Chesterton, la filosofía del asombro agradecido

Por Mariano Fazio(*)


A Gilbert Keith Chesterton (1874-1936) le tocó vivir una época de crisis. Los intelectuales de las primeras tres décadas del siglo XX, las que vieron los horrores de la Gran Guerra y los preparativos de la Segunda Guerra Mundial, se replantean, en el ámbito de la cultura y del pensamiento, la visión del mundo heredada del siglo XIX. El optimismo decimonónico entraba en crisis. La toma de conciencia generalizada de los problemas de la época no significa acuerdo en las propuestas de solución de los mismos: todos se dan cuenta de que "algo anda mal en el mundo" —parafraseando el título de un ensayo de Chesterton—, pero los remedios que se proponen para curar el mal son diversos, y a veces, opuestos.

Esos años coinciden con un cierto renacimiento del pensamiento cristiano. El alto número de conversiones de ese período manifiesta que muchos hombres y mujeres de aquel entonces se plantearon las preguntas fundamentales sobre la existencia humana y sobre la visión del mundo, y llegaron a la conclusión de que era necesario volver a una concepción espiritual y trascendente de la persona humana. Chesterton será uno de los grandes protagonistas de este renacimiento del pensamiento cristiano, e influirá notablemente con sus escritos, mucho antes de su conversión al Catolicismo en 1922. El ensayista británico se mueve en una Inglaterra intelectual donde dominan las ideologías del escepticismo y del evolucionismo, y en donde el cientificismo decimonónico parece lo suficientemente fuerte para sobrevivir a la crisis. G. B. Shaw, H. G. Wells, T. Huxley y tantos otros serán los protagonistas de una interminable polémica intelectual con Chesterton, quien comenzando muy lejos de las posiciones cristianas, terminó convirtiéndose en uno de sus mejores apologistas.

La obra de Chesterton es muy vasta, y ampliamente estudiada. En este artículo nos detendremos en un elemento central de su pensamiento, que hemos denominado la «filosofía del asombro agradecido». Como se irá explicando en las sucesivas páginas, la cosmovisión chestertoniana gira en torno a la gratuidad de la Creación, gratuidad que ha de producir asombro y agradecimiento a todos quienes gozamos de la existencia. Este mundo proviene de la nada: podría no existir y es maravilloso el mismo hecho de que exista. A esta conclusión llegó Chesterton solo, y luego descubrió que era una de las verdades fundamentales del dogma cristiano. Más adelante, el asombro y el agradecimiento se incrementarán cuando descubra el dogma de la Encarnación.

Escritor en tiempo de crisis, Chesterton no se limita a hacer el diagnóstico de los males del mundo. Propone soluciones. Muchas veces se le podrá acusar —no sin motivos— de arcaizante y arbitrario. Pero no cabe duda que la solución radical que Chesterton propone a la crisis de su tiempo consiste en la reproposición del ideal de vida cristiana, para mejorar este mundo que hay que amar, como dirá nuestro autor, sin ser mundanos.

Para exponer su «filosofía del asombro agradecido» nos hemos limitado al análisis de algunos de sus principales ensayos. En primer lugar su Autobiografía, y después Ortodoxia, Lo que está mal en el mundo, El Hombre Eterno, San Francisco de Asís y Santo Tomás de Aquino.



1. Entre dos mañanas eternas

En su Autobiografia (1936) Chesterton va mostrando las distintas etapas por las que fue pasando su alma. Se podrían definir cinco bastante diferenciadas. La primera etapa es la de la infancia, en la cual ya se vislumbra ese punto central de su filosofía, que hemos dado en llamar asombro agradecido. Nuestro autor confiesa el estupor del niño ante la solidez de la Creación: «Cuando yo era un niño sentía una especie de estupor, confiado, al contemplar un manzano como un manzano. Estaba seguro de ello y seguro también de la sorpresa que me causaba; tan seguro —para decirlo en términos de un proverbio popular y perfecto—, tan seguro como que Dios hace las manzanitas; las manzanas pueden ser tan pequeñas como yo lo era, pero eran sólidas y yo también. Había algo así como una mañana eterna en ese estado de ánimo, y me gustaba más ver un fuego encendido que imaginar las caras reflejadas en la luz del fuego. Hermano Fuego, a quien San Francisco amó, me parecía más un hermano que esas caras de ensueño que surgen ante los hombres que han conocido otras emociones distintas de la fraternidad. No sé si alguna vez he pedido la luna, como vulgarmente se dice; pero de lo que estoy seguro es que yo hubiera esperado que fuese sólida como una colosal bola de nieve»[1].

Pero la nitidez de la mañana eterna pronto se desvaneció, y Chesterton, influido por el ambiente escéptico y materialista de la Inglaterra de finales del siglo XIX, y por lo que él mismo denomina su experiencia del pecado, llega a un escepticismo radical, o mejor dicho, a una actitud sincretista entre el solipsismo y el idealismo: «Lo que me llama la atención, cuando miro hacia atrás la juventud e incluso la infancia, es la tremenda rapidez con que logran ellas reintegrarse a las cosas fundamentales; llegando hasta la negación de esas cosas fundamentales. En edad muy temprana, tenía ya pensada la vuelta al pensamiento en sí. Es una cosa terrible hacer esto; porque puede conducir a pensar que lo único que existe es el pensamiento. En aquel entonces, no distinguía muy claramente entre el estado de sueño y el de vigilia; no sólo como estado de ánimo, sino como duda metafísica, sentía como si todo pudiera ser un sueño. Era como si hubiese proyectado el universo dentro de mí mismo, con todos sus árboles y sus estrellas; y ésto está tan cerca de la noción de ser Dios, que indudablemente está todavía más cerca de volverse loco. Y sin embargo, no era volverse loco, en ningún sentido médico ni físico; llevaba sencillamente el escepticismo sobre mi tiempo al extremo que podía ir. Y pronto descubrí que podía ir más lejos que la mayoría de los escépticos. Cuando ateos soporíferos venían a explicarme que tan sólo existía la materia, yo escuchaba sumido en una especie de desasimiento, terriblemente tranquilo, porque tenía la sospecha de que lo único que existía era la mente. Siempre he tenido la sensación de que había algo, pobre y de tercer orden, en los materialistas y en el materialismo desde entonces. El ateo me decía con prosopopeya que no creía en la existencia de Dios; pero había momentos en que yo no creía ni siquiera en la existencia del ateo»[2].

Poco duró esta etapa de su vida, en la que hubo manifestaciones de depresión. Tan mal se encontraba Chesterton, que lo único que era capaz de hacer cuando volvía a casa después de sus ocupaciones era tirarse en la cama y leer novelas de Dickens. Superada esta fase, se abría un período de optimismo, denominado por nuestro autor de «una cierta gratitud mística». Veamos como nos lo cuenta el mismo Chesterton: «En verdad, la historia de lo que llaman mi optimismo es bastante curiosa. Después de haber permanecido algún tiempo en los abismos del pesimismo contemporáneo, tuve un fuerte impulso interior para rebelarme, para desalojar aquel íncubo o de descartar semejante pesadilla. Pero como estaba luchando todavía conmigo mismo, a solas, y encontraba poca ayuda en la filosofía y ninguna en la religión, inventé una teoría mística rudimentaria y pésima, que era propiamente mía. Y en sustancia, lo que sigue: que incluso la mera existencia reducida a sus límites más primarios, era lo suficientemente extraordinaria como para ser estimulante. Cualquier cosa era magnífica comparándola con la nada. Incluso si la luz del día era un sueño, era soñar despierto; no era una pesadilla. El mero hecho de poder mover los brazos y las piernas (o esos objetos externos, dudosos, situados en el paisaje, que se llaman brazos y piernas) prueba que no tenía la parálisis de una pesadilla. O bien, si era una pesadilla era una pesadilla grata. Es decir, que me había embarcado en una postura bastante parecida a la frase de mi abuelo puritano, cuando dijo que daría gracias a Dios por haberle creado antes, aun en el caso en que fuera un alma perdida. Seguía unido a los restos de la religión por un tenue hilo de gratitud (...) Lo que quería expresar, aunque no supiera hacerlo, era lo siguiente: que ningún hombre sabe lo optimista que es, aun llamándose pesimista, porque no ha medido realmente la magnitud de su deuda hacia lo que le ha creado y le ha permitido ser algo. En el fondo de nuestro pensamiento, existía una llamarada o estallido de sorpresa ante nuestra propia existencia»[3].

Esta gratitud mística necesitaba de un asidero más firme que el simple hartazgo del pesimismo solipsista. La contemplación de las diferentes sectas religiosas y éticas de su entorno llevó a Chesterton a preguntarse por los problemas de la religión. Nuestro autor observaba que sus contemporáneos cambiaban de ideas como se cambia de sombrero. Ideas, por otra parte, que no explicaban los problemas fundamentales de la existencia humana. El escepticismo, el determinismo, el evolucionismo y otros ismos de su época entraban en flagrante contradicción con la experiencia ordinaria y con el sentido común. En particular, molestaban a Chesterton las ideologías deterministas que negaban el libre albedrío y, por ende, la responsabilidad moral de los actos. «Empecé a estudiar más exactamente la teología cristiana general, que muchos odiaban y pocos estudiaban. Pronto descubrí que correspondía, de hecho, a muchas de estas experiencias de la vida; que incluso en sus paradojas correspondía a las paradojas de la guerra (...). Mi impresión general, incluso en aquel entonces, (era) de que la vieja teoría teológica parecía encajar, más o menos, en la experiencia, mientras que las nuevas teorías negativas no encajaban en ningún lado, y mucho menos las unas con las otras»[4]. En este período Chesterton escribe un ensayo —Herejes (1905)—, donde critica las teorías de Shaw, Wells, Kipling y otros. Este libro será la causa próxima de uno de sus mejores ensayos, Ortodoxia (1908), que analizaremos más adelante, donde la filosofía del asombro agradecido ocupa un lugar central.

Si la cuarta etapa está caracterizada por un acercamiento a la teología cristiana, la quinta y última está determinada por su conversión a la Iglesia Católica. En el último capítulo de su Autobiografía, Chesterton nos presenta la figura encantadora del Padre O’Connor, quien inspiró a nuestro autor al célebre Padre Brown, personaje principal de sus mejores novelas policiales. Lo que más sorprendió a Chesterton fue el profundo conocimiento que este sacerdote católico tenía del mal. La Iglesia Católica penetraba en el fondo de los corazones humanos como nadie sabía hacerlo y solucionaba los problemas espirituales del hombre. Éste fue uno de los elementos decisivos que lo llevaron a la conversión. «Cuando la gente me pregunta: “¿Por qué ha ingresado usted en la Iglesia de Roma?”, la primera respuesta (esencial, aunque en parte resulte elíptica) es: “Para desembarazarme de mis pecados”. Pues no existe ningún otro sistema religioso que haga realmente, desaparecer los pecados de las personas»[5]. El sacramento de la confesión produjo en Chesterton una confirmación de su infancia, de esa mañana eterna que había perdido en su juventud. Y es algo que está al alcance de cualquier católico: «Cuando un católico sale de confesarse, auténticamente y por definición, sale de nuevo a aquel amanecer de su propio principio y contempla con ojos nuevos, por encima del mundo, un Crystal Palace que es verdaderamente de cristal. Cree que en ese rincón, en penumbra y en ese breve rito, Dios lo ha vuelto a crear a su propia semejanza. Es, ahora, un nuevo experimento del Creador. Es un experimento tan nuevo como lo era cuando sólo tenía cinco años. Se yergue, como dije, en la luz blanca del principio digno de la vida de un hombre. Y las acumulaciones del tiempo ya no pueden inspirarle terror. Aunque esté cano y con gota, sólo tendrá minutos de edad»[6].

Estas consideraciones sobre la confesión llevan a Chesterton a afirmar que la doctrina principal de su vida, que le hubiera gustado enseñar siempre aunque a veces no lo ha conseguido por los extravíos de su juventud, es la de «aceptar las cosas con gratitud y no como cosa debida»[7]. Para Chesterton los dos grandes pecados, que impiden la felicidad, son el Orgullo y la Desesperación. Los optimistas y los pesimistas meramente humanos cometen estos dos pecados. Quien con humildad contempla una simple planta —Chesterton pone el ejemplo de un diente de león—, estará asombrado ante su existencia y agradecido al Creador. El pesimista considerará que no hay planta digna para él; el optimista, que hay muchos mejores dientes de león que el que está contemplando delante de él. «Todas estas capciosas comparaciones están basadas sobre la extraña herejía de que un ser humano tiene derecho a poseer un diente de león y que, de un modo extraño, podemos pedir que nos entreguen los mejores dientes de león del jardín del paraíso, que no debemos agradecimiento ninguno por ellos y que no necesitamos maravillarnos tampoco, y sobre todo no maravillarnos de que nos creyeran dignos de recibirlos. En lugar de decir, como el viejo poeta religioso: “¿Qué es el hombre para que Tú lo consideres”, tenemos que decir, como el cochero de punto descontento: “¿Qué es esto?”, o como el malhumorado coronel en su club: “¿Es ésta una chuleta digna de un caballero?”»[8]. Chesterton sostiene que su filosofía de la gratitud está necesariamente ligada a la teología, porque para agradecer algo hay que saber a quién agradecérselo. Y dada la gratuidad de la existencia, sólo podemos agradecérselo al Creador.

Chesterton termina su Autobiografía con un profundo sentido de agradecimiento y de asombro: «La existencia es todavía una cosa extraña para mí, y como a extranjero le doy la bienvenida. Para empezar, pongo el principio de todos mis impulsos intelectuales ante la autoridad a la que he venido al final, y he descubierto que estaba ahí antes de que yo la pusiera. Me encuentro ratificado en mi realización de este milagro que es estar en vida; no de un modo vago y literario, como el que usan los escépticos, sino en un sentido definido y dogmático: de haber recibido la vida por el que sólo puede hacer milagros»[9]. El primer recuerdo de Chesterton, según su propia confesión, fue el de un caballero que se dirigía a un castillo cruzando un puente con una llave dorada. Era un recuerdo de un teatro de títeres que tenía en su casa. Con ese recuerdo, Chesterton pone punto final a su Autobiografía: «Esta convicción arrolladora de que hay una llave que puede abrir todas las puertas, me trae de nuevo, ante mí, destacándose a la memoria mi primer atisbo del glorioso don de los sentidos, y la experiencia sensacional de esa sensación. Y surge de nuevo, como hace tiempo, la figura de un hombre que cruza un puente llevando una llave: tal como lo vi cuando miré, por primera vez, en el país de las hadas, por la ventana del teatro en miniatura de mi padre. Pero sé que aquél, que se llama Pontifex, el constructor del puente, se llama también Claviger, el portador de la llave; y que esas llaves le fueron dadas para atar y desatar, cuando era un pobre pescador en una provincia lejana, junto a un pequeño mar un tanto misterioso»[10]. Veremos que las imágenes de la llave y del puente reaparecerán repetidas veces en la obra chestertoniana.



2. La aventura de la ortodoxia

Analizaremos a continuación los elementos de su filosofía del asombro agradecido, que ya hemos visto pergeñados en su Autobiografía, en tres de sus mejores ensayos. Comenzaremos con Ortodoxia.



a) Ortodoxia[11]

La cuarta etapa de la vida de Chesterton, escribíamos, está caracterizada por un acercamiento al cristianismo. En su Autobiografía explica cual es el nexo que une a los dos ensayos más importantes de este período: Herejes y Ortodoxia: «En aquella época publiqué algunos estudios sobre escritores contemporáneos tales como Kipling, Shaw y Wells; y sintiendo que cada uno de ellos pecaba por un error último o religioso, titulé el libro Herejes. Hizo su crítica Mr. G. S. Street, el amable ensayista, que casualmente empleó la expresión de que no iba a preocuparse acerca de su teología hasta que yo hubiese expuesto realmente la mía. Con toda la solemnidad de la juventud, acepté esto cual un reto, y escribí un bosquejo de mis propias razones para creer que la teoría cristiana, resumida en el Credo de los Apóstoles, podría ser una crítica mejor de la vida que ninguno de los que había criticado yo. Lo llamé Ortodoxia, pero incluso entonces me sentí muy a disgusto con el título»[12].

Chesterton describe en Ortodoxia su filosofía, aunque reconoce que en realidad no es «suya»: «Dios y la humanidad la hicieron, y ella me hizo a mí»[13]. En realidad, coincide con el Credo de los Apóstoles. La imagen del navegante que sale de Inglaterra en busca de tierras desconocidas, y que después de un largo periplo llega a lo que él considera una isla ignorada del Mar del Sur, pero que en realidad era la misma Inglaterra, le sirve a Chesterton para describir su propio periplo espiritual: después de haber deambulado por sectas y filosofías diversas, descubrió que a lo que le llevaba el sentido común era al cristianismo, que se encontraba sobre la tierra desde hacía casi dos mil años.

Según el ensayista inglés, había en el ambiente intelectual a él contemporáneo bastantes signos de locura. Chesterton comienza por establecer cuáles son las causas de la locura, y cuál su posible remedio. A pesar de lo que pueda parecer a primera vista, la fantasía o la imaginación no arrastran a la locura: lo que arrastra a la locura es la razón. No es que Chesterton ataque el razonamiento lógico, sino que trata de mostrar cómo un uso estrecho de la razón empequeñece el alma en forma enfermiza: «la poesía es saludable porque flota holgadamente sobre un mar infinito; mientras que la razón, tratando de cruzar ese mar, lo hace finito; y el resultado es el agotamiento mental (...). Aceptarlo todo, es un ejercicio, y robustece; entenderlo todo, es una coerción, y fatiga (...). El poeta no pide más que tocar el cielo con su frente. Pero el lógico se empeña en meterse el cielo en la cabeza, hasta que la cabeza le estalla»[14]. Loco es el que siempre piensa que tiene razón, y que empequeñece lo infinito y lo eterno en su insana obsesión: «hay algo que pudiéramos llamar la “universalidad estrecha”, algo que pudiéramos llamar la eternidad diminuta y concentrada; como puede verse en muchas religiones modernas. Y ahora, hablando de un modo enteramente externo y empírico, podemos decir que el síntoma más claro e inequívoco de la locura es una combinación de la plenitud lógica y la contracción espiritual»[15]. Chesterton considera que tanto los materialistas como los deterministas de cualquier género adolecen de esta estrechez espiritual: lo explican todo coherentemente, pero en el fondo no explican nada, pues la vida va por otra parte. Lo mismo les sucede a aquellos que no creen en la materia, pero sí creen en sí mismos: se encierran en una celda individual, de la que hacen depender a todo el mundo, pero en realidad se quedan a solas con su pesadilla: «las estrellas no serán más que puntos en la negrura de su propio cerebro; el rostro de su madre, sólo un boceto de su caprichoso lápiz, trazado en los muros de su celda. Pero eso sí, a la puerta de su celda podréis escribir con espantosa verdad: “Éste cree en sí mismo”»[16]. Tanto quienes sólo pueden confiar en sus sentidos como el que no puede confiar en ellos padecen de locura: se crean un cielo y unas estrellas pintadas en la caja en la que se encierran. Con razón el símbolo de muchos pensadores modernos es el de la serpiente que se muerde la cola: imagen de un animal degradado que está destruyéndose a sí mismo.

Para Chesterton la locura es la razón arrancada de sus raigambres vitales, la razón que opera en el vacío. En cambio, el secreto de la cordura, que logra mantener el equilibrio mental, es el misticismo. Mientras haya misterio habrá salud, pues el hombre puede entenderlo todo, pero sólo mediante aquello que no puede entender. «El lógico desequilibrado se afana por aclararlo todo, y todo lo vuelve confuso, misterioso. El místico, en cambio, consiente en que algo sea misterioso, para que todo lo demás resulte explicable. El determinista propone su teoría de la causalidad con la mayor nitidez y después se encuentra con que ya no tiene derecho de pedirle nada “por favor” a su ama de casa. El cristiano admite el libre albedrío a título de misterio sagrado; pero, merced a esto, sus relaciones con el ama se aclaran y facilitan considerablemente. Planta la simiente del dogma en medio de la purísima sombra; pero ella florece después en todas las direcciones, con una abundante salud nativa»[17]. Si el círculo significaba la razón y la locura, la cruz representa el misterio y la salud. Con una paradoja en la intersección de sus brazos, la cruz se abre a los cuatro vientos: «es como la señal del camino para libres caminantes»[18].

Una vez aclarado que es la razón y no la imaginación la causa de la locura, Chesterton emprenderá la defensa del buen uso de la razón. En la Inglaterra del libre pensamiento se corre el riesgo de abolir el pensamiento mismo. El materialismo se erige contra el pensamiento, así como el determinismo. Sobre todo los escépticos, si llevan sus razonamientos hasta sus últimas consecuencias, concluirán que no tienen siquiera derecho a pensar. Los evolucionistas, por su parte, si quieren dar un alcance metafísico a sus hipótesis científicas, llegarán a la conclusión que sólo existe el eterno flujo del todo y la nada. Y como no se puede pensar si no se está separado del objeto en que se piensa, el evolucionismo metafísico decreta la muerte del pensamiento. Chesterton, que analiza también otras escuelas filosóficas —pragmatismo, voluntarismo, nominalismo— formula el siguiente aserto: «Hasta donde hemos perdido la creencia, hemos perdido la razón. Sí, ambas tienen la misma condición autoritaria y primaria. Ambas constituyen métodos de prueba que, a su vez, no admiten ser probados. Y en el acto de aniquilar la idea de la autoridad divina, damos al traste con aquella autoridad humana de que no podemos dispensarnos aun para decir que dos y dos son cuatro. Con largos y mantenidos esfuerzos hemos logrado arrancar la mitra pontifical de la cabeza del hombre; pero la cabeza del hombre se ha caído con ella»[19].

El mundo moderno está poblado de virtudes cristianas que se han vuelto locas, al sentirse aisladas y solas. Los hombres necesitamos un marco de referencia existencial que nos proporcione respuestas a nuestros interrogantes fundamentales. Las filosofías analizadas por nuestro autor conducen a la desesperanza. Pero, ¿hay cabida para la esperanza? Chesterton responde afirmativamente, y nos ofrece la génesis de lo que el llama la "filosofía de los cuentos de hadas": «Mi primera y última filosofía, aquella en que creo con fe inquebrantable la aprendí en la edad de la crianza. Puedo decir que la recibí de la nodriza; es decir, de la sacerdotisa solemne y orientadora, que representa la tradición y la democracia a un tiempo mismo. Aquello en que más creía yo entonces, y en que sigo creyendo más son los cuentos de hadas. A mí me parecen lo más razonable que hay en el mundo. Y en verdad no son tan fantásticos como se dice. ¡Cuántas cosas, comparadas a ellos, resultan más fantásticas todavía! A su lado el racionalismo y la religión parecen igualmente anormales; aunque anormalmente justa la religión, y el racionalismo anormalmente falso. El reino de las hadas no es más que el luminoso reino del sentido común. No toca a la tierra juzgar al cielo; pero sí al cielo juzgar la tierra»[20].

Para entender las paradójicas afirmaciones chestertonianas hay que partir de la idea de la gratuidad de la Creación. Chesterton distingue entre las verdades que surgen de las relaciones meramente lógicas o matemáticas de las que se refieren al mundo natural. En las primeras sí hay leyes; en las segundas no. Los cuentos de hadas, que Chesterton escuchaba con entusiasmo de labios de su nodriza cuando era niño, subrayan la gratuidad de las relaciones entre las cosas reales. La relación que hay entre un huevo y el volar es tan maravillosa como cuando la bruja de un cuento dice: “Sóplese el cuerno, y el castillo del ogro caerá”. El capítulo La ética en tierra de duendes es todo él un canto a la gratuidad de la Creación y a la maravilla de la existencia de las cosas: «Esta facultad elemental de asombro no es, sin embargo, un hábito fantástico creado por los cuentos de hadas, sino que, al contrario, de ella parte la llama que ilumina los cuentos de hadas. Así como a todos nos gustan las historias de amor en virtud de nuestro instinto sexual, así nos gustan las historias maravillosas, por excitar la fibra de un antiguo instinto de asombro. Pruébalo el hecho de que, cuando muy niños, no necesitamos cuentos de hadas, sino simplemente cuentos. La vida es de suyo bastante interesante. A un chico de siete años puede emocionarle que Perico, al abrir la puerta, se encuentre con un dragón; pero a un chico de tres años le emociona ya bastante que Perico abra la puerta (...) En el asombro hay siempre un elemento positivo de plegaria (...). La vida es tan preciosa como enigmática; es un éxtasis, por lo mismo que es una aventura; y es una aventura porque toda ella es una oportunidad fugitiva»[21].

De tal gratuidad de la Creación surge una teoría ética: si este mundo podría no existir, pero de hecho existe, y recibimos con él las maravillas de la Creación, es lógico también suponer que se nos impongan condiciones para gozarlo. Así como en los cuentos de hadas hay condiciones —Cenicienta debe volver a su casa antes de medianoche—, en la vida humana también existen esas condiciones, si queremos realmente ser felices. Que existan dos sexos, por ejemplo, es tan maravilloso, que a ningún hombre debería importarle que se le imponga la condición de elegir sólo a una mujer. La gratuidad de la Creación implica una actitud de humildad: nadie es digno de su existencia, que es un don inmerecido, y es natural que el goce de ese don venga con algunas condiciones establecidas. Y como a través de esas condiciones se vislumbra un plan en la Creación, debe existir un Creador. Por eso la existencia no sólo es maravillosa sino milagrosa: «Siempre había yo sentido de un modo vago que los fenómenos eran milagrosos, o si se quiere, que siempre son maravillosos; pero desde entonces empecé a juzgarlos milagrosos, por otra razón más esencial: por ser voluntarios. Quiero decir que los fenómenos eran, o son, actos reiterados de una voluntad que los produce. En resumen: que siempre había yo creído que el mundo ocultaba algún poder mágico; pero, desde entonces, creí también que ocultaba algún mago. De aquí mi profunda emoción; una emoción siempre presente y subconsciente: la que brota de reconocer que nuestro mundo tiene algún objeto verdadero; y si hay algún objeto es porque hay alguna persona. Siempre me ha parecido que la vida era, ante todo, un cuento. Y esto supone la existencia de un narrador»[22].

Al final de este capítulo antológico, Chesterton resume en pocas líneas el contenido de su filosofía. Creo que vale la pena citarlo textualmente: «Sentía yo —puedo decir que lo sentía en mis huesos—, ante todo, que este mundo no se explica por sí mismo; en cambio, muy bien puede ser un milagro con una explicación sobrenatural, o un sortilegio con una explicación natural. Pero para que la explicación o el sortilegio me satisfagan, es necesario que valgan más que las explicaciones naturales de que tengo noticia. Se trata de una cosa mágica, ya sea verdadera o falsa. En segundo lugar, empecé a sentir que tal operación mágica tenía algún sentido, y el sentido implicaba una voluntad personal. Había, pues, algo personal en el mundo, como lo hay en las obras de arte; cualquiera que fuese su significado, era intenso y vivo. En tercer lugar, me pareció que el propósito del mundo era bello dentro de sus contornos anticuados, como lo es, por ejemplo, la forma de los dragones. En cuarto lugar, que nuestro mejor modo de agradecer ese propósito era una manera de humildad y modestia: que hemos de agradecer a Dios la buena cerveza y el borgoña, no abusando de su bebida. Además, alguna obediencia debíamos al poder que nos hizo. Y, finalmente —y aquí va lo mejor—, fue poco a poco apareciendo en mi alma cierta vaga y avasalladora impresión de que todos los bienes eran despojos que había que guardar y esconder, como reliquias de alguna gran ruina original. El hombre ha salvado el bien, como Crusoe ha salvado sus bienes; lo ha salvado de un gran naufragio. Así meditaba yo, sin que pueda decirse que la filosofía de mi tiempo favoreciera mis meditaciones. Y, entretanto, jamás se me ocurrió acordarme de la teología cristiana»[23].

Se le ocurrió pensar en la teología cristiana cuando se enfrentó a un problema que le inquietaba: ¿qué diferencia había entre el suicidio y el martirio? Chesterton llegó a la misma conclusión que el cristianismo. Y cuando se enteró de la coincidencia, se sorprendió, hasta llegar a ver que toda su visión del mundo encajaba con la cristiana. Detengámonos por un momento en el problema del suicidio. Para el autor de Ortodoxia el suicidio es El Pecado: expresa el desdén por la vida y por toda la existencia: «la perversidad más absoluta y refinada consiste en rehusarse a todo interés por la existencia; en rehusarse al juramento de lealtad por la existencia»[24]. Chesterton sostiene que la actitud sana del hombre frente a la existencia ha de ser similar a la del patriota para con su nación: un amor fiel y operativo, que no se basa en motivos racionales, sino en la simple lealtad que surge de los hechos naturales. No hay que amar a la propia nación por algúna razón: se la ama y punto. Si los ingleses amaran a Inglaterra por el hecho de ser Imperio, dejarían de amarla cuando perdieran sus posesiones coloniales. En cambio, si se la ama por el simple hecho de ser nación, seguirá siendo nación aunque perdiera el Imperio. Lo mismo nos sucede con la vida: tenemos un sentimiento natural de lealtad hacia ella. Pero esta lealtad ha de manifestarse en obras. El verdadero amor quiere mejorar el objeto amado: porque amamos este mundo, queremos mejorarlo. Y en ese sentido, hay que odiar las cosas que lo afean y proponer reformas para su mejora. Volviendo a la dialéctica suicida-mártir, el primero quiere aniquilar el mundo, y el segundo desea mejorarlo: «El suicida se preocupa tan poco de todo lo que no sea él mismo, que desea el aniquilamiento general. Si el uno anhela provocar algo nuevo, el otro desea acabar con todo. En otras palabras: el mártir es noble porque, aun cuando renuncie al mundo o execre de la humanidad, reconoce este último eslabón que los une con ellos: pone su corazón fuera de sí mismo, y sólo consiente en morir para que algo viva. El suicida, en cambio, es innoble porque carece de toda liga con el ser: no es más que un destructor, y espiritualmente destruye el universo»[25].

Chesterton, decíamos, se alegró al ver que su punto de vista era el mismo que sostenía la tradición cristiana: el cristianismo exige una lealtad con el mundo, al mismo tiempo que propone una reforma completa de este mundo. Utilizando las palabras textuales de nuestro autor, hay que «amar al mundo sin confiar en él, de amarlo sin ser mundano»[26]. El dogma de la Creación, que establece que Dios es un Ser personal y que ha creado un mundo distinto de su personalidad, pero finalizado en Dios, fue para Chesterton la confirmación de la justeza de su filosofía de los cuentos de hadas: «Toda la tierra pareció entonces encenderse para iluminar los campos de mi remota infancia y aquel cúmulo de ciegos caprichos infantiles que en el cuarto capítulo (La ética en tierra de duendes) he intentado bosquejar entre sombras, súbitamente se aclaró y se justificó. De modo que no me engañaba yo al suponer que en el rojo intenso de las rosas había cierto don de elección: tratábase, en efecto, de una elección divina. No me engañaba yo al sospechar que era más probable que el color de la hierba fuese una equivocación y no una necesidad, puesto que, en efecto, la hierba pudo haber tenido otro color. Y mi creencia que la felicidad pendía del hilo sutilísimo de una condición, no dejaba, en resumidas cuentas, de tener un significado profundo: significaba nada menos, que la doctrina de la Caída. Hasta esas nebulosas, vagas y absurdas nociones que ni siquiera he acertado a describir, mucho menos a defender, parecían ahora recobrar su sitio natural e instalarse quietas, como las cariátides colosales del Credo»[27]. La existencia de un Ser Personal, distinto del mundo y creador del universo, llevó a Chesterton a la conclusión que el hombre está destinado a Dios, no al mundo, que los hombres no somos completamente adaptables al mundo, que hay que, repitámoslo una vez más, «amar al mundo sin confiar en él; de amarlo sin ser mundano». Y no somos completamente adaptables al mundo, entre otras razones, porque el mundo esta afeado por los efectos de la caída original, consecuencia de esa condición que puso Dios a nuestros primeros padres y que no quisieron cumplir.

La última parte de Ortodoxia se centra en la necesidad de establecer un ideal —Utopía la llama Chesterton— para mejorar este mundo al que hay que amar. El problema de muchas de las ideologías modernas consiste en que hablan de Progreso o de Evolución, pero no señalan hacia donde se dirigen estos procesos supuestamente universales. Si queremos cambiar el mundo, actitud propia de los que aman la Creación y desean quitar de ella lo que está mal, consecuencia de la Caída, hay que establecer un ideal, una meta. Una vez más, Chesterton se asombra al comprobar que el cristianismo ofrecía ese ideal que nuestro autor buscaba. El Creador tiene un proyecto para el hombre. En el jardín del Edén Adán y Eva arruinaron tal proyecto, pero el ideal sigue fijo y en lo alto. El libre albedrío de la criatura humana y la ayuda divina de la gracia hacen posible que breguemos en pos de la perfección del hombre, que sólo en Dios alcanzará su plena realización. Por eso, para Chesterton la vida se configura como una aventura, como una novela abierta —la novela es un producto cultural de la civilización cristiana, y sería imposible que se desarrollase en la civilización del determinismo budista—. Por eso la ortodoxia cristiana, lejos de ser una rémora conservadora y estática, es una fuerza revolucionaria que pretende realmente cambiar el mundo. Los conservadores son los escépticos, los progresistas y los evolucionistas, que conciben un mundo ya predeterminado, al que no se le puede mejorar.



b) Lo que está mal en el mundo (1910)

La necesidad de un ideal para cambiar el mundo será uno de los temas centrales del ensayo de Chesterton titulado Lo que está mal en el mundo. Precisamente, lo que está mal en el mundo moderno es la ausencia de ideales, «lo que está mal es que no nos preguntamos en qué consiste el bien»[28].

Es generalizada, según el ensayista inglés, la conciencia de la crisis de la sociedad moderna. En donde comienzan las disensiones es a la hora de establecer los remedios. Para Chesterton, el ideal que hay que proponer para el hombre y la sociedad se identifica con el del cristianismo: «Existe un ideal humano de permanente vigencia que no debe ser ni confundido ni aniquilado. El hombre más importante de la tierra es el hombre perfecto que no existe. La religión cristiana nos ha revelado la doctrina de salvación para nuestras almas, sosteniendo la idea de la Verdad encarnada y humana. Nuestras vidas y nuestras leyes no son juzgadas por su superioridad divina, sino simplemente por su perfección humana. El hombre, dice Aristóteles, es la medida de todas las cosas. El Hijo del Hombre, dice la Escritura, es quien habrá de juzgar a los vivos y a los muertos»[29].

Este ideal no es moderno, sino que pertenece a la misma naturaleza humana, aunque a partir de la revelación se ha hecho más claro y nítido. Por eso, según Chesterton, es necesario echar la mirada hacia el pasado para ver cómo se encarnó dicho ideal. Y a la conclusión a la que se llega es que nunca se logró la perfecta realización de los ideales históricos. «El mundo está lleno de estos ideales inconclusos, de estos templos sin terminar. La historia no se compone de ruinas deshechas y tambaleantes; consiste más bien en palacios a medio hacer, abandonados por un constructor en bancarrota. Este mundo se parece más a un suburbio en proyecto que a un cementerio desierto»[30]. Chesterton pone el ejemplo del Medioevo cristiano y de la Revolución Francesa: ninguno de los ideales que alentaron estos dos procesos históricos se llevaron completamente a la práctica, aunque mucho dejaron tras de sí. «El ideal cristiano no ha sido probado y hallado insuficiente. Se lo halló difícil y se lo abandonó sin probarlo. Lo mismo, desde luego, ocurrió en el caso de la Revolución Francesa. Gran parte de nuestras perplejidades presentes surgen del hecho de que la Revolución Francesa a medias ha triunfado y a medias ha fracasado»[31].

La cultura moderna tiende a mirar hacia el futuro y desdeña el conocimiento del pasado. Popularmente se dice: «No se puede atrasar el reloj», expresión que quiere manifestar que no se puede ir atrás en la historia. Chesterton no está de acuerdo con ésto: «Puesto que el reloj es un artefacto de fabricación humana, puede ser colocado con el dedo del hombre en cualquier hora del día. Del mismo modo, puesto que la sociedad es un mecanismo elaborado por los hombres, puede ser reconstruido de acuerdo a cualquier plan que alguna vez haya existido»[32]. El ensayista inglés quiere reivindicar para sí la libertad de elegir entre los distintos elementos que ofrece la historia, para alcanzar el ideal que considera más beneficioso para la humanidad. Si el pasado ha acertado en algunas cosas, no hay poder humano que impida volver hacia esos aciertos: «Hay otro proverbio inglés: “Del modo como se haya hecho la cama, de ese modo hay que acostarse”, que también es simplemente una mentira. Si he hecho mi cama incómoda, por Dios que he de hacérmela de nuevo. Podríamos restablecer la Heptarquía o los coches de punto si nos viniera en gana. Se tardaría algún tiempo y podría ser poco aconsejable, pero ciertamente no es imposible, como es imposible volver al viernes pasado. Es ésta —repito— la primera libertad que reclamo: la libertad para restaurar»[33].

A lo largo de este ensayo, y teniendo fija la mirada en el ideal de la perfección del hombre, Chesterton analiza con fina ironía británica diversos asuntos acerca del estado, la familia y la educación, realizando una crítica profunda de la sociedad inglesa de la primera mitad del siglo XX, llena de religiones sustitutivas pero carentes de metas claras hacia donde dirigirse.



c) El Hombre Eterno (1925)

El ideal defendido por nuestro autor tiene mucho que ver con el título de uno de los ensayos más profundos de Chesterton, El Hombre Eterno. Escrito después de su conversión al Catolicismo, el ensayista inglés se propone como meta el demostrar que toda comparación entre el cristianismo y las otras religiones está destinada al fracaso, porque la Verdad traída al mundo por Cristo es única. En el ambiente cultural de su época pululaban teorías cientificistas que rebajaban el valor de todo pensamiento y sentimiento religiosos; contemporáneamente, existía una fuerte corriente orientalista que tendía a identificar el núcleo último del mensaje cristiano con el budismo o el confucionismo. El ensayo tiene gran valor argumentativo. Nosotros nos limitaremos a subrayar los elementos de la filosofía del asombro agradecido que se encuentran en sus páginas.

Chesterton considera que la mejor manera de juzgar al cristianismo de modo imparcial es poniéndose fuera de él. Se trata de tomar distancias para verlo con perspectiva y captar sus elementos característicos. Una vez más, el inglés recomienda una actitud psicológica infantil: para juzgar al cristianismo desde fuera «debemos recordar el candor y el sentido maravilloso de la infancia, el realismo sano y la objetividad de la inocencia»[34]. En las dos partes en que divide su ensayo —"Sobre la criatura llamada hombre" y "Del Hombre llamado Cristo"—, nuestro autor exige al lector y sobre todo a sí mismo, no considerar los temas tratados como algo familiar o conocido, sino procurar asombrarse como si se tratara de algo nuevo: hay que asombrarse de lo extraño que es el bípedo llamado hombre y de lo maravillosa que es la historia de Cristo: «Es casi imposible hacer vivos los colores de la historia que nos es familiar. Estoy convencido de que si pudiéramos contar la historia de Cristo como si fuese la de un héroe chino, y pudiéramos llamarle Hijo del Cielo, en vez de Hijo de Dios, todos proclamarían la pureza espiritual de la historia»[35].

Con esta actitud de asombro, Chesterton comienza su bosquejo de historia de la humanidad —imitando irónicamente los ensayos de H.G. Wells—. En la primera parte analiza al hombre primitivo hasta llegar a la víspera de la llegada de Cristo. En estas primeras páginas ocupa un lugar central el dogma de la Creación, que lo contrapone a las teorías evolucionistas. Según Chesterton, es más fácil creer en la Creación que en una evolución de la nada hacia algo. En el caso concreto de la aparición del hombre sobre la tierra, más que de evolución hay que hablar de revolución: el cavernícola que pinta animales en los muros de piedra es ya un ser inteligente y libre, un artista que es tanto creado como creador. El ser humano es una criatura única, que rompe todos los esquemas evolucionistas o biologicistas.

Si el hombre inteligente y libre significa una revolución en el cosmos, la Encarnación del Hijo de Dios significa una nueva creación. Escribe Chesterton: «Este bosquejo de la historia humana comenzó en una caverna; la ciencia popular asoció el concepto de caverna al de cavernícola. En las cavernas se han descubierto dibujos arcaicos de animales. La segunda mitad de la historia humana, que equivale a una nueva creación del mundo, comienza también en una caverna. Y para que la semejanza sea mayor, también en esta caverna hay animales (...). Pero en esta segunda Creación había, sin duda, algo simbólico, como en las rocas primitivas. Dios fue también un cavernícola; también Él dibujó figuras extrañas de criaturas de caprichoso colorido sobre los muros del mundo; pero a estas figuras les dió vida luego»[36]. Chesterton va analizando distintas escenas del Evangelio, para mostrar al lector lo asombroso del relato: un Dios que se hace más humano que la humanidad misma, un universo que se reconcentra en la cuna de un Niño. La historia de Cristo es, como titula su autor uno de sus capítulos dedicado a analizar la Pasión y la Resurrección del Señor, "la más extraña historia".

Esta historia asombrosa de un Dios que se hace hombre por amor nuestro, continúa después de la Ascensión de Jesús a los Cielos, mediante la historia de la Iglesia. Para Chesterton, una de las grandes figuras retóricas sobre las cuales Cristo fundó la Iglesia es la de las llaves. La Iglesia «afirmaba que existía una llave y que los cristianos poseían esa llave, y que ninguna otra llave era como la de ellos. En ese sentido se puede hacer resaltar su angostura. Sólo que era una llave con la que se podía abrir la prisión del mundo entero, para salir al día luminoso de la libertad»[37]. La llave del credo cristiano liberaba al mundo del determinismo oriental, del destino ciego, de las angustias del paganismo clásico. Con la llegada de Cristo, la vida se transfiguraba en una aventura fantástica: «La fe católica es reconciliación, porque es la realización de la mitología y la filosofía. Es una historia, una novela, y en ese sentido, una de cien novelas; sólo que es una historia verdadera. Es una filosofía, y en ese sentido, una entre cien filosofías; sólo, una filosofía que es como la vida. Pero sobre todo, es una reconciliación, porque es algo que sólo puede ser llamado la filosofía de las historias. Ese instinto narrativo, que produjo todos los cuentos de hadas, es algo desdeñado por todas las filosofías, excepto una. La fe es la justificación de ese instinto popular; el hallazgo de una filosofía por el análisis de la filosofía en él. Lo mismo que un hombre en una novela tiene que pasar por varios trances de prueba para salvar la vida, así el hombre de esta filosofía tiene que pasar varias pruebas para salvar su alma. En los dos casos hay una idea de voluntad libre, operando bajo condiciones de designio. En otras palabras: hay un objeto que lograr, y es negocio propio del hombre dirigirse hacia ese objeto»[38].

Chesterton, al final de su ensayo, insistirá en el símbolo de las llaves, tan central, como hemos visto, en su Autobiografía. La historia de Cristo, la historia de "El Hombre Que Hizo El Mundo"[39], asombrosa pero cierta, libera al hombre de todas sus esclavitudes y abre una puerta hacia un mundo maravilloso. Terminamos nuestra exposición sobre los elementos de su filosofía del asombro agradecido en este ensayo, con la cita de un párrafo antológico: «Volvamos a un símbolo más especialmente cristiano: el perfecto modelo de las llaves. Mi trabajo es un boceto histórico, no teológico; por tanto, mi misión no es defender la teología. Pero sí puedo indicar que no podía ser justificada en su trazado sin ser justificada en sus detalles: como una llave. No trato de demostrar por qué el Credo debe ser creído. Pero en contestación a los que preguntan por qué debe ser creído, yo me limitaré a contestar: porque entra en la cerradura, porque es como la vida. Es una entre muchas historias, pero ocurre que es la única verdadera. Es una entre muchas filosofías, pero ocurre que es la única verdadera. Aceptamos el Credo, y he aquí que encontramos terreno firme bajo nuestras plantas y un hermoso camino por donde andar. No nos encarcela en un sueño de fatalismo o en una noción de desilusión universal. Abre ante nosotros no sólo cielos increíbles, sino lo que parece a algunos una tierra igualmente increíble, haciéndola creíble. Ésta es la especie de verdad que cuesta trabajo explicar porque es un hecho. Pero un hecho del que podemos deponer testimonio. Somos cristianos y católicos, no porque adoramos una llave, sino porque hemos pasado una puerta... Y hemos sentido el viento de la libertad acariciando una tierra maravillosa»[40].



3. El humanismo de la Encarnación: San Francisco de Asís (1923) y Santo Tomás de Aquino (1933)

San Francisco y Santo Tomás son dos puntos de referencia en el renacimiento del pensamiento cristiano de la primera mitad del siglo XX. Varios intelectuales han considerado que estos dos santos presentan ideas y actitudes perfectamente aprovechables para la solución de la crisis de la cultura de la Modernidad[41]. Chesterton no es la excepción, y escribirá dos famosos ensayos sobre ellos. También en estos libros hay elementos importantes para nuestro objeto de estudio.

Chesterton considera que San Francisco abre una puerta por la que se sale de la Edad Obscura. El cristianismo primitivo se vio en la necesidad de purificar el hedonismo y la inmoralidad en la que había caído la Antigüedad pagana. Por eso hay una cierta huída del mundo en los primeros siglos cristianos. El Medioevo del siglo XII inaugura una nueva época, de afirmación de la bondad del mundo, salido de las manos del Creador y santificado por la Encarnación. Sería absurdo considerar al Pobrecillo de Asís como un budista inmerso en el gran todo de la Naturaleza, o que adora a la Naturaleza como a un fin último. No. San Francisco descubre en cada ser natural a una criatura de Dios. La hermana agua, el hermano sol o el hermano lobo son hermanos de Francisco porque se encuentran en una total dependencia del Creador, al igual que los hombres. La visión alegre y agradecida de Francisco frente a la Creación, que se manifiesta en su Cántico de las creaturas, es la actitud verdaderamente cristiana. Una naturaleza salida buena de las manos de Dios, afeada por los pecados de los hombres y purificada por los siglos de penitencia del Cristianismo primitivo.

Una vez más, en las páginas de este ensayo, Chesterton nos hace participar de su filosofía del asombro agradecido: «Cuando decimos que el poeta alaba a la Creación entera, queremos significar, generalmente, que sólo alaba al cosmos entero. Pero aquel otro poeta (San Francisco) alaba precisamente la Creación en cuanto Creación. Alaba el paso o transición de la nada al ser; y también se extiende aquí la sombra de la imagen arquetípica del puente, que ha dado al sacerdote su nombre arcaico y misterioso. El místico que pasa a través del momento en que no existe sino Dios, presencia, en cierto modo, los principios sin principio en que nada existía. Aprecia no solamente todas las cosas, sino la misma nada en que fueron creadas. Experimenta, en cierta manera, y aun responde a la ironía geológica del Libro de Job; en cierto sentido presencia el acto de asentar los fundamentos del mundo, con los luceros del alba y los hijos de Dios cantando de alegría. Esto no es más que un lejano atisbo de la razón por la cual los Franciscanos, harapientos, sin dinero, sin hogar y, al parecer, sin esperanza, llegaran, empero, a elevar cánticos que parecen salir de los luceros del día, o gritos de alborozo dignos de un hijo de Dios. Este sentido de la intensa gratitud y de la sublime dependencia no era simple frase, ni un sentimiento siquiera; lo esencial es que constituye la roca viva de la realidad»[42]. Para Chesterton, la verdad más profunda sobre este mundo es que depende de la misericordia de Dios, de su amor gratuito que saca la existencia de la nada.

La causa del asombro agradecido, sin embargo, no depende sólo del dogma de la Creación, sino sobre todo del de la Encarnación. En su ensayo sobre Santo Tomás de Aquino, el escritor inglés afirma que «San Francisco, a pesar de todo su amor por los animales, nos salvó de ser budistas y Santo Tomás, a pesar de todo su amor por la filosofía griega, nos salvó de ser platónicos. Pero quizá resulte mejor decir esta verdad en su forma más simple: ambos reafirmaron la encarnación trayendo de nuevo a Dios a la Tierra»[43]. Según Chesterton, en los primeros siglos católicos dominó el lado espiritual y místico del cristianismo, lado que predomina aún hoy en la tradición oriental. Es que Bizancio pertenece a Asia, continente de la negación de la realidad material y de los ensueños místicos panteístas. El cristianismo oriental sigue siendo cristianismo, obviamente. Pero la tendencia oriental desemboca en un trascendentalismo exagerado o en un confuso panteísmo.

Santo Tomás, pocos años después de la revolución franciscana, realiza la revolución aristotélica: la bondad del mundo recuperada por la poesía de San Francisco, es ahora recuperada por la filosofía y la teología tomistas. Chesterton pone en labios de Santo Tomás una explicación plausible dada a la tradición platónico-agustiniana de por qué utilizó a Aristóteles en su filosofía: «Lejos de este pobre fraile negar que estos brillantes relucientes dancen en vuestras cabezas, tallados todos en las más perfectas formas matemáticas y brillando con pura luz celestial; todos ahí, casi antes de que empiecen ustedes a pensar, por no decir a ver, oír o sentir. Pero a mí no me avergüenza confesar que encuentro a mi razón alimentada por mis sentidos, que debo mucho de lo que pienso a lo que veo y huelo y gusto y toco, y en lo que a mi razón concierne me veo obligado a tratar toda esta realidad como real. Para ser breve, y con toda humildad, no creo que Dios haya querido que el hombre ejercitara solamente esta forma de entendimiento elevada y abstracta que ustedes tienen la fortuna de poseer; creo que hay un campo intermedio de hechos que nos son dados por los sentidos para ser objeto de la razón, y que en este campo la razón tiene el derecho de gobernar como representante de Dios en el hombre. Es verdad que todo esto es inferior a los ángeles, pero es superior a los animales y a todos los objetos actuales materiales que el hombre encuentra en su derredor. Verdad, el hombre también puede ser un objeto y hasta un objeto deplorable. Pero lo que una vez el hombre hizo el hombre lo puede hoy hacer, y si un viejo y antiguo pagano llamado Aristóteles me ayuda a hacerlo se lo agradeceré con toda humildad»[44].

El escritor inglés habla de San Francisco y de Santo Tomás como de auténticos humanistas, no en el sentido moderno del superhombre nietzscheano, que es una mera superstición, sino en el teológico: la dignidad del hombre proviene de la humanización de la divinidad, que es de hecho el dogma del Credo más fuerte, inconmovible e increíble. Los dos medievales «remachaban la conmovedora doctrina de la Encarnación que los escépticos encuentran tan difícil de creer. Ni hay ni puede haber punto de la divinidad cristiana más firme que la divinidad de Cristo»[45]. En su ensayo sobre Santo Tomás, nuestro autor dedicará particular atención a su disputa contra los maniqueos. Era lógico que fuera así, dentro del marco de su filosofía del asombro agradecido. Si, como sostenían los maniqueos, la materia era mala, toda la teología cristiana se venía abajo. Chesterton anticipa la expresión audaz que años más tarde empleara el Beato Josemaría Escrivá de Balaguer: la de materialismo cristiano. Escribe el inglés: «Después que la Encarnación se convirtiera en la idea central de nuestra civilización, era inevitable que hubiera un retorno al materialismo en el sentido de valorar en serio la materia y la fábrica del cuerpo. Una vez que Cristo resucitó era inevitable que resucitara también Aristóteles»[46].

Santo Tomás ofrece un cosmos ordenado al caos escéptico moderno, basado en la Creación del mundo por un Ser Personal, que ha hecho cosas reales y diferentes entre sí, un mundo «que tánto se diferencia de aquel en que existe una cosa sola desplegada bajo el velo trepidante y mutable del cambio engañador y que es la concepción que nos proponen tantas religiones antiguas de Asia y tantos sofismas modernos de Alemania»[47]. El universo tomista, creatura de Dios, es un cosmos ordenado pero no determinista: en la criatura humana aletea la suprema Libertad del Creador. Santo Tomás se muestra fascinado por el misterio central del hombre. «Para él el punto importante es siempre que el hombre no es un globo que asciende a los cielos ni un topo que sólo cava en la tierra, sino algo semejante al árbol cuyas raíces se alimentan de la tierra mientras las ramas superiores se elevan hasta casi tocar las estrellas»[48].

El tomismo es la filosofía del sentido común, y por lo tanto la única realmente productiva. La esencia del sentido común tomista se basa en la afirmación de que el intelecto puede realmente conocer la realidad. Las otras filosofías impiden la coherencia de vida de los mismos filósofos: «De casi todas las otras filosofías se puede decir con justicia que sus seguidores obran a pesar de ellas pues de lo contrario no obrarían. Ningún escéptico obra escépticamente, ningún fatalista obra fatalísticamente; todos obran según el principio de que es posible asumir lo que no es posible creer. Y así ningún materialista que piensa que su propia mente se la forjaron a partir del barro y la sangre y la herencia duda en algún momento de forjarse una mentalidad propia y ningún escéptico que cree que la verdad es subjetiva tiene duda alguna de tratarla como objetiva»[49]. El tomista, dado que su punto de vista coincide con el del sentido común, puede gozar de una vida coherente entre lo que se piensa y lo que se hace.

Según Chesterton, el ataque al tomismo por parte de Lutero está en el origen del mundo moderno[50]. La tradición agustiniana, dentro de la más perfecta ortodoxia, ponía su énfasis en la idea de la impotencia del hombre frente a Dios y la necesidad de la humildad intelectual, más que en la voluntad libre, la dignidad humana y las buenas obras. Era una cuestión de énfasis, pero en el siglo XVI el agustino Martín Lutero convierte tal énfasis en un verdadero terremoto, «pues de la celda salió otra vez la tradición agustiniana, en el día del llanto y la ruina, y clamó a los vientos con nueva y poderosa voz por una religión elemental y emocional y por la destrucción de todas las filosofías. Repetía por sobre todo su particular horror y su detestación de las grandes filosofías griegas y de la escolástica sobre ellas fundada. Tenía una teoría que era la destrucción de todas las teorías y tenía de hecho su propia teología que era la muerte de la teología. El hombre no podía decir nada a Dios ni de parte de Dios, a no ser un grito casi inarticulado pidiendo misericordia y la ayuda sobrenatural de Cristo en un mundo donde todo lo natural era sin sentido. El hombre no podía moverse ni una pulgada ni más ni menos que una piedra. No podía fiarse de sus pensamientos ni más ni menos que un nabo. Entre el cielo lejano y la tierra vacía no quedaba nada sino el nombre de Cristo elevado como una imprecación solitaria, lúgubre como el grito de la fiera acorralada»[51]. Hoy ese luteranismo parece irreal, pero sembró la confusión de los tiempos modernos.

Chesterton se hace eco de la historia que dice que Lutero mandó quemar la Suma Teológica de Santo Tomás. Nuestro autor, al terminar su libro, señala que si se quemara éste nada ocurriría, pues en su época hay un floreciente renacimiento del tomismo. Sus lectores no pensaron tan humildemente como Chesterton acerca de este ensayo: el mismo Gilson lo consideró lo mejor que se había escrito sobre Santo Tomás en su género.



4. Visión conclusiva

La filosofía del asombro agadecido es uno de los elementos centrales de la cosmovisión chestertoniana. El punto de partida, que es metafísico y religioso a un tiempo, es la gratuidad de la Creación. Según Chesterton, este mundo no halla explicación en sí mismo. En lenguaje tomista, diríamos que los entes contingentes exigen para su existencia un Ser Necesario. La existencia humana es un don gratuito del Cielo, como lo es todo el Universo. De ahí que la actitud que dicta el sentido común sea precisamente el asombro y el agradecimiento. Ante la pregunta filosófica: ¿por qué existe el ser y no la nada? la primera respuesta ha de ser el asombro causado por la existencia del ser. No en vano los griegos afirmaban que el inicio de toda filosofía se encuentra en el estupor, en la capacidad de asombrarse. Pero al asombro hay que unir el agradecimiento, pues la existencia humana en medio de este cosmos creado es maravillosa. No es una existencia perfecta, pues la presencia del mal afea la Creación, pero entre el ser y la nada hay un abismo, salvado no sólo por la Omnipotencia Divina, sino también por el Amor y por la Misericordia.

El asombro agradecido implica una actitud de profunda humildad: no tenemos derecho a esta existencia, y en consecuencia no debemos exigir nada. La humildad es una virtud específicamente cristiana, que no se encuentra en las morales paganas. Ante la crisis de la cultura de la Modernidad Chesterton propone un retorno a la vivencia cristiana auténtica: asombro, agradecimiento y humildad finalizan en el amor a Dios y en la caridad hacia los hombres. Chesterton ama al mundo con un amor operativo, no meramente sentimental. Se trata de un amor que lleva implícito el odio al mal: porque queremos a este mundo, deseamos mejorarlo, reformarlo, inspirados en un concreto ideal de lo que debe ser el hombre, ideal que proviene de la Revelación. En la cosmovisión chestertoniana, las ideologías de la Modernidad —evolucionismo, progresismo, determinismo— dejan al mundo tal cual está, con todas sus fealdades y miserias. El amor cristiano es la fuerza revolucionaria para cambiar este mundo. Por eso, Chesterton presenta un cristianismo que ha de ser encarnado en las circunstancias de la vida misma.

El cristianismo encarnado de Chesterton no es una fuga del mundo, sino un compromiso con su mejora. Y en concreto, había que mejorar ese mundo a él contemporáneo, que había caído en una crisis espiritual profunda. Vienen a mi mente dos expresiones del Beato Josemaría Escrivá, que creo se pueden aplicar a la cosmovisión chestertoniana. El beato aragonés utilizaba dos expresiones muy gráficas para referirse a la actitud del cristiano frente al mundo. Manifestando la positividad de la Creación, propia de la perspectiva católica, afirmaba que había que «amar al mundo apasionadamente»[52]. Este amor no se puede confundir con la mundanización: es un amor que lleva a purificar este mundo nuestro. De ahí que la expresión antes citada haya de completarse con la siguiente: «ser del mundo sin ser mundanos»[53]. Chesterton expresaba ideas similares en la ya citada expresión de Ortodoxia: «amar al mundo, sin confiar en él, de amarlo sin ser mundanos».

La filosofía del asombro agradecido fue un buen revulsivo para la seriedad afectada de las ideologías de principios de siglo. Lo sigue siendo en la actualidad, cuando la cultura contemporánea nos recuerda constantemente nuestros derechos, pero nos hace olvidar la gratuidad del don.[54]


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(*) Artículo publicado en "Acta Philosophica" (Roma), vol. XI (2002), fasc. 1, pp. 121-142, facilitado por el autor a Arvo Net. Mariano Fazio, filósofo e historiador, es Rector de la Pontificia Universidad de la Santa Cruz, Roma.

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[1] Autobiografía, en Obras Completas, I, Plaza y Janés, Barcelona-Buenos Aires-México 1967, pp. 40-41.

[2] Idem, pp. 79-80.

[3] Idem, pp. 81-82.

[4] Idem, pp. 158-159.

[5] Idem, p. 296.

[6] Idem, pp. 296-297.

[7] Idem, p. 297.

[8] Idem, p. 299.

[9] Idem, p. 307.

[10] Idem, p. 309.

[11] Ortodoxia, en Obras Completas, I, p. 495.

[12] Autobiografía, l.c., p. 159.

[13] Ortodoxia, en Obras Completas, I, p. 495.

[14] Idem, p. 506.

[15] Idem, p. 509.

[16] Idem, p. 517.

[17] Idem, pp. 519-520.

[18] Idem, p. 520.

[19] Idem, p. 526.

[20] Idem, p. 544.

[21] Idem, pp. 550-551.

[22] Idem, pp. 559-560.

[23] Idem, p. 565.

[24] Idem, p. 574.

[25] Idem, p. 575. La misma idea, poéticamente expresada, se encuentra en un poema de Borges, buen lector de Chesterton: No quedará en la noche una estrella./No quedará la noche./Moriré y conmigo la suma/del intolerable universo./Borraré las pirámides, las medallas,/los continentes y las caras./Borraré la acumulación del pasado./Haré polvo la historia, polvo el polvo./Estoy mirando el último poniente./Oigo el último pájaro./Lego la nada a nadie. J. L. Borges, El suicida, en Obra poética 3, Alianza, Madrid 1998, p. 22.

[26] Idem, p. 582.

[27] Idem, pp. 582-583.

[28] Lo que está mal en el mundo, en Obras Completas, I, p. 686.

[29] Idem, p. 696.

[30] Idem, p. 709.

[31] Idem, p. 706.

[32] Idem, p. 703.

[33] Idem, p. 703. Chesterton manifiesta una simpatía habitual por el Medioevo. Sin embargo no se trata, como podría parecer, de una actitud tradicionalista y cerrada. Lo que desea rescatar del Medioevo es la libertad social y la justicia económica, que supuestamente reinaban en la Cristiandad medioeval. Chesterton es un demócrata anti-oligárquico, y en este sentido no quiere restaurar la teocracia sino los elementos populares medioevales. De ahí también su admiración por los aspectos democráticos de la Revolución Francesa. Una posición análoga es sostenida por su íntimo amigo Hilaire Belloc. Cfr. M. Fazio, Hilaire Belloc e la crisi della cultura della Modernità, en "Annales Theologici" vol. 14, (2000), fasc. 2, pp. 535-568.

[34] El Hombre Eterno, en Obras Completas, cit., I, p. 1454.

[35] Idem, p. 1457.

[36] Idem, p. 1583.

[37] Idem, p. 1620.

[38] Idem, pp. 1646-1647.

[39] Idem, p. 1666.

[40] Idem, pp. 1648-1649.

[41] Pío XI, Papa reinante entre 1922 y 1939, dedicará sendas encíclicas a estos dos santos: Studiorum ducem (1923) y Rite expiatis (1926). Christopher Dawson, historiador converso inglés, y citado alguna vez por Chesterton, presenta ideas similares a las desarrolladas por nuestro autor sobre el papel de Santo Tomás y de San Francisco en Progress and Religion (1929). En este mismo período hay un renacimiento del tomismo, sobre todo en Francia, gracias a las obras, entre otros, de Maritain y de Gilson.

[42] San Francisco, Juventud, Barcelona 1953, pp. 97-98.

[43] Santo Tomás de Aquino, Carlos Lohlé, Buenos Aires 1986, p. 21.

[44] Idem, p. 22.

[45] Idem, p. 27.

[46] Idem, pp. 105-106. El Beato Josemaría Escrivá, en 1967, decía: “El auténtico sentido cristiano —que profesa la resurrección de toda carne— se enfrentó siempre, como es lógico, con la desencarnación, sin temor a ser juzgado de materialismo. Es lícito, por tanto, hablar de un materialismo cristiano, que se opone audazmente a los materialismos cerrados al espíritu”, en Homilía “Amar al mundo apasionadamente”, recogida en Conversaciones con Mons. Escrivá de Balaguer, Rialp, Madrid 1976, 11ª ed., p. 225.

[47] Idem, p. 162.

[48] Idem, p. 148.

[49] Idem, pp. 168-169. La misma idea la desarrolla Kierkegaard en su polémica con Hegel: el idealista alemán construye con su sistema un palacio magnífico, pero el filósofo está destinado a quedarse fuera. Cfr. M. Fazio, Un sentiero nel bosco. Guida al pensiero di Kierkegaard, Armando, Roma 2000, pp. 45-49 y 64-66.

[50] En este mismo período, Maritain hacía un juicio histórico similar en Trois Réformateurs (1925)

[51] Idem, pp. 176-177.

[52] Título de la homilía pronunciada en el campus de la Universidad de Navarra en 1967, publicada en el volumen Conversaciones con Mons. Escrivá de Balaguer, cit., pp. 211-235.

[53] Cfr. Beato J. Escrivá, Camino, Rialp, Madrid 1965, 23ª ed., n. 939.

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