Las
fronteras del estructuralismo
Por
Rafael Gómez Pérez
Las modas de Francia (1970)
Los que aún no han leído a Sartre pueden ahorrarse ese trabajo; los que lo
hayan leído, podrán olvidarlo cuanto antes, y así estarán a la última.
La última —el último ismo (1970)—se llama estructuralismo.
El movimiento tiene apenas cinco años de vida y puede ser tomado —como el
último tranvía— en marcha. El nuevo profeta se llama Claude Lévi-Strauss[1].
Pero hay que ser honestos: el estructuralismo no se ha presentado como una
moda de Montmartre, sino como un método de investigación, con resultados
concretos, estrictamente científicos, en varias disciplinas. Lo que sucede es
que todo positivismo —el estructuralismo lo es— corre el peligro de acabar
tarde o temprano teniendo un profeta y hasta una profetisa, como lo fueron,
hace un siglo, Auguste Comte y su llorada Clotilde de Vaux.
El estructuralismo ha nacido como consecuencia de una profundización de la
lingüística [2]. La lingüística, en efecto, se ha dado cuenta de que lo
importante no es tanto el contenido de las palabras (lo significado), sino el
contexto de las palabras, es decir, el conjunto de relaciones que cada palabra
entabla con las demás. Pero ese contexto no es algo que haya sido establecido
conscientemente, de una vez, como puede hacerse con la clave de una
asociación de agentes secretos. Ha sido el producto de la actividad
inconsciente de la colectividad, de tal modo que cada hombre singular se
somete a él. En definitiva: las palabras denotan una estructura de relaciones
que, precisamente en cuanto estructura básica, puede admitir diversas
superestructuras. De poco sirve conocer el contenido, si se desconoce la base
estructural que permite que haya contenido.
Esta base estructural tiene sólo una función formal; al menos, el método
estructuralista no intenta sino describir posiciones. De Saussure ha ilustrado
esta función formal de la estructura con un ejemplo: el método
estructuralista se asemeja a una partida de ajedrez, en la que una determinada
posición de las piezas prescinde por completo de los movimientos
antecedentes. Una determinada posición de las piezas —con todas las po
sibles y reales relaciones entre ellas— puede ser entendida tanto por el que
acaba de llegar a la mesa donde ya dos juegan, como por el que ha seguido la
partida desde el principio.
En una palabra, no interesa al estructuralismo la génesis de los conceptos,
la historia, sino el complejo de relaciones que, en un determinado momento, es
posible descubrir. De ahí que se haya definido la estructura como entidad
autónoma de dependencias internas.
El estructuralismo como método aparece así, a primera vista, con la función
instrumental de todo método. Su validez ha de ser juzgada como son juzgados
los métodos: si conducen a resultados. Los resultados metódicos del
estructuralismo trascienden el análisis breve que quieren ser estas páginas.
La justificación de un interés más general sobre el estructuralismo se basa
en cambio en el hecho, por todos conocido, de que el estructuralismo es algo
más que un método: implica —como, por lo demás, era previsible— una
determinada concepción del hombre.
Esa determinada concepción del hombre puede resumirse así: el hombre está
sometido a estructuras lingüísticas, biológicas, psicológicas,
sociológicas, que lo superan, que se imponen sobre él. El hombre no se hace
a sí mismo; es hecho por una conciencia colectiva superior a él, de la que,
a lo más, es expresión.
En esta concepción que es el telón de fondo del estructuralismo coinciden
psicoanalistas, como Lacan; filósofos marxistas, como Althuser; etnólogos,
como Lévi-Strauss. Puede advertirse ahora el impacto que el estructuralismo
ha causado en el ambiente actual de la cultura francesa, centrado
prevalentemente en el personalismo: tanto en el personalismo «cristiano» de
Esprit (la revista de Mounier, llevada ahora por Domenach), como en él
personalismo marxista de Garaudy, como en el personalismo existencialista de
Sartre. Téngase en cuenta que los intentos de diálogo entre marxistas y
cristianos en Francia se basaban hasta ahora en el campo común —aunque
inevitablemente equívoco— del «interés por el hombre».
Algunas aplicaciones del estructuralismo
Pueden verse a continuación algunas aplicaciones del estructuralismo, con el
fin de advertir dónde y cómo queda la persona, en el ámbito de las
estructuras.
En el campo de la etnología, Lévi-Strauss ha escrito: «Si, como pensamos,
la actividad inconsciente del espíritu consiste fundamentalmente en imponer
formas a un conte- nido, y si estas formas son fundamentalmente las mismas
para todos los individuos antiguos y modernos, primitivos y civilizados... es
necesario y suficiente llegar a la estructura inconsciente, subyacente en toda
institución y en toda costumbre, para obtener un principio de interpretación
válido para las otras instituciones y costumbres, con tal de que, bien
entendido, se llegue en el análisis lo bastante lejos»[3]. Muchas y
distintas instituciones sociales (el levirato, la prohibición del incesto,
los impedimentos matrimoniales entre parientes) nacen, según Lévi-Strauss,
de una estructura, inconscientemente fijada e inconscientemente actuante, que
permite la comunicación del individuo con la sociedad, prueba ineludible de
la comunidad e igualdad entre los hombres, más allá de las diferencias de
razas y de culturas.
Evidentemente, la pregunta fundamental es ahora ésta: ¿de dónde viene la
unidad fundamental de la conciencia humana? Viene de puras leyes
físico-químicas[4]. El estruc- turalismo de Lévi-Strauss tiene, por tanto,
un fondo materialista; de hecho, Lévi-Strauss no ha rechazado el calificativo
que Sartre ha dado al estructuralismo: materialisme trascendentale[5].
Este materialismo de fondo —sustrato de una parte del positivismo desde el
siglo XIX— hace posible la aplicación del método estructuralista a la
revisión de Marx, emprendida con tanto ahínco en Francia durante los
últimos años. Frente a la interpretación personalista del marxismo —obra,
sobre todo de Garaudy—, otros están intentando una interpretación
estructuralista. Lo importante en Marx sería su descubrimiento de las
estructuras económicas y sociales. Sería en cambio accesorio y, por tanto,
caduco, todo lb que se refiere a la liberación del hombre, al triunfo del
proletariado, a la sociedad sin clases. En otras palabras, el marxismo habría
dejado de ser el humanismo que prometía al hombre la liberación total de las
superestructuras. Se comprende la reacción contraria a la interpretación
estructuralista de Marx por parte tanto del marxismo ortodoxo como, del
humanismo marxista de algunos pensadores franceses: porque el marxismo queda
privado de los postulados más atractivos para una acción política y social;
el marxismo ortodoxo pierde su carácter clásico de profetismo de la clase
oprimida; el humanismo marxista pierde su plataforma común para el diálogo
con el humanismo cristiano.
Tanto en general, como en su aplicación marxista, el estructuralismo, cuando
rebasa el valor de método y se ve ineludiblemente acosado por preguntas
fundamentales, las resuelve en un sentido materialista. Realmente, ni siquiera
como método el estructuralismo ha logrado responder a cuestiones básicas.
Así, cuando después de individuar una serie de estructuras que rigen la
sociedad durante siglos, se ve obligado a individuar otra nueva serie que,
paulatinamente, comienza a imponerse, el estructuralismo no sabe explicar el
paso, a no ser recurriendo a «encarnaciones» de un espíritu objetivo, que
recuerda a las mayores elucubraciones de Hegel. En Hegel, también el
individuo quedaba siempre absorbido en la evolución del espiritu absoluto.
Hegel nunca se pronunció, en efecto, sobre la consistencia de la
individualidad personal; no podía hacerlo.
Estas últimas consideraciones llevan a plantear, aunque sea brevemente, el
lugar que ocupa el estructuralismo en el actual panorama filosófico.
Describir en pocas líneas las actuales corrientes filosóficas es una empresa
arriesgada; pero, por otra parte, la multiplicidad no es tanta como para no
permitir trazar unas cuantas líneas fundamentales.
El primer criterio que permite separar las corrientes filosóficas en dos
campos es el materialismo. Según este criterio hay filosofías materialistas
(marxismo, positivismo, al- gunos existencialismos) y filosofías
espiritualistas (todas las que admiten la metafísica en sentido real:
tomismo, algunos existencialismos, espiritualismo de tendencia agustiniana).
El estructuralismo en el panorama de la filosofía actual
Otro criterio diversificador —tomado de la historia de la filosofía—
puede ser éste: filosofías que se colocan en la línea objetivista del
pensamiento clásico (en donde es posible trazar una línea constante que va
de Platón a los tomistas de hoy, pasando por Aristóteles, San Agustín y
Santo Tomás, aunque habría que hacer muchas precisacio- nes importantes) y
filosofías de tipo subjetivista (que arrancando de Descartes, pasan por Kant
y llegan a todos los existencialismos e idealismos actuales). Se entiende
aquí por objetivista (y es necesario aclararlo, porque el término no es muy
exacto), toda filosofía que, de modo más o menos pleno, se centra en la
develación del esse: realidad fundamental, no idea abstracta, advertida por
el hombre como acto que pone todo lo que es. Y se entiende por filosofía
subjetivista la que parte de la conciencia, del cogito, del lch denke, del yo
pienso.
Si, como se ha dicho, Lévi-Strauss no ha rechazado para el estructuralismo la
calificación de «materialismo trascendental» que le ha dado Sartre, se
entenderá también que al autor del estructuralismo haya parecido bien otra
calificación, ideada por Ricoeur: la de «kantismo sin sujeto
trascendental». En otras palabras: el estructuralismo puede ser configurado
como un materialismo que, partiendo del sujeto trascendental kantiano, lo
niega, para constituir en esta negación la afirmación de un espíritu
inconsciente, universalístico, ahistórico.
En el estructuralismo hay, por tanto, una confusa mezcla de las tendencias
filosóficas que se han dado a partir de Kant. Hay, en buena, parte, una
especie de síntesis entre las dos alas —derecha e izquierda (marxismo)—
que aparecieron después de la muerte de Hegel. La exigencia de la
positivización —que arranca de Kant— está omnipresente; pero esta
positivización —este positivismo— no está al servicio del yo, sino de
una cierta espiritualización de la materia, que —a espaldas de la historia
y de la persona— va dando lugar a estructuras, en las que cabe encuadrar
tanto el pensamiento salvaje como el que piensa que ha dejado de serlo.
Las últimas precisaciones
El estructuralismo recoge un cierto hastío filosófico que había engendrado
el personalismo. En realidad, la filosofía de la postguerra se cerró en el
personalismo (Mounier, Sartre), como en un non plus ultra. En un caso,
la centralidad de la persona permitía luego el acceso a Dios; en otro, la
centralidad de la persona era la negación de Dios. Pero, en realidad, o se ve
en la persona ya la trascendencia (el tú, Dios), o la filosofía de la
persona acaba, tarde o temprano, asqueada de sí misma. De ahí la
desideologización, el atractivo hacia la materia; una materia explicada y
parlante por miles de ciencias actuales que dan resultados y datos tangibles,
contabilizables. Una materia que no es inerte, porque está como surcada por
vetas de estructuras: casi se diría que es materia espiritual izada: el dios
materia.
Las consideraciones cripto-filosóficas de Lévi-Strauss se prestaban a todas
estas deducciones. Últimamente, sin embargo, el autor ha insistido una y otra
vez en repudiar estas derivaciones, que él considera espúreas.
Con ocasión de la ceremonia, en la que recibiólde manos del ministro
Peyrefitte la medalla de oro del Centre National de la recherche
scientifique (cfr. Le Monde, 13-1-1968), el filósofo dijo: «El
estructuralismo no es culpable del abuso que con frecuencia se comete en su
nombre. El estructuralismo sanamente practicado no aporta un mensaje, no tiene
una llave capaz de abrir todas las cerraduras, no pretende formular una nueva
concepción del mundo o incluso del hombre; se guarda muy bien de querer
fundar una terapéutica o una filosofía». Lévi-Strauss pronunció también
palabras muy convincentes sobre la necesidad de que la ciencia no se quede
satisfecha «en las fronteras de una lengua o de un grupo de lenguas, de una
sociedad y de la civilización donde la ciencia surge, o incluso de un
período de la historia, aunque sea extenso... De ahí la voluntad tenaz de la
etnología de no excluir de su estudio nada que sea humano».
Estas declaraciones de Lévi-Strauss permiten efectivamente modificar el
planteamiento que del estructuralismo han hecho numerosas publicaciones,
incluso algunas especializadas de filosofía. Pero esa modificación tiene un
sentido muy concreto: es decir, queda claro que el filósofo, aun apelando a
una estructura o conciencia o sistema transhumano, no puede evitar construir
un humanismo. La diferencia estriba en que, mientras muchos humanismos sienten
una instintiva desazón hacia el desarrollo y la invasión de las ciencias
positivas, la actitud estruturalista mantiene que no se puede hablar
legítimamente del hombre sin la integración de todas las ciencias. No hay
ciencias humanistas privilegiadas, y, desde luego, no hay una ciencia
privilegiada para una parte del mundo o de la historia. Toda ciencia
manifiesta de algún modo el hombre: «las matemáticas ponen al desnudo las
propiedades intrínsecas que manifiesta, en su mayor pureza, el funcionamiento
del espíritu humano; e incluso las ciencias físicas y naturales no llegan al
conocimiento del mundo y de la vida sino a través de las percepciones. y de
los juicios que autorizan, en el hombre, un equipo sensorial y mental
particular» (Lévi-Strauss, Le Monde, 13-1-68).
La adoración mítica del hombre —previamente complicado y ambiguo para
permitir este culto confuso— es una mentalidad que los estructuralistas
repudian. La afirmación sartreana sobre el hombre («esa pasión inútil»)
les suena a dilettantismo. Podría decirse que, si el estructuralista
no se fija temáticamente en el hombre, la razón se debe a que no puede dejar
de trabajar en algo mucho más concreto: los hechos, las estructuras, el
ensamblaje de relaciones que ofrece una mirada científica del mundo y de la
vida.
En este sentido, no se puede justamente acusar al estructuralismo de anti-humanismo.
Una consideración global del hombre no le preocupa, porque sabe que, para
intentarla, haría falta reunir los resultados de bastantes ramas científicas
(algunas actualmente en sus comienzos), y verificar luego sus resultados.
Pero es aquí precisamente donde se descubre la debilidad —y la falsedad—
del planteamiento estructuralista: el limitarse a las ciencias positivas puede
ser, legítimamente, objeto de un programa de investigación positiva. Pero,
al silenciar cualquier otra perspectiva (es significativo que en las
declaraciones citadas de Lévi-Strauss no se aluda a un problema filosófico o
moral), se mantiene de hecho una posición ideológica: la positivista. Esta
consideración se confirma por el hecho de que, paladinamente, el substrato
del estructuralismo es un confesado materialismo, aunque, sin embargo, no se
constituya temáticamente como una tesis, sino como el presupuesto de base de
las investigaciones concretas.
El estructuralismo puede ser configurado (y es una más de las notas aproximativas que se han hecho a lo largo de estas páginas) como un materialismo que se distrae en el interminable trabajo positivo que tiene ante sí el científico actual. Se parte, aunque no se diga explícitamente (a veces sí se afirma) de que no se da una trascendencia; en pocas palabras: de que todo se acaba aquí, sobre la tierra. El estructuralismo es, por eso, la última modalidad del positivismo materialista.
Este
positivismo podía resultar incluso pueril, hace un siglo, cuando las ciencias
físicas y naturales, la sociología, la psicología, etc., estaban apenas en
una fase preparatoria de la gran expansión posterior. Hoy, en cambio, el
progreso evidente, el descubrimiento de métodos eficaces en la sociología de
grupo, la etnología, la lingüística, dotan al positivismo de una
verificabilidad cada vez más atractiva. Antes, el positivista presumía de no
rezar y hacía gala de su ateísmo; hoy el positivista no reza, pero tiene
para el rezo una mirada científica: y lo explica como un fenómeno real de
condicionamientos materiales, lingüísticos, sociales. Para el
estructuralismo, las palabras de Bergson sobre la necesidad en el mundo de hoy
de un «suplemento de alma» significan poco; él se siente dueño —no
completo, pero dueño— de las exigencias individuales y sociales de los
hombres. No puede satisfacerlas, pero puede clasificarlas. Lo triste es, sin
embargo, que las almas y sus aspiraciones concretas y personales quedan
clasificadas como mariposas en el álbum del entomólogo: frías, yertas y con
un alfiler clavado en mitad del cuerpo seco.
“Le dernier cri”
Se decía, al principio, que el estructuralismo era la última moda. En
realidad, estas ciencias —etnología, antropología, etc— están
recibiendo continuamente nuevos en- foques, de modo que los planteamientos son
a menudo sometidos a críticas. Los primeros meses del 1968 han visto la
aparición de críticas serias al estructuralismo. Por una parte, libros de
orientación personalista, que no se resignan al anti-humanismo de Lévi-Strauss
(aunque, como se ha dicho, se trata de un anti-humanismo sólo aparente[6]).
Por otra, libros que enfocan la antropología desde una perspectiva distinta,
que en definitiva significa una crítica al planteamiento estructuralista.
Balandier[7], con un libro sobre la antropología política, parece decidido a
corregir la perspectiva ahistórica del estructuralismo. La estructura no es
ya un modelo permanente insensible al paso de la historia; las mismas
sociedades primitivas —que los estructuralistas estudian como reproduciendo
un modelo siempre igual y constante— son estudia- das ahora con una visión
histórica. Al menos, desde el punto de vista político, el poder y su
necesario correlato —la oposición al poder— implican una historia, un
movimiento y un dinamismo.
Para Balandier, no hay nada más sometido a la historia que el terreno
político; y la antropología política, si quiere conseguir resultados
útiles, debe comparar sistemas diversos, en movimiento, dinámicos, que no
pueden ser entendidos con un modelo (estructura) estático. Puede observarse,
por tanto, que este redescubrimiento de la historia vuelve a plantear
problemas antiguos que continúan siendo nuevos. Entre ellos, el de la
libertad. Pero la libertad es de la persona; y la persona libre tiene abierto
delante de sí un horizonte que escapa a toda reducción materialista. He
aquí de nuevo, desde otra perspectiva, el problema de la trascendencia. En
este sentido, el estructuralismo —que ha merecido la crítica al dar la
preeminencia a una simplificación demasiado unilateral— puede prestar un
servicio real, aparte del mérito de las investigaciones concretas sobre modas
y costumbres: descubrir la inconsistencia del personalismo cerrado o contuso
que la cultura europea ha arrastrado durante años por influencias de algunos
existencialismos.
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[1] C. LEVI-STRAUSS, La pensée sauvage, París, 1962. Es su obra
principal.
[2] Un precedente puede señalarse en F. DE SAUSSURE, Cours de Linguistique
générale, París, 1962 2ª edición; la primera se publicó en Ginebra y
data de 1915.
[3] Antropologia strutturale, Milano, 1966, pp. 33-34.
[4] La pensée sauvage, París, 1962, p. 326.
[5] J. P. SARTRE, Critique de la raison dialectique, París, 1960, p.
128.
[6] MIKEL DUFRENNE, Pour l’homme, París, 1968.
[7] GEORGES BALANDIER, Anthropologie politique, París, 1968.
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