ÉTICA

 

Por JAIME BALMES

 

PRÓLOGO

 

ÉTICA llamo a la ciencia que tiene por objeto la naturaleza y el origen de la moralidad. Cuál sea el verdadero sentido de la palabra moralidad, no se puede explicar aquí, pues que a ello se dedica una parte considerable de este volumen. Algunos han dado a la Ética el título de "arte de vivir bien": lo cual no parece exacto, pues que, si se reuniesen todas las reglas de buena conducta, sin acompañarlas de examen, formarían un arte" mas no una "ciencia".

 

Fácil me hubiera sido escribir un grueso volumen de ÉTICA, o filosofía moral: es materia que en las riquezas abundan, y se las puede tomar de otros, sin que se conozca el plagio; pero he preferido reducir el tratado a pocas páginas, ya porque lo requiere el género de la obra, ya también porque las ideas para germinar, conviene que no estén desleídas. Lo que importa es asentar los principios, e indicar con claridad y precisión el modo de aplicarlos: ciertos pormenores corresponden a una obra de moral pero no a una de filosofía moral. La palabra filosofía expresa aquí examen y análisis de los fundamentos de la moral y de sus conclusiones capitales: sise quisiese descender hasta las últimas consecuencias, sería preciso contar con más tiempo del que suele emplearse en esta enseñanza.

 

Se notará que no trato separadamente ni del sentido ni del sentimiento moral: sólo hablo de ellos, cuando la materia respectiva va ofreciendo la ocasión. Si por sentido moral se entiende la percepción instintiva de ciertas relaciones morales, queda incluido en el sentido común, del cual forma un ramo: si se le quiere tomar en otra acepción, no la comprendo. El sentimiento moral es lo que indica su nombre: el sentimiento, en sus relaciones morales. Como mero sentimiento, es una inclinación que nada significa en el orden moral, hasta que se subordina a la libertad, y se encamina a un objeto, con sujeción a las condiciones, en cuyo supuesto el criterio de su moralidad se halla en alguno de los capítulos que tratan de los deberes y derechos. Todo sentimiento se refiere al sujeto o al objeto: así están señaladas sus reglas, cuando se han fijado las de la moral en todas sus relaciones.

 

En el orden de materias no he seguido el método común: no es necesario exponer aquí los motivos, ni lo consiente tampoco la brevedad que me he propuesto. No obstante, para juzgar de si he acertado o no, hay un medio sencillo: leer el tomo con la mira de buscar un cuerpo de ciencia, resultado de un examen riguroso. Si el libro llena este objeto, el método es bueno; si no, errado.

 

He procurado presentar las cuestiones bajo el aspecto reclamado por las necesidades de la época: si en algo conviene atender a esta circunstancia, es indudablemente en la moral. Fuera de las Academias, pocos hablan de ideología y psicología; pero las cuestiones sobre la sociedad, el poder público, la propiedad, el suicidio, se agitan en todas partes. Es preciso tener sobre ellas ideas fijas, para preservarse del extravío, y es indispensable saber tratarlas con el método y estilo de la época, so pena de dañar a la verdad, desluciéndola.

 

CAPÍTULO I

EXISTENCIA DE LAS IDEAS MORALES Y SU CARÁCTER PRÁCTICO

 

1. Hay en todos los hombres ideas morales. Bueno, malo, virtud, vicio, lícito, ilícito, derecho, deber, obligación, culpa, responsabilidad, demérito, son palabras que emplea el ignorante, como el sabio, en todos tiempos y países: éste es un lenguaje perfectamente entendido por todo el linaje humano, sean cuales fueren las diferencias en cuanto a la ampliación del significado a casos especiales.

 

2. Las cuestiones de los filósofos sobre la naturaleza de las ideas morales confirman la existencia de las mis mas; no se buscaría lo que son, si no se supiese que son. No cabe señalar un hecho más general que éste; no cabe designar un orden de ideas de que nos sea mas imposible despojarnos: el hombre encuentra en sí propio tanta resistencia a prescindir de la existencia del orden moral, como de la del mundo que percibe con los sentidos.

 

Imaginaos el ateo más corrompido; el que con mayor impudencia se mofe de lo más santo; que profese el principio de que la moral es una quimera y de que sólo hay que mirar la utilidad en todo, buscando el placer y huyendo del dolor; ese monstruo, tal como es, no llega todavía a ser tan perverso como él quisiera, pues no consigue el despojarse de las ideas morales. Hágase la prueba: dígasele que un amigo a quien ha dispensado muchos favores, acaba de hacerle traición: "¡qué ingratitud!" exclamará, "¡qué iniquidad!". Y no advierte que la ingratitud y la iniquidad son cosas de orden puramente moral que él se empeña en negar. Figurémonos que el amigo traidor se presenta y dice al ofendido: "es cierto, yo he hecho lo que usted llama una traición, usted me dispensaba favores; pero, como de la traición me resultaba una utilidad mayor que los beneficios de usted, he creído que era una puerilidad el reparar en la justicia y en el agradecimiento". ¿Podrá el filósofo dejar de irritarse a la vista de tamaña impudencia? ¿No es probable que le llamará infame, malvado, monstruo, y otros epítetos que le sugiera la cólera? Y, no obstante, &e es el mismo filósofo que sostenía no haber orden moral, y que ahora le proclama con una contradicción tan elocuente. Quitad el interés propio; hacedle simple espectador de acciones morales o inmorales: y la contradicción será la misma. Se le refiere que un amigo expuso su vida, para salvar la de otro amigo: "¡qué acción más "bella"! dirá el filósofo. Por algunas talegas de pesos fuertes, un militar entregó una fortaleza, lo que causó la ruina de su patria; ¡qué villanía, qué bajeza, qué infamia! dirá también el filósofo.

 

Esto, ¿qué prueba? Prueba que las ideas morales están profundamente arraigadas, en el espíritu, que son inseparables de él, que son hechos primitivos, condiciones impuestas a nuestra naturaleza, contra las que nada pueden las cavilaciones de la filosofía.

 

3. Las ideas morales no se nos han dado como objetos de pura contemplación, sino como reglas de conducta; no son especulativas, son eminentemente prácticas; por esto no necesitan del análisis científico para que puedan regir al individuo y a la sociedad. Antes de las escuelas filosóficas había moralidad en los individuos y en los pueblos, como antes, de los adelantos de las ciencias naturales la luz inundaba el mundo y los animales se aprovechaban de los fenómenos notados y explicados por la catóptrica y la dióptrica.

 

4. Así, pues, al entrar en el examen de la moral, es preciso considerar que se trata de un hecho; las teorías no serán verdaderas, si no están acordes con él. La filosofía debe explicarle, no alterarle: pues no se ocupa en un objeto que ella haya inventado y que pueda modificar sino en un hecho que se le da para que lo examine.

 

Por este motivo, los elementos constitutivos de las ideas morales es necesario buscarlos en la razón, en la conciencia, en el sentido común. Siendo reguladores de la conducta del hombre, no pueden estar en contradicción con los medios preceptivos del humano linaje; y, debiendo dominar en la conciencia, han de encontrarse en la conciencia misma.

 

5. La razón, el sentido común, la conciencia, no son exclusivo patrimonio de los filósofos: pertenecen a todos los hombres; por lo que la filosofía moral debe comenzar interrogando al linaje humano para que de la respuesta pueda sacar qué es lo que se entiende por moral o inmoral, y cuáles son las condiciones constitutivas de estas propiedades.

 

CAPÍTULO II

CONDICIONES INDISPENSABLES PARA EL ORDEN MORAL

 

6. No hay moralidad ni inmoralidad cuando no hay conocimiento: nadie ha culpado jamás a una piedra, aunque con su caída haya producido un desastre; ni ha juzgado meritoria la influencia del agua, que da a las plantas verdor y lozanía. Este conocimiento, necesario para la moral, debe ser superior a la percepción puramente sensitiva: por cuya razón están exentos de responsabilidad los brutos. La moral exige un conocimiento de relaciones, capaz de comparar los medios con los fines: una percepción inteligente; cuando esto falta, hay acciones físicas, provechosas o nocivas, pero no morales o inmorales.

 

7. De esto inferiremos que la primera condición para que una acción pueda pertenecer al orden moral, es la "inteligencia" en el ser que la ejecuta. El orden moral corresponde, pues, únicamente al mundo intelectual, y de tal modo, que las criaturas racionales sólo están en él mientras usan de razón. En el sueño, u otra situación cualquiera en que el uso de la razón esté interrumpido, no hay orden moral: y, si se imputan algunas acciones, como al borracho el asesinato, es porque con su conocimiento anterior había podido prever la perturbación mental y sus consecuencias.

 

8. El conocimiento de lo que se ejecuta no es suficiente, si el sujeto no obra con espontaneidad libre. Espontaneidad, porque si se procediese por violencia, como uno a quien se forzase la mano para escribir; no habría acción del sujeto, éste no sería más que un instrumento del agente principal. Libertad, porque, aun suponiendo que el acto se ejerce con espontaneidad y hasta con vivo placer, no hay orden moral, si el sujeto obra por un impulso irresistible, si no puede evitar la acción que ejecute. El niño que no ha llegado al de la razón, el demente, el delirante, hacen muchos de sus actos con espontaneidad, sin violencia de ninguna especie, tal vez con mucho gusto; y, sin embargo, sus acciones no son laudables ni vituperables; no pertenecen al mundo moral, porque el sujeto que obra no procede con libertad de albedrío.

 

9. La inteligencia, o sea un conocimiento de relaciones, y la libertad, son necesarias para el orden moral pero es preciso notar que por relaciones se entiende algo más que la de los medios con los fines; y por la libertad, algo más también que la simple facultad de hacer o no hacer, o de hacer esto o aquello; se entiende cierto grado de conocimiento y de libertad, que no siempre se puede fijar con absoluta precisión, pero que determinan aproximadamente la razón y el sentido común. Un ejemplo hará comprender lo que quiero decir.

 

Un demente intenta escapar de su encierro, y dispone los medios de la manera más adecuada; suple la llave con algún hierro que tiene a la mano, sale callandito, evita el encuentro de los vigilantes, arrima una escalera en la pared, se descuelga a la calle por una cuerda para evitar el daño de la caída, se dirige a la casa de su antiguo enemigo, y le asesina. No hay duda que muchos dementes son capaces de proceder así, y, por consiguiente, hay en ellos un conocimiento de relación de los medios con el fin. Si al salir de la puerta de su encierro, hubiese visto a un vigilante, habría retrocedido, e indudablemente lo hubiera hecho, si a la vista se siguiera la amenaza: por donde se conoce que, al ejecutar su acción, no obraba con un impulso del todo irresistible, y podía dejar de obrar, en entendiendo que le tenía más cuenta para evitar el castigo: conservaba, pues, alguna libertad: no obraba por un impulso irresistible. Sin embargo, nadie dirá que el demente fuera responsable del asesinato; si algún día volviese a la razón, el recuerdo del homicidio no le rebajaría a los ojos de los demás hombres; sería digno de lástima, mas no de vituperio.

 

10. Para el orden moral, se necesita una capacidad de conocer la moralidad de las acciones, y de conocer libremente, conforme a este conocimiento; la criatura intelectual no está en el orden moral, sino cuando se halla completa, por decirlo así; cuando, aunque no reflexione actualmente, es al menos capaz de reflexionar sobre el orden moral. Esto es tan cierto, que no se culpa a quien comete con pleno conocimiento y libertad un acto, cuya malicia moral ignoraba invenciblemente. En el orden físico, los actos son lo que son, prescindiendo del conocimiento de quien los ejecuta; pero en el moral, todo depende del conocimiento y libertad del que obra; Y este conocimiento y libertad deben ser capaces de referirse al mismo orden moral; de lo contrario, no producen acciones que pertenezcan a él.

 

CAPÍTULO III

NECESIDAD DE UNA REGLA

 

11. Capacidad de conocer lo que se ejecuta en el orden físico yen el moral, y libertad para obrar o no obrar: he aquí las condiciones que se necesitan para que un acto pueda ser digno de alabanza o vituperio; así lo enseña la razón, lo juzga el sentido común y lo confirma la legislación de todos los pueblos. Pero hasta aquí hemos encontrado las condiciones necesarias, mas no las constituyentes; sabemos que aquellas son indispensables para el orden moral, sin conocer, por eso, cuál es la esencia de la moralidad. Con conocimiento y libertad se hacen cosas buenas o malas, morales o inmorales; ¿en qué consiste esa bondad y malicia, esa moralidad e inmoralidad? ¿Cuál es la razón de que el mismo conocimiento y libertad produzcan acciones buenas o malas, según los objetos a que se aplican? Y, ante todo, ¿hay alguna regla fija que distinga lo bueno de lo malo?

 

12. En el universo está todo en un orden, y no debían formar excepción de esta regla las criaturas racionales. Pero ese orden no podía ser en ellas el efecto de una ley necesaria, a no mutilar su naturaleza, despojándola del libre albedrío. Era preciso, pues, que en el ejercicio de sus facultades estuviesen sujetas a un orden que no las violentase y que les dejase lugar a la trasgresión. Por donde se ve que la ley moral no es para las criaturas racionales una influencia de fuerza, sino de atracción, de limitaciones en varios sentidos pero que siempre respeta su libertad de obrar. El que sabe la pena en que incurre si falta a sus deberes, tiene limitada su acción por la influencia del temor; el que espera una recompensa de su obra, está atraído por el deseo del premio; pero ambos motivos, así el repulsivo como el atractivo, aunque puedan ejercer más o menos influencia sobre la voluntad, la dejan siempre libre: el uno puede cometer el delito arrostrando la pena; y el otro puede omitir la buena acción renunciando al premio.

 

13. Por lo mismo que la criatura libre no tiene un principio determinante necesario de sus acciones, es preciso buscar alguna regla a que pueda atenerse, o bien dejarla abandonada a todos los impulsos de su naturaleza. Esto último equivaldría a degradar la criatura racional, haciéndola de condición inferior a la de los brutos y aun de los seres inanimados; pues que éstos tienen una regla a la cual se conforman por necesidad. Todo ser criado ejerce sus funciones en el orden del universo; y del ejercicio de ellas no puede estar abandonado al acaso, si se quiere que el ser pueda, llenar el objeto de su destino.

 

Así, pues, será necesario convenir en que las acciones libres han de tener alguna regla; y en la conformidad a la misma debe consistir la moralidad.

 

14. Esta regla no depende del arbitrio de los hombres; las acciones no son morales o inmorales porque se haya establecido así por un convenio, sino por su íntima naturaleza, ¿podrían los hombres haber hecho que la piedad filial, fuese un vicio y el parricidio una acción virtuosa; que el agradecimiento fuese malo y la ingratitud buena; que fuera vituperable la lealtad y laudable la perfidia; que la templanza mereciese castigo y la embriaguez, fuera digna de premio? Es evidente que no; las ideas de bien y de mal convienen naturalmente a ciertas acciones; nada puede contra eso la voluntad del hombre. Quien afirme que la diferencia entre el bien y el mal es arbitraria, contradice a la razón, al grito de la conciencia, al sentido común, a los sentimientos más profundos del corazón, a la voz de la humanidad, manifiesta en la experiencia de cada día y en la historia de todos los tiempos y países.

 

CAPÍTULO IV

LA REGLA DE LA MORAL NO ES EL INTERÉS PRIVADO

 

15. Supuestas la necesidad y existencia de una regla, y probado que no es arbitraria, sino natural, busquemos cuál es.

 

16. Entre los errores que se han vertido sobre la materia, merece un lugar preferente el que confunde la moralidad con la utilidad privada. Según esto, lo útil a un individuo es moral para él; lo nocivo, inmoral; lo que no daña ni aprovecha, es indiferente; el orden moral es el conjunto de las relaciones de utilidad: quien obra con arreglo a ellas, obra bien; quien las perturba, obra mal. Las facultades de un ser deben dirigirse a proporcionarle el mayor bienestar posible: la relación con el grado de este bienestar es la medida de la moralidad de las acciones.

 

17. Desde luego salta a los ojos que este sistema erige en base de la moralidad el egoísmo: así comienza por fundarla en lo que le repugna, en lo que la destruye, a no ser que se engañe la humanidad entera. "Este hombre es un egoísta; para él nada hay bueno, sino lo que le ofrece alguna utilidad": he aquí una terrible acusación, según la conciencia de todo el género humano; y, no obstante, esta acusación se convierte en elogio en el sistema que combatimos. "Este hombre es egoísta: sólo atiende a su utilidad; sólo a ella respeta significará ese absurdo: "el egoísta es altamente moral, pues que sólo respeta la utilidad, esencia de la moralidad".

 

Esta observación basta y sobra para destruir tan errónea doctrina; sin embargo, bueno será examinarla y refutarla con más extensión y bajo todos sus aspectos.

 

18. ¿Qué es la utilidad? Es el valor de un medio para lograr un fin. Un caballo es útil, porque nos sirve para montar o conducir efectos; el dinero es útil, porque nos sirve para proveernos de lo que necesitamos; la pluma es útil, porque nos sirve para escribir. Cuando una cosa no conduce a otra, se llama inútil para ella. Así pues, las ideas de utilidad e inutilidad son esencialmente relativas; lo que es útil para una cosa, es inútil para otra. Lo que no sólo no conduce al fin, sino que lleva a lo contrario, no se llama inútil, sino dañoso o nocivo. Para andar con desembarazo, sirve la ligereza del traje: será útil con relación al objeto de andar; según la estación, puede ser cómoda: entonces será útil para la comodidad; en invierno pudiera acarrear un catarro: será, pues, dañosa a la salud.

 

19. Siendo la utilidad una cosa relativa, cuando se quiera cimentar la moral sobre la utilidad privada, es necesario comenzar por la definición de ésta, determinando el fin a que nos hemos de referir: según sea el fin, será la utilidad. Sardanápalo creía hacer una cosa que la era muy útil embriagándose de placeres, lo que consideraba como el sumo bien, supuesto que hacía poner en su busto la famosa inscripción, de la cual dijo con verdad Aristóteles que no era de un rey, sino de un buey: "Tengo lo que comí, bebí y gocé; lo demás, ahí queda". Pero, si hubiésemos preguntado a Sócrates si miraba la frugalidad como dañosa o inútil, hubiera dicho que, además de juzgarla moral, la creía muy "útil" a la salud y aun, para ciertos goces. Así lo manifestó cuando, preguntando un día por qué daba un fuerte paseo, respondió: "estoy sazonando la cena con el mejor condimento, que es el hambre".

 

20. Si se hace consistir el fin en el placer, es preciso expresar en cuál, si en los sensibles o en los intelectuales; que también tiene los suyos la inteligencia.

 

21. Poner el fin del hombre en los placeres es trastornar el orden de la naturaleza, tomando los medios por fines y los fines por medios. El placer de la comida se nos ha concedido para impelernos a satisfacer esta necesidad y hacemos el alimento más saludable: no nos alimentamos para sentir placer; sentimos, placer para que nos alimentemos. Lo propio se puede decir de los demás, y, en sentido opuesto, de los dolores.

 

22. La prueba de que el fin no es el placer sensible, se ve en la limitación de las facultades para gozar; el gastrónomo más voraz está condenado a privarse de muchas cosas, si no quiere morir; y, para la inmensa mayoría de los hombres, los placeres de la mesa se reducen a un círculo mucho más estrecho. Todos los demás goces algo vivos están sujetos a la misma ley: quien la infringe, sufre; si continúa, pierde la salud, y si se obstina muere.

 

23. Los placeres a que se ha dado mayor latitud, y cuyo goce está únicamente limitado por las precisas necesidades del reposo de los órganos, son aquellos que acompañan al ejercicio de la vista, del oído y del tacto, en sus relaciones ordinarias. Vemos, oímos, tocamos continuamente, sin experimentar ningún daño; al ejercicio de estos sentidos está unido cierto placer suave, que el autor de la naturaleza nos ha otorgado para amenizar las funciones de la vida. Pero, es de notar que las sensaciones que no nos destruyen ni fatigan, son las que nos ponen en comunicación con el mundo externo, las que sirven a la inteligencia: indicio seguro de que el hombre no entiende para gozar sensiblemente, sino que goza sensiblemente para entender.

 

24. No puede ser verdadera una doctrina cuyas aplicaciones no se atreve a sostener quien conserve un rastro de pudor. El epicúreo consecuente debiera hablar de este modo: "mi fin es el placer: ésta es la única regla de moral; gozo cuanto puedo; y sólo ceso cuando temo morir; sin este peligro no pondría ningún límite a la sensualidad; los festines, las orgías, los desórdenes de todas clases formarían el tejido de mi vida; y entonces sería yo el hombre moral por excelencia, porque me atendría con rigor al principio de la moralidad: el goce". ¿Quién puede sufrir tamaña impudencia? ¿Quién se atreve a semejante lenguaje?

 

25. No siendo el placer sensible la regla de la moral, ¿lo será tal vez la salud, aquel estado en que se ejercen con orden y armonía todas las funciones de nuestra organización? ¿Podremos decir que es moral lo que conduce a la conservación de la salud, y, por consiguiente, de la vida?

 

26. Desde luego salta a los ojos la extrañeza de confundir lo moral con lo saludable, y de poner lo principal de la moralidad en un lugar tan prosaico como es la cocina. En sentido común distingue entre la sanidad y la moralidad; reconoce acciones morales e inmorales con relación a los alimentos, a las habitaciones y a cuanto contribuye a la conservación de la salud y de la vida; pero cree que la moralidad es algo superior a estas cosas; que sólo se aplica a ellas cómo a un caso particular, por la unión del ser inteligente y libre a un cuerpo sujeto a esta especie de necesidades.

 

27. La salud y la vida no son para sí mismas, sino para el ejercicio de las facultades vitales: la armonía de la organización no es un fin; es un medio para que los órganos funcionen bien; luego el tomar la salud y la vida como fines, es trasformar el orden. Suponed un individuo perfectamente sano: si la moralidad consiste en la salud, éste será el hombre moral por excelencia; recostadle, pues, en un blando sofá; conservadle bien, con sus ojos claros, su tez brillante, sus mejillas encarnadas; y mostradle a los demás diciendo: "he aquí la virtud en persona; he aquí el fin de toda moral: estar bien rollizo y fresco.

 

La salud y la vida son para ejercer las facultades; y, como ya hemos visto que el término de éstas no es el placer sensible, lo hemos de buscar en otros superiores: en el entendimiento y la voluntad.

 

28. ¿La moralidad se fundará en la inteligencia, de suerte que sea moral todo lo que conduzca al desarrollo de las facultades intelectuales, e inmoral lo que a esto se oponga?

 

No cabe duda en que esta opinión no o frece la repugnante fealdad de las anteriores: el desenvolver las facultades intelectuales es una acción noble, digna del ser que las posee; el sentido moral no se subleva contra quien nos presenta el término del hombre en la esfera intelectual; la contemplación de la verdad es un acto noble, digno de uno, criatura racional. Sin embargo, esta idea, por sí sola, no nos explica el cimiento de la moralidad: nos agrada la acción de entender; pero todavía preguntamos en qué consiste ese carácter moral de que la inteligencia se reviste, en qué la inmoralidad que con frecuencia la afea y la degrada. Fingid una criatura racional, que conoce a su Autor, que por el estudio de su naturaleza halla cada día nuevas razones para admirar la sabiduría del Hacedor supremo, y que, sin embargo, se levanta contra Dios, le blasfema, y desea que no exista: esa criatura, aunque continúe desenvolviendo y perfeccionando su inteligencia con el estudio y la contemplación de altas verdades, ¿será moral? Claro es que no. Imaginad un filósofo que, dominado por la pasión del saber, no perdona medio ni fatiga para acrecentar sus conocimientos, y que, con el fin de proporcionarse lo que desea, olvida los deberes de su familia y sociedad, y es, además, injusto, reteniendo libros que no le pertenecen, usurpando propiedades de otros para acudir a los gastos de sus experimentos, viajes y demás que necesita y a que no alcanzan sus caudales; suponed que es orgulloso, insolente, inhumano; ¿será moral? ¿Le bastará para la moralidad su ardiente pasión por la ciencia? Es evidente que no.

 

Luego la inteligencia no es la moralidad; luego la perfección del entendimiento no es la única regla de la moral. Una alta inteligencia puede concebirse con profunda inmoralidad; en cuyo caso, lejos de que la elevación de la primera excuse a la segunda, la hace más culpable; la falta es tanto mayor, cuanto más claro es el conocimiento que de ella se tiene.

 

29. No hallamos, pues, en la utilidad privada el fundamento de la moralidad; ni aun refiriéndola a las facultades intelectuales, nos da la regla buscada; el ejercicio de éstas debe someterse a la regla, pero no son la regla misma. De lo cual se infiere que el egoísmo, ni aun en la acepción más elevada de esta palabra, no puede ser el fundamento de la moralidad. Sucede en esto como en las verdades del orden intelectual puro: si se quiere encontrar la razón de su verdad, necesidad y universalidad, es preciso salir del individuo y extender la vista por regiones más dilatadas.

 

CAPÍTULO V

LA MORALIDAD NO ES LA RELACIÓN A LA UTILIDAD PÚBLICA

 

30. Al desaparecer el interés privado, se ofrece desde luego el común: ¿será posible cimentar la moralidad, en la utilidad de todos; por manera que lo que conduzca al bien común sea moral, y lo que a él se oponga sea inmoral?

 

31. Desde luego ocurre una grave dificultad contra esta doctrina: ella rechaza al egoísmo como base de la moral; pero, en cambio, exime de la moralidad al individuo en aquellas acciones que no tengan relación con la sociedad; de suerte que, para un individuo solo, aislado, no habría orden moral. La razón es evidente: si moralidad es la relación al bien común, cuando esta relación falta, no hay ni puede haber moralidad: la consecuencia es profundamente inmoral, pero legítima, necesaria; no hay medio de eludirla.

 

Según esta doctrina, un ser inteligente, considerado en sus relaciones con Dios, no estaría sujeto a la moral por manera que si no hubiese sociedad, si hubiese un hombre solo en el mundo, este hombre podría hacer lo que quisiese con respecto a sí y a Dios, sin infringir leyes morales. Además, muchas de nuestras acciones exteriores e interiores no tienen ninguna relación con la sociedad; son actos puramente individuales que no favorecen ni dañan al bien común. Admito que la moralidad nace únicamente de sus relaciones con este bien, gran parte de nuestras acciones queda fuera del orden moral; lo que, a más de ser contrario a la razón y al sentido común, es un manantial de inmoralidad. No; no es necesaria la sociedad para que tengan existencia y aplicación las ideas morales; una criatura inteligente, que estuviese sola en el universo, tendría sus deberes, para consigo y con el Criador: desde el momento que hay inteligencia y libertad, hay el orden moral, que es su regla.

 

32. A más de estas dificultades, ocurre otra, que no es de menos gravedad. Si la norma de la moral fuese el bien común, sería preciso explicar en qué consiste este bien. ¿Será el desarrollo de la inteligencia, será el bienestar material, o ambas cosas a un tiempo? En todos loa supuestos la moralidad quedará fluctuante. Porque, si la inteligencia es al fin, se podrá descuidar el bienestar material, y no será inmoral el dañarle ni el destruirle. Si se sobrepone el bienestar material, entonces la perfección de los pueblos consistirá en la mayor cantidad posible de goces; el epicureismo, condenado en el individuo, lo trasladaremos a la sociedad. Si son ambas cosas a un tipo, falta saber en qué proporción se han de combinar: si se ha de sacrificar el uno al otro en ciertos casos; y en favor de cuál se ha de resolver el conflicto. Nada habrá constante; la moralidad flotará a merced de las pasiones y caprichos de los hombres; lo que unos llamaran moral, lo que éstos alabarán como virtud, aquellos lo condenarán como vicio.

 

33. Esta incertidumbre afectará mucho más a los actos individuales que no se refieran inmediatamente al bien común. El suicida dirá: "a la sociedad no le "conviene" un miembro que sufre tanto como yo; yo quiero hacerle un bien, apartando de su vista este cuadro aflictivo" y se matará. El ofendido por una palabra dirá: "a la sociedad no le "convienen" hombres sin honra; yo debo lavar la mía con la sangre de mi enemigo, o morir", y se batirá en duelo. El pródigo dirá: "a la sociedad le conviene" el progreso de la industria y del comercio; yo lo fomento con mi lujo y disipación; la suerte de mis hijos, cuyo porvenir destruyo, no vale tanto como el bien de la sociedad", y seguirá dilapidando. Y, como a estos insensatos no se les podría reconvenir con la ley moral, con ese conjunto de máximas fijas, eternas, que arreglan la conducta del individuo y de la sociedad, necesario sería calcularlo todo por el "resultado"; el cálculo fuera tan variable como las pasiones y caprichos, y, en vez de una moral social, no tendríamos ninguna.

 

CAPÍTULO VI

RAZONES CONTRA EL PRINCIPIO UTILITARIO EN TODOS SENTIDOS

 

34. Los que confunden la moralidad con la utilidad, sea que hablen de la privada o de la pública, caen en el inconveniente de reducir la moral a una cuestión de cálculo, no dando a las acciones ningún valor intrínseco, y apreciándolas sólo por el resultado. Esto no es explicar el orden moral; es destruirle, es convertir las acciones en actos puramente físicos, haciendo del orden moral una palabra vacía. Hagámoslo sentir, poniendo en escena las varias doctrinas, y empezando por la del interés privado.

 

Un hombre quiere matar a su enemigo: ¿qué le diréis para hacerle desistir de su intento criminal? Veámoslo.

 

-Esto es un acto injusto.

 

-¿Por qué? ¿Qué es la injusticia? Yo no reconozco, más justicia ni moralidad que lo que conviene a mis intereses; y ahora para mí no hay interés más vivo, más estimulante, que el de saciar mi venganza.

 

-Pero de esto le puede resultar a usted un grave perjuicio, cayendo en seguida bajo el rigor de las leyes.

 

-Procuraré evitarlo: además, estoy completamente seguro. -¿Está usted seguro de ello?

 

-Sí, del todo; pero suponed que no lo estuviera; ¿esto qué importa?

-Entonces se expone usted.

 

-Ciertamente; pero el peligro es lejano, y la satisfacción es segura: opto por la segunda, y arrostro el primero.

 

-Pero esto es reprensible...

 

-No: porque, según usted, mi regla es mi interés: éste le debo conocer yo; lo más que puede suceder, es que yerre yo en mis cálculos; cometeré un error, no un delito.

 

-Mas la acción no dejará de ser fea; pudierais calcular mejor.

 

-Que tal vez pudiera calcular mejor, lo admito; pero niego que un error de cálculo sea una cosa fea. ¿Hay algo más que mi interés? ¿Sí o no? Si no hay más, y yo me lo juego, por decirlo así, ¿dónde está la fealdad?

 

-En efecto, si se tratara sólo de usted; pero hay de por medio la vida de un hombre y la suerte de su familia.

 

-Cierto; pero ni esa vida, ni la suerte de toda una familia son "mi interés"; y, supuesto que no hay otra regla que ésta, lo demás es inconducente. Con la venganza disfruto: con la muerte del enemigo, me quito de delante un objeto que me molesta; lo restante no significa nada.

 

35. Fácil sería extender la aplicación de la doctrina del interés privado a todos los actos de la vida, manifestando que, en último análisis, es la muerte de toda moral, pues erige en única regla las pasiones y los caprichos.

 

36. La doctrina del interés social o del bien común adolece de inconvenientes semejantes.

 

Ya hemos visto (33) cómo la podrían explotar todos los vicios y delirios de los hombres; bajo la engañosa apariencia del desprendimiento encierra la más deforme inmoralidad. En nombre del bien común se han cometido los más horrendos crímenes, contra los que protesta la conciencia del género humano; pero, si admitimos que la moralidad no tiene reglas intrínsecas, propias, independientes de sus resultados, esos crímenes se pueden justificar, reduciéndolos, cuando menos, a simples errores de cálculo.

 

Un tirano, para guardarse de un enemigo terrible, sacrifica centenares de personas inocentes: la humanidad le execra, pero vuestra doctrina le justifica. "Así lo exige el bien común", dirá él; no hay bien común que justifique la maldad: el fin no justifica los medios; "esto último no es exacto, responderéis vosotros; la cuestión no está en si el acto es moral o inmoral en sí mismo, sino en si conduce o no al bien común; según conduzca o no, será moral o inmoral; pues su moralidad o inmoralidad depende de sus relaciones con el bien común. Tirano, calcula; y, si el resultado del cálculo es que la matanza de muchos inocentes es "útil" al bien común, sacrifícalos; y si no lo haces, serás inmoral.

 

37. He aquí las horribles consecuencias a que conducen las doctrinas que aprecian la moralidad por los resultados. Todo se reduce a una cuestión de cálculo, que las pasiones cuidarán de resolver a su modo; y por desastres que resulten, por más que lo que se creía favorable al interés privado o al común, le sea muy dañoso, no hay inmoralidad intrínseca; hay un error de cálculo, no un delito. No hay, pues, nada digno de alabanza ni vituperio; no hay mérito ni demérito; no hay premio ni castigo. Cuando se aplique una pena, ésta no será más que un medio represivo semejante a los que se emplean contra los brutos: el hombre que arrostre la multa, la prisión, el destierro, la muerte, por cometer un acto que las leyes reprimen, será, si se quiere, un jugador, torpe o temerario; un hombre que habrá hecho un negocio des-igual: nada más; y al verle morir en el patíbulo, no deberemos decir que satisface a la justicia, que paga su merecido, que expía sus crímenes, sino que liquida una cuenta de un negocio conducido erradamente, en cuyo término hay un cargo contra él, que es la pérdida de la vida.

 

38. La razón y el sentido común ven en la moralidad algo muy superior a una cuestión de cálculo; y de aquí dimana el desprecio que se acarrea el egoísmo, la necesidad que tiene de ocultarse y de engalanarse con velos hipócritas: de aquí el aprecio que nos inspira el desinterés de quien cumple sus deberes sin atender a los resultados; y el que consideremos que no hay belleza moral en un acto, cuando su autor sólo se ha movido por una razón de utilidad.

 

Dos hombres mueren por su patria; ambos ejecutan lo mismo; igual es el bien público que de su muerte dimana; igual el beneficio con que lo obtienen: el uno es ambicioso, y sólo se proponía conseguir un alto puesto; el otro es un sincero amante del bien público, y muere porque cree que morir es su deber: ¿de qué parte está la moralidad? La hallamos en el segundo, que prescinde de la utilidad propia; no en el primero, en quien sólo vemos un calculador, que juega su vida por la probabilidad de adquirir lo que ambiciona.

 

Dos gobernantes que tienen en rehenes a individuos inocentes de las familias del enemigo, se abstienen de matarlos y atropellarlos, y les dan libertad.

 

La conducta del uno es motivada por miras de interés público, porque cree que de este modo contribuye al triunfo de la causa, desarmando la cólera del enemigo, y adquiriendo su gobierno un buen nombre; la del otro es efecto de la idea del deber; les da libertad porque cree que así lo exigen la humanidad y la justicia: ¿en cuál de los dos vemos al hombre moral? En el segundo, no en el primero.

 

La razón del bien común no nos basta para que hallemos moral la acción; ésta tiene en ambos el mismo resultado, pero la diferente intención de sus autores le da caracteres diversos: en el uno reconocemos moralidad; en el otro, habilidad.

 

CAPÍTULO VII

RELACIONES ENTRE LA MORALIDAD Y LA UTILIDAD

 

39. Al distinguir entre la utilidad y la moralidad, no entiendo separar estas dos cosas, de suerte que la una excluya a la otra; por el contrario, las considero íntimamente unidas, ya que no en cada paso particular, al menos en su resultado final. Lo moral es también útil: un individuo que cumple fielmente con sus deberes, no sólo logrará la felicidad que está reservada a los justos después de la muerte, sino que, con mucha frecuencia, será dichoso en esta vida, en cuanto es posible a la condición humana. Sus goces no serán tan vivos y variados como los del hombre inmoral, pero serán más dulces, más constantes: exentos de amargura no dejarán en el alma el roedor gusano del remordimiento. Su posición en la sociedad no será quizá tan elevada y brillante, pero tampoco le atormentará la idea de que sus iguales lo detestan, sus inferiores le maldicen y sus superiores le desprecian; tampoco estará temiendo de continuo una caída que le precipita en la nada, y que le haga expiar las villanías y los delitos con que se levantara sobre los demás. La dicha del hombre inmoral es ruidosa; fastuosa; la del hombre de bien es modesta, tranquila; se desliza en el silencio y oscuridad de la vida privada como aquellos mansos arroyos que murmullan suavemente en un valle retirado, sin más testigos que la verde hierba que tapiza sus orillas, y la luz del cielo que refleja en su cristalina corriente.

 

40. Lo propio que en los individuos se verifica en la sociedad. Una nación corrompida deslumbra tal vez con el esplendor de sus letras y bellas artes; pero, bajo el manto do púrpura y de oro, abriga la llaga mortal que la conduce al sepulcro. La Roma de los Brutos, Camilos, Fabios, Manlios y Escipiones no brillaba tanto ciertamente como la de los Tiberios, Nerones y Calígulas; sin embargo, la Roma modesta marchaba a pasos agigantados a un grandor fabuloso, al imperio del mundo; y la Roma brillante iba a caer bajo el hierro de los bárbaros y a ser la irrisión de las naciones. Un Estado, por un acto de perfidia con que falta a los tratados, adquirirá tal vez una posición importante, una ventaja del momento; pero esto no compensa su descrédito a los ojos del mundo, y los perjuicios que le ha de acarrear su reputación de perfidia. Un gobierno que para administración del Estado promueve la corrupción y fomenta la venalidad, conseguirá resultados momentáneos, que le conducirán quizás con brevedad al fin que se propone; pero dejad pasar el tiempo: la venalidad se extenderá de tal modo, que bien pronto faltarán medios para comprar a los que quieran venderse; se presentarán, por decirlo así, mejores postores en esa subasta de hombres; y el mismo gobierno que había tomado por base la corrupción, se hundirá bien pronto en el inmundo lodazal, obra de sus manos.

 

41. La utilidad bien entendida, no sólo está hermanada con la moralidad, sino que puede también ser objeto "intentado" en la acción moral, sin que ésta se afee y pierda su carácter. El honrado padre de familia que con su trabajo sustenta a sus hijos, se propone la utilidad que gane con el sudor de su frente; el soldado que muere por su patria, se propone el bien público que de su sacrificio resulta; la persona caritativa que socorre al pobre, intenta la utilidad del socorrido; el individuo laborioso que se desvela por aprender un arte o una ciencia, o por procurarse una posición decente, intenta su utilidad privada; en los medios que empleamos para conservar o restablecer la salud, intentamos nuestra utilidad propia; ¿y quién dirá que semejantes acciones dejan, por esto, de ser morales? ¿No sería bien extraña una moralidad que prescribe al padre el trabajar por el sustento de su familia, sin intentar esa utilidad; al soldado el morir por su patria, sin intentar el fruto de su muerte; al misericordioso el socorrer al pobre, sin intentar la utilidad del infeliz; al individuo perfeccionar sus facultades o labrar su fortuna sin intentarlo; a todos conservar la salud, sin proponernos su conservación? No se entiende de este modo el desinterés moral: se entiende, sí, que la razón constitutiva de la moralidad no es la utilidad; se afirma que la una no es la otra, pero no que estén reñidas; por el contrario, se hallan íntimamente enlazadas. La utilidad no constituye la moralidad, pero muchas veces es una "condición" necesaria para ella; ¿cómo se concibe un conjunto de relaciones morales en un hombre cuyas acciones no sean útiles a nadie? La beneficencia, uno de los más bellos florones de la corona de las virtudes, ¿en qué se convierte, si no se dirige a la utilidad de los demás? El heroísmo con que el hombre se sacrifica por el bien de sus semejantes, ¿a qué se reduce, si se le separa de este bien, de esa utilidad para los otros? El hombre puede y debe intentar los resultados que corresponden a cada acción moral; sin esta intención, sucedería muchas veces que sus obras carecerían de objeto, y que la moralidad sería una cosa vana, o una contradicción.

 

42. La combinación de la utilidad con la moralidad nos la indica nuestro deseo innato de ser felices. Respetamos, amamos la belleza moral: éste es un impulso de la naturaleza; pero también esa misma naturaleza nos inspira un irresistible deseo de la felicidad: el hombre no puede desear ser infeliz; los mismos males que se acarrea, los dirige a procurarse bienes o a libertarse de otros males mayores; es decir, a disminuir su infelicidad. Así, la moral no está reñida con la dicha; aun cuando la razón no nos lo enseñara, nos lo indicaría la naturaleza, que nos inspira a un mismo tiempo el amor de la felicidad y el de la moral.

 

43. ¡Cosa singular es la moralidad! Su belleza la vemos, la sentimos en unas acciones, y nos atrae y cautiva; la fealdad de lo inmoral la vemos, la sentimos, y nos repugna, nos repele, nos inspira aversión; el orden moral se liga con el provecho y el daño, pero no es ni el daño ni el provecho; se dirige a los resultados, pero es independiente de ellos; se consuma en la conciencia con el acto libre de la voluntad, y allí merece su alabanza o vituperio, sean cuales fueren los efectos imprevistos que causo en el exterior. Tan íntima es la relación de la moral con el bien del individuo, de la sociedad y de linaje humano, que a primera vista, parece confundirse con esos bienes; donde se halla una utilidad individual o general, allí hay ciertas ideas morales que moderan, que dirigen; y, al propio tiempo, es tal su independencia con respecto a esas mismas cosas, con las cuales está ligada; conserva de tal modo inalterable su carácter en medio de la variedad de los objetos, que parece no tener ninguna relación con ellos, y ser una especie de divinidad a la que no afectan las vicisitudes del mundo.

 

44. Hagámoslo sentir con ejemplos. Hay un hombre que viendo en peligro a su patria, resuelve dar su vida para salvarla: no se propone ni hacer fortuna en caso de sobrevivir al riesgo, ni mejorar la suerte de su familia, ni siquiera adquirir celebridad: él sólo tiene noticia del peligro de su patria, y no le es posible comunicar la noticia a nadie: solo, sin más testigo que Dios y su conciencia, sin más deseo que el bien de sus compatricios, marcha al peligro y muere: esto es lo sublime moral; no sabemos cómo expresar el interés, la admiración, el entusiasmo que nos inspira tan heroico desprendimiento, un amor tan puro de la patria, un corazón tan grande, una voluntad tan firme. Muere, pero, ¡ay! ha sido víctima de un engaño que no ha podido prever ni sospechar. Su muerte, lejos de salvar la patria, la ha perdido para siempre. El resultado es desastroso; ¿se disminuye la moralidad y el heroísmo de la acción? No; ha producido una catástrofe, es verdad; pero "él no lo podía prever, diremos; el mérito es el mismo"; y, ¿por qué? Porque la raíz de este mérito estaba en la voluntad, en la conciencia; procedía del amor puro a su patria, en cuyas aras se inmolaba, sin más testigos que Dios y su conciencia; y guiado por la idea del bien, por la prescripción del deber, por el amor de la virtud. El heroísmo no deja de serlo por haber sido desgraciado; sobre la tumba de la patria debería levantarse la estatua del héroe.

 

Hágase la contraprueba. Un hombre vil ocupa una posición importante, de cuya conservación depende la suerte de su patria. El enemigo le ofrece una cantidad, y se presta a venderla, conociendo todo el daño que resulta de su acción infame. Entretanto, el gobierno a quien sirve, deseoso de asegurarse la fidelidad del traidor, le promete un premio mayor que la cantidad de la venta; el infame calcula, y cociendo que le es más ventajoso el permanecer fiel, conserva la posición; la defiende con obstinación invencible, y salva a su patria. El resultado es feliz; pero, ¿qué os parece del hombre? Su acción es felicísima, pero no moral: por el contrario, es negra como sus bajos cálculos: todo el brillo de los resultados no es capaz de ennoblecerla: el triunfo que a ella es debido se liga con el recuerdo de una sórdida especulación; la patria fue salvada porque fue el mejor postor en la conciencia venal, en los trofeos de la victoria desearíamos ver escrita con caracteres indelebles la infamia del vencedor.

 

CAPÍTULO VIII

NO SE EXPLICA BASTANTE LA MORALIDAD CON DECIR QUE LO MORAL ES LO CONFORME A LA RAZÓN

 

45. La razón nos prescribe la moral: ¿consistirá la moralidad en la conformidad con la razón? Analicémoslo.

 

46. ¿Qué se entiende aquí por conformidad a la razón? Y, ante todo, ¿qué significa la palabra razón? Suele tomarse en varias acepciones: a veces expresa la facultad de pensar, o el entendimiento, en cuyo sentido se dice que el bruto carece de razón, y que el demente ha perdido el uso de la razón; a veces significa d conjunto de las verdades fundamentales, que son las leyes de nuestro entendimiento, así decimos que tal o cual cosa es contraria a la razón, y que lo absurdo es contra la razón, porque se halla en contradicción con estas verdades. Por fin, la razón se toma frecuentemente por la equidad y justicia moral: "Pretende eso y tiene razón, es lo justo; se resiste a desposeerse de tal propiedad y no tiene razón, porque no le pertenece; exige en el contrato condiciones razonables"; en estos y otros casos, razón se toma por equidad y justicia. Ninguna de estas acepciones basta para que, diciendo: conforme a razón, resulte explicado el carácter constitutivo de la moralidad.

 

47. Ser conforme a razón, significando por esta palabra la facultad de entender, es no decir nada. Una facultad incluye actividad, pero ésta puede ejercerse de mil maneras; ser conforme a una actividad, es ser proporcionado a ella, o ser una condición que la desenvuelva; pero en todo eso nada encontramos que nos de ideas morales.

 

48. Decir que la moralidad es la conformidad a la razón, esto es, al conjunto de verdades que ella conoce, es, o no decir nada, o caer en un círculo vicioso. Porque en este conjunto de verdades entran las morales, o no; si entran, la proposición significa que la moralidad consiste en la conformidad a las verdades morales, lo que es explicar la cosa por sí misma, y, por tanto, no aclarar nada; si no entran, entonces observaremos que la conformidad a la razón será conformidad con lo conocido: y, como este conocimiento puede referirse a mil objetos, y aplicarse de infinitas maneras, nos quedamos sin ninguna regla moral, y el hombre podrá conocer las acciones que quiera en conformidad con sus conocimientos. Verdad hay en los cálculos del traidor; verdad en los insidiosos preparativos del asesino; verdad en las invenciones del sensual para prolongar, variar y avivar sus placeres; verdad en las especulaciones del codicioso; verdad en los planes del ambicioso turbulento; verdad en los designios del orgulloso que todo lo sacrifica en sus aras; en tales casos hay verdades de hecho, conocidas, calculadas; verdad en las relaciones del medio con el fin: ¿diremos, sin embargo, que hay moralidad? Claro es que no; luego el conocimiento por sí solo no es regla de moral; el conocimiento es una arma de que podemos hacer bueno y mal uso; necesitamos, pues, un principio que le dirija, y que le dé ese carácter que en sí propio no tiene.

 

49. Si por la palabra razón se entiende justicia, equidad u otra idea moral, caemos en el mismo defecto arriba censurado; se explica la cosa por sí misma, y así no se adelanta nada.

 

CAPÍTULO IX

NADA SE EXPLICA CON DECIR QUE LA MORAL ES UN HECHO ABSOLUTO DE LA NATURALEZA HUMANA

 

50. Las ideas morales están en nuestro espíritu; en la razón que las conoce; en la voluntad que las ama; en el corazón que las siente: ¿podríamos decir que la moralidad es un hecho primitivo del alma, y que su valor intrínseco depende de nuestra propia naturaleza racional?

 

51. La naturaleza humana, en general, es un ser abstracto, en el que no puede fundarse una cosa tan real e inalterable como es la moralidad; tomada individualmente, no es otra cosa que el hombre mismo; y en éste tampoco se puede hallar el origen de la moral. El individuo humano es un ser contingente, el orden moral es necesario; antes que nosotros existiéramos, el orden moral existía; y éste continuaría, aunque nosotros fuéramos aniquilados; en ningún individuo humano se halla el origen de una cosa necesaria; luego tampoco puede hallarse en su conjunto. Nosotros concebimos las ideas morales independientes, no sólo de éste o aquel individuo, sino de toda la humanidad, aunque no existiese hombre alguno, habría orden moral, con tal que hubiera criaturas racionales. El hombre es uno de los seres que por su racionalidad es susceptible del orden moral; pero no el origen de este orden.

 

52. Los que miran la moralidad como un hecho absoluto del espíritu humano, sin ligarla con la existencia de un ser superior, no explican nada; no hacen más que consignar el hecho de las ideas y sentimientos morales, para lo cual no necesitamos ciertamente de investigación filosófica; son cosas que todos llevamos en el entendimiento y en el corazón; para cercioramos de ellas, bástanos el testimonio de la conciencia.

 

CAPÍTULO X

ORIGEN ABSOLUTO DEL ORDEN MORAL

 

53. Precisados a salir del hombre para buscar el origen del orden moral, y siendo claro que hemos de encontrar la misma insuficiencia en las demás criaturas, es menester que le busquemos en la fuente de todo ser, de toda verdad y de todo bien, Dios.

 

Lo que se ha dicho (V. "Ideología, cap. XIII), sobre el fundamento de la posibilidad, y de las verdades ideales necesarias, tiene aplicación aquí. Los principios morales son también necesarios, inmutables; y así no pueden fundarse en un ser contingente y mudable. Luego su origen está en Dios.

 

54. Pero queda todavía la dificultad sobre el sentido de la doctrina que pone en Dios el origen de las verdades morales. ¿Se entiende que dependan de su libre voluntad? No. Porque de esto se seguiría que lo bueno, sería bueno y lo malo, malo, solamente porque Dios lo habría establecido de suerte que sin mengua de su santidad hubiera podido hacer que el odio de la criatura al Criador fuese una virtud y el amor un vicio; que el aborrecer a todos los hombres fuese una acción laudable, y el amarlos, vituperable; ¿quién puede concebir tamaños delirios? Por donde se ve que el orden moral tiene una parte necesaria, independiente de la libre voluntad divina; por la sencilla razón de que Dios, todo verdad, todo santidad, no puede alterar la esencia de las cosas, pues que ésta se halla fundada en la misma verdad y santidad infinita.

 

55. A medida que se va analizando la cuestión, el terreno se despeja, y nos encontramos con menos elementos que puedan pretender a ser principios de la moralidad: no la hallamos fundada en ninguna criatura ni tampoco en la libre voluntad divina; luego será algo necesario en Dios mismo; ¿el origen de la moralidad será la misma bondad moral de Dios, la santidad infinita? Pero, ¿qué es bondad moral, qué es santidad? ¿qué queremos significar por estas palabras? He aquí una nueva dificultad.

 

56. Si antes de lo contingente es lo necesario, antes de lo condicional lo incondicional, antes de lo relativo lo absoluto, claro es que esa bondad moral, contingente, no en sí, sino en el ser criado; condicional, por la dependencia de las condiciones a que en su aplicación está sujeta; relativa, por los extremos a que se refiere, ha de estar precedida de una bondad moral absoluta; que no se funde en otra cosa, que en sí misma; que sea la bondad moral por esencia y excelencia; de suerte que, en llegando a ella, ya no sea posible pasar más allá en busca de otras explicaciones. El mismo lenguaje con que expresamos la razón de la moralidad indica el carácter absoluto de su origen. Conforme a razón, a la ley eterna, a los principios eternos: estas expresiones indican relación de "conformidad" a una bondad necesaria, es decir, la dependencia en que lo relativo está de lo absoluto.

 

57. ¿Cuál es, pues, el atributo de Dios, o el acto que concebimos como bondad moral, como santidad? No es su inteligencia, ni su poder, sino el amor de su perfección infinita. El acto moral por esencia, el acto constituyente, por decirlo así, de la bondad moral de Dios, o sea de su santidad, es el amor de su ser, de su perfección, infinita; más allá de esto nada se puede concebir que sea origen de la moral; más puro que esto no se puede concebir nada en el orden moral. El amor con que Dios se ama a sí mismo es la santidad; es, por decirlo así, la moral viviente. Todo lo que hay de moralidad, real y posible, dimana de aquel piélago infinito.

 

58. La santidad de Dios no es el cumplimiento de un deber; es una necesidad intrínseca, como la de existir. No se puede buscar la razón del amor que Dios se tiene a sí mismo: esto es una realidad absolutamente necesaria. Del hombre se dice muy bien, que "ha de" amar a Dios; pero de Dios no se puede decir esto, sino que "se ama"; enunciando de una manera absoluta una verdad absoluta. A quien insistiese en preguntar por qué Dios se ama a sí mismo, le replicaríamos que la pregunta es tan extraña, como esta otra: por qué Dios existe. Lo necesario no tiene la razón de sí mismo fuera de sí mismo; es: y ya está dicho todo; nada se puede añadir. Lo propio diremos de la santidad: Dios es infinitamente santo por el amor de sí mismo: de este amor no puede señalarse otra razón, sino que "es". Pero, en cuento podemos ensayar con nuestra débil razón la explicación de lo infinito, ¿concebimos acaso algo más recto, más conforme a razón, que el amor de la perfección infinita? El amor ha de tener algún objeto: éste es el ser; no se ama a la nada: cuando, pues, hay el ser por esencia, el ser infinito, hay el objeto más digno de amor. Pero no insistamos en manifestar una verdad tan clara, que no necesita explicación.

 

59. Veamos ahora cómo de la santidad infinita, del acto moral por esencia, del amor de Dios, de la moralidad substancial y viviente, dimana la moralidad ideal que hallan en sí propias todas las criaturas intelectuales, y que se realizan bajo distintas formas en las relaciones del mundo intelectual.

 

CAPÍTULO XI

COMO DE LA MORALIDAD ABSOLUTA DIMANA LA RELATIVA

 

60. Dios, viendo desde la eternidad el mundo actual y todos los posibles, veía también el orden a que debían estar sujetas las criaturas que los compusieran. Una obra de la sabiduría infinita no podía estar en desorden; y mucho menos la más noble entre ellas, que era lo intelectual. Amándose Dios a sí mismo, amaba también este orden, y le quería realizado en el tiempo por las criaturas racionales, cuando se dignase sacarles de la nada. Pero, como esta realización debía ser ejecutada libremente, pues que los seres dotados de inteligencia no pueden estar sujetos en sus actos a la necesidad, como los irracionales; debía comunicárseles esta regla por medio del conocimiento, con el cual dirigieran su voluntad. Así sucedió, y la impresión de esta regla en nuestro espíritu, hecha por la mano del Criador, es la que se llama ley natural.

 

61. Entre las prescripciones de esta ley, figura en primera línea el amor de Dios; el orden moral en la criatura no podía fundarse en otra cosa; ya que el amor de Dios a sí mismo es la moralidad por esencia, la participación de esta moralidad debía ser también la participación de este amor. Y he aquí una prueba filosófica de la profunda sabiduría de la religión cristiana, que establece el amor de Dios, como el mayor y primero de los mandamientos.

 

Claro es que el hombre, atendida su debilidad, no puede estar siempre pensando en el amor de Dios, por lo cual no es necesario que todos sus actos lleven de una manera explícita este augusto carácter; pero puede, sí obrar de modo que nada haga contrario a este amor, y conformar sus actos al orden prescripto. Cuando así proceda, aunque sus acciones no estén expresamente motivadas por este amor, participan de él en alguna manera; y en esta participación consiste la moralidad; en lo contrario, la inmoralidad.

 

63. Esta doctrina no es una mera hipótesis para explicar un hecho: si su exposición no bastase para manifestar su verdad, he aquí de qué modo podríamos confirmarla.

 

La moral, como necesaria y eterna, no se funda en ninguna criatura; luego su origen está en Dios. La bondad moral participada ha de estribar en la moral por esencia; ésta es la santidad divina. Cuando un hombre es muy bueno moralmente, se le apellida santo; la bondad por esencia será la santidad por esencia. La santidad divina es el amor que Dios se tiene a sí mismo: este amor participado hace la santidad de la criatura; el amor por esencia ha de ser la santidad por esencia. Además, los otros atributos de Dios no se refieren directamente al orden moral; éste es el único en que descubrimos este carácter; nada podemos concebir más bueno y más santo que el acto puro, infinito, con que Dios ama su perfección infinita.

 

La moralidad en la criatura no puede ser otra cosa que una participación de la moral divina. La primera y principal de estas participaciones es el amor de la criatura a Dios.

 

64. Dios ama el orden que corresponde a las criaturas conforme a lo que está en la sabiduría infinita. La criatura, amando este orden, ama lo que Dios ama, lo que está en Dios y, por consiguiente, ama en algún modo a Dios. Infringiendo este orden, no ama a Dios, pues obra contra lo que él ama. Luego la criatura participa de la moralidad cuando procede con arreglo a este orden, y peca cuando le traspasa.

 

Así hemos encontrado lo absoluto en moral, fundamento de lo relativo; lo infinito, origen de lo finito; lo esencial, fuente de lo participado. Con esta piedra de toque podemos recorrer toda la moral, y reconocer la bondad o la malicia de las acciones.

 

CAPÍTULO XII

EXPLICACIÓN DE LAS NOCIONES FUNDAMENTALES DEL ORDEN MORAL

 

66. Ahora podemos definir el orden moral y todas las ideas fundamentales.

 

67. La moralidad absoluta y esencial es la santidad infinita, o sea el acto con que Dios ama su perfección infinita.

 

68. La moralidad en los seres criados es el amor de Dios, explícito o implícito.

 

69. El amor explícito es el acto mismo de amar a Dios; éste es el acto moral por excelencia.

 

70. El amor implícito es el amor del orden que Dios ama en sus criaturas.

 

71. El orden moral es el orden en las criaturas, en cuanto amado por Dios.

 

72. Bien moral, relativo y finito, es lo que pertenece al orden amado por Dios en las criaturas, en cuanto es realizable por seres inteligentes y libres. Mal moral es lo que es contrario al orden amado por Dios, en cuanto la contrariedad es realizable por criaturas libres.

 

73. Vínculo moral, tomado en su mayor generalidad, es un límite que deja intacta la libertad y voluntad del ser libre para que ejerza o no su acción en cierto sentido. La voluntad es físicamente libre para querer una cosa mala; pero no la quiere, porque es mala, o porque acarrea castigo: he aquí un límite; un vínculo moral produciendo su efecto sin destruir la libertad.

 

74. Ley natural es la comunicación del orden moral hecha por Dios al hombre desde su creación, en cuanto produce en éste un vínculo moral.

 

75. Mandamiento o precepto es el acto que produce este vínculo moral con respecto a la ejecución de una cosa. Prohibición es el acto que liga moralmente para no ejecutar una acción.

 

76. Lícito es lo que no contraría el orden moral; ilícito, lo que le contraría.

 

77. Deber es la sujeción de la criatura libre al orden moral.

 

78. La obligación, tomada esta palabra en su mayor generalidad, se confunde con el deber. Se llama obligación, porque la sujeción al orden moral forma una especie de vínculo, que, respetando la libertad física, la "liga" en el orden moral, en cuanto la criatura no puede apartarse de este orden sin hacerse culpable y sin incurrir en una pena.

 

79. La idea de derecho incluye dos: la de lícito con relación al sujeto que lo tiene, y la obligación de los demás en respetársele.

 

Camilo puede pasearse; los otros no pueden impedírselo; Camilo tiene, pues, derecho al paseo. Si estuviese solo en el mundo, el paseo le sería lícito; pero no se diría que esta licitud (si puedo expresarme así) fuese un derecho.

 

Salustio puede reclamar el dinero que ha prestado a su amigo; y éste tiene obligación de devolvérselo; en Salustio hay un derecho.

 

Luego el derecho incluye siempre obligación o deber en otro, ya sea para hacer, ya para no impedir.

 

80. Imputabilidad moral es el conjunto de las condiciones necesarias para que una acción pueda ser atribuida a una criatura en el orden moral: éstas son: conocimiento del acto imputado y libertad en su ejecución (capítulo II)

 

81. Responsabilidad moral es la sujeción a la imputabilidad y a sus consecuencias.

 

82. Culpa es la misma responsabilidad por una mala acción. "Es culpable, no es culpable"; esto es, ha obrado mal, o no; es responsable de un mal, o no.

 

83. Pecado es una acción mala. Se suele aplicar este nombre a las acciones malas consideradas únicamente con relación a Dios. Cuando se las refiere a las leyes humanas, se apellidan faltas, delitos o crímenes, según su gravedad y naturaleza. Hay pecados de omisión.

 

84. Premio es un bien otorgado a un ser a consecuencia de una acción buena que le pertenece como imputable.

 

85. Pena es un mal causado al ser libre, por motivo de una acción mala de que es responsable. El castigo es la aplicación de la pena.

 

86. Virtud es el hábito de obrar bien.

 

87. Vicio es el hábito de obrar mal.

 

Para ser virtuoso, no basta ejecutar una acción buena; es preciso tener el hábito de obrar bien, así como por un acto malo se hace el hombre culpable, más no vicioso.

 

88. Laudable es el ser la acción digna de que la reconozcan y aprecien los demás, como conforme al orden moral.

 

89. Vituperable es lo digno de que los demás lo reconozcan y censuren como contrario al orden moral.

 

90. Conciencia es el dictamen de la razón que nos dice: eso es bueno, aquello es malo.

 

91. Si hay verdad en el juicio de la moralidad de un acto, la conciencia se llama recta: si hay error, errónea; si hay certeza, cierta; si hay probabilidad, probable. La conciencia dudosa es la que está fluctuante entre el sí y el no.

 

92. El error es invencible, cuando no lo hemos podido evitar; de lo contrario, es vencible.

 

Lo mismo se aplica a la ignorancia de una obligación. Si por ignorancia invencible cometemos un acto malo, no somos culpables; pero la ignorancia vencible no exime de culpa.

 

CAPÍTULO XIII

CÓMO SE ENTIENDE EL ORDEN MORAL A LO QUE NO LE PERTENECE POR INTRÍNSECA NECESIDAD

 

93. Hasta aquí hemos considerado el orden moral en sus relaciones necesarias: fáltanos ahora saber cómo se extiende a muchas cosas que no participan de esta necesidad. Lo que pertenece al orden moral necesario, está mandado porque es bueno, o prohibido porque es malo; lo que está fuera de dicha necesidad, es bueno porque está mandado, o malo, porque está prohibido. El amor de Dios está mandado porque es bueno; el perjurio está prohibido porque es malo. La observancia de un rito, por ejemplo, la abstinencia de ciertos manjares, es buena porque está mandada; el comer de ellos es malo porque está prohibido. Los mandamientos relativos al orden necesarios se llaman naturales; los demás, positivos.

 

94. La obligación positiva es una consecuencia de la natural; o, hablando con más propiedad, es la misma obligación natural aplicada a un caso. He aquí puesta en un silogismo la fórmula general de todas las obligaciones positivas que emanan de Dios: Es de ley natural el obedecer a Dios en todo lo que mande; es así que ha mandado "esto"; luego es de ley natural el hacer "esto". La mayor parte de un principio de moral necesaria; la menor es la afirmación de una cosa particular; luego la consecuencia incluye también una obligación natural, o sea, la aplicación de la ley natural a un caso dado.

 

95. Esta aplicación de los principios naturales a casos especiales se encuentra en todas las relaciones de la vida. Casio no está obligado a ceder una propiedad a Sempronio: esta cesión nada tiene que ver con la ley natural. Pero, si suponemos que Casio se ligue por un trato, la cesión resultará prescripta por la ley natural. Según ésta, se debe cumplir lo pactado; Casio ha pactado la cesión; luego debe hacerla; y, no haciéndola peca contra la ley natural.

 

96. De la propia suerte se explican las obligaciones positivas que emanan de legítima autoridad humana. La ley natural prescribe que se guarde en la sociedad el orden debido, el cual no puede subsistir, rotos los vínculos de la obediencia a la autoridad legítima: ésta tiene, pues, la sanción de la ley natural; y en ejercicio de sus funciones produce obligación, a causa de esta misma ley.

 

CAPÍTULO XIV

DEBERES PARA CON DIOS

 

97. Una criatura racional, aunque estuviese enteramente sola en el universo, no podría prescindir de sus relaciones con el Criador: su simple existencia le produce deberes hacia el Ser que se la ha dado.

 

98. El primero de estos deberes es el amor: éste es la base de los demás. Por el amor se une nuestra voluntad con el objeto amado, y la criatura no está en el orden, si no está unida con su Criador. El objeto de la voluntad es el bien; y, por tanto, el objeto esencial de la voluntad es el bien por esencia, el bien infinito.

 

99. Lo mismo se nos indica por la inclinación hacia el bien en general que todos experimentamos. No hay quien no ame el bien; no hay quien no lo desee bajo una u otra forma. Los errores, las pasiones, los caprichos, la maldad, buscan a menudo el bien en objetos inmorales y dañosos; pero lo que se quiere en ellos no es lo que, tienen malo sino lo bueno que encierran. Supuesto que el bien en general es una idea abstracta, y que no hay bien verdadero, sino cuando hay un ser en que se realiza, este deseo del bien en sí mismo nos indica que hay algo que, no sólo es una cosa buena, sino el bien en sí mismo.

 

Si a este bien, que es Dios, le conociésemos intuitivamente, le amaríamos con una feliz necesidad, pero ahora, mientras estamos en esta vida, aunque amemos por necesidad el bien tomado en general, no lo amamos en cuanto está realizado en un ser; y por esto el hombre substituye con harta frecuencia al amor del bien infinito y eterno el de los finitos y pasajeros.

 

100. El amor de Dios engendra la veneración, la gratitud, el reconocimiento de que todo lo hemos recibido de su mano bondadosa; y, por tanto, la adoración interior con que nos humillamos en su presencia, rindiéndole los debidos homenajes. He aquí el culto interno.

 

101. El hombre ha recibido de Dios, no sólo el alma, sino también el cuerpo; y, además, tenemos natural inclinación a manifestar los afectos del espíritu por medio de signos sensibles, así pues, en reconocimiento de haber recibido de Dios el cuerpo, y cuanto nos sirve para la conservación de la vida; y, además, para manifestar por signos sensibles la adoración interior, empleamos ciertas expresiones, ya de palabra, como la oración verbal; ya de gesto, como el hincar la rodilla, el inclinarse, el postrarse; ya de acciones sobre otros objetos, como el quemar incienso, el ofrecer los frutos de la tierra, el matar a un animal, en reconocimiento, del supremo dominio de Dios sobre todas las cosas. He aquí el culto externo.

 

102. Esta obligación se funda en la misma naturaleza del hombre. Levantamos monumentos a los héroes; guardamos con respeto la memoria de los bienhechores del linaje humano; conservamos con amor y ternura cuanto nos recuerda a un padre, un amigo, una persona querida, que la muerte nos ha arrebatado; ¿y no manifestaríamos exteriormente el amor, el agradecimiento, la adoración, que tributamos a Dios en nuestro interior?

 

103. Las costumbres del linaje humano, en todos los tiempos y países, están acordes en este punto con la sana filosofía: en medio de los errores y extravagancias que nos ofrece la historia de las falsas religiones, vemos una idea dominante, fija, conforme con la razón, y enseñada por Dios al primer hombre: la obligación de manifestar el culto interno por el externo.

 

104. La obediencia que debemos a Dios en todas las cosas, se la debemos también en lo tocante al culto; y así es que estamos obligados a tributárselo de la manera que su infinita sabiduría nos haya prescripto. De aquí resulta que, a los ojos de la sana moral, no son indiferentes las religiones; quien sostiene esto, las niega todas. Porque, o es preciso decir que Dios no ha revelado nada con respecto al culto, o confesar que quiere que se haga lo que se ha mandado. Lo primero lo combaten sólidamente los apologistas de la revelación; lo segundo lo demuestra la sana filosofía.

 

De esto se infiere que el hombre está obligado a vivir en la religión que Dios ha revelado; y que quien falta a esta obligación infringe la ley natural, y es culpable a los ojos de la Justicia divina.

 

105. Los que admiten la existencia de Dios y niegan la posibilidad de la revelación, incurren en una contradicción manifiesta. Si el hombre puede hablar al hombre, ¿por qué el Criador no podrá hablar a la criatura? Si los espíritus finitos son capaces de comunicar sus pensamientos a otros, ¿por qué el espíritu infinito estará privado de esta facultad? Quien nos dio el ser, ¿no podrá ponerse en especial comunicación con su propia obra? Quien nos dotó de entendimiento, ¿no podrá ilustrarle?

 

Se dirá, tal vez, que Dios es demasiado grande para descender hasta nosotros; pero reflexiónese que este argumento prueba demasiado, y, por tanto, no prueba nada. Dios, siendo infinito, crió seres finitos; y esto no repugna a su infinidad; luego, o debemos inferir que Dios no pudo criamos, o es preciso convenir en que puede hablarnos.

 

CAPÍTULO XV

DEBERES PARA CONSIGO MISMO

 

SECCIÓN I

Nociones preliminares

 

106. El ser que obra, no sólo con espontaneidad, silo también con libertad, ha de tener una regla que le fije la conducta que debe observar consigo mismo. Los inanimados se perfeccionan con sujeción a leyes necesarias, en cuya ejecución no tienen ellos sino una parte pasiva: y los irracionales, aunque obran por un impulso propio, con la espontaneidad de un viviente sensitivo, no conocen lo que hacen, pues su percepción se limita a lo puramente sensible. Pero el ser dotado de razón y de libre albedrío es dueño de su misma espontaneidad, puede usar de ella de diferentes modos y, por tanto, necesita que las condiciones de su desarrollo y perfección le estén prescriptas en ciertas reglas que dirijan su conducta. Estas reglas son los deberes consigo mismo.

 

107. Para la existencia de estos deberes no es necesaria la sociedad. Un hombre enteramente solo en el mundo tendría deberes consigo propio; el que va a parar a una isla desierta, sin esperanza de volver jamás a reunirse con sus semejantes, no está exento de las leyes de la moral.

 

108. Dios, al sacar de la nada a una criatura, la ha destinado a un fm: la sabiduría infinita no obra al acaso. Este fin lo buscan todas las criaturas, usando de los medios que para alcanzarle se les otorgan. Así vemos que en el mundo inanimado todo aspira a desenvolverse, caminando de este modo a la perfección respectiva.

 

El germen sepultado en las entrañas de la tierra desenvuelve sus fuerzas vitales, se abre paso, se presenta sobre la superficie, buscando la saludable influencia del aire, de la luz y del calor, y al mismo tiempo dilata sus raíces para absorber el jugo que le alimenta. Prospera, crece; su tronco se levanta y se engruesa; sus ramas se extienden, hasta que llega al punto de desarrollo necesario para ejercer las funciones que le corresponden en el mundo vegetal.

 

Ese mismo trabajo descubrimos en todos los productos de la tierra: desde el árbol secular, que desafía los huracanes, hasta la endeble hierba, que vive un solo día, todos se dirigen incesantemente a su respectivo desarrollo; todos están empleando continuamente las fuerzas que se les han dado para ejercer del mejor modo posible Las funciones que les corresponden.

 

109. Entre los animales vemos el mismo fenómeno. No son únicamente las especies más elevadas las que muestran su laboriosidad en su lugar respectivo: no es sólo el caballo, el león, el elefante, el orangután; son los gusanos que se arrastran por el polvo; son los insectos que anidan en la hoja del árbol; son las ostras pegadas a una peña; los imperceptibles animalillos que sólo distinguimos con el microscopio. Cada cual en su línea cuida, por decirlo así, de cumplir su misión; y el mundo de la vida vegetal y animal se parece a un inmenso taller, donde está realizada hasta lo infinito la división del trabajo, y donde cada individuo cumple con la parte que le corresponde, para contribuir a la obra que se ha propuesto el supremo Artífice.

 

110. El hombre, dotado de tan nobles facultades, está sujeto a la misma ley; también debe buscar su desarrollo, ejerciendo sus facultades del modo que corresponde a su naturaleza. Pero este desarrollo, aunque sujeto a una ley, está encomendado al libre albedrío: y así es que se nota una diferencia entre el hombre y los animales y vegetales; éstos adquieren siempre toda la perfección posible a sus fuerzas y a su situación; el hombre se queda muchas veces inferior a lo que puede. Tiene la inteligencia capaz de abarcar el mundo Y, sin embargo, abusando de su libre albedrío, la deja quizá sumida en la ignorancia, y con harta frecuencia la alimenta de errores; está dotado de una voluntad que aspira al bien infinito, y, no obstante, la rebaja, si quiere, hasta hundirla en un lodazal de corrupción y miseria.

 

SECCIÓN II

Amor de sí mismo

 

111. El deber fundamental del hombre consigo es el amor de sí mismo; y la fórmula general de la ejecución de este deber es el desarrollo armónico de sus facultades, cual conviene a un ser inteligente y libre. Apliquemos estos principios.

 

112. Lo que está encargado de llevar algo a la perfección, es necesario que la ame, y el hombre tiene este encargo para consigo. No puede haber una inclinación continua al desarrollo y perfección de las facultades, sin amar este desarrollo y perfección del ser que las posee. Así, el amor de una criatura a sí misma pertenece al orden general del universo; es una ley de todos los seres inteligentes y libres, que pertenece al orden conocido y amado por Dios. Al amarse el hombre a sí mismo, ama también lo que Dios ama, y, por consiguiente, ama en algún modo al mismo Dios.

 

El amor de sí mismo es tan conforme a la naturaleza de las cosas, y se halla de tal modo grabado en nuestro espíritu, que no ha sido necesario expresarlo como precepto; lo que es temible, es el abuso del amor; pero no es posible que falte. A este propósito es de notar que en el Evangelio se ha dicho que el principal y primer mandamiento era amar a Dios, y el segundo, semejante al primero, amarás al prójimo "como a ti mismo". Esto último se da por supuesto; y así es que se toma por modelo o regla del amor a los demás "como" a ti mismo.

 

113. De esto inferiremos que, cuando se habla del amor propio como de un vicio, se entiende el abuso de este amor, que por desgracia es harto común; mas no del amor en sí, pues que éste, por el contrario, es una de nuestras primeras obligaciones, o, mejor diríamos, de nuestras necesidades.

 

114. El deseo de la felicidad implica este amor; y, como de este deseo no podemos despojarnos, se echa de ver que el amor de sí mismo es una necesidad. ¿Cómo se concilia su carácter necesario con el de un precepto que debe suponer libertad? Muy sencillamente. La necesidad le conviene tomado el amor en general, en cuanto nos lleva a buscar la felicidad también en general; pero la cualidad de precepto le pertenece, en cuanto se refiere a las aplicaciones de este amor, así con respecto al objeto determinado en que ponemos la felicidad, como a los medios que empleamos para alcanzarla. El deseo de la felicidad es un hecho necesario; el modo de cumplir este deseo cae bajo el orden de los preceptos.

 

115. Aquí encontramos un ejemplo de cómo está unida la moralidad con la utilidad. El amor de sí mismo es moral, y es al propio tiempo útil; y no sólo útil, sino necesario, para que el ser inteligente y libre llegue al objeto de su destino.

 

116. El amor de sí mismo no puede ser el término del hombre; este amor, por sí solo, sin aplicaciones, no le proporcionaría la felicidad que desea; el ser feliz por la contemplación y amor de sí propio corresponde sólo a Dios, que contempla y ama en sí toda la verdad y todo bien. El amor de la criatura a sí misma ha de ser una especie de impulso que la lleve a la perfección y a la felicidad, no su fin último; y en las aplicaciones de este impulso debe cuidar de no ponerse en contradicción con su fin. Para cuyo objeto es preciso que no tome por norma de su conducta la satisfacción de todos sus deseos, sino que los considere en su conjunto y en sus relaciones, y que únicamente otorgue a cada uno la parte que lo corresponda, para que no se perturbe, y antes bien se conserve y mejore, la armonía de sus facultades.

 

SECCIÓN III

Deberes relativos al entendimiento

 

117. La primera de las facultades, y que está como en la cima de la humana naturaleza, es el entendimiento, el cual conoce la verdad y sirve de guía a las otras. Este es el ojo del espíritu: si no está bien dispuesto, todo se desordena.

 

Hablan algunos del entendimiento como si esta facultad no estuviese sujeta a ninguna regla; así excusan todas las "opiniones", todos los errores, bastándoles el que sea una operación intelectual para que le tengan por inocente e incapaz de mancha. Es verdad que un error es inocente cuando el que lo sufre no ha podido evitarle, y en este sentido se pueden disculpar algunos errores; pero, si se intenta significar que el hombre es libre de pensar lo que quiera, sin sujeción a ninguna ley, haciendo de su inteligencia el uso que bien le parezca, se cae en una contradicción manifiesta. La voluntad, los sentidos, los órganos, hasta los miembros, todo en el hombre está sujeto a leyes; ¿y no lo estará el entendimiento? No podemos usar de la última de nuestras facultades, sin sujeción al orden moral; y la más noble, la que debe dirigirlas a todas, ¿estará exenta de la ley? Una acción de la mano, del pie, podrán sernos imputadas; ¿y no lo serán las del entendimiento? ¿Seremos responsables de nuestros actos externos, y no lo seremos de los internos? ¿La moralidad se extenderá a todo, excepto a lo más intimo de nuestra conciencia?

 

118. Es claro que no pueden ser indiferentes para el entendimiento la verdad y el error; su perfección consiste en el conocimiento de la verdad; luego tenemos un deber de buscarla: y, cuando no empleamos el entendimiento en ese sentido, abusamos de la mejor de nuestras facultades. El objeto del entendimiento es la verdad, porque la verdad es el ser; y la nada no puede ser objeto de ninguna facultad. Cuando conocemos el ser, conocemos la verdad, y, por consiguiente, estamos obligados a procurarnos el conocimiento de la realidad de las cosas. Si por indolencia, pasión o capricho extraviamos nuestro entendimiento, haciéndole asentir al error, ya porque crea existentes objetos que no existen, o no existentes los existentes, ya porque les atribuya relaciones que no tienen, o les niegue las que tienen, faltamos a la ley moral, porque nos apartamos del orden prescripto a nuestra naturaleza por la sabiduría infinita.

 

El amor de la verdad no es una simple cualidad filosófica, sino un verdadero deber moral; el procurar ver en las cosas lo que hay, y nada más de lo que hay, en lo que consiste el conocimiento de la verdad, no es sólo un consejo del arte de pensar: es también un deber prescripto por la ley de bien obrar.

 

119. La obligación de buscar la verdad y apartarse del error se halla hasta en el orden puramente especulativo, de suerte que quien estudia una materia sin más objeto que la contemplación, y sin intención alguna de aplicar sus conocimientos a la práctica, tiene también el deber de buscar la verdad, de procurar ver en el objeto contemplado, todo lo que hay, y nada más de lo que hay. Pero esta obligación de buscar la verdad se hace más grave cuando el conocimiento no se imita a la pura contemplación, sino que ha de regimos en la práctica. Un mecánico puramente especulativo, que por indolencia se equivoca en sus cálculos, usa mal de su entendimiento; pero, si es práctico, sus errores son de más consecuencia; y, por tanto, añade a la culpa del error en la especulativa la que consigo trae al exponerse a cometer yerros en la construcción de las máquinas.

 

120. Infiérese de esto que la obligación de dirigir el entendimiento al conocimiento de la verdad es grave; gravísima, cuando se trata de las verdades que deben arreglar toda nuestra conducta, y de que depende nuestro último destino. En estas cuestiones: ¿quién soy? ¿de dónde he salido? ¿adónde voy? ¿cuál es la conducta que debo seguir en la vida? ¿cuál será mi destino después de la muerte? el hombre que se mantiene indiferente, o se expone a caer en error, incurre en gravísima responsabilidad moral, aun prescindiendo de toda idea religiosa, y atendiendo únicamente a la luz de la filosofía. Los que hablan, pues, de errores, de extravíos del entendimiento, cual si en estas materias no cupiese trasgresión del orden moral, dicen un despropósito; pierden de vista la ley general y necesaria que nos obliga a desenvolver y perfeccionar nuestras facultades, lo que no podemos hacer con el entendimiento, sí no lo dirigimos hacia la verdad; olvidan que, siendo el entendimiento la guía de las demás facultades, si él yerra, errarán todas; ni advierten que, poniéndonos el entendimiento en relación con las cosas, si no las ve como son en sí, se perturba por necesidad el orden en nuestra conducta; no consideran que hay muchas materias en que el error puede ser de consecuencias irreparables, y que, por tanto, no hay menos culpabilidad en él, que si quisiéramos andar por entre horrendos precipicios con los ojos tapados, o distraídos.

 

121. Aquí también encontramos admirablemente enlazada la moral con la utilidad. "Emplea bien el entendimiento, sírvete de él para el conocimiento de la verdad para ver las cosas y sus relaciones tales como son en sí»: esto nos dice la ley natural; y el resultado de la sujeción a este precepto es el obrar en todo de la manera conveniente, apreciando los objetos en su valor, y conociendo, por consiguiente, a cuáles debemos dar la preferencia.

 

122. La moral en este punto se halla también acorde con las inclinaciones naturales. Todos deseamos conocer la verdad: al error, como error, no podemos asentir; ¿acaso creeremos lo que juzgamos falso? ¿Quién se satisface con pensar de una cosa lo que no es, y no lo que es? Cuando necesitamos del error para nuestras pasiones, le cubrimos con el velo de la verdad; sabemos engañarnos a nosotros mismos con una sagacidad deplorable.

 

SECCIÓN IV

Deberes relativos al orden sensible

 

123. Si el hombre fuese un espíritu puro, sus deberes estarían cumplidos con procurar conocer a Dios y a sí mismo, con amar a Dios sobre todo, amarse a sí mismo y a cuanto Dios quisiese. No teniendo más facultades que el entendimiento y la voluntad, su ser estaría en el orden moral dirigiendo el entendimiento a la verdad, y la voluntad al bien; pero, como junto con esas facultades superiores poseemos otras inferiores, nace de la relación de aquellas con éstas una serie de nuevos deberes.

 

124. La sensibilidad se nos ha dado para satisfacer las necesidades animales y para excitar y fomentar el desarrollo de las facultades superiores; así es que debemos mirarla bajo ambos aspectos, y sacar de sus relaciones los deberes que se refieren a ella.

 

125. Lo que se ha dicho sobre la obligación de buscar en todo la verdad, hace innecesario el que nos extendamos sobre el uso que debemos hacer de los sentidos, en cuanto nos sirven para adquirir el conocimiento de las cosas. Si hemos de buscar la verdad, es preciso que empleemos los medios de la manera conveniente; y, por tanto, es necesario que procuremos usar de los sentidos del modo que corresponde, para que no nos induzcan a conceptos equivocados. Las reglas sobre el buen uso de los sentidos no son solamente lógicas, sino también morales. Emplearlos de suerte que nos hagan errar, es valerse de correos precipitados e imprudentes con peligro de que traigan noticias falsas; y, si llegamos hasta el punto de usar los sentidos con el secreto designio de que nos digan, no la verdad, sino lo que halaga nuestras pasiones o amor propio, entonces cometemos una especie de delito de soborno; nos valemos de testigos falsos para que engañen al entendimiento.

 

126. La relación de los sentidos a la satisfacción de las necesidades animales y vitales presenta un nuevo aspecto, de que nacen otros deberes. Pero, si bien se reflexiona, este aspecto se halla íntimamente ligado con el anterior; porque, si el entendimiento conoce la verdad, conocerá también el verdadero destino de los sentidos, y, por tanto, el uso que de ellos se ha de hacer.

 

127. La naturaleza misma nos está enseñando que debemos conservar la vida y la salud; a más del deseo que a ello nos impele, los dolores sensibles nos avivan cuando la vida corre peligro o la salud se perturba. Así, pues, será legítimo el uso de los sentidos, cuando se ordena a la conservación de la salud y de la vida, y será ilegítimo, cuando contraría estos fines. También aquí se hermana la moralidad con la utilidad; las reglas de higiene son también reglas de moral.

 

La templanza y la sobriedad son virtudes, porque nos prescriben la debida mesura en la comida y bebida; la gula y la embriaguez son vicios, porque nos llevan a un exceso contrario a la razón. Los resultados de la templanza y de la sobriedad son la conservación de la vida y de la, salud, el bienestar suave y general que experimentamos cuando nuestra organización se halla en el correspondiente equilibrio; la gula y la embriaguez producen indigestiones, vértigos, dolores atroces, gastan las fuerzas y acaban por conducir al sepulcro.

 

128. ¡Cosa admirable! El hombre, al excederse en lo sensible, es castigado también en lo intelectual, una comida excesiva produce el embotamiento de las facultades intelectuales por la pesadez y la somnolencia; la embriaguez perturba la razón; el ebrio no ha procedido como hombre; pues bien, por la embriaguez deja de ser hombre, y se convierte en un objeto de lástima o de risa.

 

129. He aquí las reglas morales, en este punto, reducidas a un principio bien sencillo: la medida de uso de los sentidos, en sus relaciones con las necesidades del cuerpo, es la conservación de la vida y de la salud: la higiene, extendiéndose no sólo a los alimentos, sino a cuanto tiene relación con la salud y la vida. Esta es una excelente piedra de toque para reconocer la moralidad de las acciones relativas a las necesidades o deseos sensibles.

 

Aclarémoslo con ejemplos. La pereza es un vicio a los ojos de la sana moral; la ociosidad está sembrada de peligros: en ella se debilitan las facultades intelectuales y se corrompe el corazón; pues bien, la higiene está acorde con las prescripciones morales; la ociosidad es dañosa a la salud; el ejercicio, así el intelectual como el corporal, es muy saludable; para aliviar las enfermedades sirve en gran manera la ocupación moderada del cuerpo y del espíritu. Mirad al perezoso, que, tendido sobre un sofá, no tiene valor para levantar la cabeza ni la mano; el tedio se apodera de su corazón, para hacer bien pronto lugar a la tristeza, a la manía y otros extravíos. Su entendimiento, divagando a merced de todas las impresiones, sin sentir la acción de una voluntad fuerte que le sujeta a un punto, se acostumbra a no fijarse en nada, se debilita, y vive en una especie de somnolencia. El cuerpo en continua inacción languidece; las digestiones se hacen mal, la circulación se retarda y desordena; el sueño, como no cae sobre un cuerpo fatigado y menesteroso de descanso, huye de los ojos o es interrumpido con frecuencia; el perezoso busca el bienestar en la inacción completa y sólo halla los males consiguientes al enflaquecimiento del espíritu y a las enfermedades del cuerpo.

 

Comparad con estos resultados los de la virtud contraria. La costumbre del trabajo inspira afición hacia él: el laborioso goza cuando trabaja; padece cuando se le condena a la inacción. El fruto de su laboriosidad, intelectual, moral o física, le recompensa con una satisfacción placentera; cuando después de largas horas contempla el resultado de su actividad, se consuela fácilmente de las pequeñas molestias que ha sufrido, y las tiene por muy bien empleadas. Al llegar la hora de la distracción, disfruta porque la necesita; su sensibilidad no está embotada por el placer; y éste, por ligero que sea, se multiplica, se aviva, porque es una lluvia que cae sobre la tierra sedienta. El tedio, la tristeza, las manías, los aciagos presentimientos no se albergan en su alma porque no saben por dónde entrar; como hay ocupación permanente, no queda tiempo para complacer a esas visitas importunas y dañosas. El ejercicio de las facultades tiene en continuo movimiento la organización; y las alternativas de trabajo y descanso le dan aquel punto que necesita para desempeñar sus funciones ordenadamente, lo que constituye la salud y prolonga la vida. Por fin, el sueño, cayendo sobre una organización fatigada, es tomado con placer; reparando las fuerzas, comunica la actividad, que se despliega de nuevo, cuando el astro del día, alumbrando el mundo, viene a avisarnos de que sonó la hora del trabajo.

 

130. ¿Y qué diremos de la armonía de la higiene y de la moral, en lo tocante a los placeres sensuales contrarios a la naturaleza? La severidad de la moral en este punto se halla justificada por la más sabia previsión. He aquí cómo se expresa Huffeland en su Macrobiótica,, o el Arte de prolongar la vida: "Es horrendo el sello que la naturaleza graba en el que la ultraja de este modo; es una rosa marchita, un árbol secado en el tiempo de su mayor lozanía, un cadáver ambulante. Este vicio afrentoso ahoga todo principio vital, agota todas las fuentes del vigor, y no deja tras sí más que la debilidad, inercia, palidez, decadencia de cuerpo y abatimiento de espíritu. El ojo pierde su brillo y se hunde en su órbita, las facciones se alargan, desaparece el aire juvenil, y el semblante se cubre de manchas amoratadas. La más leve impresión afecta desagradablemente toda la economía animal. Falta el vigor muscular; el sueño es poco reparador; el menor movimiento causa fatiga; las piernas no pueden soportar el peso del cuerpo; pónense trémulas las manos; se sufren dolores en todos los miembros; se embotan los sentidos, y el genio se vuelve tétrico y melancólico. Los desgraciados que se entregan a este vicio, hablan poco, parece que lo hacen con disgusto, y nada les queda de la viveza que los caracterizara en otros tiempos. Los jóvenes de talento se hacen hombres comunes y aún mentecatos. El alma pierde el gusto de los pensamientos elevados, y la imaginación está completamente depravada.

 

Toda su vida no es más que una serie de cargos que se hacen a sí mismos, y de penosos sentimientos causados por la debilidad de que no saben triunfar. Siempre irresolutos, experimentan un tedio continuo de la vida, que los conduce con frecuencia al suicidio, crimen a que nadie está más sujeto que los que se entregan a goces solitarios.

 

Por otra parte, las facultades digestivas se desordenan; se está continuamente, atormentado de incomodidades y males de estómago; se vicia la sangre; el pecho se llena de mucosidades; la piel se cubre de granos y úlceras, y sobrevienen finalmente la epilepsia, la consunción, la calentura hética, frecuentes desmayos y una muerte temprana. "Al oír este imponente testimonio de la ciencia sobre los funestos resultados de la inmoralidad, causan lástima e indignación los que no alcanzan a comprender por qué la religión cristiana se muestra tan severa en todo cuanto puede corromper el corazón de la juventud. Aquí, como en todas las cosas, manifiesta el cristianismo su profundo conocimiento de las leyes de la naturaleza, y de los secretos del corazón y de naturaleza, dice el mismo Huffeland, no castiga ninguna acción con tanto rigor como las que directamente la ofenden. Si hay pecados mortales, son sin duda los que se cometen contra la naturaleza." (Macrobiótica 2. p., sec, cap. 2.).

 

SECCIÓN V

El suicidio

 

131. Al tratar de las obligaciones del hombre para consigo, ocurre la cuestión del suicidio. Es de notar que la inmoralidad de este acto no puede fundarse únicamente en las relaciones del individuo con la familia o la sociedad; de otro modo, se seguiría que el que estuviese falto de ellas podría atentar contra su vida.

 

132. La razón fundamental de la inmoralidad del suicidio está en que el hombre perturba el orden natural, destruyendo una cosa sobre la cual no tiene dominio. Somos usufructuarios de la vida, no propietarios; se nos ha concedido el comer de los frutos del árbol, y con el suicidio nos tomamos la libertad de cortarle.

 

¿En qué puede apoyarse el hombre para llamarse propietario de la vida? ¿Se la ha dado él a sí propio? ¿Se le consultó acaso para traerle a ella? ¿Dónde estaba antes de vivir? No era; y se halló existiendo, no por su voluntad, sino por la del Criador, con arreglo a las leyes de la naturaleza. Si él no se la ha dado, ¿cómo pretenderá ser su dueño exclusivo, de suerte que la pueda destruir cuando bien le parezca? Todo le está indicando que el vivir no depende de su libre albedrío; a más de haber pasado de la nada al ser, experimenta que la mayor parte de las funciones de la vida se hacen independientemente de su voluntad; la respiración, la circulación de la sangre, la digestión, la nutrición, y en general todas las funciones vitales, se ejercen sin que piense en ellas; sólo cuando es necesario tomar aliento para reparar las fuerzas, la voluntad interviene, pues la naturaleza ha querido dejar al ser viviente dotado de espontaneidad, alguna acción sobre los medios de conservar la vida; pero, tan pronto como esto se cumple, la organización continúa sus funciones, en los procedimientos de la nutrición y en todas sus consecuencias, sin que pueda impedirlo el imperio de la voluntad.

 

133. El deseo de la conservación de la vida, y el horror a la muerte, es un indicio de que no están en nuestra mano. Los brutos animales, como obedecen ciegamente al instinto de la naturaleza, no se suicidan nunca; solo el hombre, en fuerza de su libertad, puede perturbar de una manera tan monstruosa el orden natural.

 

134. El suicida, o ha de negar la inmortalidad del alma, o comete la mayor de las locuras. Si se atiene a lo primero, afirmando que después de esta vida no hay nada, el suicidio no se excusa, pero se comprende; y por desgracia se nota que donde cunde la incredulidad, allí cunde también esta manía criminal. Pero, si el suicida conserva, no diré la seguridad, pero siquiera la más leve duda sobre la existencia de la otra vida, ¿cómo se explica tamaña temeridad? ¿Quién le ha hecho árbitro de su destino futuro, de tal modo, que pueda adquirirlo cuando bien le parezca? Al presentarse delante de su Criador, en el mundo de la eternidad, ¿qué podrá responder, si se le dice: "quién te ha dicho que estaba terminada tu carrera sobre la tierra? ¿por qué la has abreviado por tu sola voluntad? El que debía sacarte de la tierra, ¿no es acaso el mismo que te puso en ella? La razón, el instinto de la naturaleza, ¿no te estaban diciendo que el atentar contra tu vida era un acto contrario a la ley que se te había impuesto?" ¿Quién te autoriza para ir al otro mundo a buscar otro destino? ¿No sería justo, justísimo, que en vez de felicidad encontrases la desdicha? He aquí, pues, cómo el suicidio, siempre inexcusable, no puede ni siquiera comprenderse sino como una temeridad insensata en quien abrigue duda sobre si hay algo después de la muerte; y así, es muy natural lo que enseña la experiencia, de que se encuentran tan pocos suicidas cuando se conservan las ideas religiosas. Este es un buen barómetro para juzgar de la religiosidad de los pueblos: si son muchos los que atentan contra su vida, señal es que se han enflaquecido las creencias sobre la inmortalidad del alma.

 

SECCIÓN VI

La mutilación y otros daños

 

135. Así como el deber de conservar la vida implica la prohibición del suicidio, el de conservar la salud incluye la prohibición de mutilarse, de disminuir en cualquier sentido la integridad del cuerpo, o de causarse enfermedades.

 

136. No se quiere decir con esto que el hombre por motivos superiores no pueda mortificarse a sí propio; pues que la sujeción del cuerpo al espíritu, y el servicio que le debe, exige que, cuando para la perfección del espíritu se haya de sacrificar el bienestar del cuerpo, no se repare en el sacrificio. Esto puede acontecer por vía de preservativo o de expiación: de preservativo, sí, por ejemplo, absteniéndose de ciertos alimentos o de otros recreos lícitos, se logra que el espíritu conserve la paz y la buena moral; de expiación, porque nada más racional, y así lo confirman las costumbres del linaje humano, que el ofrecer a Dios, en expiación de las faltas, la mortificación voluntaria de quien las ha cometido. Pero de nada de esto puede llegar ni a mutilaciones, ni a detrimentos graves en la salud; a todo debe presidir la prudencia, que es la guía, el complemento y el esmalte de las otraza virtudes.

 

SECCIÓN VII

Resumen

 

137. Resumiendo los deberes del hombre para consigo, diremos que debe amar a Dios, y amarse a sí mismo; que debe la verdad a su entendimiento y el bien a su voluntad; que debe a todas sus facultades la correspondiente armonía, para que no sirvan como esclavas las que deben mandar como señoras; que el uso de las sensibles, en cuanto se refieren a informarle de los objetos, debe ser cual conviene para que no le induzcan a error; y en sus relaciones con el cuerpo deben emplearse del modo conducente para la conservación de la vida y de la salud; que, por consiguiente, no puede en ningún caso atentar contra su propia existencia; que aun los daños que se cause, nunca pueden llegar hasta el punto de producir enfermedades graves, y deben tener siempre un fin conforme a la razón; en una palabra, el precepto fundamental del amor de sí mismo debe practicarlo con el desarrollo de sus facultades en un sentido de perfección, y con arreglo al fin a que Dios le ha destinado.

 

138. No hablo por separado de los deberes de la voluntad, porque todos le pertenecen: siendo la voluntad una condición necesaria para la moralidad, nada es bueno ni malo, si no es voluntario.