen así de todo lo que quieren.


En fin, como conclusión de esta moral, me propuse hacer una revisión de las diversas satisfacciones que tienen los hombres en esta vida, para tratar de escoger la mejor; y sin que diga nada contra otras, pensaba que lo mejor que podía hacer era continuar en la que me encontraba, es decir, emplear toda mi vida en cultivar mi razón y avanzar cuanto pudiera en el conocimiento de la verdad, siguiendo el método que me había prescrito. Había experimentado tan grandes contentos desde que había comenzado a servirme de él que no creía que pudiera recibir otros más dulces ni más inocentes en esta vida; y descubriendo todos los días por su medio algunas verdades que me parecían bastante importantes y comúnmente ignoradas de los demás, la satisfacción que esto me producía llenaba de tal modo mi espíritu que todo el resto no me afectaba. Además de que las tres máximas precedentes no se fundaban sino en el propósito que tenía de continuar instruyéndome; pues habiéndonos dado Dios a cada uno cierta luz para discernir lo verdadero de lo falso, no me parecía deber de contentarme un solo momento con las opiniones ajenas si no me hubiese propuesto emplear mi propio juicio en examinarlas cuando fuera tiempo; y no hubiera quedado libre de escrúpulos, siguiéndolas, si no esperara no perder ocasión para encontrar otras mejores, si las hubiera; y en fin, no podría limitar mis deseos ni estar contento si no hubiera seguido un camino por el cual, pensando que estaba seguro de adquirir todos los conocimientos de que fuese capaz, pensaba conseguir por el mismo medio todos los verdaderos bienes que pudieran estar en mi poder, ya que nuestra voluntad, no inclinándose a seguir o esquivar cosa alguna sino según nuestro entendimiento se la presente como buena o mala, basta juzgar bien para obrar bien, y juzgar lo mejor que se pueda para obrar del modo mejor, es decir, para adquirir todas las virtudes y conjuntamente todos los otros bienes que se puedan adquirir; y cuando uno está cierto de que esto es así, no se puede dejar de estar contento.

Después de haberme asegurado así de estas máximas, y de haberlas puesto aparte con las verdades de la fe, que han sido siempre las primeras en mis creencias, juzgué que podía libremente intentar deshacerme del resto de mis opiniones, y tanto más cuanto que esperaba poderlo lograr mejor conversando con los hombres que continuando más tiempo encerrado en la habitación de la estufa donde había tenido todos estos pensamientos, así que, no bien acabado aún el invierno, volví a ponerme en viaje. y durante los nueve años siguientes no hice otra cosa que rodar de aquí para allá por el mundo, tratando de ser más bien espectador que actor en todas las comedias que en él se representan ; y haciendo particularmente reflexión sobre cada asunto en lo que podía hacerlo sospechoso y dar ocasión para equivocarnos, desarraigaba de mí espíritu todos los errores que se hubieran podido deslizar en él anteriormente. No porque imitase en eso a los escépticos, que no dudan más que por dudar y fingen estar siempre irresolutos, pues por el contrario todo mi propósito tendía a estar seguro y a arrojar la tierra movediza y la arena para encontrar roca o arcilla. Lo que me resultaba, creo, bastante bien, tanto más cuanto que, tratando de descubrir la falsedad o la incertidumbre de las proposiciones que examinaba, no por débiles conjeturas sino por razonamientos claros y seguros, no encontraba ninguna tan dudosa que no sacase siempre de ella alguna conclusión bastante cierta, aunque no fuese más que la conclusión de que nada cierto contenía. Y como, al derribar un viejo alojamiento, se reservan ordinariamente los materiales de demolición para edificar otro nuevo, así, destruyendo todas las opiniones mías, que juzgaba estar mal fundadas, hacía observaciones diversas y adquiría experiencias variadas, que me han servido después para establecer otras más ciertas. Por lo demás, continuaba ejercitándome en el método que me había prescrito, pues, aparte de que tenía cuidado de llevar generalmente todos mis pensamientos según sus reglas, de tiempo en tiempo me reservaba algunas horas, que empleaba particularmente en practicarlo sobre las dificultades matemáticas, o incluso sobre otras que me parecían casi semejantes a las matemáticas, destacándolas de todos los principios de las otras ciencias que no encontraba bastante firmes, como veréis que he hecho en varias que van explicadas en este volumen. Y así, sin vivir de otra manera en apariencia de como viven los que sin tener empleo alguno, sino el de pasar una vida dulce e inocente, se aplican a separar los placeres de los vicios, y quienes, para gozar de sus ocios sin aburrirse recurren a todas las diversiones honestas, no cesaba de mantenerme en mi propósito y de sacar provecho en el conocimiento de la verdad, acaso más que si no hubiese hecho otra cosa que leer libros o frecuentar gentes de letras.

Sin embargo, estos nueve años pasaron antes que hubiese tomado partido alguno sobre las dificultades que constituyen habitualmente materia de disputa entre los doctos, ni comenzado a buscar los fundamentos de otra filosofía más cierta que la vulgar. Y ante el ejemplo de algunos excelentes espíritus que, habiendo tenido este propósito, me parecía que no habían logrado éxito en ello, me hacía imaginar tantas dificultades que no me hubiese atrevido acaso a emprenderlo tan pronto si no hubiese visto que alguien hacía ya correr el rumor de que lo había logrado. No sabía decir en qué fundaban esta opinión, y si he contribuido a ello con mis manifestaciones debe haber sido confesando lo que yo ignoraba más ingenuamente de lo que suelen hacer los que han estudiado un poco, y acaso también haciendo ver las razones de dudar que yo tenía sobre muchas cosas que los demás estiman ciertas, más bien que preciándome de poseer alguna doctrina. Pero teniendo el ánimo bien dispuesto para no querer que me tomasen por otro distinto del que era, pensaba que era necesario tratar por todos los medios de hacerme digno de la reputación que se me hacía, y hace justamente ocho años que este deseo me determinó a alejarme de todos los sitios en que podía tener conocimientos y a retirarme aquí, (a un país en donde la larga duración de la guerra ha hecho establecer tales disposiciones que los ejércitos que se mantienen en él no parecen servir para otra cosa que para gozar de los frutos de la paz con mucha más seguridad, y en donde entre la multitud de un gran pueblo muy activo y más atento a sus propios asuntos que curioso de los ajenos, sin carecer de ninguna de las comodidades que hay en las ciudades más frecuentadas, he podido vivir tan solitario y retirado como en los más apartados desiertos.

 

CUARTA PARTE

No sé si debo entreteneros con las primeras meditaciones que hice, pues son tan metafísicas y poco comunes que acaso no le agradarán a todo el mundo; y, sin embargo, para que se pueda juzgar si he partido de fundamentos bastante firmes, me encuentro en cierto modo obligado a hablar de ello. Había notado hacía mucho tiempo que, por lo que respecta a las costumbres, es necesario a veces seguir opiniones que se sabe que son sumamente inciertas como si fuesen indudables, según se ha dicho; pero en cuanto ahora deseaba solamente entregarme a la investigación de la verdad, pensaba que era preciso hacer todo lo contrario y desechar como absolutamente falso todo aquello que me ofreciese la menor duda, para ver si después de esto no quedaba algo en mi creencia que fuera por completo indubitable. Así, puesto que nuestros sentidos alguna vez nos engañan, quise suponer que no había nada que fuese tal y como ellos nos la hacen imaginar; y puesto que hay hombres que se equivocan al razonar, incluso sobre las más simples cuestiones de geometría, y hacen paralogismos, juzgando que yo estaba sujeto a equivocarme tanto como cualquier otro, deseché como falsas todas las razones que antes había tomado por demostraciones; y en fin, considerando que los mismos pensamientos que tenemos despiertos nos pueden venir también mientras dormimos, sin que haya en ellos entonces ninguno que sea verdadero, me resolví a fingir que las cosas que hasta entonces habían entrado en mi espíritu no eran más verdaderas que las ilusiones de mis sueños.

Pero, en el punto mismo, me di cuenta de que mientras quería pensar de esta suerte que todo era falso, era preciso necesariamente que yo que lo pensaba fuese alguna cosa; y notando que esta verdad: pienso, luego existo, era tan firme y segura que las más extravagantes suposiciones de los escépticos no eran capaces de quebrantarla, juzgaba que podía recibirla sin escrúpulo como el primer principio de la filosofía que buscaba.


Después, examinando con atención lo que yo era, y viendo que podía imaginarme sin cuerpo y sin mundo --ni lugar en que estuviese, pero que no podía imaginar sin embargo que yo no existía, sino que, al contrario, por el hecho mismo de que pensaba dudar de la verdad de las otras cosas se seguía muy evidente y ciertamente que yo existía, hasta el punto de que si hubiese solamente cesado de pensar, aunque todo el resto de lo que yo había imaginado hubiese sido verdadero, no tendría razón alguna para creer que yo existiese, conocí de aquí que yo era una sustancia cuya esencia o naturaleza es pensar, y que, para existir, no tiene necesidad de lugar alguno ni depende de ninguna cosa material, de suerte que este yo, es decir, el alma por la que soy lo que soy, es enteramente distinta del cuerpo, e incluso que es más fácil de conocer que él y que, aunque no existiese, el alma no dejaría de ser como es.

Después de esto, consideré en general lo que se requiere en una proposición para ser verdadera y cierta, pues ya que acababa de encontrar una que sabía que lo era, pensaba que debía también saber en qué consiste esta certeza. Y habiendo notado que no hay nada en la proposición «pienso, luego existo» que me asegure que digo la verdad sino que veo muy claramente que para pensar es preciso existir, juzgaba que debía tomar como regla general que las cosas que concebimos bien clara y distintamente son todas verdaderas pero que hay, no obstante, alguna dificultad en notar bien cuáles son las que concebimos distintamente.


Después de lo cual, reflexionando sobre lo que dudaba y pensando, en consecuencia, que mi ser no era enteramente perfecto, pues yo veía claramente que era mucho más perfecto conocer que dudar, me propuse buscar en dónde había aprendido a pensar en algo más perfecto de lo que yo era, y reconocí evidentemente que debí de ser sobre alguna naturaleza que fuese efectivamente más perfecta. Por lo que se refiere a los pensamientos que tenía sobre todas las cosas exteriores, como el cielo, la tierra, la luz, el color y otras mil, no me preocupaba tanto saber de dónde venían, porque no notando nada en ellas que me pareciera hacerlas superiores a mí, podía creer que, si eran verdaderas, dependían de mi naturaleza, en cuanto esta naturaleza tenía alguna perfección, y si no lo eran, que las sacaba de la nada, es decir, que estaban en mí por lo que yo tenía de defectuoso. Pero no podía ocurrir lo mismo con la idea de un ser más perfecto que el mío, puesto que sacarla de la nada era cosa manifiestamente imposible. Y en cuanto que repugna no menos que lo más perfecto sea una consecuencia y dependencia de lo menos perfecto que el hecho de que algo proceda de la nada, tampoco la podía sacar de mí mismo: de modo que quedaba que ella hubiera sido puesta en mí por una naturaleza que fuese mucho más perfecta que la mía e incluso que tuviera en sí todas las perfecciones de que yo pudiera tener alguna idea, es decir para decirlo en una palabra, que fuese Dios. A lo que yo añadía que, puesto que conocía algunas perfecciones que no tenía, no era yo el solo ser que existía (yo usaré aquí, si lo permitís libremente, los términos de la escuela), sino que se seguía necesariamente que había algún otro ser más perfecto, del que yo dependía y del que había adquirido todo lo que tenía; pues si hubiese sido solo e independiente de cualquier otro, de modo que hubiese tenido por mí mismo todo lo poco que participaba del Ser perfecto, hubiese podido tener de mí, por la misma razón todo el exceso que sabía que me faltaba, y así, ser yo mismo infinito, eterno, inmutable, omnisciente, omnipotente y, en fin, tener todas las perfecciones que podía atribuir a Dios. Pues, siguiendo los razonamientos que acabo de hacer, para conocer la naturaleza de Dios todo lo que la mía fuera capaz de ello, no tenía más que considerar acerca de todas las cosas, cuya idea encontraba en mí, si poseerlas era o no perfección, y estaba seguro de que ninguna en las que notase alguna imperfección le pertenecían, pero todas las demás se daban en Él; como veía que la duda, la inconstancia, la tristeza y otras cosas parecidas no podían darse en Él, ya que a mí me hubiera gustado estar exento de ellas. Después, y aparte de esto, yo tenía idea de muchas cosas sensibles y corpóreas, pues, aunque supusiese que soñaba y que todo lo que veía o imaginaba era falso, no podía negar, sin embargo, que no estuviesen verdaderamente sus ideas en mi pensamiento. Pero, referente a que yo había conocido en mí ya claramente que la naturaleza inteligente es distinta de la corpórea, considerando que toda composición es signo de dependencia, y que la dependencia es manifiestamente un defecto, juzgaba de aquí que no podía ser en Dios una perfección el estar compuesto de dos naturalezas, y que, en consecuencia, no lo estaba; pero que si había algunos cuerpos en el mundo o algunas inteligencias u otras naturalezas que no fuesen enteramente perfectas, su ser debía depender de su potencia, de suerte que no podían subsistir sin Él un solo momento.


Después de esto quise averiguar otras verdades, y habiéndome propuesto el objeto de los geómetras, que yo concebía como un cuerpo continuo o un espacio infinitamente extenso en longitud, anchura y altura o profundidad, divisible en partes diversas, que podían tener diversas figuras y tamaños y ser movidas o cambiadas de todas formas, pues los geómetras suponen todo eso en su objeto, recorrí algunas de sus más simples demostraciones, y habiéndome dado cuenta de que esta gran certidumbre que todo el mundo les atribuye sólo se funda en que se conciben evidentemente, siguiendo la regla que hace poco enuncié, me di cuenta también de que no había nada en ellas que me asegurase la existencia de su objeto; pues, por ejemplo, veía perfectamente que, suponiendo un triángulo, se seguía necesariamente que sus tres ángulos eran iguales a dos rectos, pero no veía nada en ello que me asegurase que en el mundo había triángulos; en cambio, volviendo a examinar la idea que tenía de un Ser perfecto, encontraba que su existencia estaba comprendida en ella, del mismo modo que está comprendido en la idea de triángulo que la suma de sus tres ángulos es igual a dos rectos, o en la de una esfera, que todas sus partes están igualmente distantes de su centro, e incluso aún más evidentemente; y que, en consecuencia, que Dios, que es este ser perfecto, existe es por lo menos tan cierto como puede serlo cualquier demostración de geometría.

Pero lo que hace que haya muchos persuadidos de que hay dificultad para conocerlo, como también para conocer lo que es su alma, es que no levantan jamás su espíritu por encima de las cosas sensibles y que están de tal manera acostumbrados a no considerar nada más que imaginándolo, siendo imaginar una manera de pensar particular sobre cosas materiales, que todo lo que no es imaginable les parece no ser inteligible. Lo que queda bastante manifiesto por el hecho de que incluso los filósofos tienen por máxima en las escuelas que no hay nada en el entendimiento que primeramente no haya estado en el sentido, donde sin embargo es cierto que las ideas de Dios y del alma no han estado nunca; y me parece que los que quieren usar de su imaginación para comprenderlas hacen lo mismo que si para oír los sonidos u oler los olores, quisieran servirse de los ojos; sino que hay además esta diferencia: que el sentido de la vista no nos asegura menos la verdad de sus objetos que el olfato o el oído de los suyos, mientras que ni nuestra imaginación ni nuestros sentidos nos asegurarían jamás de cosa alguna si nuestro entendimiento no interviniese en ello.

En fin, si hay todavía hombres que no estén bastante persuadidos de la existencia de Dios y de su alma por las razones que he alegado, deseo que sepan que todas las demás cosas, de las que creen estar más seguros, como por ejemplo, tener un cuerpo, o que hay astros y una Tierra y otras parecidas, son menos ciertas; pues, aunque hay una seguridad moral sobre estas cosas, que es tal que, a menos de ser extravagante, no parece que se pueda dudar de ellas, así también, a menos de ser irrazonable, cuando se trata de una certidumbre metafísica, no se puede negar que no es bastante motivo para no estar enteramente seguro haberse dado cuenta de que uno puede, de la misma manera, imaginarse, estando dormido, que se tiene otro cuerpo o que ve otros astros y otra Tierra sin que haya nada de esto. ¿Pues cómo se sabe que los pensamientos que vienen durante el sueño son mas falsos que los otros, visto que frecuentemente no son menos vivos y expresos? Y que estudien sobre ello los más inteligentes cuanto quieran, que yo no creo que puedan dar razón alguna que baste para quitar esta duda, si no presuponen la existencia de Dios. Pues, en primer lugar, eso que hace poco he tomado por una regla, es decir, que las cosas que concebimos muy clara y distintamente son todas verdaderas, no es seguro sino a causa de que Dios es o existe, y que es un ser perfecto, y que todo lo que es en nosotros viene de Él; de donde se sigue que siendo nuestras ideas o nociones de cosas reales, y que vienen de Dios en todo lo que tienen de claras y distintas, no pueden ser en ello mas que verdaderas. De suerte que si nosotros tenemos frecuentemente algunas que contienen falsedad, no puede ser sino porque tienen algo de confuso y oscuro, porque en eso participan de la nada, es decir, que ellas no están en nosotros de esta manera confusa sino porque somos imperfectos. Y es evidente que no hay menos repugnancia en que la falsedad o la imperfección provengan de Dios en cuanto tales, como la hay en que la verdad o la perfección provengan de la nada. Pero si nosotros no supiéramos que todo lo que hay en nosotros de real y verdadero viene de un ser perfecto e infinito, por claras y distintas que fuesen nuestras ideas, no tendríamos razón alguna que nos asegurase que poseían la perfección de ser verdaderas.

Ahora bien, una vez que el conocimiento de Dios y del alma nos ha hecho, así, ciertos de esta regla, es fácil de conocer que los sueños que imaginamos mientras dormimos no deben hacernos dudar en modo alguno de los pensamientos que tenemos cuando estamos despiertos. Pues si acaece, aun durmiendo, que tuviésemos alguna idea bien distinta, como por ejemplo, que un geómetra inventase alguna nueva demostración, su sueño no impediría que ella fuese verdadera; y por lo que se refiere al error más frecuente de nuestros sueños, que consiste en representarnos diversos objetos del mismo modo que nuestros sentidos externos, no importa que nos dé ocasión para desconfiar de la verdad de tales ideas, porque pueden también equivocarnos muy frecuentemente sin que estemos dormidos, como los que tienen ictericia ven todo de color amarillo; o bien, como los astros y otros cuerpos muy lejanos nos parecen mucho más pequeños de lo que son. Pues, en fin, velemos o durmamos no nos debemos dejar persuadir nunca más que por la evidencia de nuestra razón. Y nótese que digo de nuestra razón y no de nuestra imaginación ni de nuestros sentidos: así, aunque vemos el sol muy claramente, no debemos juzgar por eso que tenga el tamaño con que lo vemos; y nosotros podemos imaginar distintamente una cabeza de león injerta en un cuerpo de cabra, sin que se siga de aquí que haya en el mundo una quimera; pues la razón no nos dicta que lo que vemos o imaginamos sea verdadero, pero en cambio nos dice muy claro que todas nuestras ideas o nociones deben fundarse en la verdad, pues no sería posible que Dios, que es absolutamente perfecto y verdadero, las hubiese puesto en nosotros sin fundamento; y porque nuestros razonamientos no son nunca durante el sueño tan evidentes y tan completos como en la vigilia, bien que a veces nuestras imaginaciones sean entonces tanto o más vivas y expresas, la razón nos dicta también que nuestros pensamientos, no pudiendo ser todos verdaderos --por nuestra imperfección--, lo que tengan de verdad debe infaliblemente encontrarse más bien en los que tenemos estando despiertos que en los de nuestros sueños.

 

QUINTA PARTE

Me gustaría proseguir y hacer ver aquí toda la cadena de verdades que he deducido de estas primeras; pero como para realizarlo sería preciso que hablase de varias cuestiones que están en controversia entre los doctos, con los cuales no quiero malquistarme, creo que será mejor que me abstenga de ello y que diga solamente en general cuáles son esas cuestiones, para que los más sabios juzguen si fuese útil que se informase al público sobre ellas más particularmente. He permanecido siempre firme en la resolución que había tomado de no suponer ningún otro principio que aquel de que acabo de servirme para demostrar la existencia de Dios y del alma y de no recibir por verdadero sino lo que me pareciese más claro y más cierto de lo que antes me parecían las demostraciones de los geómetras, y sin embargo, me atrevo a decir que no solamente he encontrado medio de quedar satisfecho en poco tiempo sobre todas las principales dificultades de que habitualmente se trata en la filosofía, sino también he notado ciertas leyes que Dios ha establecido de tal modo en la naturaleza, y de las que ha imprimido tales nociones en nuestras almas, que, después de haber reflexionado sobre ellas, no podríamos dudar de que sean exactamente observadas en todo lo que hay o lo que se hace en el mundo. Después, considerando la serie de estas leyes, me parece haber descubierto varias verdades más útiles y más importantes que todo lo que antes había aprendido, e incluso esperado aprender.


Pero como he tratado de explicar las principales en un tratado que ciertas consideraciones me han impedido publicar, no podía darlas a conocer mejor que diciendo aquí sumariamente lo que contienen. He tenido el propósito de comprender en ellas todo lo que quería saber, antes de escribirlo, referente a la naturaleza y a las cosas materiales. Pero, igual que los pintores, no pudiendo representar por igual en un lienzo plano todas las caras de un cuerpo sólido, escogen una de las principales, que destacan a la luz, y sombreando las otras, no las hacen aparecer sino en cuanto se pueden ver mirando la iluminada; así, temiendo no poder poner en mi discurso todo lo que yo tenía en el pensamiento, traté de exponer allí sólo, con bastante amplitud, lo que concebía sobre la luz; después, y con ocasión de ello, añadí algo sobre el Sol y las estrellas fijas, puesto que la luz procede casi toda de ellos; algo sobre los cielos, porque la transmiten; sobre los planetas, los cometas y la tierra, porque la reflejan; y, en particular, sobre todos los cuerpos que hay en la tierra, porque son coloreados o transparentes o luminosos; y en fin, sobre el hombre, porque es el espectador. Incluso, para dar sombra un poco a todas estas cosas y poder decir más libremente lo que pensaba sobre ellas, sin estar obligado a seguir ni a refutar las opiniones recibidas entre los doctos, me resolví a dejar todo este mundo de aquí abajo a sus disputas y a hablar solamente de lo que acaecería en uno nuevo, si Dios crease ahora en alguna parte, en los espacios imaginarios, bastante materia para componerlo, y que agitase diversamente y sin orden las diversas partes de esta materia, de suerte que compusiera un caos tan confuso como los poetas puedan fingirlo, y que después, no hiciera otra cosa que prestar su concurso ordinario a la naturaleza, dejándola obrar según las leyes por Él establecidas. Así, en primer lugar, describí esta materia y traté de representarla tal que no hay nada en el mundo, me parece, más claro y más inteligible, exceptuado lo que se ha dicho hace poco sobre Dios y el mal; pues incluso suponía expresamente que no había en ella ninguna de esas formas o cualidades sobre las que se disputa en las escuelas, y en general nada cuyo conocimiento no fuese tan natural a nuestras almas que no se pudiese ni fingir ignorarlo. Además hice ver cuáles eran las leyes de la naturaleza; y sin apoyar mis razones en ningún otro principio que no fuesen las perfecciones infinitas de Dios, traté de demostrar todas aquellas sobre las que cupiese alguna duda, y hacer ver que son tales que, aunque Dios hubiera creado varios mundos, en ninguno de ellos dejarían de ser observadas. Después mostré cómo la mayor parte de la materia de este caos debía, según estas leyes, disponerse y ordenarse de una cierta manera que la haría semejante a nuestros cielos; cómo, sin embargo, algunas de sus partes debían componer una Tierra, y otras, planetas y cometas, y otras, un sol y las estrellas fijas. De aquí, extendiéndome sobre el tema de la luz, expliqué largamente cuál se debía encontrar en el sol y las estrellas y cómo desde allí atravesaba en un instante los inmensos espacios de los cielos y cómo se reflejaba desde los cometas y planetas hacia la tierra. Añadí allí también varias cuestiones referentes a la sustancia, la situación, los movimientos y todas las cualidades diversas de los cielos y de los astros; de suerte que pensaba que decía de ello lo suficiente para hacer conocer que no se encuentra nada en los de este mundo que no debiese o, al menos, que no pudiese parecer en todo semejante a los del mundo que yo describía. De allí vine a hablar particularmente sobre la tierra; cómo, aunque yo hubiese expresamente supuesto que Dios no había puesto peso alguno en la materia de que estaba compuesta, todas sus partes no dejaban de tender exactamente hacia su centro; cómo, habiendo en ella agua y aire sobre su superficie, la disposición de los cielos y de los astros, principalmente de la luna, debía causar un flujo y reflujo que fuese semejante en todas sus circunstancias al que se advierte en nuestros mares; y aparte de eso, un cierto curso tanto del agua como del aire, de levante a poniente, tal y como se observa también entre los trópicos; cómo las montañas, los mares, las fuentes y los ríos podían naturalmente formarse en ella, y los metales producirse en las minas y las plantas crecer en los campos, y, generalmente, todos los cuerpos que se llaman mezclados o compuestos engendrarse en ella; y entre otras cosas, como además de los astros no conozco nada en el mundo sino el fuego que produzca la luz me esforcé en hacer entender muy claramente todo lo que corresponde a su naturaleza: cómo se hace, cómo se alimenta, cómo no hay a veces más que calor sin luz y otras, luz sin calor; cómo puede introducir diversos colores en diversos cuerpos, y otras varias cualidades; cómo funde unos y endurece otros, cómo puede consumirlos a casi todos o convertirlos en cenizas o en humo; y en fin, cómo de estas cenizas, por la sola violencia de su acción, forma el vidrio, pues esta transmutación de cenizas en vidrio pareciéndome ser más admirable que otra alguna de las que ocurren en la naturaleza, encontré gran placer en describirla.

Sin embargo, no quería inferir de todo esto que este mundo había sido creado de la manera que yo proponía, pues es mucho más verosímil que, desde el comienzo, Dios lo haya hecho tal y como debía ser. Pero es cierto, y es ésta una opinión comúnmente recibida entre los teólogos, que la acción por la cual hora lo conserva es exactamente la misma que aquella con la cual lo ha creado; de manera que, aunque no le hubiera dado al comienzo otra forma que la del caos, con tal que, habiendo establecido las leyes de la naturaleza, le prestase su concurso para obrar como habitualmente obra, puede creerse, sin menoscabar el milagro de la creación, que, por sólo esto, todas las cosas que son puramente materiales hubieran podido con el tiempo hacerse tal y como nosotros las vemos actualmente; y su naturaleza es más fácil de concebir cuando se las ve nacer poco a poco de esta manera que cuando se las considera totalmente hechas.



De la descripción de los cuerpos inanimados y de las plantas pasé a la de los animales y particularmente a la del hombre. Pero como yo no tenía todavía bastante conocimiento para hablar sobre ella del mismo modo que sobre el resto, es decir, demostrando los efectos por las causas y haciendo ver de qué semillas y de qué manera la naturaleza debe producirla, me contentaba con suponer que Dios formase el cuerpo de un hombre enteramente semejante a uno de los nuestros, tanto por lo que hace a la figura exterior de sus miembros como a la conformación interior de sus órganos, sin componerlo de otra materia que no fuese la que yo había descrito y sin poner en él al comienzo ninguna alma razonable, ni ninguna otra cosa que sirviera de alma vegetativa o sensitiva, sino que excitase en su corazón uno de estos fuegos sin luz que yo había ya explicado, y que no concebía de naturaleza distinta de la que calienta el heno cuando se le ha encerrado antes de que estuviera seco o que hace hervir los vinos nuevos cuando se les deja fermentar con su hollejo; pues, examinando las funciones que podían, en consecuencia, aparecer en el cuerpo, encontraba en él exactamente todas las que pueden darse en nosotros sin que pensemos en ello, y por consecuencia sin que nuestra alma --es decir, esta parte distinta del cuerpo cuya naturaleza se ha dicho antes que es sólo pensar-- contribuya a ello, y que son las mismas por las que se puede decir que los animales sin razón se nos asemejan, sin que pueda encontrar en ellos ninguna de las que nos pertenecen a nosotros solos, por depender del pensamiento, en tanto que hombres; por contra, yo las encontraba todas en cuanto hube supuesto que Dios creó un alma razonable y que la unió a este cuerpo de un cierto modo, que describía.

Pero, a fin de que se pueda ver de qué manera trataba esta materia quiero dar aquí la explicación del movimiento del corazón y de las arterias, que siendo el primero y el más general que se observa en los animales, cualquiera puede juzgar fácilmente por él lo que se debe pensar de todos los otros; y a fin de que se tenga menos dificultad para entender lo que diré, quisiera que los que no son versados en anatomía se tomen el trabajo, antes de leer esto, de hacer cortar ante ellos el corazón de algún animal grande que tenga pulmones, pues es completamente parecido al del hombre, y que se hagan mostrar las dos cámaras o cavidades que hay en él: primeramente, la que hay al lado derecho, a la que responden dos tubos muy largos, a saber, la vena cava, que es el principal receptáculo de la sangre y como el tronco del árbol cuyas ramas son las demás venas del cuerpo; y la vena arterial, mal llamada así, porque es en realidad una arteria, la cual, partiendo del corazón, se divide después de haber salido en varias ramas que se ramifican por todos los pulmones; después la cavidad del lado izquierdo a la que corresponden de la misma manera dos tubos tan anchos o más que los anteriores, a saber: la arteria venosa, también mal llamada así, porque no es más que una vena, que viene de los pulmones, donde aparece dividida en varias ramas entrelazadas con las de la vena arterial y con las del conducto que se llama tráquea, por donde entra el aire de la respiración; y la gran arteria, que saliendo del corazón, envía sus ramas por todo el cuerpo. Querría también que se les mostrase cuidadosamente las once pequeñas membranas (válvulas), que como otras tantas pequeñas puertecitas, abren y cierran las cuatro aberturas que hay en estas dos cavidades, a saber: tres a la entrada de la vena cava, en donde están dispuestas de tal manera que no pueden impedir que la sangre contenida en ella no pase a la cavidad derecha del corazón y, sin embargo, impiden exactamente que pueda salir de ella; tres a la entrada de la vena arterial, que, estando dispuestas al contrario, permiten perfectamente que pase a los pulmones la sangre que está en esta cavidad, pero no volver a ella la sangre que está ya en los pulmones; y además otras dos a la entrada de la arteria venosa, que dejan pasar la sangre de los pulmones de la cavidad izquierda al corazón, pero se oponen a su retorno; y tres a la entrada de la gran arteria, que permiten a la sangre salir del corazón, pero la impiden volver a él; no hay necesidad de buscar otra razón sobre el número de estas membranas, sino que la abertura de la arteria venosa, siendo oval por el lugar en que se encuentra, puede ser cómodamente cerrada con dos, mientras que las otras, por ser redondas, pueden cerrarse mejor con tres. Además, querría que se les hiciese considerar que la gran arteria y la vena arterial tienen una composición mucho más dura y firme que la arteria venosa y la vena cava y que estas dos últimas se ensanchan antes de entrar en el corazón, formando como dos bolsas llamadas las orejas del corazón, que están compuestas por una carne semejante n la suya; y que hay siempre más calor en el corazón que en ningún otro lugar del cuerpo; y en fin, que este calor es capaz de hacer que si entra alguna gota de sangre en sus cavidades, se infle prontamente y se dilate, como hacen generalmente todos los líquidos cuando se los deja caer gota a gota en una vasija muy caliente.

Después de esto no es preciso decir otra cosa, para explicar el movimiento del corazón, sino que cuando sus cavidades no están llenas de sangre, corre necesariamente hacia él sangre de la vena cava en la derecha y de la arteria venosa en la izquierda, de modo que estas dos vasijas estén siempre llenas y que sus aberturas, que miran hacia el corazón, no pueden entonces estar tapadas, pero que tan pronto como han entrado dos gotas de sangre, una en cada una de sus cavidades, estas gotas, que son necesariamente muy gruesas porque las aberturas por donde entran son muy anchas y las vasijas de donde vienen están repletas de sangre, se rarifican y se dilatan a causa del calor que allí encuentran; por lo cual, haciendo hincharse todo el corazón, empujan y cierran las cinco pequeñas puertecitas que están a la entrada de las dos cavidades de donde vienen, impidiendo así que descienda más sangre al corazón, y rarificándose cada vez más, empujan y abren las otras seis puertecitas que están a la entrada de los otros vasos por donde salen, hinchando por este medio todas las ramas de la vena arterial y de la gran arteria, casi al mismo instante que el corazón, el cual incontinente se desinfla, como también estas arterias, porque la sangre que ha entrado allí se enfría en ellas; y sus seis puertecitas se cierran y las cinco de la vena cava y de la arteria venosa se vuelven a abrir y dan paso a otras dos gotas de sangre que hacen directamente hinchar el corazón y las arterias, como las dos anteriores; y a causa de que la sangre que entra así en el corazón pasa por estas dos bolsas que se llaman sus orejas, de ahí viene que su movimiento sea contrario al otro, y que ellas se desinflen cuando el corazón se infla. Por lo demás, a fin de que los que no conocen las fuerzas de las demostraciones matemáticas y no están acostumbrados a distinguir las razones verdaderas de las verosímiles no se aventuren a negar esto sin examinarlo, quiero advertirles que este movimiento que acabo de explicar se sigue tan necesariamente de la sola disposición de los órganos, que se puede ver a simple vista en el corazón, del calor, que se puede sentir con los dedos, y de la naturaleza de la sangre, que se puede conocer por experiencia, como se sigue el movimiento de un reloj de la fuerza, la situación y la forma de sus contrapesos y ruedas.

Pero si se pregunta cómo la sangre de las venas no se agota, pasando así continuamente al corazón, y cómo las arterias no quedan demasiado llenas, puesto que toda la que pasa por el corazón va a ellas, no necesito responder otra cosa sino lo que ha escrito ya un médico de Inglaterra [Harvey], al que es preciso alabar por haber roto el hielo en este punto y por haber enseñado el primero que hay en las extremidades de las arterias varios pequeños corredores por donde la sangre que ellas reciben del corazón entra en las ramificaciones de las venas de donde va a dar directamente al corazón, de suerte que su curso no es otra cosa sino una circulación perpetua. Lo que se prueba muy bien por la experiencia ordinaria de los cirujanos, quienes, habiendo atado el brazo no muy fuertemente por encima del sitio en que abren la vena, hacen que la sangre salga más abundante que si no la hubieran atado. Y ocurriría todo lo contrario si la atasen por debajo, entre la mano y la abertura, o bien si la atasen muy fuerte por encima, pues es manifiesto que la atadura poco apretada, pudiendo impedir que la sangre que está ya en el brazo retorne al corazón por las venas, no impide por eso que venga sangre siempre nueva por las arterias, porque ellas están situadas por bajo de las venas y porque sus membranas, siendo más duras, son menos fáciles de oprimir, y también porque la sangre que viene del corazón tiende con más fuerza a pasar por ellas hacia la mano que la que vuelve de ésta hacia el corazón por las venas; y puesto que esta sangre sale del brazo por la abertura que hay en una de las venas, debe de haber allí necesariamente algún paso por debajo de la ligadura, es decir, hacia las extremidades del brazo, por donde pueda venir asta allí desde las arterias. Prueba también perfectamente lo que él dice [Harvey] sobre el curso de la sangre por ciertas membranitas, que están dispuestas de tal manera en diversos lugares a lo largo de las venas que le permiten en absoluto pasar de la mitad del cuerpo a las extremidades, sino solamente volver de las extremidades al corazón; y se prueba además por la experiencia que muestra que todo lo que está en el cuerpo puede salir de él en muy poco tiempo por una sola arteria cuando se la corta, incluso en el caso en que estuviera estrechamente ligada muy cerca del corazón, y cortada entre él y la atadura, de suerte que no se pudiera imaginar que la sangre que de allí sale venga de otra parte.

Pero hay otras varias cosas que testimonian que la verdadera causa de este movimiento de la sangre es la que yo he dicho: así, primeramente, la diferencia que se nota entre la que sale de las venas y la que sale de las arterias, no puede proceder sino de que estando rarificada y como destilada al pasar por el corazón, es más sutil y viva y más cálida inmediatamente después que ha salido, es decir, cuando está en las arterias, de lo que está antes de entrar en ellas, es decir, cuando está en las venas; y si se para mientes en ello, se encontrará que esta diferencia no se manifiesta claramente sino hacia el corazón y no tanto en los lugares más alejados de él. Por otra parte, la dureza de las membranas de que están compuestas la vena arteriosa y la gran arteria muestra suficientemente que la sangre bate contra ellas con más faena que contra las venas: ¿por qué la cavidad izquierda del corazón y la gran arteria habían de ser más amplias y más anchas que la cavidad derecha, si no fuera porque la sangre de la arteria venosa no habiendo estado más que en los pulmones después de haber pasado por el corazón, es más sutil y se rarifica más intensa y fácilmente que la que inmediatamente viene de la vena cava?, ¿y qué es lo que los médicos pueden adivinar al tomar el pulso si no saben que, según cambie la sangre de naturaleza, puede ser rarificada por el calor del corazón más o menos intensamente y más o menos de prisa que antes? Y si uno examina cómo este calor se comunica a los otros miembros, ¿no es preciso confesar que es por medio de la sangre, que, pasando por el corazón se calienta y se distribuye de allí por todo el cuerpo? De donde viene que si se quita la sangre de alguna parte, se quita al mismo tiempo el calor; y aunque el corazón fuese tan ardiente hierro rusente, no bastaría para calentar los pies y las manos hasta el punto que lo hace si no enviase a ellos y continuamente sangre nueva. Luego, también se conoce por eso que el verdadero uso de la respiración es llevar bastante aire fresco a los pulmones para hacer que la sangre que viene a ellos de la cavidad derecha del corazón, donde ha sido rarificada y transformada en vapores, se espese aquí y se convierta de nuevo en sangre, antes de verterse en la izquierda, sin lo cual no podría ser apropiada para servir de alimento al fuego que hay allí. Lo que se confirma porque se ve que los animales que no tienen pulmones no tienen tampoco más que una sola cavidad en el corazón, y que los niños, que no pueden usar de ellos mientras están encerrados en el vientre de sus madres, tienen una abertura por donde pasa sangre de la vena cava a la cavidad izquierda del corazón, y un conducto por donde llega de la vena arterial y de la gran arteria sin pasar por el pulmón. Además, ¿cómo se haría la cocción [digestión] en el estómago si el corazón no enviase a él calor por las arterias, y con ello alguna de las partes más fluidas de la sangre que ayudasen a disolver los alimentos puestos en él? Y la acción que convierte el jugo de estas viandas en sangre, ¿no es fácil de conocer si se considera que se destilan, pasando y repasando por el corazón, acaso más de cien o de doscientas veces por día? ¿Y qué otra cosa se necesita para explicar la nutrición y la producción de los diversos humores del cuerpo sino decir que la fuerza con que la sangre, rarificándose, pasa del corazón a las extremidades de las arterias hace que algunas de sus partes se detengan entre las partes de los miembros en que se encuentran y tomen allí el lugar de algunas otras expulsadas por ellas, y que, según la situación, la figura o la pequeñez de los poros que encuentran, unas van a parar a ciertos lugares más bien que otras, del mismo modo que cada uno puede haber visto muchas cribas que, estando diversamente agujereadas, sirven para separar diversos granos unos de otros? Y en fin, lo que hay de más notable en todo esto es la generación de los espíritus animales, que son como un viento muy sutil o más bien como una llama muy pura y muy viva, que, subiendo continuamente y en gran abundancia del corazón al cerebro, van a parar desde allí, por los nervios, a los músculos, y van a dar movimiento a todos los miembros sin que sea preciso imaginar otra causa, que haga que las partículas de la sangre, que siendo las más agitadas y penetrantes son las más apropiadas para componer estos espíritus, vayan a dar más bien al cerebro que a otra parte, sino que las arterias que a él le llevan son las que vienen del corazón más derechamente, y que, según las reglas de la mecánica, que son las mismas que las de la naturaleza, cuando muchas cosas tienden a moverse conjuntamente al mismo lado, donde no hay sitio bastante para todas, como las partes de la sangre saliendo de la cavidad izquierda del corazón tienden hacia el cerebro, las más débiles y menos agitadas deben ser desviadas por las más fuertes, quienes, por este medio, llegan allí solas.

Yo había explicado con detenimiento todas estas cosas en el tratado que antes había tenido propósito de publicar. Y a continuación había mostrado cuál debe ser la fábrica de los nervios y de los músculos del cuerpo humano para hacer que los espíritus animales, estando dentro, tengan fuerza para mover sus miembros, como se ve que las cabezas, poco después de haber sido cortadas, se mueven aún y muerden la tierra, a pesar de que no están ya animadas; algunos cambios deben verificarse en el cerebro para causar la vigilia, el sueño y los sueños; yo explicaba de qué modo la luz, los sonidos, los olores, los sabores, el calor y las demás cualidades de los objetos exteriores, pueden imprimir en él diversas ideas por intermedio de los sentidos; cómo el hambre, la sed y las otras pasiones interiores pueden enviar allí también las suyas; lo que debe ser tomado allí por sentido común, donde estas ideas son recibidas por la memoria, que las conserva, y por la Fantasía, que las puede variar diversamente y componerlas nuevas, y por el mismo medio, distribuyendo los espíritus animales por los músculos, hacer mover los miembros de este cuerpo de tantas maneras diversas, y tanto a propósito de los objetos que se presentan a los sentidos y de las pasiones interiores que hay en él, como nuestros cuerpos se pueden mover sin que la voluntad los conduzca; lo que no parecerá en ningún modo extraño a los que saben cuántos diversos autómatas o máquinas movientes puede hacer la industria de los hombres, sin emplear en ellos sino muy pocas piezas en comparación con la multitud de huesos, músculos, nervios, arterias, venas y todas las demás partes que hay en el cuerpo de cada animal, considerarán este cuerpo como una máquina, que, habiendo sido hecha por la mano de Dios, es incomparablemente mejor ordenada y tiene movimientos más admirables que ninguna de las que puedan ser inventadas por los hombres. Y me había detenido particularmente en este punto para hacer ver que si había tales máquinas que tuviesen los órganos y la figura exterior de algún mono o de algún otro animal irracional, no dispondríamos de medio alguno para reconocer que no eran de la misma naturaleza que estos animales; en cambio, si hubiese algunas que semejasen a nuestros cuerpos e imitasen hasta tal punto nuestras acciones como fuera moralmente posible, dispondríamos siempre de dos medios certísimos para reconocer que no eran de ningún modo verdaderos hombres: el primer modo es que nunca podrían usar palabras ni otros signos, componiéndolos, como nosotros hacemos, para declarar a los demás nuestros pensamientos; pues se puede concebir perfectamente que una máquina esté hecha de tal modo que profiera palabras, e incluso que profiera algunas a propósito de las acciones corporales que hayan causado ciertos cambios en sus órganos, como al tocarla en algún sitio, pregunte lo que se le quiere decir; si en otro, que grite que se le hace daño, y cosas parecidas; pero no que ella las disponga de diverso modo para responder al sentido de todo lo que se diga en su presencia, como los hombres más embrutecidos pueden hacerlo; y el segundo modo es que, bien que hagan varias cosas tan bien o mejor acaso que alguno de nosotros, fallarían infaliblemente en otras, por donde se descubriría que no obran según conocimiento, sino sólo por la disposición de sus órganos, porque mientras la razón es un instrumento universal que puede servir en todas las ocasiones, estos órganos tienen necesidad de cierta disposición particular para cada acción particular; de donde se sigue que es moralmente imposible que haya suficiente número de ellos en una máquina para hacerla obrar en todas las circunstancias de la vida del mismo modo que nos hace obrar nuestra razón. Así, pues, por estos dos medios se puede también conocer la diferencia que hay entre el hombre y los animales. Pues es una cosa muy notable que no haya hombres tan embrutecidos y estúpidos, sin exceptuar incluso los insensatos, que no sean capaces de disponer conjuntamente diversas palabras y de componer un discurso por el que hagan comprender sus pensamientos; y que, si por el contrario no hay ningún otro animal, por perfecto y dichosamente nacido que pueda ser, que haga otro tanto. Lo que no ocurre porque les falten órganos, pues puede verse que las urracas y los papagayos pueden proferir palabras como nosotros y, sin embargo, no pueden hablar como nosotros, es decir, testimoniando que piensan lo que dicen; en cambio, los hombres que, habiendo nacido sordomudos, están privados de los órganos que sirven a los demás para hablar, tanto o más que los animales, acostumbran a intentar por sí mismos algunos signos por los que se hacen entender de los que, por estar ordinariamente con ellos, tienen ocasión de aprender su lengua. Y esto no atestigua solamente que los animales tienen menos razón que los hombres, sino que no la tienen en absoluto, porque se ve que no es preciso sino muy poco para saber hablar: y en cuanto se nota la desigualdad entre los animales de una misma especie, como entre los hombres, y que unos son más fáciles que otros para ser educados, no es creíble que un mono o un papagayo, que sean de los más perfectos de su especie, no igualen en eso a un niño de los más estúpidos, o por lo menos a un niño que tenga el cerebro perturbado, si su alma no fuera de una naturaleza diferente de la nuestra. Y no se deben confundir las palabras con los movimientos naturales, que atestiguan las pasiones y pueden ser imitados por las máquinas tan bien como por los animales, ni pensar, como algunos antiguos, que los animales hablan, si bien nosotros no podemos entender su lenguaje; pues si fuese verdad puesto que tienen varios órganos que se corresponden con los nuestros, podrían hacerse entender de nosotros tan bien como de sus semejantes. Es también algo muy notable que, si bien hay varios animales que testimonian más habilidad que nosotros en alguna de sus acciones, se ve sin embargo que los mismos no testimonian absolutamente ninguna en muchas otras, de manera que lo que hacen mejor que nosotros no prueba que tienen espíritu, pues, según eso, tendrían más que ninguno de nosotros y lo harían todo mejor; sino que más bien prueba que no lo tienen, y que es la naturaleza quien obra en ellos, según la disposición de los órganos: así, se ve que un reloj que no está compuesto más que de ruedas y resortes, puede contar las horas y medir el tiempo más justamente que nosotros con toda nuestra prudencia. Después de esto yo había descrito el alma razonable y hecho ver que no puede en ningún modo ser sacada de la Potencia de la materia, como las otras cosas de que había hablado, sino que debe expresamente ser creada; y cómo no basta que esté alojada en el cuerpo humano como un piloto en su navío, sino acaso para mover sus miembros; sino que es preciso que esté junta y unida más estrechamente con él para tener además de eso, sentimientos y apetitos semejantes a los nuestros y componer así un verdadero hombre. Por lo demás, me he extendido aquí un poco sobre el tema del alma por ser de los más importantes, pues, tras el error de los que niegan a Dios, que pienso haber refutado antes suficientemente, no hay nada que aleje más los espíritus débiles del recto camino de la virtud que el imaginar que el alma de los animales sea igual que la nuestra y que, por consiguiente no tenemos que temer ni esperar nada después de esta vida, no más que las moscas y las hormigas; en cambio, cuando se sabe cuánto difieren, se comprenden mucho mejor las razones que prueban que nuestra alma es de una naturaleza enteramente independiente del cuerpo y, en consecuencia, que no está sujeta a morir con él; además en cuanto que no se ven otras causas que la destruyan, se está naturalmente inclinado a juzgar de ahí que es inmortal.

 

SEXTA PARTE

Así, pues, hace ahora tres años que había dado fin al tratado que contiene todas estas cosas y comenzaba a revisarlo para ponerlo en manos de un impresor, cuando supe que personas a quienes reverencio y cuya autoridad puede sobre mis acciones poco menos que mi propia razón sobre mis pensamientos, habían desaprobado una opinión de física publicada por otro un poco antes, la que no quiero decir que yo comparta, sino que no había notado nada en ella, antes de su censura, que pudiera imaginar como perjudicial para la religión o para el Estado, ni, en consecuencia, que me hubiese impedido suscribirla, si la razón me lo hubiese persuadido, y que eso me hizo temer que se encontrase del mismo modo alguna opinión entre las mías en la que me hubiera equivocado, a pesar del gran cuidado que he tenido siempre de no recibir novedades en mi creencia, de las que no tuviese demostraciones muy ciertas y de no escribir nada sobre ellas que pudiera redundar en perjuicio de alguien. Lo que ha sido suficiente para obligarme a cambiar la resolución que había tomado de publicarlas; pues aunque las razones por las que yo había tomado esa resolución antes fuesen muy fuertes, mi inclinación, que me ha hecho siempre odiar el oficio de hacer libros, me hizo incontinente encontrar otras muchas para excusarme de ello. Y estas razones, en pro y en contra, son tales que no solamente tengo interés en decirlas aquí, sino que también acaso el público lo tenga en saberlas.

No he hecho nunca demasiado caso de las cosas procedentes de mi espíritu y en tanto que no he recogido otros frutos del método de que me sirvo sino el estar satisfecho por lo que se refiere a algunas dificultades pertenecientes a las ciencias especulativas, o bien he tratado de regular mis costumbres por las razones que él me enseña, no me he creído en absoluto obligado a escribir nada. Pues, por lo que toca a las costumbres, cada uno abunda tanto en su sentir que se podrían encontrar tantos reformadores como cabezas, si estuviese permitido a otros que a los que Dios ha establecido por soberanos de sus pueblos, o a los que ha dado suficiente gracia y celo para ser profetas, el intentar algún cambio; y aunque mis especulaciones me agradasen mucho, creía que los otros también tenían otras que les agradarían acaso más. Pero en cuanto hube adquirido algunas nociones generales que tocan a la física y que, comenzando a experimentarlas en diversas dificultades particulares, hube advertido hasta dónde pueden conducir y cuánto difieren de los principios de que nos hemos servido hasta el presente, creí que no podía tenerlas ocultas sin pecar gravemente contra la ley que nos obliga a procurar, en cuanto nos es posible, el bien general de todos los hombres; pues ellas me han hecho ver que es posible llegar a conocimientos muy útiles para la vida, y que en lugar de esta filosofía especulativa que se enseña en las escuelas, se puede encontrar una práctica por la cual, conociendo la fuerza y las acciones del fuego, del agua, del aire, de los astros, de los cielos, y de todos los otros cuerpos que nos rodean, tan distintamente como conocemos los diversos oficios de nuestros artesanos, los podríamos emplear del mismo modo en todos los usos para los que son apropiados, y así convertirnos en dueños y poseedores de la naturaleza. Lo que no es solamente de desear para la invención de una infinidad de artificios, que harán que se goce sin pena alguna de los frutos de la tierra y de todas las comodidades que se encuentran en ella, sino también principalmente para la conservación de la salud, que es sin duda el primer bien y el fundamento de todos los otros bienes de esta vida, pues incluso el espíritu depende tanto del temperamento y de la disposición de los órganos del cuerpo que, si es posible encontrar algún medio que torne comúnmente a los hombres más sabios y más hábiles de lo que han sido hasta aquí, creo que es en la medicina en donde hay que buscarlo. Es verdad que la que ahora está en uso contiene poco cuya utilidad sea tan notable, pero --sin deseo alguno de despreciarla-- estoy seguro de que no hay nadie, incluso entre sus profesionales, que no confiese que todo lo que se sabe es casi nada en comparación de lo que queda por saber, y que podríamos librarnos de una infinidad de enfermedades, tanto del cuerpo como del espíritu e incluso acaso de la debilidad de la vejez, si se tuviese bastante conocimiento de sus causas y de todos los remedios de que nos ha provisto la naturaleza. Así, pues, teniendo el propósito de emplear toda mi vida en la investigación de una ciencia tan necesaria y habiendo encontrado un camino que me parece tal que se debe infaliblemente encontrarla siguiéndolo, si no lo impide o la brevedad de la vida o la falta de experiencias, juzgaba que no había mejor remedio contra estos dos impedimentos que el de comunicar fielmente al público todo lo poco que yo había encontrado y de invitar a los buenos espíritus a tratar de avanzar más allá, contribuyendo, según la inclinación y el poder de cada uno, a las experiencias que sería preciso hacer, y comunicando también al público todas las cosas que aprendan, a fin de que los últimos comiencen donde los precedentes hayan acabado, y así, uniendo las vidas y los trabajos de muchos, vayamos todos juntos mucho más lejos que podría hacerlo cada uno en particular.

Incluso noté, en lo que se refiere a las experiencias, que son tanto más necesarias cuanto se está más avanzado en el conocimiento, pues al comienzo, vale más no servirse más de las que se presentan por si mismas a nuestros sentidos y que no podríamos ignorar, con tal que hagamos aunque no sea más que un poco de reflexión, mejor que buscarlas raras y estudiadas; cuya razón es que estas más raras engañan frecuentemente cuando aún no se saben las causas de las más comunes, y que las circunstancias de que dependen son casi siempre tan particulares y pequeñas que es muy difícil advertirlas. Pero el orden que he guardado en esto ha sido el siguiente: primeramente, he tratado de encontrar en general los principios o primeras causas de todo lo que es o puede ser en el mundo, sin considerar para este efecto más que Dios solo, que lo ha creado, ni sacarlos de otra parte que de ciertas semilla de verdad que están naturalmente en nuestras almas; después he examinado cuáles eran los primeros y más ordinarios efectos que podían deducirse de estas causas, y me parece, que, siguiendo este camino, he encontrado cielos, astros, una Tierra, y aun sobre la Tierra agua, aire, fuego, minerales y otras cosas semejantes que son las más comunes y simples y, en consecuencia, las más fáciles de conocer. Después, cuando he querido descender a las más particulares, se me han presentado tantas que no he creído que le fuera posible al espíritu humano distinguir las formas o especies de los cuerpos que hay sobre la Tierra de una infinidad de otros que pudiera haber en ella si hubiera sido voluntad de Dios ponerlos aquí, ni, consecuentemente, reducirlos a nuestra utilidad, de no ser que se llegue a las causas por los efectos y que nos sirvamos de muchas experiencias particulares. Tras lo cual, repasando en mi memoria todos los objetos que se habían presentado a mis sentidos, me atrevo a decir que no he encontrado en ellos nada que no pueda explicar con suficiente facilidad por los principios que yo había encontrado. Pero es preciso también que confiese que la potencia de la naturaleza es tan amplia v tan vasta v estos principios son tan simples y tan generales que yo no observo casi ningún efecto particular que previamente no vea que puede ser deducido de varias maneras de ellos y que mi mayor dificultad es ordinariamente encontrar de cuál de estas maneras depende. Pues a este propósito no encuentro otro expediente que buscar nuevamente algunas experiencias tales que su resultado no sea el mismo explicándola por una de estas maneras que si se explica por la otra. Por lo demás, yo veo ahora bastante bien, a mi parecer, desde qué ángulo uno debe verificar la mayor parte de las experiencias que pueden servir para esto; pero veo también que son tales y en tan gran número que ni mis manos ni mi renta, aunque tuviese mucha más de la que tengo, bastaría para todas; de suerte que, según yo pueda hacer más o menos, avanzaré mas o menos en el conocimiento de la naturaleza. Esto es lo que trataba de hacer conocer por el tratado que había escrito, y demostrar en él tan claramente la utilidad que el público puede recibir, que obligara a todos los que desean en general el bien de los hombres, es decir, a todos los que son realmente virtuosos y no solamente en apariencias ni según la opinión, tanto a comunicarme las que han realizado ya como ayudarme en la investigación de las que quedan por realizar.


Pero, desde entonces, he tenido otras razones que me han hecho cambiar de opinión y pensar que debía verdaderamente continuar escribiendo todo lo que juzgase de alguna importancia, a medida que descubriese su verdad, y a poner en ello el mismo cuidado que si lo pensase imprimir, tanto por tener aún más ocasión de examinarlas bien (ya que sin duda se mira de más cerca lo que uno cree que va a ser visto por muchos que lo que se hace sólo para sí mismo, y frecuentemente las cosas que me han parecido verdaderas cuando he comenzado a concebirlas, me han parecido falsas cuando las he querido poner sobre el papel), como para no perder ocasión alguna de favorecer al público, si de ello soy capaz, y que, si mis escritos valen algo, quienes los tengan después de mi muerte puedan utilizarlos del modo más a propósito; pero que no debía en modo alguno consentir que fuesen publicados durante mi vida, a fin de que, ni las oposiciones ni las , controversias, a que acaso estén sujetos, ni incluso la reputación, cualquiera que sea, que me pudieran dar, me diesen ocasión alguna de perder el tiempo que me propongo emplear en instruirme. Pues, aunque es verdad que cada hombre está obligado a procurar, tanto como pueda, el bien de los otros, y que propiamente es no valer nada el no ser útil a nadie, sin embargo es verdad también que nuestros cuidados se deben extender más allá del tiempo presente y que es bueno no hacer algunas cosas que acaso trajeran cierto provecho a los que viven, cuando se tiene el propósito de hacer otras que atraerán más a nuestros descendientes. Y realmente quiero que se sepa que lo poco que he aprendido hasta aquí no es casi nada en comparación de lo que ignoro, y que no desespero de poder aprender; pues ocurre casi lo mismo a los que descubren poco a poco la verdad en las ciencias, que a los que, comenzando a hacerse ricos, les cuesta menos hacer grandes adquisiciones de lo que antes les costaba, cuando eran pobres, hacer otras mucho menores. O bien se les puede comparar a los jefes de un ejército, cuyas fuerzas suelen crecer en proporción a sus victorias, y que tienen necesidad de más habilidad para mantenerse después de la pérdida de una batalla, que no, después de haberla ganado, para tomar ciudades y provincias. Pues es verdaderamente dar batallas tratar de vencer todas las dificultades y errores que nos impiden llegar al conocimiento de la verdad, y recibir una opinión falsa es como perder una batalla, cuando se refiere a una materia un poco general e importante; es preciso, después, mucha mas destreza para volver al estado anterior de lo que seria para hacer grandes progresos cuando se tienen ya principios seguros. Por lo que a mi respecta, si he encontrado hasta aquí algunas verdades en la ciencia (y espero que las cosas contenidas en este volumen permitirán juzgar si he encontrado algunas) puedo decir que no son más que consecuencias y dependencias de cinco o seis dificultades principales que he sobrepasado y que cuento como otras tantas batallas en que he tenido la suerte de mi parte; incluso no temería decir que no necesito ganar más que otras dos o tres semejantes para alcanzar enteramente la meta de mis deseos, y que mi edad no es tan avanzada que no pueda aún, según el curso ordinario de la naturaleza, disponer de bastante tiempo para este logro. Pero me creo tanto más obligado a economizar el tiempo que me queda cuanto más esperanza tengo de poder emplearlo bien, y tendría sin duda muchas ocasiones para perderlo si publicase los fundamentos de mi física; pues aunque sean casi todos tan evidentes que no es preciso más que entenderlos para creerlos, y que no hay ninguno del que yo no pueda dar su demostración, sin embargo, por ser imposible que estén de acuerdo con todas las diversas opiniones de los demás, preveo que frecuentemente sería distraído por las oposiciones que levantarían.

Puede decirse que estas oposiciones serían útiles tanto para hacerme conocer mis faltas como para que, si tenían algo de bueno, los demás alcanzasen por este medio mayor inteligencia de ello; y como muchos pueden ver más que uno solo, comenzando desde entonces a servirse de ellas, me ayudasen también con sus invenciones. Pero, aunque yo me reconozca extremadamente sujeto a equivocarme y no me fíe casi nunca de los primeros pensamientos que se me ocurren, sin embargo la experiencia que tengo sobre las objeciones que se me pueden hacer, me impide esperar provecho alguno de ellas; pues ya he experimentado a menudo los juicios tanto de los que he tenido por mis amigos como de otros a quienes pensaba ser indiferente, y también incluso de algunos cuya malignidad o envidia trataría de descubrir suficientemente lo que el afecto ocultaría a mis amigos; pero ha ocurrido rara vez que se me haya objetado algo que yo no hubiese previsto en absoluto, de no ser que estuviera muy alejado de mi tema; de suerte que no he encontrado casi nunca ningún censor de mis opiniones que no me pareciese o menos riguroso o menos equitativo que yo mismo. Y tampoco he notado que por medio de las disputas que se practican en las escuelas se haya descubierto ninguna verdad que antes se ignoraba, pues, en tanto que cada uno trata de vencer, se ejercita mucho más en hacer valer lo verosímil que en pesar las razones de una parte y de otra, y los que han sido mucho tiempo buenos abogados, no son después por eso mejores jueces.

En cuanto a la utilidad que los demás podrían sacar de la comunicación de mis pensamientos, tampoco sería tan grande, ya que no los he llevado aún tan lejos que no sea preciso añadir a ello muchas cosas antes de que tengan aplicación práctica. Y creo poder decir sin vanidad que si hay alguno que sea capaz de ello, seré yo más bien que otro: no porque no pueda haber en el mundo muchos espíritus incomparablemente mejores que el mío, sino porque no se pueda concebir tan bien una cosa, y hacerla suya, cuando se aprende de otro como cuando la encuentra uno por sí mismo. Lo que es tan verdadero en esta materia que, aunque yo haya explicado frecuentemente algunas de mis opiniones a personas muy inteligentes, y que, mientras yo les hablaba, parecían entenderlas muy distintamente, sin embargo, cuando las han repetido, he notado que las han variado casi siempre de tal modo que no podía confesarlas como mías. Y con esta ocasión me place rogar a nuestros descendientes que no crean nunca que las cosas que se les digan vienen de mí cuando yo mismo no las haya divulgado. Y no me extraño de ningún modo de las extravagancias que se atribuyen a todos los antiguos filósofos cuyos escritos no poseemos. Y no juzgo por eso que sus pensamientos hayan sido tan faltos de razón, visto que eran los mejores espíritus de su tiempo, sino solamente que nos los han transmitido mal. Como se ve también que casi nunca ha ocurrido que algunos de sus discípulos los hayan sobrepasado; y estoy seguro de que los más apasionados entre los que ahora siguen a Aristóteles se considerarían dichosos si tuviesen tanto conocimiento de la naturaleza como él tuvo, incluso con la condición de no tener nunca más. Son como la hiedra que no puede sobrepasar los árboles que la sostienen y que incluso, frecuentemente, vuelve a descender después de haber llegado hasta su copa; pues me parece asimismo que vuelven a descender --es decir, se hacen en cierto modo menos sabios--, aquellos que se abstienen de estudiar, y no contentos con saber todo lo que es inteligiblemente estudiado en su autor, quieren, además, encontrar en él la solución de muchas dificultades sobre las que nada dicen y en las cuales acaso no pensó nunca. Sin embargo, su modo de filosofar es muy cómodo para los espíritus muy mediocres, pues la oscuridad de las distinciones y de los principios de que se sirven es causa de que puedan hablar de todo tan atrevidamente como si lo supiesen y sostener todo lo que dicen contra los más sutiles y los más hábiles sin que haya medio de convencerlos: en lo cual me parecen semejantes a un ciego que para batirse sin desventaja contra uno que ve le lleva al fondo de una cueva muy oscura; y puedo decir que éstos tienen interés en que me abstenga de publicar los principios de filosofía de que me sirvo, pues siendo muy simples y muy evidentes, publicándolos haría lo mismo que si abriese algunas ventanas e hiciese entrar la luz del día en esta cueva a que han descendido para batirse. Pero incluso los mejores espíritus no tienen ocasión de desear conocerlos, pues si quieren hablar de todas las cosas y adquirir la reputación de doctos, la alcanzarán más fácilmente contentándose con la probabilidad, que puede ser encontrada sin gran trabajo en toda suerte de materias, más bien que buscando la verdad, que no se descubre sino poco a poco en algunas y que cuando hay que hablar de otras materias obliga a confesar francamente que se las ignora. En cambio, si prefieren el conocimiento de alguna verdad a la vanidad de parecer no ignorar nada, como sin duda es preferible, y si quieren seguir un designio semejante al mío, para conseguirlo no tienen necesidad de que yo les diga más de lo que llevo dicho en este discurso; pues si son capaces de sobrepasar lo que yo he hecho, lo serán también, a mayor abundamiento, de encontrar por sí mismos todo lo que yo creo haber encontrado; tanto más cuanto que no habiendo nunca examinado nada sino en orden, ciertamente lo que me queda aún por descubrir es de suyo más difícil y oculto que lo que he podido encontrar hasta aquí, y tendrían menos placer en saberlo de mí que en hacerlo por sí mismos; aparte de que el hábito que adquirirán buscando primero las cosas fáciles y pasando poco a poco, como por grados, a otras más difíciles, les servirá más que les servirían todas mis instrucciones. En cuanto a mí, estoy persuadido de que si se me hubiesen enseñado, desde mi juventud, todas las verdades cuyas demostraciones he buscado después, sin tomarme ningún trabajo para saberlas, acaso nunca hubiera alcanzado otras, y mucho menos hubiera adquirido jamás el hábito y la facilidad, que creo tener, para encontrar siempre otras nuevas, a medida que me aplico a buscarlas. Y en una palabra, si hay en el mundo alguna obra que no, pueda ser acabada por ningún otro tan bien como por el mismo que la ha comenzado, es ésta en que yo trabajo.

Es verdad que por lo que toca a las experiencias que pueden servir para ello, no bastaría un hombre solo pan hacerlas todas, pero tampoco sabría emplear en ello útilmente otras manos que las suyas, de no ser las de los artesanos o gentes tales que pudiera pagarles, y a quienes, con la esperanza de la ganancia, que es un medio muy eficaz, haría hacer exactamente todo lo que les prescribiera, pues, en cuanto a los voluntarios, que por curiosidad o deseo de aprender acaso se ofrecerían para ayudarle, aparte de que suelen ser más promesas que realidades y que no hacen más que hermosas proposiciones de las que jamás resulta ninguna, querrían infaliblemente ser pagados con la explicación de algunas dificultades o, por lo menos, por medio de cumplimientos y conversaciones inútiles, que por poco tiempo que le costasen, perdería en ello. Y en cuanto a las experiencias que otros han hecho ya, aun cuando se las quisieran comunicar, lo que no harían nunca los que las consideran como secretos, están en su mayor parte compuestas de tantas circunstancias e ingredientes superfluos, que le sería muy difícil separar de entre ellas la verdad; aparte de que las encontraría tan mal explicadas casi todas, e incluso falsas, porque los que las han hecho se han esforzado en hacerlas coincidir con sus principios, que si hubiese algunas que le sirvieran, no podrían realmente valer tanto como el tiempo que necesitaría emplear pan escogerlas. De manera que si había en el mundo alguien que se supiese con seguridad que era capaz de encontrar las cosas más importantes y útiles ni público que puedan darse y que, por esta causa, se esforzasen los demás en ayudarle por todos los medios para conseguir sus propósitos, no veo que puedan hacer otra cosa por él sino proporcionarle los medios necesarios para realizar las experiencias que necesita y, por lo demás, impedir que su tiempo le sea robado por la importunidad de nadie. Pero, aparte de que yo no presumo tanto de mí mismo como para prometer algo extraordinario, ni me alimento de pensamientos tan vanos como imaginar que el público se deba interesar mucho en mis propósitos, no tengo tampoco el alma tan baja, que aceptase, de quien quiera que fuese, ningún favor que se pudiese creer que no había merecido. Todas estas consideraciones juntas fueron causa, hace tres años, de que no quisiese divulgar el tratado que traía entre manos, e incluso que tomara la resolución de no mostrar durante mi vida ningún otro que fuese tan general, ni del que se pudieran sacar los fundamentos de mi física. Pero ha habido después, en realidad, otras dos razones que me han obligado a incluir aquí algunos ensayos particulares y a dar al público cierta cuenta de mis acciones y mis propósitos. La primera es que, si no lo hacía, muchos que han sabido la intención que yo había tenido antes de hacer imprimir algunos escritos, podrían imaginarse que las causas por las que me abstengo sean para mí más desfavorables de lo que son. Pues, aunque no me gusta demasiado la gloria, o, si me atrevo a decirlo, incluso la odio, en cuanto la juzgo contraria al reposo que estimo sobre todas las cosas, sin embargo no he tratado nunca de ocultar mis acciones como si fueran crímenes, ni he tomado muchas precauciones para ser desconocido, tanto porque hubiera creído que iba en perjuicio mío como porque esto me hubiera dado cierta inquietud, que sería contraria nuevamente al perfecto reposo del espíritu que busco. Y porque, habiéndome mantenido siempre así, indiferente a la preocupación de ser o no conocido, no he podido impedir la adquisición de una cierta reputación, he pensado que debía procurar lo mejor que pudiera quedar exento, al menos, de una mala reputación. La otra razón que me ha obligado a escribir esto es que, viendo todos los días, cada vez más, el retraso que experimenta el propósito que tengo de instruirme, a causa de una infinidad de experiencias de que tengo necesidad y que me es imposible hacer sin ayuda de otro, aunque no me estime tanto Como para esperar que el público tome parte en mis intereses, sin embargo tampoco quiero desanimarme tanto a mí mismo como para dar motivo a los que me sobrevivan de reprocharme algún día que podría haberles dejado varias cosas mejores de lo que he hecho, si no me hubiera descuidado en hacerles entender en qué podían contribuir a mis designios.

Y he pensado que me era fácil escoger algunas materias que sin estar sujetas a muchas controversias y sin obligarme a declarar sobre mis principios más de lo que deseo, no dejarían de hacer ver con bastante claridad lo que puedo, o no puedo, en las ciencias. Respecto de lo cual, no puedo decir si he tenido éxito, y no quiero prevenir los juicios de nadie hablando yo mismo de mis escritos; pero me gustaría que se los examinara, y a fin de que se tenga tanta más ocasión para ello suplico a todos los que tengan objeciones que hacerles, que se tomen el trabajo de enviarlas a mi librero; trataré de publicar después la objeción juntamente con mi respuesta; y por este medio los lectores, viendo una junto a otra, juzgarán mucho más fácilmente sobre su verdad; pues prometo no dar nunca respuestas largas, sino solamente confesar mis faltas con entera franqueza, si las reconozco, o bien, si no las puedo apercibir, decir simplemente lo que crea oportuno para la defensa de lo que yo he escrito, sin añadir a ello la explicación de ninguna materia nueva, a fin de no enzarzarme sin término de una en otra.

Si algunas cosas de las que he hablado al comienzo de la Dióptrica y los Meteoros chocan al principio porque las denomino suposiciones y porque no parece que yo tenga deseos de probarlas, que se tenga paciencia de leer todo con atención y espero que se encontrarán satisfechos; pues me parece que las razones se siguen, enlazadas de tal suerte que como las últimas son demostradas por las primeras, que son sus causas, así estas primeras lo son recíprocamente por las últimas, que son sus efectos. Y no se debe pensar que cometo en esto la falta que llaman los lógicos un círculo vicioso, pues la experiencia, haciendo ver como ciertos la mayor parte de esos efectos, las causas de dónde los deduzco no sirven tanto para probarlos como para explicarlos; al contrario, son ellas las que se prueban por los efectos. Y no las he denominado suposiciones sino a fin de que se sepa que pienso poderlas deducir de esas primeras verdades que antes he explicado, pero que he querido expresamente no hacerlo para impedir que ciertos espíritus (que se imaginan que saben en un día todo lo que otro ha tardado en pensar veinte años, al punto que se les han dicho dos o tres palabras, y que están más sujetos a equivocarse y son menos capaces de verdad cuanto más penetrantes y vivos son) no tomen ocasión de ahí para edificar cualquier filosofía extravagante sobre los que creen ser mis principios, y que luego se me atribuya su error. Pues, por lo que respecta a las opiniones que son enteramente mías, no las excuso como novedades, ya que, si se consideran bien las razones, estoy seguro de que se las encontrará tan simples y tan conformes al sentido común que parecerán menos extraordinarias y menos extrañas que cualquier otra que se pueda tener sobre las mismas cuestiones. Y tampoco me alabo de ser el primer inventor de algunas, sino digo solamente que no las he recibido nunca porque hayan sido dichas por otro, ni porque no lo hayan sido, sino solamente porque la razón me ha persuadido de ellas. Si los artesanos no pueden ejecutar de momento la invención que se explica en la Dióptrica, no creo que se pueda decir por eso que la invención misma sea mala, pues, como son precisas destreza y hábito para hacer y para ajustar las máquinas que yo he descrito sin que falte en ellas circunstancia alguna, no me extrañaría menos, si la lograsen a la primera, que si alguien pudiese aprender en un día a tocar excelentemente el laúd por el solo hecho de que se le hubiera dado una buena partitura. Y si escribo en francés, que es la lengua de mi país, más bien que en latín, que es la de mis preceptores, es porque espero que los que no usan más que de su pura razón natural juzgarán mejor sobre mis opiniones que los que no creen más que en los libros antiguos. Y respecto a los que unen el buen sentido al estudio, únicos a los que deseo como jueces, no serán, estoy seguro, tan partidarios del latín que rehúsen escuchar mis razones porque las explico en lengua vulgar.

Por lo demás, no quiero hablar aquí en particular de los progresos que tengo la esperanza de hacer en el porvenir en las ciencias, ni comprometerme con el público con ninguna promesa que no esté seguro de cumplir; pero diré solamente que he resuelto no emplear el tiempo que me queda de vida en otra cosa que en tratar de adquirir algún conocimiento de la naturaleza que sea tal que se puedan de él sacar reglas para la medicina más seguras que las que se tienen hasta el presente; y añadiré que mi inclinación me aleja tanto de cualquier otro propósito, principalmente de aquellos que no serían útiles para unos sino dañando a los otros, que si algunas ocasiones me obligasen a emplearme en ellos, no creo en absoluto que fuese capaz de alcanzar éxito. Sobre lo cual hago aquí una declaración que sé bien que no puede servir para hacerme digno de consideración en el mundo, pero tampoco tengo ningún deseo de serlo; y me consideraré siempre más obligado a aquellos por el favor de los cuales he de gozar sin impedimento de mi tiempo de lo que quedaría a los que me ofreciesen los más honorables empleos de la tierra.