Chesterton,
la filosofía del asombro agradecido
Por
Mariano Fazio(*)
A
Gilbert Keith Chesterton (1874-1936) le tocó vivir una época de
crisis. Los intelectuales de las primeras tres décadas del siglo XX, las que
vieron los horrores de la Gran Guerra y los preparativos de la Segunda Guerra
Mundial, se replantean, en el ámbito de la cultura y del pensamiento, la
visión del mundo heredada del siglo XIX. El optimismo decimonónico entraba
en crisis. La toma de conciencia generalizada de los problemas de la época no
significa acuerdo en las propuestas de solución de los mismos: todos se dan
cuenta de que "algo anda mal en el mundo" —parafraseando el
título de un ensayo de Chesterton—, pero los remedios que se proponen para
curar el mal son diversos, y a veces, opuestos.
Esos años coinciden con un cierto renacimiento del pensamiento cristiano. El
alto número de conversiones de ese período manifiesta que muchos hombres y
mujeres de aquel entonces se plantearon las preguntas fundamentales sobre la
existencia humana y sobre la visión del mundo, y llegaron a la conclusión de
que era necesario volver a una concepción espiritual y trascendente de la
persona humana. Chesterton será uno de los grandes protagonistas de este
renacimiento del pensamiento cristiano, e influirá notablemente con sus
escritos, mucho antes de su conversión al Catolicismo en 1922. El ensayista
británico se mueve en una Inglaterra intelectual donde dominan las
ideologías del escepticismo y del evolucionismo, y en donde el cientificismo
decimonónico parece lo suficientemente fuerte para sobrevivir a la crisis. G.
B. Shaw, H. G. Wells, T. Huxley y tantos otros serán los protagonistas de una
interminable polémica intelectual con Chesterton, quien comenzando muy lejos
de las posiciones cristianas, terminó convirtiéndose en uno de sus mejores
apologistas.
La obra de Chesterton es muy vasta, y ampliamente estudiada. En este artículo
nos detendremos en un elemento central de su pensamiento, que hemos denominado
la «filosofía del asombro agradecido». Como se irá explicando en las
sucesivas páginas, la cosmovisión chestertoniana gira en torno a la
gratuidad de la Creación, gratuidad que ha de producir asombro y
agradecimiento a todos quienes gozamos de la existencia. Este mundo proviene
de la nada: podría no existir y es maravilloso el mismo hecho de que exista.
A esta conclusión llegó Chesterton solo, y luego descubrió que era una de
las verdades fundamentales del dogma cristiano. Más adelante, el asombro y el
agradecimiento se incrementarán cuando descubra el dogma de la Encarnación.
Escritor en tiempo de crisis, Chesterton no se limita a hacer el diagnóstico
de los males del mundo. Propone soluciones. Muchas veces se le podrá acusar
—no sin motivos— de arcaizante y arbitrario. Pero no cabe duda que la
solución radical que Chesterton propone a la crisis de su tiempo consiste en
la reproposición del ideal de vida cristiana, para mejorar este mundo que hay
que amar, como dirá nuestro autor, sin ser mundanos.
Para exponer su «filosofía del asombro agradecido» nos hemos limitado al
análisis de algunos de sus principales ensayos. En primer lugar su Autobiografía,
y después Ortodoxia, Lo que está mal en el mundo, El Hombre Eterno, San
Francisco de Asís y Santo Tomás de Aquino.
1. Entre dos mañanas eternas
En su Autobiografia (1936) Chesterton va mostrando las distintas etapas
por las que fue pasando su alma. Se podrían definir cinco bastante
diferenciadas. La primera etapa es la de la infancia, en la cual ya se
vislumbra ese punto central de su filosofía, que hemos dado en llamar asombro
agradecido. Nuestro autor confiesa el estupor del niño ante la solidez de la
Creación: «Cuando yo era un niño sentía una especie de estupor, confiado,
al contemplar un manzano como un manzano. Estaba seguro de ello y seguro
también de la sorpresa que me causaba; tan seguro —para decirlo en
términos de un proverbio popular y perfecto—, tan seguro como que Dios hace
las manzanitas; las manzanas pueden ser tan pequeñas como yo lo era, pero
eran sólidas y yo también. Había algo así como una mañana eterna en ese
estado de ánimo, y me gustaba más ver un fuego encendido que imaginar las
caras reflejadas en la luz del fuego. Hermano Fuego, a quien San Francisco
amó, me parecía más un hermano que esas caras de ensueño que surgen ante
los hombres que han conocido otras emociones distintas de la fraternidad. No
sé si alguna vez he pedido la luna, como vulgarmente se dice; pero de lo que
estoy seguro es que yo hubiera esperado que fuese sólida como una colosal
bola de nieve»[1].
Pero la nitidez de la mañana eterna pronto se desvaneció, y Chesterton,
influido por el ambiente escéptico y materialista de la Inglaterra de finales
del siglo XIX, y por lo que él mismo denomina su experiencia del pecado,
llega a un escepticismo radical, o mejor dicho, a una actitud sincretista
entre el solipsismo y el idealismo: «Lo que me llama la atención, cuando
miro hacia atrás la juventud e incluso la infancia, es la tremenda rapidez
con que logran ellas reintegrarse a las cosas fundamentales; llegando hasta la
negación de esas cosas fundamentales. En edad muy temprana, tenía ya pensada
la vuelta al pensamiento en sí. Es una cosa terrible hacer esto; porque puede
conducir a pensar que lo único que existe es el pensamiento. En aquel
entonces, no distinguía muy claramente entre el estado de sueño y el de
vigilia; no sólo como estado de ánimo, sino como duda metafísica, sentía
como si todo pudiera ser un sueño. Era como si hubiese proyectado el universo
dentro de mí mismo, con todos sus árboles y sus estrellas; y ésto está tan
cerca de la noción de ser Dios, que indudablemente está todavía más cerca
de volverse loco. Y sin embargo, no era volverse loco, en ningún sentido
médico ni físico; llevaba sencillamente el escepticismo sobre mi tiempo al
extremo que podía ir. Y pronto descubrí que podía ir más lejos que la
mayoría de los escépticos. Cuando ateos soporíferos venían a explicarme
que tan sólo existía la materia, yo escuchaba sumido en una especie de
desasimiento, terriblemente tranquilo, porque tenía la sospecha de que lo
único que existía era la mente. Siempre he tenido la sensación de que
había algo, pobre y de tercer orden, en los materialistas y en el
materialismo desde entonces. El ateo me decía con prosopopeya que no creía
en la existencia de Dios; pero había momentos en que yo no creía ni siquiera
en la existencia del ateo»[2].
Poco duró esta etapa de su vida, en la que hubo manifestaciones de
depresión. Tan mal se encontraba Chesterton, que lo único que era capaz de
hacer cuando volvía a casa después de sus ocupaciones era tirarse en la cama
y leer novelas de Dickens. Superada esta fase, se abría un período de
optimismo, denominado por nuestro autor de «una cierta gratitud mística».
Veamos como nos lo cuenta el mismo Chesterton: «En verdad, la historia de lo
que llaman mi optimismo es bastante curiosa. Después de haber permanecido
algún tiempo en los abismos del pesimismo contemporáneo, tuve un fuerte
impulso interior para rebelarme, para desalojar aquel íncubo o de descartar
semejante pesadilla. Pero como estaba luchando todavía conmigo mismo, a
solas, y encontraba poca ayuda en la filosofía y ninguna en la religión,
inventé una teoría mística rudimentaria y pésima, que era propiamente
mía. Y en sustancia, lo que sigue: que incluso la mera existencia reducida a
sus límites más primarios, era lo suficientemente extraordinaria como para
ser estimulante. Cualquier cosa era magnífica comparándola con la nada.
Incluso si la luz del día era un sueño, era soñar despierto; no era una
pesadilla. El mero hecho de poder mover los brazos y las piernas (o esos
objetos externos, dudosos, situados en el paisaje, que se llaman brazos y
piernas) prueba que no tenía la parálisis de una pesadilla. O bien, si era
una pesadilla era una pesadilla grata. Es decir, que me había embarcado en
una postura bastante parecida a la frase de mi abuelo puritano, cuando dijo
que daría gracias a Dios por haberle creado antes, aun en el caso en que
fuera un alma perdida. Seguía unido a los restos de la religión por un tenue
hilo de gratitud (...) Lo que quería expresar, aunque no supiera hacerlo, era
lo siguiente: que ningún hombre sabe lo optimista que es, aun llamándose
pesimista, porque no ha medido realmente la magnitud de su deuda hacia lo que
le ha creado y le ha permitido ser algo. En el fondo de nuestro pensamiento,
existía una llamarada o estallido de sorpresa ante nuestra propia
existencia»[3].
Esta gratitud mística necesitaba de un asidero más firme que el simple
hartazgo del pesimismo solipsista. La contemplación de las diferentes sectas
religiosas y éticas de su entorno llevó a Chesterton a preguntarse por los
problemas de la religión. Nuestro autor observaba que sus contemporáneos
cambiaban de ideas como se cambia de sombrero. Ideas, por otra parte, que no
explicaban los problemas fundamentales de la existencia humana. El
escepticismo, el determinismo, el evolucionismo y otros ismos de su época
entraban en flagrante contradicción con la experiencia ordinaria y con el
sentido común. En particular, molestaban a Chesterton las ideologías
deterministas que negaban el libre albedrío y, por ende, la responsabilidad
moral de los actos. «Empecé a estudiar más exactamente la teología
cristiana general, que muchos odiaban y pocos estudiaban. Pronto descubrí que
correspondía, de hecho, a muchas de estas experiencias de la vida; que
incluso en sus paradojas correspondía a las paradojas de la guerra (...). Mi
impresión general, incluso en aquel entonces, (era) de que la vieja teoría
teológica parecía encajar, más o menos, en la experiencia, mientras que las
nuevas teorías negativas no encajaban en ningún lado, y mucho menos las unas
con las otras»[4]. En este período Chesterton escribe un ensayo —Herejes
(1905)—, donde critica las teorías de Shaw, Wells, Kipling y otros.
Este libro será la causa próxima de uno de sus mejores ensayos, Ortodoxia
(1908), que analizaremos más adelante, donde la filosofía del asombro
agradecido ocupa un lugar central.
Si la cuarta etapa está caracterizada por un acercamiento a la teología
cristiana, la quinta y última está determinada por su conversión a la
Iglesia Católica. En el último capítulo de su Autobiografía,
Chesterton nos presenta la figura encantadora del Padre O’Connor, quien
inspiró a nuestro autor al célebre Padre Brown, personaje principal de sus
mejores novelas policiales. Lo que más sorprendió a Chesterton fue el
profundo conocimiento que este sacerdote católico tenía del mal. La Iglesia
Católica penetraba en el fondo de los corazones humanos como nadie sabía
hacerlo y solucionaba los problemas espirituales del hombre. Éste fue uno de
los elementos decisivos que lo llevaron a la conversión. «Cuando la gente me
pregunta: “¿Por qué ha ingresado usted en la Iglesia de Roma?”, la
primera respuesta (esencial, aunque en parte resulte elíptica) es: “Para
desembarazarme de mis pecados”. Pues no existe ningún otro sistema
religioso que haga realmente, desaparecer los pecados de las
personas»[5]. El sacramento de la confesión produjo en Chesterton una
confirmación de su infancia, de esa mañana eterna que había perdido en su
juventud. Y es algo que está al alcance de cualquier católico: «Cuando un
católico sale de confesarse, auténticamente y por definición, sale de nuevo
a aquel amanecer de su propio principio y contempla con ojos nuevos, por
encima del mundo, un Crystal Palace que es verdaderamente de cristal. Cree que
en ese rincón, en penumbra y en ese breve rito, Dios lo ha vuelto a crear a
su propia semejanza. Es, ahora, un nuevo experimento del Creador. Es un
experimento tan nuevo como lo era cuando sólo tenía cinco años. Se yergue,
como dije, en la luz blanca del principio digno de la vida de un hombre. Y las
acumulaciones del tiempo ya no pueden inspirarle terror. Aunque esté cano y
con gota, sólo tendrá minutos de edad»[6].
Estas consideraciones sobre la confesión llevan a Chesterton a afirmar que la
doctrina principal de su vida, que le hubiera gustado enseñar siempre aunque
a veces no lo ha conseguido por los extravíos de su juventud, es la de
«aceptar las cosas con gratitud y no como cosa debida»[7]. Para Chesterton
los dos grandes pecados, que impiden la felicidad, son el Orgullo y la
Desesperación. Los optimistas y los pesimistas meramente humanos cometen
estos dos pecados. Quien con humildad contempla una simple planta —Chesterton
pone el ejemplo de un diente de león—, estará asombrado ante su existencia
y agradecido al Creador. El pesimista considerará que no hay planta digna
para él; el optimista, que hay muchos mejores dientes de león que el que
está contemplando delante de él. «Todas estas capciosas comparaciones
están basadas sobre la extraña herejía de que un ser humano tiene derecho a
poseer un diente de león y que, de un modo extraño, podemos pedir que nos
entreguen los mejores dientes de león del jardín del paraíso, que no
debemos agradecimiento ninguno por ellos y que no necesitamos maravillarnos
tampoco, y sobre todo no maravillarnos de que nos creyeran dignos de
recibirlos. En lugar de decir, como el viejo poeta religioso: “¿Qué es el
hombre para que Tú lo consideres”, tenemos que decir, como el cochero de
punto descontento: “¿Qué es esto?”, o como el malhumorado coronel en su
club: “¿Es ésta una chuleta digna de un caballero?”»[8]. Chesterton
sostiene que su filosofía de la gratitud está necesariamente ligada a la
teología, porque para agradecer algo hay que saber a quién agradecérselo. Y
dada la gratuidad de la existencia, sólo podemos agradecérselo al Creador.
Chesterton termina su Autobiografía con un profundo sentido de
agradecimiento y de asombro: «La existencia es todavía una cosa extraña
para mí, y como a extranjero le doy la bienvenida. Para empezar, pongo el
principio de todos mis impulsos intelectuales ante la autoridad a la que he
venido al final, y he descubierto que estaba ahí antes de que yo la pusiera.
Me encuentro ratificado en mi realización de este milagro que es estar en
vida; no de un modo vago y literario, como el que usan los escépticos, sino
en un sentido definido y dogmático: de haber recibido la vida por el que
sólo puede hacer milagros»[9]. El primer recuerdo de Chesterton, según su
propia confesión, fue el de un caballero que se dirigía a un castillo
cruzando un puente con una llave dorada. Era un recuerdo de un teatro de
títeres que tenía en su casa. Con ese recuerdo, Chesterton pone punto final
a su Autobiografía: «Esta convicción arrolladora de que hay una
llave que puede abrir todas las puertas, me trae de nuevo, ante mí,
destacándose a la memoria mi primer atisbo del glorioso don de los sentidos,
y la experiencia sensacional de esa sensación. Y surge de nuevo, como hace
tiempo, la figura de un hombre que cruza un puente llevando una llave: tal
como lo vi cuando miré, por primera vez, en el país de las hadas, por la
ventana del teatro en miniatura de mi padre. Pero sé que aquél, que se llama
Pontifex, el constructor del puente, se llama también Claviger,
el portador de la llave; y que esas llaves le fueron dadas para atar y
desatar, cuando era un pobre pescador en una provincia lejana, junto a un
pequeño mar un tanto misterioso»[10]. Veremos que las imágenes de la llave
y del puente reaparecerán repetidas veces en la obra chestertoniana.
2. La aventura de la ortodoxia
Analizaremos a continuación los elementos de su filosofía del asombro
agradecido, que ya hemos visto pergeñados en su Autobiografía, en tres de
sus mejores ensayos. Comenzaremos con Ortodoxia.
a) Ortodoxia[11]
La cuarta etapa de la vida de Chesterton, escribíamos, está caracterizada
por un acercamiento al cristianismo. En su Autobiografía explica cual
es el nexo que une a los dos ensayos más importantes de este período:
Herejes y Ortodoxia: «En aquella época publiqué algunos estudios sobre
escritores contemporáneos tales como Kipling, Shaw y Wells; y sintiendo que
cada uno de ellos pecaba por un error último o religioso, titulé el libro Herejes.
Hizo su crítica Mr. G. S. Street, el amable ensayista, que casualmente
empleó la expresión de que no iba a preocuparse acerca de su teología hasta
que yo hubiese expuesto realmente la mía. Con toda la solemnidad de la
juventud, acepté esto cual un reto, y escribí un bosquejo de mis propias
razones para creer que la teoría cristiana, resumida en el Credo de los
Apóstoles, podría ser una crítica mejor de la vida que ninguno de los que
había criticado yo. Lo llamé Ortodoxia, pero incluso entonces me sentí muy
a disgusto con el título»[12].
Chesterton describe en Ortodoxia su filosofía, aunque reconoce que en
realidad no es «suya»: «Dios y la humanidad la hicieron, y ella me hizo a
mí»[13]. En realidad, coincide con el Credo de los Apóstoles. La imagen del
navegante que sale de Inglaterra en busca de tierras desconocidas, y que
después de un largo periplo llega a lo que él considera una isla ignorada
del Mar del Sur, pero que en realidad era la misma Inglaterra, le sirve a
Chesterton para describir su propio periplo espiritual: después de haber
deambulado por sectas y filosofías diversas, descubrió que a lo que le
llevaba el sentido común era al cristianismo, que se encontraba sobre la
tierra desde hacía casi dos mil años.
Según el ensayista inglés, había en el ambiente intelectual a él
contemporáneo bastantes signos de locura. Chesterton comienza por establecer
cuáles son las causas de la locura, y cuál su posible remedio. A pesar de lo
que pueda parecer a primera vista, la fantasía o la imaginación no arrastran
a la locura: lo que arrastra a la locura es la razón. No es que Chesterton
ataque el razonamiento lógico, sino que trata de mostrar cómo un uso
estrecho de la razón empequeñece el alma en forma enfermiza: «la poesía es
saludable porque flota holgadamente sobre un mar infinito; mientras que la
razón, tratando de cruzar ese mar, lo hace finito; y el resultado es el
agotamiento mental (...). Aceptarlo todo, es un ejercicio, y robustece;
entenderlo todo, es una coerción, y fatiga (...). El poeta no pide más que
tocar el cielo con su frente. Pero el lógico se empeña en meterse el cielo
en la cabeza, hasta que la cabeza le estalla»[14]. Loco es el que siempre
piensa que tiene razón, y que empequeñece lo infinito y lo eterno en su
insana obsesión: «hay algo que pudiéramos llamar la “universalidad
estrecha”, algo que pudiéramos llamar la eternidad diminuta y concentrada;
como puede verse en muchas religiones modernas. Y ahora, hablando de un modo
enteramente externo y empírico, podemos decir que el síntoma más claro e
inequívoco de la locura es una combinación de la plenitud lógica y la
contracción espiritual»[15]. Chesterton considera que tanto los
materialistas como los deterministas de cualquier género adolecen de esta
estrechez espiritual: lo explican todo coherentemente, pero en el fondo no
explican nada, pues la vida va por otra parte. Lo mismo les sucede a aquellos
que no creen en la materia, pero sí creen en sí mismos: se encierran en una
celda individual, de la que hacen depender a todo el mundo, pero en realidad
se quedan a solas con su pesadilla: «las estrellas no serán más que puntos
en la negrura de su propio cerebro; el rostro de su madre, sólo un boceto de
su caprichoso lápiz, trazado en los muros de su celda. Pero eso sí, a la
puerta de su celda podréis escribir con espantosa verdad: “Éste cree en
sí mismo”»[16]. Tanto quienes sólo pueden confiar en sus sentidos como el
que no puede confiar en ellos padecen de locura: se crean un cielo y unas
estrellas pintadas en la caja en la que se encierran. Con razón el símbolo
de muchos pensadores modernos es el de la serpiente que se muerde la cola:
imagen de un animal degradado que está destruyéndose a sí mismo.
Para Chesterton la locura es la razón arrancada de sus raigambres vitales, la
razón que opera en el vacío. En cambio, el secreto de la cordura, que logra
mantener el equilibrio mental, es el misticismo. Mientras haya misterio habrá
salud, pues el hombre puede entenderlo todo, pero sólo mediante aquello que
no puede entender. «El lógico desequilibrado se afana por aclararlo todo, y
todo lo vuelve confuso, misterioso. El místico, en cambio, consiente en que
algo sea misterioso, para que todo lo demás resulte explicable. El
determinista propone su teoría de la causalidad con la mayor nitidez y
después se encuentra con que ya no tiene derecho de pedirle nada “por favor”
a su ama de casa. El cristiano admite el libre albedrío a título de misterio
sagrado; pero, merced a esto, sus relaciones con el ama se aclaran y facilitan
considerablemente. Planta la simiente del dogma en medio de la purísima
sombra; pero ella florece después en todas las direcciones, con una abundante
salud nativa»[17]. Si el círculo significaba la razón y la locura, la cruz
representa el misterio y la salud. Con una paradoja en la intersección de sus
brazos, la cruz se abre a los cuatro vientos: «es como la señal del camino
para libres caminantes»[18].
Una vez aclarado que es la razón y no la imaginación la causa de la locura,
Chesterton emprenderá la defensa del buen uso de la razón. En la Inglaterra
del libre pensamiento se corre el riesgo de abolir el pensamiento mismo. El
materialismo se erige contra el pensamiento, así como el determinismo. Sobre
todo los escépticos, si llevan sus razonamientos hasta sus últimas
consecuencias, concluirán que no tienen siquiera derecho a pensar. Los
evolucionistas, por su parte, si quieren dar un alcance metafísico a sus
hipótesis científicas, llegarán a la conclusión que sólo existe el eterno
flujo del todo y la nada. Y como no se puede pensar si no se está separado
del objeto en que se piensa, el evolucionismo metafísico decreta la muerte
del pensamiento. Chesterton, que analiza también otras escuelas filosóficas
—pragmatismo, voluntarismo, nominalismo— formula el siguiente aserto:
«Hasta donde hemos perdido la creencia, hemos perdido la razón. Sí, ambas
tienen la misma condición autoritaria y primaria. Ambas constituyen métodos
de prueba que, a su vez, no admiten ser probados. Y en el acto de aniquilar la
idea de la autoridad divina, damos al traste con aquella autoridad humana de
que no podemos dispensarnos aun para decir que dos y dos son cuatro. Con
largos y mantenidos esfuerzos hemos logrado arrancar la mitra pontifical de la
cabeza del hombre; pero la cabeza del hombre se ha caído con ella»[19].
El mundo moderno está poblado de virtudes cristianas que se han vuelto locas,
al sentirse aisladas y solas. Los hombres necesitamos un marco de referencia
existencial que nos proporcione respuestas a nuestros interrogantes
fundamentales. Las filosofías analizadas por nuestro autor conducen a la
desesperanza. Pero, ¿hay cabida para la esperanza? Chesterton responde
afirmativamente, y nos ofrece la génesis de lo que el llama la
"filosofía de los cuentos de hadas": «Mi primera y última
filosofía, aquella en que creo con fe inquebrantable la aprendí en la edad
de la crianza. Puedo decir que la recibí de la nodriza; es decir, de la
sacerdotisa solemne y orientadora, que representa la tradición y la
democracia a un tiempo mismo. Aquello en que más creía yo entonces, y en que
sigo creyendo más son los cuentos de hadas. A mí me parecen lo más
razonable que hay en el mundo. Y en verdad no son tan fantásticos como se
dice. ¡Cuántas cosas, comparadas a ellos, resultan más fantásticas
todavía! A su lado el racionalismo y la religión parecen igualmente
anormales; aunque anormalmente justa la religión, y el racionalismo
anormalmente falso. El reino de las hadas no es más que el luminoso reino del
sentido común. No toca a la tierra juzgar al cielo; pero sí al cielo juzgar
la tierra»[20].
Para entender las paradójicas afirmaciones chestertonianas hay que partir de
la idea de la gratuidad de la Creación. Chesterton distingue entre las
verdades que surgen de las relaciones meramente lógicas o matemáticas de las
que se refieren al mundo natural. En las primeras sí hay leyes; en las
segundas no. Los cuentos de hadas, que Chesterton escuchaba con entusiasmo de
labios de su nodriza cuando era niño, subrayan la gratuidad de las relaciones
entre las cosas reales. La relación que hay entre un huevo y el volar es tan
maravillosa como cuando la bruja de un cuento dice: “Sóplese el cuerno, y
el castillo del ogro caerá”. El capítulo La ética en tierra de duendes es
todo él un canto a la gratuidad de la Creación y a la maravilla de la
existencia de las cosas: «Esta facultad elemental de asombro no es, sin
embargo, un hábito fantástico creado por los cuentos de hadas, sino que, al
contrario, de ella parte la llama que ilumina los cuentos de hadas. Así como
a todos nos gustan las historias de amor en virtud de nuestro instinto sexual,
así nos gustan las historias maravillosas, por excitar la fibra de un antiguo
instinto de asombro. Pruébalo el hecho de que, cuando muy niños, no
necesitamos cuentos de hadas, sino simplemente cuentos. La vida es de suyo
bastante interesante. A un chico de siete años puede emocionarle que Perico,
al abrir la puerta, se encuentre con un dragón; pero a un chico de tres años
le emociona ya bastante que Perico abra la puerta (...) En el asombro hay
siempre un elemento positivo de plegaria (...). La vida es tan preciosa como
enigmática; es un éxtasis, por lo mismo que es una aventura; y es una
aventura porque toda ella es una oportunidad fugitiva»[21].
De tal gratuidad de la Creación surge una teoría ética: si este mundo
podría no existir, pero de hecho existe, y recibimos con él las maravillas
de la Creación, es lógico también suponer que se nos impongan condiciones
para gozarlo. Así como en los cuentos de hadas hay condiciones —Cenicienta
debe volver a su casa antes de medianoche—, en la vida humana también
existen esas condiciones, si queremos realmente ser felices. Que existan dos
sexos, por ejemplo, es tan maravilloso, que a ningún hombre debería
importarle que se le imponga la condición de elegir sólo a una mujer. La
gratuidad de la Creación implica una actitud de humildad: nadie es digno de
su existencia, que es un don inmerecido, y es natural que el goce de ese don
venga con algunas condiciones establecidas. Y como a través de esas
condiciones se vislumbra un plan en la Creación, debe existir un Creador. Por
eso la existencia no sólo es maravillosa sino milagrosa: «Siempre había yo
sentido de un modo vago que los fenómenos eran milagrosos, o si se quiere,
que siempre son maravillosos; pero desde entonces empecé a juzgarlos
milagrosos, por otra razón más esencial: por ser voluntarios. Quiero decir
que los fenómenos eran, o son, actos reiterados de una voluntad que los
produce. En resumen: que siempre había yo creído que el mundo ocultaba
algún poder mágico; pero, desde entonces, creí también que ocultaba algún
mago. De aquí mi profunda emoción; una emoción siempre presente y
subconsciente: la que brota de reconocer que nuestro mundo tiene algún objeto
verdadero; y si hay algún objeto es porque hay alguna persona. Siempre me ha
parecido que la vida era, ante todo, un cuento. Y esto supone la existencia de
un narrador»[22].
Al final de este capítulo antológico, Chesterton resume en pocas líneas el
contenido de su filosofía. Creo que vale la pena citarlo textualmente:
«Sentía yo —puedo decir que lo sentía en mis huesos—, ante todo, que
este mundo no se explica por sí mismo; en cambio, muy bien puede ser un
milagro con una explicación sobrenatural, o un sortilegio con una
explicación natural. Pero para que la explicación o el sortilegio me
satisfagan, es necesario que valgan más que las explicaciones naturales de
que tengo noticia. Se trata de una cosa mágica, ya sea verdadera o falsa. En
segundo lugar, empecé a sentir que tal operación mágica tenía algún
sentido, y el sentido implicaba una voluntad personal. Había, pues, algo
personal en el mundo, como lo hay en las obras de arte; cualquiera que fuese
su significado, era intenso y vivo. En tercer lugar, me pareció que el
propósito del mundo era bello dentro de sus contornos anticuados, como lo es,
por ejemplo, la forma de los dragones. En cuarto lugar, que nuestro mejor modo
de agradecer ese propósito era una manera de humildad y modestia: que hemos
de agradecer a Dios la buena cerveza y el borgoña, no abusando de su bebida.
Además, alguna obediencia debíamos al poder que nos hizo. Y, finalmente —y
aquí va lo mejor—, fue poco a poco apareciendo en mi alma cierta vaga y
avasalladora impresión de que todos los bienes eran despojos que había que
guardar y esconder, como reliquias de alguna gran ruina original. El hombre ha
salvado el bien, como Crusoe ha salvado sus bienes; lo ha salvado de un gran
naufragio. Así meditaba yo, sin que pueda decirse que la filosofía de mi
tiempo favoreciera mis meditaciones. Y, entretanto, jamás se me ocurrió
acordarme de la teología cristiana»[23].
Se le ocurrió pensar en la teología cristiana cuando se enfrentó a un
problema que le inquietaba: ¿qué diferencia había entre el suicidio y el
martirio? Chesterton llegó a la misma conclusión que el cristianismo. Y
cuando se enteró de la coincidencia, se sorprendió, hasta llegar a ver que
toda su visión del mundo encajaba con la cristiana. Detengámonos por un
momento en el problema del suicidio. Para el autor de Ortodoxia el
suicidio es El Pecado: expresa el desdén por la vida y por toda la
existencia: «la perversidad más absoluta y refinada consiste en rehusarse a
todo interés por la existencia; en rehusarse al juramento de lealtad por la
existencia»[24]. Chesterton sostiene que la actitud sana del hombre frente a
la existencia ha de ser similar a la del patriota para con su nación: un amor
fiel y operativo, que no se basa en motivos racionales, sino en la simple
lealtad que surge de los hechos naturales. No hay que amar a la propia nación
por algúna razón: se la ama y punto. Si los ingleses amaran a Inglaterra por
el hecho de ser Imperio, dejarían de amarla cuando perdieran sus posesiones
coloniales. En cambio, si se la ama por el simple hecho de ser nación,
seguirá siendo nación aunque perdiera el Imperio. Lo mismo nos sucede con la
vida: tenemos un sentimiento natural de lealtad hacia ella. Pero esta lealtad
ha de manifestarse en obras. El verdadero amor quiere mejorar el objeto amado:
porque amamos este mundo, queremos mejorarlo. Y en ese sentido, hay que odiar
las cosas que lo afean y proponer reformas para su mejora. Volviendo a la
dialéctica suicida-mártir, el primero quiere aniquilar el mundo, y el
segundo desea mejorarlo: «El suicida se preocupa tan poco de todo lo que no
sea él mismo, que desea el aniquilamiento general. Si el uno anhela provocar
algo nuevo, el otro desea acabar con todo. En otras palabras: el mártir es
noble porque, aun cuando renuncie al mundo o execre de la humanidad, reconoce
este último eslabón que los une con ellos: pone su corazón fuera de sí
mismo, y sólo consiente en morir para que algo viva. El suicida, en cambio,
es innoble porque carece de toda liga con el ser: no es más que un
destructor, y espiritualmente destruye el universo»[25].
Chesterton, decíamos, se alegró al ver que su punto de vista era el mismo
que sostenía la tradición cristiana: el cristianismo exige una lealtad con
el mundo, al mismo tiempo que propone una reforma completa de este mundo.
Utilizando las palabras textuales de nuestro autor, hay que «amar al mundo
sin confiar en él, de amarlo sin ser mundano»[26]. El dogma de la Creación,
que establece que Dios es un Ser personal y que ha creado un mundo distinto de
su personalidad, pero finalizado en Dios, fue para Chesterton la confirmación
de la justeza de su filosofía de los cuentos de hadas: «Toda la tierra
pareció entonces encenderse para iluminar los campos de mi remota infancia y
aquel cúmulo de ciegos caprichos infantiles que en el cuarto capítulo (La
ética en tierra de duendes) he intentado bosquejar entre sombras,
súbitamente se aclaró y se justificó. De modo que no me engañaba yo al
suponer que en el rojo intenso de las rosas había cierto don de elección:
tratábase, en efecto, de una elección divina. No me engañaba yo al
sospechar que era más probable que el color de la hierba fuese una
equivocación y no una necesidad, puesto que, en efecto, la hierba pudo haber
tenido otro color. Y mi creencia que la felicidad pendía del hilo sutilísimo
de una condición, no dejaba, en resumidas cuentas, de tener un significado
profundo: significaba nada menos, que la doctrina de la Caída. Hasta esas
nebulosas, vagas y absurdas nociones que ni siquiera he acertado a describir,
mucho menos a defender, parecían ahora recobrar su sitio natural e instalarse
quietas, como las cariátides colosales del Credo»[27]. La existencia de un
Ser Personal, distinto del mundo y creador del universo, llevó a Chesterton a
la conclusión que el hombre está destinado a Dios, no al mundo, que los
hombres no somos completamente adaptables al mundo, que hay que, repitámoslo
una vez más, «amar al mundo sin confiar en él; de amarlo sin ser mundano».
Y no somos completamente adaptables al mundo, entre otras razones, porque el
mundo esta afeado por los efectos de la caída original, consecuencia de esa
condición que puso Dios a nuestros primeros padres y que no quisieron
cumplir.
La última parte de Ortodoxia se centra en la necesidad de establecer
un ideal —Utopía la llama Chesterton— para mejorar este mundo al que hay
que amar. El problema de muchas de las ideologías modernas consiste en que
hablan de Progreso o de Evolución, pero no señalan hacia donde se dirigen
estos procesos supuestamente universales. Si queremos cambiar el mundo,
actitud propia de los que aman la Creación y desean quitar de ella lo que
está mal, consecuencia de la Caída, hay que establecer un ideal, una meta.
Una vez más, Chesterton se asombra al comprobar que el cristianismo ofrecía
ese ideal que nuestro autor buscaba. El Creador tiene un proyecto para el
hombre. En el jardín del Edén Adán y Eva arruinaron tal proyecto, pero el
ideal sigue fijo y en lo alto. El libre albedrío de la criatura humana y la
ayuda divina de la gracia hacen posible que breguemos en pos de la perfección
del hombre, que sólo en Dios alcanzará su plena realización. Por eso, para
Chesterton la vida se configura como una aventura, como una novela abierta —la
novela es un producto cultural de la civilización cristiana, y sería
imposible que se desarrollase en la civilización del determinismo budista—.
Por eso la ortodoxia cristiana, lejos de ser una rémora conservadora y
estática, es una fuerza revolucionaria que pretende realmente cambiar el
mundo. Los conservadores son los escépticos, los progresistas y los
evolucionistas, que conciben un mundo ya predeterminado, al que no se le puede
mejorar.
b) Lo que está mal en el mundo (1910)
La necesidad de un ideal para cambiar el mundo será uno de los temas
centrales del ensayo de Chesterton titulado Lo que está mal en el mundo.
Precisamente, lo que está mal en el mundo moderno es la ausencia de ideales,
«lo que está mal es que no nos preguntamos en qué consiste el bien»[28].
Es generalizada, según el ensayista inglés, la conciencia de la crisis de la
sociedad moderna. En donde comienzan las disensiones es a la hora de
establecer los remedios. Para Chesterton, el ideal que hay que proponer para
el hombre y la sociedad se identifica con el del cristianismo: «Existe un
ideal humano de permanente vigencia que no debe ser ni confundido ni
aniquilado. El hombre más importante de la tierra es el hombre perfecto que
no existe. La religión cristiana nos ha revelado la doctrina de salvación
para nuestras almas, sosteniendo la idea de la Verdad encarnada y humana.
Nuestras vidas y nuestras leyes no son juzgadas por su superioridad divina,
sino simplemente por su perfección humana. El hombre, dice Aristóteles, es
la medida de todas las cosas. El Hijo del Hombre, dice la Escritura, es quien
habrá de juzgar a los vivos y a los muertos»[29].
Este ideal no es moderno, sino que pertenece a la misma naturaleza humana,
aunque a partir de la revelación se ha hecho más claro y nítido. Por eso,
según Chesterton, es necesario echar la mirada hacia el pasado para ver cómo
se encarnó dicho ideal. Y a la conclusión a la que se llega es que nunca se
logró la perfecta realización de los ideales históricos. «El mundo está
lleno de estos ideales inconclusos, de estos templos sin terminar. La historia
no se compone de ruinas deshechas y tambaleantes; consiste más bien en
palacios a medio hacer, abandonados por un constructor en bancarrota. Este
mundo se parece más a un suburbio en proyecto que a un cementerio
desierto»[30]. Chesterton pone el ejemplo del Medioevo cristiano y de la
Revolución Francesa: ninguno de los ideales que alentaron estos dos procesos
históricos se llevaron completamente a la práctica, aunque mucho dejaron
tras de sí. «El ideal cristiano no ha sido probado y hallado insuficiente.
Se lo halló difícil y se lo abandonó sin probarlo. Lo mismo, desde luego,
ocurrió en el caso de la Revolución Francesa. Gran parte de nuestras
perplejidades presentes surgen del hecho de que la Revolución Francesa a
medias ha triunfado y a medias ha fracasado»[31].
La cultura moderna tiende a mirar hacia el futuro y desdeña el conocimiento
del pasado. Popularmente se dice: «No se puede atrasar el reloj», expresión
que quiere manifestar que no se puede ir atrás en la historia. Chesterton no
está de acuerdo con ésto: «Puesto que el reloj es un artefacto de
fabricación humana, puede ser colocado con el dedo del hombre en cualquier
hora del día. Del mismo modo, puesto que la sociedad es un mecanismo
elaborado por los hombres, puede ser reconstruido de acuerdo a cualquier plan
que alguna vez haya existido»[32]. El ensayista inglés quiere reivindicar
para sí la libertad de elegir entre los distintos elementos que ofrece la
historia, para alcanzar el ideal que considera más beneficioso para la
humanidad. Si el pasado ha acertado en algunas cosas, no hay poder humano que
impida volver hacia esos aciertos: «Hay otro proverbio inglés: “Del modo
como se haya hecho la cama, de ese modo hay que acostarse”, que también es
simplemente una mentira. Si he hecho mi cama incómoda, por Dios que he de
hacérmela de nuevo. Podríamos restablecer la Heptarquía o los coches de
punto si nos viniera en gana. Se tardaría algún tiempo y podría ser poco
aconsejable, pero ciertamente no es imposible, como es imposible volver al
viernes pasado. Es ésta —repito— la primera libertad que reclamo: la
libertad para restaurar»[33].
A lo largo de este ensayo, y teniendo fija la mirada en el ideal de la
perfección del hombre, Chesterton analiza con fina ironía británica
diversos asuntos acerca del estado, la familia y la educación, realizando una
crítica profunda de la sociedad inglesa de la primera mitad del siglo XX,
llena de religiones sustitutivas pero carentes de metas claras hacia donde
dirigirse.
c) El Hombre Eterno (1925)
El ideal defendido por nuestro autor tiene mucho que ver con el título de uno
de los ensayos más profundos de Chesterton, El Hombre Eterno. Escrito
después de su conversión al Catolicismo, el ensayista inglés se propone
como meta el demostrar que toda comparación entre el cristianismo y las otras
religiones está destinada al fracaso, porque la Verdad traída al mundo por
Cristo es única. En el ambiente cultural de su época pululaban teorías
cientificistas que rebajaban el valor de todo pensamiento y sentimiento
religiosos; contemporáneamente, existía una fuerte corriente orientalista
que tendía a identificar el núcleo último del mensaje cristiano con el
budismo o el confucionismo. El ensayo tiene gran valor argumentativo. Nosotros
nos limitaremos a subrayar los elementos de la filosofía del asombro
agradecido que se encuentran en sus páginas.
Chesterton considera que la mejor manera de juzgar al cristianismo de modo
imparcial es poniéndose fuera de él. Se trata de tomar distancias para verlo
con perspectiva y captar sus elementos característicos. Una vez más, el
inglés recomienda una actitud psicológica infantil: para juzgar al
cristianismo desde fuera «debemos recordar el candor y el sentido maravilloso
de la infancia, el realismo sano y la objetividad de la inocencia»[34]. En
las dos partes en que divide su ensayo —"Sobre la criatura llamada
hombre" y "Del Hombre llamado Cristo"—, nuestro autor exige
al lector y sobre todo a sí mismo, no considerar los temas tratados como algo
familiar o conocido, sino procurar asombrarse como si se tratara de algo
nuevo: hay que asombrarse de lo extraño que es el bípedo llamado hombre y de
lo maravillosa que es la historia de Cristo: «Es casi imposible hacer vivos
los colores de la historia que nos es familiar. Estoy convencido de que si
pudiéramos contar la historia de Cristo como si fuese la de un héroe chino,
y pudiéramos llamarle Hijo del Cielo, en vez de Hijo de Dios, todos
proclamarían la pureza espiritual de la historia»[35].
Con esta actitud de asombro, Chesterton comienza su bosquejo de historia de la
humanidad —imitando irónicamente los ensayos de H.G. Wells—. En la
primera parte analiza al hombre primitivo hasta llegar a la víspera de la
llegada de Cristo. En estas primeras páginas ocupa un lugar central el dogma
de la Creación, que lo contrapone a las teorías evolucionistas. Según
Chesterton, es más fácil creer en la Creación que en una evolución de la
nada hacia algo. En el caso concreto de la aparición del hombre sobre la
tierra, más que de evolución hay que hablar de revolución: el cavernícola
que pinta animales en los muros de piedra es ya un ser inteligente y libre, un
artista que es tanto creado como creador. El ser humano es una criatura
única, que rompe todos los esquemas evolucionistas o biologicistas.
Si el hombre inteligente y libre significa una revolución en el cosmos, la
Encarnación del Hijo de Dios significa una nueva creación. Escribe
Chesterton: «Este bosquejo de la historia humana comenzó en una caverna; la
ciencia popular asoció el concepto de caverna al de cavernícola. En las
cavernas se han descubierto dibujos arcaicos de animales. La segunda mitad de
la historia humana, que equivale a una nueva creación del mundo, comienza
también en una caverna. Y para que la semejanza sea mayor, también en esta
caverna hay animales (...). Pero en esta segunda Creación había, sin duda,
algo simbólico, como en las rocas primitivas. Dios fue también un
cavernícola; también Él dibujó figuras extrañas de criaturas de
caprichoso colorido sobre los muros del mundo; pero a estas figuras les dió
vida luego»[36]. Chesterton va analizando distintas escenas del Evangelio,
para mostrar al lector lo asombroso del relato: un Dios que se hace más
humano que la humanidad misma, un universo que se reconcentra en la cuna de un
Niño. La historia de Cristo es, como titula su autor uno de sus capítulos
dedicado a analizar la Pasión y la Resurrección del Señor, "la más
extraña historia".
Esta historia asombrosa de un Dios que se hace hombre por amor nuestro,
continúa después de la Ascensión de Jesús a los Cielos, mediante la
historia de la Iglesia. Para Chesterton, una de las grandes figuras retóricas
sobre las cuales Cristo fundó la Iglesia es la de las llaves. La Iglesia
«afirmaba que existía una llave y que los cristianos poseían esa llave, y
que ninguna otra llave era como la de ellos. En ese sentido se puede hacer
resaltar su angostura. Sólo que era una llave con la que se podía abrir la
prisión del mundo entero, para salir al día luminoso de la libertad»[37].
La llave del credo cristiano liberaba al mundo del determinismo oriental, del
destino ciego, de las angustias del paganismo clásico. Con la llegada de
Cristo, la vida se transfiguraba en una aventura fantástica: «La fe
católica es reconciliación, porque es la realización de la mitología y la
filosofía. Es una historia, una novela, y en ese sentido, una de cien
novelas; sólo que es una historia verdadera. Es una filosofía, y en ese
sentido, una entre cien filosofías; sólo, una filosofía que es como la
vida. Pero sobre todo, es una reconciliación, porque es algo que sólo puede
ser llamado la filosofía de las historias. Ese instinto narrativo, que
produjo todos los cuentos de hadas, es algo desdeñado por todas las
filosofías, excepto una. La fe es la justificación de ese instinto popular;
el hallazgo de una filosofía por el análisis de la filosofía en él. Lo
mismo que un hombre en una novela tiene que pasar por varios trances de prueba
para salvar la vida, así el hombre de esta filosofía tiene que pasar varias
pruebas para salvar su alma. En los dos casos hay una idea de voluntad libre,
operando bajo condiciones de designio. En otras palabras: hay un objeto que
lograr, y es negocio propio del hombre dirigirse hacia ese objeto»[38].
Chesterton, al final de su ensayo, insistirá en el símbolo de las llaves,
tan central, como hemos visto, en su Autobiografía. La historia de
Cristo, la historia de "El Hombre Que Hizo El Mundo"[39], asombrosa
pero cierta, libera al hombre de todas sus esclavitudes y abre una puerta
hacia un mundo maravilloso. Terminamos nuestra exposición sobre los elementos
de su filosofía del asombro agradecido en este ensayo, con la cita de un
párrafo antológico: «Volvamos a un símbolo más especialmente cristiano:
el perfecto modelo de las llaves. Mi trabajo es un boceto histórico, no
teológico; por tanto, mi misión no es defender la teología. Pero sí puedo
indicar que no podía ser justificada en su trazado sin ser justificada en sus
detalles: como una llave. No trato de demostrar por qué el Credo debe ser
creído. Pero en contestación a los que preguntan por qué debe ser creído,
yo me limitaré a contestar: porque entra en la cerradura, porque es como la
vida. Es una entre muchas historias, pero ocurre que es la única verdadera.
Es una entre muchas filosofías, pero ocurre que es la única verdadera.
Aceptamos el Credo, y he aquí que encontramos terreno firme bajo nuestras
plantas y un hermoso camino por donde andar. No nos encarcela en un sueño de
fatalismo o en una noción de desilusión universal. Abre ante nosotros no
sólo cielos increíbles, sino lo que parece a algunos una tierra igualmente
increíble, haciéndola creíble. Ésta es la especie de verdad que cuesta
trabajo explicar porque es un hecho. Pero un hecho del que podemos deponer
testimonio. Somos cristianos y católicos, no porque adoramos una llave, sino
porque hemos pasado una puerta... Y hemos sentido el viento de la libertad
acariciando una tierra maravillosa»[40].
3. El humanismo de la Encarnación: San Francisco de Asís (1923) y Santo
Tomás de Aquino (1933)
San Francisco y Santo Tomás son dos puntos de referencia en el renacimiento
del pensamiento cristiano de la primera mitad del siglo XX. Varios
intelectuales han considerado que estos dos santos presentan ideas y actitudes
perfectamente aprovechables para la solución de la crisis de la cultura de la
Modernidad[41]. Chesterton no es la excepción, y escribirá dos famosos
ensayos sobre ellos. También en estos libros hay elementos importantes para
nuestro objeto de estudio.
Chesterton considera que San Francisco abre una puerta por la que se sale de
la Edad Obscura. El cristianismo primitivo se vio en la necesidad de purificar
el hedonismo y la inmoralidad en la que había caído la Antigüedad pagana.
Por eso hay una cierta huída del mundo en los primeros siglos cristianos. El
Medioevo del siglo XII inaugura una nueva época, de afirmación de la bondad
del mundo, salido de las manos del Creador y santificado por la Encarnación.
Sería absurdo considerar al Pobrecillo de Asís como un budista inmerso en el
gran todo de la Naturaleza, o que adora a la Naturaleza como a un fin último.
No. San Francisco descubre en cada ser natural a una criatura de Dios. La
hermana agua, el hermano sol o el hermano lobo son hermanos de Francisco
porque se encuentran en una total dependencia del Creador, al igual que los
hombres. La visión alegre y agradecida de Francisco frente a la Creación,
que se manifiesta en su Cántico de las creaturas, es la actitud
verdaderamente cristiana. Una naturaleza salida buena de las manos de Dios,
afeada por los pecados de los hombres y purificada por los siglos de
penitencia del Cristianismo primitivo.
Una vez más, en las páginas de este ensayo, Chesterton nos hace participar
de su filosofía del asombro agradecido: «Cuando decimos que el poeta alaba a
la Creación entera, queremos significar, generalmente, que sólo alaba al
cosmos entero. Pero aquel otro poeta (San Francisco) alaba precisamente la
Creación en cuanto Creación. Alaba el paso o transición de la nada al ser;
y también se extiende aquí la sombra de la imagen arquetípica del puente,
que ha dado al sacerdote su nombre arcaico y misterioso. El místico que pasa
a través del momento en que no existe sino Dios, presencia, en cierto modo,
los principios sin principio en que nada existía. Aprecia no solamente todas
las cosas, sino la misma nada en que fueron creadas. Experimenta, en cierta
manera, y aun responde a la ironía geológica del Libro de Job; en cierto
sentido presencia el acto de asentar los fundamentos del mundo, con los
luceros del alba y los hijos de Dios cantando de alegría. Esto no es más que
un lejano atisbo de la razón por la cual los Franciscanos, harapientos, sin
dinero, sin hogar y, al parecer, sin esperanza, llegaran, empero, a elevar
cánticos que parecen salir de los luceros del día, o gritos de alborozo
dignos de un hijo de Dios. Este sentido de la intensa gratitud y de la sublime
dependencia no era simple frase, ni un sentimiento siquiera; lo esencial es
que constituye la roca viva de la realidad»[42]. Para Chesterton, la verdad
más profunda sobre este mundo es que depende de la misericordia de Dios, de
su amor gratuito que saca la existencia de la nada.
La causa del asombro agradecido, sin embargo, no depende sólo del dogma de la
Creación, sino sobre todo del de la Encarnación. En su ensayo sobre Santo
Tomás de Aquino, el escritor inglés afirma que «San Francisco, a pesar de
todo su amor por los animales, nos salvó de ser budistas y Santo Tomás, a
pesar de todo su amor por la filosofía griega, nos salvó de ser platónicos.
Pero quizá resulte mejor decir esta verdad en su forma más simple: ambos
reafirmaron la encarnación trayendo de nuevo a Dios a la Tierra»[43]. Según
Chesterton, en los primeros siglos católicos dominó el lado espiritual y
místico del cristianismo, lado que predomina aún hoy en la tradición
oriental. Es que Bizancio pertenece a Asia, continente de la negación de la
realidad material y de los ensueños místicos panteístas. El cristianismo
oriental sigue siendo cristianismo, obviamente. Pero la tendencia
oriental desemboca en un trascendentalismo exagerado o en un confuso
panteísmo.
Santo Tomás, pocos años después de la revolución franciscana, realiza la
revolución aristotélica: la bondad del mundo recuperada por la poesía de
San Francisco, es ahora recuperada por la filosofía y la teología tomistas.
Chesterton pone en labios de Santo Tomás una explicación plausible dada a la
tradición platónico-agustiniana de por qué utilizó a Aristóteles en su
filosofía: «Lejos de este pobre fraile negar que estos brillantes
relucientes dancen en vuestras cabezas, tallados todos en las más perfectas
formas matemáticas y brillando con pura luz celestial; todos ahí, casi antes
de que empiecen ustedes a pensar, por no decir a ver, oír o sentir. Pero a
mí no me avergüenza confesar que encuentro a mi razón alimentada por mis
sentidos, que debo mucho de lo que pienso a lo que veo y huelo y gusto y toco,
y en lo que a mi razón concierne me veo obligado a tratar toda esta realidad
como real. Para ser breve, y con toda humildad, no creo que Dios haya querido
que el hombre ejercitara solamente esta forma de entendimiento elevada y
abstracta que ustedes tienen la fortuna de poseer; creo que hay un campo
intermedio de hechos que nos son dados por los sentidos para ser objeto de la
razón, y que en este campo la razón tiene el derecho de gobernar como
representante de Dios en el hombre. Es verdad que todo esto es inferior a los
ángeles, pero es superior a los animales y a todos los objetos actuales
materiales que el hombre encuentra en su derredor. Verdad, el hombre también
puede ser un objeto y hasta un objeto deplorable. Pero lo que una vez el
hombre hizo el hombre lo puede hoy hacer, y si un viejo y antiguo pagano
llamado Aristóteles me ayuda a hacerlo se lo agradeceré con toda
humildad»[44].
El escritor inglés habla de San Francisco y de Santo Tomás como de
auténticos humanistas, no en el sentido moderno del superhombre nietzscheano,
que es una mera superstición, sino en el teológico: la dignidad del hombre
proviene de la humanización de la divinidad, que es de hecho el dogma del
Credo más fuerte, inconmovible e increíble. Los dos medievales «remachaban
la conmovedora doctrina de la Encarnación que los escépticos encuentran tan
difícil de creer. Ni hay ni puede haber punto de la divinidad cristiana más
firme que la divinidad de Cristo»[45]. En su ensayo sobre Santo Tomás,
nuestro autor dedicará particular atención a su disputa contra los
maniqueos. Era lógico que fuera así, dentro del marco de su filosofía del
asombro agradecido. Si, como sostenían los maniqueos, la materia era mala,
toda la teología cristiana se venía abajo. Chesterton anticipa la expresión
audaz que años más tarde empleara el Beato Josemaría Escrivá de Balaguer:
la de materialismo cristiano. Escribe el inglés: «Después que la
Encarnación se convirtiera en la idea central de nuestra civilización, era
inevitable que hubiera un retorno al materialismo en el sentido de valorar en
serio la materia y la fábrica del cuerpo. Una vez que Cristo resucitó era
inevitable que resucitara también Aristóteles»[46].
Santo Tomás ofrece un cosmos ordenado al caos escéptico moderno, basado en
la Creación del mundo por un Ser Personal, que ha hecho cosas reales y
diferentes entre sí, un mundo «que tánto se diferencia de aquel en que
existe una cosa sola desplegada bajo el velo trepidante y mutable del cambio
engañador y que es la concepción que nos proponen tantas religiones antiguas
de Asia y tantos sofismas modernos de Alemania»[47]. El universo tomista,
creatura de Dios, es un cosmos ordenado pero no determinista: en la criatura
humana aletea la suprema Libertad del Creador. Santo Tomás se muestra
fascinado por el misterio central del hombre. «Para él el punto importante
es siempre que el hombre no es un globo que asciende a los cielos ni un topo
que sólo cava en la tierra, sino algo semejante al árbol cuyas raíces se
alimentan de la tierra mientras las ramas superiores se elevan hasta casi
tocar las estrellas»[48].
El tomismo es la filosofía del sentido común, y por lo tanto la única
realmente productiva. La esencia del sentido común tomista se basa en la
afirmación de que el intelecto puede realmente conocer la realidad. Las otras
filosofías impiden la coherencia de vida de los mismos filósofos: «De casi
todas las otras filosofías se puede decir con justicia que sus seguidores
obran a pesar de ellas pues de lo contrario no obrarían. Ningún escéptico
obra escépticamente, ningún fatalista obra fatalísticamente; todos obran
según el principio de que es posible asumir lo que no es posible creer. Y
así ningún materialista que piensa que su propia mente se la forjaron a
partir del barro y la sangre y la herencia duda en algún momento de forjarse
una mentalidad propia y ningún escéptico que cree que la verdad es subjetiva
tiene duda alguna de tratarla como objetiva»[49]. El tomista, dado que su
punto de vista coincide con el del sentido común, puede gozar de una vida
coherente entre lo que se piensa y lo que se hace.
Según Chesterton, el ataque al tomismo por parte de Lutero está en el origen
del mundo moderno[50]. La tradición agustiniana, dentro de la más perfecta
ortodoxia, ponía su énfasis en la idea de la impotencia del hombre frente a
Dios y la necesidad de la humildad intelectual, más que en la voluntad libre,
la dignidad humana y las buenas obras. Era una cuestión de énfasis, pero en
el siglo XVI el agustino Martín Lutero convierte tal énfasis en un verdadero
terremoto, «pues de la celda salió otra vez la tradición agustiniana, en el
día del llanto y la ruina, y clamó a los vientos con nueva y poderosa voz
por una religión elemental y emocional y por la destrucción de todas las
filosofías. Repetía por sobre todo su particular horror y su detestación de
las grandes filosofías griegas y de la escolástica sobre ellas fundada.
Tenía una teoría que era la destrucción de todas las teorías y tenía de
hecho su propia teología que era la muerte de la teología. El hombre no
podía decir nada a Dios ni de parte de Dios, a no ser un grito casi
inarticulado pidiendo misericordia y la ayuda sobrenatural de Cristo en un
mundo donde todo lo natural era sin sentido. El hombre no podía moverse ni
una pulgada ni más ni menos que una piedra. No podía fiarse de sus
pensamientos ni más ni menos que un nabo. Entre el cielo lejano y la tierra
vacía no quedaba nada sino el nombre de Cristo elevado como una imprecación
solitaria, lúgubre como el grito de la fiera acorralada»[51]. Hoy ese
luteranismo parece irreal, pero sembró la confusión de los tiempos modernos.
Chesterton se hace eco de la historia que dice que Lutero mandó quemar la Suma
Teológica de Santo Tomás. Nuestro autor, al terminar su libro, señala
que si se quemara éste nada ocurriría, pues en su época hay un floreciente
renacimiento del tomismo. Sus lectores no pensaron tan humildemente como
Chesterton acerca de este ensayo: el mismo Gilson lo consideró lo mejor que
se había escrito sobre Santo Tomás en su género.
4. Visión conclusiva
La filosofía del asombro agadecido es uno de los elementos centrales de la
cosmovisión chestertoniana. El punto de partida, que es metafísico y
religioso a un tiempo, es la gratuidad de la Creación. Según Chesterton,
este mundo no halla explicación en sí mismo. En lenguaje tomista, diríamos
que los entes contingentes exigen para su existencia un Ser Necesario. La
existencia humana es un don gratuito del Cielo, como lo es todo el Universo.
De ahí que la actitud que dicta el sentido común sea precisamente el asombro
y el agradecimiento. Ante la pregunta filosófica: ¿por qué existe el ser y
no la nada? la primera respuesta ha de ser el asombro causado por la
existencia del ser. No en vano los griegos afirmaban que el inicio de toda
filosofía se encuentra en el estupor, en la capacidad de asombrarse. Pero al
asombro hay que unir el agradecimiento, pues la existencia humana en medio de
este cosmos creado es maravillosa. No es una existencia perfecta, pues la
presencia del mal afea la Creación, pero entre el ser y la nada hay un
abismo, salvado no sólo por la Omnipotencia Divina, sino también por el Amor
y por la Misericordia.
El asombro agradecido implica una actitud de profunda humildad: no tenemos derecho
a esta existencia, y en consecuencia no debemos exigir nada. La
humildad es una virtud específicamente cristiana, que no se encuentra en las
morales paganas. Ante la crisis de la cultura de la Modernidad Chesterton
propone un retorno a la vivencia cristiana auténtica: asombro, agradecimiento
y humildad finalizan en el amor a Dios y en la caridad hacia los hombres.
Chesterton ama al mundo con un amor operativo, no meramente sentimental. Se
trata de un amor que lleva implícito el odio al mal: porque queremos a este
mundo, deseamos mejorarlo, reformarlo, inspirados en un concreto ideal de lo
que debe ser el hombre, ideal que proviene de la Revelación. En la
cosmovisión chestertoniana, las ideologías de la Modernidad —evolucionismo,
progresismo, determinismo— dejan al mundo tal cual está, con todas sus
fealdades y miserias. El amor cristiano es la fuerza revolucionaria para
cambiar este mundo. Por eso, Chesterton presenta un cristianismo que ha de ser
encarnado en las circunstancias de la vida misma.
El cristianismo encarnado de Chesterton no es una fuga del mundo, sino un
compromiso con su mejora. Y en concreto, había que mejorar ese mundo a él
contemporáneo, que había caído en una crisis espiritual profunda. Vienen a
mi mente dos expresiones del Beato Josemaría Escrivá, que creo se pueden
aplicar a la cosmovisión chestertoniana. El beato aragonés utilizaba dos
expresiones muy gráficas para referirse a la actitud del cristiano frente al
mundo. Manifestando la positividad de la Creación, propia de la perspectiva
católica, afirmaba que había que «amar al mundo apasionadamente»[52]. Este
amor no se puede confundir con la mundanización: es un amor que lleva a
purificar este mundo nuestro. De ahí que la expresión antes citada haya de
completarse con la siguiente: «ser del mundo sin ser mundanos»[53].
Chesterton expresaba ideas similares en la ya citada expresión de Ortodoxia:
«amar al mundo, sin confiar en él, de amarlo sin ser mundanos».
La filosofía del asombro agradecido fue un buen revulsivo para la seriedad
afectada de las ideologías de principios de siglo. Lo sigue siendo en la
actualidad, cuando la cultura contemporánea nos recuerda constantemente
nuestros derechos, pero nos hace olvidar la gratuidad del don.[54]
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(*) Artículo publicado en "Acta Philosophica" (Roma), vol. XI
(2002), fasc. 1, pp. 121-142, facilitado por el autor a Arvo Net. Mariano
Fazio, filósofo e historiador, es Rector de la Pontificia Universidad de
la Santa Cruz, Roma.
© 2002 Edición Digital Arvo Net, en línea
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[1] Autobiografía, en Obras Completas, I, Plaza y Janés,
Barcelona-Buenos Aires-México 1967, pp. 40-41.
[2] Idem, pp. 79-80.
[3] Idem, pp. 81-82.
[4] Idem, pp. 158-159.
[5] Idem, p. 296.
[6] Idem, pp. 296-297.
[7] Idem, p. 297.
[8] Idem, p. 299.
[9] Idem, p. 307.
[10] Idem, p. 309.
[11] Ortodoxia, en Obras Completas, I, p. 495.
[12] Autobiografía, l.c., p. 159.
[13] Ortodoxia, en Obras Completas, I, p. 495.
[14] Idem, p. 506.
[15] Idem, p. 509.
[16] Idem, p. 517.
[17] Idem, pp. 519-520.
[18] Idem, p. 520.
[19] Idem, p. 526.
[20] Idem, p. 544.
[21] Idem, pp. 550-551.
[22] Idem, pp. 559-560.
[23] Idem, p. 565.
[24] Idem, p. 574.
[25] Idem, p. 575. La misma idea, poéticamente expresada, se encuentra
en un poema de Borges, buen lector de Chesterton: No quedará en la noche
una estrella./No quedará la noche./Moriré y conmigo la suma/del intolerable
universo./Borraré las pirámides, las medallas,/los continentes y las
caras./Borraré la acumulación del pasado./Haré polvo la historia, polvo el
polvo./Estoy mirando el último poniente./Oigo el último pájaro./Lego la
nada a nadie. J. L. Borges, El suicida, en Obra poética 3, Alianza,
Madrid 1998, p. 22.
[26] Idem, p. 582.
[27] Idem, pp. 582-583.
[28] Lo que está mal en el mundo, en Obras Completas, I, p. 686.
[29] Idem, p. 696.
[30] Idem, p. 709.
[31] Idem, p. 706.
[32] Idem, p. 703.
[33] Idem, p. 703. Chesterton manifiesta una simpatía habitual por el
Medioevo. Sin embargo no se trata, como podría parecer, de una actitud
tradicionalista y cerrada. Lo que desea rescatar del Medioevo es la libertad
social y la justicia económica, que supuestamente reinaban en la Cristiandad
medioeval. Chesterton es un demócrata anti-oligárquico, y en este sentido no
quiere restaurar la teocracia sino los elementos populares medioevales. De
ahí también su admiración por los aspectos democráticos de la Revolución
Francesa. Una posición análoga es sostenida por su íntimo amigo Hilaire
Belloc. Cfr. M. Fazio, Hilaire Belloc e la crisi della cultura della
Modernità, en "Annales Theologici" vol. 14, (2000), fasc. 2,
pp. 535-568.
[34] El Hombre Eterno, en Obras Completas, cit., I, p. 1454.
[35] Idem, p. 1457.
[36] Idem, p. 1583.
[37] Idem, p. 1620.
[38] Idem, pp. 1646-1647.
[39] Idem, p. 1666.
[40] Idem, pp. 1648-1649.
[41] Pío XI, Papa reinante entre 1922 y 1939, dedicará sendas encíclicas a
estos dos santos: Studiorum ducem (1923) y Rite expiatis (1926).
Christopher Dawson, historiador converso inglés, y citado alguna vez por
Chesterton, presenta ideas similares a las desarrolladas por nuestro autor
sobre el papel de Santo Tomás y de San Francisco en Progress and Religion (1929).
En este mismo período hay un renacimiento del tomismo, sobre todo en Francia,
gracias a las obras, entre otros, de Maritain y de Gilson.
[42] San Francisco, Juventud, Barcelona 1953, pp. 97-98.
[43] Santo Tomás de Aquino, Carlos Lohlé, Buenos Aires 1986, p. 21.
[44] Idem, p. 22.
[45] Idem, p. 27.
[46] Idem, pp. 105-106. El Beato Josemaría Escrivá, en 1967, decía:
“El auténtico sentido cristiano —que profesa la resurrección de toda
carne— se enfrentó siempre, como es lógico, con la desencarnación,
sin temor a ser juzgado de materialismo. Es lícito, por tanto, hablar de un materialismo
cristiano, que se opone audazmente a los materialismos cerrados al
espíritu”, en Homilía “Amar al mundo apasionadamente”, recogida en Conversaciones
con Mons. Escrivá de Balaguer, Rialp, Madrid 1976, 11ª ed., p. 225.
[47] Idem, p. 162.
[48] Idem, p. 148.
[49] Idem, pp. 168-169. La misma idea la desarrolla Kierkegaard en su
polémica con Hegel: el idealista alemán construye con su sistema un palacio
magnífico, pero el filósofo está destinado a quedarse fuera. Cfr. M. Fazio,
Un sentiero nel bosco. Guida al pensiero di Kierkegaard, Armando, Roma
2000, pp. 45-49 y 64-66.
[50] En este mismo período, Maritain hacía un juicio histórico similar en Trois
Réformateurs (1925)
[51] Idem, pp. 176-177.
[52] Título de la homilía pronunciada en el campus de la Universidad de
Navarra en 1967, publicada en el volumen Conversaciones con Mons. Escrivá
de Balaguer, cit., pp. 211-235.
[53] Cfr. Beato J. Escrivá, Camino, Rialp, Madrid 1965, 23ª ed., n.
939.
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